En el palacio del Rey de la montaña (capítulo primero)

en «El misterio Horacio Q.», 1998

(capítulo primero)

La razón que justificaba el viaje era reponerme de los nervios y las circunstancias desgraciadas en las que me vi implicado cambiaron mis intenciones iniciales. Todo comenzó porque fui yo quien encontró a nuestro padre colgado en la casilla de madera del fondo, donde en un pasado más próspero de la familia debió albergarse a los jardineros. Sabía que él tenía problemas financieros graves; nunca supuse que luego de la sonada quiebra del Banco –del que era uno de los mayores accionistas- cuando su fotografía apareció en la primera página de los diarios capitalinos, tomaría esa drástica decisión. Recordé nuestras relaciones durante mi infancia y más tarde, estaba convencido de que el suicidio distaba de ser una respuesta honorable al desastre económico sin escapatoria, lo sabía incapaz de un gesto de tamaña grandeza; creo que en la hora final se impuso su egoísmo dejándonos a propósito como lo hizo, una herencia sobrecargada de deudas sin garantía y un paquete tóxico de maldades al portador. Salvo un milagro que nunca se produjo, el suicidio decretó el ocaso de nuestra familia en tanto influencia social del apellido en las esferas del poder. 

Abogados, escribanos y contables insidiosos nos auguraron un porvenir inevitable de miseria para los próximos meses; afortunadamente, la muerte de mi padre impidió toda tentativa de encarcelamiento de otros parientes cercanos arrastrados en sus maniobras fraudulentas. La sentencia divina, entendida como caída fulminante del caudal de acciones, ejecutada por mano propia, satisfacía a la justicia civil y fue suficiente para enemigos jurados aguardando un desenlace desgraciado de la situación. Ese anunciado y brusco movimiento de la rueda de la Fortuna me tenía sin cuidado, pero dentro de la familia tuvo secuelas inquietantes. A los pocos días del suceso mamá comenzó a pasearse por la casa con la mente extraviada, representando la heroína desgraciada de una ópera inexistente, comía poquísimo, murmuraba historias incoherentes, comenzó a vestirse con ropa antigua que exhumaba de arcones fuera de uso. Cada vez que lo hacía su vestuario retrocedía en el tiempo más y más, hasta alcanzar la patética condición de vieja mamarracho.

Si bien la liquidación sumaria del patrimonio familiar era inminente, el impacto del suicidio en las tramas financieras frenaba un tanto la debacle. A ello contribuía una hipocresía reinante, la comprensible y justificada avaricia de los acreedores; cada uno entre ellos trataba de cuidar sus intereses amenazados con atenta y vigilante prudencia. El cadáver de padre nos permitió un letargo de gracia burocrática, limbo temporal en tribunales discretos y que duraría hasta la impaciencia del primer alguacil que viniera a buscar los cubiertos de plata, nuestra vajilla inglesa con monograma dorado de los Morelli en el centro, el samovar traído de Moscú a finales del siglo pasado. Mamá estaba y para siempre fuera del desastre legal que nos golpeó. Mi hermano mayor vivía la inenarrable embriaguez liberadora, viéndose por fin al frente de los negocios sin tener que darle cuentas a nadie, es decir a nuestro padre; él evacuó rápido el dolor filial y exageraba una despreocupada libertad de movimientos, parecido a un niño repuesto de una larga enfermedad que lo postró en el lecho. A lo que agregaba un insensato objetivo en el porvenir, repetido a diario, por salvar el buen nombre de la familia… Podía imaginármelo marchando a las negociaciones –que las más de las veces eran humillantes ejecuciones- con la soga del ahorcado en el maletín, esgrimiéndola ante los funcionarios como argumento emocional mientras les recordaba, con orgullo tendiente al delirio que los Morelli somos gente de honor y siempre pagamos nuestras deudas. 

Uruguay pasaba momentos poco inclinados a esas distracciones del pundonor familiar mancillado, el país era un enorme barco al que un témpano de guerra le abrió un enorme boquete en el casco y en medio de la gritería amotinada, sirenas ululantes e inútiles llamados inútiles a la calma, algunos de nosotros seguíamos bailando valses vieneses en el gran salón, festejando el cruce del ecuador y el aniversario del capitán. De haberle creído a las tarjetas de condolencia que día a día y en número creciente llegaban a nuestro domicilio, con la lamentada pérdida de José Prudencio Morelli la patria venía de privarse de uno de sus grandes hombres. Para mi opinión menos laudatoria que las fórmulas leídas, había muerto un padre ausente, autoritario, y prefiero callar mis sentimientos cuando lo vi pendular igual que monigote, con un solo zapato deslustrado que terminó cayendo y un taburete de sirvienta tirado al costado. Antes de dar la voz de alarma contemplé un buen rato a lo que fuera mi padre, caminé alrededor de su forzada ingravidez evitando cualquier confusión de mis sentidos, dándole tiempo suficiente para morir si es que venía recién de patear el banquito, cuando entré casualmente a buscar unas tijeras para cortar tres rosas que habían adelantado la floración. 

De ese títere de un solo cordel venía yo y supe que la distancia insalvable que nos separaba sería insuficiente para apaciguar recuerdos dolorosos; no obstante la muerte, sus gestos de reproche y certeras palabras de desprecio que formaron mi educación del rencor me seguirían el resto de la vida. Era inevitable que llorara la pérdida de la autoridad que me condicionó a la perfecta infelicidad y a que mi propio cuerpo se pareciera a eso; tampoco todo lo que sucediera en el futuro sería culpa suya, sí buena parte y tal era el impuesto porcentaje de mi herencia. La coincidencia entre su gesto y mi descubrimiento fue el último sopapo que él me propinaba sin reprochárselo después de muerto. Había algo de pedagógico en nuestro encuentro final y si tuve dudas en cuanto a lo que sentí, distaba de ser un sentimiento de respiro y libertad. «Padre nuestro» dije, y entendí que esa imagen de luz entrecortada por tablones verticales podridos presagiaba mi entrada a la pesadilla de otro tiempo; ingreso a sueños con ahorcados, como si él descontento por lo hecho y reprochándome el haberlo descubierto ahorcado, me indicara un camino llevando a mi vergüenza: la perdición que me estaba destinada por haber entrado en la casilla de los jardineros sin golpear, a lo niño maleducado.

Después estaba lo incontrolable, secuelas y ceremonias secretas, derrumbamiento imperceptible de la endeble noción de familia y noches en casa, con madre limpiando de a uno caireles de arañas traslúcidas a las tres de la madrugada, cocinando quilos de papas fritas que terminaban en la basura, tejiendo escarpines negros y observando escaleras con ojos de Tosca tentada por la fosa induciendo al abismo, preludiando la réplica del telón final. Comencé por la pérdida de horas de sueño, suponiendo que ciertos objetos de la casa y que me acompañaban desde la niñez segregan un humor pegajoso como linfa de la hostilidad. Sentía que por debajo de mi piel la urdimbre de los nervios era un circuito fosforescente y enemigo, entidad desconocida al cuerpo; me dejé llevar por las facilidades del lugar común y fabriqué con plasma adulterado pequeños síntomas del agotamiento, secuelas de la falta de sueño. La sabida hipersensibilidad de espíritus fragilizados por una dura pérdida, gestos ostentosos de alguien que requiere asistencia, pide ayuda y la pide ahora. Mamá resultó más dócil, siempre encontramos en la vecindad alguna vieja enfermera jubilada que venía a hacerle compañía, su cuerpo entregado era sumiso al efecto de cápsulas tranquilizantes que le suministraban de continuo. Lo mío dijeron ellos, inquietaba sin llegar a ser alarmante, aconsejaron retiro que ayudara al olvido, un viaje de ser posible y vida sana al aire libre; para llegar a esas mediocres conclusiones resulta que ellos estudiaron durante años en la Facultad de Medicina. Tampoco era yo el obtuso de la familia, expedirme bajo consejo médico a la casa de alguien conocido no suponía en principio una ofensa ni constituía una carga fastidiosa, si se dan buenas condiciones afectivas hasta puedo tener una conversación agradable. 

Cuando la gente omite hablarme del «incidente» puedo departir con entusiasmo de música clásica, asunto que conozco bastante bien, sobre la situación política del virreinato para lo cual la ignorancia es suficiente e incluso aconsejable. La muerte de nuestro padre disipó brumas persistentes después de muchos años entre los Morelli repartidos a lo largo y ancho del territorio nacional; parientes cercanos y lejanos respondieron de inmediato al duelo, dispuestos a solidarizarse sobre la paleta de los buenos sentimientos. La plata era otro asunto, la muerte dejó sin efecto juicios sobre la actitud distante y despreciativa de mi padre respecto a la familia cuando empezó a prosperar. Esos tanteos se justificaban, lo urgente era que yo abandonara la casa familiar por mi bien y temor a mis reacciones… Mi hermano Mauricio me propuso con el nuevo tono de gerente que había adquirido, que fuera a la Barra de Maldonado donde veraneábamos cuando éramos chicos. Le dije mi preferencia por marchar al litoral, a un territorio de frontera pues fue allí donde pasé las únicas vacaciones de mi vida fuera de la irrespirable tutela familiar; por ese motivo y lecturas posteriores asociadas al episodio, las recordaba como las semanas más felices de mi vida.

El Morelli en cuestión, sorprendido por la elección del pariente en desgracia aceptó albergarme por un tiempo en su casa. Fue así que un viernes a la noche yo estaba en la estación Artigas de ferrocarriles, pronto a subir al tren que durante la noche me llevaría hasta la ciudad de Salto. Aquella tardecita de otoño entrevista en la estructura de hierro de la estación y cristales coloreados de techos altísimos fue espléndida: ver changadores uniformados de azul llevando bultos que viajaron por el mundo, descubrir al final de los galpones alineados el cielo que tornaba del azul intenso al lila melancólico, escuchar el sonido espasmódico de locomotoras fatigadas o acaso la inminencia del viaje, me hicieron sentir bien y esa noche por primera vez en semanas, arrullado por el traqueteo del vagón dormitorio dormí de un tirón. Cuando desperté sin tener la boca reseca había olvidado lo soñado durante el trayecto.

Llegué a Salto como lo haría por primera vez un extranjero, mi vestimenta era apropiada para asistir a un partido de cricket y pasear por balaustradas pintadas de blanco de un balneario británico un jueves de septiembre. En el andén me esperaban un tío segundo que recordaba con cariño y una muchacha de aire tímido.

-Esta es Jésica, dijo mi tío después de abrazarme. Acuérdate de cuando jugaban juntos hace de eso muchísimo tiempo. Bienvenido sobrino.

Era cierto entonces que había un vínculo entre la muchachita rubia que recordaba de días pasados junto al río que da nombre al país y esa casi mujer parada en el andén de la estación ferroviaria de Salto, que me saludó con afecto reticente, curiosa y teniéndome lástima por lo que yo había vivido. Mirándome por si había la posibilidad de un asomo de romance entre primos que restituyera años de separación, acaso destratándome de inmediato por mi aspecto equívoco de venir de otro lado, un país lejano y por mi desagradable mirada de mal del alma. Era el tiempo que hace estragos y lo mismo sucedería conmigo, pero Francisco nada comentó sobre mi aspecto que por otra parte se suponía. El dijo «lamento lo de tu padre», contesté gracias y dimos la cuestión por zanjada, al menos que yo tuviera luego la necesidad de regresar sobre el asunto. 

Por las precauciones iniciales de Francisco, deduje que Mauricio exageró en sus recomendaciones sobre mi estado de salud, lo silenciado quedaría protegido en la situación neutra que insinúa la palabra reponerse, cuando se la pronuncia lentamente y en voz baja; caminatas lentas al aire libre y mucho sol para contrariar la palidez, cantidades progresivas de alimento recobrando el apetito, cuidados similares a los dispensados a cualquier muchacha primeriza que perdió el embarazo en una caída escaleras abajo del sótano. 

Me constaba que Francisco era una buena persona, en los primeros momentos luego de mi llegada se le dificultaba ocultar las reticencias que le provocaban mi condición de capitalino. Había algo relacionado a mis estudios avanzados, sobre todo el ser hijo de quien era y haber visto el peor ocaso de la paternidad, despertando en los otros sentimientos encontrados. Necesitaba evitar enfrentamientos, quería mantenerme alejado de rencores antiguos que me eran ajenos y se lo hice saber a mi tío desde el primer momento. 

 -Para serte sincero, pensé que irías a la casa de la Barra de Maldonado, dijo él mientras marchábamos a la casa y ya en el automóvil.

-¿Cómo va el potrillo de la Ramita? le pregunté mirando por la ventanilla, tratando de reconocer lugares.

-¡Ah! ese bandido es un matungo viejo y hasta tiene nietos. Qué memoria compañero, me respondió.

-¿El árbol del patio sigue dando nísperos dulces? proseguí, acentuando el cuestionamiento de emociones recobradas.

-Esta mañana, antes de salir a buscarlo le preparé los mejores en una fuente con agua fría. Lo están esperando en el comedor.

-Gracias, respondí.

Por unos minutos dejé de interesarme por las casas olvidadas que miraba pasar, creo que tío quedó contento por mi actitud comunicativa y la memoria de los nísperos dinmersos en agua volví a ser el sobrino gentil que fui tiempo atrás. Habían sido buenos momentos.

-Yo quise volver a Salto más de una vez Francisco, le dije.

-No me digas nada. Me imagino.

Él estaba pensando en la intransigencia de mi padre y tenía razón, mi prima escuchaba nuestra conversación y sonreía.

-Le pusimos Curioso, dijo ella. Un poco raro como nombre de caballo, pero como usted dijo cuando nació el potrillo que parecía curioso…

Con la excusa de un trámite impostergable Francisco me dio una sencilla vuelta de bienvenida por la ciudad. Salto estaba linda esa mañana de sábado y me sorprendió para bien el bullicio soleado que había en las calles céntricas; aquí y allá quedaban rastros de la pasada campaña electoral tan insólita para la historia del país, la gente caminaba con el entusiasmo de estar ganándole unas horas al mormaso de las dos de la tarde. Había lo previsible en la ciudad, hasta una confitería impecable en una esquina donde un grupo de liceales vestidos de gris y azul tomaban helados de frutilla, de menta. En la escena se adivinaba la cercanía del río caudaloso, el distanciamiento de un pasado social de esplendor y orgullo ahora alicaído.

Después de atravesar el centro en uno y otro sentido, el auto enfiló por una calle que parecía arbolada con exageración, detalle que agradecía en silencio, doblamos un par de veces más y llegamos a la casa de Francisco. En mi recuerdo deformado por el transcurrir de los años e infinitas interferencias difíciles de organizar, la casa era parecida a una mansión solitaria en el medio del campo. El crecimiento desordenado de la ciudad dispuso otras construcciones en una cercanía que sin ser incómoda, rompía el conjunto del vitral del pasado. Entre el tiempo y la distancia se complotaron para operar los cambios más evidentes, si me atenía a lo que observaba y aceptaba la primera impresión, los negocios de Francisco, prósperos en otro tiempo quedaron estancados en una manera de concebir la sociedad que perdía velocidad; como si él y su actividad de comerciante de campaña simbolizaran el ocaso irremediable de almacenes de ramos generales. 

Lo mismo podía suponerse de la casa familiar, todo en ella era de buena calidad y rompía los ojos su pertenencia al pasado. La misma puerta de calle parecía haber librado una lucha encarnizada con zapadores del batallón del tiempo y secuelas de la derrota se advertían por doquier. Yo, que durante años viví en una casa tomada por decoradores afeminados, dispuestos a imponer retazos de Milán y París en el cuarto de baño y el salón de música, viendo la casa menguante de tío Francisco me sentía entrando en la fortaleza que resistiría apenas el próximo embate de Cronos.

Mi cuarto, la habitación que habían dispuesto para mí, tenía el aspecto prolijo necesario al sobrino querido, un joven seminarista asturiano que llegara por primera vez al colegio mayor de Salamanca. Lo necesario incluía una limpieza maniática, nada de lo imprescindible faltaba ni tampoco había un detalle secundario que denunciara un descuido barroco. Aquello era el sitio ideal para una cura de reposo después de asistir al milagro legitimado, escribir un prefacio terreno al Cántico espiritual, olvidar en silencio el suicidio del padre y evitar el del hijo. Había en ese lugar de la casa una aureola de religiosidad seglar y la memoria integrada de monjas hacendosas, hermanas devotas de manos pequeñas y aplicadas a planchar durezas inmaculadas del almidón en bruto, mujeres obsesionadas por excomulgar el polvillo en una habitación que yo imaginaba dejada de la mano de Dios desde hace mucho tiempo.

Sin que pareciera que me estaba aleccionando, tío Francisco me puso al tanto del sencillo funcionamiento de las costumbres de la casa. 

-En una hora almorzamos, me dijo. Algo liviano, estoy seguro que después te vendrá bien una siesta para reponerte del viaje. Dispón tus cosas, te dejo tranquilo, ya tendremos tiempo para conversar.

Cuando quedé solo en la habitación mis aprehensiones iniciales al llegar se disiparon y sentí por primera vez una paz agradable, equidistante a la euforia sosegada en la estación de trenes de Montevideo la víspera, que sucedió hacía pocas horas y databa de muchísimo tiempo atrás, de cuando padre vivía. Abrí la cama de puro gusto, pude disfrutar por adelantado el instante de meterme desnudo entre esas sábanas bordadas antes de mi nacimiento. Abrí la valija y acomodé la ropa en estantes que tenían la suavidad de la carpintería antigua, luego me acerqué a la ventana dando a los fondos del solar y cuando estaba por retirar la estera para contemplar el paisaje, un golpe de jazmines del país por poco me desmaya. Olor irrespetuoso que se mezcló con la cera distribuida sobre la madera del piso, el perfume de la funda de almohada, con el olor de toallas plegadas y jabón nuevo dejado sobre la pileta. Me seducía de tal manera ese nimbo de bienestar elemental que me dieron ganas de mirarme al espejo. 

Me lavé la cara para reponerme de la impresión, dejé correr entre las manos olvidadas de estar juntas el agua fría que salía del grifo y la sentía llegar a mi rostro entre correntadas subterráneas del río tan próximo. Dejé en la cara por unos instantes la toalla celeste que saqué de la pila al azar para descubrir el perfume de azahares. Como si algo extraño hubiera sucedido en mi metabolismo, me percaté de que después de muchos días tenía hambre, hasta podría pasar vergüenza en la mesa; hambre de pan casero tostado untado con manteca salada y empanadas de carne picada con pasas y aceitunas, de guiso criollo con chorizo colorado, choclos de dientes amarillos, boniatos asados al horno, huevos fritos de gallina ponedora, bizcochuelo esponjoso emborrachado con vino garnacha atravesado por una capa espesa de dulce de membrillo, de un enorme plato de arroz con leche con cáscaras ralladas de limón verde y espolvoreado de canela.

Cuando bajaba la escalera para dirigirme al comedor sabía que, tal como sucedió comenzaban para mí unos días de serena felicidad y creía que las horas tristes –tan cercanas aún- marchaban hacia el olvido. Era evidente que estaba reponiéndome del estado depresivo y ello se confirmaba en las reacciones de Jésica que, olvidando a propósito mi debilidad física y situación espiritual me aconsejaba que intentara dejar de ser huraño, hasta me contaba que más de una amiga estaba impaciente por conocer al pariente capitalino. 

Fui sensible a los halagos, negocié con ella una pausa en el ensimismamiento y prometí mi entrada a la vida social salteña apenas comenzara la próxima semana.

Francisco, en cambio, se mostraba preocupado; parecía contento por mi visible mejoría en apenas dos días y que podía atribuir con razón a la benéfica influencia del lugar. Siempre que coincidíamos en la casa y si luego salíamos al patio él repetía varias veces escrutando el cielo: «Esto no me gusta nada». Mirando el cielo traté de entender sus temores, buscar por qué estaba convencido de que él tenía razón en desconfiar. 

Había en el aire una calma sospechosa, en algún lugar del universo la naturaleza tramaba algo que nos implicaría y pronto. Lo curioso era el silencio, parecía que los pájaros hubieran emigrado al exilio final y el viento se volvió una noción desconocida para los árboles de las inmediaciones. Recuerdo que las primeras noches cenábamos afuera y era de una saludable gratificación, reencontré con Jésica y Francisco, con algún otro amigo de la familia que llegaba de visita el agrado de participar en una charla animada. En los tres últimos días la diferencia entre el día y la noche era la intensidad de la luz, como si por un fenómeno desconocido la temperatura terrestre hubiera hallado una estabilidad desconcertante e invariable, accediendo a un estado ignorado hasta entonces por la materia, cierta poesía escatológica de descomposición.

Cuando el malestar presentido se tradujo en hechos fue que me vi envuelto en episodios que nada de mi pasado e incluyendo la muerte de mi padre hacían prever. Puedo recordar cada uno de los momentos sucesivos, ocurrieron al final de una tarde en la que yo estaba especialmente lúcido. Tío Francisco mostraba una inquietud mayor que la habitual a esa hora y me dijo de ir hasta el río, tenía ganas de caminar unas cuadras. 

Como la casa quedaba a un kilómetro y algo de la orilla del río calculé que a paso lento llegaríamos en quince minutos, la gente que cruzamos en nuestra ruta eran un cortejo de almas en pena. Yo me repetía que nada de lo que pudiera ver semejaría la imagen de mi padre colgado de una viga del techo, miraba a las personas pues era torpe para otras observaciones, incapaz de deducir a simple vista lo que sucede en la naturaleza, al menos que las epifanías panteístas fueran terribles como para ignorarlas. 

Cuando llegamos a nuestro destino creíamos haber avanzado hacia el cauce de un río impetuoso: inquietos y decepcionados nos detuvimos frente a un inmenso lodazal repugnante, el recodo completo de esa parte de la costa, que alternaba entre rudeza cimarrona indómita y paseo apropiado a veranos finiseculares, estaba reducido a escenografía de cartón piedra apelmazado; la luz era cierto que estaba, el sol se había escondido en un lugar del cielo inaccesible a nuestra mirada. Simulando enormes monedas de un imperio putrefacto, cientos de rayas estaban ancladas en el fango celador, la cola venenosa erecta y desafiando en vano esa trampa sin salida. Por el medio de una trabajosa corriente como peludos tritones darwinianos, una indescriptible algarabía de monos amazónicos se desgarraban entre ellos sobre la verdosa prisión de un camalote gigantesco, sabiendo que derivaban a la locura. Una piragua negra cuervo pasó río abajo obsesiva en aumentar la velocidad, signo último y funerario de una tribu de salvajes exterminada por el fuego. De pronto como si fuera un escalón de inmundicia, una ola de materia marrón fue llegando a las cercanías de nuestro punto de observación y detrás nada de nubes: correntada nauseabunda imponiendo la oscuridad del cielo, como si el sol por hecatombe cósmica estuviera hundido en el lecho prehistórico del río.

-Dios mío, dijo Francisco.

Cuando esa marea pasó delante nuestro el cielo se oscureció eclipsando la razón y los sentidos, busqué el relámpago anunciador del temporal cercano y las nubes espesas, aguardé en vano el catártico trueno que inicia una tormenta de verano pasajera. El río era una tabla del viejo Bruegel sin restaurar y perdí la noción de lo ocurrido delante de mis ojos.

-Vamos, pronto, dijo el tío Francisco y empezó a caminar apurado marcando el paso por el miedo.

Era un viejo aterrorizado huyendo de una visión terrible y yo lo seguí sin pedirle explicaciones. Cuando estuvimos cerca de la casa él se detuvo un instante y miró hacia atrás ignorando mi presencia. La tierra reproducía el entierro de mi padre centuplicándolo.

-Que Dios nos ampare, dijo mi tío y me sorprendió la fórmula, hasta ese momento le atribuía un pensamiento inclinado a la masonería. Así que era eso… continuó diciendo. Es la lluvia que viene de abajo, finalizó enigmáticamente y me quedé sin entender.

Llegamos a la casa, por más de dos horas permanecimos sentados en el patio, Francisco tenía el aspecto de un hombre de más en más resignado; después de lo vivido en el hogar paterno nada parecía conmoverme y me llevó una hora rendirme a la evidencia. En la naturaleza estaban los signos de la lluvia, las nubes se amontonaban en concentración desafiante sobre la región, el viento confundió el manso litoral uruguayo con las costas celtas insulares, se oían sonidos atronadores traídos por la corriente desde improbables aserraderos de pesadilla, el olor dulzón del agua emponzoñada pretendía imponerse y los árboles se dejaban mecer sin oponer resistencia, resignados a la espera del vendaval que los arrancaría de cuajo. El cielo se oscureció de manera más terrible que en las noches cerradas del invierno, era de una tenebrosidad divina que nunca había contemplado y peor de todo lo que pudiera concebir. Una tormenta digna de dioses salvajes que existieran de veras y venían de decretar su desexilio imperioso y vengador. 

El paisaje era así y se urdió en el cielo una cerradísima malla de refucilos, nervios ígneos de angélicas legiones batidas en repliegue por las fuerzas del mal, rayos tremendos, sonidos del encuentro violento de esa luz mortífera con pedregales calcinados, animales destinados por el azar al sacrificio fulmíneo, al inicio fulgurante de incendios devastadores. 

Ni siquiera una gota de agua tibia caía sobre la tierra.

-Habría que cerrar las ventanas, dije pensando en las lluvias que había visto siempre.

-Para qué, dijo Francisco. 

Yo ni repliqué, restaba el esperar y así se hizo; después de la disonancia aparatosa de elementos ahogando rebeldía y súplica se alcanzó el objetivo de imponer un silencio absoluto, hasta la actividad más inocente se paralizó en los alrededores. La savia de los árboles quedó detenida en los troncos más jóvenes, se estancaron en su movimiento miles de fetos de corderos, cesó el curso de las aguadas y hasta el calor refractario de los hornos de leña. El universo se volvió a mis ojos materia inundada hasta la inmovilidad y el rumor aumentó de a poco: fue el ruido imborrable del banco suicida desequilibrado y luego una secuencia de sonidos encadenados. La orden de hacer fuego de la línea tercera del batallón de infantería armado de mosquetes; más tarde el ruido recordaba la sala de máquinas de transatlánticos pioneros con pabellón británico y al final cuando desestimé ilusiones efímeras, reconocí la correntada del río desbordando su cauce subiendo hasta la inmolación.

-Ya está aquí, dijo tío Francisco y parecía referirse al regreso monstruoso, retorno del muerto temido y detestado, una presencia gravitante de algo que lo arrastraría al infierno.

Era peor… fue el comienzo de las inundaciones, estábamos en el año 1959 y yo que buscaba el reposo escapando de tentaciones inconfesables, me hallaba en el lugar equivocado por lo que vino luego sin el agua que anegó la ciudad en lo que parecía ser lo último que tenía derecho a ver con vida. Vi cómo los salteños padecieron los procesos que ello acarreó en sus vidas, la rabiosa decepción y la deshuesada esperanza de administrar los enormes daños, desde la sorpresa de descubrir que el cataclismo sufrido era más devastador de lo previsto, hasta aceptar que vivían en una ciudad marcada por una maldición incomprensible y en esto tenían algo de razón.

La crónica de esos días la dejé escrita en mi Diario de la Inundación, allí narro el tiempo transcurrido desde que descubrí entrar el agua en el zaguán de la casa con la apariencia de intruso camuflado hasta que rascamos musgo de muebles y paredes; nuestra posición geográfica cercana al río nos condicionó a una circunstancia delicada. El Diario que todo lo cuenta lo escribí en el piso superior de la casa, en mi dormitorio y durante las semanas cuando el paisaje fue colcha acuosa putrefacta decidida a quedarse allí hasta el fin de los tiempos. 

El cambio de la situación que parecía imposible sucedió en una sola noche, recuerdo que trabajé hasta tarde en la madrugada y había visto con las últimas luces del día anterior la inundación estando ahí. Al amanecer (dormía poco y serían a eso las siete de la mañana) repitiendo la costumbre de espiar por la ventana intuí la evaporación del agua en el paisaje y presencié en pesadilla residual un infinito reino del barro, El dominio lacustre de cuando los hombre éramos larvas que se devoraban entre ellas bajo la superficie. Era más repugnante que la inundación y resultaba peor contemplar eso ahí nauseabundo que la agresión del agua desbordando su cauce original. Escribí que era preferible morir ahogado por la correntada, vivir como animales acuáticos ciegos antes que estar obligados a arrastrarse por esa superficie salida de la muerte, peor que todo castigo imaginable. Eran cosas mías supongo, el recuerdo de padre, la tenue felicidad que me acompañó durante mis primeros días en Salto, el trance supuesto en la escritura del Diario de la Inundación. Efectos colaterales del agua putrefacta sobre la melancolía y garuando sobre mis pensamientos confusos comenzando a desquiciarme.

(continuará)