Montevideo en vídeo Ducasse

en “Aperturas, miniaturas, finales” 1985

Los primeros días de abril y otoñales en su totalidad, cuando en la ciudad empieza a desangrarse la noche me gusta pasear a paso lento por ciertas calles predestinadas a la redundancia, la costanera asfaltada lindando con el puerto tiene para mi un particular encanto. Es rara la ocasión en que finalizando el ambiguo trayecto, no me detenga a contemplar el mismo paisaje recurrente. Indefinición de banderas lejanas, el paso vacilante de enigmáticos personajes exentos de ficción que cruzo en mi camino, el mar que cada tanto salpica mi cara después de haberme hecho señalar el sonido furioso del oleaje: una satisfacción eslabonada de episodios triviales que se repiten. 

Suelo también inclinarme –sin responder a tendencias suicidas que aguardan su ocasión- sobre los parapetos de granito a comprobar si las rocas insisten en intermediar el choque bestial entre la marea oscura y murallas humanas renegridas. Me acerco a descubrir despojos de las correntadas, tablas que evocan ataúdes marinos, pedazos deshechos de redes, andrajos polizontes, peces masacrados por golpes y la asfixia del petróleo crudo a la deriva. Durante una de esas salidas (recuerdo que había dejado a la mirada recorrer indolente detalles más dignos del horizonte) me apercibí de que uno de los portones clausurando  el puerto estaba entreabierto. 

Los guardias de la marina, como si hubieran desertado de súbito parecían ausentes de sus puestos de control, sin ruidos de frontera asimétrica, fusiles amartillados ni vallas rojas de PARE vi desplegarse ante mí las veredas empedradas que conducen al interior prohibido. Ese descuido inesperado del universo y sus centinelas asignados me indujo al movimiento, dejándome sin resistencia por el impulso, esencialmente ridículo, que me incitaba a seguir adelante; sin temor al único balazo en la espalda precedido del grito de alerta que nadie escucharía, sin miedo al prepotente registro en busca de cámaras ocultas entre mis ropas o explosivos disimulados. 

Estaba a un paso razonado de comparar el panorama y la situación a un barco abandonado, las luces oscilantes de las embarcaciones ancladas en las dársenas y la música inconfundible de un insolente bar de camareras se interpusieron con brusquedad en mi espíritu. El recuerdo instantáneo de mi distante infancia (poblada de episodios portuarios), la tentación que supone lo prohibido (el acceso a esas horas inconvenientes), mi tendencia al olvido (el nervioso índice homicida del alférez destinado al retén) me condujeron a esa oscuridad de sombras ciclópeas, cuerdas infinitas hundidas en un agua más tenebrosa que la muerte misma, secretos inviolables desde la Creación y mundos contrabandeados en depósito circunstancial. 

Caminé sobre esa perplejidad anímica unos cuantos metros y nadie me salió al paso, dejé de pensar excusas, justificaciones de documentos olvidados en casa al salir y la manera de escapar más tarde, para disfrutar contemplando –como hace tiempo no vivía, con temblor diferente en el alma- la silueta de dos remolcadores y un barco cisterna del tamaño de una montaña andina. El petrolero más una hilera interminable de contenedores, donde yo suponía los objetos del mundo, desde televisores portátiles a vajilla dinamarquesa formaban un desfiladero artificial por donde me metí sin conocer la salida. Cuando llegué al final de la recta vi que otro barco intruso a la historia se acercaba a la costa donde yo deambulaba, como si ambos marcháramos al encuentro convenido muchísimo tiempo atrás. 

Tenía aspecto de embarcación antigua que no logró sacudirse la vejez de la declinación cercana, los trapos que sobrevivían de las velas originales se adherían sin vergüenza a mástiles de otro siglo remoto. A pesar de su avance pausado supe, por el peso irrefutable de persuasiones irracionales que faltaban tripulantes humanos a bordo y fue por ello que lo aguardé sin moverme. 

Vino a mi encuentro sin ser impulsado por viento alguno ni ocultos remeros involuntarios, al entrechocar contra el muelle crujieron, se quejaron como ratas aplastadas todos y cada uno de los años del casco de madera. De la cubierta despoblada nadie tiró una amarra al vuelo, nadie maniobró el timón buscando el equilibrio de la quietud ni un ser humano suspiró de contento por llegar a buen puerto; en cambio esperé porque intuía. El único indicio de vida en la embarcación era un cerdo inmenso paseándose a bordo con la solvencia brutal del grumete experimentado. Las patas del cerdo, sus pezuñas evolucionando sobre cubierta, la respiración de hombre fatigado producían un sonido molesto haciendo contrapunto en fuga con mi corazón reactivado.

La extraña criatura, la cosa esa abandonada en tan inconcebible naufragio me inspiró una variante ignorada de la ternura; como alguien que se agacha para pedirle a su perro que se acerque, del mismo modo flexioné mis rodillas y estiré la mano hacia el animal, el ruedo del impermeable barrió las piedras empapadas de un humor desconocido. Mi mano parecía dar ayuda pero era cierto que la estaba pidiendo, para entender lo sucedido y salir luego ileso del atolladero mental que comenzaba a desbordar expectativa y entendimiento. 

El cerdo con agilidad inaudita que todavía recuerdo cuando se repite la pesadilla, salvó de un salto limpito la relativa distancia que nos separaba.

-¿Qué hay de tan extraño del otro lado?, le pregunté, como si tuviera antiguos tratos amistosos con la aparición.

-Desconozco la respuesta definitiva y me faltan aún algunos viajes antes de morir, me respondió el cerdo. Nada es destruido de manera definitiva y todo se encamina a la transformación incesante. De los posibles avatares corporales que pudieron tocarme en suerte, pienso que esta forma animal discriminada por millones de creyentes es la más ventajosa. A mi especie, el sabor de la carne humana nos despierta idéntica voluptuosidad que a los hombres del evangelio la carne del cerdo. ¡Sabios judíos lectores de Ezequiel! Ellos adoran desde el pacto sangriento la criatura aborrecida, la bestia postergada de la zoología, el animal con más ignominioso prontuario dentro de la historia natural, y que al morir bajo el acero eficaz del matarife chilla cual niños martirizados que ignoran el lenguaje humano cuando mueren. Es curioso, cuando bajo los párpados obnubilando el mundo las diferencias se disuelven. Lo digo por experiencia. ¿A ti te sorprende tan poco que un cerdo hable?

-Es normal y tan mágico como que hable un hombre, contesté.

-Si las apariencias carecen de importancia para tu inteligencia volveré al aspecto desarreglado de mi juventud. Te pido por favor que te vuelvas unos instantes, esto de las metamorfosis conscientes en el tiempo breve de un soneto es desagradable.

Accedí a esa comprensible demanda de secreto pudor.

-Puedes mirar, me dijo luego que pasara un momento.

El olor que me llegaba de su corporeidad era el mismo, pero ahora tenía ante mí a un anciano achacoso de chaqueta raída, mirada de pájaro nocturno exterminado por arqueros asirios, sin dientes flojos que mancharan de osario blanco una boca negrísima. Vencido y orgulloso a la vez, me obligué a superar un asco inevitable y avancé hasta ofrecerle un brazo para que se apoyara, temiendo que al mínimo contacto su cuerpo se disolviera en un charco espeso de materia nauseabunda; ya habría tiempo en la próxima hora para hallar explicaciones.

-Como ves, cuando cae la levísima cáscara de bestiario que me recubre, soy nada más que un viejo que persiste envejeciendo hacia la Nada que todo lo abarca. Inmortal porque sigo viviendo en mi escritura, envejeciendo al ritmo mecánico de mi fraseología.

A medida que lo escuchaba dejó de repugnarme el aspecto y su manera de hablar de erres arrastradas. Me pareció tomar del brazo a toda una ciudad, la misma donde yo agonizaba, tan vacía a esa hora, gris a la mañana irrepetible, húmeda de inmemoriales lluvias tristes. Ciudad niña y con aspecto goyesco de anciana fatigada presagiando en callejones inmorales inexorables ruinas sin prestigio. El Monte Sexto de los primeros navegantes extremeños que diera al mundo, con el reptar del tiempo, seis Cantos terribles por voz de éste –lo supe de inmediato- que camina a mi lado ahora y que reconocí por la belleza del temblor de sus manos bendecidas de absenta. 

-Como sabes, en medio del delirio sin diagnóstico alabé el poder matemático, pero a mis años me incliné por la zoología de los grabados talla dulce de Historia Natural. Los números, a pesar de la cómoda tentación del infinito y el cero inspiración de Shiva perdieron para mí encanto pitagórico y me aburren hasta la indiferencia. Las bestias, como la serpiente ouróboros de la imaginación establecen fronteras; esos límites poseen el poder de inquietarme, de igual manera que me aterrorizan los mismos sueños persiguiéndome. Mis miedos acunados en luces perpetuas de este puerto al que siempre regreso, como si fuera un purgatorio asignado que no comparto con más nadie. La condena consiste en volver a mi patria de signos ambiguos, ser viajero del tiempo triangular de los suicidas. Exilados de lenguajes en prosopopeya con la oscura misión de demostrar a la razón altanera que la mitología es una ciencia exacta. ¿No dicen con lengua apresurada que los poetas somos inmortales? Hagamos el pacto entre nosotros y tengamos fe ciega en la escatología de ciertas palabras. Mira el cielo del Sur en cruz, atrévete a escuchar el ruido que recuerda el aletear de albatros infectados huyendo, partiendo hacia la muerte en picada sin dar la última vuelta que debe prescribirles el instinto. ¿Te parece que duerme la gaviota posada sobre aquella cubierta? Tal vez espera la llegada de la agonía extraviada traída por vientos hostiles a su especie, que la hunda en aguas contaminadas y se plegó al fracaso sin la gracia del final rotundo. A la certeza de estas dudas se le dio el desafortunado nombre de nostalgia, en otro siglo enterrado yo vi con  ojos de niño en estas calles perpendiculares, en estos andurriales que cambiaron de nombre, la violación y el robo, los divinos estragos del alcohol y el orgasmo espasmódico de los asesinatos. Aquí tan cerca que me parece olerlo arrullé bestias invisibles, contemplé gusanos fraternales que crea el hígado en su putrefacción, acaricié la entrepierna del impotente lenguaje hermafrodita ofreciendo el sabor simultáneo del asco y el placer. Mi cuerpo desgarrado, mis cantos olvidados, mi fantasma sin daguerrotipo sensible somos el Oriental errante, el ser perpetuo que nunca muere para trocarse en mujerzuelas golpeadas que venden la virtud pasajera de sus hijas a marinos borrachos venidos de Tartesos, de Thule. Olvida lo que digo, tengo la fatiga del espectro cansado… arrastro el dolor de lo inconcluso, siento que falta y faltará por siempre el séptimo canto relatando el regreso. Es triste confesar por escrito la impotencia con palabras manosadas que son ahora reverentes, sumisas por temor a ser olvidadas en viejos diccionarios. Es imposible volver a mis irrepetibles catorce años, la edad cuando decidí matar mis propios jovencitos, el año prodigioso cuando zarpé de esta bahía para agonizar allá donde ya sabes y malvivir entre palabras como juegos. Molestias gratuitas de la pobreza, parrafadas inoperantes y apostar sin pasión a lectores timoratos, noches en vela afiebrada junto al piano vertical buscando incomodar el futuro y exorcizar la pertinaz infancia.

Nadie nos detuvo cuando salimos del puerto, la cercanía del transfigurado tenía el poder de hacer de la escena nocturna un sueño y plasma insustancial.

-Observa alrededor e intenta decirme con precisión lo que ves. ¿No crees que mis versos centenarios resultan toscos, ingenuos, devorados por la bestia rutinaria, enmohecidos por el orín venéreo del uso? Mis cantos otrora repugnantes se deshacen incluso en ediciones con prólogo ilustrado. La irónica lección del tiempo me condujo de fronteras infernales de la poesía a manuales de historia literaria y sin embargo… las adúlteras madres prudentes mantienen mis papeles lejos del reposo nocturno de los adolescentes, que presienten en sus venas azules la sensación agradable de aceptar que los excita el color, gusto y tacto pegajoso de la linfa. Entre tanta humillación amasada por la muchedumbre la complicidad con los jóvenes podría reconfortarme, el poeta que jamás pacta con lo que ya sabemos continúa siendo una molestia a destruir para las buenas conciencias; criatura peligrosa, como homicidas metódicos de la hora ecuatorial de las noches sin luna. Nada es ahora mi delirio poético confrontado a los hechos infectados que suceden aquí, mi crimen con metáfora y ornado de animales inconcebibles empalidece avergonzado frente al espejo de las actuales formas de tortura. El Maldoror querido tiene la ingenuidad de un aprendiz del vicio comparado con la saña de ciertos compatriotas vulgares, que extraviaron la excusa dudosa de pretender entrar en el Mal absoluto. Mis buitres negros con carroña en el pico son palomas de plaza enfrentadas al hombre que fuma apurando la braza que aplicará sobre la piel de muchachas en flor; el funcionario público que goza sintiendo en los nudillos partirse la pulpa de labios tumefactos y al amanecer, con ojos transidos del horror placentero regresa al hogar, acaricia con afecto a su gato, pregunta a la esposa si quedó algo frío de la última cena y hojea junto a sus hijos revistas con estampas de animales salvajes. Ingenuo de mí… querer estremecer un pueblo de púberes por la comparación, matar la tenia de la abulia con una metonimia, seducir corazones proclives al abismo con una sinécdoque original… creía equivocado que el viejo asunto con la poesía seguía siendo la palabra.

Caminamos hacia ninguna parte; quiero evadirme de la idea reconfortante del sueño fabricado, por ello me concentro queriendo escuchar nuestros pasos pero es su voz lo único que encuentro.

-Mis admoniciones se oyen sin reacción y con indiferencia en los liceos barriales y mis imágenes escritas son de tráfico corriente en síntomas visuales de toda esquizofrenia que se precie. El mundo se acomodó a mi fresco de Montevideo, lo arrumbó al olvido y regreso a ver, confirmar o desilusionarme. Buscar como entonces en medio de la guerra la fiereza ciega del tiburón hembra y aparearme con ella en las profundidades hasta engendrar otro lenguaje monstruoso. Lo más desesperante de las letras de esta putria lo escribí yo mismo en la lengua que heredé de mis padres legítimos. ¿En qué se escribirá desde ahora si es que nos queda la polidipsia de escuchar a los bastardos? Seguro que en lenguas que vinieron del norte.

-¿Por qué yo? ¿Cómo llegó hasta mí tu embarcación de cazador y corriendo el riesgo que te desconociera, tomándote por otro loco más sin brújula magnética?

-Te das demasiada importancia; tú porque eres el único otro personaje ficticio que está en la visión que alguno viene mecanografiando. ¿Cómo puedes suponer que me aparecería –con los inconvenientes que has visto tú mismo- ante un desconocido que apenas estaría atento a mis explicaciones considerándolas con desdén, catalogándolas de inútiles absurdidades en un gesto de menosprecio y condescendencia? Debes saber que muchos por aquí cerca me conocen de oídas, si lo deseas podemos salir por calles aledañas a gritar en sordina cualesquiera de mis nombres. Preguntar incitando la complicidad de nuestra corte de los milagros: ¿conoces a Isidoro, el muchachito esmirriado que partió rumbo a Francia hace muy poco tiempo? Inténtalo, la gente bien te mirará extrañada y luego, sin que lo pidas te darán unas monedas falsas para que dejes de molestarla. ¡Ah!, pero los pordioseros que se reproducen como anguilas… ellos los sublimes te mostrarán un enorme piojo con facciones humanas, el mismo insecto paseado por Vallejo en aledaños de Versalles. Las vagabundas sin dientes hurgarán entre los trapos superpuestos como capas de cebolla, hasta meterse los dedos en labios inaccesibles del placer, impregnarlos de fuerte olor a algo inconcebible en vida para luego ofrecerlo a tu boca golosa mientras se ríen con gula de aquelarre y murmullan obscenidades en el argot de Brest.

-Este es tu monumento en Montevideo, le dije para intentar sacarlo de los abscesos purulentos que le quedaron por redactar cuando lo fulminó la muerte,

-¿Así que sólo este pedazo de chatarra merece mi inmolación? Una gloria compartida con messieur Laforgue y messieur Supervielle… un velamen de bronce, como si los tres viajáramos en el mismo barco y cuya destinación fuera regresar hasta la eternidad al mismo puerto de partida, detrás del encantador teatro Solís e insinuando que nuestras tragicomedias de montaje distinto eran fatalmente similares. Hay en el emplazamiento una lógica sutil que escapó sin duda a los ediles. ¿No fue Solís aquel adelantado español que despertó el apetito de los indios charrúas? En otro tiempo aquí resplandecía la calle de la prostitución, estar fundido en tales dominios indefenso al capricho de los vientos es algo que me reconforta. Luego deberás contarme qué dicen los biógrafos de mis primeros años pares de educación sentimental vividos entre ustedes; los pocos que conozco tienen pudor cuando se enfrentan a mi dependencia montevideana. Pero eso será luego… ahora déjame contemplar mi putita ciudad, mon petit mon, mon petit con, ma vie Montevideo. La mano de los hombres emprendedores que siguieron la obra te cambió poco, apenas te diferencias de las estampas que hoy se venden en el centro de Londres a buen precio. Lentamente y sin apercibirnos los aborígenes del sur dejamos de ser exóticos, ahora no vienen a estas pampas concienzudos naturalistas curiosos, los nuevos gobiernos republicanos nos envían embajadores egresados de Polytechnique y los audaces ingenuos buscan en el sur del trópico la intacta magia del asombro vegetal excedente, olvidándose sin remordimiento, mecidos por la ignorancia galopante de mi lluvia de sapos y una fatigada máquina de coser contigua a cierto paraguas tan citado. Allá, en las bibliotecas de París se atreven a redactar memorias sobre mi criatura sin sospechar el infierno cuadriculado que me acunó. ¡Triste destino el mío, ser una referencia elegante y bilingüe! Podrías s’il te plait indicarme en que lengua estoy monologando; basta de recuerdos ingratos… anda, cuéntame las novedades como lo haría una portera ciega del Marais, dime de la muerte que huelo, ayúdame a entender la desfachatada sensación de ver que tomaron mis abyecciones casi al pie de la letra, militarizando mis vicios y los sueños consecuentes. Con lo cual queda probado que insistiendo uno hasta puede ser profeta sacrificado en su tierra natal.

-Tengo un poco de miedo.

-Te comprendo, de algunas cosas es mejor callar… además debes vivir por acá cerca y te cuesta creer lo que estas viviendo.

-Algo así.

-Quisiera volver a perderme en esta ciudad que fuera mía, revivir la memoria escuchando frases de significado desconocido, sonidos guturales recordándome que escribí en francés salido del latín para defenderme de pesadillas visionadas en montevideano. Te pido mantenernos cerca de la costa, desde niño detesto las calles suburbanas pobladas de gente pobre recargada de hijos, que desprecio tanto como amo los despojos humanos desnudos de dignidad que sobreviven igual que costras purulentas de puerto. Miro cualquier barco de tres mástiles anclado y me admira que el hombre pueda llegar tan lejos; lo mismo pienso cuando observo mi prójimo borracho disputándose un hueso grasoso con perros vagabundos. Llegan todos de regreso al punto de partida para no partir hacia ninguna parte, la ciudad rumiando los empuja implacable hacia el mar con excrementos, basura, fetos y preservativos. Del mar venimos y hacia otro mar de inmundicia volvemos, cuando los hombres se degradan lúcidos alcanzan a recuperar ruinas indescifrables y despojos de la amnesia primitiva de la especie. Me intrigan los náufragos anónimos que llegan a la costa desde alta mar y quienes vienen de tierra adentro preservándose desparramados entre diarios del siglo y perros con la rabia. Durmiendo mientras los hombres prudentes expiran sin remedio a causa de un derrame cerebral sin previo aviso, dejando a la familia culpable una pensión miserable. Volver a Montevideo, monte… vi… deo… vi un monte, vi, viví en la ciudad inventada con vino de voyeur… del ver, del ver el monte a lo lejos, ilusión de la luz olvidada, imagen irreal de esperanza lindando aquello inalcanzable. Para escalar este monte hay que atravesar el valle doliente, emprender un viaje de significados por un infierno hecho de sintaxis, con castigos ejemplares similares a figuras retóricas. Una sola idea siendo a la vez el nombre y la ciudad, impremeditada invención de viajero vigía que llega, puerto último desfigurado para gente escapada cruzándose con quienes regresamos a descubrir lo que quedó en pie después de la batalla, a ensayar repitiendo el papel que nos corresponde en la tragicomedia de la muerte. Montevideo, Montevideo, Montevideo… Haz el intento, repítela hasta que se pierda el sentido buscado y sólo quede la irreconocible melodía voluptuosa disolviéndose en la boca como bombón relleno con licor de naranjas amargas, embriaga como vino espeso de Bordeaux, brota parecida a la sangre de la carótida seccionada por la navaja del peluquero alienado, chorrea como esperma entre manos traslúcidas de vírgenes. Por ese gusto a muerte es que apenas hieren al que se queda las cartas recomendadas y las postales, Montevideo es alucinación de viajeros afiebrados añorando ciudades inexistentes, pero si partes de un día para otro guárdate de proferir en el mundo su nombre, de hacerlo estarás perdido para siempre; por el contrario si lo callas, puede que llegues a ser un hombre feliz. De caer en la tentación de decir lo impronunciable estando lejos, al instante te invade la carroña vengadora, el cáncer de querer volver. Una vez la nombré en un descuido imperdonable, yo recordaba mi perturbada infancia cuando caí en la debilidad de asociarla a un sonido dulcísimo, desde ese instante supe que mi condena era regresar a la ciudad sonido, grito de marino trepado en un mar de silencio… después Montevideo ahogada por otros gritos y una marejada de insultos carentes de piedad. Acércate a la costa y nómbrala en voz baja, tiene la apariencia de una palabra única siendo toda una ciudad… si el resto es silencio y acaso algo distante de la literatura, Montevideo es el resto y te lo dice el poeta muerto de dos mundos con ganas de llorar. Extraño el misterio vasto del río como mar, en mi querido Sena los suicidas pierden en pocas horas su intimidad con la muerte y flotan hinchados delante de pintores aficionados bajo le Pont des Arts, se enganchan ridículos en barcazas de paseo cargadas de turistas. Aquí cualquier naufragio es esplendoroso y la intimidad del suicidio puede prolongarse durante semanas, es un río que respeta voluntades y a los cadáveres con la marca del crimen grabada en la frente los vomita en las playas para espanto de gente desinformada e inquietud de verdugos, el gigante marrón respeta a los puros que dieron su vida para el otro milagro de los peces, donde fuera que estuviera extrañaba este río travestido de mar. A pesar de las arquitecturas perversas de París, sus callejuelas con misterio y el mundo secreto de las alcantarillas cada día añoré este paisaje nocturno impregnado de agua de agonía… barcas terminales que no merecen existir, hombres alucinados que escuchan melancólicas canciones extranjeras. Cuando escribía con la muerte histérica mirándome las manos, me desprendía de una realidad carente de interés y forzaba apenas la imaginación, nada más hacía que activar la memoria hurgando en el pasado. Allá y aquí siempre me sentí un injerto mal suturado, grotesca sumatoria de partes desiguales como la burda criatura de cierta novela de terror con suceso. Alimentaba la secreta esperanza de que mi monstruosidad se asemejara a la poesía, escribí la virtud de torturar al hermano pero juro que nunca pretendí… ¿A cuánto estará el franco francés en el mercado negro? Creo que todavía tengo en los bolsillos algunos billetes… podríamos salir de putas, ir a buscarlas caminando los mismos adoquines que frecuenté hace más de un siglo destruyendo mi breve infancia. ¿Qué hora es? ¿Has visto cómo pasa el tiempo? Y todos los niños que se han acercado a pedirnos monedas, algo para masticar o cariño… mes petits éléves… ellos conocen a los cinco años el secreto de mis cantos mejor que los especialistas, para esos pequeños con mal de aurora las liendres voraces son algo más concreto que un símbolo y tema sorteado de disertación. Mis historias son apenas cuentos de nodrizas montevideanas, quienes quieren todavía ocupar los años de la vida para entender mis cantos tienen un sólo camino empedrado de brasas: llegar a como de lugar a La Coquette una noche ventosa y dejarse envolver por la orgía incesante de palabras e imágenes. Que una cárcel se llame Libertad es una paradoja digna de presidir un curso de gramática, como lo es que el río amarronado se llame de la Plata y no obstante sea bello como el supremo instante en que se superponen el olor a excrementos y los gritos del prisionero estaqueado cuando le aplican electricidad en los testículos… sabrás perdonar… hay comparaciones que todavía me tientan a ciertas horas de cefalea. En aquellas noches de desesperación la lengua de mis padres fue el instrumento idóneo para decirlo todo, los versos escritos de madrugada, la humillación de la miseria y pequeñas empresas artesanales me ayudaban a poblar de monstruos los recuerdos. Todo empezó en estas mismas costas… más que apocalíptico de langostas ridículas fui premonitor y eso se paga caro. Extraño las navajas afiladas que tanto llenaron mis imágenes, la crónica roja de pasquines amarillos, los procesos jurídicos por crímenes horribles y la historia del arte; me reconforta volver a los fundamentos de mi imaginación, sentir y presentir el contacto directo con los solitarios inspiradores, muertos, pederastas, prostitutas, el creador impostor, Maldoror lui même, seres condenados al desamor remontando el cauce de corrientes eléctricas y vivir de cara a la máscara mortuoria; los indefendibles seres solitarios, protagonistas de actos irrepetibles en los que no existe posibilidad de salvarse. Al caminar por Montevideo me sorprende la nostalgia de amor y la verdad es diáfana, soy un fantasma hecho de palabras como es fantasma de espectros expatriados la ciudad, derrumbando y construyendo, poniendo asfalto hasta esconder los rieles, supermercados sobre antiguos cementerios, casas de cambio en viejos conservatorios, prostíbulos en escuelas primarias: sé que estoy condenado a transfigurarme en todo, importa poco en qué. Ahora tengo la leve tentación de matarte, ultrajar de alguna manera tus despojos y tirar trozos de tu carne a los gatos sarnosos que miran asustados desde los rincones. No temas, estoy cansado y viejo, esta visión me remueve el pasado… otro siglo más… tu esfuerzo de llegar hasta aquí habiéndome soportado merece que te cuente lo que sucederá. Escucha con atención: ellos irrumpirán desde el aire en aviones, no en barcos fantasmas sin velas ni timón como yo; intenta pensar en niños cuya infancia pasó en Montevideo, siendo seducidos a los catorce años en lenguas extrañas y ya tienes un poeta maldecido. Maldorores del mundo escribid de noche, aguzad el ingenio hasta el rechazo de la vida que arrastráis… castrados de nostalgia y amor obligaros a cantar desde el desgarramiento sobre las nuevas formas que tiene el mal entre los hombres. El puerto está intacto, durante el transcurrir del siglo pasado aquí vivió el poeta desgarrado por alimañas internas, ahora padece oculto entre Suecia y Caracas, alcoholizado hasta el delirio en un desierto australiano desafiando la muerte, en México D.F. y se escamotea hundido en pensiones colectivas del barrio chino de Barcelona. Chicos de pocos años que sin ser hijos de funcionarios extranjeros, escarban diccionarios bilingües, entresacando despojos del habla popular, saqueando la sintaxis más negadas de la sociedad, reflotando vicios poco frecuentados en esas lejanas literaturas. Serán ahora otras las imágenes resultantes, palabras, bestiarios y lenguas profanadas, idénticas serán la infancia vivida entre estas casas. Ya partieron y están en ruta, morochitos insignificantes entre los demás colegiales, silenciosos, postergados a los últimos bancos en las aulas, buscando a ciegas las palabras traduciendo lo que vieron los ojos inocentes en su ciudad natal, ensañándose contra ellos mismos, excomulgando dioses falsos y nombres nórdicos, mediterráneos o tropicales. Esta ciudad los engendra y acuna durante los primeros años haciéndoles ver el horror del más allá en vida. Les infiltra en sus sueños infantiles visiones de espanto que los despiertan con el cuerpo sudado y ganas de escribir. Somos así entre nosotros, enviamos hacia el mundo bombas humanas de tiempo llenas de poesía, huevos de bestias fantásticas que anidarán por años en gramáticas y escrituras desconocidas profanando sagas heroicas hasta desparramar miserias en estanterías de bibliotecas fuera de sospecha. Mi francés se desangra mordido por hienas sajonas, en el siglo pasado redactarlo era ser escriba de Babel. Me descifraron, me tradujeron y haciendo eso me mataron; por ello desde la nada reconstruiremos la torre y recitaremos los cantos en todos los idiomas conocidos. ¿Cuánto demorarán en percatarse de que hay orientales desmoronados tramando estrofas en lengua sueca? Será demasiado tarde. Mi grito desgarrado de soledad y ayuda se perdió en la niebla del tiempo como se evaporó en la historia el Imperio Austro-Húngaro, esperemos que mis jóvenes discípulos dispersos por el mundo tengan mayor fortuna y logren vivir hasta finalizar la obra, errarán mucho tiempo por provincias extranjeras hostiles, regresarán como lo hice yo esta última vez vagando entre palabras. Mientras tanto, dejemos que la escritura sirva para incomunicarnos, dos piedras sin serlo ya son una muralla, dos palabras opuestas forman un idioma, la patria es esto que sucede: hablar la propia lengua bajo el cielo celoso de la Cruz del Sur. Hablar, el supremo placer de hablar así al borde de aguas malolientes y ahora sé: era lo único que tenía para decir antes de anegarme en la arena sucia del olvido.

Como viejos inseguros y temerosos de su destino final que olvidan valijas de cartón en andenes de madera, así el anciano se me perdió de vista en la primera bocacalle del fondo de donde provenía esa música de acordeón a piano desafinado, una melodía reconocible. Miré el reloj de bolsillo, tenía diez minutos para llegar al cine, tiempo más que suficiente, en la Montevideo de Maldoror los destinos siempre están cerca y casi al alcance de la mano.

El Principio de Van Helsing

En «Mariposas bajo anestesia», 1993

Como sucedió cada una de todas las noches anteriores hoy también los espero y sin reaccionar, por si es esta la noche elegida. Negándome a ensayar ni tan siquiera un gesto defensivo por mínimo que fuese, que sumaría un movimiento inútil a la inminencia del encuentro y cuya peor represalia es la insoportable dilación nocturna. Fijo con insistencia la mirada en la pantalla del televisor para matar el tiempo, hasta conseguir que los párpados cedan al cansancio, queriendo hallar aunque más no sea una vez, una imagen que me devuelva las ganas de pensar y logre espantarme (sería suficiente por un momento) la conciencia constante y repugnante de saberme aguardando su llegada.

Las cinco líneas fronterizas que definen el misterio llamado Hungría son sinuosas y se modificaron sin cesar a lo largo de la historia. De noche imponen el silencio e intimidan al viajero cuando despunta el amanecer, son límites que desprecian la monotonía del horizonte recto y fugitivo entre azul y turquesa, resquebrajado por tensas velas blancas y cascos de barcos abandonados navegando al varadero definitivo. El actor reclutado in extremis para el proyecto mantenido en secreto en la Meca del Cine tiene orígenes húngaros o algo así; estudia y se abisma buscando los motivos oscuros de su personaje fetiche, camina nervioso sin cesar en círculos concéntricos más pequeños a cada paso. Concentra su espíritu memorizando diálogos y parlamentos, concibe gestos que él está convencido harán su prestación inolvidable… se trata nada menos que de inmortalidad. El estado de la mente le permite todavía ensayar delante del espejo y mientras intenta controlarse hace volar la imaginación, sediento de poder integrarse hasta la sangre en el papel que obtuvo a último momento, como si pudiera creerse rondando la predestinación de los gitanos. Tiene cerca de cincuenta años, nada de tiempo para la eternidad y demasiado para un mañana que especule con la espera, sabe que será la última oportunidad, se agotan los tiempos del disimulo, cuando ninguna postergación es admisible: será su sangre o la sangre de los otros. 

Durante una interrupción entre dos tomas, mientras los utileros mastican emparedados de atún y empinan largos tragos de cerveza tibia, en un rincón del enorme estudio ganado por penumbras naturales y sin decorado, Tod Browning reitera e insiste con las indicaciones previstas para la próxima escena. El talentoso Browning dirige la película y a pesar de su considerable experiencia, está realmente preocupado por los nervios incontrolables de las manos del protagonista, desconfía de su mirada cargada del idéntico brillo que tienen los vivientes cuando velan un difunto y hay algo alucinante en la dicción que parece de un muerto. La capa de Lugosi, cortada de hipnótico velarte se arrastra implacable sobre las escaleras huecas diseñadas en los talleres de la Universal Pictures. El negro intenso lo defiende teniéndolo por hijo predilecto, protegiéndolo de la luz asesina que la noche acarrea; él oculta con la capa a impúdicas miradas el efecto humillante, la irrefrenable debilidad de excitar los caninos a la vista del cuello palpitante. Reclutados lobos extra aullando con esmero contagioso en la banda sonora, cobijan el batir de los brazos emplumados de capa que se funden –por invisible magia del hábil montajista- en retractiles alas de murciélago actor cedido gentilmente por un laboratorio californiano, que investiga leucemias fulminantes en ratas y moribundos. El pelo de Lugosi hace sospechar negras alquimias del maquillaje personal, está peinado hacia atrás demostrando las virtudes de los fijadores artesanales preparados en Transilvania. 

Una cabeza perfecta pues, en estricta correspondencia con la capa y el charol del calzado, conjunto adecuado para sobrevivir sin sobresaltos la noche moribunda y evitar las consignas del sol. El actor húngaro que responde al epíteto de Bela Lugosi, el comediante de los ojos más entrecerrados jamás filmados en blanco y negro, decidió desentenderse de las pertinentes indicaciones de Browning e ignorar asimismo las oraciones escritas por Stoker. Se encerró asiduamente en el camarín asignado por la producción a su condición de estrella para buscar a gusto, hasta quedar a solas con el fantasma del Conde revivido. Algunas semanas antes de esa comunión, cuando Lugosi supo que fue el elegido entre los candidatos a encarnar al Maestro, como si hubiera en ello un pacto concretado se dice que rió de alegría a escondidas. Cuando cesó esa convulsa felicidad epiléptica dio en interesarse, como lo más normal del mundo por la frecuencia invisible de las ondas sonoras, puntas fibrosas de estacas de madera, cortinados espesos capaces de apaciguar la claridad del crepúsculo; se informó a fondo sobre las cualidades secretas de la plata, la fisiología interna del cilíndrico cuello –femenino y virgen de preferencia-, conoció aplicaciones decorativas del azogue y se inició al complejo volar de las aves nocturnas.

Urdida esta información periférica en un haz compacto, Lugosi comenzó a comportarse como el sublime aristócrata del Mal que nunca había existido. Hasta el último segundo de penumbras tentó salvar al Conde y que era salvarse él mismo, de la disolución anunciada más allá de la muerte.

“Persíguelo y destrúyelo.

Persíguelo y destrúyelo.

Persíguelo y destrúyelo.

Persíguelo y destrúyelo.

Persíguelo y destrúyelo.”

El único protagonista del film destinado a conocer la vida eterna, releyó con desdén e impotencia y desprecio y odio la réplica asesina del doctor Abraham Van Helsing. La fórmula presintiendo el final y anunciado la aniquilación de una leyenda que era la suya. Pero alguien con apariencia humana que alguna vez fuera Bela Lugosi, el elegido venido de tan lejos, sabía que al Conde que él decía que actuaba no podían matarlo porque ya estaba muerto, ni liquidarlo –era una presencia indestructible- las restauradoras secuencias marcadas por el guión. Saltó Bela el umbral viscoso de regiones sin retorno e incomunicables por puentes levadizos de la razón, ganó Lugosi la paz interior de su noche absoluta revestida de insomnio, que aguarda en vano la luz ilusoria del sol a la parafinada luz de velas clavadas en candelabros negros.

Imagino que muchos años después del sorprendente estreno del film en los cines del mundo, habiéndose desentendido del plano final fijado sobre acetato inflamable, un Lugosi patético mostraba colmillos postizos de utilería a cajeras de supermercados y empleadas de tintorerías barriales. Hasta quienes fueron alguna vez espectadores de matinée se rieron a carcajadas de sus piruetas grotescas y lo que fue más horripilante, sin respetar los miedos nocturnos de la infancia. Bela vivió en envejecida carne propia el exilio definitivo de monstruos crepusculares del siglo diecinueve, velaría en soledad su sueño cataléptico con temor, aguardando que el pertinaz Van Helsing golpeara la puerta clausurada al final del adarve, una mano libre y otra ocupada con martillos y astillas envuelta ritualmente con ristras de ajo.

Se sucedieron infinitas lunas llenas desde la hora que murió el cuerpo de Lugosi. El magiar comenzó a fallecer cuando leyó por vez primera la versión definitiva y aprobada del guión de Garret Ford y Dudley Murphy, al decidir no ser el Drácula fantoche de Browning ni terminar como el Max Schreck Nosferatu Murnau. Eligió o algo decidió por él olvidarse del húngaro Lugosi para ser el Conde Drácula, temido aristócrata y Maestro Sanguinario de los lejanos Cárpatos. Había enloquecido a causa de la sangre teñida de morfina, la agonía se limitó a sus propias carótida y yugular que pensaba infinitas, torturado a sondas de suero incoloro, ironía adicional injusta con su lucha postrera por el rojo; dadas las circunstancias pedir donantes de cualquier tipo para el paciente hubiera sido un irreverente acto de humor negro. 

Los fotogramas finales del 16 de agosto de 1956 son imaginables en eso de despreciable que tiene la realidad. Esperpénticos gritos con convicción mimética y un batir de brazos gallináceos en vano intento por alcanzar la última ventana sin vitrales. Los enfermeros de turno del ala tercera del hospicio seguro que lo tomaron con fuerza campesina y lo clavaron a la cama de hierro, sin más artificios que sus propias manos y unas correas viejas mordidas por locos anteriores con cuadros de histeria menos sofisticados. Indigno de su perseverancia humanista el doctor Van Helsing faltó a la cita final, la única impostergable. El joven médico recién diplomado y agnóstico le cerró los ojos como si así finalizara una pesadilla digna de piedad, un estudiante curioso y comedido cubrió el raquítico cuerpo del difunto, despojo perdido en los pliegues de una bata celeste meada y cagada, con una sábana blanca almidonada. Por el ventanal entreabierto y que daba al portal gótico de una abadía en ruinas, penetraba insolente la claridad de un espléndido día casi primaveral.

Mientras yo deliraba el Conde Lugosi moría otra vez en la pantalla del televisor encendido, en alta mar a velamen desplegado, entre sombras de sospecha blancas y negras alimentadas por puertas cerradas con chirrido de bisagras herrumbradas, extraviados crucifijos vengadores fundidos en plata potosina de ley. Había trancado las ventanas de mi casa cuando cayó la noche, me siento mejor si antes de dormirme, tarde, escucho el ascensor del edificio aunque nunca sepa cuál será el último viaje ni a quién lleva en su interior. Cada tanto me tapo los oídos con las manos para evitar el ulular de las sirenas, frenadas de los autos, timbres insistentes que nada bueno anuncian, llamadas telefónicas a deshoras y que ninguno en la comarca se atreve a responder. Nadie puede escapar de la Transilvania montevideana ni transitar sendas empedradas de sedientas bestias asesinas; de haber contado afuera lo que aquí nos sucede nadie nos creería y de creernos por lástima poca cosa harían por nosotros. Me resigno a escribir epístolas dirigidas a difuntos transitando el Bardo: se siguen llevando por la noche la mejor sangre y comeremos nuestro pan viejo en miedoso silencio. 

El ruido del televisor encendido sin imágenes parece freír en un aceite electrónico el principio de Van Helsing: “persíguelo y destrúyelo, persíguelo y destrúyelo, persíguelo y destrúyelo, persíguelo y destrúyelo, persíguelo y destrúyelo”. Lucy habita Montevideo con diamantes, escucho el estruendo inconfundible mientras trepan escaleras arriba las alimañas; comenzaron a patear la puerta de entrada para derribarla, sin saber que está cerrada sólo con picaporte y suponen que me sorprenderán. Como sucedió cada una de las anteriores hoy también los esperé sin reaccionar por si fuera esta la noche elegida, negándome a ensayar cualquier maniobra defensiva agregando un gesto inútil al encuentro perentorio y cuya represalia sería otra pesadilla nocturna. Fijo la mirada en la pantalla del aparato para pasar el tiempo hasta que mis párpados cedan al cansancio, queriendo descifrar alguna imagen reintegrando la esperanza de una segunda vida y espante la conciencia doblegada de cuando los invasores volaron las fronteras.

Noticia (acercamiento a Horacio Quiroga)

en «El Misterio de Horacio Q.», 1998

Horacio Quiroga es el autor de cuentos y relatos cuya lectura, iniciada en mi ciudad natal de Nîmes hace de ello una eternidad, alteró de manera tajante el curso de varias existencias entre las que me incluyo. Escuetas noticias deslizadas en diccionarios enciclopédicos que pasaron de moda, informan que Quiroga nació en Salto (República Oriental del Uruguay) en el año 1878 y murió más al sur, en la orilla argentina del río de la Plata, en Buenos Aires, cuando comenzaba el año 1937. Los informantes insisten con razón en las características dramáticas de la última escena, en el lecho del Hospital de Clínicas, después de haber escapado a comprar él mismo su veneno, Quiroga ingirió por propia decisión una dosis mortal de cianuro. El suicidio brutal del escritor aceleró apenas el inexorable final, exigido por un cáncer de próstata terminal. La conclusión imparcial que superpone las fichas biográfica y forense, equivale a atribuirle una explicación simple por rústica al misterio del gesto y más por tratarse de la muerte de Quiroga. En su caso –no puedo omitir en ello el recuerdo de mi pasado- por circunstancias que concurren a urdir el mito del escritor, el gesto adquiere tonalidades de tragedia arcaica, destila una melaza fatalmente desgraciada impregnando cada detalle vinculado a su memoria.

Esta imposición de escribir un cuaderno evocando su espectro me llegó por el camino opuesto al de la inspiración. La trajo una tarde de otoño la furiosa correntada del río como mar junto al que decidí aguardar mi carro de la muerte, la hice mía como quien recoge en la arena gruesa de la costa tablones al garete con signos, pintados a fuego, fijando un lenguaje ignorado por los occidentales. El cuaderno es testimonio de un fracaso, el mío en el intento de traducir la totalidad de los cuentos del uruguayo al francés. De la misma manera que para incontables lectores diseminados en una parcela del mundo, los relatos de Horacio Quiroga evocan en cada lectura el recuerdo del temblor asociado a miedos de la infancia. Un libro del escritor que me regaló mi abuelo vasco –el mismo día que otro título de Pío Baroja- fueron la causa de mis primeras emociones estéticas asociadas a la literatura, la temprana conciencia de las posibilidades del lenguaje, tan infinitas y terribles. El uruguayo suicida, el oriental salteño como le llaman por estos pagos sacramentados, fue tema de uno de los primeros artículos de crítica literaria que me publicaron, escrito para una modesta publicación universitaria cuando estudiaba Letras en mi ciudad, más famosa por arenas romanas y toros del ruedo que por felices hallazgos hermenéuticos.

Además de la escritura, había otros detalles curiosos para justificar mi pasión quirogiana. Recuerdo aún de manera obsesiva las primeras fotografías del escritor; no las del dandi adolescente artificial, en pose de pacato provinciano sino las otras, las tardías del hombre que pasó pruebas atroces en movimiento perpetuo, hasta que decidió cortar una serie de episodios que resultó infernal: escribir cuentos magistrales intercambiando desafiantes miradas reiteradas con la muerte. Rememoro los esfuerzos analógicos para conciliar ese rostro que pudo imaginar Dostoievsky para uno de sus atormentados personajes, rasgos que Quiroga forjó con sus entrañas y la pujanza de una escritura que devoraba febrilmente en los largos veranos pegajosos del principio de siglo XX; con pasión de lectura nunca reencontrada y mientras removía el dolor sin piedad, transfigurando a golpe de machete «el arte detenido y rudimentario de la lectura» así definido por un querido amigo argentino.

Entre la imagen robada por un improvisado fotógrafo al aire libre y el verbo capturado en los cuentos, el tiempo histórico se ocupó de cubrir intervalos con noticias preocupantes de la vida de Quiroga. Informes que en su obstinado engranaje de fatalidades incitaban sospecha, desconfianza sobre la verdad de la aporía, contradictorias con requerimientos de paz interior propios de un hombre de letras y desbordando protocolos del dudoso género que constituye la biografía de escritores. Creí entender que tanta muerte horaciana era necesaria para la dolorosa invención del escritor Quiroga, sobreviviente a la emponzoñada mordedura de la obsolescencia. Pocos escritores pagaron un precio tan alto por seguir fieles al oficio, el conjunto de su trayectoria retrata un aventurero que desafió los abismos del alma, pájaro curioso de lo lejano, enamorado romántico de barbas landrunescas, perseverante de la fortuna picaneado y asaeteado por diestros que la parca celosa envía al ruedo del mundo posponiendo la estocada final: un lúcido trágico de su tarea y que bebió hasta la hez de cianuro la copa que le estaba destinada. 

Pretendí alguna vez y fracasé detectar en su escritura secuelas concretas, partículas residuales del brevísimo viaje a París y las astucias viscerales del embalsamador aficionado que fue, descubrir el último abrazo sonriendo con el compinche Federico allá en Tontovideo antes del disparo y el olor penetrante de naranjas fermentadas que lo acompañó una temporada. Leer su mano incrustada con restos de pólvora negra acariciando senos blanquísimos de novias adolescentes, verlo remar contracorriente en el río Paraná frente al que como sentenció Alfonsina Storni no se puede vivir impunemente, hasta intenté adivinar la espesura del alma cuya existencia probó mediante el argumento irrefutable salido del Averno. 

¿Dónde marchaba ese hombre atormentado a buscar sus historias? Yo quería mirarlo pedalear la bicicleta de competición en paralelo al río Uruguay y escucharle la voz cuando compró el cianuro del fin, preguntando cuánto se debía en aquella ferretería o farmacia de barrio. No sé, para decirle algo. En mis noches de lectura lograba despertar al insomnio su búsqueda incansable de algo indefinido y la reiteración insistente del desatino. La paradoja de una vida que pretendió encauzarse por rieles racionales de escritura, al punto de contar las palabras de un cuento y atajos de ambición económica descarrilando en estaciones siniestradas, cruces a nivel de una vida enajenada donde el enloquecido guardabarreras belga fue devorado por insectos hambrientos provenientes de la selva; la represa artesanal del alma, perpetuo erotismo de primera juventud, voluntad de dominar la naturaleza por procedimientos mecánicos, regirlo todo y a la vez como un capataz trilingüe de la sintaxis, controlar lo más posible el caprichoso fluir de los acontecimientos.

 Lo que Quiroga construía de día el Horacio nocturno lo anegaba en la noche hasta el alba, nadie puede explicar con fundamento el origen iracundo del desbordamiento, se lo padece y acaso se lo admira. El aura Quiroga fue vislumbrada con admirable rigor por Augusto Monterroso que escribió lo siguiente. «Fíjense: su padre, sin quererlo, se da muerte con una escopeta de caza; su hermano mayor muere en un accidente; su padrastro cae víctima de la parálisis y un día, desesperado, tras una laboriosa tarea de intensos minutos, logra por fin colocarse en la boca el cañón de una escopeta y disparar la muerte con el dedo pulgar de su pie derecho; su gran amigo literario, Federico Ferrando, previendo que tendría que batirse en duelo, compra una pistola y va a ver a Quiroga para que éste lo instruya en su manejo: Quiroga, buen conocedor, ignora que el arma está cargada, sale un tiro, y ese tiro, cuyas probabilidades de ir a cualquier otra parte se cuentan por millones, va a dar muerte a Ferrando y sume a Quiroga en la desesperación. Cierto día Quiroga emprende en la selva una de sus fantásticas empresas económicas, labra la tierra y levanta su casa con sus propias manos; cuando la casa está suficientemente habitable y bella, lleva a vivir con él a su mujer, con el resultado de que, desquiciada por una vida para la que no estaba hecha, su mujer se suicida ingiriendo veneno. Años más tarde, aquel 19 de febrero de 1937, el propio Quiroga, perseguido por los males físicos, se mata en forma semejante. El epílogo lo pone su hija, quien también se suicida algún tiempo después. No, nadie podría escribir un buen cuento con ese tema: demasiados tiros, demasiado cianuro, demasiado azar. Pero Quiroga sí.»

Pero Quiroga sí. La organización final de los textos que siguen tampoco me pertenece, llegaron en ese orden con apariencia discontinua en escritura y disparidad de cadencia que eludí unificar con una corrección posterior que resultaba innecesaria. Contemplados con distancia los considero objetos que dejaron de pertenecerme y nunca fueron míos, sospecho que destilan el homenaje de la intrincada selva del lenguaje a un adelantado temerario. La correntada citada unas líneas atrás consiguió abolir el transcurrir del tiempo tal cual lo entendemos, es cierto que décadas del siglo evocadas en los textos se alternan sin insinuar un criterio, por momentos de manera caótica y premeditada; lo mismo sucede con las referencias espaciales, como si la acción de los relatos transcurriera en hipotéticos dominios de geometrías no euclidianas. Otro tanto sucede con el comportamiento de los personajes, llegaron a la manera de una improvisada corte de los milagros y festejando el carnaval de los tullidos en suburbios de la noche oscura del alma.

Decidí olvidar la experiencia que supuso escribir los textos que vendrán, me llegó en la decadencia acelerada y a destiempo; en sincronía anunciadora de la muerte, sólo puedo advertir que su lectura está lejos de ser una guía transigente de destinatarios cómodos, habituados al estrago del lugar común roídos por la monotonía. La lectura debería ser un desmayo de pérdida y delirante viaje de extravío por laberintos de lo improbable. No carta de navegación de marinos aficionados bordeando la costa, sí mapa de divagación alucinada por mares ignorados y aberración manuscrita derivando entre arrecifes del lenguaje. Aquí mismo declaro mi irresponsabilidad reivindicando el derecho al perturbado homenaje que Quiroga prescribe; fue alguien destinado a la selva interior y acosado por demonios acechando a quienes alcanzan corazón de las tinieblas literarias, hombre de tratos con la muerte que luego de mirarlo desafiante le respiró en la boca variaciones próximas violentas; birlándole amistad y amor en reiteradas oportunidades, hasta arrebatarle finalmente la vida. Habitaba en él una vegetación con rubíes entre monos posesos de la India, que tenía su avanzada en la admiración colonizadora de Kipling; retratado por apologistas británicos, identificado con la aventura depredadora de los hijos de Hastings y Wakelfield, negadores de Shiva Nataraja en dominios de un vastísimo imperio, con cientos de dioses equivalente al universo. Sintió el llamado de la selva brotada en las vísceras podridas de Edgar Allan Poe, donde se recelan rápidos de eutanasia y árboles de hojas catalépticas, reptiles desalmados roídos por pústulas de la peste amarilla, atardeceres magnéticos que hipnotizan las aves en vuelo, lagunas de alcohol clandestino donde flotan nenúfares de cocaína. La selva bonaerense de cemento, autopsiada por el querido Ezequiel Martínez Estrada y a cuyo asalto sin cuartel se lanzó el intrépido salteño; la selva real y verdadera allá lejos en las Misiones, donde resistieron los discípulos de San Ignacio de Loyola e indígenas imberbes descifraban partituras con pasacalles de Buxtehude. La selva sin metáforas donde el orfebre modernista y miembro insigne del Consistorio del Gay Saber –despiadado rival del cenáculo de la Torre de los Panoramas liderado por el divino Julio Herrera y Reissig- se topó con lo fatal en la colonial y montevideana calle del Cerrito de la ciudad vieja. El espejo del joven Larra, la osadía de Puskin aquel amanecer, la noche que cobijó a Novalis, el caballo golpeado que Federico Nietzche abrazó en las calles de Turín antes de cabalgar el potro rojo del desquicio. Una lectura sin riesgo sería indigna de Quiroga, como lo sería un homenaje donde reptara la solemnidad. El suicida rioplatense me enseñó que la lectura es el único antídoto para lograr sobrevivir, cuando nos cercan en todos los frentes signos reproduciéndose como ratas y exigiendo nuestra imperativa conversión a la secta de la imbecilidad.

La construcción aleatoria de los relatos que siguen no pretende ocultar una doble filiación secreta, algunas escenas dependen de episodios verdaderos de la vida del escritor y rechazan la sospecha de ser otra cosa que textos irreductibles al anecdotario biográfico. Siguen acaso en imprevisible secreto las trazas del decálogo del perfecto cuentista, escrito por Quiroga y refutándolo sin entrar en detalles en el final del siglo que cerrará el milenio. El cuaderno fue escrito durante las horas de la noche y en un espíritu de posesión convencida (pudo ser la bebida a la que era aficionado en aquellos meses), situación similar al hipnotismo que me resulta difícil explicar ahora, como si estuviera poseído por un espíritu insistiendo en dictarme historias rastreando el punto final, dictarme de corrido hasta provocar el agotamiento y sin importarle la opinión de mi anestesiada voluntad. Yo, que viví para traducir lo escrito por otros en distintas ciudades y tiempos, por única vez en mi existencia me sentí impelido a la curiosa y desagradable experiencia de la creación aunque fuera vicaria. Tampoco descarto que en estado de suspensión del juicio, fusionado a la figura omnipresente de Quiroga invadiendo el cuaderno sus páginas conlleven un homenaje lateral al cuento, forma narrativa injustamente despreciada en tiempos penosos que corren hacia ninguna parte. 

J.C.M.

Colonia del Sacramento (Uruguay), 19…

Dunsinane, al alba

en «In memoriam Robert Ryan», 1991.

Dedicarse por vocación a negociar con antigüedades en un país guardado por viejos es una estrategia discreta y elegante de distraer el vivir,  administrar la larga espera del único visitante embozado que llegará puntual. A los años que tengo es tarde para volver atrás, sería ridículo e inoperante renegar de una elección de vida que incluso hoy considero prudente. Como la arena ambigua que desplaza el viento otoñal en la playa Carrasco y la pátina mohosa de las rejas delimitando la plaza Zabala en la Ciudad Vieja, así mi presente resulta de un proceso interior imperceptible a la distancia. Melancólico romance con horas pasadas del ayer y amor crepuscular sin desbordes renacentistas ni pasiones excesivas; condiciones que orientan a la tristeza verificable de ser un reaccionario, definición precaria a cuenta de otra palabra menos estridente pero igual de preciosa. 

Lo mío fue sin contrición y un dulzón diluirse desde contactos efímeros por pasajeros, con cristales soplados en diferentes siglos, maderas de árboles centenarios, bronces de fraguas diversas, porcelanas firmadas, fundiciones célebres, permanente equilibrio en el alambre del tiempo haciendo malabares con la fragilidad amenazada de los pocos objetos sobrevivientes a su implacable pasaje. Manera distinta de ver y acariciar la vida de quienes ya se fueron; si se prefiere facilitando el relato una función social, coartada tangencial para ganarle con creces la vida al sistema y que goza además de cierta estima social. Digamos por ejemplo, de manera hipotética claro está, que si alguna vez cae el Palacio de Invierno de Montevideo en manos de hordas, cualesquiera, en la extensa lista de destinados al fusilamiento seré de los últimos; ello siempre y cuando alguno de mis clientes de los menos sospechados, no se haya vuelto el Comandante Algo y decida acelerar en mi persona, símbolo persistente del sistema derrocado, tan proletario procedimiento. Mientras, igual me preparo con dignidad por si me llega ese imprevisto rotundo final; tengo la costumbre de hablar en voz baja con el fondo de los últimos cuartetos de Beethoven, recorro casas húmedas y sombrías guiado por herederos avergonzados, indiferentes al valor afectivo de lo que ofertan, ansiosos por conocer sur le coup cotizaciones en dólares que pronuncio sin pestañear, como al descuido.

A los pocos meses de fallecer mi esposa a consecuencia de una peritonitis mal diagnosticada, abandoné una prometedora carrera de arquitecto y quedé sin fuerza para proyectarme al futuro, de eso hace más de treinta años. No tuvimos tiempo de tener un hijo; fue entonces que planificar y construir para los otros después de su partida, dar motivo para el regocijo ajeno me pareció un sinsentido doloroso. Decidí refugiarme allí donde terminan los albañiles y comienza la gente a vivir. Desde aquellos tristes días nunca sentí la pulsión de tentaciones inconfesables, mis placeres y vicios deambulan por la admiración de una buena mesa con poesía, en lucha con el orgullo de un cuerpo que envejece fibroso. 

Por gusto y prolongada educación prefiero la comida francesa, sin olvidar por ello los sabores de mis modestos orígenes familiares, añorados sin desmedido orgullo. Cada tanto me pierdo en los suburbios del recuerdo hasta llegar a las fondas de calles olvidadas, casi vacías a descubrir la estirpe de las cocineras gordas de piel blanca y también las negras relucientes; sudorosas delante de añejos fogones y ollas simultáneas encabritando tapas a destiempo, empujadas por vapores de papas, acelgas y mondongo bien sazonado de especies. De tanto espiarlas, desde mesas estratégicas colocadas en relación a las hornallas donde ellas ofician, desarrollé un instinto adicional para clasificarlas. Puedo adivinarles el carácter que imprimen a los guisos, el punto exacto de churrascos vuelta y vuelta, la mano sabia para darle el rulo Sforza a los ñoquis caseros; son ellas estoy convencido hace tiempo, las auténticas cocineras de la ciudad. 

En esos comedores humildes de cubiertos desparejos y dispersas trampas para ratoncitos nocturnos, se alimenta una extraña zoología de oficiales de talleres mecánicos con manos curtidas, viudos inconsolables con sombrero negro, pensionistas lectores de diarios atrasados, quinieleros de a cincuenta pesos por apuesta. Ellos buscan cada día los mismos lugares, queriendo probarse con ese gesto desprovisto de agresión que todavía existen, comen en silencio y apuran vino oscuro de botellas sin etiqueta.

Desde la caja el patrón busca en una vieja radio Admiral las audiciones más populares para amenizar; revés desgastado de los restaurantes con mantel y manteca, esas fondas se extinguen por la consumición del tiempo, la falta de moneda para los hábitos mismos y el desinterés de las nuevas generaciones por las comidas de olla. Ese peregrinar por fondas sin nombre, reconocidas por el apodo del patrón, en almuerzos polizontes de entresemana con olores exóticos de comida abundante me sirvió para mitigar la molicie de las buenas costumbres; espantar espectros familiares, que retornan infaltables cuando asisto a banquetes protocolares: me ayuda a comprender la esencia esquiva de mi negocio.

Las personas nunca me compran sólo objetos que puedo describir con los ojos cerrados, están dispuestas a pagar por el tiempo acumulado en la pieza y el placer recatado de arrebatarme historias ajenas. Al comienzo, creía que con el jarrón Gallé se apropiaban del talento del artista, cristales derretidos con fuego, trabajados como junglas elegantes, movidas apenas por las variantes de la luz o se dejaban impresionar por el poder de la firma prestigiosa. Pasados los años conozco la verdad: buscaban confiscar irrepetibles fiestas –ello mientras duran las guerras- en salones mediterráneos, cientos de otros horizontes alejados con parques floridos, palabrerío de niños extranjeros rondando el cristal, la secreta esperanza de que la pieza supiera del adulterio insospechado en la familia, la huella de un crimen por negocios y del cual el jarrón hubiera sido testigo involuntario. 

En cada objeto se superpone un registro indeleble de los días acumulados por distintas posesiones, así hasta el desprendimiento o rotura accidental. En fin… estoy cayendo en la publicidad inconfesada de nuestro negocio y lo que es imperdonable su justificación metafísica; que bien mirado resulta la destilación final del sistema económico y mental que nos rige, encaprichado en atribuirle valor a lo que no lo tiene, porfiado en el seudo arte de evaluar, ostentoso desafío que demuestra cada vez la existencia de alguien dispuesto a comprar lo irrepetible, pagando lo que sea sin regatear. Considero que esa es la actitud más objetiva de estar vinculado a la historia, a pesar de muchas opiniones de gente con criterio apresurado, que juzga el dedicarse a las antigüedades la estrategia más rotunda de refutarla.

Debido a ese insistente prejuicio mantengo una relación tensa con lo exageradamente actual y verdadero; desafectado del tiempo grosero evidente por legítima opción, alejado de los apresurados sin notarse, amo todo gesto, cada fragmento de historia con algo de mentira consentida. A propósito, comento confesiones con alegatos inverosímiles presentes en cada transacción de compra y venta, incluyo en el precio final una plusvalía inmedible en salario y horas de trabajo; agregada en recuerdo de oportunidades, hipotecas ignominiosas, tragedias secretas, litigios familiares saturados de vergüenza, dólares contra cheque al portado; toda separación obviando lo estrictamente comercial posee un valor que nunca resulta pagado, se trata de la estima afectiva como suele decir la gente que frecuento. Cada mirada codiciosa –obertura de pertenencia, justificación de apropiación- destila un fingido desdén y avaricia inconfesada. Presumo de saber leer –creía saber- en los ojos de pupila nerviosa la textura del deseo, calcularlo en la intensidad de la mirada y el movimiento irrefrenable de los dedos. 

Atraído por el mundo de la ilusión, de haber nacido en otro país con mayores posibilidades hubiera frecuentado el ambiente del cine. Alivianado como está Uruguay de tan pesada tecnología, del parque industrial requerido que asegure una continuidad de imágenes, resulta comprensible mi amistad con Mark Benet, actor teatral compatriota descendiente de ingleses e integrante de las primeras generaciones de egresados de la Comedia Nacional creada por Margarita Xirgú. Esporádico director de algunas puestas en escena, excelente docente de las técnicas clásicas en los tiempos previos a su muerte.

Nuestro diálogo amistoso comenzó a mediados de la década de los cincuenta y de pura casualidad, coincidíamos en los conciertos sabatinos de nuestra orquesta sinfónica en el Estudio Auditorio; aquella sala de la esquina de Andes y Mercedes, muerta por incendio como El Globo isabelino, como tantos otros después para nunca más volver a ser reconstruido. Algo pudimos sospechar, debimos estar más finos de espíritu ante esa premonitoria incineración del lugar de la música.

Después de la música ante todo nos encontrábamos en una chocolatería cercana acogedora, bulliciosa, La Verbena se llamaba y tampoco está más en la ciudad. Se esfumó de la vida como aquellos jóvenes que se ennoviaron en sus mesas, inquietos por las musas tangibles –había entre los más emprendedores un grupo de estudiantes y recientes profesores de literatura-, que entre churros rellenos de dulce de leche y crema, tazas humeantes de espeso chocolate a la española discutían sobre Valéry, la persistencia de Galdós, la evolución de la guerra de Argelia. Acallados los ecos de la función y los adioses en camerinos del Estudio Auditorio, se acercaban a La Verbena algunos músicos que había interpretado a Sibelius, Mendhelssohn y Antón Bruckner.

En esa época de soledad indeseada yo me asomaba a la vida de otros para empañar con vahos humanos el cristal de la tristeza, tampoco me disgustaba el espectáculo de la gente feliz. María Teresa Ricciardi, fatua y hermosísima, lejana e inolvidable me presentó a Mark que había enviudado hace unos meses, era extraño para mi encontrarme con el marido de la otra mujer joven muerta súbitamente en la ciudad; había una segunda mujer entonces, siempre hay mujeres muriendo demasiado jóvenes. Nos unía una coincidencia desagradable que luego fuera pocas veces comentada entre nosotros, inoportuna de conciliar con esa especie de invitación al romance que nos lanzó ella sin percatarse ni arrepentirse, una María Teresa celestina de rummy canasta. 

“Están elegantes como siempre, los viudos más codiciados de la ciudad, juntos pueden conseguirse un par de buenas mozas”, dijo María Teresa. Mark a pesar del dolor presagiado detrás de sus lentes oscuros inadecuados para ese atardecer invernal, le contestó imitando la voz de viejo madrileño y en tono de zarzuela, “una morena y una rubia, hijas del pueblo de Uruguay…” “Tontín, tontín” replicó nuestra amiga frívola y se alejó movida por una amorosa brisa interior, programa de concierto en mano, quería ser la primera en llegar a los brazos del prestigiosos director austriaco que había hecho su entrada triunfal, recibirlo como si fuera un héroe victorioso de batalla y derrotado por la muerte llegando al Walhalla.

“¿Cómo prefiere el chocolate?” me preguntó Mark, asumiendo con resignación estoica, desde el comienzo, un conocimiento recién impuesto, yo ncliné la cabeza, bajé la voz y le contesté “odio el chocolate”. Mark sonrió. “Hombre, esa es una excelente respuesta y no supone que hoy esté predispuesto a embriagarse.” “Tanto como eso… a mi edad hay pocos excesos que me tientan. Tampoco lo presiento a usted en ánimo de salir por ahí a buscar mujeres de vida disipada, ir de putas vamos. Unos tragos de buen whisky es una honorable negociación para ambas partes.” “De lo primero no esté tan seguro. María Teresa me mató el deseo. Tiene razón, una intimidad con ese licor evocado es de rigor para dos caballeros como nosotros.”

En los meses de agosto de hace treinta años Montevideo tenía una belleza ventosa de calles limpias, árboles que parecían moverse por voluntad propia, veredas sin romper y transeúntes silenciosos que levantaban el cuello de los abrigos de piel de camello al cruzar las plazas. Era constante en aquellos agostos la sensación de que en cualquier instante, desde un milagroso cielo azul incorrupto podía caer una fina textura de copos de nieve como nunca sucedió, que doblando una esquina cualquiera diéramos con una pendiente empedrada llevando a la alegría portuaria de Lisboa mitigada de saudade. Extraña ciudad era Montevideo en aquellos años, hacía recordar otras tramas de casas y arboledas sabidas de memoria y por ocasional postal de algún amigo viajero, incluso a quienes nunca la habían abandonado. Integrando un urbanismo adolescente de arquitecto emigrante de segunda generación, algún trazado edilicio cuando lo afectaban imprevisibles juegos luminosos de crepúsculos nublados, parecía hurtado de las plazas menos visitadas de Florencia en otoño; levantando la vista unos pocos grados era posible descubrir –clausurando en la cumbre edificios de moderno estilo ortodoxo dispensados de gracia-, alguna réplica menuda de minarete mozárabe, como si la España del sur con memoria coránica hubiera infiltrado la imaginación de un proyectista de apellido andaluz. 

Nunca y si bien insistimos poniéndolo a prueba en los mismos agostos hacía mucho frío, durante los meses inclementes que depara el invierno la ciudad era estío de eventuales países nórdicos –con ventisqueros y tormentas de nieve- desconocidos y cada año más distanciados. Como en días coloniales de su casual fundación Montevideo continuaba siendo una plaza fuerte defensiva, en aquellos años hace treinta años nadie recelaba un ataque, menos la forma y carácter del agresor. De nada vale ahora saber vivido el tiempo espumante de felicidad condicionada, una angustia incierta ante la inminencia postergada del final de fiesta que al final se produjo. La Nueva Troya de Dumas tenía los caballos traidores pendientes del perfil indefenso de las almenas, en los cojones de broncíneos equinos estatuarios anidaba un enjambre de alimañas copulando a la espera de la traición, reproduciéndose con un aullido terrible que nadie distinguía. 

En la caminata con Mark el día que nos conocimos, tampoco nos hubiera sorprendido divisar los signos de un incendio incontrolado en alejados barrios miserables, miles de ratas enloquecidas interrumpiendo nuestra marcha, tapizando de una marea gris y peluda (burbujas vivas de la tierra) el adoquinado de las calles antiguas; ni que surgieran de pronto pordioseras en los portales, ancianas desdentadas y pestilentes, con pústulas enormes royendo de a poco una carne que había sido mujer. El mal estaba anidando, mientras la luz pegaba en ventanas indefensas, los luminosos multicolores parpadeaban a la caída del día; varios edificios jugados al cristal retenían la esencia del sol presipitándola mansa hasta tocar la tierra.

Caminábamos en dirección rectilínea, la cuadrícula integrada de la ciudad hacía de nuestros pasos una réplica humana de laberinto de laboratorio, sin parques extensos, rodeos o curvas centenarias de callejas estrechas. En el centro de la ciudad parecíamos atraídos al mismo lugar que buscábamos ambos sin haberlo combinado al avance. “Yo soy algo parecido también a un anticuario –me dijo-, pero de palabras” y recitó los versos finales del parlamento de Segismundo. “Eso y dicho de tal manera sólo puede hacerlo un entusiasta del barroco español, un actor”, le dije. “Como buen montevideano típico supongo que va poco al teatro.” “Así es” contesté sin sentirme avergonzado. “Ahora, conociéndome, tiene una excelente razón para cambiar esa conducta reprobable. No será lo mismo que ir a buscar putas pero puede llegar a ser divertido.” “En todo caso incomparable a la posibilidad de interpretar a un caballero ebrio” dije y él sonrió por segunda vez. 

Admito que pasé de largo en nuestra primera caminata los tics prejuiciados en la idea que nos hacemos de un actor, tampoco él me hizo llegar un resentimiento por no haberlo reconocido; pienso que mi ignorancia lo tranquilizó evitándole caer en la tontería de las confirmaciones. Una vez mucho después de nuestro encuentro, me comentó que un espectador incluso los asiduos pueden amar al personaje representado, pero pocas veces llegan a conocer la materia esencial de un actor, puede que haya dicho los sueños de un actor; había cierto orgullo en su razonamiento y de mi comportamiento comentó que avancé “prudentemente” en dicho conocimiento. Hasta hoy lamento cada vez que lo recuerdo mi falta de curiosidad para haber avanzado lo suficiente en su enigma.

“Un anticuario de palabras… es ingenioso, nunca lo pensé así; ignoraba esa ventaja adicional que tiene de conocer mi manera de ganarme la vida. Su definición es una metáfora más apropiada para nombrar un filólogo.” “De lo primero sin misterio, la casta Ricciardi es responsable accidental. Un filólogo es un apasionado conservador en el silencio, los actores dotamos al contrario de vida a las palabras, con el sonido íntimo de la voz humana reintegramos de sentido el horror, la muerte, la burla y el absurdo. No me haga caso, esto se me acaba de ocurrir, ejercicio de improvisación que apenas resiste el mínimo análisis. De este día del que juntos veremos la noche, lo extraño es que usted sea un habitué de la confitería y nunca hayamos coincidido.” me dijo. “Seguro que estamos en el mismo escenario y ensayamos monólogos a horas diferentes” le dije. “Es una idéntica estación de trenes con equipajes parecidos y billetes a destinos disímiles.” “En una vida compartida con muertes incompatibles.” Pareció meditar sobre lo que veníamos de comentar y dijo: “A esta altura de la charla María Teresa merece un brindis adicional. El tres es un buen número, trae suerte.” Los vasos con el Dewar’s que Mark recomendó se alzaron hasta tocarse, las aguas capturadas de torrentes escoceses acompasaban la alegría reposada de gratas divergencias. Desde entonces jamás nos embriagamos hasta perder el sentido, nunca fuimos de putas como insinuamos sin convicción los primeros minutos cuando nos conocimos y acompañamos con interés y el amor de cada uno por sus actividades. 

Con frecuencia nos encontrábamos en la chocolatería cercana al Estudio Auditorio como si fuéramos amigos de toda la vida, desde la distante adolescencia y antes. Hasta el último sábado que permaneció abierta vimos a una María Teresa con arrugas en la cara del alma, luchando contra los años, correr programa en alto, yendo a adorar las manos siempre prodigiosas, el prodigioso talento milagroso del director de turno invitado.

¿Cuál entre los vividos sería el episodio ejemplar para ilustrar nuestra amistad? Había en el conjunto un fondo compartido de cinismo e ironía cariñosa, preparándonos para ponernos de acuerdo en la ardua maniobra de zarpar del sitiado puerto de Juvencia con cierta dignidad. Admitiendo netas diferencias: mi proyecto consistía en un avance a ciegas por el bosque retrospectivo de los usos sociales, que podía juzgarse en la calidad de las piezas, la decantación de la clientela por un tamiz de dólares. Un viaje en el tiempo conduciéndome sin angustia hasta remotas dinastías chinas, inclusive aceptando que mi interés y cariño estaban orientados hacia el último cuarto del siglo diecinueve. 

El periplo de Mark buscaba otra ruta, los años posteriores lo prestigiaron con actuaciones memorables, algunas en las reñidas temporadas de Buenos Aires. “Mi buen amigo”, me decía a veces, como si el éxito fuera la suprema demostración de su contemplación de la vida, “para un hombre nacido en un pueblo del interior del país, excusa de villorrio para justificar una estación de tren de finalidades surrealistas, nieto de marino desertor de la temible flota de Su Majestad Británica, huido a un país que buena parte del mundo confunde con Paraguay, pasarle lo que me sucedió en Buenos Aires es un logro que conviene mantener a distancia sin desafiarlo.” Tenía razón, a consecuencia de un inexplicable mareo de los valores estábamos perdiendo en nuestro país, seguro que sólo en la capital, las dimensiones exactas del tiempo disidente y el espacio recalcitrante. En mi universo con incienso un Chippendale instalado en la Ciudad Vieja de Montevideo, exhibido en una vidriera recoleta bien iluminada tenía una intemporalidad asegurada. Se volvía el objeto –siendo sólo un mueble correctamente restaurado- al que podían conmover las últimas cotizaciones del trimestre de Christie’s en el 89 King St. “En cambio yo dispongo de una sola vida de duración incierta, de un número que alguien ya conoce de noches para ser Arpagón, Arlequín, Don Juan, el viejo Zoilo, Willy Lotman e tutti cuanti. Cualesquiera de tus arcones apolillados enterró generaciones de comediantes de todo el mundo, tus objetos serán por siempre irrepetibles, yo lo único propio que tendré será la forma de la muerte. Ello me obliga a ser cuidadoso en su organización.”

Así charlábamos en su departamento mientras releíamos en voz alta recortes de La Nación y Clarín sobre su conmovedor protagónico de El caballero de Olmedo. En esos arrebatos de la fortuna, posibles sólo en ciudades sorprendentes como Buenos Aires lo tentaron para radicarse proponiéndole libertad de repertorio, la dirección de un taller para perfeccionamiento actoral, incursiones en televisión y la promesa de acceder al cine. “A un hombre como yo, después del obsequio inesperado de lo vivido con la ambigua apariencia del triunfo, sólo le queda el desusado glamour del silencio. Me apenaría que tú, precisamente, atribuyas mi decisión al síndrome de Greta Garbo, aunque intuyo que llegado el final pediré que me dejen solo. Estas crónicas elogiosas hasta la desmesura llegaron demasiado tarde en mi vida. Estoy cansado de cambiar los tonos de voz, siento que estoy en condiciones óptimas de dirigir a quienes empiezan a medio camino entre desorientación y entusiasmo.”

El último verano que compartí con Mark, su hermana nos invitó –“más que dos viudos parecen solterones”-  a pasar unos días a su casa del balneario Solís. A pesar de las antropófagas connotaciones históricas del nombre, por inclinación sedante de sus dunas modestas, densidad de bosques recordando otros bosques y la configuración de sendas confundiendo paseantes entrometidos, fue el lugar preferido por muchas familias de la colonia inglesa que desde las invasiones del siglo pasado y aún las más recientes, mostraron una preferencia por conquistar estas costas exóticas y empobrecidas. Con el pasar del tiempo ese carácter británico de imperio colonial se desvaneció, es justo reconocerlo: el balneario Solís mantiene un carácter nobiliario que desalentó la proliferación de chalet prefabricados de nombre combinado, mixtura arbitraria de primeras sílabas de dos nombres propios con resultados fonéticos deplorables. Allí el paisaje, por extraña ilusión lograba simular los tiempos desafinados de las construcciones, podían coexistir en curiosa armonía la silueta clásica del Hotel Alción transformado en colonia vacacional de médicos, y residencias concebidas para las campiñas de Essex con piedra en los muros, perreras por si acaso y algún zorro criollo soltado a la jauría. Transitando senderos oscurecidos por hojas transportadas resistentes a nuestros febreros, era posible traicionarse hasta escuchar nerviosos cornos llamando a cacería, una voz gibosa recordándonos que también en febrero vivimos el invierno de nuestro descontento. 

Aquellas fueron dos hermosas semanas, la hermana de Mark y su familia resultaron estupendas personas en la difícil convivencia de verano en casa ajena. Mark nunca me había comentado la existencia de la casa familiar de veraneo en Solís, un olvido sin duda, detalle menor ante otras informaciones que calló. Durante los días de reposo se dedicó a leer, dejarse crecer la barba que era de un gris definitivo y tomar notas para sus futuros proyectos de dirección escénica. Me decía: “¿No te parece que podría dar algunas clases? Dirigir y unas actuaciones esporádicas para mantener el nervio sería suficiente. Hasta creo que olvidé la técnica de memorizar, llegó el tiempo de escuchar la palabra de los jóvenes, orientar sus gestos. Nada como la cercanía del mar para tomar decisiones graves, es mejor que preguntarse si el diablo puede decir la verdad. Como siempre que se elige el mismo día es a la vez el más bello y el más feo.”

En cuanto a la manera como viví mi quincena, todas las fórmulas que hallo para enunciar lo sucedido se me antojan un tanto cursis. Siendo breve, viví mi despedida del amor al mismo tiempo que lo reencontraba; para ser más definitivo, el romance otoñal, lamentable expresión, la mujer de esa casualidad era bastante más joven que yo y de las que no mueren a destiempo. Fue mejor de lo soñado, era lo que necesitaba en todo el cuerpo para saberme vivo y admitir al fin, sin coartadas, que Mercedes hacía tiempo que murió. Ella fue una muchacha decidida, insolente con gracia y se lo agradezco, removió cenizas avivando una llama débil, consumida después cuando irrumpieron los primeros e imposibles planes compartidos. Los adioses fueron lo bastante civilizados dadas las circunstancias y padecí la tristeza en soledad discreta. “El anticuario mató el sueño”  fue lo único que comentó Mark cuando vislumbró el desenlace de mi romance. Luego él y yo compartimos la decisión de quedarnos en Solís otra semana, recuperando el tono habitual de antes, luego de las removedoras situaciones acabadas de vivir. “Un entreacto” recuerdo haberle dicho en algún momento refiriéndome a la experiencia. “Una restauración inconclusa” me replicó.

La amistad es adentrarse en el desconocimiento del otro y terminar aceptando un saber tardío, ello no impidió que con Mark llegáramos a una sombra precisa de amistad acotada. Continuar más allá de la prudencia confidencial hubiera sido impropio, recrear nuestras familias sin concretar innecesario y con lo tenido bastaba. Algo de tolerancia mutua, paciencia y percepción similar de hechos exteriores que arreciaban: cuando después de aquella tormenta pasajera y violenta un jinete abrigado pasó por la costa, galopando perseguido –sombra ambulante de la vida- por una caballería fantasmal, cuando el viento movía los árboles al ritmo intenso de un tercer movimiento, las casas veraniegas se cerraban y la hierba buscaba su natural anarquía sin cercenamientos de jardinería nosotros decidimos regresar a Montevideo. 

Esa temporada fue un gozne de portones de inmovilidad centenaria. “Por fortuna pasamos juntos estos temporales” dijo él. Estábamos cenando una cazuela de mariscos, exceso justificable por ser la noche previa a la partida, la hostería del lugar servía los últimos manteles de la desfalleciente temporada; en apenas tres días, se pasó de gente extranjera esperando mesa en la terraza a una pausada vigilancia de camareras necesitadas de dormir el sueño acumulado en verano. “¿Cuánto hace que me propusiste salir de putas?” me preguntó, sorprendido me reí con ganas. “Pensé –dije-, que para recordar aquel día de nuestras vidas apelarías a Sibelius.” “Al austriaco pelirrojo señor de la batuta. ¿Te acuerdas cómo se llamaba? Siempre y cuando estuviera aquí María Teresa, que a estas horas habrá replegado su afán de convocatoria al romance de los viudos.” 

Incitados por el pasado pedimos otra botella de buen vino blanco. “Amigo –dijo Mark- nada en el mundo debe sorprendernos ni atemorizarnos la forma de morir.” “Te preocupa demasiado la muerte desde que abandonaste la escena” comenté. “Es la clausura definitiva de la temporada, la única suerte a la que aspiro es alcanzar una muerte coherente. En estos tiempos sin que adivine la razón, me viene a la cabeza con insistencia una línea que la Xirgu me hacía repetir una y otra vez en mi época de estudiante: no me acordaba casi del sabor del miedo. Deseo que a ti no te llegue sentirlo alguna vez, te deseo la misma coherencia. En esos instantes inexorables hèlas, sería agradable que estuviéramos uno junto al otro, como ahora” dijo. “No lo tomes a mal –le contesté-, preferiría ser yo el que vaya a tu salida a bambalinas.” Pareció no escucharme limitándose a observar desde cerca el color intraducible del vino. 

Era casi medianoche cuando salimos al sendero que llevaba a la casa y desierto a esa hora, pasaron tres automóviles cargados de bultos en retorno definitivo a la capital. la noche estaba fresca y luminosa, la noche era silenciosa, lo suficiente para oír con claridad el estrépito del mar rabioso pegando en escolleras imaginarias, contra altas piedras devolviendo un eco de aceros entrechocados. “¿Oíste?” me preguntó Mark sobresaltado. “¿Qué?”, respondí. “Si no oíste” insistió. “¿Y qué diablos se supone que debí haber escuchado?” “Cierto –dijo regresando de algún lugar que yo ignoraba- nada, nada. Es culpa de ese maldito postre de cerezas” refunfuñó mientras, con un pañuelo ensalivado procuraba sacar una mancha del puño de la camisa.

Durante años seguí con interés los consecuentes logros de mi amigo, nunca fueron la explosión genial y sorprendente de una única puesta en escena, él mantenía algo así como el espíritu clásico del teatro. El arte de ser alguien distinto nunca dejó de perfeccionarlo, lo suyofue una búsqueda más que por la innovación técnica exterior, signada por el ahondamiento en la inquebrantable voluntad de dejar de ser yo. Sus discípulos, incitados por las transformaciones de los teatros y elencos del mundo, aprendieron a respetar su severa capacidad de revivir parlamentos con siglos de escritura. Seguro que por esa misma disciplina clásica sin concesiones a la moda, anotada por algún delator infiltrado en sus cursos, cuando los militares asaltaron el poder fue de los menos molestados en el ambiente. En impuesto silencio supo de la fuga clandestina de compañeros hacia el exterior, sintió la ausencia de otros prisioneros, enterró en cortejos minúsculos y vigilados a queridos amigos. “Lo teníamos ensayado, salvo que ahora prescindimos de la segunda función” ironizó desde la rabia y el miedo maquillado de fingido desencanto. 

Las semanas se centuplicaban, la historia parecía haberse estancado trabado sus poleas en este lugar del mundo, dando paso a una persecución con el objetivo final del exterminio. Al mes, al otro mes que llegó a los pocos días igual llegó la cuenta de la luz, con la misma moneda circulante pagamos la comida y nos venció el sueño cada noche. Alguien como yo, trabajador en la buhardilla de la sociedad no es la persona adecuada para mentar dolores de los otros, destinos violentos que nada hizo para impedir. En la ciudad percibí el cambio de los tiempos, al recuerdo de calles sorprendentes y veredas entibiadas a eso de la media mañana ingresaron imágenes de la guerra ajena. 

En lo profundo me negaba a aceptar lo sucedido, resultaba menos humillante suponer el padecimiento de un ejército invasor, otro fronterizo monarca usurpador, un ambicioso asesino en castillo que digerir el gusto ácido de esos días. Mi cuerpo capituló y comencé a caminar apoyado en un bastón, los tres apoyos del andar me permitían deambular sin ser molestado por las autoridades, notoriamente alejado de la culpa terrible de ser joven. La mayor violencia para mi estaba es la acechanza permanente de los motores; embaldosados puestos para el paseo insinuante de mujeres con zapatos de taco alto y la desgarbada carrera de escolares, eran pisoteados por trotes de botas entrenadas para forzar la entrada en Leningrado, calles que escondieron las vías del tranvía con una capa de alquitrán resentían el peso de llanatas que habían devastado El Alamein, deshechos olvidados en Nápoles, aldeas bretonas de camino al aquelarre y la arisca costa yugoeslava revivían en los pueblos uruguayos, desperdicios de Saigón, uniformes de Santo Domingo y chatarra de entrenamiento en Panamá llenaban de invasora estridencia la noche insomne de la ciudad tomada. Hombres uniformados con dedos en gatillos aguardaban agazapados en las esquinas a tanques enemigos que nunca llegarían, mientras las tropas entrenadas aguardaban el asalto final postergado al infinito; los paracaidistas sabían de su improbable salto detrás de las líneas enemigas y en los sótanos de casas preparadas sucedían cosas innombrables. Hasta la rabia se olía de saber que ese camino nunca conduce a la gloria del reconocimiento, sino al anonimato vergonzoso necesitado de trapos. 

En la calle estábamos en desigual combate los compactos escuadrones de fusileros navales, conocidos por su eficacia y los viejos que siempre tenemos una razón baladí para salir, unos sin nadie uniformado sobre quien disparar y otros sin ganas de continuar sobreviviendo. Los neumáticos altos como una persona resonaban un caucho de cruzada, los conductores de los vehículos militares –creyendo que sometían la frontera holandesa- sabían que desde las ventanas sin luz miles de ojos los miraban con temor, los transportes multiplicaban en su variedad un sonido agrio de engranajes de huesos y guerra marcando la persecución inclemente. Esporádicos disparos de ametralladora, tableteos imposibles de desoír proclamaban los crímenes sumarios que toda victoria necesita, la dictadura era oscuridad desplegada en la noche, nadie dormía, delación, allanamientos y saqueo lo impedían. Cada amanecer de dignidad hipócrita despertaba con visibles cadáveres anunciados por televisión y otros ocultos, cuerpos mutilados, putrefactos a causa de las heridas que la insania negaba retener y haber matado. Hasta el orgullo bárbaro de eliminar al enemigo y fotografiarse con el pie pisando el pecho perforado se ordenó olvidar. Perros hambrientos, hurgadores de basura y pescadores encontraban cuerpos al final de las noches, carnívoros tablones de intencionados naufragios; cadáveres pedagógicos que algún oficial bondadoso condescendía librar, espectadores tiesos de retablo del monstruo atacándose a si mismo, coincidencia deforme, materialización de sueños de guerra fratricida vuelto depravado ejército de bufones asesinos matando por placer. Imposible identificarlos en ojos invisibles, ni en voces que sólo hablaban desde el insulto: correas de dientes afilados, pistones, combustible de alto octanajes, reptante rodar de ruedas de tanquetas. 

Caminando las calles laterales dejando atrás el estruendo de las tropas actuando, sentí punzadas de la muerte en el pecho. Era inevitable topar con las calles con patrullajes de jeeps incesantes en perpetuo cortejo vigilante del lento dolor de la ciudad, algo parecíamos estar esperando: un ataque aéreo sin sirenas ni refugios, la 38 división motorizada, el 5º de caballería, una patrulla de mariners, la carga a sable de la brigada ligera, el final de la cacería asesina sin cornos ni zorros. Era una cortina de humo ante enemigos utópicos justificando el continuo extermino y poder instalar un reino de la muerte sin rojos, obreros sindicados ni poetas, un país a imagen y semejanza de un camuflado cementerio de cuartel. Montevideo había dejado de ser la playa de náufragos inmigrantes peninsulares, bucólica ciudad de la postguerra, cuando la guerra para nosotros era poco más que lo mostrado en los informativos proyectados en el cine Metropol. Como con las armas que vendo a los coleccionistas, me hubiera gustado conocer cuánto tiempo hará falta para disipar de las empuñadoras y culatas la marca de la sangre. La ciudad se desconfiaba a ella misma, era el condado periférico y doliente donde ellos acamparon para someter.

Dejé de salir por la noche ahondando mi diurno deambular por casonas y ferias vecinales. El negocio prosperaba, es verdad. La sociedad en tu integridad ingresó a un degradé de la violencia cada vez más confundida con sucesos cotidianos; asumimos una etapa humillante de consolidación y el comienzo de aceptar vivir con el horror en paralelo. Los altos mandos aceptaban con agrado que, sin necesidad de ejercer presión se alistaban civiles al proyecto, dispuestos a fundar la teoría justificando el nuevo orden salvador del sentir nacional, sustentado por abogados infames capaces de engarzar la muerte y el Derecho. La parte de la historia que estaba resistiendo según noticias referidas por gente amiga se distanciaba de mis intereses inmediatos. A todo esto Mark continuó con las clases de teatro, debiendo soportar nombramientos de mediocres en puestos de responsabilidad, desplazamientos agraviantes en el escalafón, limitaciones ramplonas de repertorio del elenco oficial y hasta la participación en alguna espectacular fiesta patriótica, con bueyes y gauchos de verdad formando cuadros vivientes. 

“Si el Cosmos está alterado a tal punto, los valores personales tiene una relativa circulación social” me dijo mi amigo alguna vez; cuando nos encontramos las últimas veces lo noté más repuesto y de excelente ánimo, lo que me alegró. Lo consulté sobre ese imprevisible comportamiento, pues conociéndolo –es un decir- presumí una nueva situación afectándolo de manera especial. Su respuesta fue como siempre enigmática: “Cambian las circunstancias de un día para otro, por eso hay teatro y destino. Cambian los roles, todo es disfraz de una historia incesante. ¿Sabes por qué desde el novecientos los uruguayos no tenemos dramaturgo? Porque somos un ininterrumpido auto sacramental, una de esas obras donde actúa toda la población del lugar. Tú actúas de anticuario, yo de actor que actúa y así al infinito incluyéndolos a ellos; andamos a locas, viajamos y morimos, nos desterramos, estrellamos nuestros Astiacnates contra columnas de supermercados. El apuntador se nos quedó afónico y quedamos perdidos en el laberinto argumental de la obra representada, sin poder detenernos. vamos improvisando despeñados a un final diferente al que siempre nos enseñaron.” “Lo terrible es que eso es falso, lo sabes muy bien.” “Lo terrible es que se nos va la vida buscando nuestro papel.” “Además estamos viejos” comenté. “Nunca me gustó Lear” dijo, dando por finalizada la conversación.

¿Tiene sentido preguntarme si alguna vez alcanzamos las profundidades del alma? Quiero pensar que si a pesar de que fue una amistad pensada hacia adelante sin versiones nuevas de dolores pasados. Mark compuso sin dificultades su papel de amigo de anticuario, seguramente fue su actuación más cercana a una verdad de la cual apenas escruté la superficie. Algunas veces nos sorprendíamos hablando profesionalmente, él como si yo fuera compañero de giras por pueblos del interior, yo como si se tratara del coleccionista porteño de jarras de peltre. Lo sucedido luego invalida cualquier especulación para destilar una certeza triste, me consuela saber que lo supe a Mark –cuando él no se sabía observado- viajando por el tiempo y el mundo, preocupado por el destino incierto de los cerezos y arcaicos vaticinios de Tiresias, la sospechosa virtud de doncellas francesas.

Nunca olvidaré la fecha, aunque prefiera escamotearla en la vaguedad de decir mediados de agosto del año mil novecientos setenta y siete. Eso sí: era el tercer miércoles del mes, el día que me controlo la presión arterial en la sociedad médica. Serían a más tardar las once de la noche cuando golpearon insistentes la puerta de mi departamento anunciando visitantes pues a nadie esperaba; estaba leyendo una historia de relojes italianos, la irrupción súbita de nudillos nerviosos, ajenos a mis hábitos de viudo en edad de parecer viudo nada bueno presagiaba. “Disculpe que lo moleste a horas tan inoportunas –me dijo la vecina de un piso superior-. Su amigo actor, el señor Benet, viene de llamar e insiste en querer hablar con usted. Dice que es urgente, por eso me permití…” Mark nunca había hecho antes algo parecido. 

Mientras le agradecía su atención con movimientos torpes que provoca la intuición del miedo, me puse la bata de seda repitiendo que era yo quien debía disculparse por esta contrariedad. Al minuto cruzamos el corredor, subimos la escalera y entramos en su casa. Los niños dormían me dijo ella, el marido me saludó levantando la mano sin dejar de mirar una serial de guerra que pasaban en la televisión; llegamos hasta el rincón del teléfono. “Mejor pase al dormitorio, así podrá hablar con más tranquilidad.” Le agradecí esa amabilidad, ella me dejó solo, cerró la puerta y me senté al borde de la cama.

-Amigo mío, tu llamada a estas horas me intranquiliza.

-Perdóname anticuario, era para avistarte que llegó la hora.

-Se puede saber de qué diablos estás hablando.

-Dentro de unos minutos voy a morir.

-Muchacho, veo que sigues fiel a tus viejos planes de embriagarte.

-Ni whisky ni una ronda por la ciudad de las putas, dos renuncies insensatos de los que ahora me arrepiento. Esta vez es verdad, tampoco pretendas saber ahora la razón de mi muerte, hay poco tiempo… es todo tan complicado de explicar y debía cumplir el amigable deber de informarte sin faltar a la promesa.

-¿Dónde estás?

-¿Te gustaría cenar una cazuela de mariscos recogidos esta mañana misma, con Riesling frío y un postre de cerezas que mancha?

-Si quieres esperarme hasta el amanecer podríamos desayunar juntos, hace tiempo que deseo tomarme un fin de semana largo.

-Ya no veré salir el sol, testarudo anticuario. A pesar de lo que llegues a pensar mañana con el paso del tiempo, quiero decirte que nunca te mentí.

-Como zorro irónico eres pasable, como viejo sentimental me pareces insufrible. Para colmo molestarme a estas horas, incomodar vecinos…

-Es la despedida anticuario. Me pregunto si pusiste a María Teresa en tu catálogo de piezas únicas.

-Espérame mañana temprano, adiós.

Regresé a mi departamento con los pensamientos confundidos, entretejí apenas un sueño liviano y poblado de recuerdos como hacemos los viejos. A las seis de la mañana estaba en el negocio donde los relojes antiguos marcaban otro tiempo sin urgencias, distinto al agotado minuto tras minuto. 

Desde allí llamé a mi sobrina que tiene auto y le pedí que viniera a buscarme, que se trataba de una situación de emergencia, “hasta te diría que es un caso de vida o muerte, por favor no te alarmes, por favor no demores”, le supliqué. A las siete y diez me recogió en la puerta del negocio dispuesta a prestarme el tiempo que fuera necesario, “¿hacia dónde vamos tío?” me preguntó apenas me senté junto a ella. “Al balneario Solís muchacha, lo más rápido posible.” 

La cerrazón de una fría noche húmeda se resistía a disiparse, en pocos minutos dejamos atrás la ciudad y avanzamos solos por la carretera. Después de cruzarnos con ómnibus trayendo trabajadores de los balnearios cercanos a Montevideo, habiendo dejado atrás el primer peaje la ruta parecía estar esperándonos sólo a nosotros. A cada kilómetro ganado en nuestro avance hacia Solís el corazón me latía más deprisa, deseaba irritarme por una presunta broma de Mark con unas copas de más. 

Dejamos a la hora de viaje la carretera principal e iniciamos la marcha lenta hacia nuestro objetivo, que yo recordaba vagamente. Beatriz disminuyó la velocidad, para mi sorpresa entre la niebla y el campo empapado podía distinguirse la vigilancia de cascos inconfundibles y el movimiento de capas de la tropa. Desde entonces avanzamos con mayor prudencia, en medio de la carencia de claridad cualquier gesto impudente podía ser confundido con una fuga. De pronto reconocí la senda que llevaba a la casa de la hermana de Mark, una tímida apariencia de luz, proveniente más de la tierra que del sol invisible comenzó a definir los contornos de pinares y casonas cerradas. Como si despertara de un mal sueño recobré la visión de rincones queridos por razones olvidadas, después de una curva prolongada del camino divisé la casa familiar; siempre me pareció gracioso el puentecillo de piedra grisácea uniendo el bitumen de la senda con la gramilla. “Pasa despacio y no te detengas. Cualquier cosa, si nos interrogan soy un viejo Lord venido a menos y un poco pervertido”, le dije a Beatriz.

Jamás sabré determinar con precisión la velocidad de pasar sin llamar la atención y con tiempo para contemplar lo que será un recuerdo perpetuo, hasta donde pude observar entre cegadoras linternas y manos incitando a circular con violencia, eran tres los cuerpos tapados con unas lonas. Todo era señales de la masacre reciente, la puerta de entrada grande de gruesa madera, digna de una fortaleza estaba destrozada, el frente de la casa era blanco de un enloquecido ejercicio de tiro: tres ventanas y el farol de embarcación de altura estaban irreconocibles, se veían trozos de vidrio desprenderse cayendo como gotas afiladas tajando la tierra, había dos vehículos estacionados en las cercanías, un camión de los grandes con lona extendida y un jeep enorme con ametralladora portátil. Detrás nuestro llegaba una ambulancia militar, un mando autoritario impartía órdenes a sus efectivos y más de veinte hombres comenzaban a reagruparse; el uniforme camuflado destacaba el tizne negro cubriendo la cara, chaquetas y pantalones eran sucesión informe de tonos verdes y marrones, las espaldas fingían un tramado tupido de hojas tropicales, sus piernas arrastraban desde el barro la clorofila interior, al mover los brazos un juego de cortezas se estremecía por el peso de ardillas imaginarias, atadas al casco cubierto de una red, como si hiciera falta la ilusión de las telas de araña, los hombres habían dispuesto ramas de verdad arrancadas a pinos de la zona y en el avance se advertía en varias partes del equipo, incluyendo el fusil, de pie o arrastrándose, desgarrada vegetación menuda. En la noche el grupo enemigo avanzó sobre la casa donde estaba Mark cumpliendo profecías de bosques que se ponen en movimiento: disfraz teatral, maquillaje panteísta para llegar al corazón de mi amigo y detenerlo para siempre sin saludo ni aplausos.

Beatriz y yo desayunamos luego en el parador cercano, nadie en el salón comentó el ruido inconfundible de la noche pasada, la radio en cambio repetía la información terrible de las últimas horas: Elvis Presley había muerto en circunstancias dramáticas y el mundo perdía un ícono adorado. Preguntamos por las recientes ofertas de venta en la zona, fingiendo interesarnos anotamos teléfonos y pedimos opiniones a los patrones del lugar. Yo estaba triste pero sereno, Mark jamás me hubiera dejado actuar de otra manera en la presente circunstancia, tampoco pude evitar recordar los buenos momentos con mi amigo del ocaso, que saldría por fin en la televisión uruguaya en el informativo del horario central, aunque una vez más –caprichos del reparto y azar del elenco- le darían el papel de traidor. Coherencia Mark, coherencia pensé mientras por las mejillas me caían lentísimas lágrimas. Debíamos regresar sin más tardar a Montevideo; durante el desayuno y lo que duró el viaje a la ciudad Beatriz no me preguntó nada personal sobre lo sucedido, ella respetaba mis motivos al silencio y entendió que nada me quedaba para recordar. Hubiera sido para mi difícil explicarle el desconocido poder de los oráculos, las celadas encerradas en todo enigma urdido extraviando a los hombres y transfigurar una vida. En mi segunda muerte de un ser querido de verdad dolorosa, viejo cansado vine a descubrir una odiosa y fría mañana de mediados de agosto que mi querido amigo se guardó –tontín, tontín diría nuestra celestina de antaño-, unos secretos inocentes y necesarios para el arte de vivir actuando una doble vida. En la noche final coronando su existencia, el comediante orgulloso se dio el gusto de desafiar la Muerte sosteniéndole la mirada, a la manera de un Rey cuando cae en desgracia.

En el palacio del Rey de la montaña (capítulo primero)

en «El misterio Horacio Q.», 1998

(capítulo primero)

La razón que justificaba el viaje era reponerme de los nervios y las circunstancias desgraciadas en las que me vi implicado cambiaron mis intenciones iniciales. Todo comenzó porque fui yo quien encontró a nuestro padre colgado en la casilla de madera del fondo, donde en un pasado más próspero de la familia debió albergarse a los jardineros. Sabía que él tenía problemas financieros graves; nunca supuse que luego de la sonada quiebra del Banco –del que era uno de los mayores accionistas- cuando su fotografía apareció en la primera página de los diarios capitalinos, tomaría esa drástica decisión. Recordé nuestras relaciones durante mi infancia y más tarde, estaba convencido de que el suicidio distaba de ser una respuesta honorable al desastre económico sin escapatoria, lo sabía incapaz de un gesto de tamaña grandeza; creo que en la hora final se impuso su egoísmo dejándonos a propósito como lo hizo, una herencia sobrecargada de deudas sin garantía y un paquete tóxico de maldades al portador. Salvo un milagro que nunca se produjo, el suicidio decretó el ocaso de nuestra familia en tanto influencia social del apellido en las esferas del poder. 

Abogados, escribanos y contables insidiosos nos auguraron un porvenir inevitable de miseria para los próximos meses; afortunadamente, la muerte de mi padre impidió toda tentativa de encarcelamiento de otros parientes cercanos arrastrados en sus maniobras fraudulentas. La sentencia divina, entendida como caída fulminante del caudal de acciones, ejecutada por mano propia, satisfacía a la justicia civil y fue suficiente para enemigos jurados aguardando un desenlace desgraciado de la situación. Ese anunciado y brusco movimiento de la rueda de la Fortuna me tenía sin cuidado, pero dentro de la familia tuvo secuelas inquietantes. A los pocos días del suceso mamá comenzó a pasearse por la casa con la mente extraviada, representando la heroína desgraciada de una ópera inexistente, comía poquísimo, murmuraba historias incoherentes, comenzó a vestirse con ropa antigua que exhumaba de arcones fuera de uso. Cada vez que lo hacía su vestuario retrocedía en el tiempo más y más, hasta alcanzar la patética condición de vieja mamarracho.

Si bien la liquidación sumaria del patrimonio familiar era inminente, el impacto del suicidio en las tramas financieras frenaba un tanto la debacle. A ello contribuía una hipocresía reinante, la comprensible y justificada avaricia de los acreedores; cada uno entre ellos trataba de cuidar sus intereses amenazados con atenta y vigilante prudencia. El cadáver de padre nos permitió un letargo de gracia burocrática, limbo temporal en tribunales discretos y que duraría hasta la impaciencia del primer alguacil que viniera a buscar los cubiertos de plata, nuestra vajilla inglesa con monograma dorado de los Morelli en el centro, el samovar traído de Moscú a finales del siglo pasado. Mamá estaba y para siempre fuera del desastre legal que nos golpeó. Mi hermano mayor vivía la inenarrable embriaguez liberadora, viéndose por fin al frente de los negocios sin tener que darle cuentas a nadie, es decir a nuestro padre; él evacuó rápido el dolor filial y exageraba una despreocupada libertad de movimientos, parecido a un niño repuesto de una larga enfermedad que lo postró en el lecho. A lo que agregaba un insensato objetivo en el porvenir, repetido a diario, por salvar el buen nombre de la familia… Podía imaginármelo marchando a las negociaciones –que las más de las veces eran humillantes ejecuciones- con la soga del ahorcado en el maletín, esgrimiéndola ante los funcionarios como argumento emocional mientras les recordaba, con orgullo tendiente al delirio que los Morelli somos gente de honor y siempre pagamos nuestras deudas. 

Uruguay pasaba momentos poco inclinados a esas distracciones del pundonor familiar mancillado, el país era un enorme barco al que un témpano de guerra le abrió un enorme boquete en el casco y en medio de la gritería amotinada, sirenas ululantes e inútiles llamados inútiles a la calma, algunos de nosotros seguíamos bailando valses vieneses en el gran salón, festejando el cruce del ecuador y el aniversario del capitán. De haberle creído a las tarjetas de condolencia que día a día y en número creciente llegaban a nuestro domicilio, con la lamentada pérdida de José Prudencio Morelli la patria venía de privarse de uno de sus grandes hombres. Para mi opinión menos laudatoria que las fórmulas leídas, había muerto un padre ausente, autoritario, y prefiero callar mis sentimientos cuando lo vi pendular igual que monigote, con un solo zapato deslustrado que terminó cayendo y un taburete de sirvienta tirado al costado. Antes de dar la voz de alarma contemplé un buen rato a lo que fuera mi padre, caminé alrededor de su forzada ingravidez evitando cualquier confusión de mis sentidos, dándole tiempo suficiente para morir si es que venía recién de patear el banquito, cuando entré casualmente a buscar unas tijeras para cortar tres rosas que habían adelantado la floración. 

De ese títere de un solo cordel venía yo y supe que la distancia insalvable que nos separaba sería insuficiente para apaciguar recuerdos dolorosos; no obstante la muerte, sus gestos de reproche y certeras palabras de desprecio que formaron mi educación del rencor me seguirían el resto de la vida. Era inevitable que llorara la pérdida de la autoridad que me condicionó a la perfecta infelicidad y a que mi propio cuerpo se pareciera a eso; tampoco todo lo que sucediera en el futuro sería culpa suya, sí buena parte y tal era el impuesto porcentaje de mi herencia. La coincidencia entre su gesto y mi descubrimiento fue el último sopapo que él me propinaba sin reprochárselo después de muerto. Había algo de pedagógico en nuestro encuentro final y si tuve dudas en cuanto a lo que sentí, distaba de ser un sentimiento de respiro y libertad. «Padre nuestro» dije, y entendí que esa imagen de luz entrecortada por tablones verticales podridos presagiaba mi entrada a la pesadilla de otro tiempo; ingreso a sueños con ahorcados, como si él descontento por lo hecho y reprochándome el haberlo descubierto ahorcado, me indicara un camino llevando a mi vergüenza: la perdición que me estaba destinada por haber entrado en la casilla de los jardineros sin golpear, a lo niño maleducado.

Después estaba lo incontrolable, secuelas y ceremonias secretas, derrumbamiento imperceptible de la endeble noción de familia y noches en casa, con madre limpiando de a uno caireles de arañas traslúcidas a las tres de la madrugada, cocinando quilos de papas fritas que terminaban en la basura, tejiendo escarpines negros y observando escaleras con ojos de Tosca tentada por la fosa induciendo al abismo, preludiando la réplica del telón final. Comencé por la pérdida de horas de sueño, suponiendo que ciertos objetos de la casa y que me acompañaban desde la niñez segregan un humor pegajoso como linfa de la hostilidad. Sentía que por debajo de mi piel la urdimbre de los nervios era un circuito fosforescente y enemigo, entidad desconocida al cuerpo; me dejé llevar por las facilidades del lugar común y fabriqué con plasma adulterado pequeños síntomas del agotamiento, secuelas de la falta de sueño. La sabida hipersensibilidad de espíritus fragilizados por una dura pérdida, gestos ostentosos de alguien que requiere asistencia, pide ayuda y la pide ahora. Mamá resultó más dócil, siempre encontramos en la vecindad alguna vieja enfermera jubilada que venía a hacerle compañía, su cuerpo entregado era sumiso al efecto de cápsulas tranquilizantes que le suministraban de continuo. Lo mío dijeron ellos, inquietaba sin llegar a ser alarmante, aconsejaron retiro que ayudara al olvido, un viaje de ser posible y vida sana al aire libre; para llegar a esas mediocres conclusiones resulta que ellos estudiaron durante años en la Facultad de Medicina. Tampoco era yo el obtuso de la familia, expedirme bajo consejo médico a la casa de alguien conocido no suponía en principio una ofensa ni constituía una carga fastidiosa, si se dan buenas condiciones afectivas hasta puedo tener una conversación agradable. 

Cuando la gente omite hablarme del «incidente» puedo departir con entusiasmo de música clásica, asunto que conozco bastante bien, sobre la situación política del virreinato para lo cual la ignorancia es suficiente e incluso aconsejable. La muerte de nuestro padre disipó brumas persistentes después de muchos años entre los Morelli repartidos a lo largo y ancho del territorio nacional; parientes cercanos y lejanos respondieron de inmediato al duelo, dispuestos a solidarizarse sobre la paleta de los buenos sentimientos. La plata era otro asunto, la muerte dejó sin efecto juicios sobre la actitud distante y despreciativa de mi padre respecto a la familia cuando empezó a prosperar. Esos tanteos se justificaban, lo urgente era que yo abandonara la casa familiar por mi bien y temor a mis reacciones… Mi hermano Mauricio me propuso con el nuevo tono de gerente que había adquirido, que fuera a la Barra de Maldonado donde veraneábamos cuando éramos chicos. Le dije mi preferencia por marchar al litoral, a un territorio de frontera pues fue allí donde pasé las únicas vacaciones de mi vida fuera de la irrespirable tutela familiar; por ese motivo y lecturas posteriores asociadas al episodio, las recordaba como las semanas más felices de mi vida.

El Morelli en cuestión, sorprendido por la elección del pariente en desgracia aceptó albergarme por un tiempo en su casa. Fue así que un viernes a la noche yo estaba en la estación Artigas de ferrocarriles, pronto a subir al tren que durante la noche me llevaría hasta la ciudad de Salto. Aquella tardecita de otoño entrevista en la estructura de hierro de la estación y cristales coloreados de techos altísimos fue espléndida: ver changadores uniformados de azul llevando bultos que viajaron por el mundo, descubrir al final de los galpones alineados el cielo que tornaba del azul intenso al lila melancólico, escuchar el sonido espasmódico de locomotoras fatigadas o acaso la inminencia del viaje, me hicieron sentir bien y esa noche por primera vez en semanas, arrullado por el traqueteo del vagón dormitorio dormí de un tirón. Cuando desperté sin tener la boca reseca había olvidado lo soñado durante el trayecto.

Llegué a Salto como lo haría por primera vez un extranjero, mi vestimenta era apropiada para asistir a un partido de cricket y pasear por balaustradas pintadas de blanco de un balneario británico un jueves de septiembre. En el andén me esperaban un tío segundo que recordaba con cariño y una muchacha de aire tímido.

-Esta es Jésica, dijo mi tío después de abrazarme. Acuérdate de cuando jugaban juntos hace de eso muchísimo tiempo. Bienvenido sobrino.

Era cierto entonces que había un vínculo entre la muchachita rubia que recordaba de días pasados junto al río que da nombre al país y esa casi mujer parada en el andén de la estación ferroviaria de Salto, que me saludó con afecto reticente, curiosa y teniéndome lástima por lo que yo había vivido. Mirándome por si había la posibilidad de un asomo de romance entre primos que restituyera años de separación, acaso destratándome de inmediato por mi aspecto equívoco de venir de otro lado, un país lejano y por mi desagradable mirada de mal del alma. Era el tiempo que hace estragos y lo mismo sucedería conmigo, pero Francisco nada comentó sobre mi aspecto que por otra parte se suponía. El dijo «lamento lo de tu padre», contesté gracias y dimos la cuestión por zanjada, al menos que yo tuviera luego la necesidad de regresar sobre el asunto. 

Por las precauciones iniciales de Francisco, deduje que Mauricio exageró en sus recomendaciones sobre mi estado de salud, lo silenciado quedaría protegido en la situación neutra que insinúa la palabra reponerse, cuando se la pronuncia lentamente y en voz baja; caminatas lentas al aire libre y mucho sol para contrariar la palidez, cantidades progresivas de alimento recobrando el apetito, cuidados similares a los dispensados a cualquier muchacha primeriza que perdió el embarazo en una caída escaleras abajo del sótano. 

Me constaba que Francisco era una buena persona, en los primeros momentos luego de mi llegada se le dificultaba ocultar las reticencias que le provocaban mi condición de capitalino. Había algo relacionado a mis estudios avanzados, sobre todo el ser hijo de quien era y haber visto el peor ocaso de la paternidad, despertando en los otros sentimientos encontrados. Necesitaba evitar enfrentamientos, quería mantenerme alejado de rencores antiguos que me eran ajenos y se lo hice saber a mi tío desde el primer momento. 

 -Para serte sincero, pensé que irías a la casa de la Barra de Maldonado, dijo él mientras marchábamos a la casa y ya en el automóvil.

-¿Cómo va el potrillo de la Ramita? le pregunté mirando por la ventanilla, tratando de reconocer lugares.

-¡Ah! ese bandido es un matungo viejo y hasta tiene nietos. Qué memoria compañero, me respondió.

-¿El árbol del patio sigue dando nísperos dulces? proseguí, acentuando el cuestionamiento de emociones recobradas.

-Esta mañana, antes de salir a buscarlo le preparé los mejores en una fuente con agua fría. Lo están esperando en el comedor.

-Gracias, respondí.

Por unos minutos dejé de interesarme por las casas olvidadas que miraba pasar, creo que tío quedó contento por mi actitud comunicativa y la memoria de los nísperos dinmersos en agua volví a ser el sobrino gentil que fui tiempo atrás. Habían sido buenos momentos.

-Yo quise volver a Salto más de una vez Francisco, le dije.

-No me digas nada. Me imagino.

Él estaba pensando en la intransigencia de mi padre y tenía razón, mi prima escuchaba nuestra conversación y sonreía.

-Le pusimos Curioso, dijo ella. Un poco raro como nombre de caballo, pero como usted dijo cuando nació el potrillo que parecía curioso…

Con la excusa de un trámite impostergable Francisco me dio una sencilla vuelta de bienvenida por la ciudad. Salto estaba linda esa mañana de sábado y me sorprendió para bien el bullicio soleado que había en las calles céntricas; aquí y allá quedaban rastros de la pasada campaña electoral tan insólita para la historia del país, la gente caminaba con el entusiasmo de estar ganándole unas horas al mormaso de las dos de la tarde. Había lo previsible en la ciudad, hasta una confitería impecable en una esquina donde un grupo de liceales vestidos de gris y azul tomaban helados de frutilla, de menta. En la escena se adivinaba la cercanía del río caudaloso, el distanciamiento de un pasado social de esplendor y orgullo ahora alicaído.

Después de atravesar el centro en uno y otro sentido, el auto enfiló por una calle que parecía arbolada con exageración, detalle que agradecía en silencio, doblamos un par de veces más y llegamos a la casa de Francisco. En mi recuerdo deformado por el transcurrir de los años e infinitas interferencias difíciles de organizar, la casa era parecida a una mansión solitaria en el medio del campo. El crecimiento desordenado de la ciudad dispuso otras construcciones en una cercanía que sin ser incómoda, rompía el conjunto del vitral del pasado. Entre el tiempo y la distancia se complotaron para operar los cambios más evidentes, si me atenía a lo que observaba y aceptaba la primera impresión, los negocios de Francisco, prósperos en otro tiempo quedaron estancados en una manera de concebir la sociedad que perdía velocidad; como si él y su actividad de comerciante de campaña simbolizaran el ocaso irremediable de almacenes de ramos generales. 

Lo mismo podía suponerse de la casa familiar, todo en ella era de buena calidad y rompía los ojos su pertenencia al pasado. La misma puerta de calle parecía haber librado una lucha encarnizada con zapadores del batallón del tiempo y secuelas de la derrota se advertían por doquier. Yo, que durante años viví en una casa tomada por decoradores afeminados, dispuestos a imponer retazos de Milán y París en el cuarto de baño y el salón de música, viendo la casa menguante de tío Francisco me sentía entrando en la fortaleza que resistiría apenas el próximo embate de Cronos.

Mi cuarto, la habitación que habían dispuesto para mí, tenía el aspecto prolijo necesario al sobrino querido, un joven seminarista asturiano que llegara por primera vez al colegio mayor de Salamanca. Lo necesario incluía una limpieza maniática, nada de lo imprescindible faltaba ni tampoco había un detalle secundario que denunciara un descuido barroco. Aquello era el sitio ideal para una cura de reposo después de asistir al milagro legitimado, escribir un prefacio terreno al Cántico espiritual, olvidar en silencio el suicidio del padre y evitar el del hijo. Había en ese lugar de la casa una aureola de religiosidad seglar y la memoria integrada de monjas hacendosas, hermanas devotas de manos pequeñas y aplicadas a planchar durezas inmaculadas del almidón en bruto, mujeres obsesionadas por excomulgar el polvillo en una habitación que yo imaginaba dejada de la mano de Dios desde hace mucho tiempo.

Sin que pareciera que me estaba aleccionando, tío Francisco me puso al tanto del sencillo funcionamiento de las costumbres de la casa. 

-En una hora almorzamos, me dijo. Algo liviano, estoy seguro que después te vendrá bien una siesta para reponerte del viaje. Dispón tus cosas, te dejo tranquilo, ya tendremos tiempo para conversar.

Cuando quedé solo en la habitación mis aprehensiones iniciales al llegar se disiparon y sentí por primera vez una paz agradable, equidistante a la euforia sosegada en la estación de trenes de Montevideo la víspera, que sucedió hacía pocas horas y databa de muchísimo tiempo atrás, de cuando padre vivía. Abrí la cama de puro gusto, pude disfrutar por adelantado el instante de meterme desnudo entre esas sábanas bordadas antes de mi nacimiento. Abrí la valija y acomodé la ropa en estantes que tenían la suavidad de la carpintería antigua, luego me acerqué a la ventana dando a los fondos del solar y cuando estaba por retirar la estera para contemplar el paisaje, un golpe de jazmines del país por poco me desmaya. Olor irrespetuoso que se mezcló con la cera distribuida sobre la madera del piso, el perfume de la funda de almohada, con el olor de toallas plegadas y jabón nuevo dejado sobre la pileta. Me seducía de tal manera ese nimbo de bienestar elemental que me dieron ganas de mirarme al espejo. 

Me lavé la cara para reponerme de la impresión, dejé correr entre las manos olvidadas de estar juntas el agua fría que salía del grifo y la sentía llegar a mi rostro entre correntadas subterráneas del río tan próximo. Dejé en la cara por unos instantes la toalla celeste que saqué de la pila al azar para descubrir el perfume de azahares. Como si algo extraño hubiera sucedido en mi metabolismo, me percaté de que después de muchos días tenía hambre, hasta podría pasar vergüenza en la mesa; hambre de pan casero tostado untado con manteca salada y empanadas de carne picada con pasas y aceitunas, de guiso criollo con chorizo colorado, choclos de dientes amarillos, boniatos asados al horno, huevos fritos de gallina ponedora, bizcochuelo esponjoso emborrachado con vino garnacha atravesado por una capa espesa de dulce de membrillo, de un enorme plato de arroz con leche con cáscaras ralladas de limón verde y espolvoreado de canela.

Cuando bajaba la escalera para dirigirme al comedor sabía que, tal como sucedió comenzaban para mí unos días de serena felicidad y creía que las horas tristes –tan cercanas aún- marchaban hacia el olvido. Era evidente que estaba reponiéndome del estado depresivo y ello se confirmaba en las reacciones de Jésica que, olvidando a propósito mi debilidad física y situación espiritual me aconsejaba que intentara dejar de ser huraño, hasta me contaba que más de una amiga estaba impaciente por conocer al pariente capitalino. 

Fui sensible a los halagos, negocié con ella una pausa en el ensimismamiento y prometí mi entrada a la vida social salteña apenas comenzara la próxima semana.

Francisco, en cambio, se mostraba preocupado; parecía contento por mi visible mejoría en apenas dos días y que podía atribuir con razón a la benéfica influencia del lugar. Siempre que coincidíamos en la casa y si luego salíamos al patio él repetía varias veces escrutando el cielo: «Esto no me gusta nada». Mirando el cielo traté de entender sus temores, buscar por qué estaba convencido de que él tenía razón en desconfiar. 

Había en el aire una calma sospechosa, en algún lugar del universo la naturaleza tramaba algo que nos implicaría y pronto. Lo curioso era el silencio, parecía que los pájaros hubieran emigrado al exilio final y el viento se volvió una noción desconocida para los árboles de las inmediaciones. Recuerdo que las primeras noches cenábamos afuera y era de una saludable gratificación, reencontré con Jésica y Francisco, con algún otro amigo de la familia que llegaba de visita el agrado de participar en una charla animada. En los tres últimos días la diferencia entre el día y la noche era la intensidad de la luz, como si por un fenómeno desconocido la temperatura terrestre hubiera hallado una estabilidad desconcertante e invariable, accediendo a un estado ignorado hasta entonces por la materia, cierta poesía escatológica de descomposición.

Cuando el malestar presentido se tradujo en hechos fue que me vi envuelto en episodios que nada de mi pasado e incluyendo la muerte de mi padre hacían prever. Puedo recordar cada uno de los momentos sucesivos, ocurrieron al final de una tarde en la que yo estaba especialmente lúcido. Tío Francisco mostraba una inquietud mayor que la habitual a esa hora y me dijo de ir hasta el río, tenía ganas de caminar unas cuadras. 

Como la casa quedaba a un kilómetro y algo de la orilla del río calculé que a paso lento llegaríamos en quince minutos, la gente que cruzamos en nuestra ruta eran un cortejo de almas en pena. Yo me repetía que nada de lo que pudiera ver semejaría la imagen de mi padre colgado de una viga del techo, miraba a las personas pues era torpe para otras observaciones, incapaz de deducir a simple vista lo que sucede en la naturaleza, al menos que las epifanías panteístas fueran terribles como para ignorarlas. 

Cuando llegamos a nuestro destino creíamos haber avanzado hacia el cauce de un río impetuoso: inquietos y decepcionados nos detuvimos frente a un inmenso lodazal repugnante, el recodo completo de esa parte de la costa, que alternaba entre rudeza cimarrona indómita y paseo apropiado a veranos finiseculares, estaba reducido a escenografía de cartón piedra apelmazado; la luz era cierto que estaba, el sol se había escondido en un lugar del cielo inaccesible a nuestra mirada. Simulando enormes monedas de un imperio putrefacto, cientos de rayas estaban ancladas en el fango celador, la cola venenosa erecta y desafiando en vano esa trampa sin salida. Por el medio de una trabajosa corriente como peludos tritones darwinianos, una indescriptible algarabía de monos amazónicos se desgarraban entre ellos sobre la verdosa prisión de un camalote gigantesco, sabiendo que derivaban a la locura. Una piragua negra cuervo pasó río abajo obsesiva en aumentar la velocidad, signo último y funerario de una tribu de salvajes exterminada por el fuego. De pronto como si fuera un escalón de inmundicia, una ola de materia marrón fue llegando a las cercanías de nuestro punto de observación y detrás nada de nubes: correntada nauseabunda imponiendo la oscuridad del cielo, como si el sol por hecatombe cósmica estuviera hundido en el lecho prehistórico del río.

-Dios mío, dijo Francisco.

Cuando esa marea pasó delante nuestro el cielo se oscureció eclipsando la razón y los sentidos, busqué el relámpago anunciador del temporal cercano y las nubes espesas, aguardé en vano el catártico trueno que inicia una tormenta de verano pasajera. El río era una tabla del viejo Bruegel sin restaurar y perdí la noción de lo ocurrido delante de mis ojos.

-Vamos, pronto, dijo el tío Francisco y empezó a caminar apurado marcando el paso por el miedo.

Era un viejo aterrorizado huyendo de una visión terrible y yo lo seguí sin pedirle explicaciones. Cuando estuvimos cerca de la casa él se detuvo un instante y miró hacia atrás ignorando mi presencia. La tierra reproducía el entierro de mi padre centuplicándolo.

-Que Dios nos ampare, dijo mi tío y me sorprendió la fórmula, hasta ese momento le atribuía un pensamiento inclinado a la masonería. Así que era eso… continuó diciendo. Es la lluvia que viene de abajo, finalizó enigmáticamente y me quedé sin entender.

Llegamos a la casa, por más de dos horas permanecimos sentados en el patio, Francisco tenía el aspecto de un hombre de más en más resignado; después de lo vivido en el hogar paterno nada parecía conmoverme y me llevó una hora rendirme a la evidencia. En la naturaleza estaban los signos de la lluvia, las nubes se amontonaban en concentración desafiante sobre la región, el viento confundió el manso litoral uruguayo con las costas celtas insulares, se oían sonidos atronadores traídos por la corriente desde improbables aserraderos de pesadilla, el olor dulzón del agua emponzoñada pretendía imponerse y los árboles se dejaban mecer sin oponer resistencia, resignados a la espera del vendaval que los arrancaría de cuajo. El cielo se oscureció de manera más terrible que en las noches cerradas del invierno, era de una tenebrosidad divina que nunca había contemplado y peor de todo lo que pudiera concebir. Una tormenta digna de dioses salvajes que existieran de veras y venían de decretar su desexilio imperioso y vengador. 

El paisaje era así y se urdió en el cielo una cerradísima malla de refucilos, nervios ígneos de angélicas legiones batidas en repliegue por las fuerzas del mal, rayos tremendos, sonidos del encuentro violento de esa luz mortífera con pedregales calcinados, animales destinados por el azar al sacrificio fulmíneo, al inicio fulgurante de incendios devastadores. 

Ni siquiera una gota de agua tibia caía sobre la tierra.

-Habría que cerrar las ventanas, dije pensando en las lluvias que había visto siempre.

-Para qué, dijo Francisco. 

Yo ni repliqué, restaba el esperar y así se hizo; después de la disonancia aparatosa de elementos ahogando rebeldía y súplica se alcanzó el objetivo de imponer un silencio absoluto, hasta la actividad más inocente se paralizó en los alrededores. La savia de los árboles quedó detenida en los troncos más jóvenes, se estancaron en su movimiento miles de fetos de corderos, cesó el curso de las aguadas y hasta el calor refractario de los hornos de leña. El universo se volvió a mis ojos materia inundada hasta la inmovilidad y el rumor aumentó de a poco: fue el ruido imborrable del banco suicida desequilibrado y luego una secuencia de sonidos encadenados. La orden de hacer fuego de la línea tercera del batallón de infantería armado de mosquetes; más tarde el ruido recordaba la sala de máquinas de transatlánticos pioneros con pabellón británico y al final cuando desestimé ilusiones efímeras, reconocí la correntada del río desbordando su cauce subiendo hasta la inmolación.

-Ya está aquí, dijo tío Francisco y parecía referirse al regreso monstruoso, retorno del muerto temido y detestado, una presencia gravitante de algo que lo arrastraría al infierno.

Era peor… fue el comienzo de las inundaciones, estábamos en el año 1959 y yo que buscaba el reposo escapando de tentaciones inconfesables, me hallaba en el lugar equivocado por lo que vino luego sin el agua que anegó la ciudad en lo que parecía ser lo último que tenía derecho a ver con vida. Vi cómo los salteños padecieron los procesos que ello acarreó en sus vidas, la rabiosa decepción y la deshuesada esperanza de administrar los enormes daños, desde la sorpresa de descubrir que el cataclismo sufrido era más devastador de lo previsto, hasta aceptar que vivían en una ciudad marcada por una maldición incomprensible y en esto tenían algo de razón.

La crónica de esos días la dejé escrita en mi Diario de la Inundación, allí narro el tiempo transcurrido desde que descubrí entrar el agua en el zaguán de la casa con la apariencia de intruso camuflado hasta que rascamos musgo de muebles y paredes; nuestra posición geográfica cercana al río nos condicionó a una circunstancia delicada. El Diario que todo lo cuenta lo escribí en el piso superior de la casa, en mi dormitorio y durante las semanas cuando el paisaje fue colcha acuosa putrefacta decidida a quedarse allí hasta el fin de los tiempos. 

El cambio de la situación que parecía imposible sucedió en una sola noche, recuerdo que trabajé hasta tarde en la madrugada y había visto con las últimas luces del día anterior la inundación estando ahí. Al amanecer (dormía poco y serían a eso las siete de la mañana) repitiendo la costumbre de espiar por la ventana intuí la evaporación del agua en el paisaje y presencié en pesadilla residual un infinito reino del barro, El dominio lacustre de cuando los hombre éramos larvas que se devoraban entre ellas bajo la superficie. Era más repugnante que la inundación y resultaba peor contemplar eso ahí nauseabundo que la agresión del agua desbordando su cauce original. Escribí que era preferible morir ahogado por la correntada, vivir como animales acuáticos ciegos antes que estar obligados a arrastrarse por esa superficie salida de la muerte, peor que todo castigo imaginable. Eran cosas mías supongo, el recuerdo de padre, la tenue felicidad que me acompañó durante mis primeros días en Salto, el trance supuesto en la escritura del Diario de la Inundación. Efectos colaterales del agua putrefacta sobre la melancolía y garuando sobre mis pensamientos confusos comenzando a desquiciarme.

(continuará)

Vía Santiago

En «Aperturas, miniaturas, finales», 1985

Por los tiempos que corren como tantas otras cosas, el jazz clásico existe en mi querida Montevideo bajo formas y manifestaciones digamos que clandestinas. Los escasos sobrevivientes del naufragio de la síncopa, sin quererlo ni percatarse han improvisado una variante de la masonería Dixieland. La cofradía de oscuros y camuflados cultores del saxo tenor, charlestón y trombón de vara –esos personajes- fueron desplazados del campo visual acorralados por ritmos violentos, gritos acoplando sintetizadores; toda suerte de estridencias eléctricas, sofocando la milagrosa música sin partitura mediante un caos de decibeles agresivos, y están obligados a refugiarse en intercambios polizontes de tomas estudio memorables, registradas en discos negros frágiles con surcos fatigados. Los músicos aquellos de años atrás, corbata finita, zapatos bien lustrados de punta y cordones, pantalón bombilla, fumadores de Nevada sin filtro y pelo corto están en avanzado peligro de extinción. 

Cuando alguno de ello entre los temerarios se asoma de la reserva, su aspecto anacrónico envejece hasta las propuestas más osadas de Chick Corea. Podría ser la resultante de dialéctica histórica y vejez; la verdad es que los vanguardistas de años atrás pasan la franela con nostalgia perfumada de tristeza, a instrumentos legendarios que perdieron su brillo interior original. Algunas veces consigue filtrarse información, pueden escucharse en la radio programas de jazz casi esotéricos en horas inverosímiles y frecuencias que forman parte del secreto de los iniciados; hay circulando un par de eruditos que son los últimos expertos en la materia y arrastran el estigma de la especie amenazada. Cada tanto reaparece el asunto en programas de preguntas y respuestas, circunstancia donde el Coltrane de Lush Life forma parte de la historia –como los perros de Pavlov-, y la fecha de grabación e integración que hizo posible una versión irrepetible de Saint Louis Blues, pueden significar quedar en la cuneta o seguir en carrera por obtener un suculento y necesario premio en efectivo.

El movimiento fue del orden a la improvisación, del swing al caos, mal que nos guste nuestro jazz necesita con urgencia café en grano para simular el olor a muerte. A nuestra ciudad vienen poquísimos conjuntos de jazz clásico y los que llegan se enojan por el recibimiento amateur de los organizadores, se emborrachan la hora previa a entrar en escena y dejan de tocar el único concierto programado; otras veces el esperado recital –así se llama ahora a la sesiones- se concreta el día anterior o tres días después a la publicación del anuncio en la prensa. En los últimos tiempos han venido más instrumentistas alemanes que músicos estadounidenses negros; tratándose de jazz es un fenómeno tan insólito como imaginarse al ecuatoriano Alberto Spencer y al peruano Juan Joya Cordero, delanteros morenos del fenomenal Peñarol del 66 ministros del III Reich. Los aficionados incondicionales junto con la exangüe generación de músicos de refresco, reciben como pueden revistas especializadas, captan en la madrugada emisiones en onda corta, se van a San Pablo en TTL o transan en diversas mixturas del jazz con rock, bossa, salsa, candombe y lo que sea. Desabridas ensaladas circunstanciales que no consiguen hacer olvidar a los maestros (así se les llama ahora) cuyo ejemplo inspiraba a músicos compatriotas quienes, por razones que intuyo y desconozco pasaron del juego con las notas a cierta seriedad y de esta a la petrificación. 

De música despreciada por degenerada pasó a formar parte del panteón cultural, alguna vez fue música de vida desordenada, ausencia de moral siendo que comparado con cantantes actuales Amstrong tenga el aspecto de un integrante influyente del concilio de Trento. Ahora aquí esa música que nos hace sentir vivos es recreada generalmente por: integrantes de la Sinfónica del Sodre, la orquesta Municipal, orquestas típicas, combos tropicales, bandas del instituto policial y militares, creadores de jingles, solistas trasnochadores que se pasean por locales cada vez menos localizables en la cuadrícula de la ciudad y donde los negros spirituals compiten con actividades más carnales. Son signos sincopados de los tiempos que corren.

Jazz, lo que se dice jazz auténtico en estado puro tuvo en Santiago Luz su último cultor, negro a pesar del nombre, que según informaron los diarios murió pobre porque era músico y nunca se rindió. Santiago era flaco y chiquito, tenía el pelo blanco de los negros sin edad como fuera del tiempo. Algunas temporadas se dejaba crecer la barba y se decía que en otros períodos menos afortunados empeñaba o perdía el clarinete que fue el instrumento que eligió para vivir. El tono de su voz, cuando no tenía más remedio que comunicarse hablando, hacía presumir que le gustaba y necesitaba dosis repetidas de alcohol en sus variaciones menos refinadas. Si la memoria no me falla recuerdo que lo escuché tres veces. 

Una fue en un teatro de la calle Cerrito, integraba un trío creo que con Cucurullo y el maestro Quintas Moreno; hacían un repertorio tradicional los domingos de tardecita pensado para los estudiantes. Otra fue en un homenaje que le hicieron a Santiago en el Cine Plaza, que previsiblemente no estaba lleno como cuando proyectan alguna estupidez de Steven Spielberg. Se juntaron todos los músicos que había en Montevideo y alrededores, de las bandas oficiales, integrantes del Hot Club, solistas solitarios. Cada uno a su manera tocó esa noche lo mejor que pudo; para ellos y Santiago que siempre permaneció en la primera avanzada, para nosotros que estábamos en las butacas tratando de entender lo que ocurría en escena. 

Santiago tocó poco, menos de lo que esperaba, pienso que ya estaba mal del labio; era bravo remontar la circunstancia, fue uno de esos llamados homenajes que mezclan la necesidad de la recaudación para ir tirando y preanuncian la muerte del homenajeado. Muchos de los que fuimos lo comprendimos sin saber disimular, los jóvenes de la platea se gozaron aunque extrañaron la falta de rock, los otros quisimos jugar a ser negros de New Orleans que replican con música a la muerte. Montevideo nunca será New Orleans y la tercera vez es la que más recuerdo. 

Porque nunca antes lo habíamos hecho, concretando una necesidad de confidencias o sintiendo el cosquilleo en la billetera del sueldo recién cobrado, Leonardo y yo decidimos hacer un tour nocturno por esas calles del centro. Dos años de trabajo compartido en Ferrero & Ricagni le daban a la salida fuera de horario sin agenda de grabaciones, un aire de revancha contra la amasadora publicitaria. Empezamos con dos lugares olvidables donde tomamos algunas copas, tampoco es digno de memoria el restaurante donde buscamos el apoyo de alguna milanesa para continuar adelante hacia un rumbo que el vino acompañando las milanesas hacía incierto. Entrada la noche de verdad recalamos en el Sherlock, un Pub entrañable regenteado por Ramón Mérica, el único de esa calidad que había en la ciudad y con la idea de toparnos con algo interesante, tal vez esos personajes inseparables de la madrugada picaresca montevideana, convencidos que terminaríamos aburridos porque lo desesperante de la comedia es que siempre se repite. La ruptura de este prejuicio superficial fue lo que hizo de aquella una noche memorable.

Era posible adivinar el tipo de gente que encontraríamos; confiábamos en tener suerte en la rotación de personajes, que nos permitiera pasar un momento agradable, sin obligar a la retirada estratégica motivada por cruces de saludos inoportunos. Empezamos bien, sólo encontramos un tipo medio conocido de la vuelta de conversación bastante potable para el lugar como un coctel novedoso. El individuo mezclaba ironía hiriente y anecdotario del medio publicitario con hallazgos dialogales simpáticos, creando la sensación contagiosa de sentir –realmente- que la noche es joven y la cosa recién empezaba. El tipo, tal vez nosotros dos, el dueño del Sherlock –lo recuerdo poco- mandó la primera vuelta para los que estábamos en ese pedazo de la barra. 

Los beneficiados, sabíamos que ese gesto era el inicio de una cascada en cadencia de cruce y retribución de atenciones, plena de “a ver jefe, sirva acá a los amigos” que llenaban vasos intactos y vaciaban botellas. Además era viernes, a Leonardo ni a mi nadie nos esperaba en otro lado de la ciudad ni teníamos plan B para después del boliche; como quien dice, estaban dadas las condiciones objetivas para que llegara el momento.

Ese instante inconfundible por preciso cuando se siente que uno dejó de llegar al local y pasa al estado de no querer irse, se rinden sin condiciones latencias de emprender el regreso a casa, planificar la huida del magma comenzando a insinuarse y se evapora el recuerdo culposo de las cosas que deberemos hacer al otro día. El instante en que nos sacamos la corbata, la metemos en el bolsillo del saco, tomamos de un sorbo lo que hay en nuestro vaso, hecho lo cual lo golpeamos contra el mostrador. A ese gesto de estanciero pituco, el barman responde igual que un Doberman adiestrado y es con él que comienza el tuteo. Te sentís el rey de la noche, parece que hubieras nacido ahí, te entra la confianza campechana del habitué de todas las noches y te decís para adentro ¡ma sí!, como si alguien dependiera de tu vuelta aplazada y pensás, si sos un tipo casado que esto que se está armando bien vale un divorcio. Además, te justificás, no estás haciendo nada malo qué joder… porque le decís a quien quiera escucharte que te reventás toda la semana trabajando y los amigos son los amigos, sentencia por otra parte irrefutable. Es la conciencia brumosa de estar instalado y de que todo cambia para bien de un momento a otro, el amigo que te acompaña pasa a ser el mejor amigo de la vida, el barman tendría que estar donde se merece: el Club Savoy de New York; el encontrado de pedo se torna un fulano graciosísimo y andás deseando que se arme piñata para dar tus grititos Bruce Lee y que entre Jane Fonda con su séquito para sopapearla por estar tan buena. El tipo que toca sobre la tarima unos modestos platillo, bombo y redoblante, mínima expresión del ritmo con una batería subdesarrollada, te hace acordar a Gene Kruppa en su apogeo, en especial si nunca escuchaste a Kruppa en directo y aplaudís como gran entendido cuando el tipo ahí mismo –a poquitos metros- se enloquece y golpea a rabiar contra los parches sin ton ni son, con desesperación que sólo puede justificar algún brebaje tipo torpedo. 

Entonces mirás alrededor y no das crédito, ves que todos cierran los ojos para alcanzar la comunión rítmica, levantan la patita apoyando el talón llevando el ritmo del aquelarre sonoro y gritan en plena descarga. Los más dotados emiten unos chiflidos para espantar chanchos que te dejan el yunque como de herrería; el tipo que toca la guitarra eléctrica apenas insinúa el punteo más elemental, tiene algo de Django Reinhardt con cinco dedos. Es bueno vivir a veces esa pequeña mentira compartida, vos como que sabés, el tipo quebrado pero que desde el alma se siente Django tocando Nuages. Todos sabiendo que dentro de pocas horas llega el sol y siendo inofensivos Nosferatus vegetarianos de la ilusión, apuramos esos tragos vitales de noche espesa para que entre todos prolonguemos la mentira piadosa. Vos sabés que en la mejor de las hipótesis, al otro día te levantarás con dolor de cabeza y la boca en modo secante siempre y cuando no hayas vomitado antes. Sabés que dejarás a Django, congelado de frío en la esquina de Andes y Mercedes esperando el primer 143, con la guitarra en el estuche y comentando como lo más normal del mundo lo caro del boleto con el barman del Savoy que va para el mismo lado. Si esas visiones las tenés entre trago y trago, sabés muy bien que las tienen los otros por más que como vos disimulen sin conseguirlo.

Esa atmósfera teatral admite en su interior pequeños climas íntimos como cuando, estando todos de acuerdo y habiendo encontrado el reglamento del juego de esa noche entra alguien más en el tablero. Se hace un silencio agresivo, un frío atraviesa al recién llegado un poco en orsay, hasta el dueño del Sherlok se olvida de la consumición y lo mira con desprecio impropio a su negocio. Si el advenedizo es persona sensible echa un vistazo, siente el rechazo y se va; es la actitud que decide la mayoría de quienes se hallan en esa situación. Otros más duros de voluntad, conscientes de la situación aislada se apresuran en llegar a la barra y apuran en cinco minutos lo que vos ingeriste en varias horas. Un buen síntoma de humildad, demostración empírica de su desinterés en garronear lo que a otros nos llevó tanto trabajo lograr. Negación de una temida intención de dejarte en evidencia, prueba irrefutable de rechazar vivir sobrio lo que hay que sentir en otro estado rumbo a la ebriedad.

Esa noche me había dado por el Negroni, brebaje delicioso que es bastante cabezón: un tercio de gin, segundo tercio de bíter, otro tercio de vermut Torino y un último tercio de jaqueca después del tercero. Una fórmula tan estricta como la de las ecuaciones de segundo grado, que hay que obedecer sin desviarse ni una gota hacia otra bebida bajo riesgo de precipitarse en un peludo de padre y señor nuestro. Se concretó lo insinuado y cada cual a su manera repetía las vueltas de copas, incontables como las calesitas infantiles. En ese estado de cosas y la caja de la noche cubierta, llegan las atenciones de la casa: pizzetas, sopas calientes, legumbres cortadas y canapés sencillos consumidos por la asistencia como si fueran el menú único de la última cena. Ayuda el gesto con clase de hombre de mundo y las vituallas retardan efectos demoledores del beberaje, te brinda un sabor renovado en la boca obligándote a callarte un poco. 

Es bastante tarde, los apasionados tomados de sorpresa en las salidas primeras, indiferentes a lo que dejan atrás comienzan la retirada a departamentos discretos y casas de citas atiborradas, lugares de intimidad a los que es menos romántico llegar cuando clarea el séptimo cielo y comienzan a cantar los gallos. Las parejas estables con un poco de historia, que saben que un buen polvo es intenso con menos gin circulando en el cuerpo y ya piensan en cabriolas de la siesta sabatina, los solitarios empedernidos o desdichados y noctámbulos ocasionales nos quedamos un rato más. De pronto sin que nadie se diera cuenta, sin que lo hubieran anunciado Santiago Luz apareció entre los músicos sobre la tarima. 

Nadie entre los presentes sabía si Santiago debía tocar esa noche en el Sherlok y había llegado tarde, si pasó por casualidad y le dio por entrar, si lo habían llamado a último momento o qué; estaba ahí a su manera creando una atmósfera que se volvía mágica, fundiéndose a su única forma de hacerlo tocando el clarinete. Lo fuerte es que lo veíamos de cerca, pequeño, tambaleante y sonriendo, mirándonos con los ojos fijos muy húmedos a mi parecer, buscando con el clarinete la posición cómoda para la boquilla en los labios. 

Durante los preparativos se propagó la conspiración del silencio y fue recién entonces que Santiago tocó, sería ficticio decir que produjo el milagro esperado y la magia misteriosa de los elegidos. Don Santiago Luz era un negro ya mayor uruguayo tocando jazz, que se sabía querido y respetado; él manejaba a entera voluntad la trasnochada atención flotante, nuestras ganas de escuchar su música y hasta su palabra entre tema y tema. En esos intersticios habló de su raza, del pasado que falta por escribir, su saber de que entre él y nosotros había un puente largo tan roto que sólo podía cruzarse por arriba, muy por arriba sin llegar a tocarlo y creía que era inútil ni siquiera intentarlo. Despacio y arrullado por su monólogo balbuciente fue creciendo el mito de Santiago, otro de los pequeños mitos nuestros que nos ayudan a sostenernos; el recuerdo poroso de Duke Ellington, Count Basie y algún otro de los monstruos sagrados que escuchó tocar a Santiago y quiso llevarlo para allá hasta el alma negra del jazz. Pero cómo irse, dijo Santiago… alguien como él… se extrañarían tantas cosas… si hubiera nacido allá en los guetos del sur a lo que él hubiera llegado, pensamos los de afuera. Santiago siendo símbolo de la eterna oportunidad que da vuelta la vida, ese momento tan esperado y postergado eternamente donde se puede modificar el sentido de la historia; agazapado dentro de nosotros en un sueño hecho de pelotas pegando en el palo y sin entrar, piñas en gancho de mala fortuna cuando se baja la guardia un segundo, siempre inmerecidas llegando directas al mentón para voltearnos por toda la cuenta; dejarnos a mitad del camino sin oportunidad de reincorporación, definiendo la escena de derrota que estamos condenados a representar el resto de la vida. Santiago entrañable, arrastrando hasta el final eso tan uruguayo de aguardar la iluminación y sin invertir la fe necesaria en dioses que se divierten con nuestras tribulaciones. Cada vez que se lo veía tocar y escuchaba debíamos codearnos por instinto y comentar en voz baja que –hace muchos años- los más grandes músicos quisieron llevarlo a los Estados Unidos y que si Santiago hubiera nacido allá a lo que habría llegado. 

En el Sherlock nos codeamos y lo dijimos; mientras se reiteraba esa hipocresía sin riesgo de lo enorme posible Santiago tocaba. Santiago era viejo y estaba enfermo de la última enfermedad, él cerraba los ojos y se adivinaba viéndolo tocar un pasado de noches blancas sin descanso, muslos de negras inquietas y caucásicas tibias, esplendor del whisky importado con la ropa de dandy, economías extremas con distancia de pocos días; todo lo que según las páginas ciudadanas de suplementos culturales conforma el cuadro de la mitología popular. Santiago en la escena del Sherlock sufre sin demostrarlo, nosotros lo queremos durante la próxima hora, aplaudimos como si fuera en el Cotton Club de Lenox en el corazón de Harlem. Le pedimos que toque otra melodía con la misma insolencia con que exigimos otra copa al barman, olvidando que Santiago tiene instalada la muerte en los labios y nuestro bis se la anticipa. Lo que interpreta nos gusta, olvidamos la capacidad crítica, el rigor de exigencia y lo anterior, hasta perdemos la cuenta de las repeticiones clásicas. Poco importa que Santiago insista con Estrellita de Ponce y Cuando los santos vienen marchandoporque él no puede más y se fija allí delante, bajo la luz carcelaria de un spot cenital cantando, tocando como si este ya fuera su entierro al que no irá ninguno de nosotros aunque el día se presente soleado y agradable. Creíamos a esa profundidad de la noche estar escuchando a un monstruo sagrado y somos nosotros los monstruos que le pedimos a Santiago Luz –clarinetista negro, pequeño y uruguayo- el milagro imposible de encontrar lo que no somos capaces siquiera de presentir. Le exigimos que invente e improvise para nuestro orden tan triste, le imponga ritmo a la monotonía que nos aguarda a la salida del Sherlok, nos obsequie sin retribución un fragmento de ilusión triunfal a nosotros, torpes manipuladores de nuestras propias vidas.

Esa noche Santiago Luz simuló que se dio por entero y una vez más se negó a cruzar el puente para salvarnos, Santiago mintió, negro bandido, un sentimiento limpio. Nos dejó jugar al jazz como niños ignorantes para quedarse él del otro lado, improvisando el tema de un recuerdo, el día cuando dijo no –nadie sabrá jamás la razón verdadera- a estudios de Chicago y elegantes Clubs de New Orleans, a un entierro a lo grande; dejando atrás el sueño norteamericano y caminar a su aire las veredas de Gonzalo Ramírez al sur de la ciudad, preguntando a los vecinos cómo salió Peñarol en el Estadio, si los negros Spencer y Joya hicieron de las suyas en la cancha… y así arrastrando indiferencia, advertirles a sus compatriotas presumidos que hay en otro lugar una región inventiva sin pentagrama y donde sólo se puede vivir improvisando; como nunca hacemos la gente de bien, claro. 

Al otro día cuando me desperté lo primero que hice fue ir al baño y me asusté, orinaba un líquido espeso muy rojo como si fuera sangre. Después recordé que en la barra de Sherlock pedía los Negroni cargaditos de bíter.

Nunca Conocimos Praga

En “Nunca conocimos Praga” Versión IV inédita 2019

Aquellas calles, en las que todavía se advierte la traza invisible de mis pasos han cambiado de nombre y difíciles de pronunciar para el viajero venido de afuera, son la trama ilusoria de una segunda trama esa sí subterránea, compuesta de fétidas cloacas cilíndricas y conectadas de manera implacable. Lo mismo sucedía en la Viena nocturna de la noche americana y que delataba la sombra de Orson Wells mediante el recurso de cine expresionista. Los escasos peatones que cruzo durante mi deambular lento y apático parecen enjaulados en sus íntimos pensamientos de prisioneros, buscando accionar la traba de la incomunicación cotidiana; utilizan para ello lenguas de orígenes diferentes, algunas llaman la atención por ciertos fraseos curiosos y declinaciones de músicas gitanas. En esta ciudad como en ninguna otra, una silueta casual de sobretodo oscuro y sombrero de fieltro gastado puede ser el tercer hombre, volverse a medida que anochece pesadilla real, sueño sublevado de un rabino obsesivo en comunión con dos divinidades irreconocibles; un afiebrado estudiante talmúdico si de signos alfabéticos se trata y desafiante circunciso a la terrible Ley de Yahvé.

Yo afirmo como si escribiera: estoy hace años de paso por la ciudad mágica y para unir palabras herméticas; no sólo para ello, pretendo dilucidar también el sentido de párrafos misteriosos y manipular escritos de oscuro significado. En esta pesadilla textual con callejones es creíble decir y especular: “A ama a B” y hacerlo sin llamar la atención ni despertar sospechas. Hasta es posible alterar la serie binaria de las letras penetrando de lleno en el dominio del azar. Un sistema puro de propuestas minadas de enigmas y adivinaciones, conjeturas de formulación lúdica esotérica en códigos complementarios, con claves protectoras guardando (escamotean sin disimulo) un secreto (la interpretación reveladora se agazapa en la evidencia de los sueños) compartido por una pareja, padecido por uno solo entre los dos.

Cuando Franz Kafka (1883-1924) escribió “A” y luego “B” es seguro que B intuía que ella era B y podía reconocerse hasta en la letra que la designaba. En cambio A (que bien podía ocultar sin mucha convicción al propio FK real) escribió sobre B definiéndolo “B” para que nadie supiera por contaminación (en especial B) que él pensaba hasta la obsesión en Ella = B además de avanzar la tarea de cobijar ese pensamiento íntimo mediante la escritura. Si FK lo hizo eso –quiero decir el gesto crepuscular y dispersante de escribir sobre “eso”- fue para saber y él antes que nadie, que producir obsesiones era pensar “a su manera” en B. De amarla a su irrepetible manera aunque debiera para ello tomar las precauciones del caso.

A posteriori, luego que A formuló por escrito la reacción en cadena –entre previsible e imprevisible- compuesta de signos induciendo a engaño A debió alcanzar -obligada y lógicamente por la necesidad del procedimiento- un factor C que desarmara la secuencia precedente. Es más: de atenernos a la versión coincidente en ediciones críticas que abundan sobre el incidente del pirómano sionista (el fuego retiene la atención del pensamiento evocando el Infierno), A dejó instrucciones precisas para que un “alguien reconocible” hiciera –o renunciara a riesgo de ser un condenado- aquello que “él” (es decir A) no tuvo el coraje de encender en el campo magnético del fuego. C (lo sabemos, el episodio es parte de la historia de la literatura y la memoria de la Novela) en principio, afectado por el desvarío del enfermo yendo hacia la muerte, condesciende, acepta (cree aceptar o finge aceptar o espera que le llegue la iluminación del arrepentimiento). Escucha, promete y asegura. El pacto parece cerrado con Dios Levítico, pero un hecho probable en el devenir del cosmos y fortuito –teniendo en consideración la dimensión reducida del tiempo biológico y la materia orgánica- trastoca planes interpósitos, promesas ígneas y determinación vicaria de A tumbado en su lecho de enfermo, respirando con dificultad, preparándose para el Encuentro y trastornado porque su vida se volvió Escritura: su propia muerte “física”. 

La vida con árbol genealógico, caminatas por la ciudad imantada, partidos de tenis y semen accidental, la correspondencia con muchachas que deberían ser personajes de “otro escritor” para haber aceptado –justo con él- la convención del amor para vivir lo verdadero intenso, que son las horas de rupturas. Hecho brutal (común en los sanatorios europeos de entonces, en clínicas de médicos que se creían dioses, en la cara de los emigrantes) y que dadas las circunstancias “literarias” que la rodeaban, se convierte en un problema poético que A en vida no logró formular en sus reales términos.

El problema, las incógnitas así como procedimiento y solución se desplazan cual segmento congelado del río en los meses de invierno. Muerto A el C pensado en la amistad, intuido durante la fiebre crítica y apalabrado por A en los intervalos de los tratamientos, designado por el poderoso e inconsistente argumento de la “amistad desde los años de la juventud”, pudo comportarse en la hora post-mortem, reaccionar a lo prometido sin convicción (circulan promesas en lechos de muerte, bancos de parques públicos y casas de citas) de manera distinta (llegando hasta cruzar a la orilla opuesta del río de la promesa) a como se supone debió hacerlo –(todo había sido sencillo cuando ocurrió: el pedido del muerto al sobreviviente fue simple de entender “a nivel de los hechos de la vida cotidiana”)- si el detalle del fallecimiento de “aquél que exigió la promesa” no hubiera irrumpido –“acaso antes”- de lo diagnosticado por el médico de cabecera. 

Esa innegable distancia entre promesa y realidad modificada, el margen imperceptible de flexibilidad ética que se desencadena resulta tangible porque el universo e incluso la noción de Fe “es” Transfiguración. Es probable que C recordando el perímetro de su condición humana fuera incapaz de percibir la intensidad de los cambios infinitos e incesantes que se suceden en la materia; los lentísimos desplazamientos de galaxias invisibles desde el hemisferio Norte hacia espacios inconmensurables. Otros dominios que escapan al área de influencia de creación del dios de los judíos: las historias narradas en alfabeto sánscrito. La Creación es un efecto finito y calculable, el resto es otra cosa por ahora incompleta; pero aún en conciencia mítica e inteligente de tales limitaciones, que pueden crear un intervalo de angustia en la conciencia, C asimila la evidencia irrefutable (refrenada por el dolor del duelo y el “perímetro del cementerio”) de “una” de las alteraciones próximas y definitivas: la muerte de A. 

La libertad así invocada puede conducir a la convicción y la duda. Con sistema C se interroga si en el nuevo ahora, al otro día de las exequias del querido amigo está obligado a mantener los textos manuscritos confiados por A y que dicen noticias de B –debe recordarse para entender el significado de lo que se avecina- la praxis redentora que fuera prometida con convicción; que se concretó en un minuto de flaqueza cuando A vivía esa equitativa condición de moribundo. Obviamente, más allá de las suposiciones el proceso de interrogantes en nexo y cuya evolución interna es ignorada. Refuta eso de mantener la promesa, entonces C creyendo satisfacer de manera alternada religión y libre albedrío, sin conciencia de traición a la amistad, al absoluto, su juventud y la literatura, desplaza lo que luego serán noticias que nos llegaron de B pero escritas por A del prometido fuego a manos inocentes de linotipista; luego a anaqueles de modestas librerías que aceptan en consignación ejemplares a cuenta de autor. En consecuencia, en la superficie del mundo (entiéndase la noción de “mundo” en su acepción común y corriente) se suceden miles de lectores en serie: L1, L2, L3, L4, L5… Ln y que saben del B versionado sin conocer nada del B original. Más allá de la llama de una débil intuición es imposible deducir y saber si el B real llegó a reconocerse en el esbozo del B textual. Es probable…

Pasa el tiempo, asimismo en su definición frecuente, uno de los lectores L anotados en la serie descubre entre los apólogos desconcertantes de A, leyendo hasta el final novelas inéditas en vida del judío, hojeando mientras viaja en ferrocarriles de provincia confesiones del Diario de A –husmeando por procuración humores hospitalarios de misivas apasionadas a muchachas enfermas del corazón y los pulmones- ese L descubre un indicio, la sombra de un saludo. Entonces se le hace evidencia la clave cifrada del encuentro, la constancia de un beso con sabor a marzo y traduce el susurro del fraseo germánico propio del judío cuando atraviesa caminando el Puente para encerrarse en su madriguera de alquimista con ventana triangular. Ello por encima del río sagrado separando la parte alta de Praga y donde asoma inevitable el castillo iluminado de negro. 

Nuestro L de laboratorio alcanza mediante la lectura la puerta del misterio. Con una B replicante –una B cruzada de mi vida alfabeto- en otro tiempo imaginamos rincones de la ciudad de Praga que decidimos creer nos estaban esperando; conversamos de los textos de Franz Kafka, que pudo equivaler a los pocos días de caminar por primera vez los barrios antiguos de la ciudad de Praga. Ahora, cuando todo ocurrió en el pasado lo sé y como todo saber de relevancia para aceptar la felicidad resultó tardío e impertinente. Al interior de la palabra “Praga” operan leyes inflexibles por inextricables y ajenas por completo a los tratados de lingüística. Cosas como: cualquier línea recta y proyectada “intencionalmente” al infinito termina por bifurcarse, o más grave: el todo conocido nunca es de ninguna manera la suma ordenada de las partes, sino –lo que resulta desconcertante- su contrario. La hipótesis pesimista postulando que la felicidad se dosifica en pequeño momentos es indemostrable; el futuro pensado tantas veces ya fue, haciendo que nuestros recuerdos se rijan por un teorema ambiguo, memorizado aunque nunca dejado por escrito y que evoca vagamente al principio de la entropía.

Todo esto retardativo para concluir en la simplicidad de afirmar que, el atardecer que “vos” señora llegaste al dominio de Praga sin haberme advertido, igual lo supe y sin necesidad de los sentidos. Luego de un largo vuelo interrumpido por escalas inverosímiles, cuando “vos” avanzabas por corredores del aeropuerto Ruzyne mi cuerpo sintió, contigo y sin que tú lo supieras, un dolor de garganta debido al cambio del aire y al unísono. Fue así que durante días nosotros recorrimos las mismas calles de la ciudad de Praga sin cruzarnos. Es seguro que subimos a idénticos trenes subterráneos hasta alcanzar los paisajes de las afueras de la ciudad, coincidimos en la estación de Metro más próxima al cementerio judío y que tanto te impresionó estoy seguro. Podría afirmar, sin temor a perder el alma por hacerlo que disfrutamos del calor estable en cafeterías céntricas y que están ahí desde el siglo pasado. Nosotros alejados por detalles de escasa importancia en sí y determinantes para nuestra historia: otro tiempo distante al pasado común, diferente pareja habitando apartamentos del presente, distinto diseño de planes para el futuro incierto.

Tratándose de aquello que puede tenerse por cierto, cualquier momento es inapropiado para reflexionar al respecto. Me contentaría con que aceptes y ello nada más que por hoy (donde sucederá nuestra última coincidencia) la hipótesis de trabajo solitaria que puedo formular y plenamente consciente de que se trata de una trampa consuelo: el amor está en la periferia de lo cotidiano. Admito que se trata de una formulación mezquina cuando se la hace positiva, arrincona a puro temor de quedarnos solos y nos empuja por costumbre a ser demasiados severos con el ilusionista burlón que a veces, no siempre sin que intervenga la voluntad asoma en nosotros. 

De ello se deduce para razonar y protegerse que el amor, en tanto sentimiento asociado a la sexualidad y la literatura se halla en lo perdido necesitado de memoria; así en lo irrecuperable, en lo que pudo ser pero no es al presente. Aunque tarde por innecesario parece prudente reivindicar la mirada sobre el mundo y el género humano de los pesimistas. Suponiendo entre tú y yo el amor, al menos signos de la apariencia (y ello durante una cierta cantidad de días y admito lo aproximativo) quisiera suponer, sopesando el peso del tiempo transcurrido, de haber durado nuestra relación la hubiéramos abrumado con recibos atrasados de la luz eléctrica, fugas de una canilla en la cocina durante la noche, manchas de humedad expandiéndose en el techo del living comedor, con atados de acelga asomando del carrito desvencijado para las compras del mercado callejero. Es preferible así y ¿sería de otra manera? Oponer a cualquier condición “posible” de felicidad estable el imparable argumento del consabido “desgaste cotidiano”. Reiterarse hasta el seudo convencimiento de que proyectados en el rectilíneo decurso de los años ciertos sentimientos exultantes “y relativos a la situación de pareja” resultan una metáfora de utilería.

Incluso y por encima (esta hipótesis de inspiración Oriental te hubiera agradado por la levedad exótica que la sustenta) la justificación de la línea inabarcable de la Muralla China. Su misma construcción posee el poder de anticipar la carga enemiga de los siglos venideros, atacar con artefactos desmesurados sus muros altos de catorce metros y antes de la terminación del plan original con algo intimidante de divino, sería indigno para un guerrero formado en la nobleza y la prueba para la eternidad, si traiciona esa condición, de comportamiento cobarde y miserable. Lo soberbio consiste si alcanza la respiración de la vida o aún si acaso, en lanzarse contra esa línea artificial y sinuosa delimitando la frontera terrestre del Imperio, hacerlo sin considerar las consecuencias por terribles que ellas puedan ser. 

Sería dificultoso confesar mirándote a los ojos “te amo” en un mundo caótico, confundido por la proliferación de mensajes postergados en sobres lacrados con signos del I Ching, criptogramas portados sin respiro por mensajeros invisibles y destinados a la consideración inalcanzable de mandarines imaginarios. Considerando que el tiempo desangrado que marcan los periódicos del día de hoy y enormes relojes de estaciones de trenes, nos retacea la poca fortuna imprescindible para “encauzar” la barca de la vida. Hasta es gracioso recordar precisamente ahora que el colorido restaurante chino que frecuentábamos – “El Dragón de Jade”- tan real como reales eran los arrollados primavera con hojas de menta, humectados de salsa de soja, los brotes tiernos de bambú, el bol de arroz blanco de intimidante media esfericidad, los gajos imperfectos mandrágora de jengibre confitado (que según afirmabas era afrodisíaco siempre y cuando preexistiera el deseo), no tenía galletitas de la suerte con un mensaje interior en clave, que dicen los conocedores hay en restaurantes chinos del norte, en la costa oeste.

No obstante la ausencia de esos mensajes minúsculos presagiando hechos futuros, fue contigo que sentí por momentos fulgurantes en su íntima prolongación, que la Historia con mayúscula (en la cual de manera tangencial estábamos comprometidos) dejaba de ser perímetro donde las clases sociales perpetúan su lucha infinita, madrastra de la Verdad, tiempo conjetural donde los tiranos hipotecan el juicio de sus actos, para ser el brevísimo segundo de tiempo que permanecimos juntos. Entonces comprendí que el Infinito, intrigante noción y que acepta múltiples teorías de explicación, según nos enseñó el diccionario de Nicola Abbagnano, se hallaba inscripto en el color de tus ojos fatigados y la libertad se confunda con la manera de tu mano revolviendo el café, con una cucharita que podría haber sido de plata.

Bien mirada, la técnica neo cabalística de utilizar A, B y otras letras es cómoda, aséptica en su base tiene la virtud de simplificar razonamientos y la nada desdeñable de despersonalizar; suprime sentimientos intermedios, trasladando los medulares a una instancia imprevista donde aparecen puros, sin evitarnos por ello heridas que nos estaban destinados.  Te informo que en el perímetro de la ciudad de Praga tampoco es posible imaginar un B absoluto y sabe dios lo mucho que lo intenté. Cuando te pienso a ti en tanto mi B, el sentido inicial se descompone en recuerdos: aromas sin perfume, pelos acariciados y empapados por la ducha caliente mañana tras mañana, pelos de puntas recortadas cada cuarenta días que difieren de color y textura a lo largo del cuerpo; se desprenden en cabellos delgadísimos, debilitados cuanto te peinas despacio, delante de espejos que devuelven tu expresión fijada de muchacha novelesca. Cientos de esos cabellos están destinados a las cloacas de Checoslovaquia, después de ser separados del cepillo ámbar de tu mano (la misma mano que disolvía el terrón de azúcar en el café) en un cuarto de baño decorado de azulejos azules, contiguo a una pequeña habitación de un modesto hotel praguense y que sólo conozco mediante las virtudes de la imaginación. 

La vida no está regulada por la filosofía, por ahí y sin intención se construyen enunciados tontos, oraciones pretendidamente ingeniosas queriendo que B las disfrute; para que B retenga esas palabras y luego las olvide por la formulación de otro nuevo retruécano más original que el precedente. La B que evoco murió, que es el estado de las personas que necesitamos a nuestro lado como el aire cuando advertimos su ausencia; desde esta modalidad en variante de la muerte igual suelen filtrarse noticias intermitentes, informando que en territorios profundos del Eterno Imperio Celestial Inaccesible B continúa existiendo. Por esa condición de vez en cuando me da por escribir mensajes con significado misterioso, buscando evadirme de otra forma de rutina, el recurrido “desgaste cotidiano” y que me está cercando. Lo hago con la remota esperanza de que lleguen tales mensajes hasta las manos de B (las manos de la cucharita de café y el mango del cepillo de pelo) por cualquier medio y sin que me importe la “naturaleza” del mensajero –que puede ser un libro y este mismo libro- para que ella logre descifrarlos. Nadie conoce mejor la clave sencilla que los retiene, nadie podría leerlos y descifrarles luego el sentido único “excepto ella”.

Mis recuerdos recurrentes suelen ser indolentes, están conformes con su condición de recuerdo y temen hacerse notar prefiriendo la confidencialidad. Les evita el sufrimiento que supone la actualización y provoca la ausencia, pero los precipita, esa misma condición, en la nostalgia sensiblera incitándolos al juego de “las variantes y posibilidades.” Ello sucede cuando descubren lo que son: simples recuerdos confrontados unos frente a otros. Cada uno de mis actos vitales, de preferencia el proceso de envejecer lo hago con tiempo suficiente para poder pensar el tiempo que se agota; temiendo desafiar todavía el futuro más allá de lo razonable y que distingo acercarse en masa conminatoria de repeticiones. Contemplo mis recuerdos, observo de qué manera unos y otros se asumen alternando el rol de Tortuga paradojal y Aquiles con coturnos Nike, desconfiando si se trata de velocidad y años, juventud perdida o cuestión de talones mitológicos que nunca están para los seres mortales en el talón. Tal vez la cuestión es asunto de miradas penetrantes hasta la fecundación, según es leyenda entre los lentos quelonios de las islas Galápagos, el archipiélago sobre la línea imaginaria y que parte en dos el mundo conocido. Ese ecuador al que nosotros dos mientras estuvimos juntos ni siquiera supimos llegar; a pesar de haberlo cruzado por separado repetidas veces y haber sentido el aroma penetrante de cebollas fritas en los barrios populares de la ciudad de Praga que están al otro lado del río.

Aquí estoy al final de “este” mensaje de persona a persona que debería ser entregado en propia mano, sentado en un aula magna universitaria “en la misma ciudad de Praga” compareciendo ante un adusto tribunal de Filosofía prusiana. Ellos pretenden de mí una escritura manuscrita racional y alemana; es curioso, de alguna manera debería estar aquí en esta circunstancia concretando el sueño adolescente de vivir entre pensamientos y sin embargo, en cuando comencé a meditar sobre el tema del examen propuesto por el Tribunal, me saltó de sopetón a la memoria tu manera de reír. A posteriori, sin terminar de explicarme por qué diablos mis ideas brillantes sobre Th. A. Adorno y sus camaradas del Institut for Sozielforschung se esfumaron por el aire como alma en pena y se me dio por escribir de ti en esto que llamamos la lengua materna. Soy consciente de que malogro la oportunidad largamente esperada de salvar el examen; pero si en simultánea acepto que perdí para siempre tu sonrisa real y el tacto de tus manos hace tiempo, importa poco este casi proceso burocrático con Tribunal y comparecencia pública ocurriendo tan cerca del Castillo. Lo que en verdad me duele en el espíritu es el cielo gris plomizo que alcanzo a distinguir del otro lado de imponentes ventanales bohemios, el cielo está y por si acaso te interesara, como siempre lo imaginamos contemplado desde la plaza Wenceslao. 

El procedimiento protocolar continúa, dentro de pocos minutos pediré disculpas al jurado y me retiraré del aula del examen arguyendo una indisposición estomacal, marchándome en silencio y llevando conmigo estas anotaciones en dialecto montevideano manteniendo el estilo, siendo fiel a la persistencia de la memoria. Hacía tiempo que tu no te aparecías en los sueños ni que yo te pensaba sin razón. Me resigno a no ver juntos las últimas películas filmadas por Woody Allen, vos me dejaste sin tiempo suficiente para continuar adelante y fue así que te perdiste mi número deslumbrante de zapateo americano, previsto para festejar el primer aniversario de nuestra relación que asomara, la fórmula secreta del Corazón de Indio y tantas otras cosas para poblar las horas. Al comienzo de estas notas informales especulé con la importancia de las fechas en una historia, pero tuvimos tan pocas oportunidades de inventarlas que intentarlo parecía una broma. 

Hoy no había nada especial para festejar aparte de la dicha agridulce como la salsa china, de continuar unidos al menos en los descuidos de la memoria. Andá vos a saber la verdadera razón, será que después de ocho años sin verte recién ahora vengo a descubrir esta mañana y aquí que nunca conocimos juntos ni siquiera la cuadrícula de nuestra Montevideo; acaso segmentos de calles mientras caminamos abrazados y acuciados por la lluvia, porque llovía casi siempre cuando nos encontrábamos sin sospechar el tamaño que alcanzaría esta ausencia y una variante de la tristeza que ninguna filosofía logró disipar. Te lo puedo jurar en esta coincidencia y por lo que más quiero, lo que no deja de ser una paradoja intensamente perturbadora.

La perseverancia del hombre mosca

En “Mariposas bajo anestesia”, 1993

Hay tres temas: el amor, la muerte y las moscas.

Augusto Monterrosso

Transcurre la mañana del primer viernes de 1992, estoy en una casa al final del camino empinado que lleva a un lugar llamado La Coste, región conocida como Roquedur le Bas al sur de Francia. Llegamos aquí con mi mujer mediante una sucesión de combinaciones que incluyó un trayecto en TGV y finalizó con un traslado desde Montpellier en un Citroën DS veterano de los años cincuenta, muy querido por los dueños de casa. Esta constancia inicial verificando coordenadas tiene su explicación en los movimientos habituales por las fiestas de fin de año, época en la cual es prudente alejarse de la alegría impuesta en las ciudades, colándose hasta por las ventanas. 

La cena del treinta y uno fue agradabilísima por la simpatía de las personas que estaban a la mesa, la sabrosa variedad de platos presentados apropiados a la estación invernal. Al dar las doce extrañé la tibieza infantil de los finales de años montevideanos, cuando salía a la calle con mis padres para ver en el cielo los fuegos artificiales de medianoche, escuchar músicas saliendo de casas aledañas amenizando improvisados bailes callejeros y saludar con fórmulas de cortesías propias del momento a los vecinos de la cuadra. Confundiendo la irrebatible verdad del estar aquí, para mí, nacido tan lejos del paisaje que ampara la casa de los amigos, la situación tiene bastante de sorprendente, en el sentido que tuvo cuando mis padres me llevaron al zoológico y vi un rinoceronte por primera vez. En silencio atribuyo a ciertos hechos ser el resultado de casualidades de la vida que siguen asombrándome; con relación a confirmar tales creencias más científicas que religiosas soy incurable.

Dentro de algunos minutos serán las diez de la mañana, estoy sentado con las piernas recogidas procurando calentar la mano, escribiendo en condiciones de producción tan gratificantes. que invalidan cualquier excusa que impida tentar en las próximas horas al menos un párrafo aceptable. La habitación donde trabajo está en la planta más alta de la casa, cumple funciones de cuarto de huéspedes y siendo este año nuevo pocos los visitantes, la utilizo con provecho para concentrarme y leer –estoy en la mitad de Juegos de la edad tardía del español Luis Landero- pues hay una mesa que, aunque mediana, es suficiente para albergar la lámpara con opalina blanca, un cuaderno de notas y un par de lapiceras. Al lado, un cuarto de baño pequeño comunica con nuestro dormitorio. Por la tranquilidad que me protege se filtra el rumor distante del resto de la casa: la escritura luminosa de Tony sobre la pantalla del ordenador, una música arrebatada directamente a un pianoforte vertical que hizo un largo trayecto hasta llegar aquí, puertas varias que al cerrarse atrapan cerrojos corredizos. Los sonidos llegan hasta mí en sordina, traspasan corredores de piedra y escaleras caracol de madera, sumándose al goteo persistente de la canilla mal cerrada del cuarto de baño y que me niego a apretar de puro haragán, dejando a ese reloj de agua marcar los segundos bien distanciados. 

Cuando decidí trabajar en este cuarto redistribuí los muebles, coloqué la mesa de madera en un ángulo del dormitorio dejándola equidistante del paisaje natural y la molestia del sol que, de haber ubicado la tabla en el medio se reflejaría durante dos horas directamente sobre los lentes, haciendo de la madera encerada o cualquier hoja una superficie de reverberación insoportable. En el ángulo estoy a salvo de los súbitos fenómenos meteorológicos de la región, con la nueva distribución y una vez acomodado mi cuerpo, al frente y a la izquierda tengo dos ventanas de madera gruesa barnizada, postigos y trabas de funcionamiento inventado hace siglos. Desde esa situación observo el paisaje desconcertante, ante mí estribaciones angulosas recubiertas de bosques tupidos, exceptuando notorios rectángulos perfectos en las laderas destinadas a los árboles frutales, veo picachos lejanos inaccesibles para mi respiración y escamoteados por una niebla de espesores variados. Esta mañana comienzo a intuir lo que en verdad es un valle; muy abajo, en la antípoda concentrada de las crestas heladas, serpentea la línea de una carretera donde pasan autos y camiones con intervalo irregular, sin relación con el ritmo de las gotas del grifo resfriado. 

Se distingue el tajo casi invisible del río Hérault que separa y conecta dos regiones linderas por el soberbio recurso de un angosto puente de piedra, construido de tal forma que sólo tolera el paso de un vehículo a la vez. Distingo acueductos de apariencia romana e intactos por los cuales nada pregunto, temiendo una explicación trivial que desbarate la impresión de saberlos allí colgados del sublime sinsentido. Salpicados sin orden aparente hasta hacer olvidar que una vez alguien decidió esos emplazamientos, asoman caseríos, conjuntos de casas, mínimos poblados oscilando entre el abandono vegetal hasta el humo indescifrable huyendo por chimeneas incrustadas en la roca. La mente, sin embargo, empuja el paisaje más distante de mi tierra y acepto sin resistir la negociación que parece proponerme la escritura. En ese vaivén del espíritu esta mañana me cuesta concentrarme, seguro que se trata de la dificultad de poner en orden materiales recientes. Sucede que estoy trabajando en la primera versión de un relato que se titula por ahora «Llamadas adicionales» y obviamente dudo del valor del argumento así como de la eficacia de la primera resolución en el lenguaje. Empecé bien, con cierto entusiasmo, hace cuatro días que vengo trabajándolo y llegué al punto en el que las fuerzas negativas parecen concentrarse; la fatiga, autocrítica sin salida del último párrafo escrito, fastidio por carecer de información imprescindible para ceñir la historia a un plan creíble y convincente. Allí está me supongo la causa de mi dispersión matinal, cuento una y otra vez las tres páginas manuscritas con la ilusión de que ya sean las veinte mecanografiadas en versión definitiva, sin la necesidad de retoques en rojo de último momento. 

Ocurre entonces: la descubro, me concentro en su deambular desesperado y pienso que Augusto Monterroso estuvo acertado cuando casi pudo escribir que al morir las palabras comienzan las moscas. Una sola mosca resulta suficiente, es el insecto y metáfora de algo desconocido, la mosca en cuestión está atontada sobre el cristal de la ventana que tengo enfrente y ello hipertrofia su presencia hasta el escándalo. Si es verdad que las moscas caminan, la mía lo hace olvidada de la velocidad de vuelo libre en plenitud, marcha al paso de insecto rumbo al patíbulo después de recibir tres descargas de aquellas máquinas asesinas con bombeo manual, depósito de matamoscas líquido en un extremo y una nubecilla tóxica resultante que desteñía las cortinas plisadas de la casa familiar. Quiero suponer que la mosca está confundida, frente a sus ojos pentagonales el exterior está próximo quintuplicándose y una categoría de materia traslúcida como sus alas abatidas se interpone. La escritura es un cristal de microscopio y de botella rota, la poesía está del otro lado como el vino y las bacterias, el lenguaje es la trampa traslúcida. Desde la fatiga física de este oficio a medias, se intuye que del otro lado hay un Cosmos donde orbitan todos los libros futuros, revolotean historias mariposa con multicolores combinaciones de palabras sin usar. Podemos pasarnos la vida en este lado sin comprender la causa que impide llegar a lo evidente. Triplicamos con sacrificio la mirada queriendo ser la mosca y distinguir así el tornasol inédito mientras creemos contemplar la quintaesencia teatral de lo real. La estructura cristalina del lenguaje y la transparencia hecha de estrellas ateridas unidas una a otra por los vértices impiden el contacto, creando la ilusión fugaz de haber logrado una frase legible. 

En alguno de esos minutos necesito levantarme de la silla y mojarme la cara con agua fresca en la pileta del baño, abrir un picaporte pensando que puedo así escapar de la trama. La escritura me lleva derecho a darme la cabeza contra el cristal irrompible; siguiendo a la mosca que renuncia a retroceder y ensayar otro plan de salvación descarto la segunda vía, como ella persistiré en la ignorancia y la tonta insistencia de golpear sobre la misma superficie insensible a mis trabajos. Ahora también yo miro la realidad impuesta de un paisaje distinto al de mi infancia, lo contemplo a través del vidrio de la ventana de madera cerrada a causa del frío. Mi realidad continúa siendo una y sería estéril pretender quintuplicarla; cuando observo mi entorno circundante acepto la verdad del cristal que logro traspasar con la mirada. La mosca es una vitalidad colgada moviéndose en el mismo plano de la verticalidad y manejada por un obsesivo titiritero euclidiano. Mi realidad, lo que insisto en llamar así incluye la mímica repugnante del bicho apurando la muerte luminosa y un relato en borrador con el título provisorio de « Llamadas adicionales» sobre separaciones compulsivas entre compatriotas, cuento trunco trancado negándose a finalizar. Es otra mosca la escritura buscando la salida como el arroyo de argumento sin pejerreyes plateados, un cristal de seca le impide continuar fluyendo hacia la desembocadura catártica; sin proponérmelo comienzo a verlo todo claro en esa superposición involuntaria. Hay un paisaje mental sencillo con perfume de ciudad antigua que quiere decir algo, para aprehender ese saber que olfateo maduro y elemental como manzana colorada necesito el lenguaje, del cristal sin salida impidiendo pasar al otro lado. Existe un secreto repugnante en la degradación de una mosca deshidratándose ante nuestra mirada.

La dueña de casa se llama Evelyne, responsable de la música cuyo eco monta hasta la habitación donde trabajo. Es compositora, su escritura depende de otros códigos distintos a los que yo utilizo, le preocupa el tiempo que mide mentalmente y vibraciones de sonidos de los más curiosos instrumentos, en especial la voz humana. Su familia, cuando mira notas valorizadas y equilibradas colgarse de los cinco horizontes del papel pentagramado, como cinco son las fronteras de Hungría, dice que parecen “trazos de las patas de las moscas”. Otra escritura inadvertida similar al dibujo invisible trazado en pleno vuelo, aceptado igual que el testimonio de la marcha de las moscas sobre el papel, las huellas de una cabalgata de patitas entintadas. La mosca tan recurrida, con sus patas debió escribir un mensaje imprescindible, con una tinta parecida al líquido que salió de la boca de Emma Bovary después de muerta, cuando empezaba a revolotear sobre sus párpados la primera mosca impertinente.

Las moscas escriben testamentos vidriosos y hacen falta ojos de mosca para leerlos, los ojos limitados de los humanos ven el cristal sin alcanzar la estructura, consolándose con la lectura equidistante de la realidad: un espectro inconcluso. Existe una cábala de las moscas y un evangelio de su Señor, el animal negro de alas trasparentes, zigzagueante como la literatura me repugna y me atrae a la vez. Esta mañana la relación del insecto con la arena fundida y cortada en forma de página rectangular tiene algo de palabra postergada. La mosca ni vuela ni retrocede, asiste a su destrucción fría y poliédrica. La muerte es vislumbrar cinco realidades a la vez sin alcanzar ninguna, entrever frases maravillosas cerrando de forma magistral relatos llenos de prodigios, de los cuales se nos cicatea la vía recta hacia su resolución que es vertical. La escritura es vertical y quebradiza.

En un gesto de reconciliación panteísta me levanto para forzar la situación, en lugar de ir a mojarme los ojos simples de mi cara, con una hoja de papel blanquísima sin notas que la manchen empujo despacio el insecto hacia abajo creando un contraplano opaco y le digo: mosca tonta sal de ahí. La impulso con violencia al ver que me desobedece y ella, luego de tres intentos frustrados sale volando. Quiero suponer que recupera, gozosa, la sensación del aire, la falta de resistencia al despegue incrementando el desagradable zumbido de agonía de las moscas. ¿Qué quiere decir haberla salvado? Cuando mucho desatar la metáfora amarrada en sus patas y consentida en la escena. Forzando mínimos acontecimientos obligué la mosca a comportarse de manera racional y anulando la mosca separé una intermediación de la melancolía con el paisaje. Delante está ahora la ventana sin distracciones dando en plenitud el exterior, el universo parece idéntico exceptuando el detalle menor de la mosca desterrada, el cosmos inmune que me acepta: observador del lado de acá escribiendo con tinta Waterman de notario de provincia y patitas de moscas alfabetarias sobre papel blanco. Esta mañana el trabajo me aleja de las peripecias telefónicas de una mujer desesperada llevándome a otro territorio reconocible. La relación entre ambos momentos se establece por un mecanismo poco original y se aplaza la redacción de un cuento porque un recuerdo insiste en ser considerado; escapado de la memoria, animal que por momentos es un toro y luego un búho, un pingüino de felpa movido a cuerda y la imaginación. Cauce indefenso entre paredes insalvables de una presa, se detiene y sólo le está permitido acumular energía alumbrando de madrugada taperas abandonadas.

Mi padre me lleva al Centro de la ciudad un día entresemana, de los pocos que no trabajó de sol a sol. Es una tarde del último verano antes de empezar las clases en la escuela –debió ser el año de salida al mercado del Citroën DS- así que el paseo nada tiene que ver con recompensas por la escolaridad, la razón supongo que pasaba por las obligaciones que entrañan la paternidad. Ese día tomamos uno de los últimos tranvías que circuló por Montevideo y que sin prisa nos llevó hasta el recuerdo que se estaba haciendo. Veía por primera vez el paisaje de casas con balcones de antepecho de mármol, comercios de nombre pintado en letreros de chapa y bocacalles arboladas; estaba reconociendo la ruta futura, subterráneo, cordillera, curso entre boyas rojas, la recta destinada a ser transitada una y mil veces. La puerta de calle de nuestra casa era un escalón y última frontera entre dos universos recelosos.

Bajamos del tranvía 51 en la plaza donde desemboca la avenida Agraciada y desde la cual al fondo se revela la silueta del Palacio Legislativo. Una calle anchísima, desmedida para nuestra ciudad de veredas estrechas parece conducir hasta un libro de historia con láminas policromadas y la escenografía acartonada de pésima película de gladiadores. Sabía de antes que allí, en una de las esquinas estaba La Platense, mostrando en sus escaparates inmensos la felicidad de las cajas de lápices de colores Faber y Caran D’Ache, pomos de témperas y pinceles de variado tamaño, frascos retacones con tierras de colores y estuches aterciopelados de compases. Impedido de concebir el secreto de grandes construcciones yo intuía que los puentes de piedra, castillos de fábulas y túneles de los macizos terciarios, tenían inicio en la prolija articulación de esos instrumentos brillantes sobre una hoja de papel calco, fijada a la tabla de trabajo por una chinche en cada vértice. Papá me permitía que fuera corriendo hasta las vidrieras, apoyara la cara contra el cristal para ver de cerca el despliegue de potencialidades: si el recuerdo me hace feliz es porque el gesto de contemplación excitaba cientos de sorpresas, latencias incomprensibles despertando otra forma de la sensualidad. Fui feliz apoyando el canto de las manos junto a mi cara perpleja y queriendo atravesar el vidrio, haciendo un hueco con los dedos pequeños, creando una cámara oscura que amortiguara la luz natural permitiéndome en esa penumbra circunstancial fijar mejor la imagen del otro lado.

Por aquellos años los montevideanos caminábamos despacio por calles arboladas, creyendo que estar ahí era la mayor de las fortunas para la condición humana. Los plátanos y paraísos diseminados sobre la principal avenida daban sombra fresca a los paseantes, en las veredas se sucedían unos tras otros fotógrafos ambulantes con sus cámaras, lentes enormes, obturadores manuales y negativos empapados para que nadie quedara sin el testimonio propio de esa felicidad exagerada. Papá me iba diciendo

-Ese es el cine Colonial; al que fuimos después tantos domingos a ver películas de Laurel y Hardy.

-Esa es la confitería Santa Anita; supe el origen de los sándwiches de jamón y queso que mamá traía a casa algunos atardeceres.

-Esa es Casa Rhim, una sastrería; y se estaba nombrando el lugar donde tiempo después, unos años más tarde, me comprarían mi primer traje de pantalón largo.

-Esa es la vidriera de Grimoldi; allí vendían zapatos elegantísimos y el slogan de la firma era “Grimoldi, la marca del medio punto.”

-Ese es el cambio Rebagliatti; miraba libras esterlinas ofrecidas en venta, números de lotería multicolores cubriendo la vereda, y escuchaba la voz ronca de vendedores callejeros diciendo tengo el catorce para hoy, tengo la grande para hoy, el catorce tengo para hoy…

-La que viene es la calle Andes y allí un poquito a la izquierda, pegado al pasaje Salvo está la granja Pichinango; era donde papá compraba unas impresionantes nueces californianas Diamond, que parecían el cerebro de Kant petrificado en miniatura.

-Esto, la Plaza Independencia.

Había algo de fiesta en el ambiente cuando llegamos a la plaza, creo recordar el ruido confuso de altoparlantes acoplándose y el amontonamiento de mucha gente curiosa. Aquellos parecían preparativos de un desfile militar en fiesta patria, pero por ningún lado llegaban gauchos a caballo, blandengues dignos de estampas coloridas ni la decorativa compañía de zapadores duchos en trincheras impidiendo el avance de los invasores. Papá continuaba señalando para mí los lugares considerados estratégicos, como si pensara abandonarme allí a mi suerte y estuviera indicándome los secretos básicos del prodigio intuido en Montevideo.

-Allí en la rinconada, detrás de las columnas –donde yo veía un café con grandes ventanales y mesas en la vereda- es donde se encuentran poetas, actores y políticos importantes.

-Ahora iremos a La Pasiva.

Trabajando sobre un escritorio antiguo, olvidado de la mosca desaparecida miro hacia afuera y en lugar de ver colinas superponiéndose, bosques agrestes ordenados de las laderas visibles, percibo arcadas con columnas de la Plaza Independencia, como en la Place des Vosges del barrio antiguo de París, la parte alta del parque Güell de Barcelona y los paisajes de Turín entrevistos en cuadros de De Chirico. He visto e intuyo cientos de plazas similares y la que insiste en regresar es la montevideana, al ser tan joven como plaza nadie piensa que valga la pena considerarla junto a otros modelos con prestigio histórico, ni conservarla: temo su paulatina destrucción sin dignidad, sucia y abandonada. 

Mi infancia es mi padre sentado conmigo en la Plaza Independencia, enseñándome a reconocer plazas que él nunca vería. Me parece haberle escuchado decir:

-Esta ciudad es la tuya, estás condenado a Montevideo.

-Si papá.

Ese fue su testamento temprano en el que la única herencia era darme Montevideo en un instante suspendido de felicidad, que yo trataba de memorizar como si fuera el catálogo de las naves aqueas.

-Allá la casa de Gobierno, enfrente al Hotel Victoria Plaza, el más alto y lujoso de toda América del Sur. Esa es la agencia Dodero de vapores, son responsables del cruce hasta Buenos Aires, todas las noches, del vapor de la carrera y de barcos más grandes que traen desde Europa a los pobres que lo pierden todo con la guerra. En uno de esos barcos vino mi padre, tu abuelo. La calle que sale derecho después de la plaza se llama Sarandí, yo de chico trabajé allí en la Librería Inglesa y en el Palacio de la Música. Al fondo de esa calle cada mañana subo al remolcador para ir a trabajar al frigorífico Swift.

Era cierto que había algo de fiesta en el ambiente, mi padre tomó cerveza en una jarra enorme de vidrio con manija, recuerdo su pelo crespo contrastando con la espuma blanquísima de la cerveza cuando todavía se llamaba Doble Uruguaya.

-Estamos comiendo frankfurters en La Pasiva. La fórmula de la mostaza es un secreto.

Lo dijo muy serio lo del secreto de la mostaza, así me obligaba a fijar el recuerdo. Yo estaba descubriendo un segundo nivel de las palabras aprendiendo a imponérmelo para el resto de la vida y él me ayudaba a imaginar una ciudad enferma de memoria.

-Tranquilo el perro, que falta lo mejor.

Permanecí callado esperando el asombro mayor empachado con ese enorme prólogo, el levísimo anuncio de la futura revelación de las claves que algún día futuro, me permitirían desentrañar el enorme secreto. Al atardecer la ciudad retuvo parte del esplendor del sur, las sombras enormes de las construcciones avanzaban sin oposición a lo largo y ancho de la plaza imitando gigantes de cuento infantil.

-Vamos, me dijo.

Habían cortado el tráfico alrededor de la plaza Independencia y puesto barreras para que el público, sin desbordar canteros prolijamente recortados permaneciera del otro lado. Recuerdo que por ahí había estacionado un enorme camión del ejército verde oscuro con grandes focos, unos tachos de luz que se usaron en las guerras mundiales, durante la noche, para descubrir en el cielo la silueta de los zepelines, el pasaje furtivo de los aviones caza y encauzar las balas trazadoras. Al pie del Palacio Salvo, en el ángulo que forman la plaza y la Avenida 18 de Julio había, hay una tarima de madera adornada de banderitas y encima un cartel escrito a mano: Yamandú Hinzau El Hombre Mosca. Me lo leyó mi padre.

-El hombre va a trepar por las cornisas del edificio hasta la punta de la torre.

Me acerqué lo más posible, vi sentado en un taburete y haciendo flexiones que parecían sencillas a un hombre pequeño del tamaño de un jockey de Maroñas, con calzones brillantes azules, zapatillas livianas y disfrazado de faquir. Al costado había dejado un chaleco sin mangas bordado de lentejuelas y un turbante turquesa con un vidrio rojo en el medio de la frente, haciendo las veces de rubí de marajá y la piedra Lunar. El artista era flaco de contarle las costillas y verle salir de la piel la forma de los omóplatos, a una distancia prudente evitando la desconcentración del atleta había un grupo de fotógrafos preparando la primera página de los periódicos de mañana. Dos odaliscas, una de ellas casi una niña de mi misma edad repartían hojas impresas anunciando la actuación del faquir oriental en teatros y sociedades recreativas para el próximo fin de semana, antes de emprender la gira por todas las ciudades, pueblos y villas del interior del país.

-Un Hombre Mosca es alguien que sin más ayuda que las manos y pies trepa por afuera de los grandes rascacielos. En Norteamérica es cuestión de todos los días, pero aquí es insólito. Ayer leí en El Plata que fue necesario un permiso municipal especial para autorizar el intento de hoy.

Así que se trataba de eso, de ahí el paseo inesperado un día de semana y el refresco de mandarina en La Pasiva. Papá me llevó hasta allí para que yo viera la gran aventura del Hombre Mosca, los esfuerzos de un extravagante artista del hambre trepando hasta salvar el escollo de los complicados adornos colgantes del Palacio Salvo.

Nosotros quedamos en una ubicación inmejorable, papá igual me subió en brazos para que viera mejor y era tan novedoso todo lo visto que me abandoné a un relevamiento minucioso de lo sucedido a nuestro alrededor. Un murmullo a la vez asociado a la confianza y el temor de un paso en falso del temerario escalador se presentía en el ambiente, en comentarios exagerados de las personas que estaban cerca nuestro. Esa ambivalencia sin disimulo trataba de ser distraída con música y la bulla sin pausa de vendedores de globos y banderines; desde el camión militar parpadeaban los reflectores, buscando en ruidosos generadores acoplados al vehículo la energía necesaria para potenciar al máximo los haces de luz comenzando a barrer el cielo, desconcertados por la ausencia del dirigible gemelo del pérfido Hindenburg.

-Son para iluminar la ascensión, me dijo él.

En esa hora y circunstancia el Palacio Salvo era el Everest, la mayor altura concebible y desafiante en nuestro horizonte, secuela de una familia de inmigrantes que quiso su palacio a destiempo renacentista para erigirlo en Florencia; es lo que entre nosotros llegó más lejos en el intento de tocar el cielo con las manos. En principio el Palacio Salvo fue concebido como un Gran Hotel con enormes salones de baile para orquestas con dos líneas de trompetas y trombones, salas de baño relucientes diseñadas por arquitectos italianos trabajando a piaccere, dándose el gusto de hacer lejos de su patria un proyecto que creyeron magistral y excesivo para el recato de ciudades como Ferrara. Con el tiempo, el edificio proyectado se transfiguró en pequeños departamentos y a medida que deslavaba su brillo original lo fuimos queriendo más quienes lo mirábamos de afuera. Puedo aceptar otras ausencias en la ciudad pero Montevideo es inconcebible sin esa mole, el Purgatorio de la ciudad está entre su hora de fundación y el retiro del último andamio del edificio, el Paraíso o Infierno posterior comienza en ese instante ritual de la logia de los constructores. Cuando yo muera su silueta seguirá recortándose sobre el cielo celeste de enero y de lo que pueda pasar después poco me interesa. 

Esa presencia gris descascarándose siendo la metáfora del último dinosaurio sobre la tierra logra desconcentrarme todavía, las veces que regreso a casa nunca estoy seguro de haberlo hecho hasta toparme con el Salvo aunque sea entrevisto en un atardecer brumoso. Esta apología mediocre de una construcción hecha de memoria puede derivar en argumentación sensiblera cuando lo importante es el recuerdo del Hombre Mosca, mejor: el significado del recuerdo de un instante preciso de su hazaña. Olvidé por completo las condiciones de la ascensión de la que fui testigo y da lo mismo ya que puedo inventarla lindando la verosimilitud. El hombre pequeño que había visto se detiene al pie de la gran columna de la esquina y realiza las últimas flexiones sobre el suelo, ya es un espectáculo e importa poco lo que piensa y se cruza por su cabeza en los instantes previos al ataque frontal. Curiosamente, ese brahmán disfrazado que debería creer en dioses extraños se persigna igual que un  cruzado antes de la batalla contra el infiel por la tierra santa; luego se vuelve hacia la multitud, nos mira sintiéndose capaz de magnetizarnos colectivamente, saluda con el brazo en alto igual que un aviador temerario antes del cruce polar jamás antes intentado. 

Nosotros lo aclamamos haciendo el esfuerzo de controlarnos sin querer aturdirlo y él después del saludo nos da la espalda, contempla la verticalidad sinuosa de hormigón que lo aguarda (vidrio opaco y gris de formas rebuscadas), da los primeros pasos de la escalada permaneciendo con los ojos de mirada penetrante a escasos centímetros del cemento que lo hipnotiza a él; su torso desnudo al aire para que puedan verse los movimientos desde miles de ojos atentos, las dos pupilas de reflectores aguardando entrar en acción cuando anochezca y el artista estuviera a escasos metros de la cumbre. Con el éxito que supone la llegada al objetivo sucede lo mismo, olvidé el momento decisivo del tiempo del Hombre Mosca. 

Debe haber llegado hasta arriba de lo contrario su fracaso habría sido insoportable, su muerte espectacular inolvidable para quienes estuvimos ahí y el recuerdo del incidente más persistente que el de mi padre tomando cerveza. Seguro que alcanzó su cometido siendo lo de menos, ese vacío de la memoria es fácilmente reemplazable, nada más simple que imaginar la llegada a la cima de un Hombre Mosca, aunque se trate de observarlo en la familiaridad del Palacio Salvo ante la mirada de una multitud de orientales alelados. Bien pudo ser así: hay emoción concentrada en los últimos metros de la proeza y dando un golpe de efecto luego de una hora tensa, Yamandú finge un mal paso, se desacomoda perdiendo por un momento el equilibrio… Muchos exclaman ¡ahhh!, otros quitan la mirada del objeto fascinante permaneciendo con los ojos cerrados, se produce un movimiento masivo de retroceso haciendo lugar en el asfalto, un círculo por si el cuerpo se precipita. Nadie atiende las mesas de la cervecería, los camareros comentan en grupo de brazos cruzados y voz baja los eventos temerarios de las alturas, es imposible distinguir el animal lejano en lo alto desplazándose despacio por más que los reflectores ayuden, entreverado, perdido entre moldura de resistencia incierta y las cabezas de inquilinos curiosos asomándose a ventanillas de las torretas circulares. 

A partir de los ochenta metros aquello dejó de ser un hombre, era el animal que recuerdo del comienzo de “Las palabras y las cosas” cuyo autor citaba al escritor vecino  que considerando ambigüedades, redundancias y deficiencias de John Wilkins recuerda al doctor Franz Kuhn, atribuyendo parecidas imprecisiones a una enciclopedia china –emporio celestial de conocimientos benéficos- donde está escrito que, después de los animales que acaban de romper el jarrón están aquellos (la categoría N) que “de lejos” parecen moscas; es una categoría de metamorfosis operada a la distancia en los sentidos, evidente en los supuestos sin ratificación en la anatomía. Cerca de la cumbre, como el centauro y las sirenas se colma el sentido del Hombre Mosca. La multitud de pronto alcanza un clímax de liberación, modestísima catarsis de purgatorio transitorio y se escucha música de final feliz. El faquir logró el objetivo de alcanzar tan exótico Shangrilá, agita las patitas en lo alto cuando se vuelve hacia la muchedumbre que a su fatigada mirada parece un puñado de hormigas alborotadas. 

Los camareros de la cervecería La Pasiva regresan resignados a sus obligaciones de cerveza, a la inminente invasión sobre mesas y mostradores de curiosos atraídos por el secreto celosamente protegido de la mostaza.

-Viste, dice mi padre.

Todos estamos felices, el Hombre Mosca entró al Palacio Salvo por una ventana grande como ésta delante de la cual escribo. Aquella mosca hombre buscó el hueco hasta penetrar al Palacio y laberinto descendente de torres falsas, corredores sin fin, habitaciones subdivididas por la especulación inmobiliaria, escaleras oscuras y ascensores descompuestos cada dos por tres. Muchos años después lo conocí por dentro y de inmediato asomó en mí la impresión sin resolver de cofradía secreta, incomprensible para quienes vivimos fuera del hormigón armado del edificio. Ese boceto incitado por la historia natural lo olvido a medida que voy escribiendo y recuerdo con detalle de pesadilla un momento que sucedió durante el cambio de las luces mientras todo era propicio a las mutaciones.

El sol daba paso a la desorientación de los reflectores, las sombras de los edificios que nos rodeaban comenzaban a enfriarse. Yamandú pasaba de la primera base del Palacio Salvo a encarar la zona cilíndrica de almenas puntiagudas y entonces en la percepción se fugaba cierto antropomorfismo a una mancha oscura, azulada. Fue ese el momento, era tonto y fascinante a la vez intentar escalar por fuera la construcción. La caminata exterior del edificio emblemático de la ciudad necesariamente querría significar algo, era irrefutable que las cuatro patas de Yamandú estaban escribiendo como moscas, en la fachada envejecida del Palacio Salvo, un mensaje claro por críptico, elemental antes que doloroso, evidente y secreto: yo no lograba descifrarlo y menos entenderlo. Al respecto se me ocurren varias interpretaciones, la criatura ambigua escalando estaba advirtiéndonos sobre un suceso capital imposible de verbalizar y sólo comunicable de manera acrobática, quizá la escritura a cuatro patas era un agente desencadenante de otra instancia y que el escriba simbólico tampoco entendía; luego: en cuanto al mensaje insinuado proponía un enigma sobre la ciudad y que puedo continuar queriendo descifrar infructuosamente desde entonces. 

Cuando regreso a Montevideo miro con desconfianza el Palacio Salvo desde varios ángulos, tratando en vano de recordar los gestos e itinerario de Yamandú, por más que fijo la mirada no hallo evidencia visible de aquel episodio de mi infancia, ni trazos indelebles sobre los muros que puedan recordármelo en su misterio. A pesar de la ignorancia persistente, esta mañana pienso que ello sigue siendo un enigma. Habiendo tantas cosas en el mundo para qué insistir en Montevideo sino para reconocer en lo escrito una palabra sola, parecida a las que el faquir ficticio garabateó un atardecer sobre las paredes del edificio más feo de la ciudad; que a mis ojos encierra mayores enigmas que Keops, más deslumbramiento que La Alhambra y sus jardines al sol del mediodía, más historia que el eco de Epidauros y más resignación que esa mosca encerrada: caminando sobre el cristal de la ventana donde de un lado respira eterno el valle del Hérault y del otro mi padre y yo regresamos a casa en tranvía, mientras avanza inexorable el primer viernes de mil novecientos noventa y dos.

En el Palacio del Rey de la Montaña (capítulo final)

En “El misterio Horacio Q.”, 1998

Para los habitantes de Salto y pobladores del litoral uruguayo comenzaba el período –sacrificado y esperanzador- de reconstruir lo que fuera la vida cotidiana y hacer retroceder la adversidad que tanto se había ensañado las últimas semanas.

-¿Baja a estar con nosotros primo? me preguntó Jésica y le respondí que lo haría en pocos minutos.

Después de la decreciente permanecí encerrado en mi cuarto durante dos días y casi sin dormir, la muchacha de servicio me traía la comida a horas convenidas. Aproveché el encierro para darle un final imaginado al inacabado Diario de la Inundación, que se alteraba en crónica distinta a una fiel relación de los hechos. Fue una extraña coincidencia, cuando puse punto final a mis notas donde la muerte era el retorno a una conciencia acuosa, escuché la risotada de tío Francisco que logró sorprenderme siendo hombre parco tratándose de manifestar emociones. 

Comprendí que era tiempo de bajar al mundo y reintegrarme a la hospitalidad de la vida familiar; así lo hice, colaboré con entusiasmo en la recuperación de paredes, puertas, enseres domésticos y la exclusión definitiva de aquello irrecuperable. Lo fantástico fue la renovada potencia del sol litoraleño y miraba a los objetos secarse de un momento para otro; dejaba un taburete al sol al límite de pudrirse y veía escapar el vapor igual que un fantasma acosado en milagrosa transfiguración. La madera lijada recuperaba colores con dignidad y en pocos minutos parecía que por allí nunca había sucedido la inundación. Hasta de mi propio cuerpo, durante las tareas de recuperación vi salir un plasma desconocido, como si el agua fuera algo alejándose de mi vida; otra condición y estado de la materia que la única traza dejada de su paso por mi memoria eran las notas del Diario de la Inundación. Curiosa musa pensé y me dispuse a olvidar el incidente.

Había en mí durante esos días la natural predisposición, cierto condicionamiento e imposibilidad de disociarme de la sombra de la muerte y ello me llevó a implicarme en el último episodio confuso de mi temporada salteña. La exacta dimensión de la catástrofe natural afectando al país –con consistencia de augurio y signo indescifrable de lo por venir- dejaba escaso terreno para especulaciones pensando en tragedias sórdidas y dramas manejados con discreción. De eso era un buen conocedor; recuerdo que estábamos en un mediodía de acomodo final cuando lo vi llegar por primera vez a la casa de tío Francisco, supe luego que las autoridades policiales locales lo hicieron venir desde Argentina, de Rosario. El hombre tenía rasgos achatados aindiados de la frontera norte y le decían «el inglés». 

Luego de intercambiar unas palabras sobre las desgraciadas secuelas de la inundación, el hombre se presentó sin exageraciones ni buscando impresionar como comisario en actividad. Preguntó si podía hablar conmigo a solas y sin entender lo que estaba sucediendo tío Francisco me miró autorizándome, dándome ánimos.  Así marchamos el recién llegado y yo a conversar al patio, sentados en sillones de mimbre ya secos, debajo de nervaduras de lo que en otras circunstancias era una parra generosa. En la casa todos pensamos y yo el primero que se trataba de las secuelas del suicidio de mi padre en la capital; de ser así la venida hasta Salto del pesquisa argentino tenía más de impertinente que de preocupante. 

Me preparé a repetir frente al desconocido, fastidiado y habiendo alcanzado cierta victoria del olvido la versión del incidente, que narré repetidas veces a las autoridades montevideanas en mi casa, en reparticiones policiales y judiciales.

-Aquí se está bien, dijo él una vez que nos acomodamos en los sillones. Es inconcebible que hace una semana este lugar estuviera inundado. Si señor…

-Es cierto, el tiempo pasa apurado y lo que menos esperaba era tener que volver sobre un episodio que me fastidia sobremanera, respondí para hacerle entender mi negativa a darle largas al asunto.

-¿Usted lo admite así de primera? preguntó el hombre, suspendiendo el armado del cigarrillo al que se aplicaba con lentitud desesperante.

-Mire comisario, hablar otra vez de mi padre y los pormenores de su muerte me resulta desagradable.

-Ah, es verdad… su padre…, dijo como si se sorprendiera. Ahora veo… usted cree que se trata de eso, que vine hasta aquí para hablar de la muerte de su padre. Perdóneme por ser poco explícito, pero claro.,, creo que pensamos episodios diferentes. Si señor…

-Le pido que se explique de inmediato, exigí. Mi estado de salud está poco propenso a las adivinanzas.

-Señor Morelli, le pido serenidad y discreción, dijo el hombre y se inclinó hacia mí mirándome directo a los ojos, sin dejar por ello de seguir armando el cigarrillo allá lejos en la punta de los dedos. Estoy aquí, señor Morelli, porque lo tengo a usted en lugar prioritario en mi lista de sospechosos de un delito repugnante.

-Sospechoso, dije yo; la palabra era tan inadecuada al momento que me pensé metido en una absurda confusión. Así que ahora soy sospechoso… Lo siento comisario, esa palabra es ajena a mi lenguaje habitual. Acaso la leo, muy de vez en cuando en alguna novelita barata.

-Pero mire usted qué cosa… claro señor Morelli, siempre es así, dijo él, recuperando la posición inicial más protocolar y antes de pasar la lengua por la franja de papel engomado que había quedado sin enrollar. Ya veo que, como usted está en babia y se hace el desentendido tendré que empezar la historia desde el principio. Si señor… Se la hago corta Morelli, después y si no tiene inconveniente quisiera que me respondiera a un par de preguntas. Digamos un pequeño interrogatorio vio.. como sucede en esas novelas baratas que, muy de vez en cuando le da por leer para distraerse y calmar los nervios.

-Disponga, le dije con algo de sarcasmo. Soy todo oídos.

El inglés con cara de cacique comenzó su relato por la llamada urgente del comisario principal de Salto. Hasta aquí sabían que era el mejor sabueso de las Provincias Unidas, acotó esta vez sin falsa modestia y orgullo para mi gusto exagerado, pero que él suponía justificado. Así pues, llamaban al inglés cuya fama traspasaba fronteras cuando la situación era desesperada. Había un problema bien podrido frente al que nuestras autoridades, de este lado del río, admitían su incapacidad no de resolverlo sino incluso de ordenarlo. 

Luego del comienzo compadrito de glorificación personal el entrerriano se lanzó en un lamento macarrónico, insistiendo en la tristeza que le produjo haber encontrado a la hermosa ciudad de Salto, cuna de hombres ilustrísimos y teatro de episodios heroicos, en tan lamentable estado. Conociendo la valía de los Orientales, demostrada tantas veces desde el fondo de nuestras patrias hermanas, confiaba en la gente de bien, la mayoría, él apostaba por las fuerzas vivas de la región para recuperar lo perdido y hacer de la ciudad lo que ella merece, cumplir el destino para el que estaba sin duda llamada. Dentro de pocas semanas, dijo, todo volvería a la normalidad «pero antes, señor Morelli, hay que llevar adelante una tarea. Una obra de bien público imprescindible para despejar el porvenir de la ciudad, que descarto esplendoroso a condición que… si y solamente si».

-Hay que cazar y pronto a una rata inmunda, dijo con voz de ventrílocuo, mientras encendía el cigarrillo armado con un yesquero que al sol brillaba como doblón de plata. A eso vine Morelli, agregó luego de que saliera de su boca la primera bocanada de humo.

Después el hombre siguió contando de manera dispersa y aún así a mí me pareció que un orden secreto guiaba sus palabras. Habló de hospitales con falta de recursos, morgues que parecen ruinas y momentos desagradables que vivió las últimas horas él que era hombre curtido, después que aceptó cruzar el río para darle una mano a los colegas Orientales, muy boleados por el desborde de los últimos hechos. 

Estaba cascoteado por lo visto durante tantos años de trabajo, debía admitir con la mano en el corazón que las sorpresas nunca terminan, en especial las desagradables. Los de aquí lo llamaron porque, cuando las aguas por fin se retiraron volviendo a su nivel normal apareció de todo. Hizo una enumeración grotesca, medio graciosa y con estudiado sentido del efecto, dejando para el final los cuerpos de las niñas estranguladas.

-Así como lo oye estimado señor Morelli. Durante la inundación en este barrio tranquilo de personas trabajadoras, mientras la gente salvaba muebles y sus pocas pertenencias, una rata aprovechó el descuido y la confusión para violar y asesinar a dos gurisas chicas. Qué joder Morelli, como para tener confianza en el género humano.

El forastero dejó que se instalara en el patio un silencio corpóreo y se puso a fumar parsimoniosamente, como si fuéramos viejos amigos con todo el tiempo por delante para hablar de la vida, dándome lazo para ver si me enredaba en alguna vuelta y terminaba cayendo; para eso estaba él ahí sentado cerca. Sorteando lo extravagante que resultó la información entendí de un tirón la situación; es probable que estuviera fatigado del alma para indignarme con sus insinuaciones y reaccionar, ofendido por mi condición de sospechoso prioritario. 

A los ojos profesionales del visitante todo encajaba, nuestro barrio retirado donde conversábamos, la excusa catastrófica fluvial enredando pistas, un anormal con deseos de alimaña y que pasa al acto mediante crímenes bárbaros. Para completar el cuadro, un capitalino discreto de visita con problemas nerviosos que vive la mayor parte del tiempo encerrado en su habitación. Más que de malentendido se trataba de una operación deductiva con aceptable lógica, cada detalle ensamblado tendía a una demasiada perfección. 

Mientras él fumaba medité la estrategia a seguir, Sería un error hacerme el desentendido, el inglés esperaba de mí la inteligencia y más: aguardaba la confesión.

-Mire comisario, demasiado sencillo para ser verdad. Lo siento, fue lo que le dije después de la pausa.

-Lo mismo pensé yo al estudiar en detalle la situación y luego me dije ¿por qué no? Muchas veces la solución del enigma está en lo evidente. En este caso odioso, coincidirá conmigo, en principio nada debe ser descartado. Nada Morelli, nada…

-Deberá conformarse por ahora con mi versión negativa.

-Era lo menos que esperaba de usted Morelli.

-Quisiera preguntarle algo comisario.

-Diga Morelli.

-¿Soy el único sospechoso que tiene, el número uno en su lista o qué?, lo interpelé suponiendo que hablábamos de la trama de una novela de suceso popular.

-Información confidencial, dijo el inglés mientras apagaba el cigarrillo en la suela de un zapato.

-Me quedo tranquilo en mi condición de sospechoso prioritario, le dije. Es lo único que puedo hacer por el momento además de declararle mi inocencia. Su usted tuviera pruebas tangibles como suele decirse, me estaría masacrando en un sótano de las dependencias policiales.

-De eso puede estar seguro, dijo el rosarino. Si señor.

-La mía por lo visto es una situación incómoda, le dije. Niego cualquier vinculación al episodio, le puedo contar en detalle lo que hice con mi tiempo las últimas semanas y sería insuficiente para borrarme de la lista.

-Así es señor Morelli, me respondió. La situación como comprenderá es excepcional y me obliga a no descartar ninguna hipótesis, por improbable que parezca.

-La confesión forzada tiene la virtud de cerrar expedientes complicados.

-Eso lo hice cuando era un joven ambicioso y más de un infeliz cargó con paquete ajeno. Mire Morelli, quiero ser clarito, si se tratara de la muerte de un malandra agarraríamos a otro malandra conocido, unos cuantos palos negociados y asunto concluido. Esto es diferente; diferente por el crimen, porque decidí que fuera diferente cuando vi los cuerpos de las muchachitas en las planchas de esa morgue húmeda y mugrienta. Diferente porque estoy viejo y quiero atrapar a esa rata con mis propias manos. Por esas razones estoy aquí conversando con usted Morelli que es hombre cultivado, dando la impresión de ser un veterano pelotudo perdiendo el tiempo.

-Un capitalino culto que buen puede ser un violador de menores, dije.

-Más que eso Morelli, puede ser un asesino reincidente, de una variante despreciable si recordamos las edades de las víctimas.

-Según parece esa también es información confidencial.

-Tenía la esperanza de que usted la conociera.

-Lamento decepcionarlo una vez más comisario.

-Me cacho… la cacería será más ardua de lo previsto, tengo para unos cuantos días en Salto.

-¿Cuáles son los próximos pasos comisario? le pregunté para empezar a dar por terminada la entrevista.

-Ah… los famosos próximos pasos, dijo él. Qué problema son los próximos pasos señor Morelli. Digamos que a partir de ahora cuento con su buena voluntad para cooperar a la dilucidación del entuerto.

-Que más remedio, dije.

-Quédese en Salto un mes más Morelli, repose como se debe que para eso vino hasta aquí. Un mes más, como máximo.

-Mi familia está en Montevideo y el tío Francisco…, comencé a argumentar para ganar tiempo y dejar de sentirme una rata acorralada.

-Don Francisco está feliz con su compañía y cuando lo de las niñas comience a saberse nunca lo asociará a su persona. En cuanto a mi presencia dígale que vine a pedirle consejos profesionales. Usted y yo podríamos tomar unas copas juntos los próximos días, dejarnos ver los dos por el centro. Si los médicos se lo autorizan, bien entendido.

-Me parece bien, estoy necesitando ejercicio.

-En cuanto al resto del tiempo señor Morelli, cuídese. Sin que usted se de cuenta lo seguiré a todos lados. Cuando duerma y cuando cague estaré ahí, no podrá hacer nada en esta ciudad sin sentir el aroma del tabaco negro que terminará por llevarme a la tumba. Si resulta que usted es la rata que busco Morelli, lo colgaré de los huevos y le aseguro que se arrepentirá de haber nacido, si me equivoco tendrá algo para contarle a sus nietos.

-Comisario, esto puede ser el inicio de una gran amistad.

-Ve Morelli, eso es lo que llamo un hombre cultivado. Alguien que está metido en la peor mierda hasta los ojos y me quiere joder con una bromita de biógrafo. Por hoy lo abandono, tengo trabajo esperándome, imagínese… Si señor…

-Hasta cualquier momento comisario.

-Hasta cuando yo quiera Morelli. No se moleste, ubico la salida.

El comisario se levantó y comenzó a caminar hacia el interior de la casa a tranco lento. Tenía cuerpo de domador de caballos y tal vez le decían el inglés por el cuidado puntilloso de la indumentaria; la combinación de camisa y corbata evocando vidrieras londinenses en primavera, resaltando la disonancia entre aspiraciones de elegancia y cuerpo maturrango. Lo mismo debe suceder en el alma del asesino y los pensamientos finales de un suicida. 

Estaba en Salto para recuperarme de los nervios y apenas pasada la inundación me convertí en sospechoso de un crimen atroz. Sentía la urgencia de buscarle una escapatoria a la situación, quizá Mauricio tenía razón y debí haber ido a la otra casa en Barra de Maldonado, tal como estaban las cosas tenía un mes para aclarar las ideas, pero había olvidado la cantidad de tiempo que cabe en un mes. Mal comienzo, ignoraba los terribles hechos narrados por el comisario así que ni la menor idea de por dónde empezar a reaccionar. Averiguar por mi lado sería peligroso e insensato, para eso estaba el inglés ocupado a tiempo completo, obsesionado, poseso y yo descreía de los investigadores improvisados. Por lo escuchado los crímenes desbordaban los límites de una inteligencia homicida, respondían a un estado de brutalidad particular resultado de una mente enferma rebotando entre locura y simulación; quien había cometido esos asesinatos sería capaz de saltar todas las barreras morales, como si después de haber actuado la primera vez y una segunda se creyera todo permitido. La anomalía del individuo derramaba el momento de abrir a la fuerza las piernitas de una niña llorando de terror –¿está desmayada por los golpes, es un cuerpito muerto?- intacta cuando el hombre compraba cigarrillos y se divertía mirando comedias argentinas de las hermanas Legrand en los cines del centro de Salto.

Como herencia de la inundación quedó en la ciudad una manía de otoño; me percaté que conocía poco la ciudad y si durante semanas viví maniatado por la escritura de mi Diario, entre aguas amnióticas de un parto prehistórico, tomé la decisión de salir a la intemperie y caminar por la ciudad aunque pudiera con ello avanzar mi perdición. La inteligencia y quietud eran insuficientes para sacudirme la condición de sospechoso por el hecho de estar allí en el peor momento. Creía que la visión de la muerte de mi padre, el sistema nervioso lanzado a plena actividad de salvamento, la traza invisible que dejó en mí la vivencia interna de la inundación, sumado a la experiencia agotadora de escribir un dietario del encierro forzado, terminarían por darme una sensibilidad distinta ahora que algo me amenazaba; salvarme de la horca podía decir si ello no resultara cínico. En esas tribulaciones de recaída pasé la primera semana. 

Lo que pudiera concebir para desbloquear mi situación incómoda seguro que el inglés lo había pensado y hecho; me refiero a antecedentes de mi existencia, la búsqueda entre obsesos fichados tras la sexualidad enferma, indagación en el entorno familiar de las criaturas muertas que es donde suelen estar los culpables, la lista de forasteros alojados y encerrados en hoteles y pensiones de Salto. Era curioso que el asunto demorara en salir a la superficie de comentarios mundanos, hasta pensé que los asesinatos nunca ocurrieron y la información era parte de una conjura. Tenía, después de todo, apenas la versión de un individuo que ni me constaba que fuera comisario, era su testimonio acusador haciendo de mí sospechoso sin fundamento, culpable en potencia casi ideal.

Una noche el inglés me llamó por teléfono, su voz era la de un hombre cansado y rencoroso. Recuerdo que le pregunté si estaba seguro que ambos crímenes eran obra de un mismo hombre y respondió que sí, luego le pregunté si el asesino se había detenido. Esa rata llegó con la inundación, me dijo. Le comenté que con la misma inundación la rata también pudo irse de Salto; eso es lo que a usted le gustaría me respondió. La rata está entre nosotros, la rata aprovechó para golpear la confusión de la correntada, hay que detenerla y matarla dijo, no quiero que otra chancleta muerta termine por darme la razón. No creerá que me quedaré sentado hasta ponerme la soga al cuello le dijo y él acotó: por lo que sé, esa es una costumbre de familia. El inglés jugaba a fondo, estaba decidido a utilizar todo tipo de recursos para lograr su objetivo. La confrontación brutal con un episodio que comenzaba a olvidar alteró mi equilibrio emocional, dejaba de ser sospechoso para volverme alguien acorralado. Si algo no sucedía pronto, en dos semanas pasaría a la condición de acusado para satisfacción del verdadero asesino, que sabría la necesidad imperiosa que tiene todo misterio del falso culpable. El chivo expiatorio cerrando un ciclo de pulsiones incontrolables, que le permitiera recomenzar por un demencial mecanismo de su relojería alterada.

Tuve nostalgia de los domingos en Salto inundada y añoré el momento en que abrí la puerta de la casilla de los jardineros allá en Montevideo. Nadie sale impune de la confrontación con la muerte del padre, una duda se incrustó en mis pensamientos y comencé a suponer que mi estancia en Salto cuando la inundación nada tenía de casual, resultaba de una conjura incontrolable, mi oscura voluntad cuando estoy distraído pensando en rosas que florecen antes de tiempo. Una mañana venía del Correo (había enviado las cartas de rigor a madre y a Mauricio anunciándoles la prolongación de mi estadía en Salto) cuando apenas transpuesta la arteria que delimita el centro de la ciudad, teniendo en cuenta lo agradable del tiempo y tentando la inoperante operación de escapar a quien me estaría siguiendo los pasos, deserté de mis rutinas de caminante emprendiendo un largo rodeo por barrios de esos que están cerca y nunca antes me había dado por recorrer. Lo hice siguiendo rastros desconocidos, llevado por perfumes que me atraían y terminarían seguro por destruirme. ¿Por qué lo hice? me repito. Lo ignoro, sólo estoy seguro de la deriva imprevista de esa alteración de hábitos difícil de explicar y cuyas consecuencias son considerables. 

Digo esto por algo que ocurrió; pasando por los fondos de una vivienda modestísima, viendo de cerca la pobreza en desgracia supe –sin que mediara intermediación alguna que consiga explicarlo- que allí vivía una de las niñas asesinadas. Excitación y temor llegaron a mi espíritu al unísono, se trataba de la euforia por haber hallado una punta de la madeja, era contarme que esa intuición de lo atroz iniciaba acaso mi salvación y también el desarreglo. Mi pasearme por esos precisos andurriales en desgracia, confirmaría a los ojos que seguían mis pasos un retorno calculado, la conexión virtuosa entre la niña asesinada que se crió allí y mi persona, vínculo inexistente hasta ese instante que supe que esa era la casa.

Apuré el paso para escapar del tirón, llegué a casa sudando y con escalofríos, pasé sin saludar, subí de prisa las escaleras; antes siquiera de ordenar la ropa llamé por teléfono al hotel Central y marqué el número que me había anotado en inglés en un papelito. Su habitación estaba comunicando y debí esperar tres minutos que me parecieron una eternidad. Tengo que decirle algo, dije apenas me respondió. Ya sé, me contestó. Su situación se complica, agregó. Usted tampoco me ayuda, quise argumentar. Es usted que parece desentenderse de la verdadera naturaleza de nuestras relaciones, escuché. Es inexplicable, contesté. Yo alguna vez hace tiempo, dijo, creía en brujas pero los años a uno terminan por curtirlo y si quiere hablar de sus caminatas inexplicables aquí lo espero a toda hora, porque en monstruos sí creo. Apenas me despedí del comisario colgué el auricular con rabia, fui al baño y vomité un café chirle y dos tostadas con miel que desayuné en el bar pegado a la sucursal de Correos; desde entonces renuncié a salir durante el día y preferí hacerlo por la noche. Tío Francisco se preocupaba por mi recaída y mi prima estaba celosa e indignada por mi actitud de los últimos días, supongo que ella creía que iba por ahí de putas; ella se sentía responsable de haberse dejado tentar por la idea de confiar a mis manos purulentas de pecador carnal la honra de sus amigas íntimas. Devenía de más en más un ser vil a sus ojos, que sin causa visible saltó del reposo convaleciente a la agresión y del día a la noche; que era a la vez rata y cazador chambón de otra rata cuya captura y sólo eso, podría restituirme a mi condición humana anterior. Así como debí vivir la inundación de Salto viví las noches siguientes a la inundación.

Las primeras veces me moví sin criterio, trataba de marchar hacia las antípodas de mi situación actual y más de una noche, agotado por el esfuerzo dejaba atrás la ciudad. Cruzaba alambrados y me descubría bajo un cielo saturado de estrellas, cuando no entre bultos de vacas dormidas, en aguadas metido hasta las verijas y temblando de frío, Simulaba huir de la ciudad y me internaba tierra adentro, si esos gestos aliviaban mi angustia mediante desconcierto e insensatez de lo ingobernable, nada podía con la tranquilidad del alma. Una vez caminé campo traviesa hasta caer desfallecido en medio de la nada; ese dolor íntimo me recordó el alivio que sentía cuando, al contrario, me encaminaba a la cercanía del río que trajo la inundación a mi vida, huyendo conmigo a recovecos y entrañas del asunto, pliegues donde continuaría la misma cacería. 

Jamás sabré si lo descubrí, lo fui inventando para aliviar la mente, si fue suerte consoladora o reverso de otra desgracia y los hechos ocurrieron de la siguiente manera. Al espíritu como el mío son suficiente tres o cuatro noches para crear una costumbre. Cuando digo costumbre quiero decir recorrido, itinerario, repetidas veredas de las mismas calles e idénticas esquinas donde cambiar de dirección. Atípicas pendientes hasta llegar al cauce y alcanzar la vastedad del ancho paisaje de río, que para mí tenía algo de último y confrontación próxima con la muerte tan callada. Olvidamos demasiado seguido que el Uruguay es un río, los Orientales debemos tener algo de anfibios tirados con desdén en la historia. Nada buscaba de particular, era encontrarme y descubrir otra intriga donde crecía el complot que me designó culpable de actos aborrecibles; estaba siendo acorralado por detalles cuya acumulación, sumada a mi desesperación me llevarían a la confesión de crímenes ajenos. Estoy convencido –si la situación y la forma del delito hubiera sido menos horrorosa- que habría confesado a las pocas horas del asedio para escapar a la espera. 

Los nervios, cada uno de ellos, la fuerza conjunta del sistema del encéfalo y la médula espinal recomenzaban su tarea demoledora. Una imponente estructura metálica se derrumbaba, en determinado momento sucede que todo se altera y un pensamiento malsano demora en irse, la idea impertinente se entrevera, olvidamos doblar una esquina habitual: lo hacemos en la otra, consolándonos tarde con la esperanza de recuperar luego el trayecto correcto, hacer las maniobras necesarias para recobrar la costumbre. Debió de ser así, la calle que tomé por error extravió la línea recta e insinuaba un viaje sin retorno, curva pronunciada hasta un lugar desde el cual, mirando hacia atrás se disolvían los puntos iniciales de referencia. Era cuestión de un par de metros y suficientes para establecer la diferencia, algo conducía sin resistencia de mi parte hacia la bruma espesa, calle empedrada que era inicio de un puente pues debajo escuché correr el caudal de un río angosto y distinto al Uruguay, acaso fatigado final de un afluente faltante. 

Digo río porque existía un otro lado, segunda orilla que no parecía costa argentina, a la que se accedía mediante un puente tendido sobre un caudal de tiempo. Dudé de lo que estaba viendo y debí admitir su realidad, al final del camino empedrado de esa especie de puente, aguardaba una espesura de niebla ahumada y comienzo de algo evocando un poblado tudesco. Me faltó coraje para atravesarlo y allí donde quedé clavado por cobardía estaba equidistante a un caserío de siervos labradores. El humo de leña salía lento de unas chimeneas, alcancé a identificar la entrada de una taberna cervecera y escuché conversaciones en una lengua que desconocía; esa configuración de casas habitadas tampoco debía estar ahí. Verificando la cordura dubitativa volví sobre mis pasos siguiendo la curva del camino, al recobrar la visión primera del paisaje perdí de vista el estandarte de fogones humeantes y esforzándome por retener en la memoria referencias del callejón.

A la mañana siguiente e internado en un tercer segmento de sonambulismo, cuando pretendí regresar allí donde había estado, lo poco que logré fue perderme en el barrio pobre dando sobre el río con el estigma bíblico que sublevó las aguas. Advertí la persistencia del espectro de la inundación y una respiración sonora que estuvo a punto de sofocarme. Forcé suspender el pensamiento evitando conciliar acusadores conflictos lidiando en mi cabeza, poco me importaba saber si me seguían los hombres del inglés o el inglés mismo. Decidí negar lo vivido la noche del error y rearmé mi rutina nocturna, si bien para ellos podía ser la rata sedienta saliendo de madrugada a la búsqueda de víctimas propiciatorias. Constancia, me prescribí y ella consistía en volver sobre las estribaciones de parapetos de piedra, quedarme fumando mirando caer la ceniza en la correntada sin avanzar y sumando percepciones de pesadilla. Lo conseguí, era luminoso que se trataba de una cervecería de ambiente familiar; durante los cigarrillos que midieron mi espera nadie entró ni salió por la entrada principal siendo que yo observé la puerta sin distraerme. Escuché el pasaje de una embarcación deslizándose por el río como un animal sobreviviente y la confusión me impidió saber en qué dirección avanzaba esa chalana. 

Luego de la inútil guardia, cuando decidí regresar a casa escuché que debajo del puente en las arcadas de piedra, alguien, un hombre vestido de negro silbaba un aire lento que algo me recordaba. Fue así que lo supe, si algo del viaje a Salto, los nervios alterados, mi escritura afiebrada del Diario de la Inundación y el contencioso pendiente con el inglés debía ser solucionado, sería ahí mismo: en el puente de piedra y oyendo la melodía obstinada del desconocido. Antes de aceptar que la visión del caserío formaba parte de la realidad –algo maléfico escapando al control de los pobladores de la zona- preferí admitir que era paisaje mental de pesadilla, fruto tóxico de esponsales entre el cuello roto de padre y la visión del río envenenado. Dominio alucinante siendo refugio, lugar donde escapar a la mirada de los otros y la tenacidad del inglés tras mi confesión. Ese paisaje con chimeneas era mi otro lado del alma que se hacía visible suplantando los sueños, el dibujo en carbonilla de mi padre inconsciente; de ahí provenían las represiones, deseo y órdenes que rigieron mi vida. Ese paisaje de ninguna parte era cuartel general de mi existencia, caverna y laberinto, desierto, sótano y teatro, montaña al pina sin palacio ni monarca hereditario en la cumbre; panorama del reino inexistente, tiempo durando en el cinematógrafo, donde los actores dialogan en lenguas germánicas anunciando al gesto de padre en la casilla del jardinero. 

Estaba desdoblándome en paisajes amenazantes cuya alternancia comencé a manejar a voluntad. Ante el tío Francisco y Jésica pasaba por las desagradables secuelas de un retroceso febril; su opinión me era indiferente, ambas realidades eran muros enormes acercándose y los intersticios de lucidez que me dejaban eran de más en más estrechos. Las veces que avanzaba en el otro paisaje aumentaban los murmullos y seguía sin aparecer gente en la escena. La noche era cubierta por la niebla espesa escamoteándome la petrificada contundencia de formas, poblada de sonidos casi humanos y rondando peajes de lo incomprensible: lamentos, risas, gritos y susurros, carcajadas, la inflexión de insultos sin ser entendidos, algo de murmuraciones, tics del lenguaje, sollozos y jadeos rasgando el sentido sin terminar de revelarlo. Accedía al confín del poder del lenguaje, aguardaba en los pasos de frontera de terminales nerviosas y consciente del cortocircuito del sistema eléctrico que podría manifestarse de manera enfermiza: lo evidente modélico sin resistencia de la transferencia a principios de desquicio y alejamiento consecuente de la realidad, manteniendo equilibrio de límite y advirtiendo signos del vértigo, dándome las fuerzas necesarias para tentar un retorno a la casa de la inundación. 

Estaba la presencia del hombre silbando la melodía esa de aires nórdicos debajo del puente, santo y seña venido de un paraje destinado a pocos elegidos, marcando el comienzo de una ceremonia secreta. Himno del país aguardando al otro lado del puente de piedra para convertirme en huésped vitalicio. Ni siquiera la coherencia del Diario de la Inundación me pertenecía. En condiciones normales dudo que pueda referir lo que acaso escribí durante la reciente excitación, cuando retomé de manera compulsiva la redacción al regreso de mis incursiones nocturnas por otras regiones. Ahora leo lo que escribí hace unas horas mientras clareaba y quizá el viaje, las salidas, la escritura del Diario de la Inundación y mi pulsión de leer de inmediato pretendan entender el gesto de mi padre. 

«Vuelvo del lado donde se esconde la verdad agazapada. La noche está particularmente clara, quiero decir que una luz de luna próxima alcanza a colarse entre aislados nubarrones espesos. Puede que la luz provenga de altísimas farolas de gas. Es curiosos, tengo en la boca un gusto amargo de cerveza negra, una enorme cantidad de líquido oprime mi vejiga y la inundación de orina es inminente. Me propuse llegar hasta la casa, cuando creo dejar atrás los murmullos del pueblo de piedra y podría escuchar mis pasos de tanto silencio que me rodea, recomienza el hipnotismo audible del hombre que silba. Es el mensaje del desconocido sin identificar: somos sombras errantes cruzando nuestros destinos por casualidad, él y su melodía pertenecen al sueño de otro y son variante de interferencia. La locura es territorio compartido y niega la experiencia de la soledad, por ello nadie regresa y los que vuelven de simulacros de electrocución siguen conversando con aire triste, negándose a contar pormenores de allá. 

“Esta noche alguien se interpone entre nosotros dos, primero es una silueta avanzando y luego alguien con quien nos cruzamos. Es una niña y su aparición supone algo terrible. La tercera que va caminando para el otro lado del puente yendo hacia la melodía, atraída por ondas sonoras del vampiro nocturno como si fuera un caramelo elaborado en Dusseldorf. Me desespero pues ignoro si la niña es parte de mi sueño o del sueño del desconocido, si él es un músico de paso por Salto raptándome en su sueño que necesita un testigo para su ignominia o soy yo incluyéndolo a él en el mío e inventado una coartada que nadie, cuando mañana aparezca el cuerpo de la tercera niña tirado en un terraplén, llegará  a creerme».

Recibimos y Publicamos

En «Aperturas, miniaturas, finales», 1985

“… un buen lector de cuentos distinguirá infaliblemente entre lo que viene de un territorio indefinible y ominoso, y el producto de un mero métier.

Julio Cortázar

El desconocimiento, cuando se suma con ingratitud y ligereza en los juicios de ciertos escritores permite que, tras el aparente expediente de la ficción, se deslicen graves inexactitudes. Algunas como las reveladas en el relato “La puerta condenada”, cuya autoría se atribuye el señor Julio Cortázar  (J.C. de aquí en adelante), responden muy poco a razones digamos inconscientes. 

Mucho menos pueden ser atribuibles a un descuido, olvido o error involuntario. Es más, nos atrevemos a afirmar que en la insidiosa búsqueda de efectos creativos, poco le importó al antedicho crear un clima de sospechas infundadas sobre una empresa –como la nuestra- que goza de muy buena estrella a lo largo de una trayectoria y que sabe también del halago fuera de fronteras. Hablamos de estrellas utilizando esa imagen primordial en su recta interpretación, no en el sentido semi-estadístico y difuso que jerarquiza discotecas, filmes y hoteles haciendo variar las virtudes del servicio en un orden creciente que llega hasta cinco. Nunca a siete, asunto que haría las delicias de un psicólogo inclinado a interpretaciones cabalísticas. 

Bien sabemos con anticipación las posibles respuestas del destinatario indirecto de estas aclaraciones a nuestro ineludible emprendimiento: orgulloso desinterés, sonrisa irónica, comentario superficial entre pseudo intelectuales y en la mejor de las hipótesis el silencio. A pesar de ello o precisamente a causa del desdén referido, estamos seguros que con precisiones como las que siguen, iremos depurando la mal llamada literatura de párrafos con juicios apresurados sobre el Hotel Cervantes –referencia obligada de la hotelería montevideana-, que responden a intereses, si no foráneos al menos de origen incierto e indudable mal gusto. 

Las musas inmortales jamás descenderían a la agresión vedada y la insinuación de hechos extraños que desde ya con irrevocable firmeza imputamos como falsos. Hechas las aclaraciones preliminares imprescindibles, pasemos a las puntualizaciones pertinentes con la certeza de que el amigo lector –cliente o no de nuestro hotel- sabrá comprendernos.

1) Los meticulosos registros del Hotel no guardan memoria de ningún “Petrone” de profesión comisionista. Hay sí un Padrone (pasajero de Salto Oriental) que figura entre nuestros primeros huéspedes, y claro el insigne actor dramático Francisco Petrone, que durmió varias noches en la habitación Nº 17. Alguien que, nos consta, jamás se prestaría a contar sus experiencias íntimas a un escriba de segunda categoría. 

Ello, que surge de la confrontación con nuestro minucioso archivo nos lleva a sostener que el tal “Petrone” nunca firmó nuestro libro de ingreso. Pudiera ser y tal posibilidad escapa a nuestro control, el alias de alguien que por razones que preferimos ignorar, optó por cambiar de apellido encubriendo actividades bien camufladas bajo la denominación de “negocios”.

2) Sombrío, tranquilo y desierto. Con tan solo tres adjetivos ambivalentes se tipifica a nuestro Hotel, apenas nos complace el segundo; dejamos los restantes a criterio de nuestra selecta clientela que, algunas pocas veces es injustamente estigmatizada por individuos que tras su “tranquila” apariencia, ocultan su pasado “sombrío” y un alma “desierta” de sentimientos positivos.

3) Los pesados discos de bronce que estaban unidos a las llaves de recepción no eran un “inocente recurso de la gerencia”. Se trataba de un detalle estético que ni el señor J.C. ni su falso Petrone llegaron a percibir. En los referidos discos el artista maragato y de color Eusebio Saravia, cuyo lamentado deceso meses atrás todavía se recuerda, nos obsequió con una maternidad en bajo relieve que requería ese espacio circular para ser apreciado debidamente. 

Al dorso, simulando con delicadeza una edición de tirada limitada cara a los diletantes, aparecían los números de habitación que coincidían, una a una, con la totalidad de las puertas del hotel.

4) La abundante salida de agua hirviendo es presentada como una carencia casi, un defecto lindando el escándalo. No salimos de nuestro asombro. En la hotelería el agua caliente es tan preciada como la blancura de las sábanas y el silencio en corredores de los pisos superiores. Canillas incluidas, grifos si nos atenemos a una definición más castiza, todo en nosotros corresponde a una arquitectura que busca integrar, con armonía, la totalidad de detalles imprescindibles a un reposo circunstancial.

5) Es extraño que al autor de la historia le sorprenda la abundancia de perchas en nuestros roperos. En otro espíritu más honesto ello sería la confirmación de la calidad de nuestros muebles y cierta majestad recatada. A la mirada maledicente de J.C. sin embargo, le inspira el siguiente comentario: “había cajones y estantes de sobra.”

6) El Sr. Menéndez –el personaje alto, flaco y calvo referido en el relato citado- se desempeñó como gerente en el Hotel entre los años 1941 y 1956. Toda una trayectoria intachable cegada de manera fulminante por una trombosis que pudo con su vida. A pesar de que su voz fuerte y sonora parecía de uruguayo, debemos recordar que nació en Bélgica en 1914 de padres argentinos.

7) Aseverar que todas las orientales se visten mal es de una ligereza incomprensible lindando la grosería; tan inconveniente como emitir un juicio sobre sus maneras de desvestirse. 

8) El empleado con acento alemán y transformado en personaje circunstancial por J.C. era un conocido murguista, nacido en el Paso del Molino, que utilizaba esa absurda artimaña aprendida del suegro “para impresionar en especial a los cajetillas porteños”, como afirmaba con sentido del humor. Cuando lo desenmascaramos en plena impostura por supuesto fue invitado, con amabilidad, a abandonar sus actividades en el hotel.

9) ¿Qué réplica de la Venus de Milo no parece nefasta cuando recordamos la pieza original? Con un poco de buena voluntad puede superarse esa impresión previsible. Nada puede esperarse de quien sólo tiene ojos y oídos críticos para aislar detalles que, más que al límpido mundo del arte, integran el inframundo de torcidas imaginaciones.

10) La plaza Independencia contrariamente a lo que se sostiene, ha dejado de tener bodegones. Del pasatista placer de la comida indigesta hemos avanzado al patriota recogimiento histórico, construyendo un bonito mausoleo en homenaje al padre de nuestra nacionalidad. Ya es punto obligado de todos aquellos visitantes ávidos de bellezas patrimoniales del Montevideo turístico, otrora llamada La Coqueta.

11) Por lo visto la injuria del tiempo y otra justicia ajena a los hombres se ensañó con el texto en cuestión, deslegitimando la casi totalidad de sus afirmaciones. Otro ejemplo: al lado del hotel ya no hay un cine. Estamos cerca de un encantador teatro –la Sala Verdi- donde alterna nuestra prestigiosa Comedia Nacional. Cervantes y Verdi… el destino quiso que en padrones contiguos coexistan los maestros del idioma y el bel canto. Entre clásicos estamos, suele recordar con orgullo inocultable el actual propietario del Hotel.

12) Hace mucho tiempo que en Montevideo y en consecuencia por la calle Soriano dejaron de circular los tranvías. Otra inexactitud que se suma para que el lector siga sacando sus propias conclusiones y van…

13) Nuestro edificio fue concebido desde el primer momento y la piedra inicial para albergar un hotel. De haber sido pensado para casa de uso particular, rápidamente habría sido una casa tomada. Un arquitecto italiano fue responsable del proyecto y un constructor de la misma nacionalidad lo concretó en apenas once meses. 

Que el autor citado tenga problemas, como es de público conocimiento con determinados espacios –rings, rayuelas, decimonónicos pasajes parisinos, autopistas-, que la construcción de sus relatos y novelas (de alguna manera hay que llamarlos) transite por la demolición de arquitecturas precedentes, es una tendencia que puede ser admitida. Siempre y cuando, en dichos textos, no haya referencias concretas a espacios que puedan ser puestos en entredicho mediante la astucia falaz de hacer referencia degradante a su buen nombre. Lejos de nosotros está el emitir juicios estéticos; defendemos por la escritura primero y si fuera imprescindible con las armas legales del Derecho privado una trayectoria ejemplar, inmaculada e intachable.

14) Múltiples inspecciones municipales (tenemos en nuestro poder certificados notariales que dan fe de ello) nunca evidenciaron la existencia en el Hotel Cervantes de “puertas condenadas”. Es probable que los sucesivos copetines en Pocitos y el confesado exceso de malos borgoñas en dudosos bodegones inexistentes, lograsen alterar ciertas percepciones haciendo ver lo otro más allá de la realidad. Queremos ser prudentes, pues nos consta la existencia de “procedimientos” mediante los cuales el supuesto Petrone pudo acceder a planos paralelos de la percepción, tan apreciados por escritores que frecuentan la bohemia parisina.

15) Ello explica tal vez el encadenamiento compacto de los sucesos referidos. Claro: de ver puertas donde no las hay a escuchar llantos de niños en la noche hay un pequeño paso, una mínima dosis… de imaginación en polvo.

16) “Petrone imaginó a un niño –un varón no sabía por qué- débil y enfermo, de cara consumida y movimientos apagados.” La cita es textual, pedimos al paciente lector que observe con atención y medite unos segundos sobre el verbo elegido por el señor J.C. Un verbo irregular y así de peligroso puede dar lugar a infinitas conclusiones, que desbordan las modestas fronteras de un hotel por más que el hotel se llame Cervantes.

17) Si en su momento la gerencia afirmó que no había un niño en el Hotel, no lo había. Mucho menos un ESO en negrita en el original. ¿Eso qué? ¿Un monstruo, fantasma, espectro, ente, un marciano, algo? ¿Por qué no un yo o tal vez un aquello? De acuerdo a lo sugerido en el cuento, en nuestras promociones publicitarias deberíamos modificar nuestro reconocido “ambiente familiar”, por un “ambiente fantasmal” y recordar, en consecuencia, entre nuestros clientes fieles a personajes de la pésima literatura de terror.

18) El Cabaret al que se hace mención en cierto momento del relato puede haber sido cualquiera de los que abundan en los bajos fondos de la ciudad. Nuestros servicios excluyen ese tipo de información periférica, tampoco mantenemos convenios con establecimientos del ambiente nocturno de consabidas actividades.

19) La noche del Cabaret sin nombre es pues la misma noche de los armarios desplazados, sospecha de farsas monstruosas, intuición de respuestas guturales, sueños alterados y vísperas de huidas. Todo lo que sucede dentro del cuento en una misma noche… Se perdonará que nos excusemos de tentar consideraciones secundarias y explicaciones. De hacerlo entraríamos en dominios que trascienden la jurisdicción del hotel, adentrándonos en cuestiones que apuntan a la coherencia mental de Petrone y del personaje que inventó a Petrone.

Eran, como viene de demostrarse episodios demasiado graves para que permaneciéramos en un complaciente silencio.

20) Honor es recordar que en relación a niños, el Cervantes tiene memoria de un capítulo aislado. A la semana de inaugurado el hotel, en el segundo piso, el hijo de una camarera murió de un acceso de tos mientras su madre dormía profundamente. Eso ocurrió muchos años antes de que el Sr. Menéndez fuera designado gerente. El asunto se manejó con preocupación y lógica discreción. A las seis de la mañana (el niño murió a las 2.30 de la madrugada) el episodio estaba cerrado en sus detalles espectaculares y la mucama ubicada en otro hotel céntrico, para evitarle malos recuerdos. Desde entonces hemos dejado de aceptar niños menores de tres años acaso sin razón, pero la presunción de que el incidente pueda reproducirse es parte del patrimonio del Hotel, de su memoria indocumentada. Fue un hecho lamentable del que a nadie puede culparse. 

Si alguien pretende hacer de ello un tema de cuento, el autor muy bien podría haber comenzado con “en un lugar de San Felipe y Santiago, de cuyo nombre no quiero acordarme…” pero el genio de la lengua, que conlleva la virtud del silencio es como el otro cielo: son muchos los llamados y pocos los elegidos.

Cúmplenos recordar que en este hotel sueña y se peina ante los espejos el señor Jorge Luis Borges –escritor de ficciones que hace honor a su arte- cuando visita Montevideo; sin que por ello crea ver en los pasillos del segundo piso laberintos cretenses, ni tigres de Bengala o minotauros carniceros en la mansa apariencia de nuestras camareras criollas. 

En un terreno más práctico queremos recordar que los prestigios literarios, incluida a nuestro pesar la presente aclaración, no afectan nuestras módicas tarifas, con precios especiales para los sejours  de fin de semana.

Por el HOTEL CERVANTES de Montevideo (Uruguay):

 (sigue una firma ilegible)