lavoisier@ St. Naz. com.

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Debería estar avanzando en el diseño de una torre de control y no corrigiendo está maqueta de un relato confesional. Llevo cierto atraso en los planos del nuevo aeropuerto internacional de una ciudad con cuatro millones de habitantes, un lugar al borde del desierto y que nadie reconoce cuando pronuncio el nombre. Los mejor informados lo asocian a exóticas caravanas de la ruta de la seda de siglos pasados, casi todos ignoran que hace unos años allí se descubrieron bajo tierra enormes depósitos de hidrocarburo y desde entonces la producción petrolera es incesante, el dinero fluye a raudales.

Contemplo sin embargo la iluminación de la ciudad y bebo despacio, con aplicación de solitario, una botella de Pouilly Fumé que me hago traer especialmente de la región de origen de mi vino blanco preferido. Ahora es de madrugada y la noche está clara, bajo los efectos de la luz lunar los puentes de Londres parecen que de verdad existieran. Al comienzo de “El corazón de las tinieblas”, el polaco Jospeh Conrad escribió que la memoria de Inglaterra estaba en el río Támesis, que para concebir la historia del reino y sus diferentes etapas, cuando se confunden pasado y presente, había que saber leer en el curso del río.

Hace un tiempo, en relación a Francia y a mi vida yo tuve esa misma sensación; para entender lo que me había sucedido, que agregó el deseo a la memoria tendría que volver al trazado del río de 1012 kilómetros. Por eso bebo este vino de sol que me transporta el corazón de cierta luminosidad pasada; ahora es un reflejo inquieto, tiempo donde convergen río y ciudad, un estado espiritual levemente depresivo y una mujer con un nombre parecido al del río.

Si tuviera en mi poder un número de teléfono celular o su e-mail, si supiera donde ella se encuentra ahora mismo, pudiera localizarla y enviarle una carta de varias páginas, dudo que tuviera algo determinante para decirle. Esa historia es mía y no tiene más nada para compartir, tampoco hay palabras reveladoras que nunca fueron dichas ni la propuesta de darnos otra absurda oportunidad, menos el juego especulativo sobre qué hubiéramos resultado de haber seguido juntos. Al menos así las cosas quedan claras y puedo reivindicar una pertenencia sin sentimentalismo latente, el terrible momento de aceptar cuando un recuerdo se vuelve relato.

Fue aquella una historia de comienzo casual con final sin confusiones, su cronología sinuosa y las características sentimentales me impiden pensarla como un curso tranquilo; más bien me vienen arrastrados por la corriente fragmentos, paisajes, partes rotas, dispositivos independientes asociados a una felicidad acotada. Paradas estratégicas de la pasión extravagante, melodías distintas de un ciclo de canciones.

En Mulholland Drive, extraño film de David Lynch de hace unos años, las protagonistas femeninas de la historia llevadas por un impulso incontrolable de una de ellas, intuición de amnésica, salen de su departamento. Son las dos de la mañana, en la calle paran un taxi y van a un cabaret que se llama Silencio al fondo de un callejón de pesadilla sin salida. En el Silencio hay un maestro de ceremonia de aire diabólico, actuado por Peter Deming que comienza la presentación con tres palabras en español: “No hay banda” dice. Luego agrega que no hay orquesta y todo está grabado, el clarinete que se escucha, el trombón de vara y la trompeta con sordina.

Así me siento cuando activo la memoria del río Loira, todo parece grabado y ser el resultado de una ilusión, pero yo sé que estuve allí.

Un segundo presentador hispano anuncia a la cantante Rebeca del Río, la llorona de LA o de los ángeles. Las heroínas del film la escuchan mientras lloran con emoción incontrolable que parece conciliar lo vivido y lo no dicho: el temor del horror que se aproxima de manera inexorable. Acontecimientos terribles desbordando su entendimiento y cuya secuencia no logran alterar, están atrapadas por la ilusión y el engaño. La existencia es un espectáculo y no hay banda: planos secuencia, fragmentos y tomas polaroid donde hay que imaginar lo ocurrido en los intervalos.

No hay banda.

Mientras duró mi ilusión personal con ella -el argumento in progress de nuestra película- en los raros momentos que no estábamos juntos yo miraba el crecimiento sostenido de barcos desmesurados a medio armar, a diferentes horas del día, como un pintor preocupado por los efectos de la luz sobre las planchas de acero. De una manera que no termino de comprender los paquebotes estaban relacionados a la pulsión de mis deseos. Estando allí busqué información sobre algunos barcos de la historia queriendo detectar el cruce entre lo eterno y lo pasajero; entendí que los navíos también eran parte de lo efímero, como el vuelo de los albatros y que su final nunca se festeja con botellas de champagne.

Hubiera querido que mi plaza –yo proyecté una plaza para el lugar- también marchase hacia el mar. Tampoco hay plaza y sólo existe virtualmente en la pantalla de la computadora.

Soy americano del sur del ecuador, por esa filiación geográfica es imperativo que ame los puertos y me interese el tráfico marítimo sin excluir el submarino. No provengo de una familia de marinos pero leí relatos y novelas de viajes; conozco lo ocurrido en Port Arthur y Almería, lo que puede justificar mi inclinación por astilleros y bares de sus alrededores. En la bahía de mi ciudad de nacimiento está hundido el casco del Admiral Graf Spee, acorazado de bolsillo botado en Wilhelmshaven y dinamitado por su capitán Hans Langsdorff el 17 de diciembre de 1939 dando fin a la llamada batalla del Río de la Plata. Lo que elucida mi interés por las embarcaciones y algunos de sus secretos.

Necesariamente yo debía conocer la ciudad de Saint-Nazaire en algún momento de mi vida y sin embargo, las razones por las cuales viví allí una temporada son menos literarias o bélicas, más sedentarias que las supuestas en la navegación. Una temporada dije, como un viaje en barco antes de las turbinas y las torres de control con radares, una época con tumbonas en cubierta, camarotes alineados, salones para juegos de sociedad, cenas con pianista, todo lo necesario para desafiar al viejo océano.

Una temporada pues; si avanzara una medida del tiempo expresada en semanas y meses cometería un error. Fue un período en suspensión, algo intermedio entre los calendarios empresariales y el decurso del tiempo emocional, la agenda y el olvido. Una parada en las calas de Saint-Nazaire resultó lo aconsejable en tanto lo real se volvía interconexión transitoria vertiginosa.

El mundo es lugar de paso, traslación sin disfrute donde se vive pensando en la próxima escala para distraer lo inevitable, una aceleración que por momentos me desconcierta. Estar allí podía tener varias razones; pude ser un soldado americano pelirrojo nacido en un estado fronterizo al final de la primera guerra, un armador italiano firmando un protocolo para abril 2012. Un jugador de fútbol de Senegal, traído al mercato por un contratista honesto, un soldador ucraniano que ahorra euros en La Poste, traductor de Julio Verne a una lengua oriental, que todo eso puede encontrarse en los bares del centro donde los hombres beben y se apuesta a las carreras de caballos.

Mi caso resultó igualmente banal con pequeñas variaciones, soy arquitecto urbanista y pasé mi infancia en una ciudad que tiene costas sobre un río, el nombre más conocido no interesa, pero los conocedores de la segunda guerra mundial ya saben a cuál ciudad hago referencia.

En algún momento de mi vida profesional –ya estaba instalado en Europa- entre licitaciones y concursos que ahora navegan por la red como el viagra y otros afrodisíacos, las apuestas en la ruleta y relojes suizos falsificados, resulté el elegido para la remodelación de una plaza y sus adyacencias en el perímetro de la zona llamada Petit-Maroc.

Ese que organizó una parte del llamado nuevo espacio urbano fui yo, la gente del lugar se pasea por allí cuando anochece sin sospecharlo ni saber de mi existencia y es como debe ser. El proyecto era interesante incluyendo, además de la superficie pública la problemática de los accesos peatonales, un parking invisible, el diálogo de volúmenes con otras obras que remodelarían el lugar y la preocupación –juro que estaba en el pliego de condiciones- por el sector de juegos infantiles “que deberían tener una inventiva específica y no limitarse a estructuras incapaces de incentivar la imaginación de los pequeños.” Algunos miembros del jurado fueron sensibles a mi proposición que quiso asociar modernidad y el rigor de antiguos trazados coloniales, con elementos movibles que hacían evocar caballos libres y el tablero de un juego cuyas reglas se reinventan cada vez que recomienza.

Durante semanas pensé la solución adecuada para esa plaza, con un interés que incluso me resultaba extraño y ahora que todo terminó no consigo olvidarla, se trata de ese lugar común que vincula algunos paisajes a formas imborrables de la felicidad. Fue nuestro Queen Mary III como lo bautizamos una noche con champagne, porque allí habíamos ensamblado nuestras partes venidas de horizontes diferentes y el resultado final lindaba el asombro.

Al otro día de conocernos ella me contó que sus abuelos murieron en uno de los peores bombardeos que padeció la ciudad. En la piel debajo de un seno tenía tatuado un delfín, me advirtió que no debía enamorarme porque luego yo no sabría qué hacer con ella en mi vida; me llevó hasta los secretos de las bodegas de Saumur-Champgny y me dejó una nota donde escribió que durante siete semanas había estado embarazada, razones más que suficientes para volverla una mujer inolvidable sin caer en le mezquindad que calafatea las historias de amor cuando finalizan. Yo quise a esa mujer con una intensidad que prefiero no adjetivar para evitar el sentimentalismo, la renovación urbana tiene también productos derivados.

Nuestra historia y quiero creer que la corriente circuló en ambas direcciones, duró la totalidad de mi estadía. Sin huecos de disponibilidad mental no pude pensar en nada sin que ella estuviera presente, durante las reuniones profesionales con los responsables del proyecto global ni en las cenas con el equipo encargado de realizar mi propuesta; quería que todo terminara para volver a su lado y abrazarla y el atajo a la zona de la obsesión fue fulminante.

La vi por última vez hace dos años, cerca de la estación de trenes, en el contraluz del atardecer ingresó a la memoria con la potencia de las formas difusas, ella partía de la ciudad por motivos profesionales y para que yo me decidiera a irme. Había que aceptar el momento de la separación sin sirenas ni remolcadores con banderas, sin gente despidiendo el asunto agitando pañuelos, esperando el cruce de la línea imaginaria del puerto antes de volver la vista y fijar la mirada en mañana; en el nuevo paquebote en trámite del que salen chispas y un ruido inconfundible de colmena humana.

Ella me aconsejó que me abstuviera de ampulosas reacciones de latin lover y evitara volverla a ver, buscarla para proponerle un último fin de semana de amantes en despedida; yo por entonces no estaba ni tan siquiera en condiciones de intentarlo.

Mi profesión y los deseos de viajar me permitieron conocer muchas regiones del mundo. Hace un año me instalé en Londres para renovar los desafíos profesionales y concretar una fantasía de juventud. Tengo demasiadas imágenes diferentes como para tener una nostalgia visual específica, creo que tampoco se trata de un cotejo con pirámides escalonadas o bazares laberínticos, con planicies infinitas ante horizontes montañosos o ciudades inventadas sobre pantanos desecados.

Aquella combinación resultante de lugares descubiertos en parejas, escapadas cómplices al sex shop para los juegos también de la mente, horas marcadas por nombres de vinos y castillos, una conciencia de río y el resplandor literario de la ciudad de Nantes forman un conjunto con tenacidad de implantación digna de construcción indestructible. Si no puedes eliminar un recuerdo, la fortaleza de una historia de amor que estaba fuera de la escala de mi existencia, lo aconsejable que se impone es modificar la incidencia del pasado simbólico; ponerlo al servicio del presente aunque el pasaje no resulte sencillo.

Hacer con el recuerdo lo que propusieron mis colegas catalanes con la base submarina de la ciudad que resumió tan bien Béatrice Simonot: “Cuando Manuel de Sola-Morales y su colaborador Oriol Clos hablan de prolongar la historia de la ciudad en una idea de continuidad, de trabajo sobre la memoria, es con aquella de antes de la guerra que ellos pretenden renovar; el traumatismo de la guerra no es tomado en cuenta que como una interrupción de la historia. Era necesario “reencontrar la gran perspectiva, alguna cosa que se pierde; yo no sé si es el mar, el partir, la América del Sur.” Yo transformé mi recuerdo en una plaza bruja con jardines donde los caminos se bifurcan y hay pabellones con misterio.

Podría anteponer información de mi presente, rico de planes y amistades porque la vida fue generosa en mi etapa reciente. El recuerdo que resiste al olvido y por ello interrumpe la continuidad es de naturaleza irreductible, imponiéndose al ritmo vertiginoso de las calles de Londres. Es como un circo en miniatura y se liberó de la voluntad de recordar haciéndose presente cuando menos lo espero, incluso como esta madrugada cuando la mente debería estar ocupada en el tráfico aéreo sobre los desiertos del mundo.

–Sólo tú puedes liberar la primavera que hay en mí, eso fue lo que le dije y nunca fui más sincero ni menos original.

Nos conocimos en un ambiente de tensión con euforia del año 2009 cuando comenzaba el verano y yo no esperaba nada de la existencia. El buen tiempo llegaba a esa región tan imprevisible y las grandes obras de renovación de la zona portuaria estaban terminadas incluyendo el nuevo hotel. Algunas partes de la fisonomía de la ciudad habían cambiado por completo y esas serían las nuevas postales para enviar al extranjero. El espejo modélico que la define no era tanto otras ciudades de la costa donde la dinámica entre patrimonio y modernización parece forzada, sino la constancia de un equilibro raro e informulable entre barcos y ciudad del astillero; más que paisaje era la fuerza del trabajo humano incidiendo sobre él. De una manera superpuesta relacionada con la historia política, la actividad industrial, con cierta voluntad de movimiento y el extraño acostumbramiento a enormes estructuras con vocación de partida.

Saint-Nazaire era el puerto del viaje, la ilusión de que para cada uno de nosotros hay en alguna parte del Globo un destino alternativo. Obligaba a pensar en dos registros a la vez: existe una ciudad visible sobre la que yo trabajaba, el operativo Ville Port de los últimos veinte años y otra invisible hecha en partes, algo menos coherente para armar en la imaginación.

Para ver esa ciudad dispersada habría que alinear en el horizonte la flota de los barcos construidos desde 1862, los veleros y los cruceros que están en lista de espera, desde los petroleros a los barcos de guerra. Más de 1200 cascos y si podemos concebir tripulaciones, pasajeros transportados por más de un siglo se transforma en una de las conglomeraciones móviles más grandes del planeta.

Seguía de cerca los trabajos interesantes con la curiosidad de los novatos, me implicaba en aquellos de mi directa responsabilidad y estaba atento -algunos días muy crítico, otros en verdad admirativo- por los otros módulos lindantes, pues el resultado final dependía de una estricta coordinación sobre el terreno. Vivía una etapa de mi vida donde necesitaba estar alejado de mi estudio y del entusiasmo de los proyectistas, fatigado de reuniones prospectivas y cálculos sobre resistencia de materiales.

Había trabajado tanto por ordenador y maquetas virtuales, en culturas diferentes a la mía, satisfaciendo caprichos de todo tipo para empresarios pragmáticos e ignorantes, dueños de hoteles, grandes almacenes y mansiones de nuevo rico que había perdido el placer de las cosas haciéndose. El ruido de las máquinas junto a la obra, el paseo con casco por las instalaciones a medio terminar, el barro en los zapatos con cordones amarillos y el circuito de los cables infinitos en el interior de las estructuras, el sistema nervioso de mi profesión.

Claro que lo recuerdo y cómo podía ser de otra manera. La vi por primera vez en un concierto, unos conocidos que asistieron sin saber que yo había estado presente me comentaron que el recital había sido mágico, misterioso. Estaban en lo cierto y el nuevo lugar de la música en los alvéolos contribuyó al efecto. Matthias Goerne vino a Saint-Nazaire a cantar el Schwanengesang de Schubert, yo conocía su versión del Winterreise del año 96 y era la primera vez que lo escuchaba en vivo. Para que lo acompañara invitaron a una pianista talentosa, que vive en Nantes en el Pasaje Pommeraye me dijeron; se llama Lida Indart, lo maravilloso fue que hicieron pasar la sensación de que trabajaban juntos hace años o se habían preparado por separado esperando ese momento irrepetible.

El azar de la boletería hizo que la desconocida estuviera en un ángulo ideal de mi visión, el perfil que desafiaba a la predisposición. Se dieron las condiciones para la iluminación fulminante y más cuando en la quietud de las facciones, como si respondiera a un reflejo del espíritu una lágrima descendió lenta por su mejilla. Quise conocer a esa desconocida sabiendo desde antes del comienzo que marchaba a la perdición.

Tuvimos la misma idea de pasar por los camerinos, yo no alcancé a los intérpretes y la crucé cuando ella volvía.

-Ni lo intente, dijo.

Entonces salimos juntos porque era lo que había que hacer, nadie nos esperaba y hubiera sido tonto proponer un encuentro posterior así que seguimos conversando. Esa primera noche ya contenía el modelo de nuestra historia que duró hasta la tregua del verano, cuando los comerciantes bajan la cortina para ir a bañarse a La Baule. Una eternidad de tiempo.

Estaba fuera del mundo o todo lo contrario, una vez finalizada la plaza igual le comuniqué a mis asociados que estaba en tratativas de alto nivel para otros trabajos fabulosos de la conglomeración, creo que hasta les aseguré –es probable que estuviera convencido cuando lo dije- que podíamos continuar incidiendo en la zona por diez años más.

Nunca supe si me creyeron ni tampoco les pregunté, nuestras relaciones de asociados ya estaban tensas; lo que yo deseaba era quedarme con ella y decidir juntos lo que haríamos en el futuro.

En la ciudad siempre hay obras como para justificar la sumatoria de plazos y demoras de volver al trabajo de escritorio, que por entonces estaba en Barcelona. Luego, un día a comienzo de semana hay que subirse a un tren y así comienza la construcción del pasado. No hay manera de escapar a ese espejismo de la separación que se parece a un sueño, ocurre apenas diez minutos después que el tren acelera hacia el Este.

Tengo que contar un sueño que regresa y dice de la presencia persistente de lo vivido, debe estar relacionado con lo que ella me contó de los abuelos en la época de la guerra y con lo intuido en el concierto. No puede ser un sueño que venga de la infancia sino de la experiencia íntima de adulto, que marca un antes y un después.

-Aquí murieron mis abuelos, dijo, y pensé en algo terrible que le mató a todos los abuelos.

Lo asociaba a esos raids en escuadrilla que sobrevolaron la ciudad sin hacer distinción y con la misión de destruir. Alguna vez quise saber más pero ella prefirió dejar los detalles en la indeterminación, era un capítulo en clave narrativa de su novela familiar.

Sueño que soy un soldado alemán sin grado destinado al frente de Saint-Nazaire, tengo dieciocho años y todo lo que me sucede es lo primero y lo último. Éramos el polvillo adolescente del cometa del horror, en uniforme algo me dice que merezco ese destino de encierro y algo me dice en paralelo que estaba destinado a maravillosas aventuras, relativas a la mecánica de los relojes y a la resonancia de los violoncelos de Cremona; no a esa carrera hacia la carroña sin identidad.

Mis compañeros de armas duermen a mi alrededor y algunos tosen durante el sueño, yo estoy tan cansado como ellos pero los dioses que deben existir me obsequiaron media hora de lucidez absoluta para la última meditación, que se vuelve oscuro presentimiento. Soy un guerrero invasor, peleo por esta fortaleza marítima contra otros extranjeros como si estuviera defendiendo mi suelo patrio y ese río que entra en la base en la fuerza de la desembocadura, fuera el de mi niñez donde pescaba y que llega a su final.

Mi amada quedó en el pueblo, recuerdo el perfume de su cuello y la pienso tal como la vi por primera vez en la parroquia. Esa distancia con mis compañeros de batallón es la soledad; por media hora yo permanezco fuera del sueño como si se tratara de la última voluntad del condenado. En las horas previas no cantamos “Lili Marlene” con jarras de cerveza en la mano como se supone en las caricaturas, tememos pagar en miedo el precio de la empresa y tenemos la ingenuidad se suponer posible la victoria.

La noche absoluta hace más rutilante el resplandor de las llamas, cerca de donde estamos hay un depósito de combustible que arde, se escucha el ruido de la artillería armando munición para las réplicas del amanecer. Hay armamento suficiente pero no tanto como para rechazar el asalto de la melancolía, yo no sé en qué momento de la batalla estamos sumergidos. Es absurdo sentir la tormenta, la pasión interior y más el recuerdo nítido de la botadura de acorazados de bolsillo, cuando se escuchan lamentos de amputados y quemados suplicando por algo que pueda detener el sufrimiento.

En el sueño yo soy otro, me pregunto si todos mis ancestros fueron guerreros del resentimiento o soy el nuevo eslabón sacrificado de una fatalidad infinita. ¿Yo mataré a los abuelos de una muchacha que conoceré en otro sueño? En este interludio escucho el paso a baja altura de un avión averiado que parece un Messerschmitt. Las máquinas no cesan de trabajar reparando el material descompuesto, me aguarda el sueño intranquilo y combates de incierta resolución.

Una explosión que prefiero creer accidental aumenta la luminosidad del resplandor y justo antes de dormirme o cuando recién despierto sé que moriré en las próximas horas; más que un presentimiento es una certeza. Protejo la guerra de las profundidades y la muerte me llegará por el cielo. ¿Qué habrá soñado esta noche el aviador inglés que lanzará la bomba incendiaria que termine con mis elucubraciones y mi vida? ¿Seré un rastro de sangre sobre la nieve?

Anoche, después de dos años de viaje ese sueño regresó y al despertar sentí en mis manos olor a gasolina.

El auto amarillo lo recuerdo perfectamente pues a último momento utilicé ese color para algunas instalaciones de la plaza.

A los pocos días de iniciada la relación ella me dejó una de las aventuras de Tintin sobre mi mesa de trabajo.

-Toma, para que perfecciones tu francés, me dijo.

Se trataba de “Les 7 boules de cristal” y tenía un post-it naranja en la página 54. Fui directamente a esa indicación que debería tener algún sentido, un juego de la complicidad. En el primer cuadro de la plancha hay tres personajes conocidos viajando en un auto amarillo, el copete de la escritura dice: Et quelques minutes plus tard…

Tintin pregunta: Et maintenant, capitaine, me direz-vous enfin où nous allons?

El capitán Haddok responde: À Saint- Nazaire!

Durante 38 viñetas la acción sucede en la zona del puerto sobre la que trabajé tantas horas buscando soluciones originales y que miraba desde mi lugar de trabajo en la ciudad. Es donde pedí ser alojado para sentir la tensión de la proximidad; preferí un departamento de la zona originaria de la ciudad, el adn de los primeros pescadores, que si bien está transfigurada preserva algo del pasado proletario y popular.

Persiste la memoria de los barcos de pesca descargando cajones en los muelles para la primera venta, de bares activos desde el amanecer y bailes de sábado a la noche, de karaoke donde los muchachos del lugar se sentían Ricky Martin cantando “Living la vida loca.”

Al lugar le falta ese auto amarillo circulando los días de fiesta para sorprender a los visitantes, bólido descapotable que pase como un prodigio venido de otro tiempo. Dejarlo estacionado cerca del punto levadizo, al pie del Büilding insinuando entrevistas, donde amarraban los paquebotes que llevaban a los viajeros a los puertos de América del Sur. Me pregunto por los niños que juegan en mi plaza, si serán lectores de historietas y luego de Julio Verne o pensarán que la guerra dejó de ser cuestión de hombres para serlo de máquinas virtuales, animadas por consolas de juego con cables que no dejan olor de gasolina en las manos.

Esa historieta de Hergé se publicó en 1948 y me asaltó la curiosidad de saber lo que ocurría en los astilleros cuando llegó aquel auto amarillo. Aquí las cosas cambian de forma radical como si hubiera una excesiva exposición al pasaje del tiempo; fue en los años 20 cuando la llamada ciudad vieja toma la denominación de Petit-Maroc con que se la conoce hoy día. Nunca sabré si la etimología responde a lo que supongo o es cierta la leyenda que lo hace derivar de la expresión bretona “tiaroc”, relacionada con las rocas y ese lugar del mundo.

Lo que parece menos discutible es la configuración del inesperado Prometeo que encadenaron al lugar y las águilas que llegan periódicamente. Como se advierte, hablo de la ciudad porque es otra manera menos dolorosa de hablar siempre de ella, es el desvío o la sublimación, aceptar que nunca llegué a conocerla del todo.

La historia moderna para mí que me informé al respecto, comienza en 1924 cuando se demuele el Casino de las mil columnas y que se me aparece como el antiguo templo del azar. Exilada la ruleta, la ciudad queda condicionada por dos cronologías marcando el tiempo de la base y la construcción de los barcos.

Cuando Milou corría por el puerto acompañando la voz del amo hacía unos pocos meses que la base había sido desafectado y en el mes de octubre se producía el primer lanzamiento del Lavoisier. Ese barco me intrigó; Patrick Baud cuenta que ello ocurrió el 30 de octubre a las 15h. 4m. Su madrina fue Mme. Viellard y ella lanzó la botella de champagne contra el casco. Era un paquebote mixto, el segundo de los ocho navíos de la serie “Savant” destinados a la línea de América del sur. 12.000 toneladas, 163 metros, velocidad de 17 nudos y una capacidad de 330 pasajeros.

¿Qué detalle, además del espíritu científico y su optimismo luego de la guerra, se homenajeaba con tal denominación? ¿El hombre que determinó la primera versión de la ley de la conversión de la materia, ese momento fantástico, después de millones de años de identificar y bautizar el oxígeno, el guillotinado en Paris el 8 de mayo de 1794? Conociendo la ciudad y lo allí vivido, viendo el estado del mundo y la deriva de mi vida, recordando los vinos de la región y el destino de los barcos allí armados, decidí que se pretendió recordar la máxima del decapitado: rien ne se perd, rien ne se crèe, tout se transforme. Todo se transforma y lo único que se fija es un remedo de la ilusión; hay la memoria que permanece, el resto es materia que cambia de naturaleza como mi propio cuerpo.

La idea fue de ella.

-Estás obsesionado por la noción del cambio y de la construcción, como si la materia le quitase fluidez a la existencia. Mira detrás de mi ¿Qué ves?

Era el río obvio e inevitable que parecía dominarlo todo desde una serenidad discreta; si allí estaba la historia sin exclusiones, también navegaba la imaginación y la novela del deseo que estábamos viviendo.

-Los ríos son misteriosos por el secreto del origen, lo inexorable de la desembocadura y al riesgo de acceder a la otra orilla.

-Tal como lo dices no puedo evitar ciertas asociaciones.

– ¿Cómo qué?, dijo ella.

A los pocos minutos decidimos indagar el enigma del Loira sin pretender conocerlo, lo que podía necesitar más de una vida. Era el río de nuestra interferencia, a la vez la barca imperial y el riesgo del naufragio, siendo el curso tan extenso queríamos apenas tener conciencia de las tres experiencias evocadas.

El primer fin de semana miramos hacia atrás y fuimos al pie del Mont Gerbier de Jonc siguiendo las indicaciones de la guía: comuna Ardèchoisede Saint-Eulalia y 1408 de altitud.

-Hay que venir de lejos para tener esa curiosidad relativa a lo cercano, para querer saber de dónde viene lo que nos acompaña cada día, me dijo.

El cartel de madera era rústico como si perteneciera a siglos anteriores, indicaba la fuente más probable del llamado río Real y el más largo de Francia. Por suerte no estaba escrito: No era aquí. Metí la mano en el agua con esa absurda ilusión de poder hundirme en la corriente, fue una experiencia emotiva y desconcertante, había algo de arcaico e insuficiente. Tocar el origen tiene sentido si se acepta la supremacía del movimiento.

-En el regreso tienes derecho a visitar uno de los castillos y una bodega. No más, así que debes elegir.

Alcanzar el otro lado pareció más sencillo, fue una iniciativa espontánea mía y ella supo envolverla en un clima de duende.

-Imagina por un instante que nunca más verás lo que hemos dejado atrás.

Ella siempre tenía esas formulaciones del misterio, lo elusivo que sorprendió mi razonamiento lógico, cambiaba una vivencia rutinaria en una experiencia límite, cada cosa era siempre la primera vez pero también la última.

Claro que lo pensé y entonces el almuerzo en Saint-Brevin-les Pins lo viví como si ese fuera mi hogar desde la infancia y también el último lugar del mundo donde podía ser feliz. Hasta hubiera jurado que estaban dinamitados todos los puentes que me unían al pasado, incluso el que habíamos cruzado hace menos de una hora.

Ella lo sabía y durante el café me dio la estocada.

-Tenemos que prepararnos para el final, hemos llegado demasiado lejos y ya podemos contemplar la desembocadura.

Después me habló como una azafata turística, como si evocara el final de una excursión campestre por la región. Evoco un îlot, la Band du Billot y me habló de la belleza nocturna y solitaria de los faros que guían al viajero en ambos sentidos.

-Tienen una poesía que abandonamos sin haber hallado ninguna cosa que pueda suplirla.

Eran cinco luces, conocía los nombres y su emplazamiento preciso, pero yo le dije que preferiría visitarlos el año próximo.

Sentía que perdía la cabeza y hasta parecía premonitorio. Estaba en la ciudad que recuerda el santo que se festeja el 28 de julio y por esas fechas nos conocimos; mártir que tuvo la mala fortuna de coincidir en la prédica con el poeta Nerón y fue decapitado en un lugar llamado Tres Muros, en Milán.

Me había interesado por Antoine Laurent de Lavoisier por ese encuentro entre química y astillero, por saber qué tipo de barco se construye después de una guerra; parecía normal entonces que me dolieran las cervicales.

Claro que me envolvía la relación con ella, la química había conectado y la reacción en cadena funcionó de maravilla, pero me fascinaba el estar, por lo evocado, en un tramado de casualidades. Allí dentro de su círculo mágico el razonamiento lógico me parecía alterado, las explicaciones insuficientes y todo parecía tocado por lo ignorado. Una cadencia más vinculada a ocultos astrónomos incidiendo en la historia, científicos convencidos del orden secreto, defensores de las fuerzas magnéticas del lugar, sociedades de notables al margen de la República e inspiradas por objetivos trascendentes.

Ahora que la gente percibe el poder de la ciencia es cuando más está excitada por complots algebraicos y conspiraciones religiosas, enigmas ocultos en el arte y la perseverancia de la secta de los iluminados. Además de la historia hay una química de los hechos que se buscan para generar lo inédito, debe ser eso. La vida es como la tabla periódica de los elementos, de acuerdo a la combinación manipulada nos puede llevar a perder los sentidos o explotarnos en las manos. Cada cosa que ocurre es un encuentro casual.

Tampoco sería extraño que uno de estos días se editara en París una seudo novela revelando que el tesoro de los Templarios está protegido en la región. El mapa del lugar lo dibujan los faros de la desembocadura y puede que esté dentro de la roca donde yo me hospedé, la roca de los primeros pescadores; de ahí las batallas sanguinarias por ganar este punto estratégico del continente. La segunda parte de la clave estaba escondida en el Imperatur Traian, el Dacio o el Pieter Corneliszoon-Hookh, tres barcos armados allí que se disolvieron en la historia sin dejar traza de su destino final.

Eso es lo que buscaron celtas y normandos, Napoleón en 1808 cuando decidió construir el fuerte mientras pensaba en llegar a Madrid, los americanos cuando esto fue la pequeña California, los nazis de verdad sin Indiana Jones dando latigazos y todos los que vinimos luego a hurgar en el subsuelo con palas mecánicas.

Estaba pensando con conciencia del final, hasta los salones de baile y los camarotes de lujo terminan en la chatarra. Una madrugada ella encendió el sexto faro de la desembocadura.

-Esta es la última noche que pasamos juntos, mañana me voy de viaje y a mi regreso tu no estarás aquí.

Después que ella partió apenas resistí tres días, tengo todavía en mi cv de presentación el proyecto de plaza en lugar destacado y guardo el billete del TGV. 08h. 57, tren 8909, vagón 2 y asiento 21. Supongo que esas cifras cercanas contienen una serie secreta que ignoro y conduce a la felicidad absoluta o todo lo contrario. En mi computadora en pausa instalé un mapa del cielo que entra en zoom hasta que se forman las constelaciones del norte tal como se ven desde el centro de mi plaza. Las estrellas se desplazan siguiendo el ritmo de las estaciones, sólo de ese cielo podrá llegar el mensaje que espero desde hace dos años, una dirección en clave y que reconoceré en cuanto aparezca en la pantalla de la mensajería, invitándome para un encuentro informal en algún lugar indeterminado del curso del río Loira.