Domingo

Los guerreros, hermano, los guerreros del sueño que te dije.

Álvaro Mutis

Le retour à San Carlos

Por último, terminé creyendo la tontería esa de la predestinación y acepté que el asunto en verdad me estaba aguardando hace tiempo; así entendido el episodio, el origen de la creencia estaba en la amistad y explicar el destino de la amistad es endeble como argumento. Cada tanto, cuando siento ganas de escribir algo evito en lo posible contar historias que me incluyan, más veces de las que quisiera fallé en el intento y si algo aprendí es que resulta peligroso para un narrador entrar en contacto con los temas que inventa. Es al final del libro de las “Siete Partidas” cuando me veo obligado a quebrar ese principio, lo que equivale a una abdicación, como si la fantasía entregara las banderas resignándose a caer en un lugar común.

De resultar creíble la confesión puede que algo se salve, tal vez recurriendo a un testigo fuera de sospecha pueda contagiarle a la anécdota eso de lo que carece al inicio: la verosimilitud propia de la imaginación. Si algunas otras veces forcé la escritura buscando efectos sorprendentes –en el relato anterior sin ir más lejos- no veo cómo hacer ahora para incorporar elementos antagónicos a un sistema coherente, al torrente de la rutina cotidiana y alivianar las páginas que aguardan del delirio que se avecina. Lo prudente será renunciar a especular sobre el asunto, limitándome a ser cronista en la penumbra de los hechos, intentar contar los acontecimientos tal como sucedieron, que el lector saque luego sus conclusiones, entre las que no descarto la indignación.

Escribo esto lejos del teatro de los hechos evocados, si emprendo la tarea a contracorriente, entre labores más redituables, es porque tengo el palpito de que no podré escribir nada más diferente hasta poner punto final a este embrollo. Para resistir la tentación comencé otros relatos, pero a la séptima página y antes incluso escribía párrafos intrusos que pertenecen a Domingo; salían de un tirón con liviana perfección, de tal forma que transformaban en escoria los esfuerzos de la madrugada con oraciones anteriores. Eran señales más creíbles que la realidad, espejismos de palabras engañándome, haciéndome suponer que aquí estaban las fuentes, la dirección era otra y había algo velado sin explotar en los materiales.

Desde hace unos minutos cuando escribí las palabras «por último, terminé creyendo» hay en la casa un silencio inhabitual, los libros y cuadernos están en los lugares asignados, los bolígrafos de colores parecen desconcertados. Eso me atemoriza; razón suficiente para sacudirme el parásito que busca vivir a expensar de mi fracaso. Una historia queriendo ser recordada a como dé lugar sin importarle si violenta mis ritmos, altera el sentido segundo de cuentos anteriores del libro e incluso si la impresión final es la medianía. Tal es la fuerza con que se impone la historia durante las últimas semanas en mis viajes en tren hasta Grenoble, mientras duermo en hoteles de provincia, preparo cursos sobre poesía modernista, atravieso el jardín de Luxemburgo los mediodías grises de los lunes, yendo a papelerías en penumbras de la calle Monsieur Le Prince. En ese proceso creí entender que se trataba de una obsesión y recordar que algunos protagonistas del cuento siguen con vida es inquietante. Tampoco parece preocuparme que mi relato desbarranque en revelar detalles de intimidades ajenas; me consta que la historia es secreta y en cuanto a los nombres verdaderos creo poder permitirme ciertas licencias. Pensando en secuelas desagradables o reproches, es improbable que los involucrados lean el libro antes de morir. De hacerlo, evitarán señalar ni tan siquiera una de las coincidencias; al contrario, desearán que yo muera pronto para que la polilla amnésica y las otras más voraces carcoman estas páginas de amargor impregnadas, diría el vate nicaragüense.

Recuerdo que todo comenzó cuando, en menos de veinticuatro horas, pasé de un incipiente verano parisino al invierno húmedo e insidioso que se ensañó con Montevideo en el último viaje a mi ciudad. A causa de esos desacomodos digamos temporales suele ocurrirme que me vea implicado en episodios extraños, golpes de casualidad atribuibles a la cuota de ceremonia que tienen mis incursiones anuales, como si fuera responsabilidad de la distancia recobrada. Los tiempos se entreveran con asombrosa facilidad, los efectos de desazón acumulados durante años resultan subidos a una calesita monstruosa y los días se consumen con inusitada celeridad al mismo tiempo que las noches se esfuman; cristales de vidrieras del centro de la ciudad, ventanales bajos de los cafés esquinados devuelven rostros distanciados, devastados, empezando por el mío. Cada viaje e incluyo los recorridos breves, me inyectan en coyunturas y el espíritu el peso del paso de otro año, distingo la muerte más clara que en los julios anteriores y tampoco es momento de balances personales. La historia referida más arriba, como el Alien cachorro se está impacientando adentro del estómago. Creo tener derecho a resistir algunas pocas líneas más para entrar en materia; decía que los amigos se concentran y es fatigoso defender estando en Montevideo las horas en solitario para caminar por aquellas veredas. Lo inesperado sucedió una nochecita y temprano, con el cielo cubierto de un color sucio, oscuro, acuciando la inminencia del temporal nocturno.

Estaba en casa de mi madre sin hacer nada especial, preparando en una libretita los movimientos del día siguiente, mirando la tele donde anunciaban la salida de tres dotaciones de bomberos del cuartelillo Centenario a causa de las lluvias recientes cuando sonó el teléfono. Era la segunda semana de mi estadía en Montevideo, había pasado un tercio del tiempo previsto esa vez y podía ser cualquiera de los amigos, hasta número equivocado pues hubo problemas de comunicación esos días. Lo dejé sonar varias veces y cuando me dirigía a contestar quise adivinar quien sería; al descolgar confieso que la realidad superó cualquier previsión.

«Aquí Urrutia» me dijeron de entrada. «Daniel Urrutia» escuché y me costó reaccionar. El programa de respuestas fue sorprendido, la vieja maquinaria se puso en trepidante funcionamiento y pronto se abrió el fichero correspondiente. Daniel era un profeta que habitaba el testamento de la historia pasada y regresaba, teléfono mediante, parecido a un guerrero inmortal implicado en las batallas por venir. Me llamaba desde San Carlos, sabía que yo estaba de paso por la Banda Oriental y quería saber si podíamos vernos; él se decía un hombre respetable, tenía casa nueva, dos hijas chicas y se le hacía difícil largarse esos días hasta la capital. Me invitó a pasar un fin de semana en sus pagos, lo que era para mí imposible pues en Montevideo contaba cada hora. Bien pude responder con una negativa que hubiera sido aceptada sin réplicas, sin caer en negociaciones y las no menos fastidiosas explicaciones consecuentes; no fue así, por Urrutia y razones brumosas irreconciliables en lo inmediato decidí verlo porque quería. Una vez aceptada la posibilidad del encuentro cada cual parlamentó con insistencia despojada de agresiones; pasados unos minutos de charla formulamos una precipitada incursión mía, de apenas un día a San Carlos, que está a poco más de cien kilómetros de la capital. Un trecho de nada y enormidad de distancia para los orientales que padecemos el vértigo de las rutas. Eso sería el próximo viernes.

Averigüé por teléfono horarios de los ómnibus a San Carlos y con esos datos en mi poder programé la nueva agenda. El viernes tendría una forma de cáscara hueca y vacía en relación a Montevideo, clínicamente desaparecía de la ciudad, como si un duende del olvido hubiera infiltrado una pócima en mi oreja y una de las naves espaciales iluminadas, esas coloreadas por dibujantes de historietas, hubiera decidido secuestrarme con aviesas intenciones. El viaje lo tomé como corte necesario de los asedios montevideanos y la concreción precipitada de otro proyecto sorpresivo. Suele sucederme que tema la concordancia con el clima; el mes de julio avanzaba terrible, consolidando el invierno con lluvias intensas que sólo caen en Montevideo, fríos navajeros de calar hasta los huesos y varios centímetros de escarcha acerada por la zona de los cerros de Lavalleja. Nadie algo parecido desde comienzos de siglo, el desalmado lenguaje de los elementos anunciando el viernes de San Carlos era poco propicio. La naturaleza estaba alterada y a punto de castigar esa región del sur por un antiguo pecado, de seguro ligado a la soberbia, los signos eran lo suficientemente intimidantes por ser verdaderos. Con ese panorama por delante recelé lo peor: un viernes de temporal continuo, la molestia de calcetines empapados y la imposición de una charla cerrada, densa, bebiendo caña brasilera en vasitos pequeños hasta el embotamiento de la mente. Mi pesimista percepción de la trama de los elementos naturales contra mi expedición me conducía a un error.

El día señalado me levanté más temprano de lo habitual, esa mañana escuché las primeras noticias en la radio y tomé unos mates con mi madre que tenía sus propios planes para la jornada. El Duque, todavía medio dormido, se sentó en la silla de al lado con la intención de robarme una galleta con dulce, para lo cual apoyó el maxilar en la mesa y puso ojos de perro distraído. Poco a poco la visión de la calle se aclaraba, consulté el Raymond Weil con números romanos, apronté el bolso, llamé un radio taxi que llegó al poco rato y me hice conducir hasta la esquina de Uruguay y Convención donde salían los buses con destino a regiones del Este. Durante el trayecto en taxi -sería a esto las siete menos diez de la mañana de invierno- el frío que abrazaba la ciudad era intenso y seco. Las calles estaban más vacías que otras mañanas de años anteriores, cuando llegué a la terminal algo improvisada, en pleno centro de la ciudad, faltaba media hora para la partida lo que en invierno es una enormidad. Compré el diario y tomé un café pésimo en un boliche de las inmediaciones; recostado en el mostrador miraba hacia afuera a través de ventanales sin lavar por si llegaba el transporte. Cada vez que pasaba una hoja del tabloide veía en el hueco dejado por unos edificios de ladrillos que el cielo estaba claro, despejado y de un azul perfecto. Sobre las ventanas altas de los mismos edificios de ladrillos, comenzó a reflejarse la primera luz guiñadora del sol que, por un punto del horizonte invisible, venía asomando y sin interferencias de nubes sucias contrariando la prepotencia de un invierno rotundo.

Por fin llegó el autocar al cordón de la vereda, fui de los primeros en subir y adentro había un frío de garaje abandonado, depósito de chatarra sin sereno, noche pasada a la intemperie al abrigo burlón de unas chapas rotas de dolmenit. Más que viajar me dejé llevar, tiritando al comienzo en un asiento rígido forrado de un plástico transparente duro, la mirada pasó del libro de Roberto Appratto sobre el padre -que compré la tarde anterior- a las calles montevideanas vistas cientos de veces a lo largo de la primera mitad de mi vida. Volví a contemplar la agonía de la ciudad cuando termina y fui sorprendido por la densidad de filamentos urbanos, tejidos en mi ausencia, con balnearios próximos al límite departamental ahora muchísimo más poblados. En determinado kilómetro hay una curva, algo así como un empalme nuevo y desvío que sentí físicamente. De pronto, al levantar la mirada de “Intima” me sentí confrontado a la soledad del campo uruguayo, su desazón de espacio despoblado, la sensación de nada más la ausencia y vividas con certeza geométrica de vacío irrenunciable. Ello sólo es concebible en terruño oriental que se adhiere a la ropa, sigue buscando la piel y penetra hasta el espíritu del viajero entusiasta, igual que el roer en una alimaña indescriptible.

Sin evocar solemnidades tales como el sentido de la vida y habiéndome convencido de que el trayecto desde París fue una bagatela, en ese breve tramo de viaje me invadió un temor palpable en la boca, como una mermelada ácida, de estar en un viaje sin destino, el pálpito que del otro lado del viaje no hubiera Urrutia de carne y hueso ni San Carlos ciudad terminal. Busqué consuelo observando los pocos viajeros que estaban en la misma situación, tenían el aspecto de espectros desentendidos del mundo de los vivientes, supe de pronto que podíamos continuar rodando a velocidad monótona por años hasta morirnos sin alcanzar ningún destino. La idea misma de destino era inconcebible dentro del trayecto emprendido, dudé si era realmente la voz de Urrutia la que escuché días atrás en el teléfono o si un enemigo ignoto me tendió esa emboscada queriendo suprimirme. No obstante tales consideraciones infundadas, afuera del vehículo faltaba el invierno predicho, el cielo avistado más temprano en la terminal insistía en confirmarse, el azul se volvía claro hasta ser de paleta y los rayos oblicuos del sol calentaban con holgura la trepidante carrocería sin lavar.

La ausencia en el paisaje se fatigó, en un round incierto unas casas miserables y aisladas anunciaban junto con el grito del conductor que llegábamos a Pan de Azúcar. En poco tiempo dejamos atrás el caserío de las afueras, miré el pueblo buscando serenarme y hallar un indicio del presente, presentí que podíamos estar en una mañana del invierno de mil novecientos cincuenta y uno o tal vez antes. La historia, la trata sencilla del tiempo transcurriendo sucede afuera de la ciudad donde entramos, otra dimensión desconocida; si alguien busca con esmero la inmortalidad y quisiera de verdad capturarla, le bastaría con vivir el resto de los tiempos en una casita con fondo en el perímetro que delimita Pan de Azúcar. Cruzarla a la marcha lenta del autocar exagerada por callecitas estrechas que llevan a la agencia, era atravesar el dédalo temporal en dirección al otro lado del espejo. Supongo ahora que pensaba en cuestiones periféricas rozándose con lo observado en el pueblo, mis impresiones eran injustas sin ser despectivas, impertinentes y en cierto modo mágicas. Las circunstancias se mostraban confusas, a pocos kilómetros de donde estaba la noche anterior había nevado y la escena del autocar, entre parando en un local para el recambio borroso de siete pasajeros con paquetes mal atados, creía recordarla de la vida anterior, una pesadilla. A cada minuto que pasaba estaba más cerca de San Carlos, sentía que el viaje comenzó una semana atrás y mi cuerpo como el recuerdo onírico cruzaba sin papeles las últimas fronteras de territorios inexplorados.

Las presunciones del error, sueño y celada parecían confirmadas; por el milagro secreto que atravesó mi entendimiento llegamos al centro de San Carlos en la hora prometida. Fui el último en bajar del ómnibus, una vez en la vereda estiré las piernas, el cuerpo se aclimató al aire límpido proveniente del mar océano y sierras circundantes. Recuperada la tonicidad corporal miré para todos lados sin resultado, los viajeros se dispersaban por las inmediaciones sin prisa, ninguna noticia de Urrutia rompía la homogeneidad de la escena. Lo hablado por teléfono fue concreto, las informaciones sobre horarios y compañías repetidas lo suficiente como para despejar cualquier duda. En el acto consideré las dos variantes de la hipótesis latente: que hubiera soñado la conversación con Urrutia reaccionando en consecuencia por engaño del entendimiento y que el viaje caducado fuera un sueño. En uno y otro caso traté de recordar, de cuando venía a San Carlos más seguido, el emplazamiento de una fonda donde almorzar cuando llegara el mediodía y de inmediato por si estaba en la primera variante, averigüé horarios de retorno a Montevideo.

En eso estaba, consultando listas fotocopiadas fijadas con cinta scotch en la puerta del bar, cuando advertí que desde la otra punta de la plaza alguien hacía señas con las manos dirigiéndose a mí. Era Urrutia, habían pasado muchos inviernos desde la última vez que nos encontramos y para mí dos inviernos por año. Le llevo a Daniel algunos carnavales de delantera en la edad, mis cambios deberían ser a sus ojos más pronunciados que los suyos a los míos, cuando nos saludamos él nada dijo al respecto, se alegró del encuentro que tenía algo de cita complotista improvisada. Rastreando el ritmo de la charla hablamos del tiempo pasado, la suerte de tener un día con sol y sin más trámite nos pusimos en camino hacia su nueva casa que compró en el barrio donde pasó la infancia. Urrutia tiene una envidiable concepción de las raíces y se explicó diciendo que la compleja cuestión de la regresión a la Edad de Oro no era privativa de los escritores.

-Nada es privativo de esos, dije.

El sueño de Daniel Urrutia

-Nada es privativo de esos, dije.

En el trayecto nos detuvimos en una carnicería donde era visible que la mercadería expuesta había estado pastando dos días atrás y se olía en el local el trabajo eficaz del matarife.

-Vamos a hacernos un asadito, dijo Urrutia y mientras consultaba con mirada de entendido las vitrinas refrigeradas preguntó si tenía ganas de algo en especial.

La perspectiva del asado logró mejorarme el ánimo machacado por el viaje, confrontando posibilidades trozadas al frío, confesé mi debilidad por los riñones que habían salido de mi dieta habitual allá. Luego de las compras caminamos unas cuadras; alejado de la referencia ofrecida por la plaza principal de San Carlos me desorienté, confundiendo los laberintos de la memoria. Urrutia trabaja en el ramo de la gastronomía, es experto contable y se ocupa de algo así como la gerencia de restaurante; por ello pudo tomar el día libre.

-Estamos fuera de temporada, hasta septiembre tengo la vida profesional tranquila.

Al rato llegamos a la casa nueva, una construcción antigua reformada desde los cimientos siguiendo el gusto del reciente propietario. Daniel utilizó en la obra objetos y accesorios camperos en su totalidad: ruedas de carretas dignas de Atahualpa Yupanqui, rejas de pulpería fronteriza, cadenas de pesadas yuntas de bueyes, vigas petrificadas de molinos del tiempo de la Provincia Cisplatina, hasta la esfera esmaltada de un reloj con el logotipo de la firma Strauch, descubierto de casualidad en un remate de cachivaches de las afueras de Maldonado. Apenas puse un pie en la casa fui atrapado por herrajes, marcas de ganado con filigranas rebuscadas, fierros irrepetibles de tranqueras, el esqueleto metálico de portones, cerraduras de galpones y ventanas; repertorio herrumbroso de historias muertas que nunca serían rescatadas de la fosa común, a menos que la imaginación se volcara para la orilla del pastiche gauchesco.

Escrutando en la casa de Urrutia la colección de objetos pasados por fuego y forja, en especial las artes olvidadas de cerrajería, trancas, pesados pasadores, comprendí que un tiempo de la memoria Oriental estaba clausurado para mis pretensiones de prosista y de forma definitiva. Mi escritura nunca abriría lo oculto detrás de la tranquera antigua, formando un barcito con la campana de bronce bruñido de una escuela rural y un farol que, según los decires del dueño de casa, perteneció a una pulpería famosa de la zona. Establecimiento de ramos generales donde dos por tres había finado por arma blanca o trabuco naranjero y que en mi suposición era de un ilustre quilombo de principio de siglo, con putas casi niñas de pelo colorado y piel lechosa con pecas, pupilas que hablaban en polaco o algo parecido.

Desentrenados por el tiempo transcurrido, con atropello de baguales indómitos Urrutia y yo nos pusimos al día; demasiado apurados por instalarnos en los días lejanos de verano compartido, a comienzos de la década pasada, cuando la insubordinación de la tropa era herida sangrante y un sainete impresentable. Acaso en este tramo de las evocaciones fueran necesarias ciertas aclaraciones, detalles precisos que por mi parte no considero del caso y menos pertinentes a lo que vino luego.

Estábamos en la puesta al día remontando como quien dice la cronología, cuando se sumaron la mujer de Daniel y las dos niñas. Mariela estaba rubia y linda como antaño, por ella los años de la tregua no pasaron en lo que tiene de descalabro. Con ese soplo bienvenido de aire fresco femenino empezamos a conversar, estábamos contentos por haber doblegado el destino y había cierta conciencia del fracaso que avanzaba calibrada por el movimiento del sol. En pocas horas es inconcebible organizar la secuencia de los años acumulados, aceptando el bando que nos condicionaba y sin ponernos de acuerdo, dejamos que el capricho del viernes construyera sus espacios propios; con huecos para silencios, inevitables consideraciones políticas, desastres de nuestro lado, alteraciones en la conducta de personas conocidas como si fuera prioridad de los otros y reincidíamos en la música, claro.

Urrutia me interrogó sobre la configuración de mis nostalgias al respecto, respondí que extrañaba el tango y los candombes cantados por el negro Rada, las murgas las prefiero en carnaval al aire libre delante de un tablado, con un chorizo al pan con chimichurri en una mano y una Pilsen sin espuma en la otra. Por momentos éramos dos veteranos en resistencia, él tenía aquellas grabaciones legendarias de Led Zeppelin; le pedí escuchar Whola lotta love, Heartbreaker, Moby Dick y Stairway to heaven argumentando con pasión apolillada que se trataba del mejor rock, quise decir que era música para la juventud y la mía agregué por las dudas.

La hora avanzaba, el mediodía se nos venía encima a paso firme cuando salimos hasta el fondo de la casa, a preparar el asado como dos payadores derrotados por el mismo rival. A un costado estaba el flamante parrillero justificando el orgullo de Urrutia, un árbol plantado antes que se construyera la casa regalaba a ese rincón una sombra tal que hacía anhelar el verano. Allí mismo y punto cardinal de las reformas, Urrutia instaló una mesada mostrador de madera gruesa y que cumplía múltiples funciones, permitiendo tomarse copas de parado con la grata sensación de estar en un boliche de verdad. A la vez vigilar la evolución del braserío, mutaciones de colores en la parrilla inclinada en ángulo de conocedor. Mariela marchó a organizar la casa y las niñas con tino precoz se fueron a jugar a su cuarto y ahí quedamos los dos solos, recordé que años atrás asociaba a Daniel con una palabra que él todavía no había pronunciado y que -a mi parecer socarrón- faltaba para poner en rodaje la charla según la entendía. Cuestión de rituales lingüísticos, creo que él hacía esfuerzos para evitarla y yo no hallaba la manera de introducirla en la conversación hasta que llegó la ocasión.

En el fondo del terreno vi que había un perro atado, con la claridad del día parecía un bicho especial y cuando en determinado momento el animal hizo un movimiento que lo presentó en su esplendor, quedé asombrado al borde de la expresión.

-Muchacho, qué animal imponente, dije; Urrutia sonrió por mi incontinencia verbal, aflojada de sobreentendidos y nada agregó a mi guiñada fonética, eso que a Daniel se le conoce por el apodo de «el mudo». Es un perro de las legiones romanas, continué sin hallar en mi bestiario canino de Foxterrier y Cocker negro el nombre de la raza.

-Desciende de perros romanos y tibetanos. En efecto, un verdadero Rottweiller. ¿Le gusta?

-Gustarme no sería la palabra adecuada, mis perros fueron siempre modestos. Su animal es de una belleza inquietante. ¿Cómo vino a parar ese animal a esta casa? le pregunté, procurando ganar tiempo mientras me recuperaba de la extraña impresión provocada por el animal.

El perro, la palabra identificándolo y el paréntesis en mi pensamiento quedaron suspendidos o cayeron de golpe en mi conciencia. Creí entender a los manotones: la situación era una metáfora y el animal un signo. Llegaba hasta las casas de San Carlos a reencontrar un amigo y en otra longitud de onda topé con un perro portador en su memoria genética, además de los cruzamientos biológicos, la caída de Cartago y el cerco de Numancia, el acueducto de Segovia sobrevolado por cigüeñas, las ratas voraces de Bizancio, la plaza Villa de Madrid de Barcelona de cuando era cementerio, los deslices nocturnos del César entre las legiones de avanzada extendiendo el Vini. Eran demasiados recuerdos para atribuirlos a un perro, ese perro doméstico acampado de manera fantasmagórica en un barrio calmo de San Carlos y sin embargo, el animal era más prodigiosos que un puñal enterrado en Sumeria, era sangre bombeada a corazón, hígado, unas patas y ojos, sobre todo los ojos.

Le pedí a Daniel que lo soltara, lo dije sin pensarlo; conseguía ver en el animal un perro cualquiera pero emitiendo mensajes poderosísimos. Patas firmes prontas a escalar pedregales, orejas carnosas atentas a reaccionar en cuanto sonara la trompetería de la legión, la enorme cabeza negra era el ariete que seguía horadando la historia, desde centurias más atrás de donde agonizaban raquíticas memorias personales sin patrimonio. Cualquier historia que Urrutia pergeñara sobre el origen del perro, la serie de casualidades que engarzaban Masada con San Carlos, pasando por un veterinario alemán, la anécdota del criador argentino y vacunas contra la enfermedad del cachorro, nada podría en mi espíritu ante el porte del perro de Roma girando en torno mío; rodeándome con instinto como si yo fuera un dragón rabioso excomulgado al rescoldo de brasas rojizas, estigmatizado por San Jorge y San Carlos.

Pensé dialogando conmigo: «no divagues, estás aquí donde estuviste antes y en otra casa, estás bien, ya tomaste un litro de cerveza, estás a punto de comer un pedazo de asado que se dora ahí cerca y a traición te ataca el profesor empachado de apuntes.» Eso lo decía para mí; si alguien que lee se detuvo a contemplar por siete minutos ininterrumpidos la cabeza de un Rottwailler, sabe que digo la verdad. En ello la cerveza no tiene responsabilidad; el Coliseo circular, el arco de Tito, el área entera del Foro y la pedrería completa que traza la vía Apia, quedaban reducidos a polvillo de las eras. A dos metros de la carne asándose, dando vueltas a un trote miliciano y olfateándome mis pantalones de pana, latía el imperio de la memoria del mundo. Siempre me gustaron los perros, el Rottweiller de Urrutia desbordaba la zoología para ser un animal con plusvalía de códigos y cercos ignominiosos; quedé paralizado al recordar que los romanos conocían la cerveza y mi aliento podría despertar en el perro una memoria oscura de festín de victoria.

La visión referida duró unos instantes, mientras el animal avanzaba hacia mí y cruzamos las miradas, pasada tan poderosa comunicación se comportó como un cusco cargoso y hubo que atarlo. El perro desde lejos me miraba, entendí que Urrutia lo sabía y que lo del perro lo hizo a propósito, formaba parte de los verdaderos planes latentes en la invitación y que comenzaba a entender.

-Es mucha coincidencia que usted esté por acá, empezó Urrutia, hablando lento, modulando cada sílaba y luego de un silencio perceptible dejó caer mi apellido como si fuera la raza de otro perro.

Así que es eso, pensé: el apellido, llegó el apellido. Ahora comenzaba la explicación secreta de la expedición del día dentro del viaje mayor.

-Usted escribe complicado compañero, continuó.

Estaba acostumbrado a la misma incómoda situación con gente que quiero, luego vendría el deslizamiento a las virtudes de historias sencillas, el acercamiento a temas que el público lector reivindica y otros ejemplos elocuentes del laurel popular de colegas a quienes casi siempre termino sosteniendo, admitiendo casos relevantes mientras cuestiono mi escritura atormentada.

-Pero por momentos… agregó, con cierta condescendencia familiar, dejándome una ínfima esperanza para los próximos años.

-Mientras siga habiendo unos pocos «por momentos» seguiré en la lucha, repliqué, tocado y con ironía, sin intención de iniciar una defensa fastidiosa e inútil que pronto abandonaría.

Urrutia cortó por lo sano.

– ¿Vio el perro?

Qué paz interior llegaba a la charla y qué estremecimiento; el asunto tomaba forma, la llamada primero, luego el apellido, los momentos intuidos brevísimos como refusilo en el horizonte y la insistencia sobre el perro… principio confuso pero principio al fin.

-Claro que lo vi, dije encubriendo la fuerte impresión que la criatura provocaba en los sentidos desarreglados.

-Es cachorro siguió Urrutia y la conversación tanto como el asunto aflorando se concentraban en el perro romano. No llega al año y tiene empaque de ejemplar adulto, me lo entregaron a pedido luego de una larga espera, cuando tenía tres meses. Es un encanto de animal a pesar del aspecto fiero de la primera impresión, las nenas le hacen de todo y él las soporta como si nada.

Luego del ejemplo de absoluta confianza Urrutia se calló, dejó un tiempito para tomar aire en la densidad del ambiente y que lo ayudara a seguir adelante.

-Hasta aquí todo bien, confirmé y congraciándome con su estrategia para luego dar el golpe de timón. Tampoco estamos aquí para hablar de veterinarios o tirones de orejas, ussted lo sabe.

Me sorprendí hablando como un matón de serial televisiva; estaba por disculparme con mi amigo cuando noté que el exabrupto grosero tenía el efecto del pentotal, reduciendo dolor y haciendo avanzar verdades ocultas.

-Las cosas empezaron a suceder desde la primera noche que el perro pasó con nosotros.

-Urrutia (tal como se presentaba la situación también debí apelar al recurso del apellido) con este día espléndido no me venga, justo a mí, con historias de aparecidos y cosas raras.

-Déjese de embromar, replicó Daniel como latigazo; el tono era de respuesta con ofensa sin despecho necesario al grado de insulto.

Entendí que él seguiría hasta el final, la oscilación del asunto entre disolución sencilla y tramado complicado lograba perturbarme más que la cerveza.

-Tampoco voy a pedirle disculpas, le pido que arranque.

-Sucedieron dos episodios que no podían tener relación una con otra, primero fue el sueño volvedor y luego el impulso. ¿Por cuál le parece que empiece?

-Por el sueño.

-Las primeras noches fue claro como en una película. Soñaba la carrera de caballos sin nada de hipódromos, casaquillas de colores o paseo preliminar frente al palco oficial… era una simple penca cuadrera, desafío mano a mano sin espectadores salvo los implicados; al comienzo fueron imágenes lejanas sucediéndose en silencio y la cinta proyectada parecía muda. Al pasar varias semanas el sueño mejoró, se hizo más nítido, distinguí al ganador, veía clarito a dos hombres discutiendo y aparecía una muchachita llorando. Hasta ahí como escucha, salvo la recurrencia del retorno nada del otro mundo, el sueño se repetía cada tanto hasta que un día de primavera, estando en conversaciones con un brasilero que abría restaurante en la zona de Manantiales, me vino el sueño a la cabeza pasando a formar parte de la vigilia. De ahí la inmediata ocurrencia de localizarlo a usted, sin razón ni lógica poética, causa tajante y como lo más natural del mundo. Tengo que ser sincero, no tanto por usted sino arrastrado por el sueño.

-Entonces se las ingenió para conseguir la dirección, que terminó en la famosa llamada de los otros días.

-En efecto, pensé en enviarle una primera carta a Francia; alguien me comentó que estaba por venir, así que preferí esperar unos meses para asegurar la conexión.

-La llamada me sorprendió, fue cariñosa sin aclarar nada. Pensé que era por los viejos tiempos…

-Qué podía decirle… ¿que deseaba verlo porque había soñado? En cuanto a los tiempos insinuados, creo que son más viejos de lo que usted supone.

-Sea cual sea la razón fue una buena idea; si el verano pasado usted hubiera comprado un bóxer o un Pomerania está por verse si me hubiera localizado.

-Tampoco se ponga en citadino astuto de barniz cosmopolita. Falta lo mejor.

– ¿Hay más? pregunté, estimando que el asombro se daba por terminado, permaneciendo fuera de tanta coincidencia singular que presentía.

Aguardé la reacción de Urrutia a mi pregunta, tenía distancia bastante para desdeñar la historia tejiéndose estando metido en otros líos considerables. El viaje catártico a San Carlos apareció como otro intento de hundimiento y percatarme que no era dueño de andar por ahí sin hacer nada, lo que me daba fastidio. Daniel hizo como si yo no hubiera dicho lo que dije; si en cambio escuchó lo que quise decir sin pensarlo, tampoco reaccionó y como potro sin domar se lanzó a trazar la primera recta de la historia trabajada, insinuada hasta provocar deseos de conocer más, seguir adelante.

-Lo más inexplicable era el paulatino perfeccionamiento del sueño. De a poco fue reconociendo el paisaje donde sucedían los hechos, resulta que la carrera esa se corrió entre dos arroyos y fue aquí cerca en San Carlos. ¿Cómo pude soñar eso me pregunto? No lo sé, dentro del sueño donde todo sucedía entre neblina algo aparecía clarito. Era el muchacho jineteando el caballo ganador cuya imagen me perseguía más allá de las horas de descanso. Otro día, en pleno trabajo discutiendo descuentos con un mayorista, evocando un almacenero cumplidor o una marca de yerba paraguaya dije: «Domingo». El hombre en cuestión me miró como si yo estuviera piantado. Para un momento Daniel pensé, para muchacho. Le di una explicación al hombre sobre el equívoco y fue ahí, hablando de jamones y arvejas enlatadas que descubrí el nombre del jinete del sueño. El muchacho se llamaba Domingo, es de no creer.

Ahí Urrutia necesitó descansar, el primer tramo de confesión lo dejó exhausto; mientras escuchaba yo seguí bebiendo cerveza con parsimonia, prestando una atención más bien floja al relato de Urrutia. Cuando pronunció el nombre del jinete debo decir a falta de mejor comparación que me corrió electricidad por todo el cuerpo; el perro desde lejos no me sacaba los ojos de encima, echado como estaba en el piso, distraído y siguiendo el entrenamiento de los gladiadores. Callé la razón del sacudón y abrupto salto de la coincidencia; por esas mismas fechas, tan distante de San Carlos que parecía otro planeta había comenzado a urdir un relato del cual lo único que sabía, punto de partida sin continuidad a la vista, era que el personaje era un muchacho de diecisiete años, vivía en el campo oriental y se llamaba Domingo en recuerdo de un gringo de paso por el país a principio de siglo. Del nombre no logré salir durante semanas dándole vueltas al asunto, ni avancé media página del relato rumiado, la historia rehuía mis asaltos y nadie que no fuera Domingo podría protagonizarla.

– ¿Domingo? pregunté, reanudando con un nombre propio y ajeno la conversación, curioso y fastidiado por un absurdo sentimiento de hurto, publicidad impertinente de un íntimo secreto de fracaso.

-Domingo, con lo raro que suena… lo asombroso era la creciente precisión del sueño, siempre el mismo y al que se agregaban detalles reveladores. Al cabo de siete semanas lo fui mejorando, aprendí a observar entre los indicios dispersos y sabía cómo terminaba.

-Con la cara radiante de la muchachita, feliz por el triunfo de Domingo.

– ¿Y usted cómo lo sabe?

-Como si fuera un cuento Urrutia, le contesté.

En verdad fue en ese instante que descubrí la imagen de la muchacha, una criollita que apenas había dejado de ser niña. Nunca con anterioridad una historia se configuró en el preámbulo de la escritura tan complicada, si es que algo en verdad se formaba o era yo fundiéndome comedido secundario en un argumento de otro.

-De algo estaba seguro y me asustaba. Eso no era un sueño, yo era depositario provisorio, albacea torpe del asunto inconcluso viviendo fuera de mi cuerpo y que lo implicaba a usted, aunque fuera lateralmente; por eso sentí el impulso de llamarlo.

Nada dije, menos busqué confortar a Urrutia dándole la razón y preferí esperar el final de su relato, las palabras que flotaban entre el sueño y mi viaje a San Carlos.

-Urrutia, la clave del misterio era Domingo. ¿Usted buscó?

– ¿Que si busqué?

– ¿Encontró?

-Más de lo que pensaba.

– ¿Hay alguien llamado Domingo?

-Hay.

-Cuente.

Entonces Urrutia contó. Lo que de ello recuerdo y transcribo es un pobre reflejo de lo que Daniel dijo en el tiempo que va de la carne colorada sobre la parrilla hasta que se pasan, ensartados por un gran tenedor, los pedazos cocidos a una bandeja de losa. El primo político tenía el don de los narradores orales Orientales cuando alcanzan una cadencia expresiva irreductible a la escritura, cierta magia en el manejo de los tiempos, la sabia distribución de los silencios que pocas pero inolvidables veces le escuché a Juan Capagorry, a mi amigo el doctor Eduardo Orrico. En ellos la frase bordea el lugar común para trascenderlo en la continuidad que tejen las palabras, con ruinas de un saber del ayer que se apaga, como si en esa débil llamita de contadores de mostrador se nos extinguieran rudimentos de memoria colectiva. Ella quedara sin perros lazarillos que la dirijan más allá de las fronteras de nuestra pobre provincia, hasta que llegue el tiempo en que otros pueblos, también vecinos, olviden que existimos en la historia celestial como un mito menor.

Esta es una declaración de la incapacidad. Lo que viene, a pesar de las muchas horas de trabajo invertido es el espectro de lo contado por Urrutia mientras la grasa goteaba sobre la brasa tornasol, yo expropiaba circunstancias de su Domingo para atribuirlas al mío que parecía revivir con sangre coagulada en otras heridas. Así como sonseando Daniel buscó en la memoria de vecinos, diarios locales de la época, confidencias de la vieja comisaría del lugar, conociéndolo un poco, en fija que agregó algo de su propia cosecha a la versión que trenzó bajo la enramada y yo sin decirle nada me quedé en el mostrador, interrumpida una sola vez para buscar otra botella de cerveza y que fue más o menos como sigue.

Lucero y emprendedor

Así como sonseando Daniel buscó en la memoria de vecinos, diarios locales de la época, confidencias de la vieja comisaría del lugar; conociéndolo un poco, en que agregó algo de su propia cosecha a la versión que trenzó bajo la enramada mientras yo sin decirle nada me quedé en el mostrador, interrumpida una sola vez para buscar otra botella de cerveza y que fue más o menos como sigue.

El episodio ocurrió en campos del departamento de Maldonado, más bien tirando para el lado de San Carlos allá por el año 1940, cuarenta y poco. Los más veteranos una vez consultados, ubicaban con relativa fidelidad los hechos, relacionaban el supuesto crimen impune con el comienzo de la segunda guerra mundial. Lo que no debería hacerse en este caso, es confundir los almanaques; si el 40 fue el año de la técnica en su esplendor, películas de comedias musicales americanas y bombardeos en formación compacta cruzando el Canal de la Mancha, en algunas regiones de Maldonado, a pocos kilómetros tierra adentro de la costa, la gente estaba convencida de vivir como si el mundo se hubiera detenido cincuenta años atrás. No se trataba del complot colectivo ni la resistencia lúcida al progreso que, cuando debió llegar, lo hizo llevándose por delante los últimos bastiones de la tradición, sino del desapego a lo sucedido detrás del horizonte abarcando la mirada al amanecer, conciencias impregnadas con la concepción cíclica de la vida tomando la apariencia del retroceso, la quebradiza textura de lo anacrónico.

Era un recitado cuyo principio pudo haberlo contado Javier de Viana, si bien al final haría falta tajar fuerte el cuero duro de relatos lineales, es crónica de envidia y desafío, del odio de dos hombres que agotaron sus vidas compitiendo en todo: extensión de los campos declarados y divisa política, cantidad de cabezas de ganado y orígenes umbrosos de la familia. Los rivales eran nietos de portugués y asturiano, hijos de madres criollas y nacidos ambos en 1890; los padres murieron en circunstancias confusas en las últimas patriadas de comienzo de siglo, en ambos casos las familias hablaron de traición y emboscada, muerte por la espalda y delación. La cuestión nunca se dilucidó, tampoco había un marcado interés y los muchachos heredaron la tradición de odio imborrable; tanto orgullo como crecimiento económico no hacían sino incentivar el rencor, cuyas causas de multiplicaban mes a mes. El encono alcanzó tales proporciones, que sólo la irreversible desaparición del otro podía apaciguarlo y nada más que un inconcebible odio superior podría acercarlos.

Cuando comienza la historia del desvío el país gozaba de una relativa estabilidad, con unos años menos en el cuerpo ellos se hubieran declarado la guerra, igual que señores feudales del medioevo japonés, hasta lograr el exterminio del enemigo, incitado con blasones regionales del exilio de ancestros preservados en arcones familiares. Las noticias que llegaban del mundo civilizado, la conciencia de estar en frecuencia con lo sucedido en el exterior volvía ridículas las devastadoras intenciones señaladas, fue así que trocaron los bárbaros embates de depredación por toda forma de apuesta. Los desafíos azarosos y periódicos se iniciaron cuando se agotaba la cuarta década del siglo, ellos nada despreciaban para incentivar el juego; aprovechaban la pobreza errante de los circos, luchadores ambulantes venidos de lejos, animales fantásticos amaestrados, faquires quiromantes y hasta carretas hediondas de putas recalcitrantes. No se tiraba una taba en el pago sin que allí hubiera una apuesta de los hombres, en los más inocentes juegos de cartas entre ancianos, los jugadores sabían que eran instrumento de los hombres ausentes. A pesar de extravagancias y lo elevado de las apuestas la rutina terminó por absorberlos; pasaron diez años en el absurdo desgaste hasta el día que se supieron viejos, advirtiendo que vivieron el odio de manera ridícula y su encono combativo se había añadido a las costumbres del pago, como las fiestas patrias y la esquila, con indiferencia de calendario, y temían que sus apuestas hasta fueran publicitadas en el almanaque del Banco de Seguros, junto al festejo de San Pancracio, los días de granizo, el temporal breve de Santa Rosa.

El encuentro del año cuarenta resultó decisivo no tanto por la obtusa voluntad de los hacendados sino por la tragedia que desataron los hechos menores; se dice en las versiones rescatadas que al final de una mañana sofocante, llegando el mediodía los hombres coincidieron en la sucursal del Banco Comercial que había por aquellos tiempos en Maldonado. Se miraron con rencor renovado sin importarles la plata depositada ni el brillo que desprendían las monedas de oro de los cintos; cuentan que enterados de la llegada masiva de brasileros a la zona, argentinos afiebrados que compraban uno detrás de otro los terrenos arenosos de la costa, sabían que iban para reliquias falsas de una época muerta. Se vieron ridículos bajando de caballos relucientes vestidos de gaucho endomingado, en años donde esas indumentarias eran reservadas para disfraces de carnaval. El mundo que alimentó su odio marchaba al ocaso, ellos y su rencor estaban muertos, eran viejos para concebir un duelo a cuchillo a la luz de la luna al descampado, anacrónico hubiera sido la palabra adecuada. Como si el ridículo disipara el deseo de aniquilación, decidieron jugarse casi todo –ridículo incluido- a una carrera de caballos en campos conocidos; jugarse el caballo corredor y una aguada natural inagotable litigada, médanos costeros codiciados por porteños visionarios, otras tonterías como objetos que acaso admitían el honor del otro, una suma de dinero suficiente para vivir once años en Roma sin apremios y la hija del puestero de uno de los terrenos disputados: disponibilidad de hacienda y ganas de apostar fuerte, afán que la historia del rencor concluyera, aunque supieran antes de la largada que el perdedor exigiría la revancha apenas traspasada la meta.

Cada hombre preparó durante siete semanas su mejor caballo dentro de la tropilla y designó entre la numerosa peonada el mejor jinete. Un capataz de los Lobato, el único ser humano en quien ambos tenían una relativa confianza, fue elegido para diseñar el trazado de la carrera y ser juez inapelable por si había dudas. Don Enrique Delmiro Reyes Agustini presentó para el día fijado a Lucero, pingo nervioso venido de los campos de Rio grande do Sud, con la monta de Sosita. Don Horacio Federico Quiroga Ferrando se decidió por Emprendedor, hijo de pura sangre propiedad del exótico emir árabe de paso por las playas del este, que montaría un tal Domingo. Se sabía que el caballo de Reyes era por lejos el mejor y favorito, Quiroga confiaba en que Domingo descontara diferencias genéticas de la cabalgadura. Dicen que hubo mucho preparativo secreto y con el tiempo esos detalles se perdieron de las memorias que relevaron la historia.

Así comenzaba el sueño de Urrutia, un pañuelo de seda colorada que una mano áspera deja caer sobre el pasto crecido, gritos animosos y galope tendido de enormes caballos sobre los cuales los menudos jinetes son apéndices irreconocibles, prolongación arqueada en lomos de cojinillos apretados, formas humanoides fijadas al animal en estampida como sanguijuelas desproporcionadas. La carrera fue pensada para ser larga y que consumiera el tiempo necesario hasta que un ganador resultara claro. El hombre de Lobato, orgulloso y ladino, diseñó un recorrido que mezclaba dolor y apetencia, una ruta jalonada de codicia haciéndolos galopar entre los mejores terrenos de cada campo disputándose ahí mismo. En el sueño incandescente de Urrutia había montes, pendientes, cruces de cachimbas, arroyos cristalinos y sorpresa de las manadas de ganado marrón huyendo de apariciones lanzadas al disco del infierno. El sueño de Urrutia, la realidad distante, el relato, hicieron una carrera pareja para excitación de los patrones y que duró la breve duración de otro sueño. Fue claro que faltando menos de setecientos metros para la meta, Emprendedor tomó la delantera provocando con ello un cambio a la conformación de las imágenes; en la nueva perspectiva es el caballo la silueta disuelta, creciendo por el contrario los contornos del jinete que domina los primeros planos. Uno que escucha la voz de Daniel e imagina el desenlace, adivina que Domingo gana la carrera y antes que finalice el sueño se conoce que para él serán las felicitaciones. El muchacho triunfa de manera prodigiosa el mismo día que el pobre Sosita hizo la mejor galopada de su vida, al punto que no concita el rencor del patrón por haber llegado detrás.

Algo especial poseía a Domingo el día de la carrera, la inocultable alegría del iluminado, una exaltación de como si corriera con maleficio en la cabeza, embriagado por el honor de divinidades vengativas saludando su pasajera gloria, mientras se sucede el último día que lo vería con vida. Domingo no era nada, era nadie dentro de la gran contienda: alpargatas deshechas, gorra rotosa, cuerpo pequeño de niño enfermo, hablar tartamudeando de cómico de la legua, mirada vivaracha en cambio de zorro salvaje cazador de gallinas y cabeza de angelote indeciso de retablo de la escuela italiana, manos de novio, la astucia de pasar inadvertido y más el día del triunfo. A pesar de la emoción supuesta en el episodio y la descarga de algo indefinido, Reyes y Quiroga desairando el orden de llegada, eran hombres decepcionados. Dos perdedores. «Nos estamos poniendo viejos» dijo uno de los dos y el otro permaneció callado. Al separarse quedaron en encontrarse esa noche en un bodegón recién abierto en la plaza de Maldonado, regenteado por un matrimonio de franceses y liquidar en la ocasión las cuentas de los asuntos disputados. La cita fue fijada a las diecinueve horas y sin haberlo concertado ambos llegaron a las siete en punto de la tarde, vestidos de solemne traje oscuro y corbata de seda.

Desde la tarde esa las ropas de gaucho fantasiosas eran para trabajar en los campos y uniforme de los pobres; estaban incómodos con las nuevas indumentarias planchada para la ocasión, aceptándolas como señal irreversible de que ellos y su odio marchaban al olvido. El malestar se renovó al elegir los platos con nombres rebuscados a pesar de explicaciones detalladas del francés; en eso también debían cambiar como con tractores, tratamientos veterinarios y administración contable, de lo contrario serían devorados por la voracidad rampante de advenedizos llegando a la zona de San Carlos en oleadas indómitas. No obstante cierta similitud de situación, el empaque de los hombres durante la cena era diferente. Reyes llegó al restaurante dispuesto a pagar y escondiendo en la manga una carta sorpresa destinada a Quiroga, que en algo podría reconfortarlo de la derrota sufrida hace unas horas y comenzar la trama de la revancha, iniciada cuando fue claro que su caballo era aventajado sin remisión. Reyes se guardó un gambito, estocada secreta para el final de la cena; este último detalle se lo contaron a Urrutia y aquí los hechos se tornan dudosos al perder la consistencia del sueño. Se conoce la verdad de las consecuencias, el tránsito del sueño de Urrutia a la certeza del crimen se sostiene en un puente inestable e inexistente que debe cruzarse con sumo cuidado.

Sucedió que aquella tarde se habló mucho de Domingo entre la peonada, por más que se guardó el secreto de la apuesta la bulla supo llegar hasta los arrabales de San Carlos y más allá. Reyes se emborrachaba encerrado en su casona, acumulando falsa dignidad para afrontar el encuentro pactado con Quiroga, cuando la comadre Susana, mujer del infeliz puestero del campo apostado le pidió a una de las sirvientas hablar con el patrón. En otras circunstancias Delmiro la hubiera mandado a paseo, ordenado a las empleadas que se encargaran de la mujer y se dejaran de joder. La desgracia, que cayó sobre sus dominios al galope le despertó una intuitiva curiosidad; la mujer no podía saber que en la carrera de hacía unas horas se apostó la piel de Susanita como si fueran cueros viejos. Para desmentir cualquier descrédito público, divertirse por adelantado y hacer más incisiva la derrota aceptó recibirla en el patio; salió encandilado por la resolana y saturado de aguardiente como estaba se despatarró en un perezoso. Reyes tenía con los subordinados una relación más cordial que Quiroga, tacto y delicadeza hacia el vasallaje que se sentía protegido. La sorpresa fue de otra naturaleza y logró sustraerlo de la borrachera rencorosa, supo que Domingo, hacía de ello un buen tiempito, había ganado otra galopada discreta montando el cuerpito chúcaro de Susanita. La madre de la criatura apostada, entre lágrimas dudosas le contó a uno de los patrones la vergüenza oculta de la familia a él, hombre comprensivo. Luego –era lo gracioso de la situación- enterada de la carrera, dolida hasta el alma por el adverso resultado a los intereses de la casa, sabiendo que el galancito comenzaba a tener fama, le pedía a don Delmiro si podía hablar, cuando lo creyera conveniente con el otro y arreglar cristianamente la situación de los gurises desvergonzados pues ella, mujer y madre al fin, se veía crecer una panza de guacha arrastrada en cualquier momento y el raje inopinado del jinete.

Una vez repuesto de la sorpresa fustigada por la información, Reyes se rio con ganas, sin importarme el sentir de la mujer fastidiada y sabiendo que estaría amargado durante semanas. Luego de conocer la más carnavalera de las noticias volvió a ser el consejero solícito, compadre complaciente, conciliador y fuente magnánima de consejos buscando alejar toda preocupación. Minimizando el problema de la angustiada puestera y haciendo que la situación fuera aceptada como lo que era, una travesura de chiquilines en la primavera de la vida.

-Tal como se lo cuento don Horacio, qué embromar con las cosas, dijo Reyes comprensivo y sobrador hasta la chacota cuando terminó de mentar el episodio vespertino en tonalidades sombrías, destacando tintes miserables del cuadro, aumentando con placer aspectos abyectos, denigrando cuanto tenía de lindo el apareamiento de los adolescentes. Ya ve, no es mala voluntad… aquí adentro de la carpeta de cuero está lo que debo pagar por lo de hoy, algunos papeles tienen la tinta fresca del escribano Amonte, pero Susanita escapó a mis posibilidades… voló como golondrina de septiembre. Qué curioso Quiroga, el mismo cuerpito de machito joven que le hizo ganar todo esto –y deslizó sobre el mantel la carpeta de cuero- le quita de la boca el fruto más codiciado para hombres como nosotros. ¿Vio que linda venía la chinita en los últimos tiempos? Se le notaban las tetitas duras; quién iba a suponer que tanto empuje, además de la naturaleza, era obra de Domingo, que resultó taimado y ligerito. Justo a usted, que hace unas horas lo abrazaba como si fuera un hijo…

Más que lo dicho, fue la manera como Reyes presentó los hechos lo que deformó la visión de lo sucedido en la mente de Quiroga. La alegría campechana del ganador cambió de vereda haciéndose miel de rencor, cruce de sentimientos encontrados. La densa documentación sobre la mesa y atestando su condición de ganador absoluto la consideró letra muerta, quiso disimular sin admitir el nuevo odio royéndole el corazón, restarle importancia a lo escuchando del derrotado instigador, decirse que el episodio era una minucia en el orden del universo, carente de relevancia e interés. En lo profundo se reconocía un hombre engañado, traicionado a los ojos de todo por un complot de infelices.

La acción de Domingo fue un atrevimiento, afrenta rústica de códigos nunca escritos de improbables medioevos orientales. Quiroga no alegó ni una palabra a la relación de Reyes, limitándose a sonreír como apostador en apuros al que le llega el naipe esperando; sorprendido por la indiferencia de Quiroga, Reyes creyó que poco apreciaba la honra hurtada de Susanita. ¿Tenía ante sí un hombre viejo hastiado de desafiar, cansado de ponerse a prueba y ello a pesar que, con el reloj suizo de oro llevado en la muñeca, podía comprarse todas las putas deambulando en la frontera desde el Chuy a Yaguarón? Pagaron la cuenta a escote evitando ofensas a la caballerosidad sensible en esas horas, la conversación derivó a temas banales de la explotación agropecuaria, la conciencia que desde hacía años y de manera creciente las condiciones comerciales las fijaran los otros.

El restaurante de los franceses daba sobre la plaza principal de Maldonado, la noche era calma y clara, un agobio de temporal humedecía el aire. Había gente silenciosa rondando las esquinas, se oyó el inconfundible ritmo sincopado de dos caballos pasando a tranco lento por adoquines transversales de las inmediaciones. Sobre la torre de la iglesia colonial había una luna exagerada que sería llena en tres días, nada del paisaje pueblerino noctámbulo guardaba memoria de la competición del día. La noche total volvió a la carrera un recuerdo insustancial del universo, como el perfume de un ramillete de jazmines blanquísimos en un jarrón con agua la víspera de Masoller, mayólicas de zaguán montevideano del barrio de la Unión durante la Guerra Grande.

Los dos hombres se despidieron en esa atmósfera y cada cual tomó para un rumbo distinto, con ganas de distanciarse del encuentro desagradable impuesto por el protocolo. Habían caminado siete metros apenas en dirección contraria cuando Quiroga se detuvo, enfrentado a una tapia altísima, volviéndose igual que si hubiera alcanzado los diez pasos prescritos por el duelo a pistola, dándose vuelta dispuesto a matar al adversario mirándolo a los ojos.

– ¡Reyes! dijo fuerte sin llegar al grito; en el silencio de la bóveda Oriental el apellido ese llegó pleno a la nuca del interpelado, que se paró obediente, intuyendo en el llamado un tonto intermedio entre súplica y orden. En cuanto al pedido de su comadre Susana –siguió hablando Quiroga sin volverse del todo- lamento defraudar las esperanzas de tan digna señora, el asunto del que habló está difunto.

Luego, disipando las dudas, indiferente a que los pocos caminantes pudieran escucharlo, agregó:

-Domingo es hombre muerto.

Sin esperar respuesta del vencido Quiroga retomó la huella, su andar se hizo pesado por el cadáver que venía de echarse a las espaldas cansadas y siguió un sendero marcado a sangre y fuego. Reyes ni habló, quedó triste por la clase de dolor que venía de infligir al eterno oponente, algo sobrevoló el odio de añares entre los hombres, esa compleja solidaridad de poderosos señores, complicidad de estancieros prepotentes; entendió que si los dados hubieran caído del otro lado, porque la diferencia eran los pocos metros que separaron dos caballos, él hubiera reaccionado igual. Desde el alma aceptó la confianza entre pares que Quiroga decidió contándole sus planes siniestros, declarados sin la excusa de la borrachera, con la calma de quien se observa después del hecho consumado, como si se tratara de levantar alambrar un terreno rocoso, supo que estaría dispuesto a defenderlo y mintiendo si hiciera falta, sobornando, amenazando. Si la autoridad competente le tomara declaraciones uno de estos días, él negaría haber oído las palabras definitivas de Quiroga.

Se cuenta que Quiroga no regresó de inmediato a la estancia, luego del aviso a Reyes se disolvió desde la plaza central de Maldonado hasta el último boliche de los arrabales fernandinos, bordeando canaletas pestilentes al comenzar el descampado. Durante el trayecto desusado bebió para emborracharse, en cada mostrador al despedirse anunciaba la muerte de Domingo, bando fúnebre que la gente tomó a broma creyéndolo parte del festejo. A mitad de la noche le llegó a Quiroga una crecida de arrepentimiento, se dijo que la historia de las horas recientes era una tontería… tenía en su poder el cartapacio reventón de documentos autentificados, eran maniobras rencorosas del rival envenenado y que luego de dormir la mona hasta tarde todo estaría olvidado. Domingo era un buen muchacho, lo conocía desde gurí y le hizo ganar una fortuna a su enemigo de siempre, también se e dijo que era tarde para retroceder: él dio su palabra de Quiroga. Reyes lo oyó, putas y peones, cantores de mala muerte, borrachos y maricones con labios pintados, milicos cuarteleros, capataces analfabetos, perros curtidos de cicatrices y la luna anaranjada supieron de su bravata.

Su vida estaba del otro lado; él era un criminal y Domingo un muerto, una vez dictada la sentencia y dada la palabra no había marcha atrás. Se emborrachó para incrementar el odio, madurar el castigo ejemplar y demostrar al mundo y la historia que con Federico Quiroga no se juega, afinar con alcohol el espesor de la crueldad y darle al mocoso atrevido algunas de las muertes terribles que imaginó para Reyes. Hacer un acto inconcebible por cajetillas que construían chalecitos paquetes con techos a dos aguas de tejas coloradas, un gesto para retroceder al tiempo riguroso de su padre, cuando degollar un cristiano daba menos remordimiento que sacrificar el caballo quebrado en un hormiguero.

Así fue que después de los sucedidos, quienes escucharon la cascada de amenazas proferidas en la recorrida le hicieron vivir a Domingo varias muertes; a cada cual más terrible, truculenta por probable, como si hubieran existido varios Domingo hermanados por la sangre que murieron sufriendo en la misma noche a causa del único himen y un vago honor incomprensible. El crimen estaba destinado a saltarse el tiempo y necesitaba ser muchos para mantener latiendo en la memoria el único Domingo que existió. Se cuenta que la misma noche que Quiroga regresó borracho a la estancia, con la ayuda del capataz que daría la vida por el patrón concretó el acto criminal que creía justicia; dicen que dicen que estaqueó al muchacho en un galpón alejado del casco principal y con un hierro de estancia al rojo blanco le marcó todo el cuerpo hasta transformarlo en una masa repugnante de carne chamuscada. Fue capado en frío con tijeras de esquilar y le tiraron los huevos al chiquero; hizo del muchacho un matambre monstruoso con alambre de púas y luego de embadurnarlo en miel salvaje lo metieron vivo en un hervidero de hormigas carniceras. Lo despellejó como si fuera chancho muerto, lo hirvió en aceite como a gallina bataraza, lo enculó con estaca de titiribí, lo colgó de un gancho como se hace con los cuartos delanteros de res en los mataderos, le inyectó fosfato en el corazón hasta reventar y le metió una rata furiosa en los chinchulines salidos, lo asfixió entre cueros podridos de ovejas. Dicen que primero lo dejó tarado a talerazos y luego lo encerró en un establo, roció a Emprendedor de nafta, le prendió fuego y el caballo vencedor, desaforada apariencia del infierno del odio, liquidó al muchacho a coses y mordiscos antes de que el capataz, contrariando por única vez a Quiroga lo matara de un balazo certero, gesto que le costó un costurón en la cara. Otras cosas dicen los paisanos, que juran ver ciertas noches el caballo de fuego montado por un jinete cubierto de costras pútridas, galopar alucinado repitiendo el trazado de aquel desafío de los hacendados. Fuera cual fuera la muerte de Domingo, hubiera pasado lo que hubiera pasado en la noche de autos, a la otra mañana Domingo desapareció y nadie preguntó por la tierra removida en medio del triángulo que formaban tres higueras, plantadas por el primer Quiroga. Nadie se atrevió a preguntar por Domingo, todos sabían de la muerte ignorando la causa secreta, murmuraban que se marchó a tierras de Paysandú donde un compadre le prometió un destino plateado como jockey, con la oportunidad de remontar la temporada del litoral argentino, donde se apostaba fuerte y era bienvenido un jinete con las habilidades y mañas del Oriental.

La vida de Quiroga cambió desde aquella terrible noche, el hombre se concentró en hacer producir sus campos hasta la extenuación. No se le veía el pelo y la región sentía la fuerza del espíritu obcecado combatiendo contra el pasado, sin alardear hizo de la estancia establecimiento modelo que resultó una mina de oro. Todo negocio le salía bien a Quiroga y la nueva fortuna superaba con creces lo recibido en herencia años atrás; parecía que la carrera que ya era inventada, le cedió el golpe de suerte suficiente para distanciarse de otros hacendados del departamento fernandino y su rivalidad con Reyes pasó al archivo del olvido. Cosa extraña: nunca compró ni media hectárea en Maldonado; con lo ganado orientó las inversiones al centro del país, de la otra orilla del río Negro, pensando quizá que el cauce de agua que parte en dos a la Banda Oriental, como el río de la muerte, haría idéntico prodigio con su vida. Lejos del barullo contrajo matrimonio en la intimidad, se instaló con su mujer en tierras de Tacuarembó y en el sur quedó a cargo el hombre de la cicatriz, cebando la fidelidad que otorgan crímenes compartidos.

Poco se supo de Quiroga por más de veinte años, veinte años… a veces surgía como un aparecido por las calles de San Carlos. Hay gente que asegura haberlo visto y está dispuesta a jurarlo, de lejos les pareció que era él optando por llegar al terruño original después del anochecer; y cuando en el horizonte clareaba la mañana el hombre ganaba el límite norte del departamento, desapareciendo tan especto como llegó por otra indefinida temporada.

-Historia curiosa, dije cuando me servía el resto final de la segunda botella de cerveza.

Pagando la vuelta

-Historia curiosa, dije cuando me servía el resto final de la segunda botella de cerveza.

– ¿Historia curiosa? Vamos compañero, sea menos amarrete en sus apreciaciones… es un cuento increíble, replicó Urrutia con entusiasmo desbordante, seguro de obsequiarme un argumento original, justificado el esfuerzo por la búsqueda y encuentro que pudo doblegar al azar.

-Mucha sangre, demasiado sentido del honor campesino y caranchos insaciables para mi gusto. No sabría qué hacer con tanta pasión de terruño retorcido y acumulada; seguro que en la literatura telúrica hay cientos de historias parecidas, pulps fictions con gauchos y cuchillos afilados resueltas con más o menos destreza, menos o mayor olvido. El tema del odio entre dos hombres, pues de eso se trata si entendí bien, se viene contando desde los griegos y el derecho de pernada tiene un toque más bien medieval.

Daniel quedó decepcionado por esa falta aparente de interés, de cierta manera era aseveración mi indiferencia ocultando una velada envidia; esa precisa historia escuchada le venía como anillo al dedo a otro Domingo mío, personaje espectral con nombre y sin argumento. El asado a todo esto estaba pronto, cuando Mariela nos invitó a pasar a la mesa la intriga de Quiroga quedó colgada en una estantería inaccesible de la memoria. Estando la familia reunida hubiera sido de mala educación que el mudo y yo hubiéramos insistido con el asunto, floreciente de escabrosos detalles e impropios para oídos infantiles, pero tanto él como yo quedamos con las banderillas clavadas en el lomo.

Para Urrutia la cosa terminaba en la noche de los crímenes o degüello del centauro y en la conversión con penitencia de un hombre habituado a llevarse el mundo por delante. Fui yo que quebré el sentido de la hospitalidad, quien menos resistió; zafándome de las buenas costumbres hablé en cuanto apareció sobre el mantel el flan con dulce de leche. Las niñas estaban jugando por ahí y Mariela parecía resignada al giro de la conversación.

– ¿Ahí quedó la cosa?

A ello veníamos conversando del proyecto de abrir un restaurante en Punta del Este. Urrutia adivinó mi jugada desde el pique, supo que yo cortaba insistente por la antigua huella.

-Quedó prendido el hombre…

-Digamos que intrigado.

-Mire que esto no es mío, usted puede hacer lo que quiera con la historia.

-Le dije que no es mi cuerda, pero tampoco tiene derecho a jugar con el suspenso de la gente. ¿Saltó algo, se confirmó el crimen del jinete, no sería todo un bolazo?

-Nada especial, el asunto quedó tapado y terminó con dos episodios aislados, definitivos.

El primero fue la muerte de Quiroga también de noche y en medio del gran río; fue uno de los pasajeros desaparecidos del barco Ciudad de Asunción, que marchó a pique a eso de las cuatro menos cuarto de la madrugada el 11 de julio de 1963, mientras cruzaba el Río de la Plata haciendo la travesía de Montevideo a Buenos Aires. El episodio fue extraño y misterioso, el Ciudad de Asunción chocó en el Canal del Indio con el casco hundido de un barco griego para legitimar la tragedia. Luego de la persecución y destrucción del Graff Spee a la salida de la bahía montevideana, lo sucedido al Ciudad de Asunción fue el mayor desastre civil ocurrido en el río. Ninguno de los interrogados sabía qué hacía Quiroga a bordo del vapor de la carrera y viajando solo rumbo a Buenos Aires, él que se enorgullecía de no haberla pisado nunca, casi intuyendo que allá estaba su perdición. La «lamentada desaparición del importante hacendado» apareció publicada en un pequeño recuadro en la prensa local de aquel entonces.

Urrutia se preguntó qué habrá pensado Quiroga cuando el barco se estremeció con el golpe: si estaba entre los desesperados que buscaron salvarse de la muerte a como diera lugar o permaneció calmo en medio del loquero creciente, sabiendo que disponía finalmente de agua suficiente para apagar las llamaradas de Emprendedor; aliviar el cuerpo chamuscado hasta los huesos de Domingo, que le abrazaba la mente hacía más de veinte años. Su cuerpo tampoco estaba entre los cadáveres rescatados; un sobreviviente recordó al hombre quieto que en pleno griterío guardó una calma que daba miedo; era el mismo que quedó despierto desde que zarparon bebiendo en el bar con las coperas de a bordo, insomnes ojerosos, quienes no podían pagar un camarote con cucheta, los que jugaban solitarios con baraja española o el hipnotizante tintineo del cubilete con cinco dados saltando adentro. Este aspecto de la versión era cinematográfico, Quiroga marchó como cualquiera en un naufragio, rabioso por ser protagonista de un accidente estúpido, preguntando por qué él y esa noche precisa. Rabioso por la imbecilidad de morir ahogado siendo dueño de un mar de tierra; murió como un bicho, igual que rata manoteando por alcanzar un salvavidas, una chalana sobrecargada, un pedazo de algo y equivocado. Su manera esperpéntica de morir era un insignificante episodio que él creyó un acto de justicia, último pago por el abominable crimen de Domingo.

-La segunda es la liquidación del campo. Diez años después de morir Quiroga, la viuda pasó siete días en San Carlos con el único objetivo de vender. No a un comprador único sino a varios; fraccionó sin criterio el campo principal y liquidó a precios irrisorios propios de una alienada. Nadie reclamó, cualquiera podía resultar beneficiado por esa forma anómala de rematar el pasado. Los cuervos se multiplicaron al olor del negocio podrido, el legendario campo de Quiroga evocando fortalezas inexpugnables, explotó en decenas de escrituras, alambradas electrificadas, galpones nuevos y tropillas misioneras; como si la frenética aceleración de la producción artificial pudiera tapar una memoria única, que al parecer quedó ahí mismo enterrada. En otros tiempos la actitud de la viuda hubiera sido recibido como un episodio misterioso, siguió Urrutia. En pleno golpe militar, tanto movimiento notarial tenía la apariencia de expropiación por decreto, negociado del capanga de turno, de la misma manera como robaban electrodomésticos, dinero escondido en roperos y se vendían hijos paridos por las presas. Hubo gente que en voz baja relacionó esa alucinada reforma agraria con el triste episodio de la estancia Espartaco, que estaba por aquí cerca.

-Hoy pasé delante de la tranquera, dije. El nombre se mantiene, fue raro comprobarlo… tenía algo de persistencia y broma macabra.

-De ahí en más le pierdo la pista al asunto. Cuando me enteré de esta información de golpe dejé de soñar con la carrera.

– ¿Y Reyes?

-Si quiere podemos ir a verlo. Está viejo y achacoso, las sirvientas dicen que vive entre la mugre como un bicho y se acuerda de todo. Es bien cerca de la chacra de mi hermano.

– ¿El Víctor volvió a los pagos?

-En efecto.

-Lo dejamos para otro día.

-Como guste.

La idea de encontrar a Reyes, que andaría por los ciento cuatro años era tentadora. En menos de tres horas debería subir al ómnibus que me devolvería a Montevideo, ese viernes de julio recuerdo que el atardecer carolino fue espléndido, avanzando temprano para mi gusto una primavera pujante, como si la evocación de otros tiempos hubiera alterado la profundidad del cielo. Al final de la tarde y por bondades secundarias de la cerveza tenía una somnolencia avanzada.

En la capital me esperaba una huelga de transportes públicos, tendría problemas para volver a casa, era viernes y deseaba dormir de un tirón hasta el otro mediodía. Con Urrutia caminamos mientras oscurecía hasta la plaza donde están las terminales de autobuses, en el trayecto pasé siete minutos por la casa de los padres de Daniel, donde era yo la aparición viniendo del pasado; otra vez se repitió la falta de tiempo y el consuelo de un asado prometido para la próxima visita a San Carlos. Daniel y yo llegamos a la plaza con unos minutos de avance, nos sentamos en un banco para intercambiar las últimas consignas, evaluar las casualidades que permitieron que ocurriera el encuentro epilogando.

En ambos sentidos resultó ser un sueño el movimiento primero, el nombre de Domingo estaba escrito al frente y al revés de la trama. La próxima vez que encuentre a Urrutia le contaré cómo finalizó el asunto de mi lado y alcancé la incertidumbre de mensajes ficticios sin futuro.

Al bajar del ómnibus en Avenida Italia y Comercio ya entrada la noche, el milagro de San Carlos quedó atrás, formaba parte del pasado. Al poner pie en Montevideo luego de la visita desconocía las derivaciones inconclusas que me aguardaban; si sólo hubiera existido lo escuchado aquella tarde no habría tenido el coraje de intentar narrar lo incomunicable. Lo hago por lo ocurrido meses después.

La noche previa a embarcarme hacia París, siete días más tarde del regreso a San Carlos pasando por Pan de Azúcar, llamé a Urrutia para despedirme. Algo de emoción pasó en la comunicación, los intercambios de siempre, la intuición de situaciones destinadas a permanecer inconclusas. De pronto me sobrevino una inquietud inexplicable.

– ¿Y el perro?

-Cállese, al otro día de su visita nos pasó algo desagradable con el pobre animal.

– ¿Pero qué pasó? le pregunté cuando terminó la mala impresión, intuyendo conocer la respuesta.

-Mire, déjelo ahí. En la próxima, si hay otra, le cuento.

Era inútil insistir, acepté que nos despediríamos con la sombra de una desagradable coincidencia que debería ignorar. Había el encuentro con Urrutia y el perro formando parte del encuentro abarcándolo todo, la presencia del cuento de Domingo impuesto de manera brutal en nuestra conversación; proveniente de una voluntad intangible, fuerza deslizándose ciega de mi ignorancia a la revelación, de la nada a inundar el diálogo de viejos conocidos, de una tapadera de la noche que medio siglo atrás fue boceto de escritura hasta darle sentido a las coincidencias. Con la sensación simultánea de abismo y puente levadizo, mecanismo que insistía en tenderse entre un nombre garabateado al azar en un café parisino y la historia prestada por Urrutia, terminaba una cierta idea de escritura sin continuidad ni futuro de lectura.

DHL, WhatsApp y dados cargados

Sr. Delmiro Reyes.

De mi mayor consideración:

Usted sabe quién soy. Nuestro fiel capataz, el individuo que me puso al corriente de pormenores pasados que vinculan de manera desagradable nuestras vidas, me informó además que vive todavía. Fui depositaria de una confesión de vejez, verdad tardía relacionada con mi marido y no quise morirme, irme de esta tierra sin enterarlo de episodios que doy por descontado que ignora; lo hago sabiendo que no es la persona adecuada para depositar confianza y menos en lo atinente a sentimientos profundos. Tengo la secreta esperanza de envenenarle sus entrañas podridas y sesos parapléjicos en los últimos meses de vida, rezo que sean semanas, imploro para que sean apenas pocos días. ¿Me asiste algún derecho luego del tiempo transcurrido, acaso mi condición de mujer me autoriza a semejante gesto? Digo que sí en nombre de mi despreciable marido que fue toda la vida un canalla, afirmo que claro reivindicando un derecho solamente mío.

Desde que tiene uso de razón y memoria usted codicia –¿es el verbo justo, el sentido adecuado? – los campos que fueron de mi difunto esposo. Sé que a mi llegada tan mentada a San Carlos, desde tiempo atrás una oferta suya me esperaba triplicando el valor real de los terrenos. Fue la propuesta orgullosa y disparatada, ofensiva considerando los términos de transacciones habituales, que me impulsó a tomar las decisiones pertinentes y asumidas por mí sin el mínimo pesar. La primera fue desmembrar como carcasa de gallina hervida las tierras de Quiroga, la segunda regalarlas casi a inescrupulosos oportunistas con el propósito de multiplicarle a usted los enemigos, instalarle en la puerta de su casa el furor de la guerra, azuzarle la codicia de hombres jóvenes cuando despuntaba la decadencia de su ancianidad.

Tiene razón en lo que supone: quiero borrar de la faz de la tierra el recuerdo de Quiroga y que sólo quede un montón de estiércol, algo para pudrirse en nuestras dos cabezas. Hace días me diagnosticaron una enfermedad incurable que lleva a la locura como preludio de una muerte desagradable y dolorosa, por ello me apresuro a escribirle antes de que salga el sol, la luz diurna que tanto me fatiga. Llámese dichoso señor Reyes, será el heredero universal de otros dominios menos extensos que los campos deseados, nauseabundos y profundos como pozo negro de cuartel, una tumba sin nombre.

Lleva de nuevo verdad en lo que está intuyendo. Jamás pensé en usted, nunca concebí dirigirle la palabra; estaba convencida, por razones que Quiroga barruntó durante años, que en buena medida usted fue responsable de nuestra desgracia, desde jovencita lo aborrecí sin tregua en una magnitud que no podrá concebir. Se lo aseguro. ¿Y a qué pues este arrebato? ¿A cuenta de qué este gesto final de escritura en mi último pasaje por San Carlos, el agónico recurso de la escritura aprendida después de desposada? No siendo usted lo que puede decirse un lector de calidad poco importan tales cuestionamientos, que no quede aquí lugar ni para un sentimiento cercano a la indulgencia, todo será escrito mientras duren las sombras de encausto hecho con bilis y la pluma empapada de tinteros desbordantes de odio. Lo que son las vueltas de la vida, Reyes… los juegos con el tiempo debería conocerlos mejor que yo y me consta la densidad de su larga baquía, conocer la verdad a un paso de la muerte es experiencia desaconsejable que sólo se desea al peor enemigo. Es el caso Reyes. Me restan pocos meses para concluir y cancelar el calvario, largo y espinoso camino que comencé a andar antes de lo que usted supone y alcanzó la cumbre en circunstancias milagrosas.

¿Cuál será el instante para incorporarlo a usted Delmiro Reyes en el curso de mi vida? Le aseguro que lo medité largamente y luego de innumerables cavilaciones decidí que la muerte de Quiroga era el momento justo para hacerlo. Con la influencia social y política que usted ejerce en San Carlos, cacique de pacotilla, sabiendo que la muerte de Quiroga le dejaba el campo libre para ser amo absoluto, señor de Maldonado, aguardé de usted y en vano otra actitud digna. En su podrido egoísmo y la mezquina venganza de advenedizo, sólo consintió que se difundieran en la prensa local un par de líneas sobre el doloroso suceso. Estoy segura que a propósito mitigó las secuelas del naufragio en el Río de la Plata; recibí la prueba miserable de su satisfecho desdén en el grosero detalle de ver escrito al apellido de la familia con doble r y descarto una coincidencia, error de cagatinta de turno, que le habrá despertado una secreta alegría. Ya estoy en divagaciones de vieja chocha, lujo que me niego con firmeza en estos párrafos.

Aunque pueda resultar inverosímil la desaparición de Quiroga fue para mí un duro golpe y sin relación con el amor, más bien ligada a la gratitud; él me hizo reconocer el olor del odio y después de medio siglo, estando cerca de la muerte, es el único sentimiento con el que logro convivir y duermo cada noche que puede ser la última, reconociendo al amante fiel que nunca me abandonará. Más que un dolor, recibí la muerte de Quiroga como sorpresa y supe comportarme como debía hacerlo una mujer de mi condición en tamaña situación. No tuvimos hijos, el tiempo que me hubiera llevado educarlos lo utilicé en aplicarme al conocimiento de los negocios de Quiroga. Tampoco lo tome como declaración de arrogancia, cuando Quiroga murió su ausencia pasó inadvertida en la administración de la fortuna y la continuidad normal de las faenas productivas. La postergación de la debacle anunciada a la pobre viuda reafirmó, pasados pocos meses, mi prestigio secreto, la estima respetuosa allá en el norte del río Negro; los antiguos negocios de San Carlos, quedaron bajo control en las manos fieles de quien usted sabe. Era una viuda joven por aquel entonces; van para treinta años del naufragio y hasta parece mentira que mi cuerpo pudo tener alguna vez treinta y cinco años, que a esa edad pudiera ser responsable de asuntos reservados a ustedes los hombres. ¡Ah Reyes!, le aseguro sin falsos pudores que no faltó quien intentara arrimarse a mi duelo pero sin coraje suficiente, tampoco descarto en esos pretendientes de medio pelo ninguna de las intenciones que los llevaron a dar pasitos tibios, desde agrandar el tamaño de sus raquíticas parcelas, hasta suponer con cuatro cañas metidas en el cuerpo que me hacía falta una cama caliente; desde la curiosidad del macho carroñero hasta la pasión soterrada por mi carácter hombruno. Mi cuerpo y memoria estaban saturados lo suficiente como para hacerle un hueco por pequeño que fuera a otra persona, menos a un varón ambicioso. Fue lo que creí durante mucho tiempo.

Así pasaron diez años de mi vida parecidos a un único e interminable día plagado de rutina, habituada con resignación a la creciente soledad, negociando la vida para que nada lograra sorprenderme, quedándome en las casas porque nunca viví en otro lugar que no fuera en el medio del campo, resignada a nunca visitar Montevideo; resignada a que moriría sin haber caminado por la plaza Zabala, el mercado del puerto y las veredas del Templo Inglés. Un día tuve el presentimiento de algo estremecedor anterior a la muerte, cierta imperiosa necesidad de emprender un largo viaje a lugares desconocidos. Muy lejos Reyes. Presentía que aún en mi ignorancia podría dejarme llevar sin temores; un espíritu bondadoso me guiaría sin permitir que pudiera sucederme algo malo y se alivianaron los miedos.

¿Usted conoce la vieja Europa? Por extraño que parezca en aquellos aciagos días decidí viajar sola, quería estar sin nadie y una vez convencida de ello envié órdenes claras, precisas e indiscutibles al gestor de mis bienes en la capital. Por un par de meses, de hacerse cálculos adecuados podría ausentarme sin remordimientos. El secreto del viaje se guardó en la más absoluta intimidad, nadie estaba al corriente de mis intenciones, las personas cercanas de mi entorno quedaron convencidas que marchaba de recorrida por los campos del litoral. El equipaje aguardaba en el aeropuerto de Carrasco de acuerdo a mis indicaciones, yo misma manejé el auto desde la estancia hasta la terminal aérea, donde recuperé documentación y valijas prontas pues salí de casa con lo puesto. El joven asistente del gestor capitalino, sin hacer preguntas insolentes me acompañó en los trámites previos como sabiendo de mi inexperiencia en tales menesteres. En una ensoñación de siesta de verano bochornoso, pasé del casco de la estancia señorial al deslumbramiento fatuo y artificial de la primera clase de un enorme avión; tenía organizado en la cabeza cada minuto del itinerario y apenas el aparato despegó de suelo oriental, me desbordó una tristeza pesada que me acompañó durante semanas.

Una vez allá, nada de lo visto lograba sorprenderme ni hacerme feliz por la duración de una hora, sentía que en las ciudades que visitaba, los hoteles, restaurantes y museos me perseguía al mismo olor a establo vacío, el aroma a jabón de lavar ordinario. La certeza que tenía el corazón más muerto que la muerte supuesta en diez años de duelo; era un espectro de viuda paseando sin pasión por un mundo viejo, saturado de historias fastuosas que me eran por completo indiferentes. Si retengo ahora mi desprecio por usted, Reyes, para hacerle la relación del viaje a Europa es porque durante esos días sucedió algo milagroso. viví una ocasión inenarrable, visión que -ahora lo sé- me aguardaba a mí agazapada desde años atrás, y donde había trazas reconocibles de su alma putrefacta Reyes.

La visión se produjo cuando crucé la Toscana en la ciudad de Siena, en el teatro casual que forman los nueve sectores de la Piazza del Campo, el agua bendita para mí de la fuente Gaia, una tarde de verano, el 16 de agosto, cuando la ciudad, que es lo mismo que decir el mundo, estaba de fiesta. Esa mañana me desperté afiebrada, reponiéndome de un agosto húmedo en mi habitación del hotel Brunelleschi en Florencia. Por causa de la temperatura canicular, la penumbra del cuarto, los rayos de luz entrando desde afuera em destellos de anunciación en frescos renacentistas, quizá la suma de todo incluyendo mi fiebre, sentí el impulso de asistir a la fiesta del Palio anunciada con anticipación en la región. Una vivencia cierta, como si mi alma estuviera agotada de confrontarse con el testimonio de siglos sepultados que nunca me conducían más lejos de la indiferencia. Allá fui Reyes, dirección Siena dentro del auto alquilado que facilitó el gerente del hotel, un suizo encantador y verdadero sin falsedad consustancial como los nuestros.

¡Que multitud Reyes, cuánta locura de gentío llegaba conmigo hasta el casco viejo de la ciudad de Siena! Han pasado tantos años… hoy que escribo aguardando el final cierro los ojos y está en mis retinas el fuego aquel que arde. El dolor reanudado en cada párpado por colores terracota de casas con techos inclinados, un cielo infinito que hacía olvidar la idea de la noche, la ropa sin calendario de la muchedumbre, inmensos estandartes de seda, raso, terciopelo ámbar movidos con gracia angelical por el aire caliente que viene del Tirreno. A pie, progresando como podía llegué hasta los límites de la antigua ciudad y ya avanzados los preparativos, cuando ni en los balcones ni las calles, en las pasivas o zaguanes, ni en escalinatas de caracol cabía un alfiler. Estaba resignada a contentarme después de tanto esfuerzo apenas con el eco, oleaje de gritería, cuanto tímida e insegura di los primeros pasos como de muchacha poliomielítica con muletas nuevas.

Ahora que escribo en este tiempo que comanda la pluma, no podría explicarme el cómo y el por qué: a mi paso reverente la multitud abigarrada, celosa, combativa, hacía un hueco sólo para permitir mi avanza; como si mi cuerpo cansado llenara espacios entre la muchedumbre, gente que el paroxismo del frenesí ni advertía mi presencia pasando entre ellos, irritados, excitados como estaban, desconcertados por la levedad de mi fantasma aceptado por ancianas leyendas del lugar. Yo en tanto materia había dejado de existir; era mi espíritu intangible desplazándose sin resentir el ruido ensordecedor ni sentir en los brazos secuelas de los empellones. Era mi alma, estoy segura, la fuerza que avanzó sin obstáculos ni resistencia, atravesando el corazón último de Siena, avanzó sin tener neto el rumbo que llevaba, hasta un momento en que mis dedos tocaron las barreras indicando la línea de llegada de la carrera del Palio, saberme entre los elegidos que superaron el férreo cerco de las autoridades. Estaba ahí y mi alma lo supo en cuanto el cuerpo se detuvo.

Durante esos instantes comenzó la carrera mítica, alma y cuerpo reconciliados vieron pasar el ardor de caballos galopando. En un santiamén se cumplió la primera de las tres vueltas alucinada que exige la victoria, cuando tomé conciencia del ritmo galopante de los animales dentro de mi cabeza, la exaltada caballada venida de otro siglo se perdía igual a un recuerdo furtivo al extremo distante de una curva cerrada; entonces sucedió el milagro anunciado por el corazón. Primero un latido único, movimiento lento como si un ser muerto hace años regresara a la vida, luego el ritmo sostenido y constante dentro del pecho con la fuerza interior, capaz de empapar de dulce sudor mis tetas de vieja y adherir los pezones estriados al organdí celeste. Durante los segundos que los caballos desaparecieron de mi visita creía que se trataba del fin del mundo y esa era la revelación de mi Apocalipsis. Esa alegría inducida la disfrutaban quienes estaban de otro lado de la plaza de donde provenía la réplica de una gritería infernal y yo Reyes, como si fuera una asidua de la competencia, vieja conocedora del rito veraniego estiré el cuello, excitada igual que zaina alzada, lo suficiente para ver asomar los animales después de superado el largo e invisible trayecto opuesto.

Lo recuerdo como si fuera ahora, el primero de los pingos en asomar después de la ausencia fue un alazán bellísimo, ansioso y descontrolado creyó que la plaza era más negra que la muerte. Sin dominarse rodó como un animal sacrificado a los dioses tutelares de Siena la bella, lo hizo de manera litúrgica mientras las bestias que llegaban de atrás eran azuzadas por jinetes endemoniadas, buscando sacar partido de la catástrofe amontonada, del entrevero bestial y muchachos disputándose la primacía. Desde el lugar donde estaba, parecía que luego del incidente los caballos avanzaban a galope más lento, los había que se pegaban a topetazos contra las empalizadas dejando los jinetes por tierra, uno a uno los animales que continuaban en carrera se juntaron dejando en el olvido los cuerpos despenados, arañando ventajas con desesperación, tirándose al vacío del centro hacia la multitud, recostándose con riesgo a los muros de piedra, haciendo con los cascos sobre los adoquines un ruido trepidante imponiendo un temor ceremonial. Cuando los tuve galopando cerca del cuerpo, por detrás de los paños multicolores adornando la cabeza de los caballos escondiéndola, descubrí la sinrazón ardiendo en ojos desencajados que eran de otro mundo. Vinculé los tonos de las caperuzas de las cabalgaduras con estandartes multiformes agitándose en toda la ciudad, colores que identificaban los diez barrios de Siena sorteados para esa carrera; la misma que se disputa desde antes que nuestros ancestros pisaran territorio Oriental. ¡Ellos pasaron a tan pocos metros de donde yo estaba Reyes, llegaba tan compacto el grupo de competidores, era tan fascinante la masa de animales sudadas, que parecían venir huyendo y sin volverse de alguna afrentosa derrota en colinas toscanas! Fue cuando retrocedí medio paso asustada, invadida por la proximidad de los caballos, imaginé el dolor del tirón del freno en la boca, fustazos en la grupa, el olor penetrante del sudor espumoso en los ijares, la turbia conciencia emanando de potros entrechocándose, sabiendo que comenzaba la última vuelta de una carrera irrepetible sin cuartel. ¿Entiende Reyes? Por primera vez en años estaba implicada de corazón en algo, descubrí que seguía siendo mujer. Algo que sucedía en esa plaza irregular de la esencia del mundo hacía que me sintiera viva; mientras duró esa locura me olvidé de Quiroga, de Quiroga y usted, de los campos que secaron mi existencia. ¡Ah Reyes… qué horrible final de carrera y qué hermoso final! Salvo cierta vez en otra vida anterior nunca vi mayor furia por lograr la victoria.

En la última vuelta prevista se lanzaron jinetes despreciando la realidad de fiesta repetida que tiene la carrera de Siena, era su combate celestial olvidándose del universo. Igual que si Dios y el Cosmos resultante fueran excusas justificando esa carrera de caballos, única en la historia de la humanidad y última previa a una era de humillantes tinieblas. Golpes, caídas, empujones, desplazamientos criminales, galopes desbocados… de repente, entre tanta materia caótica, desde atrás de la plaza minuciosa, desde el fondo de una pesadilla y como hechizo milagroso, se desprendieron un jinete montado un leviatán iniciando un galope soberbio, incontenible y triunfal que culminó con la victoria delante de mis ojos. El griterío era ensordecedor, la tensión de los últimos días de la gente y mi fiebre florentina de horas anteriores estallaron al unísono. Esa noche el caballo elegido entraría con los enormes ojos bien abiertos a una basílica atiborrada de creyentes, golpearía sus cascos nerviosos sobre las losas grises de la nave central, agradeciendo a las alturas más allá de la constelación del Centauro el triunfo en la tierra.

Los estandartes derrotados en la carrera se plegaron -quise creer que con gracia y resignada discreción- dejando al aire sofocado de la plaza, el cielo espléndido de Siena a los colores ganadores ese año y ahí mismo rodeándome, comenzaron a llover desde los techos inclinados banderas ajedrezadas del contrade victorioso. Un enjambre de cuerpos se apiñó sobre los héroes del día y todo ocurría a mi alrededor, vi cómo bajaron al jinete del caballo y lo abrazaron parecido a un cristo adolescente. Un Gattamelata de hombros robustos lo puso a horcajadas sobre su espalda y en su complicado avance, creía que el guerrero me traía al muchacho en ofrenda. Era Domingo… lo vi con mis ojos incrédulos el tiempo suficiente para estar convencida y descartar el delirio; no se trataba de un lejano parecido ni estaba en ese minuto de la historia para tonterías. Lo extraordinario, era que el pobrecito muchacho tenía el mismo aspecto de ángel que cuando usted instigó a Quiroga para que lo matara, por la única razón de que me hizo mujer sin importarles si él me quería o yo lo amaba.

Es demasiado tarde Reyes, quiero evitarle pormenores que me pertenecen de otra carrera en la que mi cuerpo, la raja de mi cuerpo formaba parte de la apuesta. Siempre me pregunté qué hubiera sido de mi vida de haber ganado Lucero la carrera. ¡Oh mi querido, claro que lo sé! Usted hubiera hecho lo mismo y más… quizá luego de emborracharse y venirme a buscar como hizo Quiroga, quien le diga si no era pagando una vieja culpa, estoy segura que me hubiera vendido por dos cobres en quilombos de Rocha, traspasado a troperos riograndenses de paso a cambio de la doma de abajo de una tropilla revirada. Tal vez es concebir demasiada generosidad en su alma que se hubiera contentado matándonos a los dos; me interrogo si ahora que está por morir tendría el valor de decirme la verdad, ahora que podemos hablar con las cartas sobre la mesa como viejos conocidos que somos.

Le adelanté que evitaría detenerme en pormenores, alcanza con saber que aquella noche del festejo popular en Siena busqué al jinete como loca y alcancé a verlo una vez. Luego, como todo muchacho feliz por la efímera gloria se marchó a disfrutar a su placer y además ¿qué podría decirle una vieja extranjera ignorante del italiano, qué contarle al elegido, cómo preguntarle si recordaba nuestro pasado? Lo que le cuento sucedió al final de mi peregrinaje, ahora que aquello es lejano y trota hacia al olvido, le aseguro que lo vivido allí cambió mi espíritu por sacudimiento. También el resto de vida que tenía por delante. ¿Ello pudo serenarme la revuelta interior? No lo sé; le halló un sentido recóndito a mi vida vacía, imponiéndome con delicadeza una serie de tareas concretas en mi otoño. La necesidad de contar incitando la memoria, pues la historia que nos emparienta tampoco merece ser condenada al olvido, más tarde o más temprano terminará por reaparecer. Ignoraba que la historia elegiría la estampa del dulce muchachito que me dio a la vez una dicha brevísima y la interminable agonía; más soportable que la muerte que ustedes le destinaron y ello por hendir hasta que sangrara mi entrepierna, ustedes valerosos hombres de palabra, caballeros temidos de honor inmaculado. Sola y lejos creí perder la razón sin tener a nadie con quien conversar, excepto sombras difusas llegadas del pasado.

Esa noche fui a la misa de medianoche, aguardé que el enorme caballo avanzara por la nave central corcoveando nervioso hasta ganar el altar, como niñita huérfana del barrio ganador empujé a la gente hasta acariciar el cuello suave y tenso del animal asustado cuando terminó la bendición. El jinete que esperé ansiosa nunca llegó a la iglesia, creí entender que salió de viaje a tierras de Montepulciano, cumpliendo una promesa de enamorado. Abandoné la ciudad de madrugada en el mismo coche que aguardaba; defraudada por perder el rastro de Domingo, asintiendo mi humillación sensorial, la ausencia del segundo prodigio de Siena invocándome desde la sinrazón a viajar a la orilla opuesta, allá donde es vano aspirar al retorno.

¿Qué sentido tenía para mí regresar a tierras Orientales, a la contemplación de campos mojados por la escarcha después del sacudón que estremeció mi vida? Hubiera preferido morir ahí mismo de un sincope, terminar mi existencia requería un valor del que carezco y en mi delirio tampoco quería renunciar al reencuentro con Domingo, para hacerle la única pregunta: si tanto dolor y sufrimiento valieron la pena, si halló en nuestras tardes de amor en los galpones un rayo de felicidad que mitigara en parte la muerte que le dieron. Me interrogaba angustiada cómo era posible que una imagen anduviera así, errando en el purgatorio del tiempo. Quería preservar a Domingo y así como supe que él vino a presentarse ante mi engalanado desde la muerte, así temí que Quiroga volviera del limo putrefacto del Río de la Plata. Temí que lo hubieran rescatado semi ahogado unos pescadores y una mañana hallara sus ropas chorreando agua en la sala cuando regresara a casa, que llegase cualquier noche de invierno a meter su condenado espectro en mi cama exigiendo lo que Sosita no pudo ganar para usted.

Usted Reyes no necesita artimañas de difunto y resucitado, es su propio fantasma en vida; ni ruego que vuelva después de muerto pues no dejará a nadie que lo extrañe. Espero que reviente pensando en la carrera que perdió su caballo, muera tiritando de remordimientos, confesando a gritos la verdad, que las viejas achacosas que lo cuidan le borren de las manos pegajosas la sangre inocente de mi dulce Domingo. Hace muchos años yo me lavé del ardor íntimo en un bebedero de caballos y el agua reflejaba, como ojos de puma cebado la sangre satisfecha, mi sonrisa de muchachita amada. Usted no lo hará ni juntando para sus manos asesinas los dos arroyos que demarcan su memoria culpable, que su alma se queme y sea maldita por la eternidad, púdrase en el infierno y sufra por siempre lo que sufrió Domingo. Disfrute a cuenta el reencuentro con Quiroga, sigan los dos hasta el fin de los tiempos dando vueltas y vueltas y vueltas sin cesar, buitres ciegos, como si la carrera de medio siglo atrás se siguiera corriendo sin terminar jamás y Domingo estuviera vivo, yo lo tuviera montado sobre mi cuerpo en celo y él me mordiera el cuello como a una potranca.

Ya ve Reyes, tenía razón al llamarme «la loca de Quiroga» sin saber quién era la loca cuando me negué a venderle los campos de San Carlos. En cuanto pisé suelo patrio supe lo que haría con los campos heredados, durante meses ordené los detalles del negocio en secreto y en una semana liquidé los asuntos tal como le constan. Si algún poder tenía lo utilicé para silencia con rigor a la gente que me rodea, lo hice a lo patrona y acallé sin réplica las voces cuestionando mi iniciativa. Fui débil con premeditación y generosa en exceso al negociar con los nuevos vecinos, que son pirañas de mucho cuidado, si bien en el atropellamiento de la codicia pagaron más de lo esperado. Decidí ser generosa con los colaboradores fieles hasta extremos que a usted le resultaría incomprensibles; los despedí a todos, quería ser la última en salir de los campos malditos.

La primera y última noche que quedé sola en la estancia, sin gente, caballos, muebles, sin perros, sola en un cuarto desvalijado y frío, fui hasta el galpón grande de la peonada, tomé las herramientas y llegué al centro equidistante de tres higueras. Escarbé sin dudarlo con el dolor ardiendo en las uñas para ver de una vez qué hallaba un metro más abajo, madura como era trabajé horas sin descanso a la luz menguada de la luna rojiza y un farol de keroseno, desgarrando, sacando como habrán hecho quienes escondieron a Domingo. Continué hasta dar con los huesos frágiles de un hombre menudo, atado con alambre a la cabeza de un caballo al que le había crecido, entre el hueco de los ojos, un bellísimo cuerno estriado. Quiroga dispuso el detalle de enterrar a Domingo aferrado a la cabeza de Emprendedor como trofeo, por ser los responsables de ganar para él lo disputado entre ustedes a excepción de mi honra, de tener que haber matado y cargar con mi deshonor de ahí en adelante, quien saber si por rabia, amor, secreto o larga penitencia. El lugar era todo penumbras, tierra mojada alrededor y olor a muerte persistente, bien doblado había un estandarte de seda bordado con los colores del barrio triunfador de mi agosto en el centro de Siena vestida de fiesta. Bandera que siempre me acompaña cuando marcho hacia la muerte y si estoy segura que eso llamado Dios no existe hay situaciones que escapan al pobre entendimiento de la hija iletrada de un puestero de la zona, que se niegan a la razón.

Está siendo una carta larga Reyes, pero hace tanto que no tenemos noticias el uno del otro… creo que la última vez fue cuando mi madre caminó a la hora de la siesta hasta su casa y regresó radiante, convencida que mi vergonzosa situación podría arreglarse sin escándalo. Desde mi felicidad infantil de cuerpito caliente y hasta esta noche pasaron varios días; después que viví la revelación de Siena estoy seguro que nosotros tendremos otro encuentro, aunque las circunstancias sean diferentes y presumo desagradables para ambos. Nadie mejor que usted sabe que un puñado de palabras dichas al descuido pueden llevar a la ruina existencias enteras. Igual que un caballo asustado por el refucilo nocturno, usted comenzó por matar a Domingo con lentas palabras que resonaron como puñaladas en la quieta noche de Maldonado. Cálmese… en el brevísimo tiempo que vi a Domingo tan hermoso, vestido igual que un príncipe, laudista adolescente de la corte de los Medicis, no hallé en su mirada ningún indicio de reproche o venganza incubada para sus verdugos de palabra y de hecho. Domingo tenía la mirada limpia y el gesto simple de muchacho que sólo quiere ser amado, la misma sonrisa pícara de cuando dijo que no tuviera miedo y todo se arreglaría sin lágrimas. Me parece oírlo ahora mismo, soñando que tendríamos para nosotros un pedazo de campo cerca de San Carlos y vaya si su augurio se nos cumplió a los dos con apenas unos metros de diferencia.

Si a usted le dan los huevos y la vergüenza, aunque sea arrastrándose vuelva a la intemperie donde sucedió la carrera, en la meta indicada por el hombre de Lobato deje caer una rosa amarilla y otra negra por el descanso del alma de Domingo, por el perdón que usted no merece. Negro y amarillo como los colores bajos los que corrió para mí en la Piazza del Campo. Si una vez él jineteó para ganarle al miserable de Quiroga títulos del poder y del orgullo, en Siena lo hizo para ofrendarme los dominios sagrados del Tiempo, obsequiarme el milagroso cruce imaginario de los años, testificando que dijo la verdad cuando confesó que su amor sería eterno, como lo son los melancólicos atardeceres de San Carlos.

Paz al alma inocente del pobre muchacho, para usted Reyes, que la muerte deseada le llegue lenta y dolorosa. Me despido desde todos lados y desde ninguna parte.

Susana Nadie, viuda de Quiroga.

***

-Me permito insistir señorita, llamo desde Francia, se trata de un asunto muy urgente.

«Le repito por tercera vez, la señora de Quiroga no está en condiciones de hablar con nadie. Aquí, señor, son las dos de la madrugada. No hay médico de guardia ni nadie de la dirección que autorice la conferencia con la paciente. Vuelva a llamar a partir de las siete de la mañana hora uruguaya.»

-Soy el hijo de Susana Quiroga, estoy por viajar para Uruguay, necesito hablar con mi madre de asuntos personales. Si ella muere antes que la vea, cualquier anomalía administrativa será de su entera responsabilidad.

«Un momento.»

» ¿Sí?»

– ¿Señora de Quiroga? ¿Habla la señora Susana de Quiroga?

«¿Quién es? ¿Qué quiere de mí?»

-Soy un amigo.

«Yo no tengo amigos.»

-Soy yo Susana.

«¿Quién es yo? ¿De dónde viene esa voz?»

-De muy lejos.

«¿Eres tú Domingo?»

-Soy yo Susana.

«¡Ah, mi querido! ¿Eres tú de verdad mi amoroso? Tanto, te necesito tanto… tienes que venir a buscarme rápido. Ellos me tienen encerrada en un cuarto. ¿Tu lograste escapar?»

-Me fui al norte sin mirar para atrás, quise ir a buscarte para llevarte conmigo pero los matones de Quiroga me seguían de cerca con orden de hacerme desaparecer.

«Durante años creí que te habían matado.»

-De eso nada. Pero cuéntame de ti, qué pasó contigo todos estos años.

«No puedo.»

-Susanita…

«No puedo. Me da vergüenza, fue todo sucio y horroroso.»

-No importa.

«Lo hice porque Quiroga dijo que te mató.»

-Todo está bien mi amor. Cálmate.

«Quiroga llega a casa borracho con la cara deformada y gritando mi nombre entre palabras sucias…»

-Está bien Susanita.

«…le grita a mi madre que basta de estupideces, que está borracho, que al otro día vendrá a cobrarse lo ganado en buena ley. Después, dice, nos echará del rancho a talerazos. Repite varias veces que Domingo está más muerto que comadreja rabiosa…»

-Ya está bien, es suficiente.

«… cuando se va le digo a mamá que pare de llorar, que la vida sigue. La sacudo por los hombros, le ordeno que me prepare. Yo misma me metí los embriones de pollo, tuve que amenazarla con una cuchilla para que me diera las puntadas en seco. Te aseguro mi amor que no solté ni una lágrima, que lo hice por ti, para vengarte de la sola forma que pude hacerlo.»

– ¿Me oís Susana? Ya basta, te digo que basta.

«Prometí que nadie me separaría de nuestra tierra, juré que no pararía hasta tener noticias tuyas sin importarme cómo ni cuántos años pudiera tardar. A la noche siguiente Quiroga llegó al rancho borracho. Hace horas que lo espero, sola. No le doy tiempo a manosearme porque estoy desnuda y soy yo que lo busca, le doy sin escamotear el dolor fingido y le paso por la cara mi mano colorada de sangre falsa. Esta noche soy con rabia la más arrastrada de las arrastradas, tengo que tenerlo despierto hasta que aclare, si lo hago llegar hasta el amanecer sin dormirse él no podrá desprenderse de mí. Le doy y le prometo, soy la virgen alcahueta de las guachas del pago, le prometo esperarlo cada noche sumisa como perra obediente cuando vuelva borracho y con olor a catinga de los quilombos de negras de Maldonado. Le cuento con lujo de detalles mis vidas anteriores de princesa y esclava, soldadera y bailarina, monja y sifilítica, le enseño y lo obligo a tratarme sin remordimiento como a una perra sumisa y alzada. Durante una hora le exijo que pague cada beso, cada caricia y le desplumo hasta el último billete que tiene encima. A la hora siguiente me arrastro por la tierra pidiéndole perdón, le beso los pies, le pido que me pegue y le doy la plata para que siga conmigo, le digo al oído mordiéndole la oreja que tiene un pedazo de burro, cuando lo siento venir me arqueo y trago mirándolo a los ojos, lo lavo cada vez con agua tibia en una palangana mugrienta fregándolo con los restos estriados de un jabón de lavandera. Cuando lo tengo a mi merced grito dándole gracias al cielo que él haya sido el macho ganador de la carrera de ayer. Me confiesa que tuvo malos pensamientos, que en algún momento quiso matarme. Me buscaba la lengua, le dije que hubiera hecho bien en matarme porque me gustaba que me miraras las tetas cuando me bañaba desnuda en el arroyo. Me dice que soy una criatura venida del infierno y le contesto que él es culpable de los demonios que abrasan mi cuerpo, que luego de la noche que me dio podía hacer de mí lo que quisiera y lo mismo pensaría cualquier hembra envidiosa. Quiroga escucha sin sacarme los ojos de encima, prende un cigarrillo y lo fuma sin decir una palabra, Quiroga se queda quieto cuando me acurruco a sus pies mientras le abrazo las rodillas, parecida a una gata con ganas de matarlo. Pero si lo mato te pierdo para siempre, necesito saber lo que pasó por la cabeza de Quiroga, es la única manera de llegar hasta ti. Yo fui asesinada contigo, hice cuanto pude para merecer tu desprecio mi querido, suplicar tu perdón y vengarte al precio de mi vida. Comienza a clarear, afuera empieza el primer día del mundo sin ti entre los vivos. Quiroga deja que avance la claridad dentro del rancho, entre la niebla de suciedad que inunda el recinto como un vaho irrespirable, luego se levanta y dice: «ponéte el vestidito verde con florcitas que nos vamos», y sin decir más nada me lleva a su casa para siempre. Desde esa noche nunca más me tocó, a los siete meses me convirtió en legítima esposa de Quiroga. Eso sucedió en un pueblo del norte y el día mismo de la boda él puso todas sus propiedades a mi nombre. Después que se firmaron los papeles en una escribanía que daba sobre el río Uruguay, me dijo; «da miedo saber que una mujer pueda hacer lo que usted hizo por Domingo, señora. Se lo digo una sola vez, él está muerto, él estará siempre entre nosotros. Nosotros hemos muerto con él. no podría seguir viviendo sin sentirla cerca, señora. Veremos algún día cómo muero. Sé que nunca me perdonará y nunca terminará de entender, acaso algún día», «pero ni así mi adorado… ni así.»

-Susana…

«Hace tantos años que aguardo noticias tuyas mi amor. Es preferible que no vengas a casa. Soy vieja, soy fea, estoy loca. Lo adivino por tu voz. Tu sigues siendo un muchachito hermoso y atrevido. Adiós y gracias por llamar, siempre quise poder contarte mi casamiento con Quiroga para que me perdonaras. Ahora estoy mejor. ¿Podrás entender, llegarás a perdonarme? ¡Oh, mi cariño, mi lindo! Cuídate mucho, tú eres demasiado temerario, cuídate en las carreras. Eras tan bello cuando llegabas a las casas galopando en pelo las tardes calientes de febrero, tan bello. Café, envíame café que aquí me lo esconden y dátiles turcos que me hacen bien para el corazón. ¿Te acordarás mi amor de enviarme dátiles turcos y café? Aquí me los esconden las sirvientas de Quiroga.»

-Te lo prometo.

«Domingo.»

-Si Susana.

«Nada.»

– ¿Qué pasa Susana?

«¿Me podrías llamar por última vez como antes? ¿Te acuerdas cuando me decías chiquitita mía?”

-Si Susana, claro que sí chiquitita mía, claro que sí.

«Gracias Domingo. No te olvides de lo otro.»

-Dátiles y café.

«Eso… los dátiles tienen que ser turcos, aquí las sirvientas de Quiroga me los roban para venderlos por ahí. Son unas chirusas, eso es lo que son.»

-Tengo que cortar.

«Perdóname mi querido, estoy hecha una vieja loca y cargosa, es que son unas chirusas…»

-Adiós Susana.

***

Fueron los únicos recursos que se me ocurrieron para salir del atolladero abierto de socarrona casualidad en San Carlos. Enviarle una carta al viejo Reyes con la fábula de Siena y hablar por teléfono con la viuda Quiroga al asilo de enfermos mentales de Minas de Corrales mintiendo ser el malogrado Domingo. Lo único que pude imaginar para mal terminar el libro de sueños Orientales, sacudiendo del espíritu la pena lerda del alma de Domingo, que terminó por invadir las horas de escritura, mi vida privada hasta términos imposibles. Más liberado de pensamientos lúgubres, aguardo sin optimismo excesivo las secuelas de ambos mensajes expedidos a la muerte; lo hice para que los sobrevivientes de esta trama alcancemos de una buena vez la paz interior. Mientras tanto, aguardo avergonzado otros retornos cada semana, igual que una rata olfateando el naufragio cercano en el agrio sudor de los marinos, cultivando la paciencia por si del Caos de versiones surge -por combustión espontánea- una mentira que pueda de contada por el viejo Miguel del cuento “Alas negras de serafín abatido.” Eso algún domingo santo, a viajeros montevideanos traspapelados en campaña y si no ocurre así, que algún otro dentro de cien años solucione el entuerto. Pase lo que pase es inexorable: después que yo muera, luego que naufraguen los tres siglos de historia que se anuncian, cuando la República Oriental del Uruguay (como la Troya del viejo Príamo, la Atlántida platónica y la Teotihuacán de sacerdotes del Sol y mercaderes de pájaros multicolores) sólo perdure en códices ilegibles, seguirán correteando por el mundo remanente cachorros de Rottweiller; despertando interés a pocos elegidos -en plazoletas de Siena y arrabales bohemios de Praga, en el corazón blanco de lo que alguna vez fuera el muelle petrificado de Eskimo Point- por asuntos ocurridos en nuestra patria Oriental, cuentos errantes como el judío inmortal y huérfanos de escritura como Oliver Twist. Ellos serán los lazarillos baldados de otras palabras, frases que dejarán tras ellas el rastro de nuestro pasaje florido por el jardín del Tiempo, avanzarán entre desconcierto y confusión hacia el río Amnesia, dejando atrás la noche oscura sin estrellas en que estamos hundidos.

FIN

El submarino Peral

… y por la primera vez, pensando en él mismo, se hizo la pregunta que lo obsesionaría en los próximos decenios: ¿qué es lo que hace naufragar a un escritor?

Beyle o el fenómeno singular del amor.
W. G. Sebald. “Vértigos”

Cada año que se repite, un número creciente de compatriotas dan emotivo testimonio de creer en la existencia de la Reina del Mar y cuando empieza febrero, rezan los poderes milagrosos de Iemanjá para alterar el devenir caprichoso de la vida terrestre. Panteón reciente con su corte de acólitos sobrenaturales, figura sincrética y femenina que bajó a las arenas montevideanas por el norte fronterizo en peregrinación seductora; ella y la celebración de blanco inmaculado parecían traer sobre las olas algo mágico luminoso que nos faltaba para ser felices, perfeccionar el dominio de lo sagrado, invertir el proceso de secularización de la sociedad laica uruguaya, ser una madre de todos a quien confiarle nuestros deseos más íntimos, con llamados recurrentes en los barrios populares a la apostasía asumida.

En mi infancia montevideana allá por los años cincuenta sesenta, de Sputnik soviético parpadeando en el cielo, revolución cubana de hipnotismo mimético, “Kinks” en las juke box de bares de moda, hermanos Kennedy inmolados por bala al sueño americano y “La dolce vita” con Marcello Mastroianni deambulando por las calles de Roma, esa Fe marina era desconocida entre los alumnos de la escuela N° 42 República de Nicaragua, frente por frente a la sociedad recreativa “Los hijos del mar” y eso que éramos unos niños ingenuos de la Curva de Maroñas. Podíamos prescindir de su bondad y cánticos circulares para enfrentar el misterio del universo, el desarreglo de los romances en guardapolvo, evidencias de la historia moderna con fondo de Vietnam y el temor a una muerte prematura por tuberculosis pulmonar. Luego, como algo llegado de Brasil, deslizado en el cargamento de Joao Gilberto y Glauber Rocha, alegoría carnavalesca travestida y la garota tan diferente de Ipanema, misterio umbandista de las bodegas con barricas culturales, la divinidad citada se instaló primero en los bordes de la ciudad hasta ganar la costa con preferencia de la playa Ramírez. Luego en el corazón de gente piadosa, junto con otras supersticiones sectarias –recuerdo con temblor los sermones de Jimmy Lee Swaggart, tentado por el demonio, que sucumbió como otro pecador a los salmos de la prostitución del Hotel California y arderá en el microondas del enemigo eterno: ¡Aleluya hermanos! y luego en sectores acomodados de la sociedad montevideana, curiosos de lo raro, ávidos del estremecimiento antropológico pasando por el cuerpo y convencidos por la palabra de espíritus encarnados.

Ello llenaba un vacío de angustia existencial, algo mental sacro que faltaba en el dispositivo, un territorio rico en catalepsia, terreno desertado por la reflexión materialista y el poder que posee el patchuli en piel bronceada por el sol canicular sobre el criterio. Yo creo en la guitarra de Luis Bonfá y en Badem Powel tocando “Odeon” de Ernesto Nazareth más que en dios, pero de ofrendas flotantes y espíritus incorporados dudo hasta que se hacen novela. El agnosticismo me deja no obstante apto para lanzar la imaginación hacia lo inexistente, liberándome de un debate antropológico que asume el milagro del mundo explicado por pasiones demasiado humanas. Creo en misterios del mar de los Sargazos con barcos ebrios de absenta, ballenas blancas inmortales y capitanes amputados, tiburones hembra del Viejo Océano, islas de leyenda donde emigran las almas de los guerreros muertos, navíos rearmados al infinito que continúan siendo el mismo Argo, grutas donde se escucha el canto de sirenas y la muerte blanca rondando en los hielos eternos, creo en la navegación mecánica por debajo del mar, en la biblioteca del capitán Nemo, en partes del naufragio y fuegos de San Telmo, en la tesis del complot de la Armada contra el ingeniero Isaac Peral y los milagros dejados por escrito que se vuelven ficción.

En el mes de abril del año 2008 decidí reformar el baño de arriba de la casa de mi madre en Montevideo, por completo, desde el calefón de agua hasta el soporte para los rollos de papel higiénico. Méndez, el plomero que vivía en La Cruz y se ocupaba del mantenimiento de las instalaciones familiares desde hace años, aceptó el trabajo; el hijo que se llamaba Carlos lo ayudó en el cambio de la cerámica mural y aparatos sanitarios. Esa vez yo estaría más de tres semanas en la ciudad y si quería que la obra se encaminara estando presente, debía tomar decisiones de obra a cada hora, solucionar para comenzar la cuestión de la búsqueda, selección y compra de materiales.

Desde hacía años estaba fuera del circuito de barracas, precios razonables y variedad de piletas, inodoros y grifería. Una mañana de abril mi primo Claudio, que es sobrino de mi madre, el hijo del tío Rúben y María Celia, me llevó a una empresa reciente, que publicitaba con asiduidad en la televisión y prensa bajo el slogan áspero de Juan Vende. Fue la primera que consulté y una vez con los datos en mi poder, cuando salimos de ahí yo ignoraba que sería la elegida. En la visita, tratando de organizarme, me hice cierta idea de necesidades en volúmenes, calidad de materiales según orígenes, variación ornamental de catálogos, colores combinados, precios con descuento, financiaciones y tiempos de entrega. El resultado de las cifras en columna se acercaba a mis posibilidades; igual quise comparar y al otro día, sin molestar a mi primo, que además estaba de guardia en el Hospital Pereira Rossell, decidí visitar al menos dos barracas, tener otro estimativo para cotejar, resolver en veinticuatro horas y evitar el atraso en la agenda convenida con Méndez.

Ese otro día, la primera barraca que visité daba sobre Avenida Italia, cerca del cruce con otras calles como Comercio y que durante mi prolongada ausencia cambió de nombre. Ello formaba una zona de espacios descampados, evocando la línea limítrofe entre dos países que se detestan desde tiempos inmemoriales. Allí y a los pocos días de mi incursión, asaltaron una sucursal del Banco República tres individuos a mano armada y cara descubierta. La entrada mía al local fue tibia y se presentía la decepción, nada de lo visto logró interesarme a pesar de la cordialidad del vendedor, de trato distante como si mi intento de compra lo aburriera. Tenía el orgullo -supuse- de exponer productos importados para obras de la clase alta, los precios eran elevados considerando el entorno a la vista, él hablaba de marcas reputadas con familiaridad apropiada a un decorador entendido en esos menesteres; el valor agregado se hallaría en alguna instancia secreta de la producción, prestigio avalado en salones internacionales y el tácito buen gusto que esa mañana me faltaba.

Con la segunda barraca tampoco hubo sintonía y eso que había tomado un taxi para sacarme rápido de encima la primera impresión frustrante. Podría negociar mejores precios, una miseria de diferencia, pero la enormidad del local de exposiciones, celeridad de informática en el trato, el hecho de que fuéramos cinco clientes atendidos a la vez, la sensación de que ahí decidían negocios recios y obras considerables en construcción, la visión de la zona de carga, camiones saliendo en fila india, cargando en la pista material a cielo descubierto, llamadas telefónicas permanentes y la prudencia del vendedor al conocer lo exiguo de mi compra, definían una jerarquía mercantil que me condenaba. Un presupuesto como el mío, deduciendo una comisión raquítica, pasaba al último lugar de la facturación del día, último puesto en la búsqueda del depósito y última pasada en el reparto de la tarde de pasado mañana. Si al otro día de la entrega tenía un problema con los materiales recibidos, una mayólica rajada pongamos al caso, estaría perdido. Debería llamar a la barraca cinco veces, caer cada vez en el respondedor con publicidad hasta tener que regresar personalmente, reclamar levantando el tono por la partida de colores defectuosos y embarcarme en la disputa sobre la verdad sanitaria.

La decisión estaba tomada antes de haberlo meditado, esa tarde volvería a la barraca del día previo para concretar. Había organizado el círculo de los dólares a invertir, el calefón James de treinta litros en Nahmod y la hora de comienzo de la obra con la etapa previa de la demolición. La barraca exagerada, la segunda de la mañana, de camiones con volqueta y zorra, estaba ubicada en una zona trasmano para mí que andaba sin transporte propio. La mañana –era cerca de mediodía- estaba estupenda y yo rondaba el recuerdo que salió a superficie en los últimos meses, seguro que ese movimiento lo concertaron desde hace tiempo la memoria involuntaria y la circunvalación menos sociable del cerebro.

Tampoco estaba ahí de casualidad, era como si trazara diagonales sagradas de un ajedrecista admirado por empatía, podía sentir activada la influencia del campo magnético despertando, suscitando reacciones entre intuición y mandato. A esa hora de ese día ignoraba si el local asociado estaba en actividad o lo habían demolido –hubiera sido normal considerando el emplazamiento original- para construir un edificio de departamentos a vender en mensualidades. Era el absurdo y peligroso regreso a los tiempos pasados, campos de batallas evitadas que decidieron la expedición voluntaria que fomenté con movimientos matinales y en ese orden. Llevaba conmigo un morral en tela para la prensa matutina y objetos como peine, cortaplumas, llaves, marcadores y apuntes de la reforma. Justo frente a la salida de la barraca, cruzando la calle en dirección hacia el este habían aguardando pasaje dos taxis libres, parada informal que decía del suceso de la empresa visitada. Me bastaba con cruzar la calle poniendo atención, subirme al Toyota negro que era el primero de los autos, decirle al taxista que iríamos por la costa hasta 26 de Marzo, luego que buscaríamos las calles del Zoológico y a otra cosa. Eso es lo que debería haber hecho cuando se abrió en la indecisión una grieta en la continuidad y espacio temporal de extrañas consecuencias. De subirme al Toyota me hubiera arrepentido en el futuro inmediato y lejano; en esta hora por ejemplo de otra mañana, cuando estoy releyendo las notas de ese recuerdo similar a una tormenta de arena. Quizá estaba viviendo el último abril donde se abría una ventana de tiro para hallar el paralaje exacto, desfiladero conocido por pocos, pasaje cubierto entre realidad y escritura.

Entonces me dije descartando la reflexión aconsejada: puedo dedicarle al episodio una hora de inmersión en el mar de la memoria, sesenta minutos era tiempo prudente y suficiente para confundir los radares de la flota enemiga. Una hora rezagada para estar en ninguna parte sin que nadie me esperara, de ausencia del mundo vagando entre sueño e imaginación.

Cayó del cielo en esos segundos de perplejidad la convicción en evidencia: nunca regresaría en el resto de mi vida a esa zona en litigio. Había olvidado los lentes negros y el sol estaba radiante en el cielo sin nubes de un azul irrepetible, esa mañana tenía puestos calcetines gruesos, calzaba zapatos pesados de invierno alpino y comenzaba a sentir en los pies la molestia de hundirme en el arenal de un territorio a trasmano, llevaba una campera de material inadecuado a la circunstancia y caminar cuesta arriba era extenuante. El clima benigno otoñal estaba en contra de mi plan dispuesto a someter el cuerpo, probar si valía la pena el sacrificio del viaje a contracorriente. Me confundí sobre la dirección que debería tomar, recordé que era por la avenida vieja en dirección al centro que debía marchar para llegar y serían quince minutos a pie. Cada metro, cada minuto sumaría años que la memoria condensaba en su trama recuperando el tiempo perdido.

Caminamos juntos luego de un pacto sin condiciones. Ambos parecíamos asumir la distancia de los años, buscando entre los dos la fusión imposible entre mi presente y el que venía a mi encuentro. Estábamos en la equidistancia, la misma recta segmentada hacia el centro donde se operaría la síntesis y desencuentro de la despedida. Hacía una eternidad que no estaba tan cerca suyo, tampoco nos preguntamos si había una coincidencia entre deseo, imaginación y esa mañana tramposa del otoño. Yo retrocedía hacia mi juventud, el otro avanzaba desde la adolescencia a los primeros aprendizajes y nuestra misma madre era el poder ancestral incitando la simetría. No lo recordaba tan deportivo y logré sorprenderlo cuando le conté del barrio donde habito, que nunca estuvo en su horizonte de expectativa pues vivimos desconcentrados cada uno por su lado en los últimos cuarenta años. La cercanía sin dolor ni violencia, la persistencia del relato común y que dos tiempos bifurcados confluyendo con matices de verosimilitud logró acercarnos. Era una coincidencia buscada por el azar, demasiado buena para estropearla con el juego de los reproches y lo valioso era nutrir la invención: él la soñó y mi persona era responsable de concretarla. Adicionando el imperativo de la realidad, la memoria viajando y el cuerpo que acompaña acepté hacer cuerpo con la extraña escisión y él sombra en la próxima hora compartida. Eran soles hermanados que lograban diferenciarnos, la certeza de que el viaje en el tiempo existe si bien las naves de ida y vuelta son diferentes.

La coincidencia fue posible por la cercanía del lugar hacia donde marchábamos siguiendo itinerarios sabidas de memoria. Cuando alcancé a distinguirlo en el paisaje y abierto como si nos esperara, disimulé la emoción del momento dándole al encuentro un efecto liviano de normalidad informal. Estaba necesitando luego de las indagaciones concentradas, de un lugar tranquilo para hacer un alto lejos de casa y donde cotejar presupuestos, quería ver los números reales e imaginarios para cuentas que serían de otra naturaleza.

Podía ser otra consecuencia corporal de la intensidad física de los últimos días, allí sentí un dolor en el espinazo a la altura de las vértebras lumbares, alcanzando la zona de los riñones, que me aconsejaba sentarme unos minutos. La remera comenzaba a sentir agrio desde el cocodrilo, era preferible sacarme la campera evitando sudar a destiempo y pescarme un enfriamiento. El cuerpo opera en simultáneo; durante esas maniobras, por otro frente abierto me atacó la sed acuciante del perseguidor y estaba pronto a permutar mi reino contra una cerveza. Temía que esa situación, más apropiada a la vida nómada del desierto que a la actividad urbana, me condujera al engaño de los sentidos y la ilusión del espejismo. Por los alrededores del acceso no había a la vista ni un perro vagabundo aguardándome para reconocerme, eso era un paisaje de pintura naturalista y las pendientes de calles abandonadas dunas deslizantes de hormigón. Si algo en esa circunstancia podía quebrar la rutina autoritaria, sería una tormenta agitada de arena avanzando hacia el campamento improvisado.

El mar allí era la utopía colonial reciclada cuando distinguí antes de la confusión el local abierto; a pesar de la doble usura de los tiempos logré respirar la decadencia irreversible, percibir el cerco de la muerte para ambos, temí estar ante un oasis de aguas infectadas. Ilusión inducida que se esfumaría en cuanto me acercara a una distancia prudencial, mientras dejamos de medir con la mirada y avanzamos el brazo entrando en contacto concreto con la duda. Acertijo mental que desaparecía en cuanto sopesara con los dedos y estuviera a menos de treinta pulgadas de distancia. De haber sido un espejismo la versión del recuerdo se hubiera resuelto en esta frase, en el párrafo mismo cerrando un episodio de coloración ilusoria.

Resultó lo contrario, subí los mismos tres escalones y nada de lo entrevisto se evaporó como cuando alguien se despierta de un sueño. Con mi cuerpo pesado pasé por la puerta, aquello persistía como el sudor desconfiado y el tirón en los riñones, la realidad material dispuesta en escenografía era más opaca que los malabarismos torpes de la mente. En tanto se producía el tránsito fue que escuché la palabra interior, esa podría ser la voz confusa de la sombra o la mía desdoblada duplicada de la conciencia, eco rondando prototipos mecánicos para navegar en el tiempo, funcionando con dificultad, repitiendo la orden de urgencia, precaución y desasosiego: ¡inmersión, inmersión, inmersión, inmersión!

Salvando la vida inmediata y preservando la integridad de la memoria, debía abandonar la superficie en menos de un minuto. Descartar la realidad, buscar profundidad aceptando abismos marinos, bancos de oscuridad con calamares gigantes. Había una relación secreta entre memoria y nombre acogiéndome y forzando la experiencia del presente; para alguien de la zona que viniera cada dos días, quizá nada había de distinto en la configuración del lugar. En cambio para mí, que pasé varias décadas sin atravesar la escotilla, el interior revisitado anunciaba un enorme desasosiego. La comparación con lo idealizado se imponía, era tanta la presencia real que se podía sospechar de la certeza. En ese tránsito procuré controlar emociones y manejarme con confianza de conocedor; la sombra adolescente tuvo problemas en la travesía previa y yo siendo a pesar mío un señor mayor, pasaría por un parroquiano sin disputa con el establecimiento, otro cliente satisfecho de la barraca mayorista de unas calles abajo.

Con la primera mirada reflejada en el espejo nuestras declinaciones se adecuaban a la perfección, conservaba su pureza el triángulo que dejó encerrado el trazado viejo de Avenida Italia y el nuevo de años atrás, cuando las obras remodelaron las salidas hacia el Este. El local estaba en medio del depósito de chatarra de mercantes y acorazados de la guerra desmantelados, cementerio olvidado de bares muertos de la ciudad y en saturación. Bar fantasma pendiente de la vida de quien lo atiende sin permitirse el sueño; si una noche lo fulmina un infarto u otro desarreglo de la naturaleza, “El submarino Peral” sufre un infarto o un cáncer, si un día muere de vejez o lo matan por gusto todo lo existente alrededor se desplomaría en menos de un minuto. La decadencia estaba en proceso y sin ser total era irrecuperable, las trazas del esplendor añejo resistiendo en mi memoria tangible de las instalaciones, conservaban la apariencia de submarino aliado de la pasada guerra fría. Largo, con escasa profundidad entre ventanales que dan a la calle y la pared del fondo, la impresión óptica era una de las explicaciones del nombre, sin descartar claro las vinculadas al delirio del homenaje.

Entré, estaba adentro, consideré acomodarme al mostrador y siendo la fatiga persistente opté por sentarme con mesa por delante a observar el panorama, consultar boletas de adelanto y presupuestos. El tiempo pasado era abandono materializado en objetos muertos por inservibles, ahí pasaron episodios de agonía. Lo que debía suceder ocurrió como si “El Submarino Peral” hubiera hallado la misión de probar la finitud de las cosas; las marcas del tiempo erosionando la reminiscencia eran visibles y podría disimularlas una demolición desde los cimientos. Había a la vista un horno de ladrillos de campo que dejó de funcionar alguna noche fatídica de un año extraviado; la muerte fue olvidar encender el fuego de ese horno apagado a la mañana siguiente, hacerlo perdió sentido y alguien tomó esa decisión de derrotado. Era una experiencia mística indagar cuándo se cocinó allí a leña la última pizza con salsa colorada, el último tacho circular de setenta centímetros de fainá. Qué vecina trajo la asadera cubierta de repasadores con manchas de aceite para el asado al horno con papas y boniatos, cuál fue la última astilla de coronilla que lanzaron al interior desde la boca caliente. Contenía el lamento tiznado por el tiempo que huye, ese horno apagado sin encender hace añares guardaba secretos de una religión denostada, de quienes creen como fierro en anillos de fuego para proteger las doncellas guerreras. Era el horno de la alquimia del barrio indicando la obra concluida, si el local era prototipo fallido de submarino, la ciudad capital de mi infancia estaba sumergida a la espera de que finalizara la absurda batalla sobre la superficie para salir a flote. Contemplaba las profundidades del mar temporal, quienes estábamos ahí éramos criaturas asfixiadas de la existencia. Levanté la vista y leí sobre un espejo opaco las letras de Salón Familiar; la inscripción me emocionó, estaba descifrando el jeroglífico único de una civilización desaparecida y recordé la presencia de familias en verano, pedidos telefónicos cuando los chaparrones invernales, aperitivos con fernet los domingos aguardando el almuerzo. El recurso a mano y economico de las amas de casa, con mellizos de cuatro años vestidos iguales y mientras la mañana que pasa sin darse cuenta no les daba ni medio minuto de respiro para cocinar. Podía ver las sombras sin rencores de toda esa gente desaparecida y el dolor punzante era la soledad; luego lo concreto y turbio: hileras de heladeras industriales con decenas de botellas de bebidas y desenchufadas por inútiles, había un rincón para lo que fueron cocineras que no daban abasto, mujeres empanando croquetas de papa con orégano, poniendo huevos duros enteros en la pascualina y morrones en la torta gallega. Lo que fue se volvía prescindente, falso museo del compartir la rutina reducido a servicios mínimos y componentes básicos, no había allí alimento fresco ni preparado la víspera, exceptuando bebidas. Sólo líquido embotellado en lo que debía ser la última misión de una nave insignia, algún café, que antes cruzaba los mares del mundo o lo que podría ser mi última visita de despedida.

Pedí una cerveza de a litro para cortar por lo sano las asociaciones; a los tres minutos el patrón la trajo hasta mi mesa, abrió la botella y luego se fue a conversar con tres parroquianos acomodados en mesas junto al mostrador. Bebí el primer vaso apurado y más despacio el segundo; la cerveza fue una pésima idea, lo mejor que me pudo pasar en los minutos previos era haberme subido al Toyota y pedirle al taxista que buscara la costa, viajar pensando en otras ciudades que conocí y me hubiera dispensado esa experiencia –una hora cuando mucho- de reconocimiento y que ignoraba cómo finalizaría. Temía la aparición del antebrazo de la mujer tatuada en la que tanto pensé en los últimos meses, ella se volvió sirena de otra odisea que debía emprender para escapar de la isla numerada que alguna vez multipliqué en la infancia. Volví a contar la iluminación de los números al sobrino nieto del malogrado Peral, que vivía en la misma manzana. ¿Qué es lo que hace naufragar a un marino inventor?

Había en el ambiente el mareo del eterno retorno, se trataba de dos fuerzas aplicadas disputándose una supremacía, la paz interior sería recobrada si en un momento de la mañana espléndida, alcanzaba a distinguir un submarino en el horizonte del recuerdo. Ello confirmaría que siguen vigente las leyes inmutables de la física, el funcionamiento del comercio y la eventualidad de los puertos: bares abiertos en callejones sin salida, escolleras perforando la marea mar adentro con sus pájaros migrantes. Desde pequeño fui marinero de bares a los que consideraba navíos inmóviles, cuando la tripulación eran vecinos y amigos, por entonces me metía en boliches de barrio, conocía las trampas que llevan al sótano, los gatos a bordo y la familia de los capitanes. Había siete bares en el radio de trescientos metros de mi casa, en cualquier momento los recordaré en orden, enumerando la flotilla que recalaba en aquel puerto sin mareas ni bolardos. Lo veía de camino hacia la playa Malvín que era todas las playas, la fachada intrigante de “El Submarino Peral” y el nombre me hipnotizó desde el primer cruce: yo quería pasar allí algunas tardes interminables perdiendo el tiempo navegando en silencio. Me intrigaba desde la ubicación en medio de las corrientes callejeras hasta la superficie que le fuera asignada y el nombre misterioso cuyo significado conocí bien pronto.

Tenía ese bar algo de potencialidad aventurera diferente; quedaba lejos de casa y para ir había que tomar el ómnibus 111 circulando en intervalos de media hora. Podía ser contraproducente la expedición alguna tarde y magnetizaba esa fascinación del nombre uniendo navegación, máquina perfecta, misterio ingenioso del inventor. También la evocación tangente de la famosa teoría del iceberg aplicada a los relatos con aquello de lo visible e invisible que induce a la catástrofe. Me hubiera agradado escucharla en la versión del mismo Hemingway en la París de Cole Porter, bebiendo bourbon en la plaza Contrescarpe pasada medianoche. Transitar el rumbo extraño que puede tomar una afirmación de ese tipo desde los barrios de Balzac y Fantomas hasta un bar de Montevideo es otro misterio; de ahí la obsesión por evocar cada tanto lo invisible y buscar la parte inmergida del iceberg donde reside la diferencia. El secreto ese tan bien protegido tiene una versión Isaac Peral con su invención del “aparato de las profundidades”, donde la diferencia entre lo visible y lo otro sumergido son ocho toneladas de agua salada.

Era la tarea prioritaria, volver al astillero de río, construir un submarino de palabras nunca combinadas añadiendo la parte oculta de los relatos y sacando de vez en cuando el periscopio para espiar a la flota enemiga. El sumergible prodigioso que rescata los proyectos cuando se presiente que comienza a naufragar la invención, la emoción de instalarse una temporada en las profundidades a la espera, con el temor de que ocurra algo pánico como a los camaradas del Kursk en el Mar de Barents. ¿De chiquilín lo miraba de afuera como esas cosas que nunca se alcanzan? En “El Submarino Peral” aprendí que hay tierras de la memoria, mares de imaginación, astilleros de cuentos sumergibles y bitácoras secretas que anuncian cuando se pregunta por los cementerios marinos: era aquí.

De la juke box de la memoria llega una canción oportuna que sabía de memoria: “el trompa tira la bronca porque un pebete se cuela y un cantor con su vigüela pide permiso y entona; y así, entre naipes, curda y canto de esta escena cotidiana, se oye la voz de una nena: ¡papá, vamos que mamá te llama!” Revelo una polaroid en ese líquido de circunstancia, miro la foto que existe en algún cajón de la casa de mi madre. Verano de los años cincuenta, antes de la perra Laika dando vueltas por ahí correteando en Moscú y muriendo en el espacio. La playa era Malvín, olvidé quien fue el fotógrafo y pudo haber sido mi padre, la imagen tiene algo de instantánea arponeando la eternidad. Era como si esas tomas de familia fueran fijadas por la cámara del Tiempo y el laboratorio de la memoria, estamos con mi madre recostados sobre una barca de pesca que la noche anterior salió mar adentro, volvió temprano con las redes repletas de pejerreyes y bagres, alguna corvina chica y merluzas porque el gran pez es inalcanzable. Está mi madre que tiene esa mañana veintitrés años, la foto es blanco y negro, recuerdo aquella malla roja como de tela brillante, yo tengo puesto un gorro blanco de lona y frunzo los ojos por el sol. El circuito se completó antes de terminar la botella de cerveza y doy gracias a Neptuno por haberlo vivido. “El Submarino Peral” fue la inmersión para recuperar una imagen casual donde estamos ella y yo hace más de medio siglo, en la costa que está a pocas cuadras de donde bebo el último vaso de cerveza a bordo. No deja de ser un milagro que ambos estemos vivos y dentro de unos segundos yo salga de ahí confuso por la experiencia, suba a un taxi y vaya a verla. Debo decirle a mi madre que pasado mañana comenzamos las obras en el baño de arriba. lo hablé con Méndez que es un tipo bien, serán unos días complicados de ruidos con suciedad en la casa pero quedará bonito. Le preguntaré si recuerda donde están las fotografías de cuando íbamos a la playa; si ella está viva y cerca, está bien eso de ser marinero de agua dulce, tratar con grifos y plomeros. Para conocer el secreto confuso de las profundidades hay que estar dispuesto a naufragar y “El Submarino Peral” era lo que tenía si bien con poco espacio para la tripulación. Las únicas diosas del mar a las que me encomiendo, siguen siendo mi madre en malla roja y la vecina tatuada que venía de Lodz; fue recién después, con el desgaste de los años que aparecieron las sirenas de palabras, fabulando mitos de infancia, la única novela insumergible de cuando la vida queda a la deriva y haciendo agua por los cuatro costados.

Un sueño Oriental

El hombre tiene la mirada abatida de un sesentón descendiendo escaleras gastadas de una catedral gótica, arrastra los pies al caminar, los brazos le estorban el avance y tiene los hombros cargados semejantes a los de un contable viejo al que obligan a jubilarse. El pelo es gris arratonado, sin una hebra blanca que destelle en el conjunto, hoy está vestido con el mismo traje de sueños anteriores; repite los zapatos negros sin lustrar con la suela gastada, acordonados hasta la estrangulación del pie, una corbata azul con pequeños lunares blancos fijada al cuello sucio de la camisa por un nudo rígido, percudido. Estamos en el segundo domingo de julio del año del dragón, si se tratara del tercero nada en el paisaje sería alterado, acaso la disposición de las nubes en lo alto.

El desconocido que avanza recuerda a Takashi Shimura en Ikuru y provoca en una muchacha de rasgos occidentales un interés renovado, incitándola a dar un paso adelante, tentar un gesto más osado que la mirada contemplativa. El servicio meteorológico de la armada nacional anunció que este será el julio más nevado y luminoso de los últimos setenta años en la capital Oriental. La muchacha anónima a quien se le puede atribuir cualquier nombre, abandonará la condición de observadora para llegar a la palabra con el nombre, debe intuirse que ella llegó al límite del enigma que conllevan los sueños que serán referidos.

A lo largo de las últimas semanas y sin que formara parte de su rutina, ella acechó al hombre con la curiosidad palpitante de un antílope hembra joven observando la agonía del león moribundo. Hizo de él modelo de costumbres simples copiado a escondidas; una primera confirmación es la repetida puntualidad digna de un tuberculoso. Teniendo en cuenta que el hombre se desplaza en la línea 144 del Metro que une la ciudadela marina con el Norte de la ciudad, puede que viva cerca de la calle mariscal Francisco Solano López. Ella se conforma y admite como probable que el hombre vive en la zona insinuada, en el tramo arbolado de cerezos que va desde la calle Asilo hasta la desembocadura en Avenida Italia, un segmento de características populares como los arrabales de Kioto. El hombre desciende del 144 a esta misma hora (son las 10h.07 en el sueño) los domingos, asoma a la vereda cubierta de nieve por la boca subterránea que está frente por frente a la entrada principal del cementerio del Buceo.

Conductas como manías, recurridas situaciones circulares a tener presente. La primera: una vez que sale del Metro el hombre compra flores en el puesto atendido por las dos mujeres, ellas son madre e hija y la hija está embarazada de siete meses. La costumbre, sumada al duelo del hombre, consigue trastocar gestos insignificantes en hábitos y que al reiterarse crean dependencia. Un vuelto de monedas entregado con simpatía, algo de verde adicional de helechos resaltando el colorado blancuzco de claveles moteados, la sonrisa espontánea que el nuevo compungido recibe de las comprensivas mujeres, la manera calma de cortar tangencialmente el tallo de las rosas. En tanto persiste la fidelidad al duelo, los movimientos se vuelven ademanes consolidando el vínculo –sin afectaciones- entre los dolientes y las vendedoras de flores. Cuando la muchacha repara con mayor atención en la silueta del hombre, la relación de él con las floristas tiene un modesto pasado: se insinúa una historia larvaria. Al iniciarse la escena principal abierta por la mirada curiosa de la muchacha, era imposible saber cuál de las razones enumeradas llevaron a Shimura, el primer día de visita, al puesto de madre e hija al que marchaba sin dudarlo un segundo. También los domingos tristes, cruzados por la nevada propia del mes de julio y el viento que da vuelta paraguas taiwaneses, él llegaba hasta el puesto de las mujeres buscando flores.

Este domingo de invierno luego de siete días de nieve incesante asoma el sol, el paisaje blanquísimo y luminoso es por momentos cegador. En sueños anteriores la muchacha lo observó en los momentos previos a que él cruzara los portones, después de salir de la boca del Metro, cuando luego de comprar las flores permanecía conversando unos minutos con las mujeres. Ella comenzó a interesarse por las alteraciones milimétricas de la rutina y en detrimento de los movimientos redundantes que pudieran conformarla, fue así que ella lo advirtió: desde que el personaje comenzó a frecuentar el cementerio, el hombre renunció a elegir las flores, dejando esa cuestión, que podría distraerlo, en manos de madre e hija encinta; ellas fueron tomándole cariño, suponiendo en él un vacío de afectos, la ausencia de alguien interesado en su porvenir. En el desdoblamiento de tareas ellas eran exigentes y armaban ramos que se avenían a su estado de ánimo del día. Atendían con esmero el color, la textura y la frescura de los pétalos exteriores, la intensidad del perfume, calculaban sin error el tiempo que vivió la semilla bajo tierra, el momento del corte de la planta y la capacidad del tallo para sobrevivir unos días más antes de pudrirse. El conjunto lo concentraban en un instante que aunaba las diferentes operaciones, en ello pensaban mientras brazos y manos, curtidas por años de arañones, espinas duras y alambre finito trabajaban a gran velocidad. En días de nevada persistente creí ver que sus guardapolvos grises resaltaban –por contraste violento- las gradas donde eran expuestos unos pocos ramos de variedades sufridas, para no dejar sin algo entre las manos a quienes nunca faltan al ceremonial dominguero.

Por el contrario, los días soleados, negando casi el recogimiento de los muertos queridos, las mismas gradas alinean hasta el desbordamiento viejas latas de aceite de girasol, floreros toscos de cerámica barata, barro cocido y dolmenit, reventando en la plenitud de tonos concebibles. Indiscriminados manchones coloridos y que al superponerse otorgan a la sombra recalentada del techo de tejas coloradas rectangulares y al ladrillo de horno con que fueron levantadas las paredes, un contraste de tonalidades lila, violeta, que pueden, en la saturación, borrar el contorno truncado de los diversos recipientes. Hasta puede olerse la urgencia del agua cayendo pareja de rosetas de regaderas de latón gris, saliendo fría de mangueras de plástico anaranjadas y verdes, saltando de manos ágiles que salpican las flores expuestas desde un balde negro de albañil con restos de cal pegado en el fondo. Acentuando el contraste buscado en una primera impresión, aquello sugiere el jardín sosegado de una cultura distinta, embellecido para un día de fiesta espiritual.

La muchacha viene a trabajar al cementerio los domingos de mañana, dibuja con pasteles y moja sus pinceles en acuarelas baratas, es una aficionada meritoria con la virtud de conocer sus límites. Retiene con cautela las pretensiones artísticas, ella podría decir: «algo dentro mío me orienta a sitios precisos donde recalan cuerpos muertos. De los paisajes prefiero el del cementerio que frecuento desde tiempo atrás, la explicación llevaría años de análisis. Conozco los principios que ordenan la arquitectura la ultratumba concebida para recordar que detrás del poder unificador de la muerte cada muerte es diferente.» Puede aventurarse que ella jamás alcanzará una propuesta renovadora; el fracaso es lo de menos, se contenta acorralando verdes malhumorados de cipreses y moviéndose en grupo por un viento monótono de ulular a capela. Admitiendo viudas somnolientas por el tibio sopor de ropas oscuras, prospectando aspectos visibles de la logia felina, adivinando el alcoholismo simulado de enterradores jóvenes. Ella propone que la inmutable escenografía de piedra, donde los protagonistas son cuerpos pudriéndose, sea desplazada a la atención hacia actores secundarios, el coro de los sobrevivientes. Confía en su intuición para encontrar motivos en la frontera más ancha que el suicidio, temas equidistantes a la impericia para trabajarlos y que dieran sentido a los apuntes vacilantes. El organismo joven de la muchacha de varios nombres y ninguno trabajo rodeada del silencio inherente al lugar, es feliz escuchando el estómago vacío contraerse, tripas, rumores de su cuerpo con vida.

Después de varios domingos a esta misma hora la muchacha prepara útiles y cartulinas, está sentada en un banco de madera ubicado en el interior de la entrada principal del cementerio que da sobre la gran avenida, el asiento donde los choferes uniformados de las funerarias aguardan el final de los entierros, fumando otro cigarrillo, hablando del costo de la vida, de box. Tenía hoy la intención de trabajar a partir de la textura áspera del sendero lateral de un lugar poco frecuentado, reconocible por el detalle de la canilla rota. El grifo desajustado suelta un chorro de agua fría que cae deforme entrechocándose, modificando sin orden en un torniquete líquido los últimos centímetros cercanos al suelo recubierto de nieve, en la estela de múltiples finales, como el bonsai soñado de una catarata. Luego el agua se acopla al blanco escurriéndose entre canaletas herrumbrosas, obturadas por restos apelmazados de pétalos podridos.

A los lados de la senda la muchacha descubre dos panteones abandonados, una de las construcciones es baja, chata y la clausura una lápida de granito negro. Además de estar quebrado en dos de los vértices tiene una rajadura horizontal que la atraviesa como el lecho de un río de lava transparente, inexplicable a no ser por un golpe de maza, el impacto de un rayo certero. El segundo panteón es alto, con muros de piedra turquesa y la reja de entrada duerme, embestida alguna madrugada por el ariete cabeza de carnero, empujado por una división de fieros guerreros venidos del desierto cercano; del interior de la cripta embestida emergen gatos cada tanto, demasiados gatos. La muchacha tenía pensado trabajar ese paisaje hasta que la luz marcara el mediodía, cuando el sol se abisma perpendicular, calcinando el blanco, difuminando los tonos apacibles, ahuyentando sombras en estampida. Esa hora la ayuda a encubrir la impericia, no consigue pintar el blanco y la luz absoluta, ni capturar colores furtivos; sin embargo y a pesar de la nieve acumulada en el lugar, la tregua de los colores tal como se definen a la media mañana, le facilitan un tiempo de reacción asegurándola en el aspecto dominado con mayor destreza.

Los limpiadores de guardia y el funcionario encargado de los ingresos en domingo están habituados, la tabla y la mochila de la muchacha concitan mayor atención que los lectores asiduos que toman el cementerio por biblioteca, también al aire libre, para leer ensayos de Renán, poemas de Rimbaud, historias del señor Yasunari Kawabata. Es raro el domingo en que el pacto con el silencio no sea quebrado por el rumor de un sepelio que los obliga a modificar planes e improvisar movimientos. Después de cuatro o cinco molestias similares en domingos anteriores y estando en el cementerio, la muchacha preguntaba en la oficina de ingresos donde sería la inhumación, si es que había una prevista. Con la confirmación en su poder y la ventaja de conocer la necrópolis evitaba el encontronazo con el cortejo anunciado, dirigiéndose a un rumbo alejado con la ilusión de no perder otra mañana de concentración en esquives y rodeos. En tales situaciones puede suceder que el cambio de planes le otorgara una sorpresa, la satisfacción de un trabajo interesante, la lanzara al peregrinaje estéril, improductivo; tormentas, viento, nevadas, eclipses de sol imprevistos.

Los días de apariencia asimétrica ella los vive fatal. Está sentada ordenando el instrumental, antes de concentrarse en las primeras siluetas un hombre con gorra de portero y uniforme entra al despacho administrativo del cementerio, una caravana de limusinas negras lo sigue pisándose los talones. Si el cortejo es pequeño la muchacha sobrelleva la situación sin fastidiarse, es cuando la gente se amontona en la entrada sin decidirse a entrar que el malestar se incrusta en su espíritu. El duelo de los desconocidos, en algunos casos ostensible hasta la irritación altera los ritmos dudando el paisaje fuera de lugar. Cientos de suelas de goma se hunden en el talco congelado y abajo ahogan (sofocan) el crujir del pedregullo invernando. La nieve pisoteada recuerda la música del paso de la sangre por la arteria femoral, se oyen hipos de llantos descontrolados emancipándose por la procesión incipiente, palabras aisladas negándose al murmullo entre dientes. El olor a barniz encerado del féretro manipulado contrasta con las ropas oscuras de los deudos presentes, hiere el oído el chirrido constante de carritos parecidos a camillas de hospitales salvajes, transportando coronas circulares de flores y cruzadas por cintas de raso de colores macabros, de alguna de las tiras se despegan letras doradas mal adheridas al crespón. Ella y los dolientes, registros municipales infinitos y los primeros lectores de los matutinos estarán al tanto de esta muerte, nadie más porque la muerte tiende al secreto y se oriente al olvido. Es incómodo avanzar en cortejo entre mármoles laterales y erectos, es dificultoso soñar entre gente de fe persignándose. Los niños distraen la idea del morir jugando a las escondidas detrás de los panteones, las personas mayores responsables los retienen con tirones de brazo amenazantes. Al protagonista inerme de la escena lo llevan a pulso entre seis hombres corpulentos compungidos.

Lo que sea se advierte en la copa de los árboles, este segundo domingo del mes de julio ningún cotejo solivianto la brisa estable y persistente que transita el cementerio. Quedamos en que ella venía observando al hombre y por consiguiente tiene de él un saber prescindente de toda especulación interesada; la descoloca el hecho que él rechace cualquier clasificación en alguno de los grupos presumibles, ni entre los visitantes primerizos clarificados (catalogados) pronto por su falta de historia, ni entre aquellos de visitas espaciadas. La conducta del hombre parece cuestionarle a la muchacha su tendencia a las generalizaciones y al descubrir la anomalía, cuando logró aislarla como si fuera una bacteria incandescente, le otorga al personaje, parecido al actor Shimura, a la situación soñada y la calidad de la observación una tonalidad inédita.

La mezcla de colores utilizados permanece en el tríptico básico, los empastes de porcentaje al azar en los tonos son apropiados a la situación, el conjunto depara la impresión de un luto descuidado y exento de convicción. Relativo a la manera cómo el personaje debe llevar las flores: ¿el papel celofán arde entre las manos, lo agobian los tallos recortados hasta desear tirarlos en la primera alcantarilla que se cruce en su camino? Tampoco es a descartar en principio. Los capullos reventones que mueren antes de la floración debe mantenerlos apartados de la cara expresando dolor, rechazando el aroma invasor de las flores frescas, distanciándose del contacto sensual que traduzca efectos positivos. El hombre camina modificando el ritmo impuesto a los pasos, entre la última calle de la ciudad limítrofe que atraviesa la entrada en paralelo y la primera arteria del cementerio, que restituye la escena, hay una distancia de escasos metros. Debe cruzar la puerta despacho que oficia de entrada y administración; en el tramo con forma de arco triunfal de ninguna batalla memorable hay sombra, lugar de paraje obligado y cargado con ruido oficinesco de viejas Underwood destartaladas, sucede la transfiguración del caminante que yo sueño: ocurren allí modificaciones en el ritmo de marcha, como la vuelta de página del lector del pianista que acompaña al barítono cantando Winterreise.

Primero, será el decidido ingreso llevándolo a cumplir un deber que deriva a paso agobiante hacia la opción abatida de caminar, retardando el momento de alcanzar el objetivo incierto dictado esta mañana por los dados del azar. Debe parecer injustificada la alteración de las conductas motrices, sin considerar los tres segundos exclusivos de maneras de viudo. ¿Qué hora es? ¿Hace buen tiempo? ¿Conoció antes la duración exacta de su tránsito? ¿Son nada más que una alucinación de la muchacha? Ella los integró de golpe luego que la atención se volvió observación premeditada, sin intenciones ulteriores, para satisfacer la curiosidad. El atractivo del hombre regresando los domingos a la misma hora, comprando flores en el mismo puesto, vestido igual cada vez; repeticiones que la muchacha evaluó con culpa cuando decidió asediarlo, utilizarlo como modelo de futuras carbonillas.

En este momento del sueño se desliza la interrogante incómoda: dilucidar la causa que admite la repetición de los tres segundos. Tres segundos son mucho tiempo, tres eternidades compartidas en un sueño. La muchacha de rasgos occidentales: tiempo entre contemplación embriagadora de curiosidad y aceleración del ritmo cardíaco de encuesta policial, anunciándole que el domingo próximo estará allí nuevamente. Ella se siente espía, ladrona, delatora infiltrada con nombre falso, decide ver en los tres segundos que alteran el ritmo del montaje la manifestación súbita, en el señor que tiene un aire de Takashi Shimura, de la reacción demasiado humana que, entre las probables, aquí en el cementerio marino del Buceo o en el osario de Osaka, es más escandalosa: la duda.

El hombre abatido (en apariencia su conducta se justifica sin que hagan falta aclaraciones) puede entenderse, que enfrentado a la inmensidad metafórica que suscita el cementerio, se cohíba ante la proliferación de senderos abiertos apenas iniciada la muerte. En ese lugar es inadmisible cualquier sensación confusa ajena al dolor retrospectivo, el hombre se detiene contagiado por la duda y mira a la izquierda viendo el rumbo que propone el paisaje. Lo mismo hace con el sector derecho, gira la cabeza alternativamente a uno y otro lado, se pasa el dorso de la mano por la frente buscando ayuda; recién después de transcurrida esa eternidad agregada, encamina sus pasos por la avenida central del cementerio y perpendicular a la entrada principal. Ella lo sigue desde lejos con la mirada durante el tiempo que al hombre le consume avanzar los primeros setenta metros del interior, cuando es una distante mancha oscura en pasado desplazamiento y tendiente a la disolución. Hasta que se adueña de la escena imponiendo su punto de vista, es entonces una observadora y está adentro de algo confuso que la incluye liándola, le corroe el espíritu traspasando los huesos.

Cuando la muchacha acelera la acción deja caer los útiles de trabajo en el morral verde, quedándose con una libreta de apuntes y un lápiz color madera de grafo grueso ente las manos. Dispuesta a perseguir la mancha del protagonista, descubrir si logra penetrar aquellos pigmentos, ver de cerca hasta distinguir la mano delgada separando los tallos, desenredando el alambre finísimo que los ata en vueltas circulares y palpar la transparencia, verla en reflejos del papel celofán humedecido.

El hombre ignora las intenciones de la muchacha, tiene la torpeza propia de maniobras recién aprendidas que restarán inconclusas en medio del camino. En determinado momento y de forma inexplicable, él parece extraviarse en senderos angostísimos, echando en falta alguna ayuda para orientarse. El hombre no tiene el aspecto ni la apariencia desarreglada de alguien necesitado y que busca un detalle para seguir adelante, cierta visión concreta de referencia. Serafín moribundo de alas enormes y tamaño humano, siete piedras dispuestas en círculo sobre la nieve que las cubre por completo, leyenda inverosímil de lejano dolor eternizado en letras corpóreas de bronce bruñido, incrustadas al mármol refractario, olvidando nombre de familia considerada en la sociedad oriental de hace setenta años. La muchacha lo observa mirar entre sepulcros con interés idéntico y discreto; él descifra y ella lo secunda más tarde la distancia entre fechas separadas por un trazo metálico. Indaga entre fechas separadas por un trazo metálico, con sapiencia que provoca desagrado el tiempo justificando el montón de flores podridas, calcula la soledad acumulada en la piedra enferma, estima con despreciable precisión la ausencia de visitantes hasta apelmazar un criterio de meses y años.

Los dos -sin tener por el momento ideal el uno del otro- están empecinados en la minuciosa búsqueda. Ella aguarda que el hombre termine de una vez su andar desorientado para iniciar los trazos sobre la cartulina. El hombre indiferente a lo sucedido alrededor y con ese espíritu se acerca a una lápida, inclinándose con exageración descifra la información dispuesta sobre la superficie rectangular. Debe hacerlo repetidas veces dado el tiempo que demora en incorporarse, algo indica que satisfizo tanta curiosidad y viene de topar al instante con lo buscado; él leyó –es lo que ella creyó ver- una y otra vez hasta confirmar que estaba en el lugar adecuado. Como si por causas desconocidas Shimura desconfiara de la memoria y a la manera de un testigo acechando, una vez adentrado en la certeza, mira desconfiado a los costados comprobando si fue seguido en su deambular clandestino. Oculta tras los perfiles de mármoles cortados hace poco ella se reconoce haciendo gestos rápidos, como si por desagrado y placer hubiera descubierto, jugando, un papel que la repugna y le resulta imposible renunciar.

Fatigado, impregnado de un cansancio de índole incierta él se deja caer sobre la losa y permanece así un rato largo, respira sin mirar algo que no sea el suelo circundante adaptándose al paisaje que sin apuro lo asimila, creando las condiciones para iniciar los movimientos, el trabajo. Recoge de las cercanías una rama frondosa de pino desgarrada por el último temporal, limpia la nieve sucia acumulada sobre las inscripciones, los desarreglos del tiempo que afean el perímetro de la sepultura. La tumba es gris y sencilla, un sólido monolítico de hormigón opaco con cabezal simple sin sobrecargas molestas. Los jarrones están partidos al medio en ambos extremos superiores, en el respaldar excavado en la piedra hay una elemental alegoría del trabajo. El hombre recoge uno de los jarrones y tira al costado el fondo de agua escarchada acumulada, lluvia podrida que espesa y perfumada se pierde por las canaletas abarrotadas de materia confusa. Después camina sin prisa hasta la canilla más cercana distante unos siete metros, enjuaga el florero repetidas veces y lo llena de agua fresca, hecho lo cual regresa a la tumba, restituye el tiesto a su lugar, deshace el paquete atado por las mujeres distribuyendo crisantemos y rosas de invierno. Se retira unos pasos y contempla el conjunto, cruza las manos por delante del cuerpo e inclina la cabeza. El ensimismamiento del hombre tiene un equilibro perturbado de sinceridad monstruosa y apenas instalado ese otro desasosiego en quien lo observa, mediante un movimiento brusco sugerido por la conciencia de una ceremonia concluida, dirige sus pasos hacia un sendero mayor que lleva hasta la entrada principal, la gran puerta sobre la avenida al borde de la ciudad y desierta a esa hora.

La muchacha quiere mirar de cerca el lugar donde sucedieron los hechos entrevistos en sueños anteriores, es invadida por la sospecha de un crimen, busca entender la causa de la prisa final y del abandono precipitado del encuadre. Decide seguirlo; él modifica la conducta precedente y apura el paso, su andar tiene la tensión contenida de alguien huyendo, escapando sin volverse, dejando atrás una historia turbia con la que no desea estar relacionado nunca más. Se pierde entre el blanco y la luz invernal avanzando a paso de viejo cancerosos y la silueta masculina desaparece de la perspectiva, la muchacha permanece. Ella está ahí para dibujar y la gravitación iniciada en lo excéntrico la induce a la tarea de evaluar conductas. Una ley ordenando la armonía del mundo se desploma hecha añicos, una posible salvación de la locura rondando estas visiones es sugerir que ella, además de artista aficionada es mujer desmemoriada. Ello evitaría caer en interpretaciones fantásticas de lo que aquí sucede, probables por la anomalía anotada y la insinuada desafección legal. Si ella logra vislumbrar una verdad escondida en los otros seguro terminará destruyéndola, presiente el peligro de la fragmentación acechándola, inhabituada a algo distinto que no sea la tristeza le es inconcebible formular la aporía de la escena, se contenta con monologar al límite de la iluminación: «seguro de que la semana pasada emprendió otro camino y no estoy loca, estoy segura.»

Tiene razones para estar confundida, algo sucedió en Flashback el domingo pasado que ella evoca. ¿Por qué el hombre tomó el camino equivocado? Al comienzo supuso ser ella reincidiendo en un error de apreciación y equivocando el trayecto anterior olvidado. Liada por las muchas ideas que rondan su cabeza, una vez pasada la idea de la distracción y siendo media mañana del domingo, ella se tranquiliza cuando coincide con el hombre en la entrada. Aguarda sin inmutarse la reiteración rutinaria, sucesión de actividades, distribución del espacio y el tiempo como hace siete días. La duda de los tres segundos al iniciar la marcha se repitió y ello debe apaciguarla; hoy en lugar de orientarse hacia la salida secundaria frente al mar y sobre el puertito de los pescadores y la torreta del museo oceanográfico, tomó la dirección contraria. La muchacha recibe en el alma la descarada prepotencia de lo incierto y más estando convencida que es Shimura el personaje que persigue, el hombre cansado del otro domingo. Debe aceptar a priori que él está en lo cierto reconociéndolo interlocutor directo con la muerte, por corte abrupto la muchacha de rasgos occidentales se desliza del superficial cosquilleo del error a un pesado malestar: flujo de textura desagradable.

En el espacio de la muerte de reglas estrictas la conducta del hombre con el aspecto del comediante Shimura rechinará en el mecanismo del recuerdo en vigilia, un carozo de durazno hundido en una pila de agua bendita. Puede negarse la evidencia insistiendo con la premisa del fallo de apreciación, repitiendo la fórmula «no es posible» repetidas veces y sostener contra toda evidencia que se trata de un simple «paseo». Incurrir en ello es ingenuo y falso, debe insistirse que lo anotado sucedía por séptima vez. El conjunto hará suponer que la variante se repetirá la semana entrante y así sucesivamente. Hoy la muchacha se aplica a seguirlo con cautela, el hombre está vestido igual a como lo estaba hace siete días y hace siete segundos, si fuera imprescindible el clima monótono puede releerse –en los siete minutos que siguen- el séptimo fragmento del sueño, como se hace con las pinturas en las galerías de los museos, las páginas policromadas de los catálogos.

Hasta la verificación del vestuario no hay inconvenientes al ser idéntico el motivo principal, es indiferente que la muchacha postergue un tronco de ciprés inclinado para seguirlo a él de cerca. ¿Qué sucede? En otro sector apartado del cementerio se repite la secuencia parsimoniosa de la limpieza del sueño anterior. Obsérvese que el hombre parece revolver tumbas como si se tratara de estanterías de librería de viejo, buscando y a la vez sin voluntad de hallar lo tan buscado. Tamaña disimulación es inadmisible que se perpetúe, debe detenerse. A los efectos de planos objetivos el lugar es cualquiera, debe haberse entendido que lo medular de la situación transita por los gestos de Shimura. A la hora del relato está recordando con precisión y se lo describirá en detalle si fuera imprescindible ya que el hombre se detiene allí. Luego se verá que el lugar dentro del conjunto del sueño ocupa un rango secundario; repite el barrido de la rama caída, duplica el trasiego de agua helada, reitera la salida intempestiva como huyendo de un diagnóstico de cáncer al estómago, excepto que la tumba es otra. Desde su retaguardia, una muchacha teme ser la descubridora de a historia elegida para permanecer oculta, punto de fuga secreto de la razón, estampada en los bocetos y cuando la muchacha se inmiscuye la serenidad es puesta en entredicho.

El paisaje agnóstico y neutro se vuelve sospechoso de complicidad mayor, comprendiendo cipreses, gatos, viudas, lentos barrenderos arrastrando escobillones, estudiantes de medicina traficando con calaveras para hervir. Las ceremonias del silencio se suceden, un vuelo explosivo de palomas señala el despegue del arrullo conjunto, la naturaleza se altera por la extraña conducta del señor Shimura, que indiferente a las catástrofes que ocasiona su trasgresión permanece delante de las tumbas destratando a la muerte. La muchacha garabateó el borde de una de las libretas de apuntes. Primero Gurméndez María Cristina, muchacha simple como Su-nû, la semana pasada anotó Argerich Julia, muchacha morena como Hsüan-nü y hoy Curbelo Victoria la muchacha elegida como Ts’ai. Cada domingo si siguiéramos soñando eternamente estaría obligada a anotar nombres diferentes emparentados por la misma fecha de nacimiento. Muertes dispares entre sí comprometen al hombre con el dolor de un amontonamiento, enumeración caótica, sumatoria insensata pulverizando explicaciones propias de lo humano. Desde que la muchacha de rasgos occidentales se acercó al cementerio, era la primera vez que sentía cuestionada su condición de observadora hasta la alienación; existe una historia secreta, piensa. Se impone la tarea de averiguar las condiciones intermedias, perforaciones en la lógica, permeabilidades de la razón, grietas húmedas donde se friccionan los elementos entrechocándose. El temor de la muchacha debe ser entendido con claridad, «alguien me está siguiendo. Ellos, quienes sean, no pueden ser tan crueles como para dejarme ingresar sola a esta locura desagradable que se está construyendo».

Una transferencia es la primera reacción defensiva de la muchacha, los otros son enfermos delirantes, neuróticos, esquizofrénicos. Pasada la impresión de los sentidos el personaje queda en disposición de proponer otra explicación de su conducta; durante los primeros instantes lo hemos observado y con el tiempo necesario, cambiando días, minutos y la luz que gana la escena. La muchacha olvidará la idea de una réplica; la solución debe invocar para decirse términos del absurdo, enmohecidos juegos surrealistas añorando cadáveres exquisitos, ceremonias secretas montadas en sótanos mal iluminados para conjurar el espíritu de la catástrofe inminente. Irrupción de pesadillas en la vigilia alterando la función de sentimientos y objetos triviales.

Ella se sienta en uno de los bancos y dibuja, empujando con rabia sobre la cartulina los rasgos de Shimura, los trazos serán profundos, signos fuertes, largos y agitados, buscará degradarlo en la humillación, caricaturizarlo hasta el escarnio. El resultado final del intento mostrará una imborrable sombra de tristeza, lo sucedido altera el pulso de la muchacha, la agilidad de los dedos padecerá artrosis repentina distorsionando el universo, la comprobación de los nombres de muchachas distintas y lloraras por igual le altera el sentido de la escena: culpabilizó el punto de vista; de ella se desprende la rutina estética por temor de alcanzar el momento de olvidar cuál es su nombre propio.

Cuando decide que por hoy es suficiente de trabajo acepta que los domingos venideros lo estará esperando, con escatológica fidelidad y predispuesta a continuar la comedia. Ella se mete en su papel sin indicaciones, lo siente en la piel y lo niega en la conciencia, se aproxima el instante de ingresar al primer plano de las visiones y él con sus gestos le da el pie esperado, la réplica por sorpresa.

Ella no tiene nada para decir que pueda consolarlo.

Los sucedidos entre semana son blancos como el vacío que separa las escenas evocadas, poco importan los pormenores de los personajes fuera del recinto y exceptuando la visión ellos son inexistentes. No llegan ni a ser criaturas de ficción, son lo que soñé y su intersección soñada. ¿Agrega algo al corazón del proyecto el aporte de información complementaria? Saber que ella es empleada de una empresa que gestiona sistemas de crédito. Nada. Fuera de la coincidencia todo da igual, lo mismo con el hombre; si es vendedor de números de lotería para completar una pobre jubilación o funcionario de la municipalidad, saberlo se vuelve molestia que desconcentra. Las informaciones accesorias darían al enigma un tinte empobrecedor y contagiosos al resto del sueño, ellos son nada y menos que nada cuando escapan de la convención hipnotizante que provoca la coincidencia. Cualquiera sea el nombre de ella y su ocupación posee la ventaja del primer descubrimiento, la persistente observación considerada con finalidad se vuelve desventaja; según yo lo entreveo, la muchacha acepta el tiempo transcurrido como un sueño con interferencias de realidad. Prólogo para conocer la verdad sobre lo sucedido entre ella y la certeza de la muerte equivocada.

A su preocupación ella debe sumar la tarea de simular lo inocultable y descubrir la esencia encarnada por el señor Shimura sería quedar en evidencia. Decíamos en líneas anteriores escenario abierto, tonos de verde sólo alcanzados en árboles de cementerios soñados, luz y sombras medidas con el Lunasic antes de activar el motor de los recuerdos, pensando en perdurabilidad y detalles: olor penetrante de pétalos podridos perdiendo foco, destacando en la quietud de la toma la silueta del personaje que hoy -más que nunca- debe ser puntual.

Tal como lo rememoro él lleva en las manos un ramo de flores frescas, hoy él dudó menos en la zona de ingresos, dirigiéndose como si esa fuera la rutina a un sector apto para colonizar senderos y rincones apartados donde los sepulcros tienen la apariencia de mayor abandono. La curiosidad, resultado de la percepción le brinda a la muchacha una inquietud acelerada, si es que ello puede actuarse. ¿La anomalía es la verdad de las fosas comunes orientales? El descubrimiento alteró conductas confirmadas y luego que el hombre abandona la necrópolis desapareciendo por la boca del Metro Estación Buceo. Este domingo ella olvidará los dibujos para concentrarse en verificar, anotar y recordar lo sucedido: a) si el hombre del impermeable que renguea de la pierna derecha irá al mismo lugar que suele frecuentar. b) si la anciana acompañada del adolescente levemente tarado continúa su fiel peregrinaje al nicho 2807 del sector G. c) si la elegante pareja del auto bordó con chofer dejará los ramos de flores en los mismos jarrones. d) si el paisaje se inclinó unos grados en algún sentido frenando el dulce devenir del lugar.

Mientras duraron las comprobaciones, ella consolidó su serenidad y verificó en los casos la repetición de rituales con mismo comienzo e idéntica resolución; a la primera comprobación se seguirá otra menos tranquilizadora. Ninguno de los casos señalados al azar como paradigma de conducta de duelo se interesaba por los muertos de otros, mostraban una obsesión persistente por sus propios asuntos y acentuaban la indiferencia, limitándose a diálogos convencionales con vecinos ocasionales sobre la falta de limpieza, espesor de la nevada, el precio disparatado del ramillete de ilusión.

Este domingo la muchacha admite que la libertad así malherida incide sobre certezas en ruinas, en bastidores conceptuales de pronto endebles como una jaula de alambre para retener siete estorninos enloquecidos. En otra lectura espejada el hombre sería profanador de sepulcros preparando a la luz del día las depredaciones reservadas para la noche. Las ideas de percepción y objetividad deberán tambalear desde los cimientos, sin olvidar la falta de compromiso de la muchacha con los visitantes indicados. La improvisada función de observadora -para la que reúne condiciones de excepción- le deparó el privilegio dudoso de topar con lo insólito y que a fuerza de insistencia necrosa postulados firmes incluyendo el sentido común.

El personaje parecido a Shimura registra las oscilaciones de la conversación inaudible entre muertos y sobrevivientes; ella las necesita como la respiración, se exige descubrir razones íntimas que expliquen el proceder del desconocido. Nada debe ser claro. ¿Había en la conducta del hombre la voluntad de imitar a los otros, hacer lo mismo que los demás visitantes eligiendo rincones abandonados? Ella se escuda en la posibilidad de la locura, que presiente llegando silenciosa con la estampa del hombre, cambiando de actitud, volcándose hoy hacia el tedio de la espera. Sabe que el itinerario sin rumbo del hombre continuará repitiéndose, recela la reincidencia del hombre en lugares visitados y de los que tenía señas en su libreta. Tal retroceso la dejaría en pésima situación frente a la excepción de una serie y no delante del vacío al que está acostumbrada. Además de la variante insisto en la existencia de una constante a deducir, poco importa quién lo haga, nada le impide de antemano al hombre repetirse en relación a una tumba visitada, con ello se saltearía leyes de la probabilidad.

Se hace tarde en el tramado interior del sueño para intentar otra explicación, ella se convence de la inutilidad de seguirlo y hacerlo trastocaría oscuros principios insinuados. El perímetro amurallado del cementerio oriental debe ser considerado un campo reducido de la realidad, espacio propicio a experimentar postulados distintos, modelo cósmico a escala de condiciones objetivas idénticas, excepto que la presencia absoluta de la muerte influye en la conducta de los sujetos interesados de acuerdo al plan del sueño relatado. Detrás hay cientos de años de resignación macerada, la conducta irrespetuosa del señor Shumura contraviene el orden implícito, se hace rebeldía sacrílega que, por el bienestar común, es preferible reprimir para luego, con tiempo y una vez alejada su nefasta influencia, indagar en las causas malignas. Se tendrá en cuenta que el recinto del camposanto es área presionada por la imaginación metafórica: teatro, tablero, film, ciudad, muros y un sistema de ingreso jerarquizado. Los grandes portones enrejados son destino y punto de partida, si en verdad hay algo nuevo a descubrir en las conductas que anteceden ello sucederá aquí donde soñamos y durante esta mañana que transcurre.

Para la muchacha simple, morena elegida los movimientos anteriores del hombre y los apuntes a la carbonilla revisados cientos de veces son insatisfactorios. El personaje de Shimura eligió trabar el silencio con los muertos, cualquier sonido emitido entre estos muros se derrama en anti eco sepulcral y la grava mezclada al macadán caliente, cubiertas por la perseverancia de la nieve cayendo en la noche. Es perentorio inventarle a la muchacha una historia que provoque la conversación sin predisponerlo al rechazo y debe llegar hasta Shumira mostrando un interés prolongado. Las perturbaciones del hombre son propias de alguien sabedor del magro interés que su persona despierta en los demás; la tranquilidad y el silencio buscando se contradicen con la renovación semanal del drama esperpéntico que él protagoniza. Enemiga de dar explicaciones sobre decisiones y actitudes ella aceptaría sin contestar la conducta del desconocido; sin sorpresa, necesitaba llegar para ello a la primera palabra que abriera el juego. Cualquiera de las historias que recibiera a cambia sería nada confrontada al enigma central que la desgasta por temor a dilucidarlo, preferiría una mentira a la verdad sospechada. Tendrá a su cargo la ingrata experiencia de rondar la explicación de las escenas del cementerio hasta deducirla, igual que una intriga de espías. O renunciar. Estamos de acuerdo: se trata de una situación incómoda, así son las cosas en el sueño que por momentos parece incontrolable, cualquier interpretación empobrecería el sueño y a fuerza de convicción podría decepcionar la razón.

Hechas las aclaraciones del caso que nadie se llame a engaño y volvamos a lo incambiable. El seguimiento de la muchacha se volvió costumbre malsana con datos incompletos y el inicio del sentido que empezaba a formarse, ella está dispuesta a esperar atribuyendo el desvarío repetido del personaje de Shimura siempre al otro, dispuesta a aguardar el quiebre inevitable del ritmo y luego dejarlo pasar. Son los peatones de los cementerios que lidiando con el silencio reivindican la inmortalidad del alma, negando el olor de los cuerpos pudriéndose, fisonomías borradas por la desmemoria, sustituidas por otras caras. El olvido probando la contundencia esotérica del ir y venir del lerdo carromato de la Muerte, se produce un descubrimiento de la muchacha. El paso de los años entabla una relación inversamente proporcional entre la arquitectura para guardar los muertos y el andar de quienes siguen con vida. Allí ocurre la puja discreta del mercado inmobiliario, la especulación por venta y alquiler, estado general de la propiedad, necesidades materiales de mantenimiento, capacidad de féretros y metraje justificando reformas periódicas, cambios de nombres en frontispicios e inscripciones, cuadrillas de obreros con baldes y bolsas de cemento trabajando con menos alboroto que si fuera un jornal en la costa balnearia.

Un mecanismo que la muchacha necesitaba para iniciar el diálogo está trabado, ella reducirá el campo visual focalizándose en Shimura cuya presencia crece en protagonismo y se traslada a la obsesión de los croquis. La historia hipotética debería contar sólo eso: la certeza de la irresolución. Seguirlo a él se hizo innecesario, ella anticipa el asomo de duda y se adelanta a la búsqueda solitaria por los arrabales del cementerio, al montaje de un dolor sin nombre imitando un damero de sepulcros salteados.

Hoy lo aguarda sentada en el banco de siempre e intenta convencerse que se trata de un día cualquiera, el hombre está de regreso y por el azar que adelanté habrá un domingo en que él se sentará junto a la muchacha. Ese día será ahora, el hombre ya sentado a su lado se quita el sombrero tomándose su tiempo, respira hondo recuperando el aire gastado en el trayecto. Ella parece inquieta por la cercanía, lo tiene a su lado y digamos a su merced, a casual y entera disposición para finalizar de una vez con la farsa prolongada. ¿Por dónde empezar? Siempre se empieza por el tiempo, luego se puede adicionar una referencia a coincidencias curiosas. Hasta parece que, desde aquí donde estamos podemos escucharlos, si prestamos la debida atención podemos escuchar la respiración de Shimura y estando ella cerca del fatigado cuerpo del hombre oirá expulsiones de una respiración agitada, único indicio de su vitalidad claudicante. Cuando ella y erróneamente creyó deducido el orden oculto otra variante irrumpe complicando la escena, lo observado por la muchacha respondía al dominio de las conductas más que al de la física, se relacionan así dos mundos, lo inexistente entre los ojos y la palabra soñada. La cuestión oscila entre el silencio de las visiones invernales y el trabajo de las próximas semanas en la memoriam es similar a la desesperación del investigador la víspera del hallazgo buscado durante años, asediando sistemas precedentes y prescindiendo del hilo de la casualidad que modifica el pasado, maneras de leer y estrategias de escritura, como sucedió con la poesía cuando se escribió el decimocuarto verso del soneto primero.

Cualquiera de mis pesadillas está en condiciones de iniciar la conversación, hace semanas que ella está atenta a la rutina que hoy se organizó igual que los domingos anteriores. Shimura debe simular que ignora que yo estoy soñando su conducta y debe trasmitir una mente ausente del asunto. ¿Buscó el encuentro para terminar el malentendido que sostiene mi sueño? ¿De quién es la conducta anómala más evidente cada minuto que pasa? ¿Quién observa a quién ahora mismo? ¿El personaje de Shimura tiene capacidad para adivinar el sistema secuencial que lo implica y subvertirlo desde su condición de personaje? Vayamos a la constancia concebible en un estado de observación, más importante que llegar ante nosotros y justificar su nomadismo aquí y nos condiciona.

Nos antecede que haya muertos sin nombre ni lugar de reposo, en tales circunstancias la palabra destruiría las bases de lenguaje instigando un tráfico conmovedor, aportaría verdades prodigiosas e incómodas. Contentémonos con la ignorancia unilateral, hablar produciría miedo y es más terrible que los martes de abril. En tiempos difíciles y cuando las respuestas son sencillas debe suspenderse el conocimiento, velarlo en lo posible, considerar los secretos como la sabiduría suprema que nos es permitida. Hubo un tiempo en la ciudad en que las cifras de un número telefónico podían conducir a la muerte escondida, los asesinos continúan subiendo a los taxis cuando anochece. Si soñaba parajes orientales hay que callarse me aconsejaron, el juego consiste en sugerir permitiendo que las palabras se descompongan de solemnidad –como sucedió con los colores de los impresionistas- decidirse a ver las catedrales como el viejo Monet («ce que je veux reproduire, c’est que existe entre le motif e moi même.») sin decir que se observa lo mismo a lo largo del día, de un día que dura meses y a escondidas desde la casa de los judíos de Rouen.

Están los personajes de la historia encaminada hacia la resolución sentados uno junto a otro, soñador y soñado saben cercano el fin, ellos están delante de mí rodeados del banco invernal como en el barrio viejo de una ciudad fantasma. Ofrecen una buena primera impresión hasta formar un motivo agradable para ser un apunte a la carbonilla, toma difusa en blanco y negro con escasa definición de los contornos, si por una vez somos capaces de privilegiar los silencios a la síntesis del argumento. En un extremo del banco la muchacha mueve los labios, hablándonos a nosotros que adivinamos sin escuchar. El personaje de Shimura la oye saliendo del encierro del alma, ella mueve la cara dirigiéndose al hombre que sorprendido en su buena fe emerge del letargo. El sol del mediodía cercano pega en uno de los costados de la escena, el banco está pintado de amarillo cromo destacando los colores oscuros de los personajes que son emplastes sin retocar de un pincel grueso. Nosotros estamos a una distancia adecuada y es insuficiente, si decidiera acercarme queriendo captar los detalles del diálogo seguro que pierdo definición visual; con tantos problemas en la vida, a qué buscar escuchar entretelones de otra tragedia envuelta en gotones espesos de óleo entremezclado sobre el lienzo.

De lejos recuerdan personas conversando en un parque y la escena es agradable aunque exija aclaraciones, ampliaciones de un conocimiento que decidí dejar de lado. Ella habla y señala con la mano en varias direcciones, él se recuesta en el banco con el cuerpo tenso y comienza a escudarse de la violencia de haber sido vigilado, espiado. Ese debe haber sido el verbo de reproche. La muchacha coloca la mano que apuntó en varias direcciones sobre el brazo de Shimura y él la rechaza con violencia increpándole sin cesar, ella pretende organizar un gesto conciliador de explicación, argumentando que el incidente requiere aclaración, le reclama paciencia –es lo que desde aquí debemos creer- pide calma mientras busca en la mochila. Saca una hoja suelta a la que sigue un manojo de apuntes y se los enseña a Shimura, el personaje del señor Shimura contempla los apuntes odiándola, reponiéndose con espasmos de la desagradable sorpresa, preparando la carga de indignación que llega a la muchacha con gestos de rabia, sin encontrar el personaje de Shimura las pulsiones adecuadas en su motricidad aletargada, sin pericia ni entrenamiento para la indignación eficaz, como si en los últimos siete años sólo hubiera sufrido en secreto.

Desde lejos se intuyen frases de la muchacha y que son las muertes de otras muchachas dichas todas juntas, insiste en su deseo de contemporizar con lo incomprensible. El hombre atrapado se niega a entrar en razones, se levanta retirándose hasta salir del encuadre, luego regresa como si hubiera olvidado algo determinante sobre el banco y para satisfacer con rabia tanta curiosidad retenida a escondidas, creo advertir que da la respuesta que explica lo soñado.

El hombre nunca regresará al cementerio oriental, ella permanece sentada y abatida, después de lo escuchado es inútil seguirlo; está vencida, arrepentida de la iniciativa que hoy se le ocurrió. Ahora y para la eternidad Shimura sale del encuadre, de algún lugar, una parroquia de la cercanía, un templo budista, un barco pesquero entrando a puerto, un loco inspirado, llegan campanadas y la muchacha adquiere la apariencia de una mujer quebrada sentada en un banco de cementerio, como si la hubieran pintado sobre el paisaje hace un siglo. Ella mira en todas direcciones, llora despacio, se enjuaga las lágrimas lentamente y se pone de pie, se marcha.

A su partida y a nuestros ojos el emplaste del banco se hace denso, los travesaños de madera se disparan como una fuga de torres góticas horizontales de catedrales hechas de luz. El banco del cementerio oriental se hace una única mancha diluyendo distancias insalvables entre la luz de Rouen y la escritura. A un costado de la mancha y del banco incrustado en la mancha, hay tirado un ramo de flores marchitas, sobre el banco una pincelada blanca hace pensar que una muchacha oriental, de marcados rasgos occidentales, olvidó en la intemperie fría un cuaderno abierto, la carpeta desordenada, una libreta barata de hojas sueltas: mancha blanca, sudario, montoncito de nieve gris derritiéndose al sol, cumbre desafiante de las cordilleras que apenas se divisan desde nuestro lugar. Sueño entre cipreses de ascender descalzo hasta el frío eterno que tantos autores con tino y perspicacia consideran un atributo adecuado de la muerte, entonces me despierto y lo único que recuerdo del sueño es un verso de Octavio Paz grabado en una lápida a modo de epitafio: «La transparencia es todo lo que queda.»

La división Novalis

Her Jürgen nació el diecisiete de diciembre de mil novecientos treinta y nueve en la ciudad de Wilhelmshaven a orillas del mar del Norte. ¿Son suficientes estos datos escuetos para entender lo que muchos años después ocurriría a orillas de los mares del sur? Desde muchas generaciones atrás perdidas en los legajos municipales, la familia estaba ligada a la construcción de embarcaciones; también en tiempos difíciles Jürgen sabía que esa heredada comodidad –fortunas nunca afectadas por cambios en el poder- sería suficiente para colmar necesidades elementales y le permitiría concretar ambiciones mayores, las que fueran.

De niño aprendió que la voluntad para estar incidiendo en el mundo es más que el título de un libro. En la mesa familiar luego de la humillante derrota de la guerra, nada se decía de los sillones vacíos destinados a hijos artilleros perdidos en alta mar. Una doblegada ética de vencidos impedía la irrupción de planes por modestos que fueran y él fue aspirando a un futuro menos exultante evaluado en milenios, como había escuchado de sus mayores en la infancia. Con una impuesta vigilancia del conjunto de sus talentos tendría una educación completa adecuada al presente, ocio suficiente para sortear sin dificultades exigencias curriculares de cualquiera de las carreras universitarias. La decisión de estudiar ingeniería tranquilizó a la familia, ello nunca fue impedimento para que cultivara, con el afecto que se dispensa a las vocaciones clandestinas, el tramado misterioso de la poesía.

El dominio de la tecnología, aunque restringido por cláusulas de capitulaciones lo impulsaba a la conquista del mundo prescindiendo de dolores demasiado humanos, la lectura lograba suspenderlo en la pureza de Rilke, abismarlo en la noche de Novalis. Esas irrefrenables pasiones consentidas en las horas oscuras de matemáticos días, lo adiestraron en el culto placentero de la memoria; la incomunicable excitación de repetir en silencio sus versos preferidos reincidiendo con gozo en el más evanescente de los vicios. Jürgen amaba rearmar la cadencia de versos en la lengua que, a su inteligencia, era la más universal y única no acorde al calificativo de dialecto, la que mejor dialogó con el Ser. Se sabía capaz de estremecer a una mujer con romántico arrullo y dimensionar la estatura de la muerte de un hombre, una nación en peligro y un tiempo irrepetible en el ritmo elegíaco de oraciones fúnebres. Esa conciliación temprana del orden logarítmico y el desorden de las pasiones lo hicieron alguien especial con destino exento de sorpresas, un hombre calculador.

La idea de ser juguete de los dioses fue parte de su formación y la metáfora resultó retenida, promediando la adolescencia lo desveló la posibilidad de una Historia vigilada y la vida regida por alguna potencia inidentificable, lo inspiró en excursiones campestre a la montaña durante el verano en su etapa de bachiller en Bremer. Ello no provenía de mágicos mensajes interiores sino del silencio cuando se aproximan el estudio de la filosofía y la vida, hasta llegó a creer que era el doble de otro siendo ese un nuevo pasaje para descubrir quién era realmente. Descartó luego esa hipótesis decimonónica asumiendo racionalmente planteos clásicos o todo lo contrario: escuchó las palabras del guerrero que se supone habitaban su sangre. Eran tiempos fatídicos los de su patria para tales sueños; a su manera Jürgen halló la senda tangencial pero gratificante de participar del perpetuo combate del mundo, así hasta que asimiló alternativamente la victoria y derrota en su propia persona, exceptuando la imposición simbólica de enlutarse en uniformes ocres y obedecer insensatas órdenes de inmolación por fidelidad a un Reich barrido del futuro.

Ayudado por la fuerza que otorga un hallazgo fortuito, nuestro hombre se especializó en ingeniería bélica, crisol donde se fusionan muerte y capital, llegó a amar con pasión el diseño de máquinas inventadas por el hombre para matar. Ello daba a sus bocetos inconfundibles una belleza agónica, extraño poder de convicción comparable a ciertos planos conservados de fortificaciones renacentistas; las armas así concebidas eran el espejo de un juego macabro, retórica transferencia de pulsiones oscuras de Jürgen, que contemplaba satisfecho en la técnica dominada con regla de cálculo la eterna mediación entre ambición y corona. Del abundante arsenal desplegado en la historia optó por la mansedumbre de los tanques, decía ver en sus formas rotundas mucho de feudo y máquina absoluta, oruga y útero; quién sabe por qué lo decía. A su criterio, el tanque era el engendro bastardo entre los míticos centauros y las naves espaciales, la última especie capaz de otorgarle dimensión humana a la guerra marchando a la frialdad del anonimato. Un barco por tamaño, el avión por desplazamiento desarticula ecuaciones simples de la divina proporción; un tanque, el motor del tanque, nunca alcanza el asombro quedando en un miedo recomenzado cada vez que se pone en marcha, el trajinar recuerda el temor ancestral cuando avanzan caballerías bárbaras, su agonía entre arenas del desierto y lodazales de estepa invernal semeja el estertor final de los mamuts. El tanque es el elefante de las nuevas conquistas y cuando amanezca el último de los días recordados en tierras donde se libren batallas decisivas sólo habrá sitio para el paso de tanques. En tanto se postergan esos apocalípticos enfrentamientos imaginados, los tanques son argumento poderoso para acceder al poder en todos los puntos del planeta.

La intuición le murmuraba a Jürgen que el deshumanizado asunto del diseño resultaba insuficiente a sus apetencias; sentado en su estudio confortable, escuchando música de cámara, observando una tarde, con indiferencia nunca proyectada a un cuadro la constante tormenta que resguarda la ciudad mientras dura el mes de las lluvias, aceptó el final de otra etapa de su vida y lo inevitable de una metamorfosis.

Luego del diploma de la Universidad su primer trabajo y segundo aprendizaje fue bajo la tutela de Krauss-Maffei. Allí vio partir tanques hacia todas las regiones del mundo en tensión; la experiencia en la producción industrializada, su incorporación a la práctica la vivió como parte del pasado irrepetible. Una mañana crítica para su porvenir imaginó que era un buen vendedor y lo inhibió recordar que le estaba prohibido ser el primer comerciante en una familia de tradición constructora. En la búsqueda de un camino personal Jürgen pasó de Hanomag a Henschol sin lograr -fue curioso- destacarse en ninguno de los departamentos a que fuera destinado. En esa incertidumbre dedujo como si nunca antes lo hubiera advertido, que esos trámites compartían la existencia de un vacío, el agujero negro luego de firmados los contratos; el tiempo ni siquiera considerado cuando se acuerdan comisiones reservadas y estamparon las firmas correspondientes: momento del placer de los hombres acercándose a juguetes recién comprados ganados por la bélica sensualidad, haciendo olvidar el resto. Siempre desean aprender rápidamente el uso apropiado de la máquina nueva, estar antes en la ventaja de la información, anteponerse si es posible a los camaradas de graduación por aquello de la ambición de los mandos. Junger dedujo que mejorar ese aspecto de la transacción podía modificar la estructura y reparto del mercado internacional.

La realidad confirmó que estaba en lo cierto, educar a los interesados formaba parte de la tarea, se debía abandonar la usual concepción abstracta del negocio para promover una praxis docente. La puesta en práctica de esa innovación hizo de su empresa personal algo más atractivo. En mil novecientos setenta y cuatro Jürgen rechazó un llamado de Thyssen Henscher que lo tentó con una oferta excepcional, incluyendo participación en ganancias y acceso al paquete accionario. La compañía había obtenido por esas semanas el suculento contrato para el diseño y desarrollo del TAN argentino y del VCI en la primera etapa. Jürgen conocía a la perfección el chasis Mardes de base así como los desarrollos sucesivos del Leopard 1, también sabía que en un proyecto de esas dimensiones y con tales usuarios tendría escasa autonomía para iniciativas personales. Cierta relativa movilidad laboral de esos meses nunca fue vivida como fracaso de entrada al mundo del trabajo, la variedad y frecuencia de las propuestas que recibía confirmaban que estaba en óptimas condiciones para proponer algo novedoso, diferente. Tan seguro se sentía que hizo una contrapropuesta; a la vista de los antecedentes sus superiores en el complejo se sorprendieron y terminaron aceptando. Los tranquilizó la promesa de Jürgen de continuar en el diseño, incluso vislumbraron con atinado criterio confirmado por los hechos, que la idea y empuje del joven ingeniero podían resultar interesantes en una actividad más competitiva cada año. De común acuerdo, ambas partes fijaron para el próximo quinquenio dos objetivos en la actividad de Jürgen: trabajaría en el perfeccionamiento de movilidad de tanquetas para revueltas urbanas, iría en misión a promover el nuevo prototipo haciendo en América Latina las primeras armas del nuevo perfil de instructor.

En apenas un año adquirió un dominio más que correcto del castellano al uso madrileño, insuficiente para escribir un poema, apropiado para entenderse con la oficialidad desde El Salvador a Santiago de Chile. La botadura del destino en los mercados tercermundistas empezó para Jürgen compartiendo un mes de tratativas e instrucción, con un ingeniero belga, en los cuarteles de las afueras de Lima, en Perú. En esas semanas fue sólo acompañante y observador, visitó el Lima Army Modification Center cuando estaba preparándose la producción de XM1 Abrams, un clásico, sin acceder a la información confidencial del proyecto. Debió conformarse con lo deducido por su mirada de experto entrenado, leyendo las huellas dejadas por la máquina en los campos de entrenamiento, las formas cubiertas con fundas vigiladas de continuo. Buen ejercicio de entrenamiento fue como jugar una partida de ajedrez a ciegas.

A las pocas semanas, cuando llegó el otoño al hemisferio sur desde la casa matriz le asignaron un nuevo destino y debió actuar de inmediato. Por pocas horas, con la ayuda de una comisión suplementaria difícil de resistir su grupo consiguió modificar un compromiso previo que parecía inamovible. El ejército uruguayo decidió una compra importante, la mitad de la partida del nuevo prototipo de la firma de Jürgen y otra mitad o más del AMX-30 francés. Problemas de estrategia y secretos de defensa como se argumentó ante ofuscados comisionistas galos, allá asignaban la totalidad del contrato al complejo alemán. Era la oportunidad tan esperada de ingresar a otro mercado pequeño y prometedor con el nuevo modelo del que Jürgen era responsable, desde el tiralíneas hasta la elección del combustible.

El trece de abril de mil novecientos setenta y siete Jürgen descendía del avión de Aero Perú en el Aeropuerto Internacional de Carrasco, en las afueras de la ciudad de Montevideo. El día perfecto y otoñal era fresco, soleado y atravesaba la pista central del aeropuerto un viento molesto, le pareció llegar a un descampado como si hubieran estado obligados a un aterrizaje de emergencia y sobre pistas sin criterio de un país inexistente. En el paisaje se observaban avionetas que parecían juguetes, la enorme cola de un Hércules asomaba impúdica del hangar más alejado. El pasaje bajó en silencio, eran pocos y parecían cansados por el viaje, la mayoría de quienes embarcaron en Lima abandonó el aparato al llegar a Buenos Aires.

El salón que oficiaba de primer espacio de territorio nacional estaba vigilado, hombres pertrechados a guerra y con ideas fijas parecían estar esperando un colapso terrorista sobre la base aérea, ya sea en helicópteros secuestrados o en un chárter de Air France a cara descubierta; el funcionario encargado de controlar los pasaportes se consideraba centinela del infierno, vigilante de campo de trabajos forzados, su mirada era la de quienes creen estar batallando contra malignas fuerzas venidas de la eternidad. Durante la espera del equipaje Jürgen vio pasar los controles enormes maletas sin revisar; su misión, recordó, no era moral sino técnica, comercial y el objetivo asegurar la renovación del acuerdo para el próximo trienio. A una señal del funcionario aduanero se aproximó a Jürgen un hombre joven corpulento, con un corte de pelo lejanamente prusiano y bigote tupido de revolucionario mexicano, combinación infrecuente en otras fuerzas armadas que había conocido.

– ¿El señor Jürgen Dillman? le preguntó, marcando las letras del nombre como si antes lo hubiera repetido varias veces.

Jürgen asintió con la cabeza.

-En el comando lo esperan, agregó con tono más seguro.

-El viaje fue largo y agotador, respondió Jürgen en su castellano con acento extranjero. Prefiero descansar, comuníquelo a sus superiores junto con mis excusas. Lléveme de inmediato al hospedaje previsto. Mañana a las seis treinta estaré pronto y esperando el transporte.

-Si señor, contestó el joven subordinado sin acertar a saber si hacía lo correcto.

Esta duda provocada entre acatar la orden original o consultar instrucciones por teléfono le daban al extranjero una inesperada ventaja. Jürgen no estaba en verdad tan cansado como dijo, disfrutó cortar la rutina y saberse esperado. El equipo pesado, una parte, hacía una semana que había llegado al país; esta bienvenida traducía una inquietud que pedía respuestas urgentes.

-Tiene reservada una habitación en un hotel, señor, dijo el hombre.

-Como recién llegado causaré algunas molestias. La primera será solicitarle que me ilustre sobre la ciudad en nuestro recorrido hasta el hotel.

-Con gusto, accedió el joven anfitrión, recordando las instrucciones recibidas.

No eran pocos los elogios que Jürgen recibió cuando se hizo público su prototipo y que era derivación simplificada de la serie Leopard. Para la tripulación mantuvo el esquema tradicional de cuatro hombres con funciones bien distribuidas, el armamento consistía en un cañón de 125 mm. al que se agregaban dos ametralladoras: una de 7,62 mm. coaxil y la segunda MG antiaérea en la torreta con 8 lanzahumos a cada lado. El blindaje previsto era de 10-60 mm. Las medidas totales eran 10,438 por 3,52 por 2,55. El peso en combate alcanzaba los 48.000 kg. con una presión en el suelo de 0,88 kg. por cm.2. Para el motor se decidió por un MTU MB 856 CA. M. 500 que utiliza poli carburante, activa doce cilindros y desarrolla una potencia de 1100 CV a 24000 r.p.m. En carretera alcanzaba una velocidad de 66 km. hora y tenía una autonomía de 500 km. Su franqueo de obstáculos era: verticales 1,15 m. zanjas 3m. pendientes 60 por 100. Presentaba cañón inglés y su munición alcanza 80 disparos de 125 mm. y 6200 de ametralladora. Otros lo dijeron: era una máquina perfecta.

A la semana de llegar a Montevideo Jürgen hizo el amor con una uruguaya por primera vez, lo estremeció el reencuentro con una sensualidad extraviada que pudiera omitir el pasar necesariamente por el entendimiento intelectual. Desde la adolescencia el placer de la felicidad corporal suponía categorías de sustitución y el deseo de obviar de antemano cualquier caída en alguna forma de interés posterior al fin de los abrazos. La mujer encontrada tenía el sencillo poder de seducirlo, atraparlo, hacerlo abandonarse a caricias nuevas y las parecidas tenían la apariencia de recién descubiertas. Lo vivido trascendía el retorno a una fase primera del instinto y la decantación de un encuentro exótico, como le había sucedido en otras oportunidades. Graciela se comportaba por momentos con refinada perversión, esa dualidad inesperada en el trato íntimo era parte de su enorme atractivo, como si todo fuera de una apabullante e irrefrenable continuidad, la simultaneidad de un diálogo en su lengua y el goce humectado con la lengua de ella, iniciando con el ambiguo afán por besarle el pecho y continuado en su habilidad para despejar rutas de piel, virajes bruscos osados, leyendo entre la boca de Jürgen y su sexo con la carnosa punta de la lengua, un día más y otra noche, el trayecto azaroso de un buque fantasma. Le gustaba mirarla mientras se lo hacía, ella apretaba entre ambas manos la base de la verga, así la sangre cercada y sin retorno se afanaba estirando la piel, deformando de prisa la forma saturada por donde subía y bajaba para salir de nuevo esa mezcla de besos circulares y dientes, como si esos labios de carmín diluido pudieran la succión de la otra succión de labios. Les excitaba amarse al despertar, gozaban el dormirse con la promesa del amor para un día más, haciendo que el apego de los cuerpos fuera lo primero nunca el fin, iniciando el amor al despertarse sin perder la conciencia de lo amado en el sueño profundo. El venir enteros de la noche los resucitaba de una grata muerte abrazada, descansada, humedecida agriamente con el sudor voluntario de la noche, excitada por la intangible trama de los sueños de copulación a veces olvidados. Era su batalla privada contra la luz filtrándose por tercos ventanales, la guerra contra el filo de luz metiéndose debajo de la puerta. En esa situación el gesto de cerrar los párpados requería un esfuerzo desmesurado y más cuando Graciela, luego de quitarse el slip diminuto se colocaba en cuclillas al borde de la cama y a ritmo invisible de minutero se incorporaba, viniendo del sueño, despertándolo todo para permitirle a Jürgen contemplar el contorno estricto de su cintura subiendo sin vibraciones, el elevado torno de las tetas firmes, el juego iridiscente de un vello abundante en la entrepierna donde quedaron suspendidas exprofeso cuatro gotas de orín. Después de darse erguida a la vista integral, absorta, ella separaba la mano de su cuerpo perpendicular y señalando un lejano punto imaginado dejaba que la prenda cayera siguiendo la fuerza de la seda. Las más de las veces sin embargo prefería estrujarla entre sus manos en tanto repetía la flexión de cuerpo entero que apenas sacudía los pezones; agredía observar el dominio absoluto de una musculatura que luego perdería minuto tras minuto, el pelo largo lo mandaba hacia atrás con un violento movimiento de cabeza, en el descenso se mojaba los dedos en la concha para con la seda celeste y menudos elásticos acariciarse a dos manos la parte de abajo de los senos. La postura estatuaria inicial se desdibujaba por el avance del goce incitado sobre el propio cuerpo: primero un lento compromiso del torso y la cintura, luego pequeños estertores intermitentes: la resistencia lidiaba con la entrega inminente librándose de una respiración sonora, boquiabierta, ojocerrada pronunciando las primeras palabras soeces de hembra alzada quedando tendida en la cama, empujando la sábana con los talones, abriendo las piernas como si estuviera penetrada y hubiera alcanzado el reposo tibio para seguir en caricias solitarias hasta acabar.

La prédica amorosa del amanecer evitaba el recurso absurdo de quitarse zapatos y calcetines, a la distancia la ciudad recuperaba la vida de vigilia y los amantes se hundían en ese contramano gozoso con la música de autos buscando la avenida, olvidando el ruido burocrático que empezaba en los pasillos del hotel. Ella sorprende la cadera apoyada en la almohada doblada, la espalda refuerza en piel y colorido una pendiente posible sólo por la articulación perfecta de la médula ósea y las manos, ahora sin el pene ni la cosquilla del encaje turquesa se estiran hasta aferrarse, agarrarse, clavarse a los vértices delanteros de la cama, abriéndose como si los brazos fueran piernas. Desde la yema de esos dedos haciendo fuerza, desde esas uñas recortadas hundiéndose en la piel del colchón venía esa mañana una corriente erótica, la marea excitada, ola placentera incapaz de romper en costa alguna. Cuando él la atrajo hacia su cuerpo los dos se tensaron como alambre de púas, el ritmo fue insoportable y en los segundos finales estuvieron a punto de pensar uno en el otro. Un egoísmo los retrajo para saberse capaces de gozar de esa forma; el corte fue conjunto, los alambres desquiciados se enredaron a sí mismos dejando suelta una fuerza anárquica disparada en todas direcciones. Ella dejó de empujar de espaldas hacía arriba para apoyar cada milímetro de su cuerpo en la superficie despareja que la soportaba, él cayó a un costado, ella quedó quieta queriendo dominar su respiración provocada por otro, un poco reclinada; luego de desenganchar los dedos de la pelvis, buscar con la cabeza en alto y la boca abierta con exageración una bocanada de aire inexistente él se dejó caer a un costado. Con los ojos cerrados él continuó acariciándola con los dedos de la mano izquierda, por la entrepierna en pendiente nada detenía el semen cayendo y un lamparón espeso se formó en la funda de la almohada alcahueta, como esos manchones de aceite negro que ensucian el pavimento cuando los motores tienen un desperfecto.

El tratamiento dispensado al extranjero fue inmejorable, era objeto de atenciones preferenciales dispensadas visiblemente y que podían tener varias explicaciones. Tanto lo cuidaban, que alguna vez lo convencieron de la posibilidad del rapto para ser moneda de canje o golpe de propaganda.

Para ciertos mandos su presencia era una incomodidad necesaria, algo así como el técnico en televisión que debe irse cuanto antes de la casa y otros atribuían en su ascendencia noble un atractivo digno de admirar. Los más emprendedores guerreros, integrantes de un ejército que jamás enfrentó tropas de otro Estado se comportaban como jóvenes curiosos, alguna vez Jürgen intuyó que les hubiera emocionado verlo vestido de uniforme nostálgico; por su apariencia wagneriana unos pocos podían remedar el ideal ario de pureza, los más con facciones acriolladas resultaban irrisorios hablando de destino, sangre pura, conspiraciones judeo marxistas y peligro rojo. En algún desborde etílico un oficial le confesó a Jürgen la secreta admiración por una cierta idea de Alemania, su convicción de que aquella no era una causa perdida ni mucho menos, la lucha seguiría hasta mandar al infierno al último cerdo bolchevique, en combate que con dos vasos más de whisky comprometería a las legiones celestiales. A su favor, tales apóstoles del Evangelio según Goebells se consideraban superiores por esencia a camaradas más autóctonos, hombres sencillos y violentos, ávidos de poder para vestir mejor a sus queridas, construirse la casa de la costa con la tropa y material en comisión, hacer de la frontera con Brasil un pacífico lugar de paso para todo tipo de electrodomésticos.

Varios integrantes del sector crítico vocacional estaban en etapas superiores de la iniciación enfermiza, jugaban con banderas, retratos, medallas recordatorias y adoraban la Lugger como arma ritual, ciertos apellidos explicaban esa impuesta disciplina, la reeditada prepotencia que bien pudieron exhibir medio siglo atrás en las cervecerías de Múnich. Esa confusión del tiempo con la Historia frisando el ridículo a Jürgen le resultó curiosa, pero evitó cualquier comentario que pudiera contrariar lo que otros consideraban homenaje al visitante.

Después de algunas semanas viviendo en la ciudad los recorridos de Jürgen, preestablecidos y sin variantes parecían una nueva línea de ómnibus, el trabajo de adiestramiento sobre los tanques se cumplía de acuerdo a lo planificado. Lanzado a un cosmos de valores diferentes, de otra mecánica celeste y donde las estrellas eran distintas a las contempladas en sus excursiones a la montaña, él conocía el significado de ser un hombre anónimo e inexistente que podía desaparecer sin ser notado. Alguna prensa que llegaba a sus manos denunciaba atrocidades de las autoridades, advirtiendo sobre la presencia en territorio nacional de agentes de todo tipo. La nutrida colectividad de asesores periféricos pasaba inadvertida. En alguna reunión acompañando a Graciela él escuchó duros argumentos contra el corazón de su trabajo, la desamparada ignorancia de la gente despachándose sobre asuntos peligrosos delante de un desconocido lo llevó al borde de un pequeño conflicto moral.

Jürgen no estaba en su guerra y la frialdad de las finalidades comerciales era un buen dique de indiferencia, sin que nadie se preocupara por indagar su vida anterior era aceptado sin cuestionamientos; pasaba por ser un profesor de física, venido al país para redactar una memoria sobre asuntos tan abstractos como interesantes y dar clases en un colegio secundario privado. La relación con Graciela era suficiente argumento para que su versión fuera verosímil, nada de desconfianzas sobre sus actividades ni sospecha de zonas oscuras de su personalidad. Con prusiana puntualidad, como alguna gente calificaba la eficacia, recibía su salario en marcos, cambiaba la mitad para vivir muy bien en Montevideo y ahorraba el resto sin saber para qué. Jürgen comenzaba a creer que nunca podría desprenderse de un nuevo pegamento de fórmula secreta, se había entrometido en algo ajeno como se introdujo en el cuerpo de Graciela, en el peligroso juego de Altamirano.

Conoció a Graciela durante la primera hora que conoció Montevideo, ya en el Aeropuerto la traductora asignada para asistirlo se sintió incómoda; ella tenía veinticinco años y sabía que era una mujer hermosa. Las confidencias entre amantes transitorios son abundantes, Jürgen supo que ella vivió unos años en Hamburgo estudiando la lengua alemana, trabajando de camarera y allá había abortado por tratos con un exilado chileno. Era profesora permanente de alemán, traductora circunstancial y a nadie se le ocurrió que el técnico venido de tan lejos llegara con vocabulario incluido; ello supuso una tranquilidad inesperada para los anfitriones, que preferían depender lo menos posible de la ingobernable intermediación de la traducción.

-De saber que usted hablaba tan bien el castellano no hubiera venido, le dijo Graciela en correctísimo alemán cuando ya estaba en el auto.

-Puedo mentir y así podremos trabajar tranquilos, contestó Jürgen.

-Es tarde para esa estratagema, dijo Graciela y acentuó a propósito un cierto tono de resignación.

-Recuerde el lenguaje técnico, que es un secreto para mí y las interminables semanas de adiestramiento. Además, el resto del día me agotaría pensar en español, dijo Jürgen.

– ¿Y en qué lengua le gustaría pensar?

En ese preciso momento Jürgen pensaba en un buen baño de agua caliente para sacudirse el polvo del camino, se sonrió guardando una respuesta necesitada de otra complicidad y miró hacia fuera. Descubrió un cielo azul diferente, recordó como un relámpago los últimos años de su vida y en voz alta se preguntó a sí mismo.

– ¿Dónde estoy?

-Rambla y Bolivia, respondió una voz ya conocida desde el asiento delantero. Playa Carrasco, señor.

Hubo una segunda vez en que Jürgen se preguntó lo mismo durante el trayecto, sin hablar y por ahora no había respuesta disponible.

-Usted debe conocer a mi familia, le dijo.

Jürgen recibió la inesperada invitación de Altamirano en un aparte del asado, se festejaba el cumpleaños del comandante de la unidad donde estaba localizado el mayor grupo de hombres implicados en la instrucción. Altamirano era unos pocos años mayor que Jürgen, tenía aspecto atlético de un hombre que se cuida y llevaba el uniforme con naturalidad insolente de quien no hubiera podido ser otra cosa que militar; sería acaso reprochable una preocupación desmedida por estar impecable, preparado para firmar el armisticio representando a los vencedores. Hacía poco que los dos hombres se conocían, al comienzo ninguno se sintió sorprendido, pero a partir de lo que luego dieron en llamar coincidencia grata en tiempos de combate se acercaban a conversar. Jamás sobre un tema determinado, al menos hasta aquel miércoles de mediados de agosto del año setenta y siete. 

Altamirano vivía cerca del hotel sobre la costa donde se hospedaba Jürgen, en un barrio elegante y tranquilo; allí predominaba una arquitectura lujosa sin estridencias, los jardines tenían un verde perenne y niños abrigados pedaleaban sus triciclos en veredas distantes del peligro. Con acierto Jürgen supuso que se trataba de una invitación personal y llegó solo a la hora convenida.

La casa de Altamirano era sobria, de reticente prolijidad exterior y decorada con muchísimo gusto en los rincones interiores. El recibimiento fue amable y cordial, la dueña de casa tenía la belleza de las modelos de Vogue de hace algunos años y logró que el huésped extranjero se sintiera en su casa desde el primer minuto. Los hijos, una parejita ya adolescente, conformaban la corrección familiar y una esmerada educación secundaria, recibida en colegios regenteados con educadores venidos de lejos. Desde el comienzo el servicio fue un discreto y agradable homenaje a la tierra de Jürgen, los anfitriones se habían asesorado con esmero para un menú cuidado hasta en los mínimos detalles, incluyendo el sabor de jaleas y marcas de vino. Exceptuando algunos trofeos bruñidos, fotos de su lejana época de alférez, todo lo que Jürgen descubría contradecía sus prejuicios sobre el estilo de vida de Altamirano que pasaba por ser uno de los hombres más despiadados del gobierno.

Luego del almuerzo elogiado por Jürgen con entusiasmo, la ceremonia prescribía el café, servido sólo para los hombres. En el despacho particular de Altamirano había una biblioteca pequeña con muestras de haberse formado durante mucho tiempo con paciencia y conocimiento. En una pared estaba colgada una más que correcta pinacoteca de artistas nacionales. La luz natural venía del jardín interior, amplio, prolijo y rebatía pronósticos agoreros del invierno tormentoso, se creaba una atmósfera predispuesta a la calma y a la misma violencia. Entonces, sin apuro, el dueño de casa expuso su profundo conocimiento del trabajo de Jürgen y menos previsible, hasta de Jürgen mismo; que escuchó las palabras de Altamirano con concentración aconsejable.

-Es curioso que siendo usted hombre de mar se interese por los toscos blindajes, dijo Jürgen ensayando si por esa paradoja podía iniciarse la conversación.

-Contradicciones de los hombres nacidos en ciudades con tradición marina, contestó Altamirano. Usted está en perfecta situación para saberlo, agregó como si estuviera leyendo un expediente del invitado.

Altamirano había meditado su respuesta, estaba cómodo, distendido y tenía más cosas para decir, disfrutaba la compañía de alguien con quien poder repasar sus viajes creando un vínculo parecido al mar y donde, sin vergüenza ni temores expresar los sueños. La verdad de su forma de enfrentar el mundo y las conclusiones perentorias sobre la condición humana, como si el poder fuera la antesala de la verdad absoluta y continuó recién cuando se aseguró que estaba mirando al otro directamente a los ojos.

-Tarde o temprano, puede que hoy mismo, sabrá que el mar es un destino. Lo otro que aparentamos es cuestión de lectura y un poco de fortuna en los exámenes, es lo que creo, espero que no lo tome a mal.

-Adelante Altamirano, adelante, lo invitó Jürgen al advertir que se trataba de un discurso que venía de comenzar.

-Recuerdo cuando era muchacho, haber vivido las guardias nocturnas con la felicidad de contemplar el mar en la oscuridad cuando alcanza su verdadero color. Hombre como nosotros –e integró a Jürgen con gesto condescendiente de la cabeza- hemos perdido algunas batallas digamos que conceptuales y sólo nos resta una alternativa: ser más crueles que los recién llegados al mundo del poder. La historia siempre tragó cualquier forma de violencia, perdonó por conveniencia o la transformó en religión. Lo inexcusable es perder el control. Ah! Dillman, si usted pudiera comprenderme…

Dejó la oración en suspenso acentuando el silencio, concentrado en sus pensamientos, el pasado familiar de Jürgen, el presente del técnico alemán eran desafíos novedosos a los ojos de Altamirano. Le importaba poco que instruyera sobre tanques, bombarderos o cerbatanas amazónicas, lo consideró contrincante capaz de alternar desde el principio, candidato al equívoco juego de ironías donde la violencia era alegato y la moral una molestia a descartar. Altamirano prefería jugar con ventaja, sentía por ese hombre extranjero la pequeña lástima que despiertan aquellos a quienes se les descubren debilidades demasiado humanas y secretas. No aguardaba del encuentro una absolución, esperarlo sería ingenuo, inmerecido para quien llegó al umbral amoral en sus procedimientos, anuló los límites metiendo ideas y manos en el horror. A pesar de la superioridad que brinda la información que podía manejar a voluntad, Altamirano se resistía a prescindir de la necesidad de ser escuchado.

-Lo que usted insinúa digamos que lo conozco por tener referencias parciales, dijo Jürgen luego de consumir el silencio que aconsejaba el momento, le diría que sin salir de mi propia familia.

Altamirano lo escuchó mientras levantaba la cabeza acomodando una soberbia defensiva, temió con asco que el extranjero sospechara detrás del deseo de ser escuchado un despreciable sentimiento de soledad, nostalgias tardías de que en otro tiempo, otra historia, otra espera de un futuro diferente, en circunstancias distintas a las actuales podían haberse apasionado cantando a dúo, ebrios, hermosos y abrazados la historia de Lily Marlene en bases ocupadas de Ámsterdam, Marsella, Génova. Vaciado Altamirano de afectos, hasta de desgarrones improbables de las pasiones oscuras, secretas, le quedaba sólo la incitación al juego consistente en saber hasta dónde eran capaces de llegar y estaba dispuesto a quitar la espoleta.

– ¿Está seguro de lo que dice? lo interrogó con tono desencantado, desestimando a priori las respuestas que Jürgen ensayara.

-Supongo que es un tanto incómodo aspirar a vivir en el cielo transformando la tierra en un infierno.

Altamirano lo escuchó e ingresó en el único método de razonamiento que aceptaba, una encerrona de argumentos buscando demostrar lo efectivo de sus pensamientos, la fuerza de los hechos.

– ¿Usted cree en la reencarnación?

-Darío, eso no tiene importancia ni interesa, replicó Jürgen. Es usted quien desea creer con desesperación en algo, al menos en la existencia de preguntas, para las cuales cree que sólo usted tiene respuestas apropiadas.

– ¿No tendrá nunca fin el dominio de lo terrestre? siguió preguntándose Altamirano, un comediante contemplándose hacia el abismo interior y caótico contenido en su gestión del día precedente.

-Novalis, dijo Jürgen de inmediato y repitió el verso en sonoro e implacable alemán interponiendo la versión original.

-Jürgen, usted nunca termina de sorprenderme, dijo Altamirano volviendo interesado del trance transitorio.

-Lo que confirma que todavía está en gracia filosófica.

Altamirano obvió por el momento la ventaja contenida y silenciada; de ahí en más cualquier afirmación debería pasar los controles de la emoción y la inteligencia. El juego pasaba a un nivel superior, un interés distinto ante otras carrocerías más livianas que las diseñadas por Jürgen en el pasado, una invitación a trascender la realidad de un hombre similar a un exilado de otras regiones y tiempos difíciles de detectar.

A Jürgen comenzó a serle difícil proyectar a Altamirano en otra parte del mundo que ese despacho algo teatral, le adivinaba orígenes accidentales, triviales, enmendados con cuidado por una educación prolija y talento excepcional. Una personalidad que ahora orillaba por cierta curiosa forma de locura consistente en llevar a extremos la capacidad de indagar; lo indicado era aceptar estar involucrado en una navegación incómoda al caer la tarde. Se hizo el firme propósito de rehusar demostrar la mínima sorpresa frente a las salidas del anfitrión.

-Supongo que alguna vez habrá meditado en la relación de hombre y máquina, considerar el cuerpo una máquina, algo así como una anatomía mecanicista, dijo Altamirano. ¿Soy claro? Le digo esto pensando en la patria de donde viene, que admiro sin terminar de comprender. Creo que me atrae esa forma de poder absoluto ejercido sobre el tiempo y los microcosmos posibles, en alguna hora y hasta por años.

-Mi condición de alemán está condenada a ser en buena parte la caricatura del nazismo, una analogía a la que estoy resignado.

-Jürgen, ¿alguna vez torturó a un hombre? le preguntó Altamirano.

La cuestión era uno de los posibles apéndices lógicos de la conversación, llegó como si se estuviera inquiriendo sobre el dudoso origen de una botella de la bodega privada. Jürgen recordó que venía de prometerse estar preparado para eventualidades como la que venía de concretarse.

-Pensando en una parte modestísima de la semántica de vocablo tan discutido, creo que si. Al menos fue lo que creí leyendo ciertas cartas que recibí siendo un hombre joven. En cuanto a la acepción intuida en su pregunta, me temo que la respuesta es negativa.

-Es una pena, contestó Altamirano y se puso a mirar algo indefinido en el jardín. Puedo asegurarle que es una experiencia interesante.

Comenzaban las movidas de la agresión sobre el tablero ensangrentado. Jürgen comprendió que desde el primer acercamiento a su persona la invitación tenía la premeditada intención de desafiarle una barbarie supuesta, adormecida; demostrarle la inutilidad de negar facetas de su condición histórica que Altamirano consideraba genéticas, probarle la existencia insalvable de diferencias entre el pasado circular y el presente.

-El interés me parece discutible, dudo ser una persona apropiada para aceptar esa desigual manera de concebir el diálogo.

-Me desconcierta que alguien, inteligente como usted, confunda hospitalidad con ética, dijo Altamirano.

-Ni con otra disciplina más moderna, dijo Jürgen. Posiblemente incide en ello un desconocimiento del espíritu deportivo, que usted, estoy seguro, cultivó con éxito la mayor parte de su vida. Ello me dificulta ver el desafío encerrado en sus palabras desde hace unos minutos.

-Desafío, desafío…, reflexionó en voz alta Altamirano. Jürgen, para ello lo hubiera invitado a una competencia franca, donde lo hubiera vencido en cualquiera de las armas elegidas con facilidad. Ahora ni lo desafío ni lo invito, le pregunto Jürgen. Me gusta preguntar.

Jürgen consideró esta conversación una variante de su trabajo, que por error de operación no fue contemplada debidamente en los preliminares, ausente de manuales de instrucciones y cursos de relaciones públicas. La neutralidad en negocios de guerra nunca existió y Jürgen tampoco deseaba aparecer como un abanderado de la distancia profesional.

Altamirano aceleraba las movidas, pretendía empujarlo a Jürgen a cometer errores que lo inmovilizaran, era claro que podía prescindir de probables componentes grotescos del desenlace; sin considerar el retroceso buscaba apurar un encadenamiento de falsas complicidades con el visitante, incluyendo lo sentimental y quebrarle las defensas. Demasiado seguro de su estrategia proponía un gambito de insinuaciones apoyado en el sacrificio de debilidades, las poco expuestas en sobremesas de almuerzos gratos en casa de familia.

-Siempre consideré la muerte algo horroroso, dijo Jürgen y sintió la vergüenza de ser observado por el hombre que lo desafiaba, como un romántico jinete de la caballería blanca austrohúngara cabalgando hacia la masacre con el sable empuñado.

-De la traición, insistía Altamirano. ¿Qué piensa de la traición Jürgen?

-Otro tema del que pueden suponerse infinitas motivaciones. Hace falta partir de casos concretos.

-Supongamos entonces, supongamos algo simple. Un hombre introvertido, solitario por temperamento y apasionado sin embargo, alguien que posee información incidental sobre asuntos y otra gente a la que, si bien no desprecia ostensiblemente, le resulta indiferente por cientos de razones. Supongamos que esa información es peligrosa si cae en manos inadecuadas, supongamos que sin percatarse esa información, repito que confidencial y peligrosa, circula, sin mala intención, porque el hombre solitario se hace el interesante, en conversaciones íntimas del amanecer, entre juegos de cama con la persona equivocada. Supongamos Jürgen, dijo Altamirano cuando creyó que era suficiente para insinuar lo silenciado.

Unos pájaros hambrientos buscaban con denuedo insectos en el jardín, hacia el fondo se distinguían troncos pelados de los árboles y delinearse la débil sombra de la luz del invierno, algunas herramientas estaban dispersas sobre el césped recién cortado aguardando que la muchacha de servicio las ordenara más tarde en el garaje.

Jürgen procesó la información recibida sin penar en las derivaciones de la indiferencia, sintió el rubor ardiente de saber que sus deseos ocultos eran parte de un expediente, objeto de una atenta lectura colectiva, que cada palabra que dijo desde que llegó al país había sido grabada. Entendió a la manera de una iluminación que el cuerpo de mujer gozado tantas veces las últimas semanas sería una queja orinada ahora mismo, con ampollas del tamaño de la brasa de un cigarrillo en el pecho y dolores en los ovarios, si es que aún estaba con vida después de los saltos sobre la parrilla de alambre, sin colchón, sin púas de placer, cuando se moja con jarros de agua sucia y se sube el volumen de la radio trasmitiendo partidos de fútbol.

En esa situación encolerizarse era un sinsentido inoperante, manera ingenua de ir contra el destino que Altamirano disfrutaba manejar a voluntad. La mera aceptación de los hechos supondría para Jürgen una nueva derrota y él no quería ser una silla vacía en la casa de campo familiar en los próximos meses cuando llegara navidad. Altamirano lo hubiera entendido: hay el momento cuando un hombre hace lo inesperado contrariando los antecedentes. Dillman halló su rostro dibujado en el reflejo del cristal de los ventanales que separaban el despacho del jardín y que lo trasparentaban del mundo devolviéndole sus facciones indefinidas en las que se fue reconociendo. Sólo sabía pensar en máquinas, en otras máquinas posibles a inventar ayudándolo a borrar el bochorno vivido, máquinas que lograran demostrarle a ese mestizo impostor con aires de iniciado que le faltaban siglos para adentrarse y entender el significado del horror verdadero.

Cuando se volvió a la realidad habían pasado años y el mundo dejó de estar abrumado por una claridad excesiva. Altamirano se retrajo sin entender ante la intensidad de la mirada luminosa del alemán, dulcificada por una sonrisa de otro tiempo, suavizada por la combinación de palabras conciliadoras restándole importancia a episodios menores. Jürgen avanzó hacia la pared más alejada, adentrándose en las penumbras del despacho.

-Supongamos que me muestra el bello ejemplar de Los himnos de la Noche, la edición única que supongo escondida en algún lugar de la biblioteca pequeña. Supongamos Darío, dijo Jürgen.

lavoisier@ St. Naz. com.

Debería estar avanzando en el diseño de una torre de control y no corrigiendo está maqueta de un relato confesional. Llevo cierto atraso en los planos del nuevo aeropuerto internacional de una ciudad con cuatro millones de habitantes, un lugar al borde del desierto y que nadie reconoce cuando pronuncio el nombre. Los mejor informados lo asocian a exóticas caravanas de la ruta de la seda de siglos pasados, casi todos ignoran que hace unos años allí se descubrieron bajo tierra enormes depósitos de hidrocarburo y desde entonces la producción petrolera es incesante, el dinero fluye a raudales.

Contemplo sin embargo la iluminación de la ciudad y bebo despacio, con aplicación de solitario, una botella de Pouilly Fumé que me hago traer especialmente de la región de origen de mi vino blanco preferido. Ahora es de madrugada y la noche está clara, bajo los efectos de la luz lunar los puentes de Londres parecen que de verdad existieran. Al comienzo de “El corazón de las tinieblas”, el polaco Jospeh Conrad escribió que la memoria de Inglaterra estaba en el río Támesis, que para concebir la historia del reino y sus diferentes etapas, cuando se confunden pasado y presente, había que saber leer en el curso del río.

Hace un tiempo, en relación a Francia y a mi vida yo tuve esa misma sensación; para entender lo que me había sucedido, que agregó el deseo a la memoria tendría que volver al trazado del río de 1012 kilómetros. Por eso bebo este vino de sol que me transporta el corazón de cierta luminosidad pasada; ahora es un reflejo inquieto, tiempo donde convergen río y ciudad, un estado espiritual levemente depresivo y una mujer con un nombre parecido al del río.

Si tuviera en mi poder un número de teléfono celular o su e-mail, si supiera donde ella se encuentra ahora mismo, pudiera localizarla y enviarle una carta de varias páginas, dudo que tuviera algo determinante para decirle. Esa historia es mía y no tiene más nada para compartir, tampoco hay palabras reveladoras que nunca fueron dichas ni la propuesta de darnos otra absurda oportunidad, menos el juego especulativo sobre qué hubiéramos resultado de haber seguido juntos. Al menos así las cosas quedan claras y puedo reivindicar una pertenencia sin sentimentalismo latente, el terrible momento de aceptar cuando un recuerdo se vuelve relato.

Fue aquella una historia de comienzo casual con final sin confusiones, su cronología sinuosa y las características sentimentales me impiden pensarla como un curso tranquilo; más bien me vienen arrastrados por la corriente fragmentos, paisajes, partes rotas, dispositivos independientes asociados a una felicidad acotada. Paradas estratégicas de la pasión extravagante, melodías distintas de un ciclo de canciones.

En Mulholland Drive, extraño film de David Lynch de hace unos años, las protagonistas femeninas de la historia llevadas por un impulso incontrolable de una de ellas, intuición de amnésica, salen de su departamento. Son las dos de la mañana, en la calle paran un taxi y van a un cabaret que se llama Silencio al fondo de un callejón de pesadilla sin salida. En el Silencio hay un maestro de ceremonia de aire diabólico, actuado por Peter Deming que comienza la presentación con tres palabras en español: “No hay banda” dice. Luego agrega que no hay orquesta y todo está grabado, el clarinete que se escucha, el trombón de vara y la trompeta con sordina.

Así me siento cuando activo la memoria del río Loira, todo parece grabado y ser el resultado de una ilusión, pero yo sé que estuve allí.

Un segundo presentador hispano anuncia a la cantante Rebeca del Río, la llorona de LA o de los ángeles. Las heroínas del film la escuchan mientras lloran con emoción incontrolable que parece conciliar lo vivido y lo no dicho: el temor del horror que se aproxima de manera inexorable. Acontecimientos terribles desbordando su entendimiento y cuya secuencia no logran alterar, están atrapadas por la ilusión y el engaño. La existencia es un espectáculo y no hay banda: planos secuencia, fragmentos y tomas polaroid donde hay que imaginar lo ocurrido en los intervalos.

No hay banda.

Mientras duró mi ilusión personal con ella -el argumento in progress de nuestra película- en los raros momentos que no estábamos juntos yo miraba el crecimiento sostenido de barcos desmesurados a medio armar, a diferentes horas del día, como un pintor preocupado por los efectos de la luz sobre las planchas de acero. De una manera que no termino de comprender los paquebotes estaban relacionados a la pulsión de mis deseos. Estando allí busqué información sobre algunos barcos de la historia queriendo detectar el cruce entre lo eterno y lo pasajero; entendí que los navíos también eran parte de lo efímero, como el vuelo de los albatros y que su final nunca se festeja con botellas de champagne.

Hubiera querido que mi plaza –yo proyecté una plaza para el lugar- también marchase hacia el mar. Tampoco hay plaza y sólo existe virtualmente en la pantalla de la computadora.

Soy americano del sur del ecuador, por esa filiación geográfica es imperativo que ame los puertos y me interese el tráfico marítimo sin excluir el submarino. No provengo de una familia de marinos pero leí relatos y novelas de viajes; conozco lo ocurrido en Port Arthur y Almería, lo que puede justificar mi inclinación por astilleros y bares de sus alrededores. En la bahía de mi ciudad de nacimiento está hundido el casco del Admiral Graf Spee, acorazado de bolsillo botado en Wilhelmshaven y dinamitado por su capitán Hans Langsdorff el 17 de diciembre de 1939 dando fin a la llamada batalla del Río de la Plata. Lo que elucida mi interés por las embarcaciones y algunos de sus secretos.

Necesariamente yo debía conocer la ciudad de Saint-Nazaire en algún momento de mi vida y sin embargo, las razones por las cuales viví allí una temporada son menos literarias o bélicas, más sedentarias que las supuestas en la navegación. Una temporada dije, como un viaje en barco antes de las turbinas y las torres de control con radares, una época con tumbonas en cubierta, camarotes alineados, salones para juegos de sociedad, cenas con pianista, todo lo necesario para desafiar al viejo océano.

Una temporada pues; si avanzara una medida del tiempo expresada en semanas y meses cometería un error. Fue un período en suspensión, algo intermedio entre los calendarios empresariales y el decurso del tiempo emocional, la agenda y el olvido. Una parada en las calas de Saint-Nazaire resultó lo aconsejable en tanto lo real se volvía interconexión transitoria vertiginosa.

El mundo es lugar de paso, traslación sin disfrute donde se vive pensando en la próxima escala para distraer lo inevitable, una aceleración que por momentos me desconcierta. Estar allí podía tener varias razones; pude ser un soldado americano pelirrojo nacido en un estado fronterizo al final de la primera guerra, un armador italiano firmando un protocolo para abril 2012. Un jugador de fútbol de Senegal, traído al mercato por un contratista honesto, un soldador ucraniano que ahorra euros en La Poste, traductor de Julio Verne a una lengua oriental, que todo eso puede encontrarse en los bares del centro donde los hombres beben y se apuesta a las carreras de caballos.

Mi caso resultó igualmente banal con pequeñas variaciones, soy arquitecto urbanista y pasé mi infancia en una ciudad que tiene costas sobre un río, el nombre más conocido no interesa, pero los conocedores de la segunda guerra mundial ya saben a cuál ciudad hago referencia.

En algún momento de mi vida profesional –ya estaba instalado en Europa- entre licitaciones y concursos que ahora navegan por la red como el viagra y otros afrodisíacos, las apuestas en la ruleta y relojes suizos falsificados, resulté el elegido para la remodelación de una plaza y sus adyacencias en el perímetro de la zona llamada Petit-Maroc.

Ese que organizó una parte del llamado nuevo espacio urbano fui yo, la gente del lugar se pasea por allí cuando anochece sin sospecharlo ni saber de mi existencia y es como debe ser. El proyecto era interesante incluyendo, además de la superficie pública la problemática de los accesos peatonales, un parking invisible, el diálogo de volúmenes con otras obras que remodelarían el lugar y la preocupación –juro que estaba en el pliego de condiciones- por el sector de juegos infantiles “que deberían tener una inventiva específica y no limitarse a estructuras incapaces de incentivar la imaginación de los pequeños.” Algunos miembros del jurado fueron sensibles a mi proposición que quiso asociar modernidad y el rigor de antiguos trazados coloniales, con elementos movibles que hacían evocar caballos libres y el tablero de un juego cuyas reglas se reinventan cada vez que recomienza.

Durante semanas pensé la solución adecuada para esa plaza, con un interés que incluso me resultaba extraño y ahora que todo terminó no consigo olvidarla, se trata de ese lugar común que vincula algunos paisajes a formas imborrables de la felicidad. Fue nuestro Queen Mary III como lo bautizamos una noche con champagne, porque allí habíamos ensamblado nuestras partes venidas de horizontes diferentes y el resultado final lindaba el asombro.

Al otro día de conocernos ella me contó que sus abuelos murieron en uno de los peores bombardeos que padeció la ciudad. En la piel debajo de un seno tenía tatuado un delfín, me advirtió que no debía enamorarme porque luego yo no sabría qué hacer con ella en mi vida; me llevó hasta los secretos de las bodegas de Saumur-Champgny y me dejó una nota donde escribió que durante siete semanas había estado embarazada, razones más que suficientes para volverla una mujer inolvidable sin caer en le mezquindad que calafatea las historias de amor cuando finalizan. Yo quise a esa mujer con una intensidad que prefiero no adjetivar para evitar el sentimentalismo, la renovación urbana tiene también productos derivados.

Nuestra historia y quiero creer que la corriente circuló en ambas direcciones, duró la totalidad de mi estadía. Sin huecos de disponibilidad mental no pude pensar en nada sin que ella estuviera presente, durante las reuniones profesionales con los responsables del proyecto global ni en las cenas con el equipo encargado de realizar mi propuesta; quería que todo terminara para volver a su lado y abrazarla y el atajo a la zona de la obsesión fue fulminante.

La vi por última vez hace dos años, cerca de la estación de trenes, en el contraluz del atardecer ingresó a la memoria con la potencia de las formas difusas, ella partía de la ciudad por motivos profesionales y para que yo me decidiera a irme. Había que aceptar el momento de la separación sin sirenas ni remolcadores con banderas, sin gente despidiendo el asunto agitando pañuelos, esperando el cruce de la línea imaginaria del puerto antes de volver la vista y fijar la mirada en mañana; en el nuevo paquebote en trámite del que salen chispas y un ruido inconfundible de colmena humana.

Ella me aconsejó que me abstuviera de ampulosas reacciones de latin lover y evitara volverla a ver, buscarla para proponerle un último fin de semana de amantes en despedida; yo por entonces no estaba ni tan siquiera en condiciones de intentarlo.

Mi profesión y los deseos de viajar me permitieron conocer muchas regiones del mundo. Hace un año me instalé en Londres para renovar los desafíos profesionales y concretar una fantasía de juventud. Tengo demasiadas imágenes diferentes como para tener una nostalgia visual específica, creo que tampoco se trata de un cotejo con pirámides escalonadas o bazares laberínticos, con planicies infinitas ante horizontes montañosos o ciudades inventadas sobre pantanos desecados.

Aquella combinación resultante de lugares descubiertos en parejas, escapadas cómplices al sex shop para los juegos también de la mente, horas marcadas por nombres de vinos y castillos, una conciencia de río y el resplandor literario de la ciudad de Nantes forman un conjunto con tenacidad de implantación digna de construcción indestructible. Si no puedes eliminar un recuerdo, la fortaleza de una historia de amor que estaba fuera de la escala de mi existencia, lo aconsejable que se impone es modificar la incidencia del pasado simbólico; ponerlo al servicio del presente aunque el pasaje no resulte sencillo.

Hacer con el recuerdo lo que propusieron mis colegas catalanes con la base submarina de la ciudad que resumió tan bien Béatrice Simonot: “Cuando Manuel de Sola-Morales y su colaborador Oriol Clos hablan de prolongar la historia de la ciudad en una idea de continuidad, de trabajo sobre la memoria, es con aquella de antes de la guerra que ellos pretenden renovar; el traumatismo de la guerra no es tomado en cuenta que como una interrupción de la historia. Era necesario “reencontrar la gran perspectiva, alguna cosa que se pierde; yo no sé si es el mar, el partir, la América del Sur.” Yo transformé mi recuerdo en una plaza bruja con jardines donde los caminos se bifurcan y hay pabellones con misterio.

Podría anteponer información de mi presente, rico de planes y amistades porque la vida fue generosa en mi etapa reciente. El recuerdo que resiste al olvido y por ello interrumpe la continuidad es de naturaleza irreductible, imponiéndose al ritmo vertiginoso de las calles de Londres. Es como un circo en miniatura y se liberó de la voluntad de recordar haciéndose presente cuando menos lo espero, incluso como esta madrugada cuando la mente debería estar ocupada en el tráfico aéreo sobre los desiertos del mundo.

–Sólo tú puedes liberar la primavera que hay en mí, eso fue lo que le dije y nunca fui más sincero ni menos original.

Nos conocimos en un ambiente de tensión con euforia del año 2009 cuando comenzaba el verano y yo no esperaba nada de la existencia. El buen tiempo llegaba a esa región tan imprevisible y las grandes obras de renovación de la zona portuaria estaban terminadas incluyendo el nuevo hotel. Algunas partes de la fisonomía de la ciudad habían cambiado por completo y esas serían las nuevas postales para enviar al extranjero. El espejo modélico que la define no era tanto otras ciudades de la costa donde la dinámica entre patrimonio y modernización parece forzada, sino la constancia de un equilibro raro e informulable entre barcos y ciudad del astillero; más que paisaje era la fuerza del trabajo humano incidiendo sobre él. De una manera superpuesta relacionada con la historia política, la actividad industrial, con cierta voluntad de movimiento y el extraño acostumbramiento a enormes estructuras con vocación de partida.

Saint-Nazaire era el puerto del viaje, la ilusión de que para cada uno de nosotros hay en alguna parte del Globo un destino alternativo. Obligaba a pensar en dos registros a la vez: existe una ciudad visible sobre la que yo trabajaba, el operativo Ville Port de los últimos veinte años y otra invisible hecha en partes, algo menos coherente para armar en la imaginación.

Para ver esa ciudad dispersada habría que alinear en el horizonte la flota de los barcos construidos desde 1862, los veleros y los cruceros que están en lista de espera, desde los petroleros a los barcos de guerra. Más de 1200 cascos y si podemos concebir tripulaciones, pasajeros transportados por más de un siglo se transforma en una de las conglomeraciones móviles más grandes del planeta.

Seguía de cerca los trabajos interesantes con la curiosidad de los novatos, me implicaba en aquellos de mi directa responsabilidad y estaba atento -algunos días muy crítico, otros en verdad admirativo- por los otros módulos lindantes, pues el resultado final dependía de una estricta coordinación sobre el terreno. Vivía una etapa de mi vida donde necesitaba estar alejado de mi estudio y del entusiasmo de los proyectistas, fatigado de reuniones prospectivas y cálculos sobre resistencia de materiales.

Había trabajado tanto por ordenador y maquetas virtuales, en culturas diferentes a la mía, satisfaciendo caprichos de todo tipo para empresarios pragmáticos e ignorantes, dueños de hoteles, grandes almacenes y mansiones de nuevo rico que había perdido el placer de las cosas haciéndose. El ruido de las máquinas junto a la obra, el paseo con casco por las instalaciones a medio terminar, el barro en los zapatos con cordones amarillos y el circuito de los cables infinitos en el interior de las estructuras, el sistema nervioso de mi profesión.

Claro que lo recuerdo y cómo podía ser de otra manera. La vi por primera vez en un concierto, unos conocidos que asistieron sin saber que yo había estado presente me comentaron que el recital había sido mágico, misterioso. Estaban en lo cierto y el nuevo lugar de la música en los alvéolos contribuyó al efecto. Matthias Goerne vino a Saint-Nazaire a cantar el Schwanengesang de Schubert, yo conocía su versión del Winterreise del año 96 y era la primera vez que lo escuchaba en vivo. Para que lo acompañara invitaron a una pianista talentosa, que vive en Nantes en el Pasaje Pommeraye me dijeron; se llama Lida Indart, lo maravilloso fue que hicieron pasar la sensación de que trabajaban juntos hace años o se habían preparado por separado esperando ese momento irrepetible.

El azar de la boletería hizo que la desconocida estuviera en un ángulo ideal de mi visión, el perfil que desafiaba a la predisposición. Se dieron las condiciones para la iluminación fulminante y más cuando en la quietud de las facciones, como si respondiera a un reflejo del espíritu una lágrima descendió lenta por su mejilla. Quise conocer a esa desconocida sabiendo desde antes del comienzo que marchaba a la perdición.

Tuvimos la misma idea de pasar por los camerinos, yo no alcancé a los intérpretes y la crucé cuando ella volvía.

-Ni lo intente, dijo.

Entonces salimos juntos porque era lo que había que hacer, nadie nos esperaba y hubiera sido tonto proponer un encuentro posterior así que seguimos conversando. Esa primera noche ya contenía el modelo de nuestra historia que duró hasta la tregua del verano, cuando los comerciantes bajan la cortina para ir a bañarse a La Baule. Una eternidad de tiempo.

Estaba fuera del mundo o todo lo contrario, una vez finalizada la plaza igual le comuniqué a mis asociados que estaba en tratativas de alto nivel para otros trabajos fabulosos de la conglomeración, creo que hasta les aseguré –es probable que estuviera convencido cuando lo dije- que podíamos continuar incidiendo en la zona por diez años más.

Nunca supe si me creyeron ni tampoco les pregunté, nuestras relaciones de asociados ya estaban tensas; lo que yo deseaba era quedarme con ella y decidir juntos lo que haríamos en el futuro.

En la ciudad siempre hay obras como para justificar la sumatoria de plazos y demoras de volver al trabajo de escritorio, que por entonces estaba en Barcelona. Luego, un día a comienzo de semana hay que subirse a un tren y así comienza la construcción del pasado. No hay manera de escapar a ese espejismo de la separación que se parece a un sueño, ocurre apenas diez minutos después que el tren acelera hacia el Este.

Tengo que contar un sueño que regresa y dice de la presencia persistente de lo vivido, debe estar relacionado con lo que ella me contó de los abuelos en la época de la guerra y con lo intuido en el concierto. No puede ser un sueño que venga de la infancia sino de la experiencia íntima de adulto, que marca un antes y un después.

-Aquí murieron mis abuelos, dijo, y pensé en algo terrible que le mató a todos los abuelos.

Lo asociaba a esos raids en escuadrilla que sobrevolaron la ciudad sin hacer distinción y con la misión de destruir. Alguna vez quise saber más pero ella prefirió dejar los detalles en la indeterminación, era un capítulo en clave narrativa de su novela familiar.

Sueño que soy un soldado alemán sin grado destinado al frente de Saint-Nazaire, tengo dieciocho años y todo lo que me sucede es lo primero y lo último. Éramos el polvillo adolescente del cometa del horror, en uniforme algo me dice que merezco ese destino de encierro y algo me dice en paralelo que estaba destinado a maravillosas aventuras, relativas a la mecánica de los relojes y a la resonancia de los violoncelos de Cremona; no a esa carrera hacia la carroña sin identidad.

Mis compañeros de armas duermen a mi alrededor y algunos tosen durante el sueño, yo estoy tan cansado como ellos pero los dioses que deben existir me obsequiaron media hora de lucidez absoluta para la última meditación, que se vuelve oscuro presentimiento. Soy un guerrero invasor, peleo por esta fortaleza marítima contra otros extranjeros como si estuviera defendiendo mi suelo patrio y ese río que entra en la base en la fuerza de la desembocadura, fuera el de mi niñez donde pescaba y que llega a su final.

Mi amada quedó en el pueblo, recuerdo el perfume de su cuello y la pienso tal como la vi por primera vez en la parroquia. Esa distancia con mis compañeros de batallón es la soledad; por media hora yo permanezco fuera del sueño como si se tratara de la última voluntad del condenado. En las horas previas no cantamos “Lili Marlene” con jarras de cerveza en la mano como se supone en las caricaturas, tememos pagar en miedo el precio de la empresa y tenemos la ingenuidad se suponer posible la victoria.

La noche absoluta hace más rutilante el resplandor de las llamas, cerca de donde estamos hay un depósito de combustible que arde, se escucha el ruido de la artillería armando munición para las réplicas del amanecer. Hay armamento suficiente pero no tanto como para rechazar el asalto de la melancolía, yo no sé en qué momento de la batalla estamos sumergidos. Es absurdo sentir la tormenta, la pasión interior y más el recuerdo nítido de la botadura de acorazados de bolsillo, cuando se escuchan lamentos de amputados y quemados suplicando por algo que pueda detener el sufrimiento.

En el sueño yo soy otro, me pregunto si todos mis ancestros fueron guerreros del resentimiento o soy el nuevo eslabón sacrificado de una fatalidad infinita. ¿Yo mataré a los abuelos de una muchacha que conoceré en otro sueño? En este interludio escucho el paso a baja altura de un avión averiado que parece un Messerschmitt. Las máquinas no cesan de trabajar reparando el material descompuesto, me aguarda el sueño intranquilo y combates de incierta resolución.

Una explosión que prefiero creer accidental aumenta la luminosidad del resplandor y justo antes de dormirme o cuando recién despierto sé que moriré en las próximas horas; más que un presentimiento es una certeza. Protejo la guerra de las profundidades y la muerte me llegará por el cielo. ¿Qué habrá soñado esta noche el aviador inglés que lanzará la bomba incendiaria que termine con mis elucubraciones y mi vida? ¿Seré un rastro de sangre sobre la nieve?

Anoche, después de dos años de viaje ese sueño regresó y al despertar sentí en mis manos olor a gasolina.

El auto amarillo lo recuerdo perfectamente pues a último momento utilicé ese color para algunas instalaciones de la plaza.

A los pocos días de iniciada la relación ella me dejó una de las aventuras de Tintin sobre mi mesa de trabajo.

-Toma, para que perfecciones tu francés, me dijo.

Se trataba de “Les 7 boules de cristal” y tenía un post-it naranja en la página 54. Fui directamente a esa indicación que debería tener algún sentido, un juego de la complicidad. En el primer cuadro de la plancha hay tres personajes conocidos viajando en un auto amarillo, el copete de la escritura dice: Et quelques minutes plus tard…

Tintin pregunta: Et maintenant, capitaine, me direz-vous enfin où nous allons?

El capitán Haddok responde: À Saint- Nazaire!

Durante 38 viñetas la acción sucede en la zona del puerto sobre la que trabajé tantas horas buscando soluciones originales y que miraba desde mi lugar de trabajo en la ciudad. Es donde pedí ser alojado para sentir la tensión de la proximidad; preferí un departamento de la zona originaria de la ciudad, el adn de los primeros pescadores, que si bien está transfigurada preserva algo del pasado proletario y popular.

Persiste la memoria de los barcos de pesca descargando cajones en los muelles para la primera venta, de bares activos desde el amanecer y bailes de sábado a la noche, de karaoke donde los muchachos del lugar se sentían Ricky Martin cantando “Living la vida loca.”

Al lugar le falta ese auto amarillo circulando los días de fiesta para sorprender a los visitantes, bólido descapotable que pase como un prodigio venido de otro tiempo. Dejarlo estacionado cerca del punto levadizo, al pie del Büilding insinuando entrevistas, donde amarraban los paquebotes que llevaban a los viajeros a los puertos de América del Sur. Me pregunto por los niños que juegan en mi plaza, si serán lectores de historietas y luego de Julio Verne o pensarán que la guerra dejó de ser cuestión de hombres para serlo de máquinas virtuales, animadas por consolas de juego con cables que no dejan olor de gasolina en las manos.

Esa historieta de Hergé se publicó en 1948 y me asaltó la curiosidad de saber lo que ocurría en los astilleros cuando llegó aquel auto amarillo. Aquí las cosas cambian de forma radical como si hubiera una excesiva exposición al pasaje del tiempo; fue en los años 20 cuando la llamada ciudad vieja toma la denominación de Petit-Maroc con que se la conoce hoy día. Nunca sabré si la etimología responde a lo que supongo o es cierta la leyenda que lo hace derivar de la expresión bretona “tiaroc”, relacionada con las rocas y ese lugar del mundo.

Lo que parece menos discutible es la configuración del inesperado Prometeo que encadenaron al lugar y las águilas que llegan periódicamente. Como se advierte, hablo de la ciudad porque es otra manera menos dolorosa de hablar siempre de ella, es el desvío o la sublimación, aceptar que nunca llegué a conocerla del todo.

La historia moderna para mí que me informé al respecto, comienza en 1924 cuando se demuele el Casino de las mil columnas y que se me aparece como el antiguo templo del azar. Exilada la ruleta, la ciudad queda condicionada por dos cronologías marcando el tiempo de la base y la construcción de los barcos.

Cuando Milou corría por el puerto acompañando la voz del amo hacía unos pocos meses que la base había sido desafectado y en el mes de octubre se producía el primer lanzamiento del Lavoisier. Ese barco me intrigó; Patrick Baud cuenta que ello ocurrió el 30 de octubre a las 15h. 4m. Su madrina fue Mme. Viellard y ella lanzó la botella de champagne contra el casco. Era un paquebote mixto, el segundo de los ocho navíos de la serie “Savant” destinados a la línea de América del sur. 12.000 toneladas, 163 metros, velocidad de 17 nudos y una capacidad de 330 pasajeros.

¿Qué detalle, además del espíritu científico y su optimismo luego de la guerra, se homenajeaba con tal denominación? ¿El hombre que determinó la primera versión de la ley de la conversión de la materia, ese momento fantástico, después de millones de años de identificar y bautizar el oxígeno, el guillotinado en Paris el 8 de mayo de 1794? Conociendo la ciudad y lo allí vivido, viendo el estado del mundo y la deriva de mi vida, recordando los vinos de la región y el destino de los barcos allí armados, decidí que se pretendió recordar la máxima del decapitado: rien ne se perd, rien ne se crèe, tout se transforme. Todo se transforma y lo único que se fija es un remedo de la ilusión; hay la memoria que permanece, el resto es materia que cambia de naturaleza como mi propio cuerpo.

La idea fue de ella.

-Estás obsesionado por la noción del cambio y de la construcción, como si la materia le quitase fluidez a la existencia. Mira detrás de mi ¿Qué ves?

Era el río obvio e inevitable que parecía dominarlo todo desde una serenidad discreta; si allí estaba la historia sin exclusiones, también navegaba la imaginación y la novela del deseo que estábamos viviendo.

-Los ríos son misteriosos por el secreto del origen, lo inexorable de la desembocadura y al riesgo de acceder a la otra orilla.

-Tal como lo dices no puedo evitar ciertas asociaciones.

– ¿Cómo qué?, dijo ella.

A los pocos minutos decidimos indagar el enigma del Loira sin pretender conocerlo, lo que podía necesitar más de una vida. Era el río de nuestra interferencia, a la vez la barca imperial y el riesgo del naufragio, siendo el curso tan extenso queríamos apenas tener conciencia de las tres experiencias evocadas.

El primer fin de semana miramos hacia atrás y fuimos al pie del Mont Gerbier de Jonc siguiendo las indicaciones de la guía: comuna Ardèchoisede Saint-Eulalia y 1408 de altitud.

-Hay que venir de lejos para tener esa curiosidad relativa a lo cercano, para querer saber de dónde viene lo que nos acompaña cada día, me dijo.

El cartel de madera era rústico como si perteneciera a siglos anteriores, indicaba la fuente más probable del llamado río Real y el más largo de Francia. Por suerte no estaba escrito: No era aquí. Metí la mano en el agua con esa absurda ilusión de poder hundirme en la corriente, fue una experiencia emotiva y desconcertante, había algo de arcaico e insuficiente. Tocar el origen tiene sentido si se acepta la supremacía del movimiento.

-En el regreso tienes derecho a visitar uno de los castillos y una bodega. No más, así que debes elegir.

Alcanzar el otro lado pareció más sencillo, fue una iniciativa espontánea mía y ella supo envolverla en un clima de duende.

-Imagina por un instante que nunca más verás lo que hemos dejado atrás.

Ella siempre tenía esas formulaciones del misterio, lo elusivo que sorprendió mi razonamiento lógico, cambiaba una vivencia rutinaria en una experiencia límite, cada cosa era siempre la primera vez pero también la última.

Claro que lo pensé y entonces el almuerzo en Saint-Brevin-les Pins lo viví como si ese fuera mi hogar desde la infancia y también el último lugar del mundo donde podía ser feliz. Hasta hubiera jurado que estaban dinamitados todos los puentes que me unían al pasado, incluso el que habíamos cruzado hace menos de una hora.

Ella lo sabía y durante el café me dio la estocada.

-Tenemos que prepararnos para el final, hemos llegado demasiado lejos y ya podemos contemplar la desembocadura.

Después me habló como una azafata turística, como si evocara el final de una excursión campestre por la región. Evoco un îlot, la Band du Billot y me habló de la belleza nocturna y solitaria de los faros que guían al viajero en ambos sentidos.

-Tienen una poesía que abandonamos sin haber hallado ninguna cosa que pueda suplirla.

Eran cinco luces, conocía los nombres y su emplazamiento preciso, pero yo le dije que preferiría visitarlos el año próximo.

Sentía que perdía la cabeza y hasta parecía premonitorio. Estaba en la ciudad que recuerda el santo que se festeja el 28 de julio y por esas fechas nos conocimos; mártir que tuvo la mala fortuna de coincidir en la prédica con el poeta Nerón y fue decapitado en un lugar llamado Tres Muros, en Milán.

Me había interesado por Antoine Laurent de Lavoisier por ese encuentro entre química y astillero, por saber qué tipo de barco se construye después de una guerra; parecía normal entonces que me dolieran las cervicales.

Claro que me envolvía la relación con ella, la química había conectado y la reacción en cadena funcionó de maravilla, pero me fascinaba el estar, por lo evocado, en un tramado de casualidades. Allí dentro de su círculo mágico el razonamiento lógico me parecía alterado, las explicaciones insuficientes y todo parecía tocado por lo ignorado. Una cadencia más vinculada a ocultos astrónomos incidiendo en la historia, científicos convencidos del orden secreto, defensores de las fuerzas magnéticas del lugar, sociedades de notables al margen de la República e inspiradas por objetivos trascendentes.

Ahora que la gente percibe el poder de la ciencia es cuando más está excitada por complots algebraicos y conspiraciones religiosas, enigmas ocultos en el arte y la perseverancia de la secta de los iluminados. Además de la historia hay una química de los hechos que se buscan para generar lo inédito, debe ser eso. La vida es como la tabla periódica de los elementos, de acuerdo a la combinación manipulada nos puede llevar a perder los sentidos o explotarnos en las manos. Cada cosa que ocurre es un encuentro casual.

Tampoco sería extraño que uno de estos días se editara en París una seudo novela revelando que el tesoro de los Templarios está protegido en la región. El mapa del lugar lo dibujan los faros de la desembocadura y puede que esté dentro de la roca donde yo me hospedé, la roca de los primeros pescadores; de ahí las batallas sanguinarias por ganar este punto estratégico del continente. La segunda parte de la clave estaba escondida en el Imperatur Traian, el Dacio o el Pieter Corneliszoon-Hookh, tres barcos armados allí que se disolvieron en la historia sin dejar traza de su destino final.

Eso es lo que buscaron celtas y normandos, Napoleón en 1808 cuando decidió construir el fuerte mientras pensaba en llegar a Madrid, los americanos cuando esto fue la pequeña California, los nazis de verdad sin Indiana Jones dando latigazos y todos los que vinimos luego a hurgar en el subsuelo con palas mecánicas.

Estaba pensando con conciencia del final, hasta los salones de baile y los camarotes de lujo terminan en la chatarra. Una madrugada ella encendió el sexto faro de la desembocadura.

-Esta es la última noche que pasamos juntos, mañana me voy de viaje y a mi regreso tu no estarás aquí.

Después que ella partió apenas resistí tres días, tengo todavía en mi cv de presentación el proyecto de plaza en lugar destacado y guardo el billete del TGV. 08h. 57, tren 8909, vagón 2 y asiento 21. Supongo que esas cifras cercanas contienen una serie secreta que ignoro y conduce a la felicidad absoluta o todo lo contrario. En mi computadora en pausa instalé un mapa del cielo que entra en zoom hasta que se forman las constelaciones del norte tal como se ven desde el centro de mi plaza. Las estrellas se desplazan siguiendo el ritmo de las estaciones, sólo de ese cielo podrá llegar el mensaje que espero desde hace dos años, una dirección en clave y que reconoceré en cuanto aparezca en la pantalla de la mensajería, invitándome para un encuentro informal en algún lugar indeterminado del curso del río Loira.

Mujer sin equipaje en un andén

I

Habrían dado las doce de la noche en un reloj de vísceras blandas -que debería medir el tiempo de esta historia- cuando se escuchó de pronto abrirse con violencia una puerta desvencijada, eso pasó luego que se encendió la única lámpara mortecina que parecía tener la estación conjeturable. El movimiento de escena por lo presentido comenzaría en pocos minutos, un grupo de soldados armados hasta los dientes ingresó a paso firme para tomar posiciones marciales junto al último vagón que estaba ahí, alineado como telón de fondo. Al otro extremo del tren la locomotora del comienzo estaba tan sin vida como la vía férrea sobre la que estaba apoyada y aquel cartel sucio denunciaba el nombre ilegible de uno de esos pueblos perdidos del interior del país; la puerta se abrió por tanto y otros dos hombres ajenos a la formación emplazada, empujaron a la mujer hacia el centro del andén.

Borracha o atontada ella intentaba caminar, avanzar unos pocos metros con paso vacilante en cualquier sentido, calzaba zapatillas viejas y la mal cubría un vestido enterizo de color gris ratón, sin botones, cinto ni dobladillo. Nada más, sin tan siquiera un chal de lana tejido a mano para cubrirse los huesos de los hombros; tampoco llevaría ropa interior aunque fuera la misma después de una semana, tenía el pelo cortado con humillación premeditada, se movía de un lado a otro buscando arañar una improbable tibieza a esa hora de su vida, las piernas eran raquíticas por intención castrense. Ella cruzaba los brazos, igual de flaquitos sobre el pecho vejado, procurando en la dolorosa fricción repetida algo de calor, contrarrestar al menos la escarcha que parecía consolidarse sobre su cuerpo.

Unas manos enormes sin cara abrieron la ventanilla de la boletería, al fondo del andén viniendo de la noche apareció un hombre con reloj de tapa dorada y cadena, oscilante farol de luz colorada, gorra y chaqueta de ferroviario. Consultó el reloj suizo emboscado en la palma de su mano derecha y anunció con lenta voz clara:

– ¡Pasajeros a Mugardos, el tren parte en cinco minutos!

Desde el interior del vagón colocado frente a la entrada de la estación, alguien sin importancia abrió una herrumbrosa puerta invitándola en silencio a que subiera. Ella miraba hacia atrás sin entender y la puerta por donde la entraron permaneció entornada, cerrando cualquier posibilidad de regreso por mínima que fuera. Otro hombre se paseaba sin prisa por las inmediaciones ofreciendo a la venta cigarrillos y caramelos, refrescos, chocolatines. El tren puesto ahí era un gigante descerebrado de hierro abandonado y la mujer hasta el momento la única viajera visible; el movimiento en la estación se intensificó, obedeciendo la orden incontestable de una jerarquía mayor a las del frío o la oscuridad absoluta de los vagones.

Nadie parecía reparar en su presencia solitaria y de pie, la mujer se marcharía del pueblo dentro de poco sin sin despedidas. Estaba inmovilizada como hundida en las tablas y habría olvidado lo que la gente hace en esas circunstancias: el gesto de encender un cigarrillo, buscar monedas sueltas en el bolso para comprar revistas de actualidad, preguntar horarios de trasbordos a los funcionarios. Ella miró a sus costados antes de decidirse a caminar, lo hizo por la sencilla razón de sentir como propias sus piernas doloridas e insensibles. Desde lejos podía observarse cierta dificultad evidente en sus desplazamientos, nadie bajó del tren proveniente del destino anterior ni de una hipotética penúltima estación si es que la había. Junto a tirantes podridos crecía el pasto, la hierba mala como fronda marginal de troncos horizontales y rectangulares, durmientes destinados al olvido del abandono.

Ella miró allá en el fondo confuso la formación de los espectros uniformados sin sorprenderse, descubrió al final de su visión la luz mortecina de lamparitas sucias de tierra y faroles con la mecha quemada, carcomidos por la noche dentada. La mujer parpadeaba para saber que no estaba enceguecida ni era prisionera de un sueño, pasaban a su lado funcionarios de los ferrocarriles sin prestarle atención, ocupados en la posible llegada de otros pasajeros atrasados, perdidos en el trayecto desde sus domicilios hasta la estación. Ella contempló el interior descuidado del vestíbulo a través de un cristal rajado, le pareció sucio y descuidado, había una lámpara pendiente del final de un cable blanco cagado por cientos de moscas, un reloj de los antiguos, detenido para siempre en las siete y cinco. Las paredes necesitaban un rasqueteado a fondo pensó, una buena mano de pintura al aceite. Tampoco ingresaron viajeros remolones desde la calle, ni tambaleantes vagabundos con perros a protegerse de la helada de una noche tan fría, capaz en una hora de congelar los afectos más desprotegidos.

La mujer avanzó luego sin interferencias inesperadas y para los otros era inexistente, estaba dejando de existir. Ella sintió muchísimo frío, le daba vergüenza mirarse las manos tan descuidadas, desconocía la razón para estar en ese lugar inesperado y diferente –si era lugar de sueño- a otros lugares soñados muchas noches pasadas. Después de algunas vueltas, descubriéndose reflejada entre la luz mortecina y vidrios mugrientos del decorado, le resultó confuso reconocerse en esa imagen con cara impersonal; entre una chapa esmaltada recomendando beber cerveza negra Doble Uruguaya y un afiche viejo de hojillas para armar cigarrillos marca Olla. Ningún ruido impertinente de motores, ni siquiera ese ronroneo de los trenes antiguos a punto de partir escuchaba ella en el paseo de pasos brevísimos.

Desde adentro de su refugio el boletero la saludó como se estila hacer con las viajeras conocidas. La mujer se miró las manos y las halló envejecidas, quiso esconderlas pero el vestido era sin bolsillos, temió lo peor: que la consideraran loca fugada, otra borracha molesta y se guardó el silencio asumiendo lo inútil de intentar cualquier explicación sobre su estado actual. El viento movía el cartel indicador del nombre de la estación cuando ella se acercó y leyó con lentitud, repitió para sus adentros varias veces el nombre hasta reconocer en esas letras el eco de un pueblito del interior, probablemente del departamento de Treinta y Tres, aunque sería incapaz de precisarlo con certeza; de cualquier manera, confirmó estar viva y delante de un ferrocarril con la apariencia de partir de un momento a otro. El tren sin embargo permanecía detenido a pesar de la evidente movilidad de los empleados; durante esa perturbadora contradicción ella evitó la poca luz que había buscado, la oscuridad desde donde observar el movimiento. Se le hacía difícil caminar y más concentrar su pensamiento; pensó otra vez aquello como un sueño, pero en los sueños no duelen tanto los ovarios ni hay gatos grises semejante al que avanzaba hacia ella. Cuando se miraron a los ojos el animal huyó asustado como si hubiera visto un fantasma, un muerto, otro viajero suspendido del tiempo.

– ¡Pasajeros a Mugardos, pasajeros con destino a Mugardos, el tren sale en tres minutos! –repitió el encargado desde el final de la estación.

El tiempo estaba encarcelado a cadena perpetua y tres minutos eran menos que nada, tenía hambre, sentía sed y eso nunca se padece en los sueños. Estaba sin dinero ¿de qué le serviría la plata si ignoraba cuánto podía costar un alfajor, una botella de Coca Cola? Hacía años que no tomaba Coca Cola. Se tocó los dientes flojos y sintió el filo de las roturas desparejas. Mayor cantidad de años y probablemente en otra vida fue cuando comió alfajores, que el padre le compraba hasta llenar bolsas grandes de papel de almacén, marrones, cortadas con forma de sierrita en la boca. Primero –recordó- les comía el coco rallado de la circunferencia, con las manos temblorosas de ahora los alfajores se le caerían al suelo.

Anunciaban otra vez la salida del tren en tres minutos y ella deseaba despertar, volver a lo de todos los últimos mil días incluyendo las madrugadas interrumpidas. Detrás y cruzando la puerta de entrada la calle aguardaba agazapada, una oscura boca negra que después de mucho andar la llevaría a los suburbios de un pueblito conocido apenas de oídas; adelante, aguardaba la urgencia del tren imposible prometiendo llevarla hasta allá lejos. Sólo en los sueños existen esos viajes, ella deseaba despertar entre la noche, el ensueño, la partida; era inconcebible avisarle a ninguna amiga que estaba por viajar y tampoco estaba decidida del todo. ¿Cuánto duraría el viaje? ¿Viajaría así sin ropa interior, lápiz de labios ni cepillo de dientes? A pesar de lo sufrido seguía siendo mujer, le preocupaban esos detallitos además de estar necesitada de algo más de abrigo.

Los vagones no tenían ventanillas y estaban oscuros como si nadie los hubiera frecuentado por años, un viaje incómodo era lo menos preocupante. La locomotora tampoco tenía el fuego tiznado alimentado por un fogonero ni la humareda de la máquina calentándose para alcanzar su máxima eficacia, los pocos vagones eran diferentes y destartalados; aun así parecía estar todo pronto en la estación para dar la señal de partida.

La mujer deseaba dejar de ser objeto de observación una vez más, se refugió buscando preservar esos segundos de privacidad junto a la puerta del andén contra un gran mapa político del Uruguay dibujado por Melitón González. Habituada a estar sola y desamparada esperaba de un momento a otro que la vinieran a buscar; en carne propia aprendió a detectar la presencia inminente de soldados como los que ahora, sin razón aparente pretendían empujarla a un destino tenido por secreto. Pasó años sin subir a un tren, cuando niña el padre la llevaba a la Estación Central de Montevideo. ¿De quiénes eran las estatuas de la entrada? Seguramente de los inventores del vapor y las locomotoras. ¿Estará tan linda la Estación Central General Artigas como cuando ella era chica? En otoño viajaban desde allí hasta Las Piedras para ver desfiles militares los días de fiesta patria y compraban caramelos Zabala esperando la salida.

Esta estación no tiene estatuas y es lúgubre como la noche más despiadada, el cartel bamboleado por el viento, chirriando con un ruido metiéndose en los huesos parecido al sonido de goznes herrumbrosos, candados y puertas de hierro golpeándose entre sí; tenía aspecto de indicar una estación terminal más que de partida. Una mujer estaba sola perdida en los andenes de un pueblo fantasma, a la hora de un reloj detenido. Sabía de la noche nada más que el frío y tenía cerrada la garganta por cuerdas invisibles, temió haber perdido la palabra para encontrar el miedo de hablar por la rotura de algo en el pecho que no cesaba de toser. Fueron las convulsiones, el ruido ronco de la tráquea reseca lo que ahuyentó al gato, que la vigila ahora desde las tablas podridas de unos cajones de peras y duraznos.

Todo era demasiado sucio para ser mugre premeditada y había poquísima luz, insuficiente para iluminar el mínimo artificio. Mientras ella permaneció quieta, a lo lejos los funcionarios seguían con lo suyo; cuando era su cuerpo lo que se movía el entorno permanecía estático pendiente del avance de una mujer desnutrida y sola. Lo más deseado ahora era descansar un poco, como pudo llegó a uno de los bancos ubicados delante de los hierros ingleses y las vías con abrojos; se acomodó en un asiento medio podrido donde encallaban pelotas de estopa entre polvo volador por los aires abandonados. Le dolía todo el cuerpo y como pudo apoyó la cabeza contra el muro fijando la atención en lo que sucedía fuera de su cabeza, pensó si podría soñar dentro de un sueño y el dolor en los ojos lo hacía improbable. Necesitaba despertarse de verdad, lo intentaba abriendo y cerrando los párpados. Se negaba a subir a esa máquina muerta esperándola mientras recordó una de las estatuas de la estación de la infancia como de Stephenson; de la boca por primera vez en la noche empezó a salirle un vapor imposible de entrever en los sueños. Algo en su interior ardía y unos pistones elementales se pusieron en funcionamiento, la respiración tomó el ritmo de un trencito a cuerda flamante, como si la memoria pudiera más que esa chatarra que tenía adelante. Entornó los ojos y pudo por vez primera escuchar con claridad la voz del hombre espectral del farol y la gorra listada.

– ¡Pasajeros a Mugardos… un minuto… pasajeros a Mugardos: un minuto…!

El farol cesa en su movimiento pendular, se oye que alguien orina contra la locomotora, otro gato aparece y persigue al primer gato gris de los cajones. Desde lejos se ve a la mujer pasarse los dedos por las mejillas después de haber llorado, ella se mueve en el asiento con gestos inquietos y sus manos se agarran del banco como los niños en los asientos de los circos y cree oír una música interior.

El viento sopla más fuerte batiendo una ventana mal cerrada sin vidrios para romper, algo comienza a escucharse desde el viento, con el viento y a pesar del viento; al principio parece ser ruido de gatos revolcándose entre maderas carcomidas, después pisadas de alguien caminando mientras se acomoda el cinto luego de haber meado. No es nada de eso, es la mujer tarareando una melodía para ella sola, de a poco recupera la voz y al tiempo recompone la letra completa de queridas canciones.

Con esfuerzo se levanta y mira hacia el comienzo del tren donde alguien la espera, la mujer sin verlo lo huele, sabe que él está allí donde ella se dirige; le es imposible caminar más rápido, el cuerpo no responde y desde la garganta remontan canciones infantiles que parecían olvidadas; sin llegar a partir el tren alcanzó su Destino por curiosas conexiones y ramales obstinados.

II

Soy una mujer a punto de partir. Donde quisiera ir está más allá de la muerte y más acá de la infancia, comarca donde no llega tren alguno. Conozco de memoria la tierra ignorada y a la vez conservada, sin que nadie lo sepa, en la sangre inmigrante irrigando mi sangre, desando los senderos hasta verme a mí misma con trenzas y descubrir lo supuesto desde siempre: la crónica familiar sin victoria ni derrota. La narración de un día lluvioso y preciso sucedido según contaba mi padre, hace mucho tiempo de lloviznas. Había en aquella crónica que viene noches enteras de mar y la necesidad de seguir siendo aún después de haber partido, partido la vida en mil pedazos. Pudieron, puedo dormirme hasta dejar que las semanas desgasten como el agua la piedra, lo intenté un incierto número de veces con final de fracaso igual que los intentos de tomar a un hombre de la mano. Me pesa tanta experiencia que hoy es un saber inútil, anunciando la opinión conocida de que para librarnos de insistentes recuerdos debemos atravesar su cauce; pasarlos a riesgo de ser devueltos a la orilla o ahogarse en el intento. Piden que se les haga un rincón a los más tiernos, imágenes difusas, voces insistentes y si se puede meterlos en palabras sencillas sabidas por todos. Dejarlos vivir, huir, mirarlos transformarse en parte de la vida como sigue corriendo cuando se oculta el sol en valles de otro Oriente; el gusto agridulce que adquiere la nostalgia cuando otro la escucha aunque el otro ni exista. Es tan poco el tiempo, decidirse a viajar es aprender a sentirse más sola y como ocurre con la historia la parte más extensa consigue sobrevivir si se la inventa. La húmeda bitácora de los sueños heredados se adivina incompleta, los datos de un pasado tan vivo se recelan.

Soy una mujer a punto de partir. Fechas desajustadas, rutas que al emprenderlas se sospechan fraguadas con puntos alternados desdeñando la ciencia, quedan en mi pequeñita vida de mujer pocos datos, escasas referencias del desgarrado mapa de la fe; precisamente flaquea ahora cuando tengo la ilusión de subir al vagón. Hay crónicas acéfalas de parientes muertos, confesiones incompletas y locuras de ancianos tal como existen convencimientos casi indemostrables; en ese mar de memoria entre olvido presiento testimonios perdidos en valijas entreabiertas, un puñado de verdades creídas y caprichos pequeños sirven a vivir este hermoso momento, dimensión movediza de la memoria negándose a estancarse.

Soy una mujer a punto de partir. Lo veo: acallada para siempre la hora de violentas conquistas seculares, apagado el rumor de matanzas heroicas, el sueño de plata manando sin pausa de fuentes callejeras se disipó al sostenido ritmo de vómitos de sangre, parecidas muertes con fiebre y calor, criollas desangradas al parir hijos de la estirpe nueva. Cuando el viajero –era un muchacho siendo un hombre- supo su fugitivo destino la patria estaba en manos de fascistas y El Dorado era tan solo el sol, un lecho de descanso, algo de pan duro untado con manteca rancia y un pedazo de tierra negra para cansar las manos. Me dijo que hubo un día final caminando por surcos de Galicia al borde de la ría, me dijo que incluyó una única noche de insomnio bajo la cúpula abierta hecha de estrellas del norte guiando los pasos de creyentes por siglos. Se lavó la cara mientras amaneció dejando correr la frescura del agua entre los dedos y cuando él emprendió la larga caminata, procurando tornar lo menos la cabeza, la parte suya que quedaba igual a los cantos al borde del camino se contrajo con gesto de dolor y se enterró allí mismo, hasta el oscuro fondo de la tierra que nunca más vería.

Soy una mujer a punto de partir. ¿Será posible que podamos cruzarnos él y yo en algún territorio? Como pudo llegó a los pórticos del mar, puertos hacinados de mareas insensibles y barcos atiborrados de gente. Las naves surcaban día tras noche lo infinito y lo desconocido llevando almas temerosas, pacientes y cansadas; cuando se juntan a bordo los paisanos venidos de todas las regiones fuman y hablan en voz baja, cantan al ritmo de instrumentos de viento y el gusto del orujo sin saber, en medio del mar, la razón verdadera de entonar melodías nacidas en tierra firma. Casi nada de ropa, dos o tres direcciones inciertas de primos adelantados, papeles falsos de rojo perseguido, un repertorio pobre de estrofas de trinchera de las que pocos saben las coplas completas. Se reunían con sol y balanceo, con sombra y aguacero contándose que faltan unos días apenas para llegar allá y olvidar rendidos por el sueño, noches incontables desde que la nave zarpó del muelle urgente. Él soñaba: en la límpida noche de la noche viajera cuando el cuerpo ya huele a lo que será, una magia de meiga imprevista se forja en el cielo cubierta por el ruido de motores de popa y gotas de olas partidas por la proa, la celeste arquitectura apagada resiente sus invisibles engranajes y depara, a quienes descansan solamente después de ver el cielo el asombro perfecto de una noche absoluta. Donde una cruz formada por vértices de estrellas incandescentes que bien podría ser de Calatrava, anuncia el mundo partido y la llegada de otros firmamentos crucificados, un diferente olor de la tierra mojada, formas desconocidas de vagabundas nubes, han tornado los cielos y nada será igual.

Soy una mujer a punto de partir. Los pulsos recurrentes de una razón vencida, harta y liberada se pliegan y arrinconan, se declaran vencidos ante la contundencia de ser otra vez desterrados de una tierra hasta ayer de nosotros. En tránsito o clandestina, residente a límite o puesta en la frontera nunca recuerdo si tengo en regla los papeles aunque no me los pidan hasta llegar allá. Con una cierta lógica, después de las muertes previas y pequeñas morimos de verdad; lo mismo sucedió con los primeros perros, casas de antaño, perfumes de adolescencia, arañas decretadas eternas por el susto, los hombres que me tocó querer y el mismo amor que aparece inmortal como la muerte misma. Se mueren las palabras y también los recuerdos disueltos en el peor olvido, existe la efímera alegría de un verso recordado, un romance lejano que retorna incorrupto, un objeto querido, puente hasta llegar al llanto, instantes que con todo lo pueden logrando el prodigio de distanciar la muerte. Sin embargo se ordenan misteriosas escenas vistas de pequeña cumpliendo el designio de avivar historias moribundas, recuperando ese saber retrospectivo llamado la familia y que se cree olvidado hasta reaparecer cuando estamos solos.

Soy una mujer a punto de partir. El corazón me late más de lo debido, debe ser de miedo y la emancipación de un recuerdo descuidado. El dormitorio de mis padres era grande, claro y luminoso, se entraba por una puerta inmensa de estación de trenes pisando un piso de cemento lustrado y refractario, la madera y el aire, la luz solar y la ropa lavada, doblada, ordenada en infinitos estantes. Los muebles eran grandes, el armario con espejo interior guardaba sabiamente incrustadas en la parte delantera estampas de madera de diversos colores. Me gustaría entrar y quedarme quietita de pie junto a tantos y tantos cajones entrecerrados, miraba hipnotizada una ventana azul de Magritte exponiendo el color del cielo al mediodía, alguna nube errante, el vuelo etéreo y torpe de la cortina blanca, frenéticos movimientos de una mosca encerrada, el resplandor del instante luminoso llenando la estancia de una luz cegadora. Quiebra la límpida luz de las ventanas un sueño cierto de cosas terminadas, subían sedientas las flores por caminos de polvos y caracoles, se incorporan materias sólidas y olores imborrables. Cuando contemplé alguna noche que la muerte me tenía acorralada me protegí en una historia previa buscando aguas de la memoria para salvarme. La memoria se fatiga.

Soy una mujer a punto de partir. Hay una foto –es una pena no tenerla a mano- donde estamos los dos, papá me tiene en brazos, es realmente una pena el no poder mostrarla, con una de las manos me abraza a su cabeza, papá sonríe, me sostiene con miedo. Al menos en la foto esa muy bonita, que no puedo mostrar, papá y yo fuimos felices, jugábamos a creer mientras duró la toma, mientras dure la foto que fue tomada con la vida por delante. Es una pena no tener esa foto, pero recuerdo: excepto los días de frío intenso el suceso ocurría fuera de la casa, las mañanas con sol y aún algunas tardes. Le gustaba afeitarse junto a la gran pileta cantando canciones de la guerra civil, un espejo pequeño con marco de madera, una espuma de nieve algodón y merengue; después de enjabonado y habiendo afilado la navaja con mano segura despejaba nieve, cercenaba algodón separando merengue, luego lo repetía cambiando de sentido el afilado avance. Hundía las manos y la cara irritada en el agua fresca saliendo de una ruidosa canilla, yo lo contemplaba sentada escuchando el ruido del jabón y la brocha, del agua resoplada oyendo sucedidos fantásticos del viaje por mar. Lo recuerdo trabajando con las manos metidas en otra tierra diferente a la suya, la mirada intensa sacándole colores en forma de rosales y frutos dulces, mojándola con agua de lluvias, regaderas y mangueras. En la frágil tibieza del sediento verano la larga noche arrastra voces y silencios azules, se escucha la voz de un hombre viejo cantando, sentado, hamacándose con canciones de la guerra perdida. A esa hora precisa en otra geografía con hórreos y cencerros, niebla de ría y estiércol removido de caballos el sol retarda su pausado paso, temeroso del frío de la noche cercana que traerá otra oscurísima helada del invierno. Papá fue un hombre inclinado en el atardecer sureño; tarda en incorporarse, en el calor de un enero inclemente mira el rojo del sol agonizante, saca un pañuelo arrugado del bolsillo, parsimoniosamente se lo pasa por la frente, permanece quieto y extraña sin decirlo un viento con ruido de mar embravecido, música de ventisquero diciendo Finisterre, Finisterre proclamando la muerte, el final de la tierra. Papá extrañaba el sonido del viento y su fría sensación en la piel curtida, su paso provocaba en la casa el relincho salvaje de caballos domados, el incierto mugido de toros encerrados. El silencio tenía un algo similar al silencio animal; al verlo pensaba en cascos herrados e inquietos, oyendo a corta distancia estampidas, galopes, encuentros bruscos con la muerte.

Soy una mujer a punto de partir. Mirando lo vivido, la cuota alta de años desvividos, descubro un lamento reclamando el llanto diferente sin lágrimas saladas. Comienzo a entender el sentido de algunos pocos gestos: maneras de marchar, masticar el pan y levantar el puño después del treinta y nueve. Cuando mamá murió la casa se volvió triste, se esfumaron los domingos absolutos, el aire del hogar se pobló de perfumes mortuorios y los sobrevivientes hablábamos en voz baja. Papá, después de haber podido tantas muertes no pudo esa tan mansa; en el cementerio lo vi sudar sacándose el saco y la corbata, acomodar la tierra, comprobar que no faltaran flores frescas y hablar con gatos conocedores del secreto de saber escuchar a los dolientes. Cambia el agua enturbiada de los jarrones sucios, mueve los labios cuando nadie lo ve, palpa la tierra entre flores marchitas sabiendo que toca la muerte con los dedos, la toca hasta encontrarla de frente y para siempre. Mi padre, viajero gallego y comunista murió sin regresar, lo descargó hace años un barco de carga sin faltar un solo día reincidió en voluntad y sueños de regreso, la vida es una extraña estación de trenes.

Soy una mujer a punto de partir. Un día como cualquiera, su cuerpo escapado de balas nacionales decidió que la hora era cumplida y sin consultar a nadie se quedó tan tranquilo. Quizá en esas horas se amotinó en buques cargados de pasado, trámite inesperado que jamás registran las gráficas azules del encefalograma, ni la aguja sensible controlando el pulso, tampoco se advierte en el tono incoloro de dos sondas de las fosas nasales. El parte médico no consignó nada especial en la materia, resulta complicado diagnosticar con apenas el último apretón de dos manos que mueren.

Soy una mujer a punto de partir. Salvo las horas previstas de la amigable muerte el resto de la historia se desarrolla a pleno cielo abierto, poco importa si hay sol, estrellas o caen hojas de los árboles, habrá frío. Me gustaría estar ante una hoguera mirando arder papeles y perderse la madera en el fuego hasta encontrar el destino de las cosas esas de la vida, siempre nos falta tiempo a quienes viajamos. Papá: afuera por las calles galopan los caballos y tengo miedo del ruido de la calle, del ruido provocado por los cascos de infinitos caballos que allá afuera en la noche galopan incesantes. ¿Los escuchas papá?

Soy una mujer a punto de partir. Los viajeros olvidan baúles, paquetes, papeles que dejan y dejamos perdidos en los puertos, en todos los pasos de frontera, las estaciones donde llegan los trenes, parte del equipaje, pedazos de la vida desaparecen y nadie puede después recuperarlos. Lo mismo pasa en los andenes cuando la carga es la memoria donde hay lo suficiente para vivir el próximo minuto. Cuando llegue encontraré por fin el sonido de un viento frío de montaña, pero debo empezar de una buena vez. Soy una mujer a punto de partir.

III

-Que estaba bien muerta estaba y si faltaran los testimonios por prudencia comprensible, aquí está mi palabra profesional corroborando; nadie sobrevive a un balazo a medio metro… yo llegué después que pasó todo, el hombre nunca llamaba personalmente, jamás condescendía a esas pendejadas burocráticas. Hasta mi casa vino uno de los importantes, aunque de menor grado le gustaba moverse entre ejercicio de deber riguroso y moral administrativa; lo dejaron me contó a cargo de un paquete pesado, una muerta pasada a mejor vida hacía apenas un rato y quería un certificado de defunción por fallo cardíaco. Medio dormido se lo hice pero seguía dando vueltas a lo perro sin decidirse a marcharse, así hasta que pidió que lo acompañara para ver si podía darle un consejo médico y terminar mejor el asunto. “Tranquilícese –dijo-: esa ni cajón cerrado.”

Eran las tres de la mañana cuando subimos al jeep y en lugar de llevarme hasta la Región Militar tomamos otro rumbo, mal síntoma… era otra de las jugarretas del hombre, esta vez algo había salido mal. Como médico de la zona lo frecuenté seguido y a pesar que exageraba algunos procedimientos yo compartía el postulado final de su misión: a la patria asediada en ciertas circunstancias no debe temblarle el pulso. Para evitarme malos momentos me encomendó el control de interrogatorios y tratamientos de cajetillas traídos de Montevideo, cosa de no tener problemas con la gente del pueblo; en esos tiempos de nación en peligro hasta el aporte de un modesto médico rural es decisivo. Tampoco niego la admiración al hombre por su firmeza y la manera de proceder, todo un caballero llamado a destinos superiores.

Aquella noche nos metimos por los barrios miserables del pueblo hasta llegar a la vieja estación de ferrocarril. Los efectivos se habían retirado, algunos hombres estaban sacándose el uniforme de funcionarios de AFE y crucé un vestíbulo donde había un reloj marcando una hora equivocada. Salí al andén, una lámpara sin potencia era toda la luz que había y el viento movía el cartel donde estaba el nombre del pueblo. El hombre se había ido, hasta sin ser un experto podía adivinarse lo sucedido, a unos veinte metros estaba el cadáver, era una mujer. La infeliz quedó con el culo al aire, nadie la había tapado, ver ese cuerpo así daba mucho más frío del que hacía y a un costado jugaban como si nada un par de gatos vagabundos. Debajo de la cabeza había un charco de sangre, me agaché, le volví la cara, hace años debió ser una mujer bonita y aquello era otro típico infarto.

Nunca supe bien para qué me llevaron o quizá fue para meterme al sesgo en esta historia rara; la única novedad era la manera de morir, disparo de grueso calibre a corta distancia, mucho más bruto que un simple fusilamiento. “¿Y qué hago yo en esto?” “Nada, pero como siempre le toca ver a los muertos…” Nos reunimos a un costado, era tarde y los hombres estaban agotados, como a esa zona sólo llegaban gatos vagabundos no había impedimentos para actuar a cara descubierta y nadie estaba de ánimo para seguir un asunto que, me chismearon, había dejado al hombre contrariado.

A uno se le ocurrió la idea de dejar allí el cuerpo –“la que le dije no puede llegar lejos”- y volver al otro día más descansados a liquidar la cuestión. Nadie se opuso a esa prudente sugerencia, cada cual por su lado nos fuimos a dormir y por mi parte creí liquidado el asunto. En realidad el baile empezó a la mañana siguiente, cuando otra vez golpearon temprano la puerta y con más insistencia; era el mismo oficial de la noche anterior que dijo: “Se llevaron la muerta”. “No joda” le contesté suponiendo una broma pesada, pero nada de broma.

Así se iniciaba uno de los más increíbles expedientes que me tocó leer y redactar en sus aspectos forenses. Dieciséis de agosto de mil novecientos setenta y siete… como para olvidar esa fecha. ¿Sabe qué? y ahora puedo decirlo: hay algo de verdad en eso de los desaparecidos, aunque le cueste creer lo que le digo durante el proceso cívico-militar desaparecieron varios cuerpos y nadie sabe qué destino tuvieron. Este fue el más famoso por cierta circunstancia que es preferible olvidar, el asunto llegó a las más altas esferas que ordenaron el inicio de una investigación hasta las últimas consecuencias.

Al parecer y tal como se había acordado incluso en mi presencia, apenas clareó un vehículo todoterreno fue a la estación a retirar el cuerpo; allí no había nada más a la vista que la mancha de sangre recordando lo ocurrido. Las primeras noticias eran confusas, a medida que pasaban las horas el asunto se volvió complicado, no había información confiable sobre la occisa y ni la familia sabía dónde podía estar esa infeliz. Ya se lo dije, por aquel tiempo nadie del pueblo se acercaba a la estación y además ¿quién quiere quedarse con un muerto en tales circunstancias? Era una verdadera locura, si alguien hubiera tenido esa idea disparatada en este pueblo de mierda, le faltaría el coraje de tamaño desafío a la autoridad. Muerta estaba, de eso no cabía la menor duda, durante tres días y más rastrearon la zona a ver si aparecía por algún lado. Nada.

Cuando se informó por primera vez a la capital del sucedido, todo parecía una broma que al hombre lo dejaba mal parado, en la vereda chistosa del ridículo. El hombre estaba rabioso como un perro: “aquí sólo desaparecen los muertos que yo quiero, mierda” y no le otorgó ni un día libre a nadie de la región hasta que se aclarara la situación. El pueblo se volvió un infierno, la gente entendía cada día menos; requisas, allanamientos nocturnos indiscriminados, revisaciones en cada metro de cada casa, razias en quilombos, prohibición por decreto arbitrario de bailes primaverales, interrogatorios a viajeros de comercio, una esquizofrenia colectiva. Entre la bronca y la humillación se pidió ayuda a unidades cercanas y nadie tenía noticias de un cadáver de mujer con un balazo en la cara; así pasaron varias semanas hasta que la cosa se calmó un poco.

El hombre, tan imaginativo en sus procedimientos quedó reconcentrado sin saber realmente lo sucedido con el cuerpo de la gallega. Cada dos por tres me preguntaba si las ratas podían llevarse un cuerpo, si un cuerpo podía disolverse en una noche… Mis modestas respuestas de médico patriota eran insuficientes para sacudirle la rabia que se lo estaba comiendo por dentro. Entre papeles, murmullos y conversaciones fue como de a poco pude armar la historia previa hasta la muerte; descontrolado por primera vez se le soltaba la lengua demasiado, hasta el balazo le digo y no más allá. La solución final –para el mismísimo final que transformó un episodio menor en charla recurrente entre amigos de ley- nunca la encontré. Tampoco busqué con insistencia y tengo miedo de que algún día pueda llegar a descubrirla.

La unidad de la que el hombre estaba al mando era, como le diré… especial. Nada de choque frontal, la cuestión era quebrar al enemigo de otra manera y en forma definitiva. Salvo los casos extremos yo estaba asignado y me movía de preferencia en el área de las medicaciones; me llegaba, por ejemplo, una carpeta con la historia clínica del sujeto, indicaciones del psiquiatra del penal prescribiendo relaciones entre fármacos y ciertas deficiencias de carácter. Del resto se encargaba el hombre que sostenía que cada prisionero de guerra requería un tratamiento especial; a uno simulaba fusilarlo, a otro le mandaba con la correspondencia fotos de la hembra saliendo del amoblado con un tipo y hacía correr historias de delaciones cruzadas. En su estilo tenía predicamento; llevó muy mal el asunto que le cuento, así lo entendí al leer su informa completo redactado con la rabia del cazador cuando una presa se le escapa de entre las manos.

Cuando Antonia Muiño fue detenida vivía en Montevideo cerca de Centenario y Corrales, estaba divorciada y tenía un hijo de seis años. Era una de las principales dirigentes del sindicato de la vestimenta y vieja afiliada al Partido Comunista, hacía dos años que estaba detenida cuando la trasladaron a mi departamento natal, creo que nunca manejó información de relevancia pero siendo del Partido era suficiente para nosotros. Tuvo un pasaje por la cárcel de mujeres de Punta de Rieles, buena ironía pensando en su final pero la gallega, dura como era, en poco tiempo organizó a las reclusas. Todo un problema, una molestia para ellos y desafío interesante para el hombre que estuvo un par de semanas preparándole una buena función a la recién llegada y encontró la punta de la madeja en la familia. El padre de la gallega después de la guerra civil se puso en Galicia a organizar las primeras células partidarias; uno no sabe si admirar la osadía o la inconciencia, en fin… alguno lo denunció, la cosa se le puso brava y rajó clandestino para estas tierras. Acá se quedó tranquilo esperando como todos la muerte del Caudillo; mientras, se aquerenció con una criolla y tuvo una hija, la Antonia, “bosta hija de bosta, gallega y bolche” –dijo el hombre- “la que le tengo preparada no se la va a olvidar más”. Examinó bien los antecedentes y descubrió que el viejo era de Mugardos en la ría de El Ferrol, frente a El Ferrol del Caudillo. “Lindo muelle para ser rojillo” decía dos por tres.

El trabajo comenzó haciéndole saber a la Antonia que en cuestión de días quedaría libre y tendría la opción de marchar al extranjero, faltando nada más que el asunto de papeleo inminente. Así durante varios días en un buen clima de diálogo, si se puede decir dadas las circunstancias; cuando creyó que ella estaba a punto preparó el operativo de la noche de invierno y le dieron un somnífero poderoso para dormirla. El hombre mandó acondicionar la estación abandonada con la apariencia de la salida de un tren “al enemigo hay que dejarle una vía de escape, pero la peor”. Allí la llevaron, allí la despertaron frente a un ferrocarril viejo remolcado por un camión durante la tarde, esperaban que se enloqueciera y mejor que subiera a esa ruina pensando estar en su turno de partida. “Ya que traicionó a nuestra tierra que vuelva con los suyos”; lo mismo pensaba, no se vaya a creer, de los judíos. A la Antonia, quién sabe por qué se la tenía jurada, se esmeró por montar la mejor representación, hasta quiso presenciarla personalmente. Algo falló y como se quedó sin la humillación habrá querido confiscar el cuerpo, aunque más no sea para patearlo desnudo a un pozo cualquiera.

Yo no estuve esa noche pero sí alguien de mi entera confianza como usted. Al parecer todo venía bastante bien y la empujaron medio dormida al andén a ver si terminaba de despertarse en pleno delirio. El plan consistía en dejarla desesperarse sin hacer nada para interferir, un tipo disfrazado era el encargado de repetir la inminente salida del tren y otros más hacían de extras igual que en las películas de guerra. Era claro que la gallega no podría escaparse para ningún lado al menos estando viva, la Antonia recorrió el andén varias veces buscando entender dónde estaba parada. Dicen que al comienzo quedó algo desconcertada, desconfiada como era se aguantó en el molde; todo cambió después que se sentó un par de minutos en uno de los bancos de madera, pareció quedarse dormida, los hombres hicieron ruido para despertarla y ella regresó del sueño diferente. Era una noche oscura cuentan, se distinguía poco la puesta en escena y aun así, ella se levantó comenzando a caminar lento empezando a saber hacia dónde. El hombre la vio venirse derechito hacia él que acababa de mear y ella venía como rezando entre dientes, la broma había fallado y epilogaba de manera imprevisible al plan original. Un oficial joven quiso interceptarla pero el hombre lo impidió y la Antonia quedó parada cantando para él, era noche cerrada, supongo que apenas se verían las expresiones cuando se miraron por última vez cara a cara. La sola luz era la de la bombita del andén y el farol de largada lo habían apagado, la gallega reencontrada vaya uno a saber con qué recuerdo y siendo una mujer a punto de partir, levantaba de a poco la voz, cantaba sola en medio del campo sin estar dispuesta a callarse. Eso lo supo el hombre que abrió despacio la cartuchera, sacó la pistola dejando luego caer el brazo pegado al cuerpo y amartilló. Ninguno de los dos podía retroceder, la Antonia cantaba más fuerte “… regimiento, el Partido Comunista…” si es para no creerlo… hasta ahí llegó la voz, ella levantó el puño y el hombre su mano derecha. El estampido buscó su propio eco y cuando lo alcanzó se lo llevó por las vías abandonadas, el hombre enfundó la automática sin perder la calma, dándose media vuelta con más rabia que desprecio; los subordinados presentes conocían su deber sin necesidad de órdenes. Dos gatos saltaron asustados, como si en lugar del balazo hubieran escuchado el silbato de la locomotora.

Ni le digo cómo quedamos en la región cuando pasado algún tiempo, supimos que aquel mismo día apareció el cadáver de una mujer en la costa, con un disparo en la cara y vestida de gris. Lo inexplicable es que no la descubrieron en las playas de Maldonado o Rocha como a veces pasaba, sino allá… en la ría de El Ferrol bien frente a Mugardos. Eso era lo más raro y que nunca terminé de entender ¿Me pasa la botella por favor?