I
Habrían dado las doce de la noche en un reloj de vísceras blandas -que debería medir el tiempo de esta historia- cuando se escuchó de pronto abrirse con violencia una puerta desvencijada, eso pasó luego que se encendió la única lámpara mortecina que parecía tener la estación conjeturable. El movimiento de escena por lo presentido comenzaría en pocos minutos, un grupo de soldados armados hasta los dientes ingresó a paso firme para tomar posiciones marciales junto al último vagón que estaba ahí, alineado como telón de fondo. Al otro extremo del tren la locomotora del comienzo estaba tan sin vida como la vía férrea sobre la que estaba apoyada y aquel cartel sucio denunciaba el nombre ilegible de uno de esos pueblos perdidos del interior del país; la puerta se abrió por tanto y otros dos hombres ajenos a la formación emplazada, empujaron a la mujer hacia el centro del andén.
Borracha o atontada ella intentaba caminar, avanzar unos pocos metros con paso vacilante en cualquier sentido, calzaba zapatillas viejas y la mal cubría un vestido enterizo de color gris ratón, sin botones, cinto ni dobladillo. Nada más, sin tan siquiera un chal de lana tejido a mano para cubrirse los huesos de los hombros; tampoco llevaría ropa interior aunque fuera la misma después de una semana, tenía el pelo cortado con humillación premeditada, se movía de un lado a otro buscando arañar una improbable tibieza a esa hora de su vida, las piernas eran raquíticas por intención castrense. Ella cruzaba los brazos, igual de flaquitos sobre el pecho vejado, procurando en la dolorosa fricción repetida algo de calor, contrarrestar al menos la escarcha que parecía consolidarse sobre su cuerpo.
Unas manos enormes sin cara abrieron la ventanilla de la boletería, al fondo del andén viniendo de la noche apareció un hombre con reloj de tapa dorada y cadena, oscilante farol de luz colorada, gorra y chaqueta de ferroviario. Consultó el reloj suizo emboscado en la palma de su mano derecha y anunció con lenta voz clara:
– ¡Pasajeros a Mugardos, el tren parte en cinco minutos!
Desde el interior del vagón colocado frente a la entrada de la estación, alguien sin importancia abrió una herrumbrosa puerta invitándola en silencio a que subiera. Ella miraba hacia atrás sin entender y la puerta por donde la entraron permaneció entornada, cerrando cualquier posibilidad de regreso por mínima que fuera. Otro hombre se paseaba sin prisa por las inmediaciones ofreciendo a la venta cigarrillos y caramelos, refrescos, chocolatines. El tren puesto ahí era un gigante descerebrado de hierro abandonado y la mujer hasta el momento la única viajera visible; el movimiento en la estación se intensificó, obedeciendo la orden incontestable de una jerarquía mayor a las del frío o la oscuridad absoluta de los vagones.
Nadie parecía reparar en su presencia solitaria y de pie, la mujer se marcharía del pueblo dentro de poco sin sin despedidas. Estaba inmovilizada como hundida en las tablas y habría olvidado lo que la gente hace en esas circunstancias: el gesto de encender un cigarrillo, buscar monedas sueltas en el bolso para comprar revistas de actualidad, preguntar horarios de trasbordos a los funcionarios. Ella miró a sus costados antes de decidirse a caminar, lo hizo por la sencilla razón de sentir como propias sus piernas doloridas e insensibles. Desde lejos podía observarse cierta dificultad evidente en sus desplazamientos, nadie bajó del tren proveniente del destino anterior ni de una hipotética penúltima estación si es que la había. Junto a tirantes podridos crecía el pasto, la hierba mala como fronda marginal de troncos horizontales y rectangulares, durmientes destinados al olvido del abandono.
Ella miró allá en el fondo confuso la formación de los espectros uniformados sin sorprenderse, descubrió al final de su visión la luz mortecina de lamparitas sucias de tierra y faroles con la mecha quemada, carcomidos por la noche dentada. La mujer parpadeaba para saber que no estaba enceguecida ni era prisionera de un sueño, pasaban a su lado funcionarios de los ferrocarriles sin prestarle atención, ocupados en la posible llegada de otros pasajeros atrasados, perdidos en el trayecto desde sus domicilios hasta la estación. Ella contempló el interior descuidado del vestíbulo a través de un cristal rajado, le pareció sucio y descuidado, había una lámpara pendiente del final de un cable blanco cagado por cientos de moscas, un reloj de los antiguos, detenido para siempre en las siete y cinco. Las paredes necesitaban un rasqueteado a fondo pensó, una buena mano de pintura al aceite. Tampoco ingresaron viajeros remolones desde la calle, ni tambaleantes vagabundos con perros a protegerse de la helada de una noche tan fría, capaz en una hora de congelar los afectos más desprotegidos.
La mujer avanzó luego sin interferencias inesperadas y para los otros era inexistente, estaba dejando de existir. Ella sintió muchísimo frío, le daba vergüenza mirarse las manos tan descuidadas, desconocía la razón para estar en ese lugar inesperado y diferente –si era lugar de sueño- a otros lugares soñados muchas noches pasadas. Después de algunas vueltas, descubriéndose reflejada entre la luz mortecina y vidrios mugrientos del decorado, le resultó confuso reconocerse en esa imagen con cara impersonal; entre una chapa esmaltada recomendando beber cerveza negra Doble Uruguaya y un afiche viejo de hojillas para armar cigarrillos marca Olla. Ningún ruido impertinente de motores, ni siquiera ese ronroneo de los trenes antiguos a punto de partir escuchaba ella en el paseo de pasos brevísimos.
Desde adentro de su refugio el boletero la saludó como se estila hacer con las viajeras conocidas. La mujer se miró las manos y las halló envejecidas, quiso esconderlas pero el vestido era sin bolsillos, temió lo peor: que la consideraran loca fugada, otra borracha molesta y se guardó el silencio asumiendo lo inútil de intentar cualquier explicación sobre su estado actual. El viento movía el cartel indicador del nombre de la estación cuando ella se acercó y leyó con lentitud, repitió para sus adentros varias veces el nombre hasta reconocer en esas letras el eco de un pueblito del interior, probablemente del departamento de Treinta y Tres, aunque sería incapaz de precisarlo con certeza; de cualquier manera, confirmó estar viva y delante de un ferrocarril con la apariencia de partir de un momento a otro. El tren sin embargo permanecía detenido a pesar de la evidente movilidad de los empleados; durante esa perturbadora contradicción ella evitó la poca luz que había buscado, la oscuridad desde donde observar el movimiento. Se le hacía difícil caminar y más concentrar su pensamiento; pensó otra vez aquello como un sueño, pero en los sueños no duelen tanto los ovarios ni hay gatos grises semejante al que avanzaba hacia ella. Cuando se miraron a los ojos el animal huyó asustado como si hubiera visto un fantasma, un muerto, otro viajero suspendido del tiempo.
– ¡Pasajeros a Mugardos, pasajeros con destino a Mugardos, el tren sale en tres minutos! –repitió el encargado desde el final de la estación.
El tiempo estaba encarcelado a cadena perpetua y tres minutos eran menos que nada, tenía hambre, sentía sed y eso nunca se padece en los sueños. Estaba sin dinero ¿de qué le serviría la plata si ignoraba cuánto podía costar un alfajor, una botella de Coca Cola? Hacía años que no tomaba Coca Cola. Se tocó los dientes flojos y sintió el filo de las roturas desparejas. Mayor cantidad de años y probablemente en otra vida fue cuando comió alfajores, que el padre le compraba hasta llenar bolsas grandes de papel de almacén, marrones, cortadas con forma de sierrita en la boca. Primero –recordó- les comía el coco rallado de la circunferencia, con las manos temblorosas de ahora los alfajores se le caerían al suelo.
Anunciaban otra vez la salida del tren en tres minutos y ella deseaba despertar, volver a lo de todos los últimos mil días incluyendo las madrugadas interrumpidas. Detrás y cruzando la puerta de entrada la calle aguardaba agazapada, una oscura boca negra que después de mucho andar la llevaría a los suburbios de un pueblito conocido apenas de oídas; adelante, aguardaba la urgencia del tren imposible prometiendo llevarla hasta allá lejos. Sólo en los sueños existen esos viajes, ella deseaba despertar entre la noche, el ensueño, la partida; era inconcebible avisarle a ninguna amiga que estaba por viajar y tampoco estaba decidida del todo. ¿Cuánto duraría el viaje? ¿Viajaría así sin ropa interior, lápiz de labios ni cepillo de dientes? A pesar de lo sufrido seguía siendo mujer, le preocupaban esos detallitos además de estar necesitada de algo más de abrigo.
Los vagones no tenían ventanillas y estaban oscuros como si nadie los hubiera frecuentado por años, un viaje incómodo era lo menos preocupante. La locomotora tampoco tenía el fuego tiznado alimentado por un fogonero ni la humareda de la máquina calentándose para alcanzar su máxima eficacia, los pocos vagones eran diferentes y destartalados; aun así parecía estar todo pronto en la estación para dar la señal de partida.
La mujer deseaba dejar de ser objeto de observación una vez más, se refugió buscando preservar esos segundos de privacidad junto a la puerta del andén contra un gran mapa político del Uruguay dibujado por Melitón González. Habituada a estar sola y desamparada esperaba de un momento a otro que la vinieran a buscar; en carne propia aprendió a detectar la presencia inminente de soldados como los que ahora, sin razón aparente pretendían empujarla a un destino tenido por secreto. Pasó años sin subir a un tren, cuando niña el padre la llevaba a la Estación Central de Montevideo. ¿De quiénes eran las estatuas de la entrada? Seguramente de los inventores del vapor y las locomotoras. ¿Estará tan linda la Estación Central General Artigas como cuando ella era chica? En otoño viajaban desde allí hasta Las Piedras para ver desfiles militares los días de fiesta patria y compraban caramelos Zabala esperando la salida.
Esta estación no tiene estatuas y es lúgubre como la noche más despiadada, el cartel bamboleado por el viento, chirriando con un ruido metiéndose en los huesos parecido al sonido de goznes herrumbrosos, candados y puertas de hierro golpeándose entre sí; tenía aspecto de indicar una estación terminal más que de partida. Una mujer estaba sola perdida en los andenes de un pueblo fantasma, a la hora de un reloj detenido. Sabía de la noche nada más que el frío y tenía cerrada la garganta por cuerdas invisibles, temió haber perdido la palabra para encontrar el miedo de hablar por la rotura de algo en el pecho que no cesaba de toser. Fueron las convulsiones, el ruido ronco de la tráquea reseca lo que ahuyentó al gato, que la vigila ahora desde las tablas podridas de unos cajones de peras y duraznos.
Todo era demasiado sucio para ser mugre premeditada y había poquísima luz, insuficiente para iluminar el mínimo artificio. Mientras ella permaneció quieta, a lo lejos los funcionarios seguían con lo suyo; cuando era su cuerpo lo que se movía el entorno permanecía estático pendiente del avance de una mujer desnutrida y sola. Lo más deseado ahora era descansar un poco, como pudo llegó a uno de los bancos ubicados delante de los hierros ingleses y las vías con abrojos; se acomodó en un asiento medio podrido donde encallaban pelotas de estopa entre polvo volador por los aires abandonados. Le dolía todo el cuerpo y como pudo apoyó la cabeza contra el muro fijando la atención en lo que sucedía fuera de su cabeza, pensó si podría soñar dentro de un sueño y el dolor en los ojos lo hacía improbable. Necesitaba despertarse de verdad, lo intentaba abriendo y cerrando los párpados. Se negaba a subir a esa máquina muerta esperándola mientras recordó una de las estatuas de la estación de la infancia como de Stephenson; de la boca por primera vez en la noche empezó a salirle un vapor imposible de entrever en los sueños. Algo en su interior ardía y unos pistones elementales se pusieron en funcionamiento, la respiración tomó el ritmo de un trencito a cuerda flamante, como si la memoria pudiera más que esa chatarra que tenía adelante. Entornó los ojos y pudo por vez primera escuchar con claridad la voz del hombre espectral del farol y la gorra listada.
– ¡Pasajeros a Mugardos… un minuto… pasajeros a Mugardos: un minuto…!
El farol cesa en su movimiento pendular, se oye que alguien orina contra la locomotora, otro gato aparece y persigue al primer gato gris de los cajones. Desde lejos se ve a la mujer pasarse los dedos por las mejillas después de haber llorado, ella se mueve en el asiento con gestos inquietos y sus manos se agarran del banco como los niños en los asientos de los circos y cree oír una música interior.
El viento sopla más fuerte batiendo una ventana mal cerrada sin vidrios para romper, algo comienza a escucharse desde el viento, con el viento y a pesar del viento; al principio parece ser ruido de gatos revolcándose entre maderas carcomidas, después pisadas de alguien caminando mientras se acomoda el cinto luego de haber meado. No es nada de eso, es la mujer tarareando una melodía para ella sola, de a poco recupera la voz y al tiempo recompone la letra completa de queridas canciones.
Con esfuerzo se levanta y mira hacia el comienzo del tren donde alguien la espera, la mujer sin verlo lo huele, sabe que él está allí donde ella se dirige; le es imposible caminar más rápido, el cuerpo no responde y desde la garganta remontan canciones infantiles que parecían olvidadas; sin llegar a partir el tren alcanzó su Destino por curiosas conexiones y ramales obstinados.
II
Soy una mujer a punto de partir. Donde quisiera ir está más allá de la muerte y más acá de la infancia, comarca donde no llega tren alguno. Conozco de memoria la tierra ignorada y a la vez conservada, sin que nadie lo sepa, en la sangre inmigrante irrigando mi sangre, desando los senderos hasta verme a mí misma con trenzas y descubrir lo supuesto desde siempre: la crónica familiar sin victoria ni derrota. La narración de un día lluvioso y preciso sucedido según contaba mi padre, hace mucho tiempo de lloviznas. Había en aquella crónica que viene noches enteras de mar y la necesidad de seguir siendo aún después de haber partido, partido la vida en mil pedazos. Pudieron, puedo dormirme hasta dejar que las semanas desgasten como el agua la piedra, lo intenté un incierto número de veces con final de fracaso igual que los intentos de tomar a un hombre de la mano. Me pesa tanta experiencia que hoy es un saber inútil, anunciando la opinión conocida de que para librarnos de insistentes recuerdos debemos atravesar su cauce; pasarlos a riesgo de ser devueltos a la orilla o ahogarse en el intento. Piden que se les haga un rincón a los más tiernos, imágenes difusas, voces insistentes y si se puede meterlos en palabras sencillas sabidas por todos. Dejarlos vivir, huir, mirarlos transformarse en parte de la vida como sigue corriendo cuando se oculta el sol en valles de otro Oriente; el gusto agridulce que adquiere la nostalgia cuando otro la escucha aunque el otro ni exista. Es tan poco el tiempo, decidirse a viajar es aprender a sentirse más sola y como ocurre con la historia la parte más extensa consigue sobrevivir si se la inventa. La húmeda bitácora de los sueños heredados se adivina incompleta, los datos de un pasado tan vivo se recelan.
Soy una mujer a punto de partir. Fechas desajustadas, rutas que al emprenderlas se sospechan fraguadas con puntos alternados desdeñando la ciencia, quedan en mi pequeñita vida de mujer pocos datos, escasas referencias del desgarrado mapa de la fe; precisamente flaquea ahora cuando tengo la ilusión de subir al vagón. Hay crónicas acéfalas de parientes muertos, confesiones incompletas y locuras de ancianos tal como existen convencimientos casi indemostrables; en ese mar de memoria entre olvido presiento testimonios perdidos en valijas entreabiertas, un puñado de verdades creídas y caprichos pequeños sirven a vivir este hermoso momento, dimensión movediza de la memoria negándose a estancarse.
Soy una mujer a punto de partir. Lo veo: acallada para siempre la hora de violentas conquistas seculares, apagado el rumor de matanzas heroicas, el sueño de plata manando sin pausa de fuentes callejeras se disipó al sostenido ritmo de vómitos de sangre, parecidas muertes con fiebre y calor, criollas desangradas al parir hijos de la estirpe nueva. Cuando el viajero –era un muchacho siendo un hombre- supo su fugitivo destino la patria estaba en manos de fascistas y El Dorado era tan solo el sol, un lecho de descanso, algo de pan duro untado con manteca rancia y un pedazo de tierra negra para cansar las manos. Me dijo que hubo un día final caminando por surcos de Galicia al borde de la ría, me dijo que incluyó una única noche de insomnio bajo la cúpula abierta hecha de estrellas del norte guiando los pasos de creyentes por siglos. Se lavó la cara mientras amaneció dejando correr la frescura del agua entre los dedos y cuando él emprendió la larga caminata, procurando tornar lo menos la cabeza, la parte suya que quedaba igual a los cantos al borde del camino se contrajo con gesto de dolor y se enterró allí mismo, hasta el oscuro fondo de la tierra que nunca más vería.
Soy una mujer a punto de partir. ¿Será posible que podamos cruzarnos él y yo en algún territorio? Como pudo llegó a los pórticos del mar, puertos hacinados de mareas insensibles y barcos atiborrados de gente. Las naves surcaban día tras noche lo infinito y lo desconocido llevando almas temerosas, pacientes y cansadas; cuando se juntan a bordo los paisanos venidos de todas las regiones fuman y hablan en voz baja, cantan al ritmo de instrumentos de viento y el gusto del orujo sin saber, en medio del mar, la razón verdadera de entonar melodías nacidas en tierra firma. Casi nada de ropa, dos o tres direcciones inciertas de primos adelantados, papeles falsos de rojo perseguido, un repertorio pobre de estrofas de trinchera de las que pocos saben las coplas completas. Se reunían con sol y balanceo, con sombra y aguacero contándose que faltan unos días apenas para llegar allá y olvidar rendidos por el sueño, noches incontables desde que la nave zarpó del muelle urgente. Él soñaba: en la límpida noche de la noche viajera cuando el cuerpo ya huele a lo que será, una magia de meiga imprevista se forja en el cielo cubierta por el ruido de motores de popa y gotas de olas partidas por la proa, la celeste arquitectura apagada resiente sus invisibles engranajes y depara, a quienes descansan solamente después de ver el cielo el asombro perfecto de una noche absoluta. Donde una cruz formada por vértices de estrellas incandescentes que bien podría ser de Calatrava, anuncia el mundo partido y la llegada de otros firmamentos crucificados, un diferente olor de la tierra mojada, formas desconocidas de vagabundas nubes, han tornado los cielos y nada será igual.
Soy una mujer a punto de partir. Los pulsos recurrentes de una razón vencida, harta y liberada se pliegan y arrinconan, se declaran vencidos ante la contundencia de ser otra vez desterrados de una tierra hasta ayer de nosotros. En tránsito o clandestina, residente a límite o puesta en la frontera nunca recuerdo si tengo en regla los papeles aunque no me los pidan hasta llegar allá. Con una cierta lógica, después de las muertes previas y pequeñas morimos de verdad; lo mismo sucedió con los primeros perros, casas de antaño, perfumes de adolescencia, arañas decretadas eternas por el susto, los hombres que me tocó querer y el mismo amor que aparece inmortal como la muerte misma. Se mueren las palabras y también los recuerdos disueltos en el peor olvido, existe la efímera alegría de un verso recordado, un romance lejano que retorna incorrupto, un objeto querido, puente hasta llegar al llanto, instantes que con todo lo pueden logrando el prodigio de distanciar la muerte. Sin embargo se ordenan misteriosas escenas vistas de pequeña cumpliendo el designio de avivar historias moribundas, recuperando ese saber retrospectivo llamado la familia y que se cree olvidado hasta reaparecer cuando estamos solos.
Soy una mujer a punto de partir. El corazón me late más de lo debido, debe ser de miedo y la emancipación de un recuerdo descuidado. El dormitorio de mis padres era grande, claro y luminoso, se entraba por una puerta inmensa de estación de trenes pisando un piso de cemento lustrado y refractario, la madera y el aire, la luz solar y la ropa lavada, doblada, ordenada en infinitos estantes. Los muebles eran grandes, el armario con espejo interior guardaba sabiamente incrustadas en la parte delantera estampas de madera de diversos colores. Me gustaría entrar y quedarme quietita de pie junto a tantos y tantos cajones entrecerrados, miraba hipnotizada una ventana azul de Magritte exponiendo el color del cielo al mediodía, alguna nube errante, el vuelo etéreo y torpe de la cortina blanca, frenéticos movimientos de una mosca encerrada, el resplandor del instante luminoso llenando la estancia de una luz cegadora. Quiebra la límpida luz de las ventanas un sueño cierto de cosas terminadas, subían sedientas las flores por caminos de polvos y caracoles, se incorporan materias sólidas y olores imborrables. Cuando contemplé alguna noche que la muerte me tenía acorralada me protegí en una historia previa buscando aguas de la memoria para salvarme. La memoria se fatiga.
Soy una mujer a punto de partir. Hay una foto –es una pena no tenerla a mano- donde estamos los dos, papá me tiene en brazos, es realmente una pena el no poder mostrarla, con una de las manos me abraza a su cabeza, papá sonríe, me sostiene con miedo. Al menos en la foto esa muy bonita, que no puedo mostrar, papá y yo fuimos felices, jugábamos a creer mientras duró la toma, mientras dure la foto que fue tomada con la vida por delante. Es una pena no tener esa foto, pero recuerdo: excepto los días de frío intenso el suceso ocurría fuera de la casa, las mañanas con sol y aún algunas tardes. Le gustaba afeitarse junto a la gran pileta cantando canciones de la guerra civil, un espejo pequeño con marco de madera, una espuma de nieve algodón y merengue; después de enjabonado y habiendo afilado la navaja con mano segura despejaba nieve, cercenaba algodón separando merengue, luego lo repetía cambiando de sentido el afilado avance. Hundía las manos y la cara irritada en el agua fresca saliendo de una ruidosa canilla, yo lo contemplaba sentada escuchando el ruido del jabón y la brocha, del agua resoplada oyendo sucedidos fantásticos del viaje por mar. Lo recuerdo trabajando con las manos metidas en otra tierra diferente a la suya, la mirada intensa sacándole colores en forma de rosales y frutos dulces, mojándola con agua de lluvias, regaderas y mangueras. En la frágil tibieza del sediento verano la larga noche arrastra voces y silencios azules, se escucha la voz de un hombre viejo cantando, sentado, hamacándose con canciones de la guerra perdida. A esa hora precisa en otra geografía con hórreos y cencerros, niebla de ría y estiércol removido de caballos el sol retarda su pausado paso, temeroso del frío de la noche cercana que traerá otra oscurísima helada del invierno. Papá fue un hombre inclinado en el atardecer sureño; tarda en incorporarse, en el calor de un enero inclemente mira el rojo del sol agonizante, saca un pañuelo arrugado del bolsillo, parsimoniosamente se lo pasa por la frente, permanece quieto y extraña sin decirlo un viento con ruido de mar embravecido, música de ventisquero diciendo Finisterre, Finisterre proclamando la muerte, el final de la tierra. Papá extrañaba el sonido del viento y su fría sensación en la piel curtida, su paso provocaba en la casa el relincho salvaje de caballos domados, el incierto mugido de toros encerrados. El silencio tenía un algo similar al silencio animal; al verlo pensaba en cascos herrados e inquietos, oyendo a corta distancia estampidas, galopes, encuentros bruscos con la muerte.
Soy una mujer a punto de partir. Mirando lo vivido, la cuota alta de años desvividos, descubro un lamento reclamando el llanto diferente sin lágrimas saladas. Comienzo a entender el sentido de algunos pocos gestos: maneras de marchar, masticar el pan y levantar el puño después del treinta y nueve. Cuando mamá murió la casa se volvió triste, se esfumaron los domingos absolutos, el aire del hogar se pobló de perfumes mortuorios y los sobrevivientes hablábamos en voz baja. Papá, después de haber podido tantas muertes no pudo esa tan mansa; en el cementerio lo vi sudar sacándose el saco y la corbata, acomodar la tierra, comprobar que no faltaran flores frescas y hablar con gatos conocedores del secreto de saber escuchar a los dolientes. Cambia el agua enturbiada de los jarrones sucios, mueve los labios cuando nadie lo ve, palpa la tierra entre flores marchitas sabiendo que toca la muerte con los dedos, la toca hasta encontrarla de frente y para siempre. Mi padre, viajero gallego y comunista murió sin regresar, lo descargó hace años un barco de carga sin faltar un solo día reincidió en voluntad y sueños de regreso, la vida es una extraña estación de trenes.
Soy una mujer a punto de partir. Un día como cualquiera, su cuerpo escapado de balas nacionales decidió que la hora era cumplida y sin consultar a nadie se quedó tan tranquilo. Quizá en esas horas se amotinó en buques cargados de pasado, trámite inesperado que jamás registran las gráficas azules del encefalograma, ni la aguja sensible controlando el pulso, tampoco se advierte en el tono incoloro de dos sondas de las fosas nasales. El parte médico no consignó nada especial en la materia, resulta complicado diagnosticar con apenas el último apretón de dos manos que mueren.
Soy una mujer a punto de partir. Salvo las horas previstas de la amigable muerte el resto de la historia se desarrolla a pleno cielo abierto, poco importa si hay sol, estrellas o caen hojas de los árboles, habrá frío. Me gustaría estar ante una hoguera mirando arder papeles y perderse la madera en el fuego hasta encontrar el destino de las cosas esas de la vida, siempre nos falta tiempo a quienes viajamos. Papá: afuera por las calles galopan los caballos y tengo miedo del ruido de la calle, del ruido provocado por los cascos de infinitos caballos que allá afuera en la noche galopan incesantes. ¿Los escuchas papá?
Soy una mujer a punto de partir. Los viajeros olvidan baúles, paquetes, papeles que dejan y dejamos perdidos en los puertos, en todos los pasos de frontera, las estaciones donde llegan los trenes, parte del equipaje, pedazos de la vida desaparecen y nadie puede después recuperarlos. Lo mismo pasa en los andenes cuando la carga es la memoria donde hay lo suficiente para vivir el próximo minuto. Cuando llegue encontraré por fin el sonido de un viento frío de montaña, pero debo empezar de una buena vez. Soy una mujer a punto de partir.
III
-Que estaba bien muerta estaba y si faltaran los testimonios por prudencia comprensible, aquí está mi palabra profesional corroborando; nadie sobrevive a un balazo a medio metro… yo llegué después que pasó todo, el hombre nunca llamaba personalmente, jamás condescendía a esas pendejadas burocráticas. Hasta mi casa vino uno de los importantes, aunque de menor grado le gustaba moverse entre ejercicio de deber riguroso y moral administrativa; lo dejaron me contó a cargo de un paquete pesado, una muerta pasada a mejor vida hacía apenas un rato y quería un certificado de defunción por fallo cardíaco. Medio dormido se lo hice pero seguía dando vueltas a lo perro sin decidirse a marcharse, así hasta que pidió que lo acompañara para ver si podía darle un consejo médico y terminar mejor el asunto. “Tranquilícese –dijo-: esa ni cajón cerrado.”
Eran las tres de la mañana cuando subimos al jeep y en lugar de llevarme hasta la Región Militar tomamos otro rumbo, mal síntoma… era otra de las jugarretas del hombre, esta vez algo había salido mal. Como médico de la zona lo frecuenté seguido y a pesar que exageraba algunos procedimientos yo compartía el postulado final de su misión: a la patria asediada en ciertas circunstancias no debe temblarle el pulso. Para evitarme malos momentos me encomendó el control de interrogatorios y tratamientos de cajetillas traídos de Montevideo, cosa de no tener problemas con la gente del pueblo; en esos tiempos de nación en peligro hasta el aporte de un modesto médico rural es decisivo. Tampoco niego la admiración al hombre por su firmeza y la manera de proceder, todo un caballero llamado a destinos superiores.
Aquella noche nos metimos por los barrios miserables del pueblo hasta llegar a la vieja estación de ferrocarril. Los efectivos se habían retirado, algunos hombres estaban sacándose el uniforme de funcionarios de AFE y crucé un vestíbulo donde había un reloj marcando una hora equivocada. Salí al andén, una lámpara sin potencia era toda la luz que había y el viento movía el cartel donde estaba el nombre del pueblo. El hombre se había ido, hasta sin ser un experto podía adivinarse lo sucedido, a unos veinte metros estaba el cadáver, era una mujer. La infeliz quedó con el culo al aire, nadie la había tapado, ver ese cuerpo así daba mucho más frío del que hacía y a un costado jugaban como si nada un par de gatos vagabundos. Debajo de la cabeza había un charco de sangre, me agaché, le volví la cara, hace años debió ser una mujer bonita y aquello era otro típico infarto.
Nunca supe bien para qué me llevaron o quizá fue para meterme al sesgo en esta historia rara; la única novedad era la manera de morir, disparo de grueso calibre a corta distancia, mucho más bruto que un simple fusilamiento. “¿Y qué hago yo en esto?” “Nada, pero como siempre le toca ver a los muertos…” Nos reunimos a un costado, era tarde y los hombres estaban agotados, como a esa zona sólo llegaban gatos vagabundos no había impedimentos para actuar a cara descubierta y nadie estaba de ánimo para seguir un asunto que, me chismearon, había dejado al hombre contrariado.
A uno se le ocurrió la idea de dejar allí el cuerpo –“la que le dije no puede llegar lejos”- y volver al otro día más descansados a liquidar la cuestión. Nadie se opuso a esa prudente sugerencia, cada cual por su lado nos fuimos a dormir y por mi parte creí liquidado el asunto. En realidad el baile empezó a la mañana siguiente, cuando otra vez golpearon temprano la puerta y con más insistencia; era el mismo oficial de la noche anterior que dijo: “Se llevaron la muerta”. “No joda” le contesté suponiendo una broma pesada, pero nada de broma.
Así se iniciaba uno de los más increíbles expedientes que me tocó leer y redactar en sus aspectos forenses. Dieciséis de agosto de mil novecientos setenta y siete… como para olvidar esa fecha. ¿Sabe qué? y ahora puedo decirlo: hay algo de verdad en eso de los desaparecidos, aunque le cueste creer lo que le digo durante el proceso cívico-militar desaparecieron varios cuerpos y nadie sabe qué destino tuvieron. Este fue el más famoso por cierta circunstancia que es preferible olvidar, el asunto llegó a las más altas esferas que ordenaron el inicio de una investigación hasta las últimas consecuencias.
Al parecer y tal como se había acordado incluso en mi presencia, apenas clareó un vehículo todoterreno fue a la estación a retirar el cuerpo; allí no había nada más a la vista que la mancha de sangre recordando lo ocurrido. Las primeras noticias eran confusas, a medida que pasaban las horas el asunto se volvió complicado, no había información confiable sobre la occisa y ni la familia sabía dónde podía estar esa infeliz. Ya se lo dije, por aquel tiempo nadie del pueblo se acercaba a la estación y además ¿quién quiere quedarse con un muerto en tales circunstancias? Era una verdadera locura, si alguien hubiera tenido esa idea disparatada en este pueblo de mierda, le faltaría el coraje de tamaño desafío a la autoridad. Muerta estaba, de eso no cabía la menor duda, durante tres días y más rastrearon la zona a ver si aparecía por algún lado. Nada.
Cuando se informó por primera vez a la capital del sucedido, todo parecía una broma que al hombre lo dejaba mal parado, en la vereda chistosa del ridículo. El hombre estaba rabioso como un perro: “aquí sólo desaparecen los muertos que yo quiero, mierda” y no le otorgó ni un día libre a nadie de la región hasta que se aclarara la situación. El pueblo se volvió un infierno, la gente entendía cada día menos; requisas, allanamientos nocturnos indiscriminados, revisaciones en cada metro de cada casa, razias en quilombos, prohibición por decreto arbitrario de bailes primaverales, interrogatorios a viajeros de comercio, una esquizofrenia colectiva. Entre la bronca y la humillación se pidió ayuda a unidades cercanas y nadie tenía noticias de un cadáver de mujer con un balazo en la cara; así pasaron varias semanas hasta que la cosa se calmó un poco.
El hombre, tan imaginativo en sus procedimientos quedó reconcentrado sin saber realmente lo sucedido con el cuerpo de la gallega. Cada dos por tres me preguntaba si las ratas podían llevarse un cuerpo, si un cuerpo podía disolverse en una noche… Mis modestas respuestas de médico patriota eran insuficientes para sacudirle la rabia que se lo estaba comiendo por dentro. Entre papeles, murmullos y conversaciones fue como de a poco pude armar la historia previa hasta la muerte; descontrolado por primera vez se le soltaba la lengua demasiado, hasta el balazo le digo y no más allá. La solución final –para el mismísimo final que transformó un episodio menor en charla recurrente entre amigos de ley- nunca la encontré. Tampoco busqué con insistencia y tengo miedo de que algún día pueda llegar a descubrirla.
La unidad de la que el hombre estaba al mando era, como le diré… especial. Nada de choque frontal, la cuestión era quebrar al enemigo de otra manera y en forma definitiva. Salvo los casos extremos yo estaba asignado y me movía de preferencia en el área de las medicaciones; me llegaba, por ejemplo, una carpeta con la historia clínica del sujeto, indicaciones del psiquiatra del penal prescribiendo relaciones entre fármacos y ciertas deficiencias de carácter. Del resto se encargaba el hombre que sostenía que cada prisionero de guerra requería un tratamiento especial; a uno simulaba fusilarlo, a otro le mandaba con la correspondencia fotos de la hembra saliendo del amoblado con un tipo y hacía correr historias de delaciones cruzadas. En su estilo tenía predicamento; llevó muy mal el asunto que le cuento, así lo entendí al leer su informa completo redactado con la rabia del cazador cuando una presa se le escapa de entre las manos.
Cuando Antonia Muiño fue detenida vivía en Montevideo cerca de Centenario y Corrales, estaba divorciada y tenía un hijo de seis años. Era una de las principales dirigentes del sindicato de la vestimenta y vieja afiliada al Partido Comunista, hacía dos años que estaba detenida cuando la trasladaron a mi departamento natal, creo que nunca manejó información de relevancia pero siendo del Partido era suficiente para nosotros. Tuvo un pasaje por la cárcel de mujeres de Punta de Rieles, buena ironía pensando en su final pero la gallega, dura como era, en poco tiempo organizó a las reclusas. Todo un problema, una molestia para ellos y desafío interesante para el hombre que estuvo un par de semanas preparándole una buena función a la recién llegada y encontró la punta de la madeja en la familia. El padre de la gallega después de la guerra civil se puso en Galicia a organizar las primeras células partidarias; uno no sabe si admirar la osadía o la inconciencia, en fin… alguno lo denunció, la cosa se le puso brava y rajó clandestino para estas tierras. Acá se quedó tranquilo esperando como todos la muerte del Caudillo; mientras, se aquerenció con una criolla y tuvo una hija, la Antonia, “bosta hija de bosta, gallega y bolche” –dijo el hombre- “la que le tengo preparada no se la va a olvidar más”. Examinó bien los antecedentes y descubrió que el viejo era de Mugardos en la ría de El Ferrol, frente a El Ferrol del Caudillo. “Lindo muelle para ser rojillo” decía dos por tres.
El trabajo comenzó haciéndole saber a la Antonia que en cuestión de días quedaría libre y tendría la opción de marchar al extranjero, faltando nada más que el asunto de papeleo inminente. Así durante varios días en un buen clima de diálogo, si se puede decir dadas las circunstancias; cuando creyó que ella estaba a punto preparó el operativo de la noche de invierno y le dieron un somnífero poderoso para dormirla. El hombre mandó acondicionar la estación abandonada con la apariencia de la salida de un tren “al enemigo hay que dejarle una vía de escape, pero la peor”. Allí la llevaron, allí la despertaron frente a un ferrocarril viejo remolcado por un camión durante la tarde, esperaban que se enloqueciera y mejor que subiera a esa ruina pensando estar en su turno de partida. “Ya que traicionó a nuestra tierra que vuelva con los suyos”; lo mismo pensaba, no se vaya a creer, de los judíos. A la Antonia, quién sabe por qué se la tenía jurada, se esmeró por montar la mejor representación, hasta quiso presenciarla personalmente. Algo falló y como se quedó sin la humillación habrá querido confiscar el cuerpo, aunque más no sea para patearlo desnudo a un pozo cualquiera.
Yo no estuve esa noche pero sí alguien de mi entera confianza como usted. Al parecer todo venía bastante bien y la empujaron medio dormida al andén a ver si terminaba de despertarse en pleno delirio. El plan consistía en dejarla desesperarse sin hacer nada para interferir, un tipo disfrazado era el encargado de repetir la inminente salida del tren y otros más hacían de extras igual que en las películas de guerra. Era claro que la gallega no podría escaparse para ningún lado al menos estando viva, la Antonia recorrió el andén varias veces buscando entender dónde estaba parada. Dicen que al comienzo quedó algo desconcertada, desconfiada como era se aguantó en el molde; todo cambió después que se sentó un par de minutos en uno de los bancos de madera, pareció quedarse dormida, los hombres hicieron ruido para despertarla y ella regresó del sueño diferente. Era una noche oscura cuentan, se distinguía poco la puesta en escena y aun así, ella se levantó comenzando a caminar lento empezando a saber hacia dónde. El hombre la vio venirse derechito hacia él que acababa de mear y ella venía como rezando entre dientes, la broma había fallado y epilogaba de manera imprevisible al plan original. Un oficial joven quiso interceptarla pero el hombre lo impidió y la Antonia quedó parada cantando para él, era noche cerrada, supongo que apenas se verían las expresiones cuando se miraron por última vez cara a cara. La sola luz era la de la bombita del andén y el farol de largada lo habían apagado, la gallega reencontrada vaya uno a saber con qué recuerdo y siendo una mujer a punto de partir, levantaba de a poco la voz, cantaba sola en medio del campo sin estar dispuesta a callarse. Eso lo supo el hombre que abrió despacio la cartuchera, sacó la pistola dejando luego caer el brazo pegado al cuerpo y amartilló. Ninguno de los dos podía retroceder, la Antonia cantaba más fuerte “… regimiento, el Partido Comunista…” si es para no creerlo… hasta ahí llegó la voz, ella levantó el puño y el hombre su mano derecha. El estampido buscó su propio eco y cuando lo alcanzó se lo llevó por las vías abandonadas, el hombre enfundó la automática sin perder la calma, dándose media vuelta con más rabia que desprecio; los subordinados presentes conocían su deber sin necesidad de órdenes. Dos gatos saltaron asustados, como si en lugar del balazo hubieran escuchado el silbato de la locomotora.
Ni le digo cómo quedamos en la región cuando pasado algún tiempo, supimos que aquel mismo día apareció el cadáver de una mujer en la costa, con un disparo en la cara y vestida de gris. Lo inexplicable es que no la descubrieron en las playas de Maldonado o Rocha como a veces pasaba, sino allá… en la ría de El Ferrol bien frente a Mugardos. Eso era lo más raro y que nunca terminé de entender ¿Me pasa la botella por favor?