La división Novalis

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Her Jürgen nació el diecisiete de diciembre de mil novecientos treinta y nueve en la ciudad de Wilhelmshaven a orillas del mar del Norte. ¿Son suficientes estos datos escuetos para entender lo que muchos años después ocurriría a orillas de los mares del sur? Desde muchas generaciones atrás perdidas en los legajos municipales, la familia estaba ligada a la construcción de embarcaciones; también en tiempos difíciles Jürgen sabía que esa heredada comodidad –fortunas nunca afectadas por cambios en el poder- sería suficiente para colmar necesidades elementales y le permitiría concretar ambiciones mayores, las que fueran.

De niño aprendió que la voluntad para estar incidiendo en el mundo es más que el título de un libro. En la mesa familiar luego de la humillante derrota de la guerra, nada se decía de los sillones vacíos destinados a hijos artilleros perdidos en alta mar. Una doblegada ética de vencidos impedía la irrupción de planes por modestos que fueran y él fue aspirando a un futuro menos exultante evaluado en milenios, como había escuchado de sus mayores en la infancia. Con una impuesta vigilancia del conjunto de sus talentos tendría una educación completa adecuada al presente, ocio suficiente para sortear sin dificultades exigencias curriculares de cualquiera de las carreras universitarias. La decisión de estudiar ingeniería tranquilizó a la familia, ello nunca fue impedimento para que cultivara, con el afecto que se dispensa a las vocaciones clandestinas, el tramado misterioso de la poesía.

El dominio de la tecnología, aunque restringido por cláusulas de capitulaciones lo impulsaba a la conquista del mundo prescindiendo de dolores demasiado humanos, la lectura lograba suspenderlo en la pureza de Rilke, abismarlo en la noche de Novalis. Esas irrefrenables pasiones consentidas en las horas oscuras de matemáticos días, lo adiestraron en el culto placentero de la memoria; la incomunicable excitación de repetir en silencio sus versos preferidos reincidiendo con gozo en el más evanescente de los vicios. Jürgen amaba rearmar la cadencia de versos en la lengua que, a su inteligencia, era la más universal y única no acorde al calificativo de dialecto, la que mejor dialogó con el Ser. Se sabía capaz de estremecer a una mujer con romántico arrullo y dimensionar la estatura de la muerte de un hombre, una nación en peligro y un tiempo irrepetible en el ritmo elegíaco de oraciones fúnebres. Esa conciliación temprana del orden logarítmico y el desorden de las pasiones lo hicieron alguien especial con destino exento de sorpresas, un hombre calculador.

La idea de ser juguete de los dioses fue parte de su formación y la metáfora resultó retenida, promediando la adolescencia lo desveló la posibilidad de una Historia vigilada y la vida regida por alguna potencia inidentificable, lo inspiró en excursiones campestre a la montaña durante el verano en su etapa de bachiller en Bremer. Ello no provenía de mágicos mensajes interiores sino del silencio cuando se aproximan el estudio de la filosofía y la vida, hasta llegó a creer que era el doble de otro siendo ese un nuevo pasaje para descubrir quién era realmente. Descartó luego esa hipótesis decimonónica asumiendo racionalmente planteos clásicos o todo lo contrario: escuchó las palabras del guerrero que se supone habitaban su sangre. Eran tiempos fatídicos los de su patria para tales sueños; a su manera Jürgen halló la senda tangencial pero gratificante de participar del perpetuo combate del mundo, así hasta que asimiló alternativamente la victoria y derrota en su propia persona, exceptuando la imposición simbólica de enlutarse en uniformes ocres y obedecer insensatas órdenes de inmolación por fidelidad a un Reich barrido del futuro.

Ayudado por la fuerza que otorga un hallazgo fortuito, nuestro hombre se especializó en ingeniería bélica, crisol donde se fusionan muerte y capital, llegó a amar con pasión el diseño de máquinas inventadas por el hombre para matar. Ello daba a sus bocetos inconfundibles una belleza agónica, extraño poder de convicción comparable a ciertos planos conservados de fortificaciones renacentistas; las armas así concebidas eran el espejo de un juego macabro, retórica transferencia de pulsiones oscuras de Jürgen, que contemplaba satisfecho en la técnica dominada con regla de cálculo la eterna mediación entre ambición y corona. Del abundante arsenal desplegado en la historia optó por la mansedumbre de los tanques, decía ver en sus formas rotundas mucho de feudo y máquina absoluta, oruga y útero; quién sabe por qué lo decía. A su criterio, el tanque era el engendro bastardo entre los míticos centauros y las naves espaciales, la última especie capaz de otorgarle dimensión humana a la guerra marchando a la frialdad del anonimato. Un barco por tamaño, el avión por desplazamiento desarticula ecuaciones simples de la divina proporción; un tanque, el motor del tanque, nunca alcanza el asombro quedando en un miedo recomenzado cada vez que se pone en marcha, el trajinar recuerda el temor ancestral cuando avanzan caballerías bárbaras, su agonía entre arenas del desierto y lodazales de estepa invernal semeja el estertor final de los mamuts. El tanque es el elefante de las nuevas conquistas y cuando amanezca el último de los días recordados en tierras donde se libren batallas decisivas sólo habrá sitio para el paso de tanques. En tanto se postergan esos apocalípticos enfrentamientos imaginados, los tanques son argumento poderoso para acceder al poder en todos los puntos del planeta.

La intuición le murmuraba a Jürgen que el deshumanizado asunto del diseño resultaba insuficiente a sus apetencias; sentado en su estudio confortable, escuchando música de cámara, observando una tarde, con indiferencia nunca proyectada a un cuadro la constante tormenta que resguarda la ciudad mientras dura el mes de las lluvias, aceptó el final de otra etapa de su vida y lo inevitable de una metamorfosis.

Luego del diploma de la Universidad su primer trabajo y segundo aprendizaje fue bajo la tutela de Krauss-Maffei. Allí vio partir tanques hacia todas las regiones del mundo en tensión; la experiencia en la producción industrializada, su incorporación a la práctica la vivió como parte del pasado irrepetible. Una mañana crítica para su porvenir imaginó que era un buen vendedor y lo inhibió recordar que le estaba prohibido ser el primer comerciante en una familia de tradición constructora. En la búsqueda de un camino personal Jürgen pasó de Hanomag a Henschol sin lograr -fue curioso- destacarse en ninguno de los departamentos a que fuera destinado. En esa incertidumbre dedujo como si nunca antes lo hubiera advertido, que esos trámites compartían la existencia de un vacío, el agujero negro luego de firmados los contratos; el tiempo ni siquiera considerado cuando se acuerdan comisiones reservadas y estamparon las firmas correspondientes: momento del placer de los hombres acercándose a juguetes recién comprados ganados por la bélica sensualidad, haciendo olvidar el resto. Siempre desean aprender rápidamente el uso apropiado de la máquina nueva, estar antes en la ventaja de la información, anteponerse si es posible a los camaradas de graduación por aquello de la ambición de los mandos. Junger dedujo que mejorar ese aspecto de la transacción podía modificar la estructura y reparto del mercado internacional.

La realidad confirmó que estaba en lo cierto, educar a los interesados formaba parte de la tarea, se debía abandonar la usual concepción abstracta del negocio para promover una praxis docente. La puesta en práctica de esa innovación hizo de su empresa personal algo más atractivo. En mil novecientos setenta y cuatro Jürgen rechazó un llamado de Thyssen Henscher que lo tentó con una oferta excepcional, incluyendo participación en ganancias y acceso al paquete accionario. La compañía había obtenido por esas semanas el suculento contrato para el diseño y desarrollo del TAN argentino y del VCI en la primera etapa. Jürgen conocía a la perfección el chasis Mardes de base así como los desarrollos sucesivos del Leopard 1, también sabía que en un proyecto de esas dimensiones y con tales usuarios tendría escasa autonomía para iniciativas personales. Cierta relativa movilidad laboral de esos meses nunca fue vivida como fracaso de entrada al mundo del trabajo, la variedad y frecuencia de las propuestas que recibía confirmaban que estaba en óptimas condiciones para proponer algo novedoso, diferente. Tan seguro se sentía que hizo una contrapropuesta; a la vista de los antecedentes sus superiores en el complejo se sorprendieron y terminaron aceptando. Los tranquilizó la promesa de Jürgen de continuar en el diseño, incluso vislumbraron con atinado criterio confirmado por los hechos, que la idea y empuje del joven ingeniero podían resultar interesantes en una actividad más competitiva cada año. De común acuerdo, ambas partes fijaron para el próximo quinquenio dos objetivos en la actividad de Jürgen: trabajaría en el perfeccionamiento de movilidad de tanquetas para revueltas urbanas, iría en misión a promover el nuevo prototipo haciendo en América Latina las primeras armas del nuevo perfil de instructor.

En apenas un año adquirió un dominio más que correcto del castellano al uso madrileño, insuficiente para escribir un poema, apropiado para entenderse con la oficialidad desde El Salvador a Santiago de Chile. La botadura del destino en los mercados tercermundistas empezó para Jürgen compartiendo un mes de tratativas e instrucción, con un ingeniero belga, en los cuarteles de las afueras de Lima, en Perú. En esas semanas fue sólo acompañante y observador, visitó el Lima Army Modification Center cuando estaba preparándose la producción de XM1 Abrams, un clásico, sin acceder a la información confidencial del proyecto. Debió conformarse con lo deducido por su mirada de experto entrenado, leyendo las huellas dejadas por la máquina en los campos de entrenamiento, las formas cubiertas con fundas vigiladas de continuo. Buen ejercicio de entrenamiento fue como jugar una partida de ajedrez a ciegas.

A las pocas semanas, cuando llegó el otoño al hemisferio sur desde la casa matriz le asignaron un nuevo destino y debió actuar de inmediato. Por pocas horas, con la ayuda de una comisión suplementaria difícil de resistir su grupo consiguió modificar un compromiso previo que parecía inamovible. El ejército uruguayo decidió una compra importante, la mitad de la partida del nuevo prototipo de la firma de Jürgen y otra mitad o más del AMX-30 francés. Problemas de estrategia y secretos de defensa como se argumentó ante ofuscados comisionistas galos, allá asignaban la totalidad del contrato al complejo alemán. Era la oportunidad tan esperada de ingresar a otro mercado pequeño y prometedor con el nuevo modelo del que Jürgen era responsable, desde el tiralíneas hasta la elección del combustible.

El trece de abril de mil novecientos setenta y siete Jürgen descendía del avión de Aero Perú en el Aeropuerto Internacional de Carrasco, en las afueras de la ciudad de Montevideo. El día perfecto y otoñal era fresco, soleado y atravesaba la pista central del aeropuerto un viento molesto, le pareció llegar a un descampado como si hubieran estado obligados a un aterrizaje de emergencia y sobre pistas sin criterio de un país inexistente. En el paisaje se observaban avionetas que parecían juguetes, la enorme cola de un Hércules asomaba impúdica del hangar más alejado. El pasaje bajó en silencio, eran pocos y parecían cansados por el viaje, la mayoría de quienes embarcaron en Lima abandonó el aparato al llegar a Buenos Aires.

El salón que oficiaba de primer espacio de territorio nacional estaba vigilado, hombres pertrechados a guerra y con ideas fijas parecían estar esperando un colapso terrorista sobre la base aérea, ya sea en helicópteros secuestrados o en un chárter de Air France a cara descubierta; el funcionario encargado de controlar los pasaportes se consideraba centinela del infierno, vigilante de campo de trabajos forzados, su mirada era la de quienes creen estar batallando contra malignas fuerzas venidas de la eternidad. Durante la espera del equipaje Jürgen vio pasar los controles enormes maletas sin revisar; su misión, recordó, no era moral sino técnica, comercial y el objetivo asegurar la renovación del acuerdo para el próximo trienio. A una señal del funcionario aduanero se aproximó a Jürgen un hombre joven corpulento, con un corte de pelo lejanamente prusiano y bigote tupido de revolucionario mexicano, combinación infrecuente en otras fuerzas armadas que había conocido.

– ¿El señor Jürgen Dillman? le preguntó, marcando las letras del nombre como si antes lo hubiera repetido varias veces.

Jürgen asintió con la cabeza.

-En el comando lo esperan, agregó con tono más seguro.

-El viaje fue largo y agotador, respondió Jürgen en su castellano con acento extranjero. Prefiero descansar, comuníquelo a sus superiores junto con mis excusas. Lléveme de inmediato al hospedaje previsto. Mañana a las seis treinta estaré pronto y esperando el transporte.

-Si señor, contestó el joven subordinado sin acertar a saber si hacía lo correcto.

Esta duda provocada entre acatar la orden original o consultar instrucciones por teléfono le daban al extranjero una inesperada ventaja. Jürgen no estaba en verdad tan cansado como dijo, disfrutó cortar la rutina y saberse esperado. El equipo pesado, una parte, hacía una semana que había llegado al país; esta bienvenida traducía una inquietud que pedía respuestas urgentes.

-Tiene reservada una habitación en un hotel, señor, dijo el hombre.

-Como recién llegado causaré algunas molestias. La primera será solicitarle que me ilustre sobre la ciudad en nuestro recorrido hasta el hotel.

-Con gusto, accedió el joven anfitrión, recordando las instrucciones recibidas.

No eran pocos los elogios que Jürgen recibió cuando se hizo público su prototipo y que era derivación simplificada de la serie Leopard. Para la tripulación mantuvo el esquema tradicional de cuatro hombres con funciones bien distribuidas, el armamento consistía en un cañón de 125 mm. al que se agregaban dos ametralladoras: una de 7,62 mm. coaxil y la segunda MG antiaérea en la torreta con 8 lanzahumos a cada lado. El blindaje previsto era de 10-60 mm. Las medidas totales eran 10,438 por 3,52 por 2,55. El peso en combate alcanzaba los 48.000 kg. con una presión en el suelo de 0,88 kg. por cm.2. Para el motor se decidió por un MTU MB 856 CA. M. 500 que utiliza poli carburante, activa doce cilindros y desarrolla una potencia de 1100 CV a 24000 r.p.m. En carretera alcanzaba una velocidad de 66 km. hora y tenía una autonomía de 500 km. Su franqueo de obstáculos era: verticales 1,15 m. zanjas 3m. pendientes 60 por 100. Presentaba cañón inglés y su munición alcanza 80 disparos de 125 mm. y 6200 de ametralladora. Otros lo dijeron: era una máquina perfecta.

A la semana de llegar a Montevideo Jürgen hizo el amor con una uruguaya por primera vez, lo estremeció el reencuentro con una sensualidad extraviada que pudiera omitir el pasar necesariamente por el entendimiento intelectual. Desde la adolescencia el placer de la felicidad corporal suponía categorías de sustitución y el deseo de obviar de antemano cualquier caída en alguna forma de interés posterior al fin de los abrazos. La mujer encontrada tenía el sencillo poder de seducirlo, atraparlo, hacerlo abandonarse a caricias nuevas y las parecidas tenían la apariencia de recién descubiertas. Lo vivido trascendía el retorno a una fase primera del instinto y la decantación de un encuentro exótico, como le había sucedido en otras oportunidades. Graciela se comportaba por momentos con refinada perversión, esa dualidad inesperada en el trato íntimo era parte de su enorme atractivo, como si todo fuera de una apabullante e irrefrenable continuidad, la simultaneidad de un diálogo en su lengua y el goce humectado con la lengua de ella, iniciando con el ambiguo afán por besarle el pecho y continuado en su habilidad para despejar rutas de piel, virajes bruscos osados, leyendo entre la boca de Jürgen y su sexo con la carnosa punta de la lengua, un día más y otra noche, el trayecto azaroso de un buque fantasma. Le gustaba mirarla mientras se lo hacía, ella apretaba entre ambas manos la base de la verga, así la sangre cercada y sin retorno se afanaba estirando la piel, deformando de prisa la forma saturada por donde subía y bajaba para salir de nuevo esa mezcla de besos circulares y dientes, como si esos labios de carmín diluido pudieran la succión de la otra succión de labios. Les excitaba amarse al despertar, gozaban el dormirse con la promesa del amor para un día más, haciendo que el apego de los cuerpos fuera lo primero nunca el fin, iniciando el amor al despertarse sin perder la conciencia de lo amado en el sueño profundo. El venir enteros de la noche los resucitaba de una grata muerte abrazada, descansada, humedecida agriamente con el sudor voluntario de la noche, excitada por la intangible trama de los sueños de copulación a veces olvidados. Era su batalla privada contra la luz filtrándose por tercos ventanales, la guerra contra el filo de luz metiéndose debajo de la puerta. En esa situación el gesto de cerrar los párpados requería un esfuerzo desmesurado y más cuando Graciela, luego de quitarse el slip diminuto se colocaba en cuclillas al borde de la cama y a ritmo invisible de minutero se incorporaba, viniendo del sueño, despertándolo todo para permitirle a Jürgen contemplar el contorno estricto de su cintura subiendo sin vibraciones, el elevado torno de las tetas firmes, el juego iridiscente de un vello abundante en la entrepierna donde quedaron suspendidas exprofeso cuatro gotas de orín. Después de darse erguida a la vista integral, absorta, ella separaba la mano de su cuerpo perpendicular y señalando un lejano punto imaginado dejaba que la prenda cayera siguiendo la fuerza de la seda. Las más de las veces sin embargo prefería estrujarla entre sus manos en tanto repetía la flexión de cuerpo entero que apenas sacudía los pezones; agredía observar el dominio absoluto de una musculatura que luego perdería minuto tras minuto, el pelo largo lo mandaba hacia atrás con un violento movimiento de cabeza, en el descenso se mojaba los dedos en la concha para con la seda celeste y menudos elásticos acariciarse a dos manos la parte de abajo de los senos. La postura estatuaria inicial se desdibujaba por el avance del goce incitado sobre el propio cuerpo: primero un lento compromiso del torso y la cintura, luego pequeños estertores intermitentes: la resistencia lidiaba con la entrega inminente librándose de una respiración sonora, boquiabierta, ojocerrada pronunciando las primeras palabras soeces de hembra alzada quedando tendida en la cama, empujando la sábana con los talones, abriendo las piernas como si estuviera penetrada y hubiera alcanzado el reposo tibio para seguir en caricias solitarias hasta acabar.

La prédica amorosa del amanecer evitaba el recurso absurdo de quitarse zapatos y calcetines, a la distancia la ciudad recuperaba la vida de vigilia y los amantes se hundían en ese contramano gozoso con la música de autos buscando la avenida, olvidando el ruido burocrático que empezaba en los pasillos del hotel. Ella sorprende la cadera apoyada en la almohada doblada, la espalda refuerza en piel y colorido una pendiente posible sólo por la articulación perfecta de la médula ósea y las manos, ahora sin el pene ni la cosquilla del encaje turquesa se estiran hasta aferrarse, agarrarse, clavarse a los vértices delanteros de la cama, abriéndose como si los brazos fueran piernas. Desde la yema de esos dedos haciendo fuerza, desde esas uñas recortadas hundiéndose en la piel del colchón venía esa mañana una corriente erótica, la marea excitada, ola placentera incapaz de romper en costa alguna. Cuando él la atrajo hacia su cuerpo los dos se tensaron como alambre de púas, el ritmo fue insoportable y en los segundos finales estuvieron a punto de pensar uno en el otro. Un egoísmo los retrajo para saberse capaces de gozar de esa forma; el corte fue conjunto, los alambres desquiciados se enredaron a sí mismos dejando suelta una fuerza anárquica disparada en todas direcciones. Ella dejó de empujar de espaldas hacía arriba para apoyar cada milímetro de su cuerpo en la superficie despareja que la soportaba, él cayó a un costado, ella quedó quieta queriendo dominar su respiración provocada por otro, un poco reclinada; luego de desenganchar los dedos de la pelvis, buscar con la cabeza en alto y la boca abierta con exageración una bocanada de aire inexistente él se dejó caer a un costado. Con los ojos cerrados él continuó acariciándola con los dedos de la mano izquierda, por la entrepierna en pendiente nada detenía el semen cayendo y un lamparón espeso se formó en la funda de la almohada alcahueta, como esos manchones de aceite negro que ensucian el pavimento cuando los motores tienen un desperfecto.

El tratamiento dispensado al extranjero fue inmejorable, era objeto de atenciones preferenciales dispensadas visiblemente y que podían tener varias explicaciones. Tanto lo cuidaban, que alguna vez lo convencieron de la posibilidad del rapto para ser moneda de canje o golpe de propaganda.

Para ciertos mandos su presencia era una incomodidad necesaria, algo así como el técnico en televisión que debe irse cuanto antes de la casa y otros atribuían en su ascendencia noble un atractivo digno de admirar. Los más emprendedores guerreros, integrantes de un ejército que jamás enfrentó tropas de otro Estado se comportaban como jóvenes curiosos, alguna vez Jürgen intuyó que les hubiera emocionado verlo vestido de uniforme nostálgico; por su apariencia wagneriana unos pocos podían remedar el ideal ario de pureza, los más con facciones acriolladas resultaban irrisorios hablando de destino, sangre pura, conspiraciones judeo marxistas y peligro rojo. En algún desborde etílico un oficial le confesó a Jürgen la secreta admiración por una cierta idea de Alemania, su convicción de que aquella no era una causa perdida ni mucho menos, la lucha seguiría hasta mandar al infierno al último cerdo bolchevique, en combate que con dos vasos más de whisky comprometería a las legiones celestiales. A su favor, tales apóstoles del Evangelio según Goebells se consideraban superiores por esencia a camaradas más autóctonos, hombres sencillos y violentos, ávidos de poder para vestir mejor a sus queridas, construirse la casa de la costa con la tropa y material en comisión, hacer de la frontera con Brasil un pacífico lugar de paso para todo tipo de electrodomésticos.

Varios integrantes del sector crítico vocacional estaban en etapas superiores de la iniciación enfermiza, jugaban con banderas, retratos, medallas recordatorias y adoraban la Lugger como arma ritual, ciertos apellidos explicaban esa impuesta disciplina, la reeditada prepotencia que bien pudieron exhibir medio siglo atrás en las cervecerías de Múnich. Esa confusión del tiempo con la Historia frisando el ridículo a Jürgen le resultó curiosa, pero evitó cualquier comentario que pudiera contrariar lo que otros consideraban homenaje al visitante.

Después de algunas semanas viviendo en la ciudad los recorridos de Jürgen, preestablecidos y sin variantes parecían una nueva línea de ómnibus, el trabajo de adiestramiento sobre los tanques se cumplía de acuerdo a lo planificado. Lanzado a un cosmos de valores diferentes, de otra mecánica celeste y donde las estrellas eran distintas a las contempladas en sus excursiones a la montaña, él conocía el significado de ser un hombre anónimo e inexistente que podía desaparecer sin ser notado. Alguna prensa que llegaba a sus manos denunciaba atrocidades de las autoridades, advirtiendo sobre la presencia en territorio nacional de agentes de todo tipo. La nutrida colectividad de asesores periféricos pasaba inadvertida. En alguna reunión acompañando a Graciela él escuchó duros argumentos contra el corazón de su trabajo, la desamparada ignorancia de la gente despachándose sobre asuntos peligrosos delante de un desconocido lo llevó al borde de un pequeño conflicto moral.

Jürgen no estaba en su guerra y la frialdad de las finalidades comerciales era un buen dique de indiferencia, sin que nadie se preocupara por indagar su vida anterior era aceptado sin cuestionamientos; pasaba por ser un profesor de física, venido al país para redactar una memoria sobre asuntos tan abstractos como interesantes y dar clases en un colegio secundario privado. La relación con Graciela era suficiente argumento para que su versión fuera verosímil, nada de desconfianzas sobre sus actividades ni sospecha de zonas oscuras de su personalidad. Con prusiana puntualidad, como alguna gente calificaba la eficacia, recibía su salario en marcos, cambiaba la mitad para vivir muy bien en Montevideo y ahorraba el resto sin saber para qué. Jürgen comenzaba a creer que nunca podría desprenderse de un nuevo pegamento de fórmula secreta, se había entrometido en algo ajeno como se introdujo en el cuerpo de Graciela, en el peligroso juego de Altamirano.

Conoció a Graciela durante la primera hora que conoció Montevideo, ya en el Aeropuerto la traductora asignada para asistirlo se sintió incómoda; ella tenía veinticinco años y sabía que era una mujer hermosa. Las confidencias entre amantes transitorios son abundantes, Jürgen supo que ella vivió unos años en Hamburgo estudiando la lengua alemana, trabajando de camarera y allá había abortado por tratos con un exilado chileno. Era profesora permanente de alemán, traductora circunstancial y a nadie se le ocurrió que el técnico venido de tan lejos llegara con vocabulario incluido; ello supuso una tranquilidad inesperada para los anfitriones, que preferían depender lo menos posible de la ingobernable intermediación de la traducción.

-De saber que usted hablaba tan bien el castellano no hubiera venido, le dijo Graciela en correctísimo alemán cuando ya estaba en el auto.

-Puedo mentir y así podremos trabajar tranquilos, contestó Jürgen.

-Es tarde para esa estratagema, dijo Graciela y acentuó a propósito un cierto tono de resignación.

-Recuerde el lenguaje técnico, que es un secreto para mí y las interminables semanas de adiestramiento. Además, el resto del día me agotaría pensar en español, dijo Jürgen.

– ¿Y en qué lengua le gustaría pensar?

En ese preciso momento Jürgen pensaba en un buen baño de agua caliente para sacudirse el polvo del camino, se sonrió guardando una respuesta necesitada de otra complicidad y miró hacia fuera. Descubrió un cielo azul diferente, recordó como un relámpago los últimos años de su vida y en voz alta se preguntó a sí mismo.

– ¿Dónde estoy?

-Rambla y Bolivia, respondió una voz ya conocida desde el asiento delantero. Playa Carrasco, señor.

Hubo una segunda vez en que Jürgen se preguntó lo mismo durante el trayecto, sin hablar y por ahora no había respuesta disponible.

-Usted debe conocer a mi familia, le dijo.

Jürgen recibió la inesperada invitación de Altamirano en un aparte del asado, se festejaba el cumpleaños del comandante de la unidad donde estaba localizado el mayor grupo de hombres implicados en la instrucción. Altamirano era unos pocos años mayor que Jürgen, tenía aspecto atlético de un hombre que se cuida y llevaba el uniforme con naturalidad insolente de quien no hubiera podido ser otra cosa que militar; sería acaso reprochable una preocupación desmedida por estar impecable, preparado para firmar el armisticio representando a los vencedores. Hacía poco que los dos hombres se conocían, al comienzo ninguno se sintió sorprendido, pero a partir de lo que luego dieron en llamar coincidencia grata en tiempos de combate se acercaban a conversar. Jamás sobre un tema determinado, al menos hasta aquel miércoles de mediados de agosto del año setenta y siete. 

Altamirano vivía cerca del hotel sobre la costa donde se hospedaba Jürgen, en un barrio elegante y tranquilo; allí predominaba una arquitectura lujosa sin estridencias, los jardines tenían un verde perenne y niños abrigados pedaleaban sus triciclos en veredas distantes del peligro. Con acierto Jürgen supuso que se trataba de una invitación personal y llegó solo a la hora convenida.

La casa de Altamirano era sobria, de reticente prolijidad exterior y decorada con muchísimo gusto en los rincones interiores. El recibimiento fue amable y cordial, la dueña de casa tenía la belleza de las modelos de Vogue de hace algunos años y logró que el huésped extranjero se sintiera en su casa desde el primer minuto. Los hijos, una parejita ya adolescente, conformaban la corrección familiar y una esmerada educación secundaria, recibida en colegios regenteados con educadores venidos de lejos. Desde el comienzo el servicio fue un discreto y agradable homenaje a la tierra de Jürgen, los anfitriones se habían asesorado con esmero para un menú cuidado hasta en los mínimos detalles, incluyendo el sabor de jaleas y marcas de vino. Exceptuando algunos trofeos bruñidos, fotos de su lejana época de alférez, todo lo que Jürgen descubría contradecía sus prejuicios sobre el estilo de vida de Altamirano que pasaba por ser uno de los hombres más despiadados del gobierno.

Luego del almuerzo elogiado por Jürgen con entusiasmo, la ceremonia prescribía el café, servido sólo para los hombres. En el despacho particular de Altamirano había una biblioteca pequeña con muestras de haberse formado durante mucho tiempo con paciencia y conocimiento. En una pared estaba colgada una más que correcta pinacoteca de artistas nacionales. La luz natural venía del jardín interior, amplio, prolijo y rebatía pronósticos agoreros del invierno tormentoso, se creaba una atmósfera predispuesta a la calma y a la misma violencia. Entonces, sin apuro, el dueño de casa expuso su profundo conocimiento del trabajo de Jürgen y menos previsible, hasta de Jürgen mismo; que escuchó las palabras de Altamirano con concentración aconsejable.

-Es curioso que siendo usted hombre de mar se interese por los toscos blindajes, dijo Jürgen ensayando si por esa paradoja podía iniciarse la conversación.

-Contradicciones de los hombres nacidos en ciudades con tradición marina, contestó Altamirano. Usted está en perfecta situación para saberlo, agregó como si estuviera leyendo un expediente del invitado.

Altamirano había meditado su respuesta, estaba cómodo, distendido y tenía más cosas para decir, disfrutaba la compañía de alguien con quien poder repasar sus viajes creando un vínculo parecido al mar y donde, sin vergüenza ni temores expresar los sueños. La verdad de su forma de enfrentar el mundo y las conclusiones perentorias sobre la condición humana, como si el poder fuera la antesala de la verdad absoluta y continuó recién cuando se aseguró que estaba mirando al otro directamente a los ojos.

-Tarde o temprano, puede que hoy mismo, sabrá que el mar es un destino. Lo otro que aparentamos es cuestión de lectura y un poco de fortuna en los exámenes, es lo que creo, espero que no lo tome a mal.

-Adelante Altamirano, adelante, lo invitó Jürgen al advertir que se trataba de un discurso que venía de comenzar.

-Recuerdo cuando era muchacho, haber vivido las guardias nocturnas con la felicidad de contemplar el mar en la oscuridad cuando alcanza su verdadero color. Hombre como nosotros –e integró a Jürgen con gesto condescendiente de la cabeza- hemos perdido algunas batallas digamos que conceptuales y sólo nos resta una alternativa: ser más crueles que los recién llegados al mundo del poder. La historia siempre tragó cualquier forma de violencia, perdonó por conveniencia o la transformó en religión. Lo inexcusable es perder el control. Ah! Dillman, si usted pudiera comprenderme…

Dejó la oración en suspenso acentuando el silencio, concentrado en sus pensamientos, el pasado familiar de Jürgen, el presente del técnico alemán eran desafíos novedosos a los ojos de Altamirano. Le importaba poco que instruyera sobre tanques, bombarderos o cerbatanas amazónicas, lo consideró contrincante capaz de alternar desde el principio, candidato al equívoco juego de ironías donde la violencia era alegato y la moral una molestia a descartar. Altamirano prefería jugar con ventaja, sentía por ese hombre extranjero la pequeña lástima que despiertan aquellos a quienes se les descubren debilidades demasiado humanas y secretas. No aguardaba del encuentro una absolución, esperarlo sería ingenuo, inmerecido para quien llegó al umbral amoral en sus procedimientos, anuló los límites metiendo ideas y manos en el horror. A pesar de la superioridad que brinda la información que podía manejar a voluntad, Altamirano se resistía a prescindir de la necesidad de ser escuchado.

-Lo que usted insinúa digamos que lo conozco por tener referencias parciales, dijo Jürgen luego de consumir el silencio que aconsejaba el momento, le diría que sin salir de mi propia familia.

Altamirano lo escuchó mientras levantaba la cabeza acomodando una soberbia defensiva, temió con asco que el extranjero sospechara detrás del deseo de ser escuchado un despreciable sentimiento de soledad, nostalgias tardías de que en otro tiempo, otra historia, otra espera de un futuro diferente, en circunstancias distintas a las actuales podían haberse apasionado cantando a dúo, ebrios, hermosos y abrazados la historia de Lily Marlene en bases ocupadas de Ámsterdam, Marsella, Génova. Vaciado Altamirano de afectos, hasta de desgarrones improbables de las pasiones oscuras, secretas, le quedaba sólo la incitación al juego consistente en saber hasta dónde eran capaces de llegar y estaba dispuesto a quitar la espoleta.

– ¿Está seguro de lo que dice? lo interrogó con tono desencantado, desestimando a priori las respuestas que Jürgen ensayara.

-Supongo que es un tanto incómodo aspirar a vivir en el cielo transformando la tierra en un infierno.

Altamirano lo escuchó e ingresó en el único método de razonamiento que aceptaba, una encerrona de argumentos buscando demostrar lo efectivo de sus pensamientos, la fuerza de los hechos.

– ¿Usted cree en la reencarnación?

-Darío, eso no tiene importancia ni interesa, replicó Jürgen. Es usted quien desea creer con desesperación en algo, al menos en la existencia de preguntas, para las cuales cree que sólo usted tiene respuestas apropiadas.

– ¿No tendrá nunca fin el dominio de lo terrestre? siguió preguntándose Altamirano, un comediante contemplándose hacia el abismo interior y caótico contenido en su gestión del día precedente.

-Novalis, dijo Jürgen de inmediato y repitió el verso en sonoro e implacable alemán interponiendo la versión original.

-Jürgen, usted nunca termina de sorprenderme, dijo Altamirano volviendo interesado del trance transitorio.

-Lo que confirma que todavía está en gracia filosófica.

Altamirano obvió por el momento la ventaja contenida y silenciada; de ahí en más cualquier afirmación debería pasar los controles de la emoción y la inteligencia. El juego pasaba a un nivel superior, un interés distinto ante otras carrocerías más livianas que las diseñadas por Jürgen en el pasado, una invitación a trascender la realidad de un hombre similar a un exilado de otras regiones y tiempos difíciles de detectar.

A Jürgen comenzó a serle difícil proyectar a Altamirano en otra parte del mundo que ese despacho algo teatral, le adivinaba orígenes accidentales, triviales, enmendados con cuidado por una educación prolija y talento excepcional. Una personalidad que ahora orillaba por cierta curiosa forma de locura consistente en llevar a extremos la capacidad de indagar; lo indicado era aceptar estar involucrado en una navegación incómoda al caer la tarde. Se hizo el firme propósito de rehusar demostrar la mínima sorpresa frente a las salidas del anfitrión.

-Supongo que alguna vez habrá meditado en la relación de hombre y máquina, considerar el cuerpo una máquina, algo así como una anatomía mecanicista, dijo Altamirano. ¿Soy claro? Le digo esto pensando en la patria de donde viene, que admiro sin terminar de comprender. Creo que me atrae esa forma de poder absoluto ejercido sobre el tiempo y los microcosmos posibles, en alguna hora y hasta por años.

-Mi condición de alemán está condenada a ser en buena parte la caricatura del nazismo, una analogía a la que estoy resignado.

-Jürgen, ¿alguna vez torturó a un hombre? le preguntó Altamirano.

La cuestión era uno de los posibles apéndices lógicos de la conversación, llegó como si se estuviera inquiriendo sobre el dudoso origen de una botella de la bodega privada. Jürgen recordó que venía de prometerse estar preparado para eventualidades como la que venía de concretarse.

-Pensando en una parte modestísima de la semántica de vocablo tan discutido, creo que si. Al menos fue lo que creí leyendo ciertas cartas que recibí siendo un hombre joven. En cuanto a la acepción intuida en su pregunta, me temo que la respuesta es negativa.

-Es una pena, contestó Altamirano y se puso a mirar algo indefinido en el jardín. Puedo asegurarle que es una experiencia interesante.

Comenzaban las movidas de la agresión sobre el tablero ensangrentado. Jürgen comprendió que desde el primer acercamiento a su persona la invitación tenía la premeditada intención de desafiarle una barbarie supuesta, adormecida; demostrarle la inutilidad de negar facetas de su condición histórica que Altamirano consideraba genéticas, probarle la existencia insalvable de diferencias entre el pasado circular y el presente.

-El interés me parece discutible, dudo ser una persona apropiada para aceptar esa desigual manera de concebir el diálogo.

-Me desconcierta que alguien, inteligente como usted, confunda hospitalidad con ética, dijo Altamirano.

-Ni con otra disciplina más moderna, dijo Jürgen. Posiblemente incide en ello un desconocimiento del espíritu deportivo, que usted, estoy seguro, cultivó con éxito la mayor parte de su vida. Ello me dificulta ver el desafío encerrado en sus palabras desde hace unos minutos.

-Desafío, desafío…, reflexionó en voz alta Altamirano. Jürgen, para ello lo hubiera invitado a una competencia franca, donde lo hubiera vencido en cualquiera de las armas elegidas con facilidad. Ahora ni lo desafío ni lo invito, le pregunto Jürgen. Me gusta preguntar.

Jürgen consideró esta conversación una variante de su trabajo, que por error de operación no fue contemplada debidamente en los preliminares, ausente de manuales de instrucciones y cursos de relaciones públicas. La neutralidad en negocios de guerra nunca existió y Jürgen tampoco deseaba aparecer como un abanderado de la distancia profesional.

Altamirano aceleraba las movidas, pretendía empujarlo a Jürgen a cometer errores que lo inmovilizaran, era claro que podía prescindir de probables componentes grotescos del desenlace; sin considerar el retroceso buscaba apurar un encadenamiento de falsas complicidades con el visitante, incluyendo lo sentimental y quebrarle las defensas. Demasiado seguro de su estrategia proponía un gambito de insinuaciones apoyado en el sacrificio de debilidades, las poco expuestas en sobremesas de almuerzos gratos en casa de familia.

-Siempre consideré la muerte algo horroroso, dijo Jürgen y sintió la vergüenza de ser observado por el hombre que lo desafiaba, como un romántico jinete de la caballería blanca austrohúngara cabalgando hacia la masacre con el sable empuñado.

-De la traición, insistía Altamirano. ¿Qué piensa de la traición Jürgen?

-Otro tema del que pueden suponerse infinitas motivaciones. Hace falta partir de casos concretos.

-Supongamos entonces, supongamos algo simple. Un hombre introvertido, solitario por temperamento y apasionado sin embargo, alguien que posee información incidental sobre asuntos y otra gente a la que, si bien no desprecia ostensiblemente, le resulta indiferente por cientos de razones. Supongamos que esa información es peligrosa si cae en manos inadecuadas, supongamos que sin percatarse esa información, repito que confidencial y peligrosa, circula, sin mala intención, porque el hombre solitario se hace el interesante, en conversaciones íntimas del amanecer, entre juegos de cama con la persona equivocada. Supongamos Jürgen, dijo Altamirano cuando creyó que era suficiente para insinuar lo silenciado.

Unos pájaros hambrientos buscaban con denuedo insectos en el jardín, hacia el fondo se distinguían troncos pelados de los árboles y delinearse la débil sombra de la luz del invierno, algunas herramientas estaban dispersas sobre el césped recién cortado aguardando que la muchacha de servicio las ordenara más tarde en el garaje.

Jürgen procesó la información recibida sin penar en las derivaciones de la indiferencia, sintió el rubor ardiente de saber que sus deseos ocultos eran parte de un expediente, objeto de una atenta lectura colectiva, que cada palabra que dijo desde que llegó al país había sido grabada. Entendió a la manera de una iluminación que el cuerpo de mujer gozado tantas veces las últimas semanas sería una queja orinada ahora mismo, con ampollas del tamaño de la brasa de un cigarrillo en el pecho y dolores en los ovarios, si es que aún estaba con vida después de los saltos sobre la parrilla de alambre, sin colchón, sin púas de placer, cuando se moja con jarros de agua sucia y se sube el volumen de la radio trasmitiendo partidos de fútbol.

En esa situación encolerizarse era un sinsentido inoperante, manera ingenua de ir contra el destino que Altamirano disfrutaba manejar a voluntad. La mera aceptación de los hechos supondría para Jürgen una nueva derrota y él no quería ser una silla vacía en la casa de campo familiar en los próximos meses cuando llegara navidad. Altamirano lo hubiera entendido: hay el momento cuando un hombre hace lo inesperado contrariando los antecedentes. Dillman halló su rostro dibujado en el reflejo del cristal de los ventanales que separaban el despacho del jardín y que lo trasparentaban del mundo devolviéndole sus facciones indefinidas en las que se fue reconociendo. Sólo sabía pensar en máquinas, en otras máquinas posibles a inventar ayudándolo a borrar el bochorno vivido, máquinas que lograran demostrarle a ese mestizo impostor con aires de iniciado que le faltaban siglos para adentrarse y entender el significado del horror verdadero.

Cuando se volvió a la realidad habían pasado años y el mundo dejó de estar abrumado por una claridad excesiva. Altamirano se retrajo sin entender ante la intensidad de la mirada luminosa del alemán, dulcificada por una sonrisa de otro tiempo, suavizada por la combinación de palabras conciliadoras restándole importancia a episodios menores. Jürgen avanzó hacia la pared más alejada, adentrándose en las penumbras del despacho.

-Supongamos que me muestra el bello ejemplar de Los himnos de la Noche, la edición única que supongo escondida en algún lugar de la biblioteca pequeña. Supongamos Darío, dijo Jürgen.