Dunsinane, al alba

en «In memoriam Robert Ryan», 1991.

Dedicarse por vocación a negociar con antigüedades en un país guardado por viejos es una estrategia discreta y elegante de distraer el vivir,  administrar la larga espera del único visitante embozado que llegará puntual. A los años que tengo es tarde para volver atrás, sería ridículo e inoperante renegar de una elección de vida que incluso hoy considero prudente. Como la arena ambigua que desplaza el viento otoñal en la playa Carrasco y la pátina mohosa de las rejas delimitando la plaza Zabala en la Ciudad Vieja, así mi presente resulta de un proceso interior imperceptible a la distancia. Melancólico romance con horas pasadas del ayer y amor crepuscular sin desbordes renacentistas ni pasiones excesivas; condiciones que orientan a la tristeza verificable de ser un reaccionario, definición precaria a cuenta de otra palabra menos estridente pero igual de preciosa. 

Lo mío fue sin contrición y un dulzón diluirse desde contactos efímeros por pasajeros, con cristales soplados en diferentes siglos, maderas de árboles centenarios, bronces de fraguas diversas, porcelanas firmadas, fundiciones célebres, permanente equilibrio en el alambre del tiempo haciendo malabares con la fragilidad amenazada de los pocos objetos sobrevivientes a su implacable pasaje. Manera distinta de ver y acariciar la vida de quienes ya se fueron; si se prefiere facilitando el relato una función social, coartada tangencial para ganarle con creces la vida al sistema y que goza además de cierta estima social. Digamos por ejemplo, de manera hipotética claro está, que si alguna vez cae el Palacio de Invierno de Montevideo en manos de hordas, cualesquiera, en la extensa lista de destinados al fusilamiento seré de los últimos; ello siempre y cuando alguno de mis clientes de los menos sospechados, no se haya vuelto el Comandante Algo y decida acelerar en mi persona, símbolo persistente del sistema derrocado, tan proletario procedimiento. Mientras, igual me preparo con dignidad por si me llega ese imprevisto rotundo final; tengo la costumbre de hablar en voz baja con el fondo de los últimos cuartetos de Beethoven, recorro casas húmedas y sombrías guiado por herederos avergonzados, indiferentes al valor afectivo de lo que ofertan, ansiosos por conocer sur le coup cotizaciones en dólares que pronuncio sin pestañear, como al descuido.

A los pocos meses de fallecer mi esposa a consecuencia de una peritonitis mal diagnosticada, abandoné una prometedora carrera de arquitecto y quedé sin fuerza para proyectarme al futuro, de eso hace más de treinta años. No tuvimos tiempo de tener un hijo; fue entonces que planificar y construir para los otros después de su partida, dar motivo para el regocijo ajeno me pareció un sinsentido doloroso. Decidí refugiarme allí donde terminan los albañiles y comienza la gente a vivir. Desde aquellos tristes días nunca sentí la pulsión de tentaciones inconfesables, mis placeres y vicios deambulan por la admiración de una buena mesa con poesía, en lucha con el orgullo de un cuerpo que envejece fibroso. 

Por gusto y prolongada educación prefiero la comida francesa, sin olvidar por ello los sabores de mis modestos orígenes familiares, añorados sin desmedido orgullo. Cada tanto me pierdo en los suburbios del recuerdo hasta llegar a las fondas de calles olvidadas, casi vacías a descubrir la estirpe de las cocineras gordas de piel blanca y también las negras relucientes; sudorosas delante de añejos fogones y ollas simultáneas encabritando tapas a destiempo, empujadas por vapores de papas, acelgas y mondongo bien sazonado de especies. De tanto espiarlas, desde mesas estratégicas colocadas en relación a las hornallas donde ellas ofician, desarrollé un instinto adicional para clasificarlas. Puedo adivinarles el carácter que imprimen a los guisos, el punto exacto de churrascos vuelta y vuelta, la mano sabia para darle el rulo Sforza a los ñoquis caseros; son ellas estoy convencido hace tiempo, las auténticas cocineras de la ciudad. 

En esos comedores humildes de cubiertos desparejos y dispersas trampas para ratoncitos nocturnos, se alimenta una extraña zoología de oficiales de talleres mecánicos con manos curtidas, viudos inconsolables con sombrero negro, pensionistas lectores de diarios atrasados, quinieleros de a cincuenta pesos por apuesta. Ellos buscan cada día los mismos lugares, queriendo probarse con ese gesto desprovisto de agresión que todavía existen, comen en silencio y apuran vino oscuro de botellas sin etiqueta.

Desde la caja el patrón busca en una vieja radio Admiral las audiciones más populares para amenizar; revés desgastado de los restaurantes con mantel y manteca, esas fondas se extinguen por la consumición del tiempo, la falta de moneda para los hábitos mismos y el desinterés de las nuevas generaciones por las comidas de olla. Ese peregrinar por fondas sin nombre, reconocidas por el apodo del patrón, en almuerzos polizontes de entresemana con olores exóticos de comida abundante me sirvió para mitigar la molicie de las buenas costumbres; espantar espectros familiares, que retornan infaltables cuando asisto a banquetes protocolares: me ayuda a comprender la esencia esquiva de mi negocio.

Las personas nunca me compran sólo objetos que puedo describir con los ojos cerrados, están dispuestas a pagar por el tiempo acumulado en la pieza y el placer recatado de arrebatarme historias ajenas. Al comienzo, creía que con el jarrón Gallé se apropiaban del talento del artista, cristales derretidos con fuego, trabajados como junglas elegantes, movidas apenas por las variantes de la luz o se dejaban impresionar por el poder de la firma prestigiosa. Pasados los años conozco la verdad: buscaban confiscar irrepetibles fiestas –ello mientras duran las guerras- en salones mediterráneos, cientos de otros horizontes alejados con parques floridos, palabrerío de niños extranjeros rondando el cristal, la secreta esperanza de que la pieza supiera del adulterio insospechado en la familia, la huella de un crimen por negocios y del cual el jarrón hubiera sido testigo involuntario. 

En cada objeto se superpone un registro indeleble de los días acumulados por distintas posesiones, así hasta el desprendimiento o rotura accidental. En fin… estoy cayendo en la publicidad inconfesada de nuestro negocio y lo que es imperdonable su justificación metafísica; que bien mirado resulta la destilación final del sistema económico y mental que nos rige, encaprichado en atribuirle valor a lo que no lo tiene, porfiado en el seudo arte de evaluar, ostentoso desafío que demuestra cada vez la existencia de alguien dispuesto a comprar lo irrepetible, pagando lo que sea sin regatear. Considero que esa es la actitud más objetiva de estar vinculado a la historia, a pesar de muchas opiniones de gente con criterio apresurado, que juzga el dedicarse a las antigüedades la estrategia más rotunda de refutarla.

Debido a ese insistente prejuicio mantengo una relación tensa con lo exageradamente actual y verdadero; desafectado del tiempo grosero evidente por legítima opción, alejado de los apresurados sin notarse, amo todo gesto, cada fragmento de historia con algo de mentira consentida. A propósito, comento confesiones con alegatos inverosímiles presentes en cada transacción de compra y venta, incluyo en el precio final una plusvalía inmedible en salario y horas de trabajo; agregada en recuerdo de oportunidades, hipotecas ignominiosas, tragedias secretas, litigios familiares saturados de vergüenza, dólares contra cheque al portado; toda separación obviando lo estrictamente comercial posee un valor que nunca resulta pagado, se trata de la estima afectiva como suele decir la gente que frecuento. Cada mirada codiciosa –obertura de pertenencia, justificación de apropiación- destila un fingido desdén y avaricia inconfesada. Presumo de saber leer –creía saber- en los ojos de pupila nerviosa la textura del deseo, calcularlo en la intensidad de la mirada y el movimiento irrefrenable de los dedos. 

Atraído por el mundo de la ilusión, de haber nacido en otro país con mayores posibilidades hubiera frecuentado el ambiente del cine. Alivianado como está Uruguay de tan pesada tecnología, del parque industrial requerido que asegure una continuidad de imágenes, resulta comprensible mi amistad con Mark Benet, actor teatral compatriota descendiente de ingleses e integrante de las primeras generaciones de egresados de la Comedia Nacional creada por Margarita Xirgú. Esporádico director de algunas puestas en escena, excelente docente de las técnicas clásicas en los tiempos previos a su muerte.

Nuestro diálogo amistoso comenzó a mediados de la década de los cincuenta y de pura casualidad, coincidíamos en los conciertos sabatinos de nuestra orquesta sinfónica en el Estudio Auditorio; aquella sala de la esquina de Andes y Mercedes, muerta por incendio como El Globo isabelino, como tantos otros después para nunca más volver a ser reconstruido. Algo pudimos sospechar, debimos estar más finos de espíritu ante esa premonitoria incineración del lugar de la música.

Después de la música ante todo nos encontrábamos en una chocolatería cercana acogedora, bulliciosa, La Verbena se llamaba y tampoco está más en la ciudad. Se esfumó de la vida como aquellos jóvenes que se ennoviaron en sus mesas, inquietos por las musas tangibles –había entre los más emprendedores un grupo de estudiantes y recientes profesores de literatura-, que entre churros rellenos de dulce de leche y crema, tazas humeantes de espeso chocolate a la española discutían sobre Valéry, la persistencia de Galdós, la evolución de la guerra de Argelia. Acallados los ecos de la función y los adioses en camerinos del Estudio Auditorio, se acercaban a La Verbena algunos músicos que había interpretado a Sibelius, Mendhelssohn y Antón Bruckner.

En esa época de soledad indeseada yo me asomaba a la vida de otros para empañar con vahos humanos el cristal de la tristeza, tampoco me disgustaba el espectáculo de la gente feliz. María Teresa Ricciardi, fatua y hermosísima, lejana e inolvidable me presentó a Mark que había enviudado hace unos meses, era extraño para mi encontrarme con el marido de la otra mujer joven muerta súbitamente en la ciudad; había una segunda mujer entonces, siempre hay mujeres muriendo demasiado jóvenes. Nos unía una coincidencia desagradable que luego fuera pocas veces comentada entre nosotros, inoportuna de conciliar con esa especie de invitación al romance que nos lanzó ella sin percatarse ni arrepentirse, una María Teresa celestina de rummy canasta. 

“Están elegantes como siempre, los viudos más codiciados de la ciudad, juntos pueden conseguirse un par de buenas mozas”, dijo María Teresa. Mark a pesar del dolor presagiado detrás de sus lentes oscuros inadecuados para ese atardecer invernal, le contestó imitando la voz de viejo madrileño y en tono de zarzuela, “una morena y una rubia, hijas del pueblo de Uruguay…” “Tontín, tontín” replicó nuestra amiga frívola y se alejó movida por una amorosa brisa interior, programa de concierto en mano, quería ser la primera en llegar a los brazos del prestigiosos director austriaco que había hecho su entrada triunfal, recibirlo como si fuera un héroe victorioso de batalla y derrotado por la muerte llegando al Walhalla.

“¿Cómo prefiere el chocolate?” me preguntó Mark, asumiendo con resignación estoica, desde el comienzo, un conocimiento recién impuesto, yo ncliné la cabeza, bajé la voz y le contesté “odio el chocolate”. Mark sonrió. “Hombre, esa es una excelente respuesta y no supone que hoy esté predispuesto a embriagarse.” “Tanto como eso… a mi edad hay pocos excesos que me tientan. Tampoco lo presiento a usted en ánimo de salir por ahí a buscar mujeres de vida disipada, ir de putas vamos. Unos tragos de buen whisky es una honorable negociación para ambas partes.” “De lo primero no esté tan seguro. María Teresa me mató el deseo. Tiene razón, una intimidad con ese licor evocado es de rigor para dos caballeros como nosotros.”

En los meses de agosto de hace treinta años Montevideo tenía una belleza ventosa de calles limpias, árboles que parecían moverse por voluntad propia, veredas sin romper y transeúntes silenciosos que levantaban el cuello de los abrigos de piel de camello al cruzar las plazas. Era constante en aquellos agostos la sensación de que en cualquier instante, desde un milagroso cielo azul incorrupto podía caer una fina textura de copos de nieve como nunca sucedió, que doblando una esquina cualquiera diéramos con una pendiente empedrada llevando a la alegría portuaria de Lisboa mitigada de saudade. Extraña ciudad era Montevideo en aquellos años, hacía recordar otras tramas de casas y arboledas sabidas de memoria y por ocasional postal de algún amigo viajero, incluso a quienes nunca la habían abandonado. Integrando un urbanismo adolescente de arquitecto emigrante de segunda generación, algún trazado edilicio cuando lo afectaban imprevisibles juegos luminosos de crepúsculos nublados, parecía hurtado de las plazas menos visitadas de Florencia en otoño; levantando la vista unos pocos grados era posible descubrir –clausurando en la cumbre edificios de moderno estilo ortodoxo dispensados de gracia-, alguna réplica menuda de minarete mozárabe, como si la España del sur con memoria coránica hubiera infiltrado la imaginación de un proyectista de apellido andaluz. 

Nunca y si bien insistimos poniéndolo a prueba en los mismos agostos hacía mucho frío, durante los meses inclementes que depara el invierno la ciudad era estío de eventuales países nórdicos –con ventisqueros y tormentas de nieve- desconocidos y cada año más distanciados. Como en días coloniales de su casual fundación Montevideo continuaba siendo una plaza fuerte defensiva, en aquellos años hace treinta años nadie recelaba un ataque, menos la forma y carácter del agresor. De nada vale ahora saber vivido el tiempo espumante de felicidad condicionada, una angustia incierta ante la inminencia postergada del final de fiesta que al final se produjo. La Nueva Troya de Dumas tenía los caballos traidores pendientes del perfil indefenso de las almenas, en los cojones de broncíneos equinos estatuarios anidaba un enjambre de alimañas copulando a la espera de la traición, reproduciéndose con un aullido terrible que nadie distinguía. 

En la caminata con Mark el día que nos conocimos, tampoco nos hubiera sorprendido divisar los signos de un incendio incontrolado en alejados barrios miserables, miles de ratas enloquecidas interrumpiendo nuestra marcha, tapizando de una marea gris y peluda (burbujas vivas de la tierra) el adoquinado de las calles antiguas; ni que surgieran de pronto pordioseras en los portales, ancianas desdentadas y pestilentes, con pústulas enormes royendo de a poco una carne que había sido mujer. El mal estaba anidando, mientras la luz pegaba en ventanas indefensas, los luminosos multicolores parpadeaban a la caída del día; varios edificios jugados al cristal retenían la esencia del sol presipitándola mansa hasta tocar la tierra.

Caminábamos en dirección rectilínea, la cuadrícula integrada de la ciudad hacía de nuestros pasos una réplica humana de laberinto de laboratorio, sin parques extensos, rodeos o curvas centenarias de callejas estrechas. En el centro de la ciudad parecíamos atraídos al mismo lugar que buscábamos ambos sin haberlo combinado al avance. “Yo soy algo parecido también a un anticuario –me dijo-, pero de palabras” y recitó los versos finales del parlamento de Segismundo. “Eso y dicho de tal manera sólo puede hacerlo un entusiasta del barroco español, un actor”, le dije. “Como buen montevideano típico supongo que va poco al teatro.” “Así es” contesté sin sentirme avergonzado. “Ahora, conociéndome, tiene una excelente razón para cambiar esa conducta reprobable. No será lo mismo que ir a buscar putas pero puede llegar a ser divertido.” “En todo caso incomparable a la posibilidad de interpretar a un caballero ebrio” dije y él sonrió por segunda vez. 

Admito que pasé de largo en nuestra primera caminata los tics prejuiciados en la idea que nos hacemos de un actor, tampoco él me hizo llegar un resentimiento por no haberlo reconocido; pienso que mi ignorancia lo tranquilizó evitándole caer en la tontería de las confirmaciones. Una vez mucho después de nuestro encuentro, me comentó que un espectador incluso los asiduos pueden amar al personaje representado, pero pocas veces llegan a conocer la materia esencial de un actor, puede que haya dicho los sueños de un actor; había cierto orgullo en su razonamiento y de mi comportamiento comentó que avancé “prudentemente” en dicho conocimiento. Hasta hoy lamento cada vez que lo recuerdo mi falta de curiosidad para haber avanzado lo suficiente en su enigma.

“Un anticuario de palabras… es ingenioso, nunca lo pensé así; ignoraba esa ventaja adicional que tiene de conocer mi manera de ganarme la vida. Su definición es una metáfora más apropiada para nombrar un filólogo.” “De lo primero sin misterio, la casta Ricciardi es responsable accidental. Un filólogo es un apasionado conservador en el silencio, los actores dotamos al contrario de vida a las palabras, con el sonido íntimo de la voz humana reintegramos de sentido el horror, la muerte, la burla y el absurdo. No me haga caso, esto se me acaba de ocurrir, ejercicio de improvisación que apenas resiste el mínimo análisis. De este día del que juntos veremos la noche, lo extraño es que usted sea un habitué de la confitería y nunca hayamos coincidido.” me dijo. “Seguro que estamos en el mismo escenario y ensayamos monólogos a horas diferentes” le dije. “Es una idéntica estación de trenes con equipajes parecidos y billetes a destinos disímiles.” “En una vida compartida con muertes incompatibles.” Pareció meditar sobre lo que veníamos de comentar y dijo: “A esta altura de la charla María Teresa merece un brindis adicional. El tres es un buen número, trae suerte.” Los vasos con el Dewar’s que Mark recomendó se alzaron hasta tocarse, las aguas capturadas de torrentes escoceses acompasaban la alegría reposada de gratas divergencias. Desde entonces jamás nos embriagamos hasta perder el sentido, nunca fuimos de putas como insinuamos sin convicción los primeros minutos cuando nos conocimos y acompañamos con interés y el amor de cada uno por sus actividades. 

Con frecuencia nos encontrábamos en la chocolatería cercana al Estudio Auditorio como si fuéramos amigos de toda la vida, desde la distante adolescencia y antes. Hasta el último sábado que permaneció abierta vimos a una María Teresa con arrugas en la cara del alma, luchando contra los años, correr programa en alto, yendo a adorar las manos siempre prodigiosas, el prodigioso talento milagroso del director de turno invitado.

¿Cuál entre los vividos sería el episodio ejemplar para ilustrar nuestra amistad? Había en el conjunto un fondo compartido de cinismo e ironía cariñosa, preparándonos para ponernos de acuerdo en la ardua maniobra de zarpar del sitiado puerto de Juvencia con cierta dignidad. Admitiendo netas diferencias: mi proyecto consistía en un avance a ciegas por el bosque retrospectivo de los usos sociales, que podía juzgarse en la calidad de las piezas, la decantación de la clientela por un tamiz de dólares. Un viaje en el tiempo conduciéndome sin angustia hasta remotas dinastías chinas, inclusive aceptando que mi interés y cariño estaban orientados hacia el último cuarto del siglo diecinueve. 

El periplo de Mark buscaba otra ruta, los años posteriores lo prestigiaron con actuaciones memorables, algunas en las reñidas temporadas de Buenos Aires. “Mi buen amigo”, me decía a veces, como si el éxito fuera la suprema demostración de su contemplación de la vida, “para un hombre nacido en un pueblo del interior del país, excusa de villorrio para justificar una estación de tren de finalidades surrealistas, nieto de marino desertor de la temible flota de Su Majestad Británica, huido a un país que buena parte del mundo confunde con Paraguay, pasarle lo que me sucedió en Buenos Aires es un logro que conviene mantener a distancia sin desafiarlo.” Tenía razón, a consecuencia de un inexplicable mareo de los valores estábamos perdiendo en nuestro país, seguro que sólo en la capital, las dimensiones exactas del tiempo disidente y el espacio recalcitrante. En mi universo con incienso un Chippendale instalado en la Ciudad Vieja de Montevideo, exhibido en una vidriera recoleta bien iluminada tenía una intemporalidad asegurada. Se volvía el objeto –siendo sólo un mueble correctamente restaurado- al que podían conmover las últimas cotizaciones del trimestre de Christie’s en el 89 King St. “En cambio yo dispongo de una sola vida de duración incierta, de un número que alguien ya conoce de noches para ser Arpagón, Arlequín, Don Juan, el viejo Zoilo, Willy Lotman e tutti cuanti. Cualesquiera de tus arcones apolillados enterró generaciones de comediantes de todo el mundo, tus objetos serán por siempre irrepetibles, yo lo único propio que tendré será la forma de la muerte. Ello me obliga a ser cuidadoso en su organización.”

Así charlábamos en su departamento mientras releíamos en voz alta recortes de La Nación y Clarín sobre su conmovedor protagónico de El caballero de Olmedo. En esos arrebatos de la fortuna, posibles sólo en ciudades sorprendentes como Buenos Aires lo tentaron para radicarse proponiéndole libertad de repertorio, la dirección de un taller para perfeccionamiento actoral, incursiones en televisión y la promesa de acceder al cine. “A un hombre como yo, después del obsequio inesperado de lo vivido con la ambigua apariencia del triunfo, sólo le queda el desusado glamour del silencio. Me apenaría que tú, precisamente, atribuyas mi decisión al síndrome de Greta Garbo, aunque intuyo que llegado el final pediré que me dejen solo. Estas crónicas elogiosas hasta la desmesura llegaron demasiado tarde en mi vida. Estoy cansado de cambiar los tonos de voz, siento que estoy en condiciones óptimas de dirigir a quienes empiezan a medio camino entre desorientación y entusiasmo.”

El último verano que compartí con Mark, su hermana nos invitó –“más que dos viudos parecen solterones”-  a pasar unos días a su casa del balneario Solís. A pesar de las antropófagas connotaciones históricas del nombre, por inclinación sedante de sus dunas modestas, densidad de bosques recordando otros bosques y la configuración de sendas confundiendo paseantes entrometidos, fue el lugar preferido por muchas familias de la colonia inglesa que desde las invasiones del siglo pasado y aún las más recientes, mostraron una preferencia por conquistar estas costas exóticas y empobrecidas. Con el pasar del tiempo ese carácter británico de imperio colonial se desvaneció, es justo reconocerlo: el balneario Solís mantiene un carácter nobiliario que desalentó la proliferación de chalet prefabricados de nombre combinado, mixtura arbitraria de primeras sílabas de dos nombres propios con resultados fonéticos deplorables. Allí el paisaje, por extraña ilusión lograba simular los tiempos desafinados de las construcciones, podían coexistir en curiosa armonía la silueta clásica del Hotel Alción transformado en colonia vacacional de médicos, y residencias concebidas para las campiñas de Essex con piedra en los muros, perreras por si acaso y algún zorro criollo soltado a la jauría. Transitando senderos oscurecidos por hojas transportadas resistentes a nuestros febreros, era posible traicionarse hasta escuchar nerviosos cornos llamando a cacería, una voz gibosa recordándonos que también en febrero vivimos el invierno de nuestro descontento. 

Aquellas fueron dos hermosas semanas, la hermana de Mark y su familia resultaron estupendas personas en la difícil convivencia de verano en casa ajena. Mark nunca me había comentado la existencia de la casa familiar de veraneo en Solís, un olvido sin duda, detalle menor ante otras informaciones que calló. Durante los días de reposo se dedicó a leer, dejarse crecer la barba que era de un gris definitivo y tomar notas para sus futuros proyectos de dirección escénica. Me decía: “¿No te parece que podría dar algunas clases? Dirigir y unas actuaciones esporádicas para mantener el nervio sería suficiente. Hasta creo que olvidé la técnica de memorizar, llegó el tiempo de escuchar la palabra de los jóvenes, orientar sus gestos. Nada como la cercanía del mar para tomar decisiones graves, es mejor que preguntarse si el diablo puede decir la verdad. Como siempre que se elige el mismo día es a la vez el más bello y el más feo.”

En cuanto a la manera como viví mi quincena, todas las fórmulas que hallo para enunciar lo sucedido se me antojan un tanto cursis. Siendo breve, viví mi despedida del amor al mismo tiempo que lo reencontraba; para ser más definitivo, el romance otoñal, lamentable expresión, la mujer de esa casualidad era bastante más joven que yo y de las que no mueren a destiempo. Fue mejor de lo soñado, era lo que necesitaba en todo el cuerpo para saberme vivo y admitir al fin, sin coartadas, que Mercedes hacía tiempo que murió. Ella fue una muchacha decidida, insolente con gracia y se lo agradezco, removió cenizas avivando una llama débil, consumida después cuando irrumpieron los primeros e imposibles planes compartidos. Los adioses fueron lo bastante civilizados dadas las circunstancias y padecí la tristeza en soledad discreta. “El anticuario mató el sueño”  fue lo único que comentó Mark cuando vislumbró el desenlace de mi romance. Luego él y yo compartimos la decisión de quedarnos en Solís otra semana, recuperando el tono habitual de antes, luego de las removedoras situaciones acabadas de vivir. “Un entreacto” recuerdo haberle dicho en algún momento refiriéndome a la experiencia. “Una restauración inconclusa” me replicó.

La amistad es adentrarse en el desconocimiento del otro y terminar aceptando un saber tardío, ello no impidió que con Mark llegáramos a una sombra precisa de amistad acotada. Continuar más allá de la prudencia confidencial hubiera sido impropio, recrear nuestras familias sin concretar innecesario y con lo tenido bastaba. Algo de tolerancia mutua, paciencia y percepción similar de hechos exteriores que arreciaban: cuando después de aquella tormenta pasajera y violenta un jinete abrigado pasó por la costa, galopando perseguido –sombra ambulante de la vida- por una caballería fantasmal, cuando el viento movía los árboles al ritmo intenso de un tercer movimiento, las casas veraniegas se cerraban y la hierba buscaba su natural anarquía sin cercenamientos de jardinería nosotros decidimos regresar a Montevideo. 

Esa temporada fue un gozne de portones de inmovilidad centenaria. “Por fortuna pasamos juntos estos temporales” dijo él. Estábamos cenando una cazuela de mariscos, exceso justificable por ser la noche previa a la partida, la hostería del lugar servía los últimos manteles de la desfalleciente temporada; en apenas tres días, se pasó de gente extranjera esperando mesa en la terraza a una pausada vigilancia de camareras necesitadas de dormir el sueño acumulado en verano. “¿Cuánto hace que me propusiste salir de putas?” me preguntó, sorprendido me reí con ganas. “Pensé –dije-, que para recordar aquel día de nuestras vidas apelarías a Sibelius.” “Al austriaco pelirrojo señor de la batuta. ¿Te acuerdas cómo se llamaba? Siempre y cuando estuviera aquí María Teresa, que a estas horas habrá replegado su afán de convocatoria al romance de los viudos.” 

Incitados por el pasado pedimos otra botella de buen vino blanco. “Amigo –dijo Mark- nada en el mundo debe sorprendernos ni atemorizarnos la forma de morir.” “Te preocupa demasiado la muerte desde que abandonaste la escena” comenté. “Es la clausura definitiva de la temporada, la única suerte a la que aspiro es alcanzar una muerte coherente. En estos tiempos sin que adivine la razón, me viene a la cabeza con insistencia una línea que la Xirgu me hacía repetir una y otra vez en mi época de estudiante: no me acordaba casi del sabor del miedo. Deseo que a ti no te llegue sentirlo alguna vez, te deseo la misma coherencia. En esos instantes inexorables hèlas, sería agradable que estuviéramos uno junto al otro, como ahora” dijo. “No lo tomes a mal –le contesté-, preferiría ser yo el que vaya a tu salida a bambalinas.” Pareció no escucharme limitándose a observar desde cerca el color intraducible del vino. 

Era casi medianoche cuando salimos al sendero que llevaba a la casa y desierto a esa hora, pasaron tres automóviles cargados de bultos en retorno definitivo a la capital. la noche estaba fresca y luminosa, la noche era silenciosa, lo suficiente para oír con claridad el estrépito del mar rabioso pegando en escolleras imaginarias, contra altas piedras devolviendo un eco de aceros entrechocados. “¿Oíste?” me preguntó Mark sobresaltado. “¿Qué?”, respondí. “Si no oíste” insistió. “¿Y qué diablos se supone que debí haber escuchado?” “Cierto –dijo regresando de algún lugar que yo ignoraba- nada, nada. Es culpa de ese maldito postre de cerezas” refunfuñó mientras, con un pañuelo ensalivado procuraba sacar una mancha del puño de la camisa.

Durante años seguí con interés los consecuentes logros de mi amigo, nunca fueron la explosión genial y sorprendente de una única puesta en escena, él mantenía algo así como el espíritu clásico del teatro. El arte de ser alguien distinto nunca dejó de perfeccionarlo, lo suyofue una búsqueda más que por la innovación técnica exterior, signada por el ahondamiento en la inquebrantable voluntad de dejar de ser yo. Sus discípulos, incitados por las transformaciones de los teatros y elencos del mundo, aprendieron a respetar su severa capacidad de revivir parlamentos con siglos de escritura. Seguro que por esa misma disciplina clásica sin concesiones a la moda, anotada por algún delator infiltrado en sus cursos, cuando los militares asaltaron el poder fue de los menos molestados en el ambiente. En impuesto silencio supo de la fuga clandestina de compañeros hacia el exterior, sintió la ausencia de otros prisioneros, enterró en cortejos minúsculos y vigilados a queridos amigos. “Lo teníamos ensayado, salvo que ahora prescindimos de la segunda función” ironizó desde la rabia y el miedo maquillado de fingido desencanto. 

Las semanas se centuplicaban, la historia parecía haberse estancado trabado sus poleas en este lugar del mundo, dando paso a una persecución con el objetivo final del exterminio. Al mes, al otro mes que llegó a los pocos días igual llegó la cuenta de la luz, con la misma moneda circulante pagamos la comida y nos venció el sueño cada noche. Alguien como yo, trabajador en la buhardilla de la sociedad no es la persona adecuada para mentar dolores de los otros, destinos violentos que nada hizo para impedir. En la ciudad percibí el cambio de los tiempos, al recuerdo de calles sorprendentes y veredas entibiadas a eso de la media mañana ingresaron imágenes de la guerra ajena. 

En lo profundo me negaba a aceptar lo sucedido, resultaba menos humillante suponer el padecimiento de un ejército invasor, otro fronterizo monarca usurpador, un ambicioso asesino en castillo que digerir el gusto ácido de esos días. Mi cuerpo capituló y comencé a caminar apoyado en un bastón, los tres apoyos del andar me permitían deambular sin ser molestado por las autoridades, notoriamente alejado de la culpa terrible de ser joven. La mayor violencia para mi estaba es la acechanza permanente de los motores; embaldosados puestos para el paseo insinuante de mujeres con zapatos de taco alto y la desgarbada carrera de escolares, eran pisoteados por trotes de botas entrenadas para forzar la entrada en Leningrado, calles que escondieron las vías del tranvía con una capa de alquitrán resentían el peso de llanatas que habían devastado El Alamein, deshechos olvidados en Nápoles, aldeas bretonas de camino al aquelarre y la arisca costa yugoeslava revivían en los pueblos uruguayos, desperdicios de Saigón, uniformes de Santo Domingo y chatarra de entrenamiento en Panamá llenaban de invasora estridencia la noche insomne de la ciudad tomada. Hombres uniformados con dedos en gatillos aguardaban agazapados en las esquinas a tanques enemigos que nunca llegarían, mientras las tropas entrenadas aguardaban el asalto final postergado al infinito; los paracaidistas sabían de su improbable salto detrás de las líneas enemigas y en los sótanos de casas preparadas sucedían cosas innombrables. Hasta la rabia se olía de saber que ese camino nunca conduce a la gloria del reconocimiento, sino al anonimato vergonzoso necesitado de trapos. 

En la calle estábamos en desigual combate los compactos escuadrones de fusileros navales, conocidos por su eficacia y los viejos que siempre tenemos una razón baladí para salir, unos sin nadie uniformado sobre quien disparar y otros sin ganas de continuar sobreviviendo. Los neumáticos altos como una persona resonaban un caucho de cruzada, los conductores de los vehículos militares –creyendo que sometían la frontera holandesa- sabían que desde las ventanas sin luz miles de ojos los miraban con temor, los transportes multiplicaban en su variedad un sonido agrio de engranajes de huesos y guerra marcando la persecución inclemente. Esporádicos disparos de ametralladora, tableteos imposibles de desoír proclamaban los crímenes sumarios que toda victoria necesita, la dictadura era oscuridad desplegada en la noche, nadie dormía, delación, allanamientos y saqueo lo impedían. Cada amanecer de dignidad hipócrita despertaba con visibles cadáveres anunciados por televisión y otros ocultos, cuerpos mutilados, putrefactos a causa de las heridas que la insania negaba retener y haber matado. Hasta el orgullo bárbaro de eliminar al enemigo y fotografiarse con el pie pisando el pecho perforado se ordenó olvidar. Perros hambrientos, hurgadores de basura y pescadores encontraban cuerpos al final de las noches, carnívoros tablones de intencionados naufragios; cadáveres pedagógicos que algún oficial bondadoso condescendía librar, espectadores tiesos de retablo del monstruo atacándose a si mismo, coincidencia deforme, materialización de sueños de guerra fratricida vuelto depravado ejército de bufones asesinos matando por placer. Imposible identificarlos en ojos invisibles, ni en voces que sólo hablaban desde el insulto: correas de dientes afilados, pistones, combustible de alto octanajes, reptante rodar de ruedas de tanquetas. 

Caminando las calles laterales dejando atrás el estruendo de las tropas actuando, sentí punzadas de la muerte en el pecho. Era inevitable topar con las calles con patrullajes de jeeps incesantes en perpetuo cortejo vigilante del lento dolor de la ciudad, algo parecíamos estar esperando: un ataque aéreo sin sirenas ni refugios, la 38 división motorizada, el 5º de caballería, una patrulla de mariners, la carga a sable de la brigada ligera, el final de la cacería asesina sin cornos ni zorros. Era una cortina de humo ante enemigos utópicos justificando el continuo extermino y poder instalar un reino de la muerte sin rojos, obreros sindicados ni poetas, un país a imagen y semejanza de un camuflado cementerio de cuartel. Montevideo había dejado de ser la playa de náufragos inmigrantes peninsulares, bucólica ciudad de la postguerra, cuando la guerra para nosotros era poco más que lo mostrado en los informativos proyectados en el cine Metropol. Como con las armas que vendo a los coleccionistas, me hubiera gustado conocer cuánto tiempo hará falta para disipar de las empuñadoras y culatas la marca de la sangre. La ciudad se desconfiaba a ella misma, era el condado periférico y doliente donde ellos acamparon para someter.

Dejé de salir por la noche ahondando mi diurno deambular por casonas y ferias vecinales. El negocio prosperaba, es verdad. La sociedad en tu integridad ingresó a un degradé de la violencia cada vez más confundida con sucesos cotidianos; asumimos una etapa humillante de consolidación y el comienzo de aceptar vivir con el horror en paralelo. Los altos mandos aceptaban con agrado que, sin necesidad de ejercer presión se alistaban civiles al proyecto, dispuestos a fundar la teoría justificando el nuevo orden salvador del sentir nacional, sustentado por abogados infames capaces de engarzar la muerte y el Derecho. La parte de la historia que estaba resistiendo según noticias referidas por gente amiga se distanciaba de mis intereses inmediatos. A todo esto Mark continuó con las clases de teatro, debiendo soportar nombramientos de mediocres en puestos de responsabilidad, desplazamientos agraviantes en el escalafón, limitaciones ramplonas de repertorio del elenco oficial y hasta la participación en alguna espectacular fiesta patriótica, con bueyes y gauchos de verdad formando cuadros vivientes. 

“Si el Cosmos está alterado a tal punto, los valores personales tiene una relativa circulación social” me dijo mi amigo alguna vez; cuando nos encontramos las últimas veces lo noté más repuesto y de excelente ánimo, lo que me alegró. Lo consulté sobre ese imprevisible comportamiento, pues conociéndolo –es un decir- presumí una nueva situación afectándolo de manera especial. Su respuesta fue como siempre enigmática: “Cambian las circunstancias de un día para otro, por eso hay teatro y destino. Cambian los roles, todo es disfraz de una historia incesante. ¿Sabes por qué desde el novecientos los uruguayos no tenemos dramaturgo? Porque somos un ininterrumpido auto sacramental, una de esas obras donde actúa toda la población del lugar. Tú actúas de anticuario, yo de actor que actúa y así al infinito incluyéndolos a ellos; andamos a locas, viajamos y morimos, nos desterramos, estrellamos nuestros Astiacnates contra columnas de supermercados. El apuntador se nos quedó afónico y quedamos perdidos en el laberinto argumental de la obra representada, sin poder detenernos. vamos improvisando despeñados a un final diferente al que siempre nos enseñaron.” “Lo terrible es que eso es falso, lo sabes muy bien.” “Lo terrible es que se nos va la vida buscando nuestro papel.” “Además estamos viejos” comenté. “Nunca me gustó Lear” dijo, dando por finalizada la conversación.

¿Tiene sentido preguntarme si alguna vez alcanzamos las profundidades del alma? Quiero pensar que si a pesar de que fue una amistad pensada hacia adelante sin versiones nuevas de dolores pasados. Mark compuso sin dificultades su papel de amigo de anticuario, seguramente fue su actuación más cercana a una verdad de la cual apenas escruté la superficie. Algunas veces nos sorprendíamos hablando profesionalmente, él como si yo fuera compañero de giras por pueblos del interior, yo como si se tratara del coleccionista porteño de jarras de peltre. Lo sucedido luego invalida cualquier especulación para destilar una certeza triste, me consuela saber que lo supe a Mark –cuando él no se sabía observado- viajando por el tiempo y el mundo, preocupado por el destino incierto de los cerezos y arcaicos vaticinios de Tiresias, la sospechosa virtud de doncellas francesas.

Nunca olvidaré la fecha, aunque prefiera escamotearla en la vaguedad de decir mediados de agosto del año mil novecientos setenta y siete. Eso sí: era el tercer miércoles del mes, el día que me controlo la presión arterial en la sociedad médica. Serían a más tardar las once de la noche cuando golpearon insistentes la puerta de mi departamento anunciando visitantes pues a nadie esperaba; estaba leyendo una historia de relojes italianos, la irrupción súbita de nudillos nerviosos, ajenos a mis hábitos de viudo en edad de parecer viudo nada bueno presagiaba. “Disculpe que lo moleste a horas tan inoportunas –me dijo la vecina de un piso superior-. Su amigo actor, el señor Benet, viene de llamar e insiste en querer hablar con usted. Dice que es urgente, por eso me permití…” Mark nunca había hecho antes algo parecido. 

Mientras le agradecía su atención con movimientos torpes que provoca la intuición del miedo, me puse la bata de seda repitiendo que era yo quien debía disculparse por esta contrariedad. Al minuto cruzamos el corredor, subimos la escalera y entramos en su casa. Los niños dormían me dijo ella, el marido me saludó levantando la mano sin dejar de mirar una serial de guerra que pasaban en la televisión; llegamos hasta el rincón del teléfono. “Mejor pase al dormitorio, así podrá hablar con más tranquilidad.” Le agradecí esa amabilidad, ella me dejó solo, cerró la puerta y me senté al borde de la cama.

-Amigo mío, tu llamada a estas horas me intranquiliza.

-Perdóname anticuario, era para avistarte que llegó la hora.

-Se puede saber de qué diablos estás hablando.

-Dentro de unos minutos voy a morir.

-Muchacho, veo que sigues fiel a tus viejos planes de embriagarte.

-Ni whisky ni una ronda por la ciudad de las putas, dos renuncies insensatos de los que ahora me arrepiento. Esta vez es verdad, tampoco pretendas saber ahora la razón de mi muerte, hay poco tiempo… es todo tan complicado de explicar y debía cumplir el amigable deber de informarte sin faltar a la promesa.

-¿Dónde estás?

-¿Te gustaría cenar una cazuela de mariscos recogidos esta mañana misma, con Riesling frío y un postre de cerezas que mancha?

-Si quieres esperarme hasta el amanecer podríamos desayunar juntos, hace tiempo que deseo tomarme un fin de semana largo.

-Ya no veré salir el sol, testarudo anticuario. A pesar de lo que llegues a pensar mañana con el paso del tiempo, quiero decirte que nunca te mentí.

-Como zorro irónico eres pasable, como viejo sentimental me pareces insufrible. Para colmo molestarme a estas horas, incomodar vecinos…

-Es la despedida anticuario. Me pregunto si pusiste a María Teresa en tu catálogo de piezas únicas.

-Espérame mañana temprano, adiós.

Regresé a mi departamento con los pensamientos confundidos, entretejí apenas un sueño liviano y poblado de recuerdos como hacemos los viejos. A las seis de la mañana estaba en el negocio donde los relojes antiguos marcaban otro tiempo sin urgencias, distinto al agotado minuto tras minuto. 

Desde allí llamé a mi sobrina que tiene auto y le pedí que viniera a buscarme, que se trataba de una situación de emergencia, “hasta te diría que es un caso de vida o muerte, por favor no te alarmes, por favor no demores”, le supliqué. A las siete y diez me recogió en la puerta del negocio dispuesta a prestarme el tiempo que fuera necesario, “¿hacia dónde vamos tío?” me preguntó apenas me senté junto a ella. “Al balneario Solís muchacha, lo más rápido posible.” 

La cerrazón de una fría noche húmeda se resistía a disiparse, en pocos minutos dejamos atrás la ciudad y avanzamos solos por la carretera. Después de cruzarnos con ómnibus trayendo trabajadores de los balnearios cercanos a Montevideo, habiendo dejado atrás el primer peaje la ruta parecía estar esperándonos sólo a nosotros. A cada kilómetro ganado en nuestro avance hacia Solís el corazón me latía más deprisa, deseaba irritarme por una presunta broma de Mark con unas copas de más. 

Dejamos a la hora de viaje la carretera principal e iniciamos la marcha lenta hacia nuestro objetivo, que yo recordaba vagamente. Beatriz disminuyó la velocidad, para mi sorpresa entre la niebla y el campo empapado podía distinguirse la vigilancia de cascos inconfundibles y el movimiento de capas de la tropa. Desde entonces avanzamos con mayor prudencia, en medio de la carencia de claridad cualquier gesto impudente podía ser confundido con una fuga. De pronto reconocí la senda que llevaba a la casa de la hermana de Mark, una tímida apariencia de luz, proveniente más de la tierra que del sol invisible comenzó a definir los contornos de pinares y casonas cerradas. Como si despertara de un mal sueño recobré la visión de rincones queridos por razones olvidadas, después de una curva prolongada del camino divisé la casa familiar; siempre me pareció gracioso el puentecillo de piedra grisácea uniendo el bitumen de la senda con la gramilla. “Pasa despacio y no te detengas. Cualquier cosa, si nos interrogan soy un viejo Lord venido a menos y un poco pervertido”, le dije a Beatriz.

Jamás sabré determinar con precisión la velocidad de pasar sin llamar la atención y con tiempo para contemplar lo que será un recuerdo perpetuo, hasta donde pude observar entre cegadoras linternas y manos incitando a circular con violencia, eran tres los cuerpos tapados con unas lonas. Todo era señales de la masacre reciente, la puerta de entrada grande de gruesa madera, digna de una fortaleza estaba destrozada, el frente de la casa era blanco de un enloquecido ejercicio de tiro: tres ventanas y el farol de embarcación de altura estaban irreconocibles, se veían trozos de vidrio desprenderse cayendo como gotas afiladas tajando la tierra, había dos vehículos estacionados en las cercanías, un camión de los grandes con lona extendida y un jeep enorme con ametralladora portátil. Detrás nuestro llegaba una ambulancia militar, un mando autoritario impartía órdenes a sus efectivos y más de veinte hombres comenzaban a reagruparse; el uniforme camuflado destacaba el tizne negro cubriendo la cara, chaquetas y pantalones eran sucesión informe de tonos verdes y marrones, las espaldas fingían un tramado tupido de hojas tropicales, sus piernas arrastraban desde el barro la clorofila interior, al mover los brazos un juego de cortezas se estremecía por el peso de ardillas imaginarias, atadas al casco cubierto de una red, como si hiciera falta la ilusión de las telas de araña, los hombres habían dispuesto ramas de verdad arrancadas a pinos de la zona y en el avance se advertía en varias partes del equipo, incluyendo el fusil, de pie o arrastrándose, desgarrada vegetación menuda. En la noche el grupo enemigo avanzó sobre la casa donde estaba Mark cumpliendo profecías de bosques que se ponen en movimiento: disfraz teatral, maquillaje panteísta para llegar al corazón de mi amigo y detenerlo para siempre sin saludo ni aplausos.

Beatriz y yo desayunamos luego en el parador cercano, nadie en el salón comentó el ruido inconfundible de la noche pasada, la radio en cambio repetía la información terrible de las últimas horas: Elvis Presley había muerto en circunstancias dramáticas y el mundo perdía un ícono adorado. Preguntamos por las recientes ofertas de venta en la zona, fingiendo interesarnos anotamos teléfonos y pedimos opiniones a los patrones del lugar. Yo estaba triste pero sereno, Mark jamás me hubiera dejado actuar de otra manera en la presente circunstancia, tampoco pude evitar recordar los buenos momentos con mi amigo del ocaso, que saldría por fin en la televisión uruguaya en el informativo del horario central, aunque una vez más –caprichos del reparto y azar del elenco- le darían el papel de traidor. Coherencia Mark, coherencia pensé mientras por las mejillas me caían lentísimas lágrimas. Debíamos regresar sin más tardar a Montevideo; durante el desayuno y lo que duró el viaje a la ciudad Beatriz no me preguntó nada personal sobre lo sucedido, ella respetaba mis motivos al silencio y entendió que nada me quedaba para recordar. Hubiera sido para mi difícil explicarle el desconocido poder de los oráculos, las celadas encerradas en todo enigma urdido extraviando a los hombres y transfigurar una vida. En mi segunda muerte de un ser querido de verdad dolorosa, viejo cansado vine a descubrir una odiosa y fría mañana de mediados de agosto que mi querido amigo se guardó –tontín, tontín diría nuestra celestina de antaño-, unos secretos inocentes y necesarios para el arte de vivir actuando una doble vida. En la noche final coronando su existencia, el comediante orgulloso se dio el gusto de desafiar la Muerte sosteniéndole la mirada, a la manera de un Rey cuando cae en desgracia.