Febrero 2023

(ingresos)

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EL CLUB DE LOS NARRADORES

“Mujer sin equipaje en un andén” / “In memoriam Robert Ryan” / “Últimas horas en Weimar”

VISITANTES I

M (textículos & contumacias)

-9 fragmentos-

W – Por primera y última vez en La Coquette un visitante es un objeto pero lo mismo citaremos al autor, el libro se titula M (textículos & contumacias) y pudo tener otros 13 títulos en el campo de los posibles, tantos como las letras del apellido del autor. “Ese apellido, muy popular en Polonia, viene del nombre eslavo Wojciech, construido a partir de una doble raíz: woj, el guerrero / ciech, la alegría y consolación. San Wojciech Slawnikovic, obispo de Praga, misionero en Prusia, patrono de Polonia y mártir, llamado en latín San Adalbertus está en el origen de varios topónimos que estarían al origen del apellido WOJCIECHOWSKI.

O) El libro conoce su primera edición en 1994 y una segunda de setiembre 2021; todo aparenta indicar que son el mismo libro reeditado, igual se operaron mutaciones haciendo que lo mismo sea distinto, la diferencia son una punta sumada de 17 años, toda una vida como cantó Antonio Machín.

J) “A los 13 años de la publicación de su primer libro, Gustavo Wojciechowski (Maca) arremete ahora con un ejercicio que se pasea desde la creación al ensayo, que se divierte entre el pastiche y la parodia, con el homenaje y el plagio. Gárgaras de literatura. Un libro bisagra: abre y cierra el juego, continúa y rompe con su propia dicción, dejando la sentencia en secreto.” (Decía -mintiendo- en la contratapa de la primera edición)

C) El libro está dedicado a Martina y lo abre un epígrafe de G. H. Chesterton: “El mundo ya era muy viejo, amigo mío, cuando nosotros éramos jóvenes.” Últimas palabras manuscritas del ejemplar: más allá o más acá de los paraísos artificiales, encuentro un cierto parecido físico entre el joven Dylan Thomas y aquel argentino realizador de versos camorreros, provocativos, desgreñados, Olivari.

E) El autor nació en el mes de abril que, como lo escribió T. S. Eliot es el mes más cruel; el mismo abril que Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont pero ciento diez años más tarde, en 1956, detalle que nunca fue impedimento para que se cruzaran en algún almacén de ramos generales del barrio donde viven.

C) Gustavo diseñó carátulas de Rada, en aquellos tiempos su tríptico de referencia cercano era Buscaglia, Macunaima y Leo Antúnez. Fue al liceo N° 17, cursó estudios en artes aplicadas de la calle Durazno, vivió una época en Requena y Culta, cortita como Isla de Flores, que era una calle pavimentada de adoquines. Ahora reside en Buenos Aires, no la reina del Plata sino la calle paralela a Bulevar Sarandí en la Ciudad Vieja y por más información, consultar la entrevista exhaustiva de José María Barrios y Aldo Novik en tranvías.uy de junio 2017.

H) Tiene una asignatura pendiente, su novela Zafiro de 1989 llevaba por subtítulo (yo sólo quería ser el cantante de una banda de rock and roll). Lo que había a mano en nuestros Woodstock e isla de Wight orientales eran Los tontos, Los estómagos, Los traidores, Trotsky Vengarán, La vela puerca; y en mi interior diría Rubén Darío: Robert Platt, Bon Scott o Brian Johnson -Highway to Hell- y de Baltimore (donde murió E. A. Poe) el enorme Frank Zappa.

O) El libro es otro Aleph de papel y viaje de argonautas a la búsqueda del vellocino de la juventud en huida perpetua, se engancha con los almanaques de Julio Cortázar, La vuelta al día en ochenta mundos (1967) y Último Round (1969), explora los efectos alucinógenos durante el sueño de acercarse al mar del planeta Solaris urdido por el polaco Stanislaw Lem, es un trip con carburante de poesía ya escrita y más zarpado que una medida triple de absenta.

W) El libro rompe cronologías culturales sociológicas que continúan dependiendo de las fuerzas armadas, con referencias a dictadura, la post dictadura, hijos del exilio, generación del 85 o el 86 por la Ley de Caducidad. Las fechas sagradas deberían ser otras: ¿cuándo se creó el Sexteto Electrónico Moderno? ¿fue en 1970 que escuchamos la versión de You Really Got Me de Los Delfines? Hubo primero para GW el sexteto con alineación inicial de la Revista Uno de la Cultura; en el 82 se crea Ediciones de Uno: Maca, Agamenón Castrillón y Héctor Bardanca.

S) Recuerdo que yo mismo estaba como los bailes de la IASA danzando en tres pistas; escuchaba Todos detrás de Momo de los Olimareños, las canciones del Festival de San Remo y había caído forever en la marmita tanguera con el LP Troilo for Export del año 66 con temas de Arolas y Julián Plaza. Más tarde y ya casado, era el noveno álbum de Jetthro Tull: demasiado viejo para el rock and roll, demasiado joven para morir. Me acerqué curioso al Palermo Boxing Club en el festival Arte en la lona, abril 1988 y vi la performance de Alberto Restuccia; estuve en la recorrida municipal de Martín Karadagian cuando el homenaje a Titanes en el Ring, en la tribuna de Montevideo Rock 1 en noviembre de 1986 -nel mezzo del cammin di nostra vita…- y escuché a Gustavo recitando sus textos alguna noche en el Teatro Circular.

K) El libro es expansivo y generoso, tiene algo de big bang descontrolado, el contenido resiste en hipnotismo y veinte años no es nada. Todo lector hallará una zona allí de su memoria afectiva y se abren las puertas del olvido: fotos movidas, músicas, imágenes de recitales, álbumes míticos de Emerson, Lake and Palmer, situaciones nocturnas que fueron antídoto para salir de la malaria. Es memoria y deseo, calesita y tren fantasma, antología de los malditos poéticos que pagaron caro la osadía de versificar. Pasen señoras y señores a la carpa del circo… descubran los tragos de Dylan Thomas, a Rimbaud antes de la pierna cortada, la zurda prodigiosa de Hendrix, Janis Joplin con siete velos, las partidas de nacimiento truchas de Pessoa, el esperma veneciano de Casanova, los lentes de Marosa, la ausencia de Mateo, la foto calendario de Marilyn de setiembre 1955 y la flor Azteca…

I) Los textos aquí elegidos son muestra del filón más personal del autor en la mina. Es bravo decidirse cuando se trata de un actor que juega en todo los puestos como Holanda del 60; primero en equipo y desde 2004 con sello propio editando a poetas, narradores pues como es bien sabido: “todo vampiro dibuja una m en medio de la bruma.”

Visitantes II

Bruno Millán Narotzky

Lira / Informe sobre el Odradek

Con Bruno Millán Narotzky (Madrid, 1992) comenzamos a trabajar sobre el Cabaret Literario La Coquette allá por noviembre del año 2019; cuando teníamos pronta la primera entrega Covid se nos adelantó un mes e igual salimos en la red en abril de año 2020. Bruno es el responsable del diseño gráfico del sitio y la continuidad del mantenimiento; es decir del traslado, ubicación de contenidos en cada sección, nexos de la banda de audio, corrección de errores, ajuste de la invitación y salida cada día 23 como hoy. Es bueno eso de dialogar con alguien de otra generación más joven y que sigue de cerca la evolución de los materiales del sitio. Tiene una formación filológica y musical desde los cuatro años, conoce de informática, es traductor en el cruce de media docena de lenguas. Puede leer el Arte de la guerra de Sun Tzu, los poemas de Li Po y el Pequeño libro Rojo del gran Timonel en sus signos originales. Tocó en violín algunas partitas de Bach y es aficionado al toque de arco de Stéphane Grapelli; entre los visitantes del sitio como se ve en Lira, tiene una preferencia por la poesía de Circe Maia. Con esos antecedentes pesados yo sospechaba que había algunos escritos personales que fui conociendo en estos años; le dije que sería una buena idea que diera algo de eso a conocer en nuestro karaoké, se lo pensó y como le gusta la escena -toca en un grupo que se llama Bartok 3- terminó por aceptar y enviar un par de textos representativos de su historia.

En el primero entramos al imperio de leyendas chinas donde se fusionan orígenes de la trama celeste y la música con siete filamentos del fuego estelar, templos de sabiduría y primeros sonidos del mundo suspendidos a la caparazón prodigiosa de una tortuga del Nilo. Esas historias vienen de atrás en su vida, del mandato del viaje al Este; como Ezra Pound al inicio del siglo pasado, Bruno pasó por Londres y luego siguió ruta hacia Cathay a buscar lo que se escribe de manera diferente; en una de las alforjas trajo esta leyenda de constelaciones tonales para la cuerda Sol. Por el contrario, Informe sobre el Odradek es nave esploradora de la escritura que viene o del retrato robot de nuevos lectores que nos rodean, iniciados a Twitter de Elon Musk y redes sociales. Partiendo del cursor kafkiano del siglo pasado descubrimos el sol naciente que asoma en Mikado y Bushido, como lo indican el éxito mundial de mangas, reencarnaciones de Godzilla y competiciones multitudinarias de videos juegos. Ahí pasan cosas en el reactor del relato moderno; estamos en los filos katama del cuento interactivo lector argumento, activación de la inteligencia artificial, robótica que pinta cuadros y redacta tesinas. La juventud está dispuesta a aceptar estrategias narrativas complicadas, siempre que haya inventiva como lo vimos en Ghost in the Shell, en episodios de Assassin’s Creed que activan la máquina Animus explorando la memoria genética desde nuestros ancestros. Con ese nuevo Odradek Kafka se vuelve precursor de su propia obra, con animales cantores y castillos inaccesibles, laberintos jurídicos de la Ley, metamorfosis familiares durante un sueño, zonas donde coexistimos con entidades que son criatura y objeto; un proceso infinito de destrucción creación como se continúa con las 108 danzas rituales de Shiva Nataraja.

LOS RÍOS FICTICIOS

La serie de los Capítulos Sueltos II
De la novela “Le croupier magyar”
(capítulos 1 y 20)

ASTILLERO

Paul Valéry
“Le cimetière marin”

(una traducción)

ENSAYOS CRITICOS

“El Aleph de la calle Pérez Castellanos”
(sobre Silvia Baron Supervielle)

NOTAS, APOSTILLAS Y ANEXOS

Comentarios actualizados a los contenidos

ARCHIVOS

El cazador Gracchus amarra en Montevideo, Mi primer Felisberto y El arte de comparar: bello como las rodillas de Isidore Ducasse (diario de las obras) / La primera Cartografía original / Biblioteca musical / Índice general de los años Uno y Dos de La Coquette / Fichero de las Bandas de Audio desde Abril 2020.

DUODÉCIMA Y ÚLTIMA BANDA DE AUDIO: HOMMAGE A LA COQUETTE

Jaime Roos / “Amor profundo” de Jaime Roos.

Alain Bashung / “Montevideo” de Alain Bashung,

Mauricio Ubal / “Una canción a Montevideo” de Mauricio Ubal.

Daniel Amaro, Joaquín Sabina / “A la ciudad de Montevideo” de Daniel Amaro.

Rina Ketty / “Montevideo” de H. Varna, Mac Cab y Boby Fisher.

Jorge Drexler / “Montevideo” de Jorge Drexler.

Leo Antunez / “Montevideo” de Leo Antúnez.

Ruben Rada / “La rada” de Ruben Rada.

Los Traidores / “La lluvia cae sobre Montevideo” de Alejando Bourdillón, Juan Casanova, Pablo Dana y Víctor Nattero.

Tabaré Cardozo / “Montevideo” de Tabaré Cardozo.

Romeo Gavioli / “Montevideo” de Romeo Gavioli.

El puente romano

Supieron que andaban cerca del Itapebí, porque de vez en cuando oían el rumor de la creciente que comenzaba a ceder luego de dos jornadas sin lluvia. Hombre y cabalgaduras se encontraban extenuados a causa de una marcha sin tregua por los barrizales de los bajíos, al amparo de la niebla persistente. Las brújulas eran ahora tan inútiles como los mapas, guardados en las maletas, y que sólo habían sido examinados por mera curiosidad en Buenos Aires, antes de la salida del tren.

Ninguno sabía con exactitud dónde se hallaban, sino el baqueano que habían conchavado tan pronto cruzaron el río Uruguay con los restos de la fracasada expedición de Juan Smith. Al que capitaneaba el grupo no le inspiraba mayor confianza ese tape de pocas palabras y mirada esquiva; tal vez era un espía. Pero llevaban prisa y no había tiempo de procurarse otro. Eran preciso arriesgarse y mantenerse alerta. Los aguardaba una larga marcha antes de poder reunirse con el grueso del ejército rebelde que se concentraba en la frontera norte. Pero el capitán disimuló sus preocupaciones para no desalentar el fervor que mantenía firme la moral de sus hombres. Ya habían tenido bastante con cruzar el río Uruguay acosados por los barcos argentinos. Eran ocho voluntarios, jóvenes sin experiencia en la guerra, salvo uno que había peleado en la revolución del Quebracho y servía como instructor. En las inmediaciones del Salto, un correligionario les había suministrado las armas: dos escopetas, un máuser y tres pistolas, que con el Colt del capitán, un sable y algunos cuchillos constituían el reducido arsenal.

El ruido de la correntada y la pendiente, ahora más pronunciada, indicaban que estaban más cerca de la orilla; pero para llegar al agua debían internarse en el monte feraz, de modo que lo fueron bordando a la espera de que aclarara. Pisaban terreno más firme, cubierto por apretada gramilla, pero a cada paso tropezaban con raigones y piedras. La marcha se hacía tan lenta como en los bajíos. Iban muy cerca unos de otros, siguiendo puntualmente las indicaciones del guía que aseguraba que en una hora alcanzarían el vado.

– ¡Cómo por el vado! -protestó el capitán-, si no debemos estar lejos de un puente. Recuerdo que en el mapa figuraba un puente.

-Por ese puente no se puede, patrón -aseguró el guía-, nunca se pudo. No hay más remedio que cruzar por el vado.

– ¡Pero en el mapa figura un puente! – insistió el capitán, casi convencido de que el baqueano estaba al servicio del gobierno.

-Usted me contrató para eso. Si no le sirvo, lo dice y me vuelvo a mi rancho.

-No, ahora no te podés ir. Antes hay que aclarar este asunto.

El capitán detuvo el caballo y hurgó en las maletas, buscando el mapa al tanteo. Estaba húmedo como todo lo demás, pero el papel era suficientemente grueso para resistir los rigores de la intemperie. Lo desplegó con cuidado, encendió lumbre y siguió con el índice la línea sinuosa del Itapebí. En efecto, una legua antes del vado había un puente. Pero recién ahora descubría algo en que no había reparado la primera vez: una tachadura algo borrosa trazada con lápiz de punta fina y también una anotación que no logró descifrar ni con el auxilio de la lupa.

Reanudaron la marcha. El capitán trató de develar el misterio.

-Decime, indio, ¿por qué no se puede utilizar el puente?

-Porque no se puede, nadie pudo.

– ¿Está roto?

-No, no está roto. Está tan entero como el día que lo terminaron. Eso dicen, y también dicen que por más que uno camine sobre él, nunca se puede ganar la otra orilla.

– ¿Vos intentaste alguna vez?

-Nunca bajé al río por ese lugar, pero conocí a algunos que lo intentaron, y juran que jamás pudieron. Hasta cuentan de un pobre tropero que se volvió loco. Lo que puedo afirmar es que el puente está engualichado. Hay quienes aseguran que un día anduvo el mismo Diablo por el pago, montado en un azulejo y que al otro día apareció el puente por donde se fue rumbo al norte una noche de tormenta. Unos guapos intentaron seguirlo pero apenitas aclaró se encontraron con que iban rumbo al sur.

– ¿Y a vos nunca te picaron las ganas de curiosear?

-No señor, porque a mí esas historias ni me van ni me vienen. Cuando tengo que cruzar el Itapebí, me arrimo al vado. Además la otra orilla es como ésta, puro monte y nada de camino. El puente no sirve para un cuerno. El único que conoce la historia y se la cuenta a quien se anime a interpretarla, es un cura viejo que vive en el Salto. Cuando termine esta guerra, Dios le dé salud, patrón, para que pueda ir a averiguar, si le interesa. (*)

Los otros iban callados. Algunos dormitaban. Parecía que siempre volvían al mismo sitio, que esa palmera insinuada entre los vapores fríos era la misma que habían dejado atrás hacía media hora.

Al disiparse un poco la niebla, el baqueano señaló una picada y dijo que si bajaban por ahí no demorarían en llegar al puente, pero que era inútil tomarse el trabajo, pues no podrían cruzarlo.

-Vamos a investigar -ordenó el capitán.

-No me queda más remedio que acompañarlos, porque si los dejo ir solos, es una fija que se me pierden en el monte -agregó el baqueano con arrogancia.

El capitán no lograba disipar sus temores. Cada vez le gustaba menos aquel hombre que se había adueñado de la situación y que tal vez los hiciera caer en una celada en la que serían degollados sin piedad. Pero sobre todo lo ofendía su obstinación en pretender hacerles creer las fábulas del puente encantado.

A poco de entrar en el monte fue necesario echar mano al sable para cortar las ramas espinosas que se enganchaban en los ponchos. Llevaban los caballos del cabestro, el baqueano había dejado el suyo fuera del monte y se movía como un reptil entre la maraña, señalándoles la ruta.

Los muchachos, jadeantes y con los rostros cruzados por numerosos rasguños hubieran preferido que el capitán aceptase las recomendaciones del guía respecto a la conveniencia de utilizar el vado, pero no se atrevieron a terciar en la conversación, considerando que les esperaban circunstancias todavía más ingratas. Era mejor endurecerse de a poco.

De pronto, el capitán ordenó detener la marcha; el guía había desaparecido. El ruido de la correntada y el que hacían las botas y los cascos al ser succionados por el lodo maloliente y al desprenderse con dificultad, para hundirse nuevamente, no evitaba que se sintiesen como atrapados en un silencio de muerte. Instintivamente se acercaron unos a otros, sin decirse nada, con el oído atento. El capitán amartilló el revolver y, como si hubieran interpretado una orden, los jóvenes voluntarios aprontaros sus armas. Algunas manos temblaron, tal vez por el frio intenso del interior del monte. Pasaron largos minutos antes de que se oyera la voz ronca del baqueano:

– ¡Por aquí!, ¡sigan derecho!

Sin bajar la guardia se pusieron en movimiento y no tardaron en dar con un claro cubierto de paja brava; un poco más adelante, luego de ascender por una pequeña elevación descubrieron la silueta del puente romano, en medio de la neblina dorada por la luz del amanecer, con sus bases amplas, los tres arcos y la calzada elevándose hacia la mitad de la construcción. El capitán consideró que si cruzaban por ahí se ahorrarían un buen trecho por más dificultades que opusieran el monte y los bañados que, según el mapa, quedaban un poco más al norte.

Atrajo la atención de todos la fuerza del remolino que se formaba bajo el arco central. El capitán estaba seguro de que el vado no daría paso aún. Sería insensato desaprovechar la posibilidad de cruzar por el puente, pero primero había que explorar. Ordenó a cuatro de sus hombres que lo acompañaran. Los otros cuatro quedarían atrás en previsión de cualquier emergencia. Le gritó al guía que marchara adelante.

-Yo no voy, patroncito; prefiero volverme al Salto, aunque no me paguen. Ya no me necesitan.

-No te me retobes, indio; tendrás que ir aunque te duela. Si duda nos querés embromar.

-Nada de eso, se lo juro por mi madre.

– ¡Andando! -gritó el capitán, empuñando el revólver para intimidar al baqueano que entró en el puente de mala gana. Estaba asustado. Los que quedaban en la retaguardia cerraron filas para evitar todo intento de fuga.

Marchaban muy lentamente porque la niebla volvía a cerrarse. El capitán iba a caballo apuntando a la cabeza del guía; los otros los seguían de a pie, con las armas listas y ansiosos porque aquello terminara de una vez por todas.

Por entre las piedras de la calzada crecían variedades de matas cubriéndolas de una alfombra que amortiguaba los pasos. Uno de los muchachos se detuvo un instante al descubrir sobre una loza un número arábigo. Más adelante apartó con la punta de la bota la maleza y encontró tallados en la piedra algunos signos algebraicos. Comprobó también que la calzada tenía una ligera curvatura hacia la derecha, pero al descender por la otra mitad notó que se curvaba hacia la izquierda. No había tiempo para sacar conclusiones.

El guía tenía miedo. Se resistía a seguir.

-Por Dios, patrón, ¡déjeme volver!

-No seas maula y seguí, si no querés que te reviente el cráneo.

Se acercaba a la orilla opuesta. El curioso seguía investigando; ahora entre unas matas holladas alcanzó a ver los mismos signos, pero invertidos. Iba a decirle algo al capitán, cuando éste sujetó las riendas y les dijo en voz baja que tuviera cuidado.

En efecto, al final del puente se distinguían siluetas humanas. Tres o cuatro, tal vez cinco.

El capitán increpó duramente al guía.

– ¿Y esos quiénes son? ¡Vas a decirme que no sabés!

-Parecen fantasmas, patrón.

Indignado por la burla de que era objeto, apenas pudo contener la cólera.

-Vas a ser el primero en morir, ¿oíste?

El baqueano avanzó otro poco, y cuando sus ojos avizores descubrieron a los otros se heló de terror.

– ¡Son los mismo, patrón!

– ¿Los mismos, quienes?

El infeliz ya no pudo articular palabra y echó a correr despavorido.

Seguro de la traición el capitán disparó dos veces sobre las espaldas del baqueano que emitió un grito ahogado. Pero no cayó enseguida; llevado por el impulso fue a desplomarse bañado en sangre, cerca de los hombres de la orilla, quienes, al reconocerlo, buscaron dónde guarecerse para repeler el ataque del grupo que se movía entre los vapores que flotaban sobre el puente.

El capitán ordenó a sus hombres que abrieran fuego graneado, y comenzó un tiroteo que se prolongó por diez minutos y que cesó abruptamente. Cuando el capitán se lanzó a todo galope sobre sus enemigos mal resguardados, una bala de máuser se incrustó en el pecho de su caballo. Mientras el jinete se incorporaba trabajosamente en medio del lodazal, el único sobreviviente de los contrarios aprovechó el momento de confusión para abandonar su posición y huir a refugiarse en el monte.

Fuera de sí, el capitán echaba maldiciones a todos los vientos. Maldijo a la niebla cómplice, al baqueano que les había traicionado, sin recordar su advertencias de que por el puente no se podía cruzar. Lo vio agitarse a sus pies, presa de las últimas convulsiones. Escupió sobre el moribundo, y luego se acercó lentamente al lugar donde yacían los tres enemigos abatidos, para descubrir con estupor que eran los mismos muchachos que habían quedado en la retaguardia. La cabeza comenzó a darle vueltas en un vértigo acelerado. Imposible intentar comprender aquello. Volvió al puente y cayó sin sentido sobre la calzada antes de reunirse con quienes lo habían acompañado: dos se desangraban ante la desesperación de los otros dos que no sabían qué hacer.

Cuando volvió en sí le pareció que había tenido una pesadilla, pero al incorporarse comprobó con amargura que la pesadilla continuaba. El sol estaba alto y la niebla se había disipado. Sobre la calzada yacían dos cadáveres. Los sobrevivientes no estaban ahí. Tal vez estuvieran en la orilla lavando sus heridas. Se puso de pie y recorrió el contorno con la vista, pero no los halló. Lo habían abandonado.

Lo mejor sería marcharse de ese paraje maldito lo antes posible. Subió por el ribazo en dirección al monte donde esperaba encontrar alguno de los caballos, pero antes de internarse en la maraña volvió la cabeza para echar un último vistazo. Contempló la otra orilla y la mitad de la calzada cubierta de carquejas que no habían sido pisadas ni teñidas de sangre.

Volvió sobre sus pasos. Ahora que todo se veía nítido bajo un cielo sin nubes, ahora que no tenía prisa, podía dirigirse, lentamente, a la otra orilla.

Entró de nuevo en el puente. Avanzaba despacio, muy despacio; pasó junto a los dos cadáveres que estaban a su derecha, y cuando traspuso la mitad del puente sintió como un ligero vaivén, un mareo fugaz; y ahora tenía los dos cadáveres delante de sí, pero a la izquierda; y, más abajo: el baqueano, su propio caballo rígido como una estatua derribada, los tres voluntarios contra quienes había disparado sin piedad. Sin perder la calma, giró cautelosamente la cabeza, y vio a sus espaldas las carquejas intactas y la otra orilla.

Después probó hacer el recorrido atendiendo únicamente a su propia sombra, que al pasar el punto medio de la calzada se proyectó bruscamente sobre el parapeto opuesto. Luego repitió la operación mirando hacia el sol; y al sentir el vaivén, cerró los ojos y en su retina perduró un semicírculo de fuego. Sin desanimarse, volvió a comenzar, y siempre retornaba, sin percibir cómo, al punto de partida. Lo intentó diez veces, veinte veces (veía que su sombra se alargaba), cuarenta veces (se fijaba en las estrellas), sesenta veces… hasta que se olvidó de sí mismo.

(*) Lo que el cura viejo contaba no todos podía entenderlo: el puente había sido construido a fines del siglo XVIII por un ingeniero excéntrico especialista en construcciones militares, al servicio de Carlos III, que buscó un lugar apartado para reproducir un modelo de puente como aquel que el astrónomo Al Muzewa mandó erigir sobre el Guardiana en el siglo XIV, aplicando a sus cálculos la ecuación del movimiento retrógrado del planeta Marte, y que la Inquisición ordenó destruir por considerarlo obra del demonio por arte de brujería. La escasa utilidad de una construcción semejante y la complejidad de los cálculos que exige su ejecución, determinaron que no fuese emulada hasta que el ingeniero Leoncio Arolas, hombre ilustrado, se propuso demostrar que se trataba de un problema matemático y que sólo la ignorancia del vulgo y el fanatismo dogmático habían dado lugar a creencias supersticiosas. Fueron pocos los que prestaron atención a la obra, en parte por lo aislado del lugar, y principalmente por las repetidas guerras del pasado siglo. Sin caminos de acceso, y en medio de una estancia cimarrona, finalmente fue olvidado. A principios de siglo aún se mantenía en pie gran parte de la estructura. Todavía pueden verse algunos restos que pronto desaparecerán bajo las aguas del lago de la represa.

La cacería

CUADERNO 1

Primavera en la costa

Azotan chubascos desde la mañana, sale el sol en intervalos, refresca el viento. No había imaginado primavera tan desapacible ni pamperos que soplasen con tanta energía a mediados de octubre. Una razón más para no confiar en los manuales de navegación, o para rectificarlos hora tras hora. El teniente Kingsbury me ha sugerido tomar varias manos de rizo y evitar el ángulo crítico de las escoradas. ¡Precavido Kingsbury! No hallaré segundo mejor aunque rebusque por los siete mares. Cuida antes que nada el bienestar de la tripulación y sabe que las escoradas revolverán el estómago a más de cuatro. Pero no tomé manos de rizo; ni una sola. Y Kingsbury, siempre flemático, se contentó ante mi negativa. Por suerte no tuve que gastarme en explicaciones y me entendió sin que yo despegase los labios, salvo para gritar, desde la toldilla: “¡Con todo el trapo!”. ¿Cómo dominar a ochenta individuos sin demostrarles que el capitán tiene los cojones bien puestos? Navegamos a quince nudos; y me gustaría que la corredera marcase más, aunque la goleta lleve su amurada de babor semisumergida. Sé que pronto asomará en la puerta de mi cámara el negro Bob, y que, con todo su aparatoso respeto, me dirá: “Señor capitán, hay seis marineros de descanso en el sollado, con mareos y vómitos, ¿no cree que debiera verlos el cirujano?”. Y yo, fingiendo que he oído mal por culpa del viento, que silba ante la puerta entreabierta, responderé: “No traigo cirujano para curar flojos. Prepáreles uno de esos caldos con que resucita muertos”.

Y me acercaré después a la puerta para ver a Robert Ficht trasladando su gordura por la cubierta inclinada y metiéndose por la escotilla en derechura al fogón. Buen hombre este jamaicano, de lo más noble y leal que llevo a bordo. Si es cierto que los dos pilares del poder en un barco son el capitán y el cocinero, comparto gustoso el privilegio con ese Bob que me acercó Lewis Clayton, dos jornadas antes de zarpar de Baltimore, en los muelles de Fells Point, subrayando que si el cocinero no me servía, renunciaría a su función de oficial de reclutamiento. Ni Clayton renunció, ni Bob me defraudó durante la travesía hasta Buenos Aires, ni en la estadía en ese puerto, ni después, cuando fondeamos en la costa de la Provincia Oriental, quince millas al oeste de Colonia.

Salgo de mi cámara, me acerco a la corredera, pregunto “Señor Clark, ¿cuántos nudos?”; y el piloto, sin ocultar su emoción, responde “¡Dieciséis!”. Es más de lo que hubiese supuesto. Mis informes catalogaban al Plata como zona de navegación riesgosa: bancos traicioneros, canales veleidosos, con el agravante de una defectuosa señalización de las cartas, oleaje corto y despiadado que golpetea repetidamente, sin tregua, y arranca crujidos del casco y de las cuadernas con chasquidos de costillas rotas. Por fortuna, la goleta se comporta dócilmente al timón, y parece más ágil que nunca. Tendrá mala fama el pampero, pero nos hace volar sobre el oleaje; y los chubascos, que nos empapan de pies a cabeza, cierran los horizontes y nos protegen, encubriéndonos.

Clark, el piloto, me avisa que hemos rebasado Montevideo, y que a la madrugada rebasaremos la ensenada de Maldonado. Espero que los barcos de guerra portugueses no me salgan al cruce por avante ni me den trabajo antes de tiempo. Bastante preocupación me han causado las dos velas avistadas a popa por Kingsbury, hace dos horas, y cuyas presencias yo mismo comprobé, apareciendo unos instantes, iluminadas por el sol entre nubes y desapareciendo tras los chubascos repentinos y las reverberaciones de la luz sobre el oleaje. “Sin novedad”, me indica Kingsbury, imperturbable, ojeando con el catalejo. Su tranquilidad me pone, curiosamente, intranquilo. Ordeno a Jack Learthy, jefe de gavieros, que no desmaye en el trabajo, que mantenga a sus hombres en permanente maniobra. La velocidad es, por ahora, nuestra arma de mayor eficacia. Porque si las velas avistadas responden al pabellón que sospecho, no habría contrariedad peor para mis planes. Y no sé si pudiera llevarlos adelante con los doce cañones de la goleta.

Vuelvo a mi cámara. Los bandazos han puesto todo en desorden. Rebusco mi libreta, mi tintero de bronce, y trabajo en mi diario, con varias páginas en blanco. Retraso explicable. Anoto: “El 15 de octubre de 1819 devolví la patente librada por el Directorio. El embajador en Buenos Aires, Thomas Halsey, me suministró, en su lugar, letras patentes firmadas por el general Artigas; y me comprometí a prestar servicios bajo su bandera. Remití mi parte a Halsey, quien a su vez lo trasladará a Artigas para que este jefe sepa qué barco y qué capitán se ha sumado a su lucha: goleta Intrépida, doscientas cincuenta toneladas, ochenta y un hombres, doce cañones. Comandante: John Blackbourne”.

“El 17 de octubre debí zarpar de Buenos Aires, a punto de completar el rol, con leña insuficiente y con varias pipas sin agua potable. El motivo: fui declarado pirata por el gobierno de dicha ciudad. De haber demorado dos horas en zarpar, habría sufrido prisión, junto con mis oficiales. Desde uno de los barcos surtos en el puerto me dispararon con cañones de dieciocho libras. Ningún tiro hizo blanco, y logré salir sin otros contratiempos. Deben mis hombres, y debo yo, toda la suerte a la ductilidad de la goleta para utilizar la brisa y alcanzar la mitad del Plata en un tiempo que promovió gran contento en la tripulación y la furia entre las autoridades del puerto bonaerense. Crucé a la orilla opuesta, con riesgo de aproximarme a Colonia, donde habría alguna polacra o un par de pedreros portugueses. Una racha favorable me permitió esquivar la zona dominada por ese puerto; y costeando hacia el oeste, busqué un fondeadero donde pudiese completar mi provisión de leña y de agua fresca. La operación sería igualmente peligrosa; pero forzado por la necesidad, tomé la decisión, ordenando al jefe de artilleros, David Smith, que se cargasen las piezas, y al contramaestre Jonathan Hoove, de agallas probadas, que alistase a los fusileros; y dejando a mi segundo, Kingsbury, en vigilancia permanente dirigí la delicada expedición.

“Escogí seis hombres, buenos con el remo, los armé de fusiles, puse al mando a un cabo de cubierta, ordené arriar la lancha y completé su dotación con dos toneleros a cargo de cuatro pipas. Llevaban hachas, sierras, cuchillos y bandera de señales. La costa estaba desierta; la mañana era calma aunque nublada. La Intrépida había fondeado a un cuarto de milla, dando la proa a tierra, por venir de allí el viento. Observé durante varios minutos la ribera, todo a lo largo. Nada se movía; no se distinguía un alma, ni la silueta de animal alguno. Casi en línea con el bauprés, veía yo la desembocadura de un curso de agua mediano y las líneas amarillentas de la barra arenosa. Eran las bocas del Cufré. Lo sabía no por las cartas, con muchas carencias, por desgracia, sino a través de un tripulante enrolado en Buenos Aires como ayudante de carpintero, pues ése era su oficio declarado. Dijo llamarse Patrick Donagall, irlandés de nacimiento, con once años de residencia en la Provincia Oriental y conocimiento sobrado de la costa septentrional, especialmente de la que iba entre Colonia y Montevideo. Lo hice embarcar también en la lancha, di la señal de partida y, catalejo en mano, atendí la maniobra.

“Vi arribar la lancha, descender al cabo, a dos marineros, a Donagall y a los toneleros con sus pipas. Caminaron tierra adentro, junto al curso del Cufré, y se perdieron tras unos médanos. Pasaron diez, quince minutos; se cumplió la media hora sin nada digno de anotarse, como no sea el celo que ponían en su guardia los marineros que quedaron en custodia de la lancha. Habría transcurrido una hora cuando sentí disparos de fusil que provenían más allá de los médanos. Los guardias de la lancha prepararon sus armas y se escudaron con la embarcación. Yo alcé mi mano derecha, seña convenida con David Smith para que encendiese la mecha de uno de los cañones; oí que los hombres de la lancha abrían fuego y vi que reaparecían, moviéndose con gran trabajo, el cabo, sus dos escoltas y los toneleros, cargando pipas y haces de leña, sin tiempo para repeler el ataque de cuatro o cinco jinetes que hostigaban a mi gente. Por los uniformes y el tipo de cabalgaduras, quedaba claro que se trataba de una patrulla imperial; y me quedó claro, también, que no atropellaban contra la lancha, pues llevaban sus cabalgaduras de un lado a otro, como si hubiese surgido un elemento de diversión.

“Así era en efecto. El aludido Patrick Donagall corría en zig zag, se entreparaba, disparaba su fusil, y volvía a correr alejándose de la lancha, atrayendo a los agresores y permitiendo que todos mis hombres, alcanzada su embarcación, tuviesen posibilidades de fuga exitosa. Fue un acto de valentía y sacrificio que me impresionó. Donagall parecía dispuesto a canjear su libertad —y su salud— por el retorno de nuestros hombres, a salvo, y con la leña y el agua. David Smith soltó un cañonazo y yo un juramento, instando a Hoove para que en uno de los botes acudiese con ocho fusileros al rescate del irlandés. Jamás me hubiera perdonado dejarlo en aquella ribera hostil.

“No habían pegado los remeros de Hoove cinco golpes de remos, cuando ya la acción en la costa había cambiado. Fuese por el fuego empeñoso de los tripulantes de la lancha —que aún no se había movido—, fuese (y es lo que creo) por el cañonazo de Smith, que, acertando en una orilla del Cufré, levantó arena y agua a pocas yardas de dos de los jinetes, o por descubrir el bote de Hoove dirigiéndose a tierra con respetable refuerzo de fusileros, volvieron rienda los imperiales portugueses y librando el escenario se perdieron tierra adentro.

“Pudo Patrick Donagall juntarse con la lancha, y ésta abandonar con presteza la orilla. Pero los gritos de Hoove, quien persistía en su apoyo, alertaron al cabo y a varios hombres de la lancha para que diesen cara a tierra, porque la partida imperial, desmontando en la línea misma de la orilla, apuntaba sus carabinas.

“No tuvieron oportunidad de hacer daño. Dos nuevos cañonazos asestados por David Smith los convencieron de que el paseo de primavera por las costas no beneficiaría sus imperiales pellejos. Y así, ya sin enemigos a la vista, retornaron a la Intrépida el bote y la lancha, completamos la carga de leña, y sobre todo, la de agua, y asistió el cirujano Hill a quienes habían recibido heridas, un marinero con un hombro rasguñado por bala de carabina, y Patrick Donagall con un sablazo en el antebrazo izquierdo. Nada grave, en ninguno de los dos casos. Kingsbury concedió ración doble de grog a los hombres de la lancha; y yo, menciones honoríficas en el cuaderno de bitácora y un reconocimiento especial a Patrick Donagall, a quien invité con un trago de brandy en mi cámara. Apuró de un sorbo su jarro de estaño, y sin querer extenderse sobre el asunto, y sin que le importase la herida, prolijamente vendada por el cirujano, saludó con cortesía y regresó a su puesto. Había aprendido, sin duda, la primera lección que oyó de mis labios cuando acepté su solicitud de enrolamiento: “Las plazas no se piden, se ganan”. Era seguro que no habría de pedirme más nada mientras durase el crucero de la Intrépida”.

*

Arrecian los bandazos. Persiste el pampero. Suspendo las anotaciones. Prefiero evocar la figura de Patrick Donagall al irrumpir con arrogancia en la goleta, fondeada aún en Buenos Aires. Es buena forma de entretener esta navegación, cuya marcha nos ha hecho rebasar Maldonado sin que ninguna molestia, salvo la pamperada y el oleaje, se haya interpuesto hasta ahora. El teniente Kingsbury avistó por dos veces, con intervalo de cinco horas, las velas que me causaron inquietud y que por lo visto no desisten en su empeño de alcanzar la Intrépida. Si no afloja el pampero, les será difícil. Y yo tendré por fortuna inapreciable que se mantengan a la misma distancia, pues me repugnaría ver de cerca los cañones con que las naves de Buenos Aires pretenden castigar a quien han galardonado con el título de pirata. Pero así suele ocurrir en estas empresas.

“Lecor nos llamó bandidos, y también los señores de Buenos Aires»: con estas palabras se había presentado ante mí Patrick Donagall. Lo traía Lewis Clayton, experto oficial, ducho en reclutamientos. “Llegó en un bote construido por él, desde Colonia. Remó toda la noche, se deslizó de madrugada por el fondeadero, se amadrinó a la goleta y gritó “¡ah, del barco!”. Tendimos una escala, lo dejamos subir, y aquí lo tiene, señor capitán. Dice que quiere servir, yo le he advertido que el capitán Blackbourne no gusta de bisoños. Pero insistió, ya lo ve usted. ¿Qué hago? ¿Lo tiro por la borda, o lo cruzamos hasta Colonia?”.

Contuve la dureza de Clayton, y luego de una seña, me dejó frente a frente con el recién llegado. Semblante de polizón no tenía; de chiflado o de perseguido por la justicia, tampoco. Me fui con él hasta la puerta de la cámara, saqué una libreta y sentándome sobre una escotilla cerrada, con un cajón de municiones por pupitre, remojé la pluma en mi tintero de bronce, y empecé a interrogar al muchachón, alto y huesudo, manteniéndolo de pie.

“Nombre, ciudad, oficio”, hablé.

“Patrick Donagall, veinticuatro años, carpintero”.

“¿De ribera?”.

“Y también a bordo”.

“¿Por qué llegó hasta la goleta?”.

“Quiero servir”.

“¿Sabe usted cuál es la bandera de mi barco?”.

“Norteamericana. Han llegado varios a Colonia y a Buenos Aires”.

“¿Quién le informó de nuestro arribo?”.

“Un muchacho que vino de Baltimore y a quien usted licenció. Dijo llamarse Anthony Fields”.

Lo miré fijamente. Decía la verdad y conocía que en la Intrépida había una plaza vacante.

“¿Qué más le informó Fields?”.

“Que salieron de Baltimore como barco de carga y pasaje, y que en alta mar sacaron armas, hicieron ejercicios de tiro, y adiestraron a la tripulación”.

Dejé de escribir y levanté la vista. De nada valía andar con rodeos. Si había remado toda una noche no era por lograr puesto en un mercante ni para satisfacer sus deseos de viajar, propios de la juventud impetuosa, o incauta. Entre tantos hombres como había enrolado Clayton, a la fuerza o con maña, la presencia de un voluntario me halagaba. Resolví proseguir el interrogatorio con mayor exigencia, disimulando mi halago, y probando sus reacciones. Su acento, cerrado y áspero, no me engañaba. Sin embargo, le pregunté:

“¿Nacido en Inglaterra?”.

“No, señor. En Skerries, cerca de Dublín. Soy tan irlandés como Campbell, de quien habrá oído hablar”.

Su insolencia acicateó mi curiosidad. Había oído de Campbell, por cierto; el teniente Kingsbury, hombre informado, se había referido a aquel irlandés, individuo legendario, europeo juzgado por la revolución contra las monarquías de Europa en las regiones platenses.

“¿Desde cuándo vive en la Provincia Oriental?”.

“Desde 1807”.

“¿Con quiénes llegó tan joven al Plata?”.

“Con la escuadra del comodoro Popham. Yo era aprendiz de carpintero en la fragata Encounter, de catorce cañones”.

“¿Cómo se desvinculó?”.

“Abandoné el servicio cuando la escuadra estaba fondeada en Maldonado, semanas después de la toma de esa ciudad”.

Levanté otra vez la vista. Había calma en el puerto. Avanzaba la tarde, el cielo se cubría de un nublado parejo y espeso, presagiando cambios bruscos en el clima. Flotaba un olor en que se mezclaban los múltiples aromas portuarios y los de las frutas y los alimentos que mis hombres acarreaban en la Intrépida. Golpeando con la pluma la hoja de mi libreta, susurré la palabra bajo cuyo efecto había visto enmudecer y acobardarse a tantos: “Desertor”.

Me miró con altanería y reprimiendo a duras penas sus ganas de alzar la voz, me contestó con un torrente de palabras, diciendo que cortar lazos con los ingleses no era, para él, deserción; que no había podido sufrir las tropelías de la gente de Backhouse en Maldonado ni el saqueo de tres días y tres noches contra un poblado indefenso, ni las hipocresías de una nación que se tenía por la más civilizada de la tierra. Mientras descargaba su odio contra los ingleses, yo lo escudriñaba procurando adivinar cómo había vivido desde entonces en una comarca azotada por tumultos, revoluciones, invasiones. O se había recluido en el interior, sobreviviendo por gracia de la caridad pública, o de su oficio, o había formado su carácter endureciéndose, como Campbell, en continuos combates. Pero Campbell era hombre hecho y derecho, si los datos de Kingsbury acertaban; y Patrick Donagall, apenas un jovencito durante esos años sangrientos.

“No estamos jugando», le dije con severidad, «la Intrépida no es barco de recreo, ni traslada señoritas. Me interesa, por sobre todo, un punto: ¿qué experiencia de mar ha hecho? Necesito hombres que sepan saborear el agua salada, y que hayan olfateado de cerca la pólvora”.

“Serví en el bergantín Nancy, al mando de Richard Leech, en 1814; y el Nancy integraba la flota de Brown”.

“Cualquier espía de Lecor puede decir lo mismo”, lo interrumpí con aspereza.

Entonces abrió su camisa desnudó un brazo, un hombro y enseñándome las cicatrices, me habló de que, poco antes del combate del Buceo, el Nancy luchó contra el español Romarate en las inmediaciones de la isla Martín García, y que allí fue herido. “Ocurrió conmigo lo que con tantos marineros, las maderas reventadas por las balas saltan por todas partes, hechas astillas, son como dardos, se clavan en la carne, desgarran, cortan tendones y músculos, y si uno no se va en sangre, pasa meses llagado, entre dolores que no deseo a nadie. ¿Qué hombre de mar está libre de esa peste? Nadie lo ignora, y usted menos que nadie, señor capitán”.

Mantuve silencio, observándolo con sosiego y procurando que en mis ojos asomase un destello de comprensión. Le escuché relatarme cómo lo trasladaron, medio muerto, a Colonia; que en aquella ciudad, los patriotas lo cuidaron; y que una familia, apiadándose, lo condujo semanas después a una casa de campo, en las afueras, donde demoró casi un año en sanar, pues le costó mucho recuperar los movimientos de su brazo. Pasó el año 15, y el 16 lo encontró aún convaleciente, sin poder enrolarse en la goleta corsaria República Oriental, al mando de Richard Leech, su antiguo capitán. Pero esta vez tenía una nueva oportunidad, y no quería por nada del mundo quedarse en tierra, donde no era tan bueno como en cubierta. “Póngame a prueba, señor capitán; y si no soy apto, lárgueme en cualquier puerto”.

Le respondí que conocería su destino en el término de una hora, previa consulta con mi segundo, el teniente Kingsbury, y con Lewis Clayton, oficial de reclutamiento. Y encomendando a un marinero que lo custodiase pistola al cinto, hice restallar en sus oídos aquello de «las plazas, ganarlas, no pedirlas», cerré la libreta, recogí los enseres de escribir y volví a mi cámara.

*

Asoma muy de mañana, por la puerta entreabierta, un sol potente, que convida a vivir. Asoma también otro sol, regordete y pecoso: el rostro del piloto Clark para comunicarme longitud y latitud y rematar su informe con un entusiasmado “¡el Atlántico!”. Noble muchacho. Como si no supiera yo en qué mar navegamos. Este balanceo acompasado, este silbido del viento en la jarcia, este aroma cargado de yodo, son oceánicos. Además, el simple cómputo de las jornadas bastaría: el estuario del Plata quedó atrás y no volveremos a él hasta dentro de muchos meses. ¿Volveremos, en realidad? Pregunta que Clark, sin duda, no se ha hecho. Su mundo se compone de cartas de marear, sextante, altura del sol, posición de las estrellas, informes que está obligado a rendirme de mañana y al atardecer, órdenes mías que debe transmitir al timonel, lecturas asiduas de los manuales: tiene, sin duda, bastante. Y me parece que alivia tanto peso comunicándome cuanto pasa por su cabeza, sin excluir lo obvio ni los más chicos detalles. “Un piloto de primera”, me dijo el comodoro Bainbridge cuando me lo recomendó. “No ha surcado todavía el Atlántico Sur, pero es como si lo conociera desde que nació. Puede dar la vuelta al mundo con él, amigo Blackburne, y lo traerá a puerto como si hubiese hecho un paseo por la bahía de Chesapeake. Es disciplinado, jamás olvida qué lugar ocupa; y aunque no brilla por su imaginación ni demuestra ambiciones excesivas, puede usted estar seguro de dos cosas: detesta el alcohol y no pierde la cabeza en el peligro”.

Hasta ahora, comprobé la primera virtud: Clark ha resistido toda tentación, es abstemio de ley. Para comprobar la segunda, faltarán, tal vez, una o dos jornadas. Cuando Bainbridge plantó cara a los ingleses, desde el año 12 al 15, tuvo oportunidades soberbias de pulsar los nervios del piloto. Y aunque Clark nunca me habló de aquellas acciones, ni de las fragatas de Bainbridge o de Isaac Hull, sé muy bien que la Intrépida lo deslumbró con sólo verla fondeada en Fells Point. Un colaborador de oro en esta empresa.

Bob, en persona, me trae el desayuno: té, galletas, queso, dulce. Me trae, al mismo tiempo, dos mensajes, «muy serios, capitán», me advierte abriendo desmesuradamente los ojos. Por algo no ha confiado en el ayuda de cámara. Sosteniendo con admirable equilibrio la bandeja, tras recorrer media cubierta entre cabeceos y bandazos, agacha su motosa cabeza al entrar, me acerca delicadamente el servicio y me comunica, creyendo cándidamente que lo ignoro, que el señor Kingsbury, en guardia permanente la noche entera, avistó luces de posición de dos barcos a popa, como si nos siguieran las aguas; y que al amanecer, por haber bruma, horizonte con cerrazones, “y todos esos menjunjes”, explica Bob estirando hacia delante sus labios carnosos, no ha divisado nada, y no puede saber de qué barcos se trata, ni si son los mismos que anduvieron tras nuestro husmo al salir del Plata.

Mordisqueando sin apetito una galleta, lo interrogo con la mirada. “Patrick Donagall, el irlandés”, añade enronqueciendo la voz. “¿Indisciplina?”, le pregunto. “Que se encargue el contramaestre Hoove, él sabe poner en vereda a la gente”. Bob abre aún más los ojos y mueve las manos como para calmarme. “No señor, nada de eso. Buen chico, Patrick, sí, estoy en lo cierto. En Jamaica conocí irlandeses, son irritables, tercos, andan a puñetazos con todo el mundo, pero Patrick no es así. Ben Gage, el maestro carpintero, le ha cobrado aprecio, usted, señor, con mis respetos, lo sabe. El asunto es diferente. ¿Me permite hablar?”.

“Para eso viniste, negro de los diablos”, pienso. Y con un asentimiento de cabeza le doy ánimos. Concluidas sus cuatro horas de descanso, y al comenzar su turno, Patrick Donagall llegó al compartimento del fogón, donde Bob trabaja, y le pidió algún caldo, algún cocido brujo con efectos saludables. Pero no para él, sino para el marinero Henry Dickinson, su vecino de coy en el sollado de proa. Patrick está convencido de que Dickinson padece del estómago, y de que los sacudones del mal tiempo y de la mar gruesa han agravado esos tormentos, según los ruidos que emite el marinero mientras duerme. No proceden de su aparato digestivo sino de pesadillas brutales que le hacen hablar alto en pleno descanso y rematar todo con alaridos espeluznantes. Ha soñado con garañones que lo persiguen arrojándole, vaya a saberse cómo, pedruscos como balas de un cañón de doce; con leones que clavan los colmillos en sus brazos; con lagartos traicioneros que lo atacan a orillas de algún arroyo sanguinolento. Pero lo peor, para Patrick, sobreviene cuando Dickinson grita en su oreja que capitanes sin entrañas lo azotan, lo desembarcan en una isla desierta, y que la isla, disolviéndose como azúcar, se lo lleva al fondo de los mares.

Concedo a Bob que prepare lo que juzgue conveniente, alguna de esas mixturas cuya fórmula heredó de sus antepasados jamaicanos, y que la haga beber a Dickinson repitiéndole que el capitán de la Intrépida no se parece en nada a los patrones de sus pesadillas. Y mientras Bob se retira, ya tengo pronto mi remedio, por si falla el del cocinero: encargar a Hoove que amenace a Dickinson con azotes verdaderos y a Patrick con descansos en la cala, para que uno calle y el otro duerma. La experiencia me dice que ambas medicinas son infalibles.

Niños: eso son, y eso han sido siempre, muchos marineros. Un niño Bob, al relatarme el episodio con cara de rogar autorización; un niño Dickinson, en quien afloran los miedos que reprime con tanta firmeza mientras trabaja, según me consta; y un niño Patrick, hecho a marinar en singladuras breves, pero no endurecido todavía en cruceros prolongados, metido en una goleta de ciento veinte pies de eslora y veintisiete de manga, sin espacio para estornudar, codo con codo con ochenta hombres, entre marineros y fusileros, vigilado por una docena de oficiales, un maestro carpintero de sólida fibra, un ir y venir de siete u ocho grumetes y un rígido dispositivo de turnos y guardias hasta la desesperación. Pero he apostado por él y espero que rinda en consonancia. Ben Gage lo ha visto garlopa y formón en mano: “Es bueno sin vueltas”, me ha dicho, persuadido de que las maderas de la Intrépida agradecerán, llegado el caso, haber reforzado el equipo de carpinteros con este muchachón. Y yo descuento que su testimonio sonará en los oídos de los capitanes portugueses cuando los capture. Haré hablar a Patrick, y entonces sabrán qué tipo de invasión lleva adelante ese tal Lecor en la Provincia Oriental.

Me he puesto en contacto con Jack Learthy, lo he relevado momentáneamente de su labor con el velamen, y le he ordenado: “Las barricas, señor gaviero». Me ha saludado como siempre, llevándose la mano a la sien, la palma oculta y el dorso vuelto hacia mí. ¡Escrupuloso Learthy! Por nada mostraría su palma, sucia de brea por manipular los cabos; y su ejemplo disciplinado es seguido por todos los marineros que maniobran con la jarcia de labor. No hallaré hombre mejor educado que este neoyorquino Learthy, ni en mi Intrépida, ni en otro barco que resuelva comandar. Es tan respetuoso como Clark, pero con más imaginación y menos pesadez, como si odiase abrir la boca para decir cosas obvias. Me ha cortado la respiración verlo trabajar con la jarcia, dar órdenes sin aturullar a los subalternos, simulando fe en la inteligencia natural de los hombres, o sintiéndola quizás de veras. Calcula los ángulos de vergas y lonas con precisión de geómetra y mide los vientos con alma de meteorólogo. Y no tiene rival en el trajín de arrojar al agua las barricas de acuerdo con las distancias que exijo.

No he concluido aún de vestirme, y ya oigo los chasquidos del agua, las voces de Learthy, las pisadas de los fusileros en cubierta, el ruido de las armas cargándose, la orden de “¡fuego!”. Imagino las barricas flotando a diez yardas una de otra, con un vástago vertical, y al tope de cada vástago, un gallardete bermejo. Salgo a la toldilla, y mientras el viento arrastra fuera del barco las nubes de la fusilería, observo cinco o seis barricas deshechas, dispersas sus tablillas a merced del oleaje. Interpelo al teniente Kingsbury. “Sin velas a la vista”, responde. Y ordeno que los hombres se mantengan durante un par de horas en ese ejercicio de tiro al blanco. Robustece la disciplina, templa los oídos, hace arder las narices con el olor a pólvora. Pasado el mediodía, los entretengo con simulacros de abordaje, prometo doble ración de grog a quien no tropiece con los cabos adujados, los conmino a cargar y descargar los cañones, a limpiar después los fusiles, a tener a mano las municiones tras quitarle todo rastro de herrumbre o salitre, a coordinar movimientos entre los fusileros y artilleros de babor con los de estribor. Grito, repiten mis gritos los oficiales y voy convirtiendo a los tripulantes en individuos capaces de soportar retrocesos de culatas, peso de las balas, bandazos de la goleta, dolor en brazos y lomos, irritación de los ojos por la humareda, cansancio, hambre, sed.

Promediada la tarde, dispongo toque de atención; y a una seña convenida, puestos de acuerdo el jefe artillero David Smith y el jefe de gavieros Learthy, suena un cañonazo sin bala y dos manos robustas izan en el pico de la cangreja el pabellón tricolor. Desde la toldilla informo que ésa será la maniobra al avistar cualquier barco de Portugal, contra el que estamos en guerra bajo bandera del general Artigas. Y al tiempo que desciende el pabellón, agrego que navegaremos, por elemental precaución, sin enseña, o con otra cualquiera, en caso de cruzarnos con naves neutrales. Espero de cada hombre máximo esfuerzo, alerta permanente y sujeción total a los mandos. Cruzaremos las rutas de los barcos portugueses y ninguno de sus capitanes ignora que pueden sufrir las bordadas intempestivas de los corsarios.

*  *   *

Enero 2023

(ingresos)

para recibir la invitación informe mensual inscribirse aquí

EL CLUB DE LOS NARRADORES

Un sueño Oriental” / “La división Novalis
lavoisier@St. Naz. com.

VISITANTES I

Mabel Moraña
PRESENTACIÓN
del libro
“Líneas de fuga” (ciudadanía, frontera y sujeto migrante)
Iberoamericana / Vervuert. Madrid, Frankfurt, 2021

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EL PROBLEMA DEL CUERPO
del libro
“Pensar el cuerpo” (historia, materialidad y símbolo)
Herder Editora, Barcelona, 2021.

La metáfora que confina la expresión efecto mariposa, sirve tal vez para advertir del paso del tiempo, el acaecer inexplicable por la lógica, la mutación constante de las cosas, salvar el interregno memorioso entre escenas de las que fuimos testigos y que, por razones de armonía o distancia de la vida expandiéndose hacia el epílogo, perseveran en estar asociadas. Recuerdo ahora al redactar estos propósitos que allá por los comienzos de los años setenta del siglo pasado, varios compañeros entre los literatos del IPA estuvimos presentes cuando la joven Mabel Moraña pasó su examen oral de literatura española clásica. En el jurada estaba Jorge Albistur y el tema de disertación era el Capítulo XXII de la primera parte del Quijote, el de los galeotes, doce hombres en pugna con la justicia Real, ensartados en rosario de grilletes, destinados a navegar contracorriente, apóstoles a su pesar del evangelio apócrifo de la novela. Debiendo presentar a la visitante de La Coquette en este enero del 2023, debo señalar que se trata de la Titular de la Cátedra William H. Gass de Humanidades en la Washington University in Saint Louis. Lo que ocurrió en el medio, ella misma lo dijo en un reportaje a Julieta Mariana Vanny: “Me fui en el setenta y cinco para Caracas, que fue el único sitio que en ese momento estaba todavía con las fronteras abiertas, porque México estaba completamente saturado de inmigrados. Hubiera ido a España, pero no me alcanzaba el dinero que pude conseguir vendiendo mi biblioteca. En Caracas estuve tres años en total. Enseguida recibí varias ofertas de Estados Unidos para hacer un Doctorado allí.” El resto del cuento, los interesados lo pueden hallar en el sitio web mabelmorana. com y lo que no figura en su impresionante CV, es que estuvo en el teatro cuando Aníbal Troilo tocó el último tango antes de morir, que según dicen fue “Quejas de bandoneón.”

En el año 2021 Mabel publicó dos libros decisivos en el campo más actualizado de estudios culturales que afectan a nuestras prácticas literarias, los nuevos paradigmas de lecturas y accedió a que retomáramos algunas páginas para la entrega de este mes. Son “Líneas de fuga” y “El problema del cuerpo”, de ambos tenemos en el viejo Océano de La Coquette fragmentos en metonimia emergiendo del iceberg de la investigación. Son prólogos si se quiere, presentaciones, introducciones, estado de la cuestión, hipótesis de trabajo, planos actualizados 3D para orientarse en el continente letrado de lo que se está produciendo en la investigación sobre esas temáticas. Aleph vinculantes de fusión y densidad, una perseverancia lúcida de compartir; visto desde un productor de relatos, parecen ser -en especial el tratado sobre lo efímero del cuerpo- una agenda luminosa sobre temáticas gestándose en la marmita narrativa que precede a los nuevos apocalipsis. Dice Moraña: “Presente en nuestra concepción biológica, y en el final inevitable de la descomposición de la materia, el cuerpo es conocido por nosotros -y nos conoce- en una temporalidad casi del todo superpuesta a la de nuestra conciencia.” Los lectores piensan entonces en Orlando de Virginia Woolf, la pierna de Ahab, las antenitas de Gregorio Samsa, las tetas de Tiresias, el retrato de Dorian Grey, el Dr. Jekyll y el señor Hyde, el cuello de Wilhelmina Murray Harke, los ciegos de Sábato, las colas de cerdo en Macondo, la giba de Ricardo III, las rodillas de Lolita y tantos otros cuerpos del delirio literario. Con “Líneas de fuga” se advierte la revolución semántica post colonial, los movimientos profundos de conceptos de imperio, nación, frontera, supervivencia, desplazamientos; movilidades como si las antiguas luchas de clase entre nobles, burgueses y proletarios del mundo uníos, dieran lugar a la agitación demográfica espacial donde el sujeto padece la aporía exilio / cosmopolitismo. En tanto la línea del horizonte vira al peaje infernal y más para las mujeres de Tijuana, barrera de supervivencia, convirtiendo el laberinto de la soledad de 1951 en narcodédalo de nuevos Templarios, con el mariachi de Los Tigres del Norte en la banda sonora de la serie Netflix.

Todo eso estaba latente siendo falena nocturna en aquel atardecer cervantino en el salón del IPA. El género de la novela caballeresca se travestía en modernidad, los cuerpos de Amadís y Gandalin se trocaban por los del caballero de la triste figura y su escudero rústico de bota de vino y refranes. En una escena fundadora de liberación donde, luego de singular batalla al descampado se trazan doce líneas de fuga de picaros, embustero, flojos de lengua, alcahuetes, burladores, chorizos y buscones reacios a rendir pleitesía a la dama del Toboso de existencia virtual, de la estirpe holograma de Lela Organa de Alderaan.

Visitantes II

Patrick Deville
UNA FOTO EN MONTEVIDEO
vida & muerte de Baltasar Brum
del libro
“La tentation des armes à feu”
Seuil, París, 2006.

Los primeros uruguayos que fuimos invitados a la Casa de Escritores y traductores de Saint-Nazaire éramos esperados en la estación de trenes por Christian Bouthemy y Nicasio Pereda San Martín; fue a partir del 2001 que Patrick Deville asumió la dirección literaria de la MEET. Asistí desde entonces a varios encuentros MEETING que se organizan cada año, publiqué textos ocasionales en la revista de la Casa y participé en varios proyectos por encargo. De Patrick sabía que era gran lector, estudió literatura comparada y filosofía en Nantes y era oriundo de Saint-Brevin-les-Pins sobre el estuario del Loira. Había leído algunos libros de su autoría de una primera etapa de narrador, cuando fuera publicado en Editions de Minuit. Lo sabía viajero persistente, conectando una red de autores de todo el planeta que se daban cita en la ciudad, mexicanos, turcos, irlandeses, chinos, españoles, estadounidenses y hasta uruguayos. Los encuentros literarios en la ciudad siempre fueron interesantes y uno se sentía a gusto. En esos primeros años del siglo yo no podía imaginar que Patrick estaba elaborando uno de los proyectos más ambiciosos de la literatura contemporánea francesa, que se fue precisando con tenacidad y recepción considerable desde el año 2004 y cuya última entrega es la novela “Fenua” del 2021.

El proyecto que guarda trazas de aprendizajes infantiles entre alienados y de la magia de la escritura lleva el nombre unificador de ABRACADABRA y consiste en un ciclo de doce novelas; como cada escritor en misión Patrick lleva en sí su propia comedia humana, un espejo que se pasea en las rutas del mundo y su búsqueda del tiempo perdido. El proyecto se inició con el título “Pura vida” (vida y muerte de William Walker) y ya lleva por el momento siete u ocho títulos; la traducción al castellano está siendo editada por Anagrama en Barcelona. Al comienzo fueron doce sitios el punto de partida, lugares del mundo designados por la curiosidad, zonas elegidas hace veinticinco años asumiendo la parte de subjetividad, destinaciones para incitar el viaje, explicar el pasado de la lengua francesa y proyectar quizá otras tantas vidas propias sobre el campo de los posibles. Dice Deville que se trata de “novelas sin ficción”, allí todo es real, verificable y la invención literaria surge de la construcción entre la parte y el todo, la organización narrativa de cada expedición, y claro la escritura durante el encierro de la redacción definitiva. Quizá por algo del azar la fecha repetida es el año 1860; el ciclo describe la historia del mundo desde ese año –año en que Charles Dickens comienza su “Grandes Esperanzas” y según el censo uruguayo Montevideo tenía una población de 57.913 habitantes- a través de giras mundiales en la cartografía de la colonia, la expedición del presente y el combustible interior: “Yo soy un escritor que viaja… yo viajo para escribir… yo no escribo sólo para viajar.” Patrick Deville es de la raza de los escritores viajeros e inscribió su proyecto en un dodecaedro narrativo, que evoca los dioses del Olimpo y los apóstoles de la buena nueva, los signos zodiacales escritos en las estrellas y las horas que en la plateada esfera del reloj cuando agonizan se niegan a pasar, los meses del año y el paso de las estaciones como ocurre en su admirado Virgilio.

En el año 2006 decide un alto en el camino y publica el libro “La tentación de las armas de fuego”, objetos determinantes que carga el Diablo en la literatura si recordamos a Larra, Pushkin, Quiroga, el estampido de Bruselas entre Rimbaud y Verlaine. De ese libro proviene el capítulo sobre el suicidio en Montevideo de Baltasar Brum que reproducimos en La Coquette, que él autorizó a publicar y le damos las gracias, por la ciudad, por ser el único escritor de lengua francesa que parece pertinente al Cabaret. Alguna de las reliquias que Patrick anda buscando por el mundo, seguro que siguen rondando en Montevideo, en la calle Tristán Narvaja partiendo del Sportman, los salones espectrales del Sorocabana o el puertito del Buceo; el viajero que huye tarde o temprano detiene su andar cantó Gardel y Chales Baudelaire lo dijo en Le voyage a su manera:

Etonnants voyageurs ! quelles nobles histoires
Nous lisons dans vos yeux profonds comme les mers !
Montrez-nous les écrins de vos riches mémoires,
Les bijoux merveilleux, faits d’astres et d’éthers.

LOS RÍOS FICTICIOS

La serie de los Capítulos Sueltos II
De la novela “El muro de Alicia Planck”
(capítulos 1 y 2)
mancha de tinta azul / ¡hola Max!

NOTAS, APOSTILLAS Y ANEXOS

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ARCHIVOS

El cazador Gracchus amarra en Montevideo, Mi primer Felisberto y El arte de comparar: bello como las rodillas de Isidore Ducasse (diario de las obras) / La primera Cartografía original / Biblioteca musical / Índice general de los años Uno y Dos de La Coquette / Fichero de las Bandas de Audio desde Abril 2020.

DUODÉCIMA Y ÚLTIMA BANDA DE AUDIO: HOMMAGE A LA COQUETTE

Jaime Roos / “Amor profundo” de Jaime Roos.

Alain Bashung / “Montevideo” de Alain Bashung,

Mauricio Ubal / “Una canción a Montevideo” de Mauricio Ubal.

Daniel Amaro, Joaquín Sabina / “A la ciudad de Montevideo” de Daniel Amaro.

Rina Ketty / “Montevideo” de H. Varna, Mac Cab y Boby Fisher.

Jorge Drexler / “Montevideo” de Jorge Drexler.

Leo Antunez / “Montevideo” de Leo Antúnez.

Ruben Rada / “La rada” de Ruben Rada.

Los Traidores / “La lluvia cae sobre Montevideo” de Alejando Bourdillón, Juan Casanova, Pablo Dana y Víctor Nattero.

Tabaré Cardozo / “Montevideo” de Tabaré Cardozo.

Romeo Gavioli / “Montevideo” de Romeo Gavioli.

Lira

¿Y si el alma fuera como música
y el cuerpo la lira?
Roto uno, la otra no existe
dice Simmias.
El silencio se hace en la celda.
Los discípulos callan, inquietos.
De aquel largo silencio, las olas
todavía salpican.

Circe Maia

Al final del corredor imperial había un reloj de agua, rojo, verde y dorado, templo al tiempo bordeado por centenares de pequeñas estatuas. ¿Te acuerdas? ¿De la mujer que escuchaba cada gota caer con impaciencia y lanzaba granos de arena al cielo creando las estrellas? Un poco más lejos, entre recuerdos nublados, ves frente al reloj de agua un altar de casi tres mil años de antigüedad, sobre el que reposa protegido y venerado el caparazón de una gran tortuga negra.

Se dice que cuando el emperador del cielo quiso proponerle a aquel anciano -uno que decían que era sabio y conocía el Tao- que se ocupara de llevar el reino él respondió: ¿ves aquella tortuga? Aquel caparazón vacío que veneras y cada uno de tus súbditos adorna con inciensos, flores de hibisco, peonias, lotos… Dime Emperador de los cielos: si la que fue tortuga pudiera hablar ¿elegiría permanecer sobre el altar durante tres milenios, respetada y adorada por todos o volver a arrastrar su cola por el lodo, comer briznas de hierba, mojar su cuerpo en el alma del río? Cuentan que el emperador no respondió y dándose la vuelta se retiró por el corredor, alejándose de la clepsidra que salpicaba impasible su canto antiguo.

La mujer que prendía estrellas se acercó al altar y ya habían desaparecido las personas de aquella celda ornada que llamaban palacio, como si no hubieran sido más que espejismos. Mirando al caparazón vacío recordó el día en que había visto a la tortuga por primera vez: era joven la civilización y viajaba el animal por el borde del Nilo, lejos al otro lado del mundo. Por aquel entonces vivía ella entre nebulosas y desde lo profundo del espacio, curiosa, dibujaba constelaciones. De todo lo que se movía sobre la tierra ella tomaba prestada la forma y esencia, y las tejía en el cielo convirtiéndolo poco a poco en espejo eterno del mundo. Inclinada sobre la realidad había llamado Sulafat a la tortuga que marchaba con parsimonia sobre la arena caliente y la había dibujado, sumando un punto en el firmamento. Su mirada atravesaba el tiempo como una aguja hecha de millones de reflejos; en ellos había visto que sería la tortuga misma un día parte de ella y ella parte de la tortuga, como un sistema o una leyenda que la permitiría escapar de aquel reino.

Ahora sonaba en la oscuridad el repiqueteo del reloj de agua y yacía inerte la que un día había sido Sulafat. Poco faltaba para que sus huesos fueran recogidos por los médicos del imperio celestial. El oráculo los alzaría sobre su cabeza dejando que el fuego iluminara la sala oscura, proyectando sombras espectrales sobre las doce paredes del templo. Al frente se encontraría el emperador y pronunciaría con lenta claridad la pregunta. El oráculo lanzaría a la hoguera el plastrón de la tortuga milenaria, que se resquebrajaría con el calor creando decenas de grietas y dirían ¡son troncos celestiales! ¡Ahí veo la respuesta! Los huesos serían desechados o guardados y cientos de años más tarde los encontrarían los operarios de una obra en Pekín, enterrados bajo montones de piedras. En la pausa del mediodía los pondrían sobre un palé de madera, sobre la acera donde pasarían ancianos, niños, gritos y pasos; el obrero acabaría de comer los fideos que trajo de su casa y limpiaría los huesos con el último trago de cerveza. Una mujer le diría, desde el otro lado de la calle, que aquellos huesos una vez molidos servían para curar la malaria y él los vendería por un yuan. Ella los llevaría a la farmacia de su hermana y ésta los guardaría en un cajón durante una semana. Entonces los compraría el asistente de Wang, aquel profesor de la Academia, quien antes de moler los huesos, descubriría la pregunta que formuló el emperador y la respuesta que había dado el fuego.

Ahora retumbaba cada gota de agua al romper el espejo y la mujer que tejía estrellas, con una mano frente a cada ojo precordaba el destino de la tortuga sagrada. Es que aquel día de hacía tanto tiempo, ella vio no uno sino dos futuros en la estela de un mismo ser, y en el lado opuesto de la vía láctea había arrojado otra hebra luminosa para dibujar de nuevo la tortuga que esta vez llamó Sheliak.

Sheliak no sería huesos sino caparazón, y poco faltaba para que se abrieran las puertas del palacio celestial y el Emperador acogiera a un viajero de zapatos alados. En silencio absoluto, Mercurio avanzaría por el corredor imperial hasta el reloj de agua y en la superficie vería reflejadas las estrellas, en las estrellas vería reflejadas las tortugas y en las tortugas sus huesos olvidados en algún rincón del templo, todavía humeantes. Al alejarse de la clepsidra le llamaría una voz apagada y una mujer hecha de luz le daría siete filamentos de fuego estelar, con los cuales él podría crear la mayor fuerza que existiría nunca. El viajero tomaría entonces las briznas de destello y el caparazón descuidado y alzaría el vuelo por alguna apertura del antiguo templo.

Tras mucho volar se detendría en unos campos de la cálida India siendo todavía noche y antes de que saliera el sol ataría un extremo de cada hilo a un lado del caparazón de Sheliak y el otro extremo de cada hilo en el otro lado y al sonar la primera nota de aquel instrumento se estremecerían los árboles, sus ramas y raíces en gestos profundos. Las olas se alzarían lejos en el mar, el viento soplaría, las nubes trepidarían, las rocas se sacudirían y aquella noche escucharían los humanos un sonido que parecería venido de las estrellas. Ellos señalarían allá mismo, donde la enviada de los cielos había colocado a ambas tortugas, y lo nombrarían Uttara Ashadha: vigesimoprimera constelación, escenario divino.

La tierra nunca habría oído música antes de aquel día, hechizada por los sonidos suaves llamaría al sol. El sol aparecería en el horizonte y le diría al viajero de zapatos alados: “Mercurio, entrégame aquello con lo que cautivas a todo lo innombrable, porque nadie puede sino yo poseer tal don, yo que hago crecer árboles con mis rayos y evaporo mares con mi fuego”. Mercurio inconsciente del poder que sostenía lo jugaría y perdería; más tarde lo perdería a su vez el sol y llegaría a manos de Orfeo, que moriría sin entender tampoco aquello que le fuera concedido.

Entonces Mercurio, arrepentido, volvería a la tumba de Orfeo tarde una noche. De la tumba sacaría el caparazón de música y volando lo devolvería al lugar de donde provenía. Al final del corredor imperial le estaría esperando ella, sujetando en alto uno de los huesos de Sulafat quemado por el oráculo. Sobre él estaría escrita la respuesta a una pregunta que no venía del emperador del cielo sino del cielo mismo. Una pregunta que había sido inspirada por el susurro de millones de estrellas reflejadas en la balsa de un reloj de agua, rojo, verde y dorado. ¿Te acuerdas? Decían: “¿cómo tener poder si uno ha perdido la fe?” y las llamas quebraron el hueso en forma de música.

Mercurio depositaría el caparazón en el altar y ella en su danza infinita convertiría el instrumento en estrellas y lo escondería para siempre en el cielo, hilado con los soles que fueron Sheliak y Sulafat, entrelazado con Uttara Ashadha y aquella constelación se llamaría Lira.

Ahora susurraban las gotas y la mujer cansada se apoyaba sobre el reloj de agua. Parecía que las estatuas la miraran, expectantes como rocas agujereadas por el viento; insufladas ellas de música acumulaban la tensión del momento eterno que pasó entre gota y gota. La segunda gota fue una lágrima, que ella dejó escapar al ver su rostro reflejado en la lisa superficie y más allá el cielo nocturno: la lira que tantos milenios tardó en ser creada y que ahora vivía en el vacío y callaba tímida.

Poco faltaba para que el mecanismo del reloj se colapsara sobre sí mismo, rompiendo la plataforma de centenares de estatuillas, uniéndose las miles de gotas en cataratas exaltadas que rápidamente se lanzarían al suelo del palacio, como un delfín que regresa al agua. Ella brillante e imperturbable se arrodillaría, hundiría un pie en aquel charco hecho de segundos que ya se habría convertido en océano y uniendo las manos recogería sus lágrimas. Luego las vertería sobre el mar, sobre la tierra y por encima de ella no habría ya techo sino cielo. Las figuras talladas de plomo y piedra, ahora humanas, la mirarían desde la orilla. Sería ella un titán, cuya silueta se recorta en el cielo crepuscular oscureciendo el sol y tornando visibles alrededor de su rostro una infinidad de galaxias.

Alguna niña se asomaría a la ventana de su casa y al verla magnífica en su semblante la recordaría durante toda su vida. Partiría a la lejana Italia y allí estudiaría lo oculto, lo extraño; más tarde crearía por encargo de algún noble una baraja de cartas que comunicaba con otros planos. En aquella baraja por fin le encontraría un lugar y de aquel mismo recuerdo la dibujaría tal como apareció siendo la estrella, arcano número diecisiete.

Liberada ahora del palacio, Vega, la última estrella, alzó el vuelo hacia el espacio y se asentó resplandeciente, alma de la Lira, estrella del verano y guía de navegantes. Completa por fin, faltaban catorce milenios para que fueras la constelación más brillante del firmamento, y entretanto sonabas, mecida por las corrientes del vacío. ¿Te acuerdas?

LE CIMETIÈRE MARIN (1)

Μή, φίλα ψυχά, βίον ἀθάνατον σπεῦδε, τὰν δ’ ἔμπρακτον ἄντλεῖ μαχανάν.

Pindare, Pythiques, III.

Ese techo tranquilo, donde caminan las palomas,
Entre los pinos palpita, entre las tumbas;
Mediodía el justo ahí compone de fuegos
El mar, el mar, siempre recomenzado!
Oh recompensa después de un pensamiento
Una mirada extensa sobre la calma de los dioses!

Qué puro trabajo de finos destellos consume
Disperso diamante de imperceptible espuma,
Y qué paz parece concebirse!
Cuando sobre el abismo un sol se reposa,
Obras puras de una eterna causa,
El Tiempo centellea y el Sueño es saber.

Estable tesoro, templo simple a Minerva,
Masa de calma, y visible reserva,
Agua altanera, Ojo que guardas en ti
Tanto sueño bajo un velo de llama,
Oh mi silencio!… Edificio en el alma,
Pero cúspide de oro de mil tejas, Techo!

Templo de Tiempos, que un solo suspiro resume,
A ese punto puro yo subo y me acostumbro,
Todo rodeado de mi mirar marino;
Y como a los dioses mi ofrenda suprema,
El centelleo sereno siembra
Sobre la altitud un desdén soberano.

Como el fruto se funde en placer,
Como en delicia él cambia su ausencia
En una boca donde su forma se deshace,
Yo huelo aquí mi futura humareda,
Y el cielo canta al alma consumida
La mutación de las orillas en rumor.

Bello cielo, verdadero cielo, mírame a mí que cambio!
Después de tanto orgullo, luego de tanta extrañeza
Ociosidad, pero con plenos poderes,
Yo me abandono a ese brillante espacio,
Sobre las casas de los muertos mi sombra pasa
Que me aquieta a su delicado movimiento.

El alma expuesta a las antorchas del solsticio,
Yo te sostengo, admirable justicia
De la luz con las armas despiadadas!
Yo te reintegro pura a tu sitial primero:
Mírate!… Pero reintegrar la luz
Supone de sombra una triste mitad.

Oh por mí solo, a mí solo, en mí mismo,
Cerca de un corazón, de las fuentes del poema,
Entre el vacío y el acontecimiento puro,
Yo espero el eco de mi grandeza interna,
Amarga, sombría, y sonora cisterna,
Sonando en el alma un hueco siempre futuro!

Sabes tú, falsa cautiva de los follajes,
Golfo devorador de esos magros enrejados,
Sobre mis ojos cerrados, secretos deslumbrantes,
Qué cuerpo me arrastra a su final perezoso,
Qué frente lo atrae a esta tierra de huesos?
Un destello ahí piensa en mis ausentes.

Cerrado, sagrado, lleno de un fuego sin materia,
Fragmento terrestre dado a la luz,
Ese lugar me agrada, dominado de antorchas,
Compuesto de oro, de piedra y de árboles sombríos,
Donde tanto mármol está temblando sobre tantas sombras;
El mar fiel allí duerme sobre mis tumbas!

Perra espléndida, deshazte del idólatra!
Cuando, solitario con sonrisa de pastor,
Yo paciendo paciente, corderos misteriosos,
La blanca manada de mis tranquilas tumbas,
Aléjalas las prudentes palomas,
Los sueños vanos, los ángeles curiosos!

Habiendo aquí llegado, el futuro es pereza.
El insecto neto rasca la sequía;
Todo está quemado, vencido, recibido en el aire
Ah yo no sé cuál severa esencia…
La vida es vasta, siendo libre de ausencia,
Y la amargura es dulce, y el espíritu claro.

Los muertos ocultos están bien en esta tierra
Que los calienta y seca su misterio.
Mediodía allá arriba, Mediodía sin movimiento
En sí se piensa y conviene a sí mismo…
Cabeza completa y perfecta diadema,
Yo soy en ti el secreto cambio.

Tú me tienes sólo a mi para contener tus temores!
Mis arrepentimientos, mis dudas, mis mandatos
Son el defecto de tu gran diamante…
Pero en su noche tan cargada de mármoles,
Un pueblo errante en las raíces de los árboles
Ha tomado ya tu partido lentamente.

Ellos han fundido en una ausencia espesa,
La arcilla roja ha bebido la blanca especie,
El don de vivir ha pasado a las flores!
Dónde están de los muertos las frases familiares,
El arte personal, las almas singulares?
La larva hila donde se formaban los llantos.

Los gritos agudos de las muchachas cosquilleadas,
Los ojos, los dientes, los párpados mojados,
El seno encantador que juega con el fuego,
La sangre que brilla en labios que se rinden,
Los últimos dones, los dedos que los defienden,
Todo irá bajo tierra y entra en el juego!

Y tú, alma generosa, aguardas tú un sueño
Que no tendrá ya más esos colores de mentira
Qué a los ojos carnales la onda y el oro dan aquí?
Cantarás tú cuando seas vaporosa?
Vamos! Todo huye! Mi presencia es porosa,
La santa impaciencia también muere!

Magra inmortalidad negra y dorada,
Consolación horrorosamente laureada,
Que de la muerte hace un seno materno,
La bella mentira y la piadosa astucia!
Que no conoce, y que no los rechaza,
Ese cráneo vacío y ese reír eterno!

Padres profundos, cabezas inhabitadas,
Que bajo el peso de tantas paladas,
Eres la tierra y confundes nuestros pasos,
El verdadero roedor, el gusano irrefutable
No es nada para ti que duermes bajo la mesa,
Él vive de vida, él no me abandona!

Amor, pudiera ser, o de mí mismo odio?
Su diente secreto está tan cerca mío
Que todos los nombres le pueden convenir!
Qué importa! Él ve, él quiere, él piensa, él toca!
Mi carne le gusta, y hasta sobre mi cobertura,
A ese viviente yo vivo de pertenecer!

Zenón! Cruel Zenón! Zenón de Elea!
Tú me atravesaste con esa flecha alada
Que vibra, vuela, y que tampoco vuela!
El sonido me engendra y la flecha me mata!
Ah! el sol… Qué sombra de tortuga
Para el alma, Aquiles inmóvil a pasos enormes!

No, no!… De pie! En la era sucesiva!
Quiebra, mi cuerpo, esta forma pensada!
Bebe, mi seno, el nacimiento del viento!
Una Brisa, exhalada desde el mar,
Me devuelve mi alma… Oh potencia salada!
Corramos en la onda resurgiendo viviente!

Sí! Extenso mar de delirios dotado,
Piel de pantera y clámide agujereada
De mil y mil ídolos del sol,
Hydra absoluta, ebria de tu carne azul,
Que te remuerde la centelleante cola
En un tumulto similar al silencio,

El viento se levanta!… Hay que intentar vivir!
El aire inmenso abre y cierra mi libro,
La ola polvorienta osa surgir de entre las rocas!
Emprendan vuelo, páginas deslumbradas!
Rompan, olas! Rompan de aguas regocijadas
Ese techo tranquilo donde picotean los foques!

(1)

Le cimetière marin es un recordado poema de Paul Valèry compuesto de veinticuatro estrofas, publicado por primera vez en 1920 y definido como una meditación metafísica. La epifanía de la palabra poética es la situación real del escritor en el mundo concreto y esa circunstancia; un mediodía en el cementerio de Sete, la conciencia observa por delante el Mare Nostrum y se siente rodeado por los muertos en sus tumbas. Ello inicia el movimiento de sentidos y pensamiento, primero el agitar incesante del Mediterráneo, luego el recuerdo de la propia conciencia ante ese espectáculo de uno que además de pensarse se sabe apenas de paso existiendo en el tiempo. La ilusión del pensamiento se coteja a la densidad de la vida concreta en esa misma hora de coincidencias y pensarla presupone considerar a la muerte, también las opciones del después. En dicha encrucijada, el autor de Monsieur Teste reniega de la ilusión sobre la inmortalidad del alma que puede volverse un consuelo teológico que distrae de lo esencial. Ante un eventual fusionarse en una totalidad improbable, opta por la vida sensual reivindicando la fuerza de los sentidos, asumiendo la descomposición de la carne; al hipnotismo de las paradojas presocráticas Valèry le opone la vitalidad de este mismo poema, pensado antes de escribir, escrito partiendo de un recuerdo  de mediodía entre las tumbas.

La cita inicial de Píndaro tiene una versión tradicional que propuso Aimé Puech en 1921: “oh, mi alma, no aspires a la vida inmortal, pero agota el campo de lo posible.” Más cerca nuestro, el helenista Alain Frontier avanza ciertos reparos a la traducción citada y se inclina por una lección que diría, aproximadamente: oh, mi alma, cesa de aspirar a la vida inmortal, pero agota los recursos técnicos de los humanos.

Informe sobre el Odradek

“Algunos dicen que la palabra “odradek” precede del esloveno, y sobre esta base tratan de establecer su etimología.  Otros, en cambio, creen que es de origen alemán, con alguna influencia del esloveno. Pero la incertidumbre de ambos supuestos despierta la sospecha de que ninguno de los dos sea correcto, sobre todo porque no ayudan a determinar el sentido de esa palabra.” Con esta frase da comienzo Franz Kafka a Las preocupaciones de un padre de familia un relato del año 1919.

En ese cuento se describe al odradek de la siguiente manera: “A primera vista tiene el aspecto de un carrete de hilo en forma de estrella plana. Parece cubierto de hilo, pero más bien se trata de pedazos de hilo, de los tipos y colores más diversos, anudados o apelmazados entre sí; pero no es únicamente un carrete de hilo, pues de su centro emerge un pequeño palito, al que está fijado otro, en ángulo recto. Con ayuda de este último, por un lado, y con una especie de prolongación que tiene uno de los radios, por el otro, el conjunto puede sostenerse como sobre dos patas.”

En Death Stranding (8 de noviembre de 2019, un siglo después de FK, diseñado por el japonés Hideo Kojima: videojuego donde, luego de un cataclismo devastador, criaturas hostiles y destructoras recorren los Estados Unidos) el odradek solo puede funcionar a pleno rendimiento en combinación con BB, un bebé. Para entender lo que es realmente el odradek es primordial entender que, tanto en el cuento como en el videojuego el odradek supone una dualidad: criatura y objeto.

En el cuento Kafka se refiere al odradek en algunos casos como él y en otros como eso. En base a esto separaré la descripción del odradek en dos categorías: la criatura y el objeto. Cuando se trate del odradek de Kafka (en adelante denominado OFK) escogeré frases extraídas del cuento; cuando se trate del odradek de Kojima (en adelante denominado OHK) apelaré a frases del cuento de Kafka que describan lo más fielmente posible al odradek del videojuego.

Más adelante en el texto avanzaré otras características pertinentes del odradek mediante descripciones sacadas del videojuego; utilizaré este método acaso arbitrario para desentrañar con precisión aquello que, en la vida real, podría describirse usando frases resultantes de ambos formatos, con la perspectiva de identificar a la entidad-objeto anómala que ha recibido -en dos ocasiones mayores- el nombre odradek.

*

OFK

la Criatura

 “esta criatura.” / “es muy movedizo.” / “A veces no se deja ver durante varios meses […] pero siempre vuelve.” / “Uno siente la tentación de creer que esta criatura tuvo, tiempo atrás, una figura más razonable y ahora está rota. Pero éste no parece ser el caso.” / “como es tan pequeño, uno lo trata como si fuera un niño.” / “dice y se ríe. Es una risa como la que se podría producir si no se tuvieran pulmones.” / “No parece que haga mal a nadie; pero casi me resulta dolorosa la idea de que me pueda sobrevivir.”

Conversación ocasional entre OFK y el personaje principal:

P: “¿Cómo te llamas?”
OFK: “Odradek.”
P: “¿Y dónde vives?”
OFK: “Domicilio indeterminado.”

OFK

el Objeto

“aunque el conjunto es absurdo, parece completo en sí.” / “tiene el aspecto de un carrete de hilo en forma de estrella plana.” / “Pero no es únicamente un carrete de hilo.” / “Habita alternativamente bajo la techumbre, en escalera, en los pasillos y en el zaguán.”  / “Parece cubierto de hilo, pero más bien se trata de pedazos de hilo, de los tipos y colores más diversos, anudados o apelmazados entre sí.” / “A veces, cuando uno sale por la puerta, lo descubre arrimado a la baranda, al pie de la escalera.” / “¿Acaso rodará algún día por la escalera, arrastrando unos hilos ante los pies de mis hijos y de los hijos de mis hijos?”

*

En la wiki de Fandom del videojuego Death Stranding la definición del odradek es la siguiente: “El odradek es una herramienta que sirve como radar de tierra y sensor de Entes Varados (EV).  Se equipa automáticamente sobre el hombro izquierdo al inicio del juego y permite reconocer varias cosas que se encuentran en el terreno alrededor del jugador. Una vez conectado al BB permite reconocer la ubicación de los EV; se puede usar conectado al BB o sin estarlo.” En Death Stranding existe la importancia añadida del BB, que consolida el argumento a favor de un odradek dual, parte objeto y parte criatura.

OHK

la Criatura

Características extraídas de Las preocupaciones de un padre de familia:

“esta criatura.” (el BB)

“A veces no se deja ver durante varios meses […] pero siempre vuelve.” (Autotoxemia: en el videojuego el BB puede padecer autotoxemia y desactivarse su vínculo con el odradek, pero siempre se recupera.)

“Uno siente la tentación de creer que esta criatura tuvo, tiempo atrás, una figura más razonable y ahora está rota; pero éste no parece ser el caso.” (Sería, en el caso del videojuego todo lo contrario: se trata de una criatura que tendrá, en el futuro, una figura más razonable, pero de momento es solo un bebé.)

“como es tan pequeño, uno lo trata como si fuera un niño.”

“dice y se ríe. Es una risa como la que se podría producir si no se tuvieran pulmones.”

“No parece que haga mal a nadie; pero casi me resulta dolorosa la idea de que me pueda sobrevivir.” (Como sería la percepción que cualquiera podría tener respecto a un bebé, desde un punto de vista existencial.)

Hechos basados exclusivamente en Death Stranding descritos de la manera la más objetiva posible y acaso sin conseguirlo:

La criatura puede ver entes invisibles. / Cuando se conectan objeto y criatura, el portador puede ver a los entes invisibles. / La criatura no se hace mayor. / La criatura está contenida dentro de un receptáculo. / La criatura permanece conectada al objeto mediante un cable o tubo. / La criatura deja de funcionar en situaciones de estrés físico o emocional. / La criatura se coloca encima del corazón del portador.

OHK

el Objeto

Características extraídas de Las preocupaciones de un padre de familia:

“en forma de estrella plana.”

“de su centro emerge un pequeño palito, al que está fijado otro, en ángulo recto.”

“Con ayuda de este último, […] el conjunto puede sostenerse.”

“aunque el conjunto es absurdo, parece completo en sí.”

“Uno siente la tentación de creer que […] tuvo, tiempo atrás, una figura más razonable y que ahora está rota. Pero éste no parece ser el caso.” (La forma del odradek en el videojuego es extraña y parece mal articulado, pero no es el caso.) 

“Pero no es únicamente un carrete de hilo.” (No en sí, pero cuando Sam Porter Bridges, el protagonista del juego, activa el odradek, puede evitar ser atrapado por los EV.)

“A veces, cuando uno sale por la puerta, lo descubre arrimado a la baranda.”

Hechos basados exclusivamente en Death Stranding descritos de la manera más objetiva posible, al menos en la intención:

Se coloca detrás del portador de tal manera que éste nunca lo ve. / Cuando se activa se posiciona detrás de la cabeza del portador. / Ilumina lo que está por delante (tiene una funcionalidad de linterna). / Puede escanear los alrededores en busca de cosas importantes o cosas dejadas por otros jugadores. / Puede escanear los alrededores en busca de amenazas. / Se activa en la proximidad de entes invisibles.

Al final de la doble aventura, ¿qué viene a ser, entonces, el Odradek?

EL ODRADEK EN LA VIDA REAL

el Objeto

Hechos verificados en los textos de Franz Kafka y una vez el juego activado de Death Stranding

Descripción general: el Juguete

Habita alternativamente bajo la techumbre, en escalera, en los pasillos y en el zaguán; a veces no se deja ver durante varios meses, como si se hubiese ido a otras casas, pero siempre vuelve a la nuestra.

Odradek depende del contexto: el Juguete Viejo

En el cuento de Kafka, se percibe al Odradek desde el punto de vista del adulto: “se trata de pedazos de hilo, de los tipos y colores más diversos, anudados o apelmazados entre sí.” (Cualquier juguete es intrínsecamente viejo para un adulto)

Descripción del objeto: el Viejo Yoyó / Peonza / Diábolo / Giroscopio

Imágenes de referencia:

“se trata de pedazos de hilo, de los tipos y colores más diversos, anudados o apelmazados entre sí.”

“A primera vista tiene el aspecto de un carrete de hilo […] parece cubierto de hilo.”

El usuario permanece conectado al objeto mediante un cable. El dispositivo generalmente permanece en su posición guardada a menos que se active manualmente. A veces se va, pero siempre vuelve: es la función principal del yoyó.

“Es muy movedizo.” 

“aunque el conjunto es absurdo, parece completo en sí.”

“Pero no es únicamente un carrete de hilo.”

“no se deja atrapar.”

Otras características a considerar

Los adultos no quieren entender los juguetes, pero todos los entendieron alguna vez. / Un juguete es inútil pero atemporal. / Este tipo de juguetes requieren una gran habilidad para dominarlos, pero los niños suelen jugar con ellos. / Este tipo de juguetes tienen que ver con el movimiento, el movimiento circular (concentración) y el equilibrio cuando están en movimiento.

EL ODRADEK EN LA VIDA REAL

la Criatura

Hechos tal como aparecen en Franz Kafka y Death Stranding.

Descripción general: El Alma / Conciencia / Yo Interior

“No parece que haga mal a nadie; pero casi me resulta dolorosa la idea de que me pueda sobrevivir.” (Esto no es así, pero su contraposición sí: la idea de que el alma no nos vaya a sobrevivir puede resultar dolorosa.)

“Es tan pequeño.” (El alma es inconmensurable porque es infinitamente pequeña e infinitamente grande.)

“dice y se ríe. Es una risa como la que se podría producir si no se tuvieran pulmones.” (Pienso, luego existo. El alma piensa y habla, articulamos los pensamientos a través del soplo.)

 “aunque el conjunto es absurdo, parece completo en sí.”

“es muy movedizo y no se deja atrapar.”

“A veces, cuando uno sale por la puerta, lo descubre arrimado a la baranda.” (¿he cogido las llaves?)

“Habita alternativamente bajo la techumbre, en escalera, en los pasillos y en el zaguán.” (Todos no-lugares, donde los pensamientos reprimidos persisten.) La criatura no se hace mayor. La criatura está contenida dentro de un receptáculo (el alma dentro del cuerpo.)La criatura deja de funcionar en situaciones de estrés físico o emocional. La criatura se coloca encima del corazón del portador: el alma responde a las emociones, que están relacionadas simbólicamente con el corazón. Cuando se activa, se posiciona detrás de la cabeza del portador: la conciencia responde al pensamiento, que se relaciona con la cabeza. Se coloca detrás del portador, de tal manera que éste nunca lo ve: no puedo ver mi alma en un espejo, solo la puedo ver mirando hacia dentro.

Odradek depende del contexto: Vieja Alma, Sabiduría frente a Impulso Sexual, Miedo al Tiempo y a la Muerte

Ilumina lo que está por venir. Puede escanear los alrededores en busca de cosas importantes o cosas dejadas por otros jugadores.

“de su centro emerge un pequeño palito, al que está fijado otro, en ángulo recto.” (Palitos: el palito que junta ambas partes del yoyó o diábolo sólo es visible cuando se rompe.)

“Con ayuda de este último, […] el conjunto puede sostenerse.” (Idem) Puede escanear los alrededores en busca de amenazas.

Inocencia, Emoción, Imaginación, Creatividad, Niño Interior frente a Objetivación e Ignorancia

“aunque el conjunto es absurdo, parece completo en sí.” (El niño interior es atemporal.)

“es muy movedizo y no se deja atrapar.”

“Habita alternativamente bajo la techumbre, en escalera, en los pasillos y en el zaguán.”

“A veces no se deja ver durante varios meses, como si se hubiese ido a otras casas, pero siempre vuelve a la nuestra.” (Creatividad bloqueada, inocencia perdida, corazón roto.)

“esta criatura tuvo, tiempo atrás, una figura más razonable.”

“Es muy movedizo.” (Emoción)

“A veces no se deja ver durante varios meses, […] pero siempre vuelve.”

“Uno siente la tentación de creer que esta criatura tuvo, tiempo atrás, una figura más razonable y que ahora está rota. Pero éste no parece ser el caso.” (De nuevo, porque lo contrario es cierto. El niño existe antes que el adulto. No está roto sino inacabado.)

“como es tan pequeño, uno lo trata como si fuera un niño.”

“dice y se ríe. Es una risa como la que se podría producir si no se tuvieran pulmones.” (Lenguaje emocional)

“¿Acaso rodará algún día por la escalera, arrastrando unos hilos ante los pies de mis hijos y de los hijos de mis hijos?” La criatura puede ver entes invisibles: sólo interactuamos con seres imaginarios a través de la imaginación. La criatura no se hace mayor. La criatura está contenida dentro de un receptáculo: restricciones de la vida y la sociedad. La criatura permanece conectada al objeto mediante un cable o tubo: cordón umbilical, venas, arterias, receptores. La criatura deja de funcionar en situaciones de estrés físico o emocional: colapso emocional.La criatura se coloca encima del corazón del portador: respuesta emocional.Se activa en la proximidad de entes invisibles: cuando vamos al cine o leemos un libro, o cuando jugamos un videojuego, nuestro niño interior se activa para que podamos ver todo lo imaginario e interactuar con ello.)

CONCLUSIÓN Y GAME OVER

Para concluir vuelvo a citar a Franz Kafka con una pequeña variación mutante: “Algunos dicen que la palabra “odradek” la inventó Kafka, y sobre esta base tratan de establecer su etimología. Otros, en cambio, creen que la inventó Kojima, con alguna influencia de Kafka. Pero la incertidumbre de ambos supuestos despierta la sospecha de que ninguno de los dos sea correcto, sobre todo porque no ayudan a determinar el sentido de esa palabra.”

El mandato de los artistas es expresar verdades que se ocultan en el centro mismo de la existencia y sólo pueden ser captadas sin ser definidas. Cada idioma utiliza diferentes sonidos para referirse a un mismo concepto y cada artista utiliza diferentes herramientas para expresar una misma idea; sólo traduciendo el resultado final a su esencia misma, a sus partes y roles, apariencia y comportamiento, puedo tratar de ver qué refleja, cuál fue el rayo de luz que atravesó el prisma primordial.

Al igual que los EV estas preguntas existenciales acechan en las sombras de los días lluviosos y empujan a nuestra sociedad hacia un futuro sin dirección ni significado. Solo la imaginación y la creatividad implantando emoción y juego, movimiento y rapidez pueden ayudarnos a hacer frente a estos monstruos invisibles. Aunque no podremos acabar con ellos cada vez que se ponga a llover podremos verlos por lo que realmente son: restos de miedos ajenos atrapados en otros miedos que a su vez ya acechaban mucho antes de que nacieran.

En la Historia de Kafka el acto de Creación (paternidad) hace que el personaje vislumbre su propia alma reflejada en un viejo juguete que ya no entiende. En el videojuego de Kojima, el protagonista Sam Porter Bridges a su vez vislumbra su propia infancia y comprende su papel en el mundo, el núcleo de su existencia a través de la combinación BB – Odradek: toma el juguete y comienza a jugar. Primero piensa: Ah! esto es lo que se debe sentir siendo un niño sin entender el juguete y luego recuerda que una vez fue un niño; no está haciendo ver que es un niño sino que ya lo era y lo sigue siendo.

Este es el poder de los objetos que hemos llegado a llamar Odradek: la madalena de Proust, anillos de Narnia, la alcantarilla y el conejo de Alicia, el espejo y la píldora de Matrix, las varitas mágicas, el arma interdimensional de Rick, la Fuerza y los sables de luz y Jumanji. Lo llamen como lo llamen, está ahí, el arma más poderosa de la ficción: la creatividad misma.

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Diciembre 2022

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EL CLUB DE LOS NARRADORES

“El submarino Peral”

VISITANTES I

Marita Ferraro Scot

“Nunca más tacones altos”
(tres Jornadas)

Marita Ferraro es una gran conocedora de la literatura uruguaya contemporánea y su novela tiene en cada una de las trece jornadas que la componen (adelantamos tres en La Coquette) huellas emotivas de ese itinerario. Testimonio personal del cruce siempre áspero de la historia del país con la ficción, desde “El combate de la tapera” hasta “La Mansión del Tirano”. Formé parte del tribunal cuando ella defendió en la Universidad de Grenoble -bajo la dirección de Michel Lafon- su tesis sobre la escritura colectiva en la novela “La muerte hace buena letra” (1993) que coordinó Omar Prego. Su novela “Nunca más tacones altos” editada por Antonio Cuesta en el sello Dyskolo, es a la vez homenaje nostálgico y despedida de su otra vida universitaria en los Alpes franceses. Marita la autora de una última vuelta de tuerca y Amalia la narradora protagonista, marchan ambas tras fantasmas doppelgänger del escritor uruguayo olvidado, que son el otro y el mismo. El de Ferraro se apellidaba Govoni y Tagoni el de Amalia, los dos se llaman Sergio, tuvieron una primera esposa actriz suicida y una segunda mujer que los abandonó por un deportista, ambos publicaron en 1967 una novela titulada “Crónica de la muchacha” y murieron en 1991 en extrañas circunstancias. Hay una diferencia: Govoni terminó sus días cerca de la rueda gigante del Parque Rodó, donde un linyera encontró un par de zapatos rojos con presilla y de tacones altos; Tagoni es invocado por Norah Giraldi -la alumna de piano de Felisberto Hernández- que escribió lo que sigue especialmente para esta ocasión.

*

Nunca más tacones altos, título de la novela de Marita Ferrado Scot publicada en España por Ediciones Dyskolo (2021), ha llegado en este año a los lectores uruguayos. Una obra de madurez y una escritura que se prepara desde hace muchos años atrás, en un crisol de recuerdos, heridas sin curar que afloran en el presente de la escritura y forman parte de las historias que cuenta en su diario Amalia, la estudiante francesa protagonista de la novela, que llega a Montevideo en busca de datos para su investigación sobre Sergio Tagoni, un escritor uruguayo fallecido en 1991, tema que debe tratar en su tesina. La protagonista se confía en el cuaderno que le sirve de diario y lo va escribiendo como modo de acompañarse y registrar acontecimientos durante su viaje de 13 días a Montevideo. Este diario compone la mayor parte del relato y va tomando la forma de testimonio sobre la Montevideo reciente, labrado de dudas y descubrimientos que, por el azar de los encuentros, ella consigue obtener. El otro texto que compone el relato tiene la forma de dos cartas escritas muchos años antes de que este viaje se realice y un testimonio.

Estos otros discursos pertenecen a otra voz, la de una mujer de otra generación ausente del relato y de quien Amalia, que recibe estas cartas y el testimonio en un episodio que anuncia el desenlace de la novela, no logra descifrar el nombre que aparece en las cartas; esa persona es uruguaya y se exilió en Francia después de haber estado presa y haber sido torturada en dictadura. Los destinatarios de esas cartas y el testimonio de lo que vivió esta mujer como víctima de la represión son dos personas diferentes. Las cartas están destinadas a una amiga de juventud que sigue viviendo en Montevideo y el testimonio se dirige al profesor de literatura que tuvo en el Liceo. El testimonio fue escrito ya instalada en Francia, mucho después de los acontecimientos de la década aciaga del 70 que llevaron al exilio a esta mujer y a su familia. El testimonio de la mujer joven describe los vejámenes de los que fue víctima, se trata de un sinfín de maltratos y abusos perpetrados por los responsables de la dictadura cívico militar en Uruguay; estos textos finales son la coda de este relato complejo y bien armado. El diario íntimo del comienzo se completa con este testimonio de esta otra mujer que, si bien cumple una función de tipo conclusivo abre pistas a la investigación de Amalia sin resolver del todo el enigma de la novela. Estas tres facetas del discurso narrativo -diario íntimo, correspondencia y testimonio- se asocian como dos caras de una misma realidad y abonan el interés de la novela de Marita Ferraro Scot al enfocar la realidad uruguaya de hoy con una mirada hacia el pasado, demostrando que sus huellas componen el presente y no han sido totalmente descifradas ni tomadas en cuenta.

En la primera parte de la novela el ambiente que se describe es el de estos últimos años, en los que las políticas practicadas inducen a que mucha gente olvide o enmascare lo ominoso de la historia de los “años de plomo” del Uruguay durante la dictadura cívico-militar y las Medidas prontas de seguridad que la precedieron. Esta parte es determinante; se centra en el descubrimiento que hace Amalia a través del espejo que significa su diario, donde va pautando sensaciones, impresiones y reflexiones a medida que descubre Montevideo, ciudad a la que llega con pocos datos sobre la realidad social y política, en parte adquiridos en el seno de su familia de origen uruguayo y otros en las clases que recibió en la Universidad. Las raíces y consecuencias del mal colectivo que vivió Uruguay hace más de 40 años, se van asociando a lo que cuenta de manera personal Amalia en su diario: el negativo de las dificultades para tener informaciones sobre Tagoni y su obra. El tema de su investigación le parece cada jornada más difícil de realizar; propuesto sin muchas indicaciones por su profesora americanista de la Universidad de Grenoble. Amalia se da cuenta al llegar a Montevideo que Tagoni es un autor desconocido y se pregunta por qué ha sido olvidado. La vida enigmática de este escritor desaparecido de los circuitos de difusión que se describen en la novela, como la Biblioteca Nacional, librerías de viejo, la Feria de Tristán Narvaja y los centros de estudios, forman episodios narrativos que se suman y ayudan a entender las dificultades de Amalia. No sin ironía, Marita Ferraro Scot pauta este vía crucis de la estudiante frente al desconcierto de no encontrar datos sobre Tagoni y la búsqueda que ella hace para obtenerlos; son los encuentros azarosos que lo consiguen y permiten dilucidar parcialmente lo que busca y así iniciar su trabajo. Los recorridos rizomáticos que hace por Montevideo para conseguir datos sobre Tagoni en los pocos días que está en la ciudad la llevan a conocer barrios, lugares y monumentos que había oído mencionar en boca de su abuela y su madre, exiliadas en Francia. Las informaciones o comentarios que se trasmiten a los más jóvenes de la familia no cubren la realidad vivida, dejando agujeros por los olvidos o lo que no se puede llegar a decir, los non-dits que, en contados casos, afloran del inconsciente.

Una pieza importante en la trama novelesca son los personajes que Amalia va encontrando; representan modos diferentes de ver la realidad actual, compuesta también por las heridas que deja lo siniestro del pasado en la historia reciente, y proporcionan indicios a Amalia que la llevan a descubrir parte del enigma. Con estos personajes se conforma la cartografía que Amalia quiere formar de Montevideo, le servirá para comprender por qué Tagoni fue olvidado a sabiendas y en su familia mucho queda sin decir del pasado montevideano. Ella descubre Montevideo, el centro de la ciudad, la Ciudad vieja, Pocitos, suburbios habitados por gente humilde, como Nuevo París; vive una especie de ensoñación con el río Santa Lucía y el proyecto comunitario que se realiza en el pueblo de mismo nombre. Amalia se relaciona con dos estudiantes y otras personas de diferentes medios; descubre paisajes y la sociedad montevideana fragmentada y empobrecida. Algunos personajes provienen de la realidad y son reconocibles aunque se omitan sus nombres, por la profesión y otros detalles que se mencionan, como la impresionante biblioteca de Juan Flo cuyo nombre se adivina en la novela. Gracias a Miguel que la introduce en la casa del filósofo, Amalia encuentra en esa biblioteca el único ejemplar que parece existir de “Muchachas”, la novela de Tagoni.

La última parte de la novela cambia de tono; es el testimonio de esa muchacha víctima de los desmanes, brutalidades y abusos que se perpetraron durante la dictadura en los años 70 y que la novela revela como un posible nudo que al desatarse, daría sentido a la investigación que Amalia deberá retomar cuando vuelva a Francia, en relación con Sergio Tagoni y su obra para dar contenido a su tesina. La novela logra conjugar esas dos partes mediante un encadenamiento de situaciones que tienen por eje personajes que Amalia encuentra a medida que pasan los días de su estadía en Montevideo. Los más citados, Sara y Miguel, son estudiantes y trabajan en el hotel en el que se instala Amalia; son sus guías y las pistas que le van dando, sobre todo Miguel estudiante de Historia, ayudan a que ella entienda los entretelones de la situación política actual, entre otros la impunidad de los crímenes cometidos en dictadura, a lo que la novela alude como cuestión que está siendo tratada por los equipos de historiadores de la Universidad. Tagoni, ese escritor olvidado que Amalia descubre, con sorpresa, que casi nadie conoce, cuyos libros desaparecieron de la Biblioteca Nacional y no se hallan en librerías de viejo, ni en la Feria de los domingos en Tristán Narvaja, es un eslabón en la cadena de cuestiones por resolver. Amalia regresa a Francia con cierta idea de Montevideo, su sociedad y cultura; con mucho por hacer y un sentimiento de malestar por sentirse estancada en el conocimiento sobre Tagoni. Al final de la novela se sugiere que los manuscritos que le entrega la tía de David a Amalia, son la fuente testimonial de la novela que escribió Tagoni y de la que obtuvo un ejemplar prestado por el filósofo. La anagnórisis de Amalia se cruza con la que Marita Ferraro Scot propone al lector como recurso para que descubra lo no resuelto sobre su identidad, pueda intervenir y reflexione -como lo hace la autora en su novela- sobre el momento aciago que vive la humanidad.

Norah Giraldi Dei Cas

Montevideo, diciembre 2022

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VISITANTES II

María del Carmen González de León

“El palimpsesto intencionado”
(el proyecto literario de Felisberto Hernández)
Palabras liminares / Introducción / Conclusiones

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Felisberto Hernández fue un hombre afortunado con las mujeres, ahí están las cartas recopiladas y publicadas hace unas semanas por Ignacio Bajter para probarlo. El escritor que fue considerado un marginal en el ecosistema literario intelectual del Uruguay de entonces, quizá mediante fórmulas alquímicas, la protección del niño Jesús de Praga, el sarcasmo de los críticos varones y el patrocinio de unas cuantas mujeres visionarias resultó ser el elegido del Canon. Norah Giraldi inició esa aventura bibliográfica (Felisberto Hernández: del creador al hombre / Ediciones de la Banda Oriental, 1975) cuyo último avatar es “El palimpsesto intencionado”. Su autora, María del Carmen González de León, nos permitió con enorme generosidad asomarnos al gabinete velado de su investigación: pasión de los orígenes, protocolos científicos, corpus de inéditos y conclusiones. Con FH sucede lo mismo que él escribió desde Treinta y Tres el primero de febrero de 1942. “Mi querida Amalia: De tantas cosas que contarte no sé por dónde empezar.”

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“¿Qué caminos podremos tomar, si no son los que nos abre (traza) la escritura?”

Francis Ponge

En algún patio de la entonces Facultad de Humanidades y Ciencias escuché la sugerencia: “Hay que leer a… Felisberto Hernández”.  Estábamos en dictadura, atrás había quedado el primer curso universitario dedicado a este autor por el profesor Roberto Ibáñez, pero tal vez flotaran ecos en los patios interiores del enorme y vetusto edificio de la esquina de Lindolfo Cuestas y Piedras, en la rambla portuaria de la Ciudad Vieja montevideana. En el origen de los tiempos personales con respecto a Felisberto Hernández, y a raíz de aquellos comentarios, está la lectura de “La casa inundada” en una de aquellas antologías de la década del setenta, La casa inundada y otros cuentos, de editorial Lumen (1975), en la que ocurre una maravillosa reunión: prólogo de Julio Cortázar, dibujos de Glauco Capozzoli y selección de Cristina Peri Rossi. Recuerdo exactamente el momento y lugar en que leí el relato. En el verano de 1982, en el mítico Cabo Polonio de la costa rochense, leía al resguardo del sol calcinante de enero. La vista oscilante del mar a la página y de esta al mar, con escasa concentración como en toda lectura de veraniega tenía dificultades para asumir el sentido de aquella inundación del texto.  Todavía no sabía, en aquel remoto entonces, que el escritor estaba incluido en la categoría de raro, outsider o aquel que no somiglia a nessuno, según la conocida frase de Ítalo Calvino. Tampoco sabía que era el último texto escrito y reescrito por el autor.  Por buscar un origen podría decir que  “La casa inundada” es el Ur, de la investigación que culminó en El palimpsesto intencionado, aunque bien podría este prestigio tenerlo cualquiera de los fascinantes relatos que integraban las antologías a las que accedí, antes de leer la obra completa que por esos tiempos se estaba gestando, la de Arca-Calicanto: 1981-1983, que reprodujera, con alguna variante, los seis tomos en que la editorial Arca reuniera por primera vez la obra completa del autor que comenzó sus entregas al finalizar la década del sesenta y comienzo de los setenta. 

Lejos quedó esta historia de orígenes improbables que conforman el pensamiento mítico personal, pero me gusta creer que hubo un origen para estos veinte años de dedicación a la obra de Felisberto que incluyó el estudio de la recepción de sus contemporáneos en una tesis de maestría, publicada como Si el agua hablara en el 2011.  Cerrado el capítulo Felisberto, con miras al doctorado surge la oportunidad de trabajar con material original de este autor. Revisé el conjunto de manuscritos, borradores y textos preliminares, éditos e inéditos, ubicados en el repositorio de la SADIL, de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, donde habían recalado luego de un largo peregrinaje, como supe después. Con nula experticia en autógrafos la complejidad de ese archivo producía vértigo, mientras se ofrecía como territorio perfecto, inexplorado, para la realización de una tesis de doctorado. Concebí por entonces la idea de que el archivo había sido un accidente, algo azaroso que exigía un acto de elección libre, no podía dejar de lado a pesar de las resistencias a un tipo de trabajo engorroso al que habría que dedicar tiempo, esfuerzo y paciencia. El camino fue arduo. La familiarización con la grafía primero y con la escritura después, lo fue allanando. En el medio hubo desaciertos que enmendar, momentos de duda y parálisis, ante lo que se veía como interminable, frustrante, a veces, para una sola persona. Allí había material suficiente para un trabajo de exclusivo corte genetista, y a él circunscribir los afanes, pero estos tomaron el derrotero de encontrar en los distintos proyectos meta escriturales una línea que condujera a aquel primer impacto de orden subjetivo: las mujeres en los relatos de Felisberto como símbolos de un arte narrativo singular.

María del Carmen González de León

Montevideo, diciembre de 2022

LOS RÍOS FICTICIOS

La serie de los Capítulos Sueltos I

Episodio 8: menú degustación Okinawa

(de la novela “o pasado sin falta”)

NOTAS, APOSTILLAS Y ANEXOS

Comentarios actualizados a los contenidos

ARCHIVOS

El cazador Gracchus amarra en Montevideo y Mi primer Felisberto (diario de la obras) / La primera Cartografía original / Biblioteca musical / Índice general de los años Uno y Dos de La Coquette / Fichero de las Bandas de Audio desde Abril 2020.

UNDÉCIMA BANDA DE AUDIO DE LA COQUETTE

Salma Hayek, Tito & Tarántula / “After dark” de Tito Larriva y Steven Hufteler.

Richie Havens / “Tombstone blues” de Bob Dylan.

Carlos Lyra / “Influênce do Jazz” de Carlos Lyra.

Donald O’Connor / “Make ‘en laugh” de Arthur Freed y Herb Brown.

Eduardo Darnauchans / “Milonga de Manuel Flores” de J. L. Borges y E. Darnauchans

Pedrito Rico / “A tu vera” de Rafael de León y Juan Solano.

Stevie Wonder / “Lately” de Stevie Wonder.

Les Rita Mitsouko / “Marcia baila” de Catherine Ringer y Fréderic Chichin.

Lang Lang / sonata “Appassionata” (III alegro ma non troppo) de Ludwing van Beethoven.

Julio Sosa / “Qué me van a hablar de amor” de Héctor Stamponi y Homero Expósito.

Joe Pass / “The very thought of you” de Ray Noble.

La tentación des armes à feu

Seuil. Paris, 2006

1. UNA FOTO EN MONTEVIDEO

vida & muerte de Baltasar Brum

Si mi deseo se hastiara, o si de la compañía de mis compatriotas me llegara la nostalgia, yo emprendería simplemente la fuga, sin dudarlo.

Aldous Huxley

Ciertos libros -y puede que este- eligen ellos mismos el asilo de nuestras bibliotecas. Semidioses un poco fastidiosos, ellos son capaces entonces, para alcanzar sus fines, de manipular a los humanos y suscitar por nuestra cuenta esos azares que, en virtud de una suerte de acuerdo tácito, nosotros preferimos en general dejar bajo silencio: una joven inglesa, rubia y frágil, que yo había invitado a cenar una o dos veces el invierno pasado, me había acusado de jugar con ella a Después de los fuegos artificiales.

Yes! After the Firewoks!

Era la época cuando yo vivía la mayor parte del tiempo solo en una casa al borde del Atlántico. Ella había desembarcado en mi casa en L’Océan, una noche bien tarde y en su niebla de alcohol, se lanzó en una gesticulación alucinada durante la cual interpretó uno a uno los personajes de la novela, a lo que siguió un malhumor silencioso al límite de la postración, sentadita justo al borde de un sillón. Ella retorcía con los dedos sus cabellos rubios cortados corto, pasaba la punta de su lengua por la perla plateada del piercing de su labio superior, y fijaba el espacio del tapiz entre sus básquets. Yo jamás había leído Después de los fuegos artificiales, de la cual debo admitir que ignoraba incluso su existencia.

Varias semanas después de haber desaparecido, una noche ella me llamó desde Hamburgo, del fondo de su camerino de cantante en gira o de una institución médico psicológica, yo nunca terminé de comprenderlo bien. Siguiendo los consejos de un psicoterapeuta o enfermo mental, ella enumeró al teléfono una continuidad de coincidencias insensatas que en su delirio no eran tales, y probarían que yo jugaba con ella el mismo juego que el escritor Fanning con la heroína de Después de los fuegos artificiales, obra que ella decía haber sacado en préstamo por azar de la biblioteca londinense de su padre. Yo presentaba a sus ojos extraviados (y quizá también a los de su amigo, que yo imaginaba de blusa blanca y sentado junto a ella) la circunstancia definitivamente agravante de haber publicado, algunos años antes, una novela que había titulado El fuego artificial.

Yo le había asegurado por milésima vez no haber jamás leído la novela de Aldous Huxley y, al otro día, un librero me informó que la traducción francesa estaba agotada desde hace años.

Tres meses más tarde yo estaba en Montevideo, en julio de 1996 y caminaba por la rambla Francisco Lavalleja, con la vaga intención de enriquecer mi colección personal de cursos de agua y afluentes del Mundo. Yo observaba a mis pies los remolinos grisáceos del arroyo Miguelete donde se deslizaban las bolsas de plástico. Pensaba en otra muchacha, morocha esta vez, que en secreto yo llamaba la Gran Infanta de Castilla.

Por entonces nosotros vivíamos una pasión tan violenta y tan poco erótica que quizá pensábamos uno y otro no merecerla. Los días nos dejaban insatisfechos, durante los cuales nosotros no podíamos dejar de telefonearnos sin cesar, lanzarnos a las carreteras al volante para correr hasta juntarnos. Yo cerraba la puerta de un viejo Mercedes blanco como yo habría ensilado un caballo, y dejaba atrás la costa atlántica fustigando las riendas bajo la lluvia. Al rato yo era un oficial ruso uniformado para las grandes ocasiones que corría a encontrar alguna princesa. Era Mehmet II con veinte años, enhiesto sobre su corcel blanco, y atravesando las puertas de Bizancio vencida. A mi llamada, era evidente que nosotros no teníamos más nada para decirnos, sin ir más allá que mirarnos en silencio hasta el fondo de los ojos, como si fuéramos a jugar con el mentón agarrado al jugo del serio. Cada uno le reprochaba al otro haberle fusilado así la vida, de no estar a la altura de un amor que nos hacía picadillo a los dos, y entonces yo me fugué.

La había abandonado en Francia, en pleno verano, para ir a refugiarme en un invierno austral que parecía susceptible de refrescarme las ideas y convenir mejor a mi humor huraño. La víspera de mi partida, nosotros bebimos juntos un último trago en el casino de L’Océan, y yo me comprometí a no darle ninguna novedad antes del otoño en el hemisferio Norte, ni carta, ni teléfono y entonces luego veríamos.

De más está decir que, parado con mi abrigo de invierno y las manos en el fondo de los bolsillos, por encima de las aguas frías del arroyo Miguelete, en las cuales no consideraba especialmente precipitarme, yo me arrepentí en seguida de esa resolución. Y que quizá hubiera dado una de mis manos para poder, con la otra, acariciar sus largos cabellos largos y lisos, casi asiáticos.

A pesar de la inmensa belleza de las riberas del mundo, el esplendor de los ríos y los estuarios, uno puede sentir una ternura particular por el curso muy modesto del arroyo Miguelete. Tal vez porque es una historia simple y banal como una canción de amor realista, un bolero, que comienza bien y termina mal. El arroyo Miguelete tiene su fuente en el Norte de Montevideo, en la pampa uruguaya, cerca de Canelones.

Después de haber concienzudamente abrevado millones de vacas y regado millares de eucaliptus (que, en cinco años serán cortados en pequeñas astillas rojas, y crepitarán en la brasa de la leña, bajo la carne de esas mismas vacas en la parrilla), él se precipita con la impaciencia de un joven paisano en los arrabales de Montevideo, descubre aturdido los barrios de chapas y viejos neumáticos donde sobreviven algunos huertos, bordea como un cafishio el cementerio del Norte, antes de hacerse atrapar por los márgenes cimentados de la rambla Francisco Lavalleja, que dominan las casas de la calle Eusebio Valdenegro.

En los años treinta de este siglo, Baltasar Brum vivía en una de esas casas.

Yo había visto por primera vez, la víspera, en ese mes de julio de 1996, una fotografía de Baltasar Brum, en un pequeño marco de madera dorada, en el fondo de una casa de antigüedades de la calle Tristán Narvaja, donde paseaba mi aburrimiento como un perro demasiado fiel entre muebles polvorientos, fonógrafos con corneta y ventiladores eléctricos de los cuales tampoco tenía una necesidad inmediata Era una fotografía en blanco y negro del 31 de marzo de 1933. Mostraba a Baltasar Brum parado sobre el escalón de una puerta, los brazos extendidos a lo largo del cuerpo y con un revólver en cada mano.

Era una de esas puertas de las viejas casas montevideanas que permitirían el pasaje de un gaucho bien derechito montado a caballo y adornado con chambergo. Ella estaba sin duda cubierta de vidrios coloreados en abanico, en violetas y amarillos, que proyectaban por detrás, sobre el embaldosado del patio grandes trapecios de luz. La cara de Baltasar Brum, vuelta sobre el hombro izquierdo, daba a pensar que el fotógrafo en la tirada del negativo había suprimido un personaje próximo, quizá, una mujer, a la cual estaba dirigida esa mirada de amor desilusionado, nostálgico, la mirada apacible de alguien que va a meterse una bala en la cabeza en algunos instantes, ese 31 de marzo de 1933, y que nunca antes jamás se sintió tan vivo que en ese mismo segundo.

Baltasar Brum tenía por entonces cuarenta y nueve años.

El 31 de marzo, en Montevideo estaba siendo el final del verano. Las calandrias (Minus saturninus) cantaban en los plátanos rojizos alineados a lo largo de las calles.

Yo había subido los escalones hacia el aire libre. Y, algunas decenas de metros más lejos, ya había olvidado el comercio del entresuelo, los muebles amontonados y la fotografía, cuando encontré, en la mesa de un librero de segunda mano de la calle Colonia, un ejemplar muy viejo de Après le feu d’artifice de Aldous Huxley, traducido por Jean Ably, terminado de imprimir en Paris por Plon, en 1936.

Que un libro encuadernado en tal estado con el lomo deshecho, en lengua extranjera, el papel amarillento al borde de la descomposición, pudiera venderse aunque más no fuera a cinco pesos debería renovar la confianza en el oficio. El librero abrigado con una parka me había dado la mano calurosamente. De su sonrisa salía un vapor blanco en el aire helado.

Por primera vez después de meses, yo había pensado de nuevo en la joven inglesa frágil y su acusación delirante. Yo había puesto sin abrirlo el libro sobre un escritorio del apartamento que entonces ocupaba, en el barrio de Pocitos, en el cual los ventanales vidriados, del techo al piso, más allá de las palmeras de la rambla Perú, encuadraban las aguas grises y amarillas del Río de la Plata.

El azar de mis frecuentaciones de la época había hecho de ese departamento, que me habían prestado, en el pasaje Ponce de León, una verdadera armería, sobre la cual yo supuestamente estaba encargado de vigilar, revólveres y fusiles bien aceitados disimulados en el fondo de los placares. Algunas veces, de noche, sólo, cuando los ventanales vidriados se transformaban en espejo donde la luna del Hemisferio Sur crecía al revés, yo me tomaba por blanco de perfil, el brazo extendido, un riot gun en la mano, para un duelo imaginario.

Ese mediodía, los cargos rojos y negros se deslizaban sobre el Rio de la Plata con destinación al puerto de Buenos Aires en la otra orilla, Y la sola presencia del libro, en primer plano sobre el escritorio, como una lámpara de Aladino oxidada encontrada en el fondo de un souk, era suficiente para evocar el holograma bifronte de un rostro femenino muy joven, de un costado con los cabellos rubios cortados cortos y un aire rezongón, y del otro la sonrisa de la Gran Infanta de Castilla rodeada de largos cabellos lisos y muy negros. El ejemplar de Après le feu d’artifice tenía en la página de cubierta, en tinta violeta, el ex-libris del Dr. Germán G. Rubio, con una dirección en la Avenida 18 de Julio, la calle principal de Montevideo, sobre la cual los automóviles de grandes ruedas estrechas, en los años treinta de este siglo, circulaban todavía a la inglesa, sobre el costado izquierdo evitando así los rieles del tranvía.

Jamás había llamado a esa joven cantante inglesa, de la cual sin embargo conocía un número en Londres, su casa paterna, presintiendo que toda intervención de mi parte sería percibida inevitablemente como una maniobra más de mi supuesto plan diabólico. Y tampoco yo había recibido noticias de esa muchacha frágil, que quizá llegó por su parte a olvidar incluso mi existencia y la del libro, habiendo alcanzado a trasmitirme la maldición de Après le feu d’artifice.

A pesar de la repulsión táctil que me inspiraba, yo había comenzado su lectura en Buenos Aires algunos días más tarde. Después lo llevé conmigo a Chile, donde la tormenta del Pacífico sobre Valparaíso y el amor de la Gran Infanta de Casilla, Viña del Mar desierta, con las calles invadidas de arena mojada, el aburrimiento y curiosidad coaligados me había ayudado a pasar las páginas repulsivas, en el fondo de una pieza de hotel que no lo era mucho menos.

En los años treinta de este siglo, en Roma, el escritor Fanning se divierte seduciendo a una muchacha muy joven que él obliga a abandonar a un enamorado de su edad. La pasión y la inteligencia se divorcian (escribe Huxley, que no tiene mucho más de cuarenta años), y, con una violencia casi insana, el deseo del hombre envejeciendo se lía precisamente a esos cuerpos jóvenes escandalosamente frescos que dan asilo a las almas más extranjeras…

Al comienzo de un amor absoluto, una vez que la muchacha finalmente dejó a su amigo y se ofrece a él, Fanning huye, dejándole una carta categórica. Cuando usted reciba esta carta, yo estaré -no, no muerto, y aunque yo sepa a que punto usted estará emocionada y orgullosa, en tanto que durará su pena inconsolable, si yo me hiciera saltar el cerebro. No muerto pero (lo que será casi peor en estos días de canícula) yo estaré en el tren, en destinación a un refugio anónimo.

La lectura de Après le feu d’artifice fue en parte responsable de la idea que yo tuve, luego de mi regreso a Santiago, saliendo solo de un restaurante de la Alameda en medio de la noche, y correctamente cargadito de pisco sour de traicionar mi promesa, y de llamar a la Gran Infanta de Castilla para gritarle mi amor en medio de eso que, para ella, debería ser la hora calma y soleada del desayuno al borde del Atlántico, en pleno verano, en la otra orilla del planeta. El dios bienhechor de los alcohólicos o un humano cualquiera, por el cual yo había sentido de inmediato un odio enorme, hizo de tal suerte que ella no estuviera en su casa. El teléfono sonaba en el vacío. Y yo me estaba durmiendo pensando en el Doctor Germán G. Rubio, el alemán rubio y bibliófilo de Montevideo, en los años treinta de este siglo, que encargaba sus libros de París y los esperaba llegar en barco durante un mes.

Cincuenta años después que ese libro gracias a él había cruzado el Océano Atlántico, yo no estaba descontento de haberle hecho atravesar la cordillera de Los Andes, y si esa noche hubiera encontrado un japonés a punto de despegar hacia Tokio, quizá se lo hubiera deslizado en su equipaje.

Yo me pregunté, en el caso de que hubieran encontrado mi cadáver la mañana siguiente, perforado por una bala, en esa habitación de un hotel del barrio Las Condes de Santiago de Chile, quien hubiera podido comprar los libros de mi biblioteca, tirados sobre la vereda y para llevarlos dónde. Mezclarlos a cuál nueva historia. Como si todos esos libros alineados, entre los cuales hoy figura Après le feu d’artifice, esperaran mi muerte para elegir su nuevo propietario y cambiar su vida.

Durante los dos años que siguieron, yo no creo haber pensado ni una sola vez en la fotografía de Baltasar Brum.

El domingo de Pascuas de 1998, dos años más tarde, yo llegaba de Nicaragua y caminaba de nuevo por la calle Tristán Narvaja de Montevideo -mucho tiempo después que la Gran Infanta de Castilla me había de todas maneras abandonado, tal vez porque yo no la había llamado durante ese verano.

Pocas ciudades del mundo, tanto como Montevideo, saben de esa manera exudar la nostalgia. Yo esperaba que abriera el café Sorocabana, y hacía tiempo en los negocios con entrepiso de la zona de los anticuarios, como si fuera a descubrir allí una antigua razón de vivir relajada pero en bastante buen estado, y fue así que caí, como en el fonde de un aljibe, sobre la fotografía de 1933 la cual yo había olvidado desde hace dos años de existencia.

Aparentemente, esa existencia había sido olvidada por todos, ya que la fotografía estaba colgada desde hace dos años, por lo menos, en su marco de madera dorada, por encima de los muebles polvorientos, y no había sido vendida todavía.

Yo reencontraba la dulzura de la mirada de Baltasar Brum como uno reencuentra un amigo después de dos años de separación, intentando sorprender en un rostro el paso del tiempo. Pero la mirada expresaba la misma fatiga y la misma serenidad delante de la muerte inminente. Los brazos balanceándose a lo largo del cuerpo. Y en las manos los mismos revólveres de acero, los Smith & Wesson del mismo calibre, par para duelistas, salidos verosímilmente de algún cofre tapizado de terciopelo rojo, que parecían casi blancos.

Ese hombre había estado la noche anterior en el teatro Solís.   

En medio de la representación, el volvió con prisa a su domicilio del centro de la ciudad, en los alrededores de Río Branco y Colonia. Él viene de informarse del golpe de Estado de Gabriel Terra.

Baltasar Brum no durmió durante la noche y lleva todavía su traje negro de ocasiones, su pantalón rayado y sus zapatos de charol. Sólo la camisa y la corbata – ¿de moño? – han desaparecido, quizá fueron tiradas encima del escritorio, cerca de la caja de cartón con las municiones. Alrededor de la fotografía el tiempo parece haberse detenido, el curso de la Historia fijado en las sales plateadas del baño fijador y sin embargo, en dos años, a mí me pareció que una aureola de humedad había ganado el borde inferior derecho, cerca de la firma del fotógrafo, Caruso, y de la etiqueta en la cual el anticuario reclamaba la suma considerable de quinientos pesos.

Al otro día yo había salido de Montevideo rumbo a La Paloma, donde Juan Carlos Legido me prestó su casita de escritor al borde del Atlántico. Yo había planeado clasificar allí, en calma, mis notas centroamericanas, y retomar la escritura de mi William Walker en proceso. Las cortinas de lluvia se precipitaban del cielo gris y la noche caía a las cinco de la tarde. Yo había invitado algunos amigos que la grisura volvía neurasténicos, y habíamos comenzado a beber los whiskies en un bar de la estación balnearia más bien desierta, que tenía un aire de L’ Ocèan en el mes de noviembre. Después corrimos bajo las trombas de agua hasta el restaurante la Balconada donde el patrón, un amigo de Legido, había alardeado un poco rápido de haber sellado durante la semana cuarenta botellas de butiá. Él nos había pasado gentilmente la receta de ese alcohol casero que se prepara en abril, al comienzo del otoño, dejando macerar en la caña los frutos redondos de las palmeras salvajes y que se parecen a las mirabeles.

En tanto le bajábamos una parte nada despreciable de su cosecha anual, bajo el efecto eufórico del butiá, yo les había hablado de mi cantante inglesa, rubia y frágil, y de Après le feu d’artifice, ejemplar que yo había comprado en Montevideo hacía dos años, el mismo día que había descubierto la fotografía de Baltasar Brum, que venía de reencontrar, luego de haber olvidado su existencia durando dos años.

El libro y la fotografía no tenían objetivamente nada en común, como quizá nada tienen que ver las dos madejas del espacio y el tiempo, cuyo entrecruzamiento de hebras termina sin embargo por tejer el suéter de la vida y los viste para el invierno. Raquel, entusiasmada, me había narrado los acontecimientos de 1933 en Montevideo, al menos los que ella conocía, ya que el suicidio, o el sacrificio, de Baltasar Brum había permanecido enigmático en parte. Más tarde ella me había pedido de llevarla, a nuestro regreso, a ver la fotografía en ese anticuario de la calle Tristán Narvaja.

En los años treinta de este siglo, la onda de la crisis de 1929 no terminaba de sacudir los dominós alrededor del planeta, y Aldous Huxley publicó El mejor de los mundos. La figura caudillesca de Getulio Vargas emergía en el Brasil. Golpe de Estado del general Uriburu en Argentina. Entre los dos, en Montevideo, en la capital del Estado más pequeño de América del sur, Baltasar Brum había sido, durante algún tiempo, miembro del Consejo de Gobierno del Uruguay elegido democráticamente, y del cuál él había asegurado durante un año la presidencia rotativa. Al final de su mandato, Gabriel Terra por su parte había preferido dar un golpe de Estado contra él mismo, un autogolpe, para terminar con el juego de las sillas musicales y conservar el poder.

Nosotros habíamos vuelto a Montevideo a bordo de un Jeep Cherokee, por los caminos vecinales y bajo la lluvia, atravesando Rocha, Minas y Solís de Mataojo. Cuando divisamos, por detrás de los limpiaparabrisas, un enorme racimo de frutos brillantes amarillos en una palmera salvaje no demasiado alta, detuvimos el vehículo y llenamos el baúl con la finalidad de preparar nuestro propio butiá en el departamento de Pocitos. De un tiempo a otro seguimos la antigua vía férrea del Tren de la costa, que todavía unía, en los años treinta de este siglo, la capital con Punta del Este. En la extremidad de cada poste abandonado, atravesado, a lo largo de las vías hundido bajo el pasto verde y empapados, una pareja de gorrinos ocupaba su nido de tierra roja y cuya entrada única parece la espiral de una oreja.

Reclinado en el asiento de atrás, yo les había confesado, entre dos cosechas del fruto de las palmeras salvajes, que Apres le feux d`artifice se había de esa manera introducido sin mi permiso en mi biblioteca, y había cambiado mi vida, cuando dos años antes, almorzando en un restaurante de Con Con, en Chile, pueblo del cual su solo nombre puede resumir mi actitud, mientras que del otro lado de los vidriados ventanales las focas azotadas por la lluvia se hundían en el océano glacial, yo había copiado un fragmento de la novela, abierta sobre el mantel delante mío, el final de la carta del escritor Fanning a la muchacha, con la intención idiota de enviársela a la Gran Infanta de Castilla: De tal suerte que este gran amor, si estuviéramos lo suficientemente locos nosotros para embarcarnos, sería una carrera a través del aburrimiento, los malentendidos, la desilusión – hacia el disco final de la crueldad y la traición. ¿Cuál de entre nosotros tiene más posibilidades de ganar esa carrera? Las apuestas, a mi parecer, están más o menos iguales, con una ligera tendencia a mi favor. Pero no habrá ni un ganador ni un perdedor por la buena razón de que no habrá carrera. Yo te amo demasiado.

A mitad de semana, en Montevideo la feria no funciona y la calle Tristán Narvaja está desierta. Los plátanos hacen gotear su tristeza húmeda por encima de las veredas desparejas. En la cortina metálica de un garaje estaba reproducida, con pintura amarilla y violeta, sobre varios metros cuadrados, como un mural mexicano, la fotografía del Che estirado muerto sobre la pileta del hospital de Vallegrande, atravesado del slogan contradictorio ¡El Che Vive! Y firmado Tupamaros. Yo pasaba frente al garaje, y su cortina metálica revolucionaria, pensando en mi primer contacto con el Uruguay, en 1976, que había sido el encuentro, en Francia, del cantor exilado Daniel Viglietti.

El cono Sur de América Latina estaba por entonces bajo la bota de las dictaduras y de la operación Cóndor, y yo había sido encargado de recibir en una estación, y luego de acompañarlo de un concierto de protesta a otro. Yo tenía diecinueve años y, por razones político económicas, conducía una 2CV Citroën al borde de la chatarra. Antes que nos separáramos, él me regaló su disco Canciones Chuecas, en el Chant du Monde, con una dedicatoria à P, qui sait que l’ Histoire est comme una très vielle petite auto qui sans cesse menace de s’arrêter, pero continúa y llega a destino.

Los desplazamientos en el espacio no son nada. Sólo las idas y vueltas en el tiempo son vertiginosas, pues nos procuran el sentimiento de su dulce y peligrosa relatividad: ese disco me fue regalado ayer, y la aritmética es escandalosa, pues pretende que han pasado, desde entonces, casi tanto tiempo como entre la muerte de Baltasar Bum y ese concierto. Y es quizá por ello que Fannig decide huir. Porque él es viejo. Porque para él llegó el momento donde cada persona más joven es un marciano, o una bellísima marciana, y por ello es muy posible enamorarse perdidamente, pero que vive en un espacio-tiempo inextinguible, un mundo paralelo, una pajarera del otro lado del universo. En la calle Tristán Narvaja sólo el anticuario en pleno romanza del pajarero estaba abierto. Y yo quedé un largo rato, doblado en dos, intentando identificar a los cautivos.

El sótano del anticuario estaba cerrado, pero un vecino me aseguró poder contactarlo en una hora.

Yo me fui a leer la prensa en un café de la esquina, él también una antigüedad, que su propietaria podría vender de a poquito, o bien de una sola vez, a un estudio de cine para una película donde la acción se situaría en los años treinta y en el cual, por otra parte, él podría interpretar a un bolichero de los años treinta. Está de más decir que de un momento al otro en ese filme nosotros escucharíamos la canción Montevideo de Rina Ketty, compuesta en 1939

Me souvenant des heureux jours
Je ne veux plus songer qu’au retour
Et près de toi rester pour toujours
Mon merveilleux Montevideo…

Más allá incluso de los lugares infinitamente nostálgicos como el café vintage Sorocabana, la seducción perniciosa y poética que ejerce el Uruguay, para alguien que creció en Bretaña, debe mucho a esta impresión de viajar en el tiempo sin desplazarse en el espacio. El clima es el mismo, y los paisajes, uniformemente dispuestos sobre el horizonte del Río de la Plata, recuerdan aquellos del estuario del Loira, a más o menos la misma distancia del ecuador en el otro hemisferio. Los pequeños balnearios de la costa atlántica, como La Paloma, o el Cabo Polonio, remontando hacia el norte y la frontera de Brasil, se parecen a las estaciones de L’Ocean o de Tharon-Plage de antaño, en los años sesenta con sus tiendas de souvenirs, sus pilas de salvavidas multicolores y ramos de calderines para los niños, sus vidrieras de muñecas de caracoles o barómetros decorativos, sus jardines de flores geométricos en el medio de las rotondas pintadas de blanco.

Ese pequeño país del cono Sur donde fueron inventadas, en algunas decenas de años, la inmensa belleza de Les Chants de Maldoror de Lautreamont y la liviandad de L’ Homme de la pampa de Jules Supervielle (y también la de Jules Laforgue y les figuras charmantes sur le trame de l’ universelle illusion del poeta muerto a los veintisiete años), alimenta un amor inmoderado por una París que por otra parte sólo existe en Montevideo. Tampoco es raro que algunos últimos indicios de ese afrancesamiento del siglo pasado todavía se deslicen en los diarios. Un artículo de El País, esa mañana mismo, sobre la mesa del viejo café se titulaba “El sauce llorón de Alfredo de Musset.”

Allí se recordaba el deseo expresado por el poeta que un sauce llorón fuera plantado en su tumba. Algo que es una costumbre en Montevideo. Su hermano Paul habría pedido la autorización al Père-Lachaise, y Napoleón III habría asumido personalmente los gastos. (Qué trabajo, cuando uno lo piensa, emperador de los franceses, enviar expediciones militares a México o a El Salvador, impulsar misiones científicas sobre los motores de petróleo para los barcos de carga, plantar sauces llorones en la tumba de los poetas…) Pero el emperador no tenía la mano verde. Siete años después de la muerte del poeta, según el periodista de El País, la familia Ascasubi Villa, de Montevideo, había visitado el cementerio parisino y halló el sauce en un estado lamentable: Fue Rosa Jauregui, la viuda de Brandzen que envía una planta joven a sus amigos de París. Se dice que durante la travesía el árbol fue objeto de devoción de todos los pasajeros y del capitán Salle, y que fue plantado al pie de la tumba.

El anticuario, advertido por su vecino, que me esperaba a pie firme y las cejas espesas, sofocado, habiendo quizá regresado de prisa a la capital desde alguna barriada periférica, estaba un poco contrariado de constatar que sólo me interesaba la fotografía entre los metros cúbicos de su confusión de antigüedades.

El hombre se había inclinado entre las butacas del teatro, en la oscuridad de la sala del Solís, en medio de una representación para informar a Baltasar Brum sobre el golpe de Estado.

Saliendo precipitadamente del Solís, no lejos del monumento blanco erigido hoy día en honor de los tres poetas francófilos de la ciudad, al automóvil trepado sobre sus ruedas estrechas atravesó la Plaza Independencia, tomó por la Avenida 18 de Julio, dobló la primera a la izquierda, Andes, luego la primera a la derecha, Colonia, cruzó la esquina de Convención y se estacionó luego sobre la calle Río Branco: un trayecto de unos pocos cientos de metros, y Baltasar Brum se encerró en su casa, donde se le reunieron algunos amigos leales. Allí se distribuyeron las armas, tal vez con el objetivo de oponerse a la dictadura desde el otro día. O bien con el temor de los arrestos. Los militares facciosos o la policía podían llegar de un momento a otro. Tampoco era cuestión de suicidio. Uno no carga dos revólveres para suicidarse sino para hacer frente.

El alba aporta sin duda un poco de esperanza. El grupo sale a la puerta de calle, a muy pocos metros de la Avenida 18 de Julio, donde uno amaría que el pueblo sublevado exija el restablecimiento republicano, que levante barricadas. Pero la ciudad permanece en silencio, y los montevideanos que sin embargo asistieron por miles al entierro de Baltasar Brum, y bajaron por miles, once años después, a esa Avenida 18 de Julio para festejar la liberación de París, no reaccionan al golpe de Estado y perdieron el tren. En la calle Río Branco la espera continúa, donde un grupo de curiosos, como los buitres, esperan la llegada de los hombres de Terra.

La policía viene una primera vez en la mañana para arrestar al antiguo presidente del Consejo, y proponerle exilarse en Buenos Aires. Algunos balazos son intercambiados. Luego recomienza la espera, tan larga que Caruso, el fotógrafo de los tangueros, autor de algunas de las fotografías más célebres de Carlos Gardel, tiene tiempo para venir e instalar en la vereda de enfrente su voluminoso aparato, viejo aparato sobre un trípode, caja de madera barnizada y cortinilla negra, o bien una de las primera Kodak a fuelle.

Ahora Baltasar Brum está de pie sobre el escenario de la Historia, los revólveres a lo largo de los muslos, y comprende que la representación debe llegar a término. Él está de cabeza descubierta mientras todos los hombres que lo rodean, y de los cuales Caruso elegirá no conservar la imagen (pero yo encontré, más tarde, la serie de clichés tomados ese día, en una enciclopedia uruguaya) llevan sombreros de fieltro gris con cinta negra. Él está de pecho descubierto bajo el saco del traje de gala, mientras que todos los otros tienen camisas blancas, corbatas, chalecos abotonados donde brillan las cadenas de los relojes. El tiempo pasa. Es el comienzo de la tarde. La dictadura está instalada.

Baltasar Brum gira despacio su rostro sobre el hombro izquierdo. En ese instante, él no es más ni presidente ni uruguayo ni tan siquiera del siglo XX. Él es un hombre que sabe que va a morir en un puñado de segundos, y que tiene una sonrisa en los labios. Su mirada es apacible. Su espíritu está lleno de recuerdos de la infancia, del rostro de una muchachita que él creía haber olvidado. O bien de hordas de jinetes mogoles arrasando la China en medio de una nube de polvareda dorada. De oficiales rusos en uniforme de gran pompa galopando en los desfiladeros rocosos del Cáucaso. ¿En quién piensan aquellos que van a morir y lo saben, conociendo la fecha y la hora? El índice de su mano izquierda está puesto sobre el gatillo del revólver. Es en ese instante que Caruso apoya sobre al obturador del aparato. Baltasar Brum baja del cordón y avanza hacia el medio de la calle. El grupo de curiosos se abre y se cierra sobre él. Baltasar Brum está tirado sobre un charco de sangre. Alguien llama sin duda a un médico por pura formalidad. Quizá precisamente al doctor Germán G. Rubio, el bibliófilo, cuyo consultorio está a pocos pasos, en la Avenida 18 de Julio.

Detrás de mí, el anticuario impaciente justifica su precio, y me garantiza que la tirada es original, hecha por Caruso en 1933. Él muestra también armarios, escritorios y pretende haber vaciado él mismo la casa familiar de la calle Eusebio Valdenegro, donde la viuda de Baltasar Brum habría permanecido hasta el fin de su vida. Es cierto que siempre hay algunas viudas, que termina por parecerse en el culto del muerto, a fuerza de repetir para los historiadores las mismas anécdotas. La de Jacobo Arbenz depuesto en Guatemala en 1954. La de Salvador Allende depuesto en Chile en 1973. La de Brandzen muerto en combate, que enviaba arbolitos que bogaron sobre al Atlántico para dar sombra a la tumba de poetas franceses…

El chofer del taxi debería tener una sesentena de años, llevaba una camiseta a cuadros y el bigote espeso de un filósofo alemán de Torino o de un campesino calabrés en Milán. Yo estaba sentado adelante, para sustraerme del confinamiento paranoico de los taxis negros y amarillos de Montevideo, en los cuales se encierra el pasajero al fondo de una caja munida de una bandeja deslizante para los billetes, las rodillas aplastadas bajo la chapa digamos blindada tapizada de moqueta. Estábamos marchando hacia el norte y el parque del Prado, cuando yo le mostré la fotografía.

Desde que ella se aleja de la costa, de los apartamentos a tres mil dólares mensuales con vista sobre el Río, los barrios de Pocitos, Buceo o Carrasco, Montevideo tira enseguida la toalla. Calles sombrías y polvorientas. Estaciones de servicio. Depósitos. Almacenes ambulantes sobre carritos con ruedas. Pirámides de sandías y montañas de bananas. Sacos de plástico flotando de nuevo sobre el arroyo Miguelete, cuyo curso se alarga hacia la desembocadura. Él se hacía el guapo al sol, se dejaba ir en medio de la gramilla y los grandes sauces del Prado, vivía su hora de efímera gloria en el corazón de Montevideo la coquette antes de desaparecer a lo largo de la refinería, día tras día, fatigado, sucio, devorado por las aguas dulces y saladas del río de la Plata, hasta el Viel Océan ducasiano.

En los años treinta de este siglo, las casas de la calle Eusebio Valdenegro estaban todavía casi en la campaña, a dos pasos de los huertos irrigados. Sus parques estaban llenos de pájaros trabajadores, como si, en el Nuevo Mundo, cada uno e incluso los gorriones estaban obligados a meter manos a la obra, los horneros (Furnarius Rufus) y los pájaros carpinteros (Colaptes campestris). Nosotros primero bajamos y luego subimos la calle yendo despacio. Siguiendo las indicaciones del anticuario, yo había identificado fácilmente la gran casa señorial con muros maculados de chorretes negruzcos, rodeados de vegetación salvaje. La parte trasera del parque abandonado, que en otros tiempos debería deslizarse en dulce pendiente hacia el arroyo Miguelete, había sido amputado con la construcción de cordones de cemento.

Algunos estandartes de ropa de cama multicolores se secaban en las ventanas abiertas de algo que parecía haberse vuelto un inmueble colectivo o un squat. Nosotros estábamos delante de la reja herrumbrosa del portal que cerraba un candado de bicicleta. Un caballo listo para el matadero, atado con una cuerda, nos mostraba sus largos dientes amarillentos, carne vieja en donde las costillas en flejes de barrica estiraban el cuero arrugado como una lona, y lo hacían parecerse a un carrito de emigrantes a él solo. En el camino de vuelta, nosotros hablamos de Baltasar Brum de quien el taxista conocía la historia. Y sin embargo él no comprendía como toda aquella gente, alrededor suyo, no le habían impedido saltarse la tapa de los sesos. Él levantaba los hombres y me garroneaba un cigarrillo, que desaparecía detrás del gigantesco bigote. La escena le parecía enfática, o cinematográfica, en todo caso inhumana. Y ese fotógrafo, decía él, estaba al borde de la inasistencia a persona en peligro. En los barrios populares nosotros aguantamos a los tipos que quieren jugar a cuchilleros. Nosotros tampoco le sacamos fotos. De sus propósitos iba saliendo una celosía soterrada, quizá ella misma inconsciente, y el rechazo de aceptar la existencia de un gesto heroico y gratuito, la necesidad de llevar la muerte de Baltasar Brum a un nivel más familiar de pasiones humanas. Según él, debería de haber otra cosa. Ese hombre se hubiera suicidado de cualquier manera. Golpe de Estado o no. Él lo había escuchado hablar en su niñez.

Dicen que tenía problemas con la mujer…

Yo había pensado de nuevo en la Grande Infanta de Castilla, como cada día y asiduamente, desde hace dos años. Sentado delante en el taxi, yo miré finalmente la fotografía puesta sobre mis rodillas, en su marco pequeño en madera dorada, y el rostro de Baltasar Brum a punto de huir, que parece preguntarse si la representación no había ya durado lo suficiente. Si no era la hora de los fuegos artificiales y el bouquet final.

*   *   *

(traducción de J. C. M.)

Líneas de fuga

(Ciudadanía, frontera y sujeto migrante)

Iberoamericana – Vervuert

Madrid – Frankfurt 2021

Migración

Todo el día una línea y otra línea,
un escuadrón de plumas,
un navío
palpitaba en el aire,
atravesaba
el pequeño infinito
de la ventana desde donde busco,
interrogo, trabajo, acecho, aguardo.

La torre de la arena
y el espacio marino
se unen allí, resuelven
el canto, el movimiento.

Encima se abre el cielo.

Entonces así fue: rectas, agudas,
palpitantes, pasaron
hacia dónde? Hacia el Norte, hacia el
Oeste,
hacia la claridad,
hacía la estrella,
hacia el peñón de soledad y sal
donde el mar desbarata sus relojes.

Era un ángulo de aves
dirigidas
aquella latitud de hierro y nieve
que avanzaba
sin tregua
en su camino rectilíneo:
era la devorante rectitud
de una flecha evidente,
los números del cielo que viajaban
a procrear formados
por imperioso amor y geometría.

Yo me empeñé en mirar hasta perder
los ojos y no he visto
sino el orden del vuelo,
la multitud del ala contra el viento:
vi la serenidad multiplicada
por aquel hemisferio transparente
cruzado por la oscura decisión
de aquellas aves en el firmamento.

No vi sino el camino.

Todo siguió celeste.

Pero en la muchedumbre de las aves
rectas a su destino
una bandada y otra dibujaban
victorias
triangulares
unidas por la voz de un solo vuelo,
por la unidad del fuego,
por la sangre,
por la sed, por el hambre,
por el frío,
por el precario día que lloraba
antes de ser tragado por la noche,
por la erótica urgencia de la vida:
la unidad de los pájaros
volaba
hacia las desdentadas costas negras,
peñascos muertos, islas amarillas,
donde el sol dura más que su jornada
y en el cálido mar se desarrolla
el pabellón plural de las sardinas.

En la piedra asaltada
por los pájaros
se adelantó el secreto:
piedra, humedad, estiércol, soledad,
fermentarán y bajo el sol sangriento
nacerán arenosas criaturas
que alguna vez regresarán volando
hacia la huracanada luz del frío,
hacia los pies antárticos de Chile.

Ahora cruzan, pueblan la distancia
moviendo apenas en la luz las alas
como si en un latido las unieran,
vuelan sin desprenderse
del cuerpo
migratorio que en tierra se divide
y se dispersa.

Sobre el agua, en el aire,
el ave innumerable va volando,
la embarcación es una,
la nave transparente
construye la unidad con tantas alas,
con tantos ojos hacia el mar abiertos
que es una sola paz la que atraviesa
y sólo un ala inmensa se desplaza.

Ave del mar, espuma migratoria,
ala del Sur, del Norte, ala de ola,
racimo desplegado por el vuelo,
multiplicado corazón hambriento,
llegarás, ave grande, a desgranar
el collar de los huevos delicados
que empolla el viento y nutren las
arenas
hasta que un nuevo vuelo multiplica
otra vez vida, muerte, desarrollo,
gritos mojados, caluroso estiércol,
y otra vez a nacer, a partir, lejos
del páramo y hacia otro páramo.

Lejos
de aquel silencio, huid, aves del frío
hacia un vasto silencio rocalloso
y desde el nido hasta el errante número,
flechas del mar, dejadme
la húmeda gloria del transcurso,
la permanencia insigne de las plumas
que nacen, mueren, duran y palpitan
creando pez a pez su larga espada,
crueldad contra crueldad la propia luz
y a contraviento y contramar, la vida.

Pablo Neruda

PRESENTACIÓN

En las páginas que cierran Políticas de la enemistad (2018), Achille Mbembe señala que el siglo XXI se abrió con el reconocimiento de la extrema fragilidad de todo (de todos, del Todo), afirmación que podemos desglosar como la inestabilidad, cercana al quiebre, del mundo natural en que vivimos, que por la acción humana parece irse disolviendo en el aire. Esa fragilidad alcanza a la experiencia de la libertad y de la democracia; a la práctica real de la política, en sociedades vaciadas de liderazgos y utopías; a los principios de la ética, capaz de incorporar a la futilidad de la vida una trascendencia palpable y cotidiana, pero actualmente devaluada. Líneas de fuga. Ciudadanía, frontera y sujeto migrante tiene que ver con ese sentimiento de inestabilidad y vulnerabilidad generalizada, en un espacio global marcado por grietas en las que caen millones de individuos expulsados desde/por el colonialismo a la exterioridad del sistema. Inmensos sectores de la población mundial fueron destinados, tanto por las empresas imperiales como por las estrategias de desarrollo desigual del capitalismo, a enclaves atravesados por la precariedad y la violencia, la marginación y las plagas, los desastres naturales y las expoliaciones territoriales.

El debilitamiento de la nación-Estado y el agotamiento de las hegemonías (el descentramiento de Europa, la corrosión de la supremacía de los Estados Unidos), las imposiciones del biocapitalismo, la extenuación de los modelos de desarrollo, integración y alianzas político-económicas transnacionales, han dejado como saldo un espacio social desestabilizado y escéptico, que en el presente se debate en busca de nuevas formas de concebir y activar lo político más allá de los modelos tradicionales consolidados en la modernidad. La migración se despliega, en estos panoramas, como un agenciamiento colectivo en busca de nuevas formas de territorialidad y de sustento para el desarrollo digno de la vida. Hablar de este modo de la cuestión migratoria no significa, de ninguna manera, englobar en esa referencia, de una manera reduccionista y niveladora, un fenómeno multitudinario y multifacético, que se caracteriza por su extrema heterogeneidad, sus tensiones internas y sus numerosas y con frecuencia dramáticas ramificaciones y formas de expresión. De modo que, al tiempo en que se mantiene la atención en la singularidad (regiones, formas de represión fronteriza, motivaciones, estilos de movilización, características etnoculturales, religiosas, de género, sexualidad, etc. de los migrantes), también es importante aspirar a una visión de conjunto. Por esta razón, el trabajo se mueve, pendularmente, entre individualidad y colectividad, sujeto y comunidad, individuo y movimiento colectivo.

El presente volumen se introdujo casi furtivamente en mi agenda de trabajo. Se abrió paso por la urgencia de una temática que, a todas luces, incluye, pero que también rebasa los bordes de las humanidades, y hasta excede los límites de las ciencias sociales, sus modelos cuantitativos y sus paradigmas heurísticos y metodológicos. Frente a la cuestión migratoria, otros proyectos resultaron para mí inmediatamente carentes de prioridad y relevancia, y esperan ahora, pacientemente, en un segundo plano. El tema de los desplazamientos humanos, por las características y la gravedad que estas dinámicas han asumido en el mundo de hoy, demostró enseguida tener una dimensión prácticamente inabarcable y, al mismo tiempo, imposible de ignorar, tanto por la conmovedora relevancia de los casos singulares, como por el alcance global que el fenómeno ha llegado a adquirir. En efecto, la migración se presenta como un complejo ensamblaje de actores, procedimientos, dispositivos y relaciones de poder que interactúan apretadamente y que requieren, por lo mismo, aproximaciones capaces de captar este despliegue de energía social transponiendo fronteras disciplinarias y categorías ya instaladas de análisis social. Se trata de una malla intrincada que se define por su funcionamiento y por su efecto deconstructor de mitos y sistemas, en la que cada elemento impacta y moviliza a todos los demás, y en la que ninguna fibra puede ser separada de su contexto.

El desafío de enfrentar la cuestión migratoria, tanto en las formas múltiples de su implementación como en sus consecuencias políticas y sociales, ha sido un acicate para la investigación, el intercambio de ideas y la exploración de temas, textos y estudios poco recorridos por mí en años anteriores. La experiencia actual de los desplazamientos forzados, las diásporas, las transmigraciones y las travesías marítimas obligan a abordar tanto el dominio de la etnografía como el de los estudios sociológicos y culturales, tanto el espacio del pensamiento ético como el de la historia, en cuyo transcurso, nómades, exiliados, apátridas y refugiados fueron, a lo largo de siglos, protagonistas principales de algunos de los más determinantes procesos de la Humanidad.

Como señala Nikos Papastergiadis, el tema de los desplazamientos humanos y de las disrupciones y beneficios de la migración fue advertido por Marx, Durkheim, Weber y otros autores como parte del análisis de la lógica de internacionalización de las relaciones de trabajo y de la circulación del capital. Si el capital se expande y se contrae de manera imprevisible, el trabajo debe constituir un recurso asimismo adaptable y elástico, cuya flexibilidad permita responder a las demandas y las retracciones del mercado. Marx conceptualiza este aspecto de la producción refiriéndose al trabajo de los migrantes como un «ejército de reserva» que no solo responde a las demandas de la producción, sino que ayuda a mantener bajo el costo de la misma. Durkheim enfoca el aspecto subjetivo de la migración a medida que la sociedad tradicional va dando lugar a la sociedad urbanizada caracterizada por la movilidad social, advirtiendo las presiones recíprocas que se registran entre estas dinámicas y el individualismo moderno, así como el impacto de los desplazamientos humanos sobre los valores sociales, la familia y la comunidad nacional. Ambos autores advierten la vulnerabilidad del migrante, que al tiempo que se une a la fuerza de trabajo, es considerado ajeno a las redes sociales que la sustentan. «The stereotyping of migrants as politically suspect and the intellectual ambiguity of their social identity, is symptomatic of a deeper uncertainty that surrounds the relationship between migration and modernity» (Papastergiadis 64)

Max Weber advertirá la ambigua valencia de la migración, que si por un lado abre al sujeto a nuevos horizontes de autodescubrimiento y transformación social, por otro absorbe la vida total del individuo, su sentido de pertenencia y de comunidad, llevándolo a la anomia señalada por Durkheim y a formas variadas de enajenación respecto al sistema. Se trata de la implementación biocapitalista que toma posesión del sujeto total, su fuerza física y emocional, su territorialidad y familiaridad con el entorno, su identificación con la cultura y la lengua materna. Aquí es donde se inserta la reflexión de Georg Simmel sobre el extranjero, a la que se presta atención en uno de los capítulos finales de este libro. Ensayo sobre la cualidad emocional y sicológica de la extranjería tanto del lado del extranjero como de quien lo define como tal desde su posicionalidad de dueño de casa, «El extranjero» se concentra en los flujos entre exterioridad y percepción emocional, y en los quiebres de los hábitos que marca la presencia del Otro. Como en otros aspectos del fenómeno migratorio, la dualidad, la ambivalencia y la «doble conciencia» caracterizan el escenario de interacciones que tienen al forastero como protagonista, y las relaciones entre identidades y diferencias, pertenencia y ajenidad, comunidad y exterioridad, a que da lugar su inserción en nuevos contextos sociales.

Las razones por las cuales el tema migratorio es tan complejo tienen que ver con los aspectos que esa problemática moviliza a todos los niveles: económicos y políticos, sociales y culturales, filosóficos, ideológicos y laborales. Asimismo, a pesar de los proliferantes aspectos en que se manifiesta, la cuestión migratoria no está fuera de nosotros, en otra parte, en otras latitudes. El tema ha venido a buscarnos, ha golpeado a la puerta, se ha instalado en nuestros jardines y en el patio de atrás, va a las mismas escuelas que nuestros hijos, se sienta a nuestra mesa, revuelve nuestras historias familiares y nos entrega múltiples genealogías y relatos que habíamos olvidado. Porque, ¿quién es nosotros? Nosotros somos ellos. Hijos o nietos de emigrantes, extranjeros trabajando en países diferentes de aquel en que nacimos, en lenguas y en paisajes que en nuestra infancia considerábamos clara y definitivamente ajenos. Identidad y extranjería eran términos que formaban entonces parte de un vocabulario conocido; hoy parecen conceptos inadecuados, que designan posiciones que no se adaptan plenamente a nuestras realidades, que las parcializan, sin dejar ver sus superposiciones y sus matices. ¿Quién que es, no es migrante, en algún grado o de alguna manera? ¿Quién no ha abandonado un país, una región, una lengua, una tradición, un espacio simbólico, un ser amado, una forma de vida? La experiencia migrante de nuestros días radicaliza y extrema esas vivencias, las multiplica, las expande y las convierte en problema humano (también humanitario) de primer orden, que interpela directamente a la conciencia burguesa.

Como el tema central del que se ocupa, Líneas de fuga. Ciudadanía, frontera y sujeto migrante, se fue extendiendo, por sus propios impulsos, en todas direcciones. No he querido que en este libro proliferaran las fronteras interiores, que abundan y se multiplican en el mundo real. Lo he dejado expandirse hacia numerosos campos, no para agregar datos ni metodologías al excelente trabajo de antropólogos, politólogos, filósofos, sociólogos y especialistas en crítica cultural que me precedieron, sino para proponer una forma integrada y necesariamente tentativa de pensar el fenómeno de la migración, en el cual se articulan prácticas concretas y sus correlativos procesos de subjetivación y conciencia social. El libro aborda movilizaciones de distinto tipo, en sus puntos comunes y en sus divergencias: nomadismo, diásporas, (trans)migraciones, exilios, situaciones de refugio y de asilo político, desplazamientos forzados y desterritorializaciones indígenas. Lo que une tan distintas maneras de des/re/territorialización es la pérdida o la renuncia al lugar de origen, y la elaboración del duelo individual y colectivo que cataliza esa experiencia extrema. En efecto, el abandono forzado o voluntario de la naturaleza considerada propia, el alejamiento de la ciudad, el paisaje, la comunidad, la tierra de los antepasados, los saberes locales, las lenguas y creencias originarias, hacen parte de un proceso intrincado de enajenación y extrañamiento que moviliza no solo el espacio profundo de los afectos, sino la cognición del entorno, la relación con la memoria y las proyecciones de la imaginación histórica. Asimismo, esos desprendimientos activan formas intensas e imprevisibles de conciencia social, en las que ruptura y sutura, abandono y recuperación, desgarramiento y reapropiación, impulsan una dinámica creativa que sigue la dirección necesaria de la supervivencia, la asiste y consolida.

Temas teóricos relacionados con la noción de sujeto, con el desarrollo y debilitamiento de la nación-Estado, con nociones como transnacionalismo, cosmopolitismo, cosmopolítica, bio/necro/política, gubernamentalidad, tercer espacio, comunidad, etc., reaparecen a lo largo del libro porque ilustran el (re) surgimiento de términos y categorías a partir de los cuales sea posible pensar experiencias que no encuentran una nominación adecuada en los glosarios de la modernidad. Nuevas formas de ser y estar en sociedad exigen la movilización de campos de significación distintos de los propuestos hace décadas desde las conocidas compartimentaciones disciplinarias o, por lo menos, resignificaciones a veces radicales de tales territorios cognitivos. La atención al aspecto subjetivo, es decir, al surgimiento de subjetividades diferenciadas derivadas de la experiencia social de la desterritorialización, no significa una concentración idealista, romantizada o esencializada en los procesos analizados, ni una inmersión en la interioridad o en el aspecto empírico personalizado de la movilización migratoria que impida captar los grandes planos en los que esas vivencias se inscriben. Me interesa, sobre todo, la posición transicional del sujeto migrante, su cualidad transicional, los procesos a partir de los cuales individuos y comunidades que atraviesan esas circunstancias, desarrollan formas de afectividad vinculadas a la movilización, el tránsito y las alternativas de la asimilación cultural, operando a partir de otros usos de la memoria y de la imaginación, otras modalidades cognitivas, formas nuevas de conducta social, de interpretación y representación de la experiencia, que se diferencian, por ejemplo, de los del ciudadano.

Asimismo, este estudio tiene como uno de sus núcleos principales la noción de frontera pensada como límite, como cuerpo apropiable, como paradigma, como herida abierta, como confín y como capital simbólico, es decir, como punto de intensificación de dinámicas sociales, laborales, económicas, políticas y culturales que, aunque comprometen a la sociedad total, se acentúan y radicalizan en la delimitación fronteriza. Digamos que este libro acepta la perspectiva relacional que Sandro Mezzadra y Brett Neilson proponen en Border as Method, or, the Multiplication of Labor (2013), en la que la frontera, definida como institución social compleja y como dispositivo gubernamental, funciona como generadora de significaciones y de formas específicas de conocimiento y de acción política. En palabras de estos autores, «Insofar as [the border] serves at once to make divisions and establish connections, the border is an epistemological device, which is at work whenever a distinction between subject and object is established» (16).

Aunque el libro no se limita a América Latina, porque sigue un propósito conceptual y teórico más amplio, la cuestión fronteriza, sobre todo entre México y Estados Unidos, alcanza un lugar prominente, no solo porque constituye un punto de referencia obligado a nivel global, sino porque permite desplegar un amplio espectro de ocurrencias, personajes, funciones y artefactos que concentran las lógicas securitarias que se registran, con variaciones, en muchos otros sitios. Se analiza, entonces, la significación de construcciones fronterizas (muros, alambradas, vallas, torres de vigilancia, tecnologías de identificación y detección de cuerpos, controles marítimos), las formas materiales de obstaculización del movimiento (desvíos territoriales o marítimos, embudos, corredores) y las mediaciones humanas (coyotes, polleros, y otras formas de intermediación) que sirven para canalizar el flujo humano. Se exploran, además, aspectos vinculados a los procesos de «inclusión diferencial», la frontera como performance, y los campos de refugiados como paradigmas heterotópicos. Se examinan dinámicas como las de expulsión, acorralamiento, caravanas, deportación, retorno y transmigrancia. Se presta especial atención a cuestiones de representación estética, en la literatura y las artes, donde en el registro de lo simbólico se revelan aspectos y connotaciones que a veces no llegamos a captar en los casos concretos. La práctica, la teoría y la representación de la migración es, en todos los sentidos, un campo experimental, evasivo y de bordes imprecisos, atravesado por simulacros, tretas, tácticas y rituales, donde la doble conciencia desempeña un papel central en la construcción de la subjetividad y de la praxis migratoria, y en sus formas de representación simbólica.

La tesis central de este libro se basa en la idea de que, de la misma manera en que el concepto de ciudadano/ciudadanía constituyó una de las plataformas principales para organizar y pensar la modernidad, la noción de sujeto migrante (la figura que nombra esa expresión, la posición que marca ese concepto, los procesos de producción de significados que articula) constituye el lugar (al menos uno de los principales lugares) desde donde evaluar el capitalismo globalizado, sobre todo en cuanto a su costo eco-social.

Otros autores han destacado ya, desde diversas perspectivas, el protagonismo de la figura del refugiado como núcleo político de nuestro tiempo. Desde perspectivas convergentes, aunque diferenciadas, autores como Hannah Arendt, Giorgio Agamben, Zygmunt Bauman, Slavoj Žižek, Michael Hardt, Tony Negri, Arjun Appadurai, Wendy Brown, Sandro Mezzadra, Brett Neilson, Saskia Sassen, Edward Soja, Nicholas De Genova, Iain Chambers, William Walters, Thomas Nail y muchos otros, ven al migrante como una unidad biopolítica capaz de revelar, con su misma existencia y activación colectiva, la radical debilidad sistémica, en su torsión neoliberal y necropolítica. Este libro quiere llamar la atención sobre el proceso por el cual la plataforma social, política y legal de la ciudadanía (y los conceptos de soberanía y nación-Estado) van siendo desarticulados por el fenómeno migratorio, el cual genera procesos de re-significación política y social, jurídica y cultural, que desmontan los mecanismos de poder y las estrategias de control de la modernidad. Este es un libro, entonces, no solo transicional en sí mismo, por la provisionalidad de los escenarios que analiza y por la misma metodología tentativa que utiliza, sino, además, enfocado en una transición política y social, que se expande desde las categorías y escenarios de la modernidad a la desagregación político-territorial postmoderna, recorriendo instancias cruciales de un espacio-tiempo que se va descomponiendo ante nuestros ojos en un caleidoscópico proceso de fragmentación y rearticulación de lo social y de lo político a nivel planetario.

No se trata de anunciar un recambio contundente, una mutación categórica, política y social, o un avatar inédito de la implementación democrática y de la organización de la sociedad civil que, como un advenimiento, venga a salvarnos del statu quo. Se trata, más bien, de registrar indicadores de un proceso en el que las relaciones de poder y los pilares político-ideológicos de la modernidad se van desmantelando ante movilizaciones multitudinarias que desestabilizan los escenarios anteriores, sin necesariamente cancelarlos de una vez para siempre. Se trata de observar las superposiciones de diversos regímenes de verdad y de sus variadas formas de manifestación, de advertir la existencia de nuevas lógicas y nuevas estrategias, nuevos sujetos y nuevas agendas, que emergen sin que los anteriores hayan llegado a desaparecer. De las tensiones, ambigüedades, paradojas, contradicciones y luchas de poder, de los enfrentamientos y resistencias a que dan lugar estos procesos se ocupa este libro, donde la noción de líneas de fuga apunta a los movimientos centrífugos que la migración, como movimiento social, impone al (des)orden de la globalización.

Líneas de fuga alude a desplazamientos, movilizaciones y relocalizaciones, a las dinámicas de descentramiento, reagrupamiento, desterritorialización y reinserción que señalan una energía social que desborda los parámetros de la nación-Estado. Expone, asimismo, la intervención que el migrante realiza en los protocolos de la modernidad, a partir de la utilización de modalidades otras de enfrentar la territorialidad real e imaginada. Diferenciada, pero intrínsecamente vinculada al concepto de «derecho de fuga» desarrollado por Sandro Mezzadra y otros, la expresión «líneas de fuga» apunta, en el uso que recibe en este libro, no ya al ámbito abstracto y general del reconocimiento de uno de los dominios de la libertad, aquel por el cual el sujeto puede decidir sobre su residencia, sus procesos de des/re/territorialización y sus formas de desplazamiento, sino que enfatiza el movimiento en sí, desde la perspectiva de la subjetividad migrante y de sus formas de inserción y defección de las relaciones de poder. La expresión líneas de fuga así usada no intenta desmaterializar de ninguna manera la migración como fenómeno, acción o práctica social, como movimiento colectivo de profundas repercusiones políticas, y como reacción y respuesta a situaciones de expulsión, marginación, precarización, violencia, invisibilización, etc. que forman parte de la historia del capitalismo occidental desde el colonialismo y se agudizan con la globalización. Mucho menos se pretende deshistorificar la migración, intentando entenderla como un fenómeno cuyas causas resultan ilegibles. Se trata más bien de enfatizar cómo las condiciones reales de existencia creadas por los impulsos de acumulación y reproducción del capital y por sus formas de manipular el trabajo vivo, se manifiestan en dinámicas centrífugas que marcan líneas de energía política y social que, a partir de los centros consagrados y consolidados en la modernidad, se lanzan hacia un afuera aún incierto del neoliberalismo. Tales líneas de fuga tienen, a no dudarlo, una dimensión emancipadora, fundacional, aunque aún difusa e inorgánica, adjetivos que conectan con la caracterización que hiciera Antonio Gramsci del subalterno, cuando al referirse al concepto de hegemonía en los Cuadernos de la cárcel habla de esa forma de sujetidad (en su momento, forma alternativa de referirse al proletario, pero que al mismo tiempo excede esos parámetros) aludiendo a sectores excluidos de las instituciones sociales y políticas, las cuales tienen como objetivo invisibilizar, cooptar y acallar la resistencia. Aunque la migración puede ser concebida, desde una perspectiva postcolonial, como una de las formas que asume la subalternidad, su radical heterogeneidad hace imprecisa esta adjudicación, que difumina la especificidad del fenómeno migratorio al englobarla en una categoría ya de por sí problemática de análisis social.

La noción de línea de fuga, tal como aparece usada en este libro, dialoga con la concepción deleuzeana que asocia a esta expresión los conceptos de deseo y resistencia. En este sentido, las líneas de fuga a través de las cuales se disgrega el centralismo de lo nacional y se lanza a la exterioridad una fuerza política y social multitudinaria se manifiestan como un devenir que subvierte el orden de la dominación capitalista y neoliberal, rasgando el tejido social y llamando a un reordenamiento radical de sus tramas políticas, sociales y económicas. Si las fronteras constituyen las demarcaciones del poder, la pulsión del deseo las intercepta, desafía y atraviesa. La fuerza de lo subjetivo aparece como energía política que no puede ser desarticulada por efectos de la codificación securitaria.

Deleuze y Guattari hablan de los flujos cambiantes del capital y de los circuitos que reproducen mundos periféricos no solo en los márgenes del sistema sino en su mismo interior, barrios del tercer mundo en las ciudades más desarrolladas, formas de pauperización que hacen proliferar sujetos fuera-de-lugar, sin casa, sin trabajo, sin Estado, en medio de la abundancia de las ciudades, que criminalizan la precariedad y reproducen la «irregularidad» de los sujetos que han caído en los entrelugares de la sociedad y sus discursos. Se trata de sectores sociales que escapan a toda clasificación, que han sido conceptualizados como anómalos, desechables, consumidores fallidos, anti-ciudadanos, daños colaterales del sistema, sujeto-objetos reciclables al servicio de los vaivenes del mercado laboral, cuerpos residuales y multitudes en fuga vistas por los Estados como conjuntos donde la identidad, la singularidad y la individualidad de la vida misma han dejado de tener relevancia.

 Ante las interpretaciones macroestructurales del sistema global, las líneas de fuga tienen un valor micropolítico hasta que se descubren como formas articulables de resistencia y de defección, en las que se reivindica el deseo a explorar y nutrir un afuera del neoliberalismo desarrollando una pulsión liberadora y fundadora de nuevas formas de conceptualizar la socialidad, la pertenencia y la acción política. En este sentido, la migración se afirma como instancia transicional, transnacional, translocalizada, transregional, transoceánica, en tránsito, fijando en el prefijo trans- su condición móvil, desde-hacia, donde la subjetividad, es decir, el cuerpo, la cognición sensible e intelectual, los afectos, la creencia, la socialidad (familia, inserción comunitaria, etc.), la memoria y la imaginación son los elementos a partir de los cuales se materializa el avance, el cruce y la reinstalación del sujeto en nuevos territorios existenciales.

Si el derecho de fuga señala una fundamental reivindicación frente al Estado en el orden jurídico y social, la noción de «línea de fuga» constituye una acción política, a la vez un statement y una forma de ejercer agencia, una pulsión del deseo y una estrategia de experimentación de la exterioridad de lo nacional fuera de los parámetros ya codificados por la modernidad. La línea de fuga es el lanzamiento del sujeto individual y colectivo hacia un más allá de la nación-Estado, entendiendo por esta nominación la unidad político-administrativa predeterminada desde el nacimiento, y apoyada en las nociones de fraternidad, igualdad, «solidaridad en gran escala» y «plebiscito diario», bien resumidas por Ernest Renan en 1882 como base para el pacto social de la modernidad. A partir de Foucault y de Deleuze, la subjetividad es entendida aquí como proceso, transcurso y construcción, es decir, como potencia que se va definiendo a partir de las luchas que involucran al sujeto y de las formas de resistencia que este desarrolla como (re)acción ante esos choques y como respuesta a sus propias pulsiones de avance y duración. Toda línea de fuga es, para Deleuze, agenciamiento de deseo, una direccionalidad objetivo-subjetiva que atraviesa la sociedad y que da lugar a posibles «bucles», «remolinos» y recodificaciones. Este libro explora, entonces, esos pliegues, y los vectores de energía política y social que impulsan las dinámicas que hacen posible la resistencia al sistema y sus posibles redimensionamientos.

En el avance de la argumentación que aquí se ofrece, reaparecen constantemente conceptualizaciones alternativas de la ciudadanía que señalan direcciones posibles de rearticular los elementos constitutivos de la nación-Estado, amenazada por los escapes de energía social que resultan de los flujos desterritorializadores. Se advierte, desde esas perspectivas ciudadanistas, que las coordenadas espacio/temporales vigentes durante los procesos de formación y consolidación de la nación-Estado se llenan de nuevos sentidos en el mundo global, muchos de los cuales apuntan a la fragmentación, la heterogeneidad y la democratización radical.

El tema del espacio, en sus múltiples manifestaciones, reales y simbólicas, relacionadas al territorio y al amplio dominio de los derechos, a los lugares de residencia y a la libertad de movimiento, es esencial para la comprensión de la situación migratoria. Ciudadanía y sujeto migrante constituyen posicionamientos en pugna en torno a la problemática de la justicia espacial (referida, como Edward Soja señala, tanto a la espacialidad de la (in)justicia como a la (in)justicia de la espacialidad). Por eso la coordenada espacial aparece elaborada desde el comienzo del libro, como apertura hacia una de las dimensiones a partir de las cuales deben ser estudiados los desplazamientos humanos y los dispositivos que intentan contenerlos.

Junto a las múltiples formas que asume la migración por tierra, se realiza en este estudio una aproximación a la movilización marítima, la cual funciona a partir de sus propios actantes y dinámicas. Náufragos, polizones y guardacostas, así como formas específicas de vigilancia, detección e intercepción de embarcaciones, forman parte del escenario marítimo, oceánico y fluvial, que cuenta ya con su propia poética y con su larga historia de desastres cotidianos. En tierra, como complemento necesario de las travesías marítimas, centros de detención se multiplican en islas aledañas a las costas. Campos extracontinentales de refugiados constituyen asimismo parte de ese microsistema de vigilancia y expulsión cuyos registros de rescates, muertes y deportaciones es mucho menos visible que en los casos de migración terrestre. El Caribe y el Mediterráneo se analizan, en este sentido, como núcleos álgidos de movilizaciones que han venido realizándose y cambiando de signo a través de los siglos, y que forman por sí mismas corrientes de sentido que se entronizan en distintas etapas históricas, desde las travesías colonizadoras y esclavistas hasta las formas modernas de expulsión y desplazamiento de sujetos.

Pero, por cierto, en medio de este amplísimo espectro de temas y problemas vinculados a la migración, el ojo del huracán señala los descalabros del capitalismo, durante siglos de marginación y deshumanización de amplísimos sectores humanos no asimilados al ethos productivista y consumista del capitalismo global. Este libro enfatiza cuestiones de método, intentando mostrar la amplia gama de aproximaciones que se realizan desde la sociología, la antropología, la sicología, la historia laboral y las ciencias políticas al tema migratorio, entendiendo que solo materializando el análisis de los procesos de producción, trabajo y distribución de la riqueza puede llegarse a comprender la pulsión tanática que hoy atraviesa el mundo globalizado y que se expresa con dramática elocuencia en los desplazamientos humanos. Este aspecto, quizá el más importante de esta constelación crítico-teórica, requiere una cala profunda en el funcionamiento económico del capitalismo tardío, en las estrategias del biocapitalismo y en las formas de control poblacional en nuestro tiempo.

Una parte importante de este libro está destinada al pensamiento filosófico que enfoca la cuestión del espacio y del lugar en relación con el movimiento, no solamente en la orientación cinética trabajada por Thomas Nail, sino también desde la perspectiva de la justicia espacial abordada por Edward Soja y otros autores. La noción de etnopaisaje es importante en este sentido, y aparecerá utilizada en varios momentos del desarrollo de este libro. Asimismo, no podía dejar de analizarse la detención, inmovilización o reversión de las dinámicas migratorias que operan los campos de refugiados y los procesos de deportación. Este no es un libro antropológico o que eche mano del método etnográfico, por lo cual los análisis hacen referencia somera a casos, situaciones o circunstancias específicas, pero buscando siempre la manera de conceptualizarlos, para tratar de entregar un paradigma a la vez categorial y reflexivo de aspectos que en general se tratan parcialmente y desconectados unos de otros, en estudios más estrictamente disciplinarios.

Me interesó particularmente analizar debates ético-filosóficos sobre los tópicos de la tolerancia, la hospitalidad, la fraternidad, la solidaridad y otros, vinculados con la imagen del migrante, y con las formas en que este se vincula a la otredad y la diferencia. Se conecta así la figura del migrante con las del extraño, el extranjero, el forastero, el huésped y el recién llegado, así como con la posición del anfitrión, el dueño de casa, la sociedad receptora y la ciudadanía. Debe reconocerse, sin embargo, que lejos de responder a una dinámica binaria, la relación migratoria es siempre fluida, cambiante, ambigua y multifacética, haciendo de las posicionalidades mencionadas apenas estaciones transitorias y superpuestas en recorridos espacio-temporales complejos y siempre singulares.

En este plano de la reflexión, los conceptos de deseo, becoming y doble conciencia, son esenciales como elementos psicológicos y afectivos que configuran la subjetividad migrante y que tienen en el performance corporal y en las conductas un correlato directo. La perspectiva deleuziana ocupa un lugar fundamental en este estudio, ya que ofrece una serie de nociones que son centrales para el estudio de la movilidad migratoria, como las de territorialidad, nomadismo, ensamblaje, evento, agenciamiento y línea de fuga. De este nivel de abstracción surgen direcciones importantes para pensar las implicancias éticas, estéticas e ideológicas de la desterritorialización, y para comprender lo que expresa la dinámica rizomática de los desplazamientos humanos sobre las distribuciones espaciales de la modernidad, los dispositivos del poder y las formas de funcionamiento del panóptico global. En el plano del pensamiento filosófico sobre la migración se notarán las referencias frecuentes a Roberto Esposito, Slavoj Žižek, Rosi Braidotti, et al., pensadores cuyas reflexiones sobre las cuestiones de subjetividad, biopolítica y espacialidad son imprescindibles para el tema de este libro. Las ideas de Bauman y Lévinas, me resultaron particularmente útiles para el enfoque abierto del mismo, que tiene como principal objetivo introducir el tema de la migración, sin duda uno de los tópicos más álgidos y relevantes del siglo XXI, a nivel amplio y exhaustivo, como modo de contribuir a la crítica que se enfrenta a los desplazamientos humanos desde el campo de las humanidades y las ciencias sociales.

La retórica securitaria es un importante aspecto que debe considerarse como parte de los procesos discursivos a partir de los cuales se intenta una legitimación de la represión fronteriza, sobre todo de las medidas de militarización que son la causa determinante de la mayor parte de las muertes que se registran en mar y en tierra en los intentos por efectuar el cruce de fronteras sin documentación. La historia de pasaportes, pases de salud, autorizaciones y otras formas de permisos, salvoconductos y credenciales es importante para captar la progresión y los condicionantes políticos que impulsaron el surgimiento de tales formas de control, las cuales han venido refinándose tecnológicamente sobre todo desde las últimas décadas del siglo XX, adquiriendo especial relevancia a partir del 9/11.

El tema de la migración compromete, sin duda, el campo económico y social, pero es, quizá, ante todo, un tema esencialmente ético y político, que es imposible enfrentar de manera puramente objetiva y desapasionada. Este libro espera, ante todo, poder encender en el lector estos sentimientos de identificación personal con el tema y de pasión por una problemática que está en la raíz misma de lo que somos y del mundo que queremos construir.

Este libro debe mucho al diálogo con colegas que me acompañaron en un congreso internacional que coordiné en Washington University in St. Louis en octubre de 2019. Bajo el título de «Fronteras líquidas/Liquid Borders» un grupo excepcional de académicos internacionales, algunos de ellos también activistas en temas migratorios, y representantes de muchas disciplinas, compartieron sus investigaciones, sus hipótesis y posiciones teóricas y políticas en un intercambio que, al menos en mi caso, nutrió meses de reflexión sobre estos asuntos. El lector interesado podrá acceder a esos trabajos en el libro que bajo el título de Liquid Borders verá la luz próximamente. El manuscrito de este libro, que estaba ya muy avanzado cuando tuvo lugar este congreso, recibió muchos cambios y agregados a partir de lo que estos colegas aportaron al diálogo colectivo, por lo cual expreso a todos ellos mi admiración y sincero agradecimiento. Al School of Arts and Sciences de Washington University en St. Louis, mi gratitud por el constante y generoso apoyo a mi investigación.

MM