Un sueño Oriental

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El hombre tiene la mirada abatida de un sesentón descendiendo escaleras gastadas de una catedral gótica, arrastra los pies al caminar, los brazos le estorban el avance y tiene los hombros cargados semejantes a los de un contable viejo al que obligan a jubilarse. El pelo es gris arratonado, sin una hebra blanca que destelle en el conjunto, hoy está vestido con el mismo traje de sueños anteriores; repite los zapatos negros sin lustrar con la suela gastada, acordonados hasta la estrangulación del pie, una corbata azul con pequeños lunares blancos fijada al cuello sucio de la camisa por un nudo rígido, percudido. Estamos en el segundo domingo de julio del año del dragón, si se tratara del tercero nada en el paisaje sería alterado, acaso la disposición de las nubes en lo alto.

El desconocido que avanza recuerda a Takashi Shimura en Ikuru y provoca en una muchacha de rasgos occidentales un interés renovado, incitándola a dar un paso adelante, tentar un gesto más osado que la mirada contemplativa. El servicio meteorológico de la armada nacional anunció que este será el julio más nevado y luminoso de los últimos setenta años en la capital Oriental. La muchacha anónima a quien se le puede atribuir cualquier nombre, abandonará la condición de observadora para llegar a la palabra con el nombre, debe intuirse que ella llegó al límite del enigma que conllevan los sueños que serán referidos.

A lo largo de las últimas semanas y sin que formara parte de su rutina, ella acechó al hombre con la curiosidad palpitante de un antílope hembra joven observando la agonía del león moribundo. Hizo de él modelo de costumbres simples copiado a escondidas; una primera confirmación es la repetida puntualidad digna de un tuberculoso. Teniendo en cuenta que el hombre se desplaza en la línea 144 del Metro que une la ciudadela marina con el Norte de la ciudad, puede que viva cerca de la calle mariscal Francisco Solano López. Ella se conforma y admite como probable que el hombre vive en la zona insinuada, en el tramo arbolado de cerezos que va desde la calle Asilo hasta la desembocadura en Avenida Italia, un segmento de características populares como los arrabales de Kioto. El hombre desciende del 144 a esta misma hora (son las 10h.07 en el sueño) los domingos, asoma a la vereda cubierta de nieve por la boca subterránea que está frente por frente a la entrada principal del cementerio del Buceo.

Conductas como manías, recurridas situaciones circulares a tener presente. La primera: una vez que sale del Metro el hombre compra flores en el puesto atendido por las dos mujeres, ellas son madre e hija y la hija está embarazada de siete meses. La costumbre, sumada al duelo del hombre, consigue trastocar gestos insignificantes en hábitos y que al reiterarse crean dependencia. Un vuelto de monedas entregado con simpatía, algo de verde adicional de helechos resaltando el colorado blancuzco de claveles moteados, la sonrisa espontánea que el nuevo compungido recibe de las comprensivas mujeres, la manera calma de cortar tangencialmente el tallo de las rosas. En tanto persiste la fidelidad al duelo, los movimientos se vuelven ademanes consolidando el vínculo –sin afectaciones- entre los dolientes y las vendedoras de flores. Cuando la muchacha repara con mayor atención en la silueta del hombre, la relación de él con las floristas tiene un modesto pasado: se insinúa una historia larvaria. Al iniciarse la escena principal abierta por la mirada curiosa de la muchacha, era imposible saber cuál de las razones enumeradas llevaron a Shimura, el primer día de visita, al puesto de madre e hija al que marchaba sin dudarlo un segundo. También los domingos tristes, cruzados por la nevada propia del mes de julio y el viento que da vuelta paraguas taiwaneses, él llegaba hasta el puesto de las mujeres buscando flores.

Este domingo de invierno luego de siete días de nieve incesante asoma el sol, el paisaje blanquísimo y luminoso es por momentos cegador. En sueños anteriores la muchacha lo observó en los momentos previos a que él cruzara los portones, después de salir de la boca del Metro, cuando luego de comprar las flores permanecía conversando unos minutos con las mujeres. Ella comenzó a interesarse por las alteraciones milimétricas de la rutina y en detrimento de los movimientos redundantes que pudieran conformarla, fue así que ella lo advirtió: desde que el personaje comenzó a frecuentar el cementerio, el hombre renunció a elegir las flores, dejando esa cuestión, que podría distraerlo, en manos de madre e hija encinta; ellas fueron tomándole cariño, suponiendo en él un vacío de afectos, la ausencia de alguien interesado en su porvenir. En el desdoblamiento de tareas ellas eran exigentes y armaban ramos que se avenían a su estado de ánimo del día. Atendían con esmero el color, la textura y la frescura de los pétalos exteriores, la intensidad del perfume, calculaban sin error el tiempo que vivió la semilla bajo tierra, el momento del corte de la planta y la capacidad del tallo para sobrevivir unos días más antes de pudrirse. El conjunto lo concentraban en un instante que aunaba las diferentes operaciones, en ello pensaban mientras brazos y manos, curtidas por años de arañones, espinas duras y alambre finito trabajaban a gran velocidad. En días de nevada persistente creí ver que sus guardapolvos grises resaltaban –por contraste violento- las gradas donde eran expuestos unos pocos ramos de variedades sufridas, para no dejar sin algo entre las manos a quienes nunca faltan al ceremonial dominguero.

Por el contrario, los días soleados, negando casi el recogimiento de los muertos queridos, las mismas gradas alinean hasta el desbordamiento viejas latas de aceite de girasol, floreros toscos de cerámica barata, barro cocido y dolmenit, reventando en la plenitud de tonos concebibles. Indiscriminados manchones coloridos y que al superponerse otorgan a la sombra recalentada del techo de tejas coloradas rectangulares y al ladrillo de horno con que fueron levantadas las paredes, un contraste de tonalidades lila, violeta, que pueden, en la saturación, borrar el contorno truncado de los diversos recipientes. Hasta puede olerse la urgencia del agua cayendo pareja de rosetas de regaderas de latón gris, saliendo fría de mangueras de plástico anaranjadas y verdes, saltando de manos ágiles que salpican las flores expuestas desde un balde negro de albañil con restos de cal pegado en el fondo. Acentuando el contraste buscado en una primera impresión, aquello sugiere el jardín sosegado de una cultura distinta, embellecido para un día de fiesta espiritual.

La muchacha viene a trabajar al cementerio los domingos de mañana, dibuja con pasteles y moja sus pinceles en acuarelas baratas, es una aficionada meritoria con la virtud de conocer sus límites. Retiene con cautela las pretensiones artísticas, ella podría decir: «algo dentro mío me orienta a sitios precisos donde recalan cuerpos muertos. De los paisajes prefiero el del cementerio que frecuento desde tiempo atrás, la explicación llevaría años de análisis. Conozco los principios que ordenan la arquitectura la ultratumba concebida para recordar que detrás del poder unificador de la muerte cada muerte es diferente.» Puede aventurarse que ella jamás alcanzará una propuesta renovadora; el fracaso es lo de menos, se contenta acorralando verdes malhumorados de cipreses y moviéndose en grupo por un viento monótono de ulular a capela. Admitiendo viudas somnolientas por el tibio sopor de ropas oscuras, prospectando aspectos visibles de la logia felina, adivinando el alcoholismo simulado de enterradores jóvenes. Ella propone que la inmutable escenografía de piedra, donde los protagonistas son cuerpos pudriéndose, sea desplazada a la atención hacia actores secundarios, el coro de los sobrevivientes. Confía en su intuición para encontrar motivos en la frontera más ancha que el suicidio, temas equidistantes a la impericia para trabajarlos y que dieran sentido a los apuntes vacilantes. El organismo joven de la muchacha de varios nombres y ninguno trabajo rodeada del silencio inherente al lugar, es feliz escuchando el estómago vacío contraerse, tripas, rumores de su cuerpo con vida.

Después de varios domingos a esta misma hora la muchacha prepara útiles y cartulinas, está sentada en un banco de madera ubicado en el interior de la entrada principal del cementerio que da sobre la gran avenida, el asiento donde los choferes uniformados de las funerarias aguardan el final de los entierros, fumando otro cigarrillo, hablando del costo de la vida, de box. Tenía hoy la intención de trabajar a partir de la textura áspera del sendero lateral de un lugar poco frecuentado, reconocible por el detalle de la canilla rota. El grifo desajustado suelta un chorro de agua fría que cae deforme entrechocándose, modificando sin orden en un torniquete líquido los últimos centímetros cercanos al suelo recubierto de nieve, en la estela de múltiples finales, como el bonsai soñado de una catarata. Luego el agua se acopla al blanco escurriéndose entre canaletas herrumbrosas, obturadas por restos apelmazados de pétalos podridos.

A los lados de la senda la muchacha descubre dos panteones abandonados, una de las construcciones es baja, chata y la clausura una lápida de granito negro. Además de estar quebrado en dos de los vértices tiene una rajadura horizontal que la atraviesa como el lecho de un río de lava transparente, inexplicable a no ser por un golpe de maza, el impacto de un rayo certero. El segundo panteón es alto, con muros de piedra turquesa y la reja de entrada duerme, embestida alguna madrugada por el ariete cabeza de carnero, empujado por una división de fieros guerreros venidos del desierto cercano; del interior de la cripta embestida emergen gatos cada tanto, demasiados gatos. La muchacha tenía pensado trabajar ese paisaje hasta que la luz marcara el mediodía, cuando el sol se abisma perpendicular, calcinando el blanco, difuminando los tonos apacibles, ahuyentando sombras en estampida. Esa hora la ayuda a encubrir la impericia, no consigue pintar el blanco y la luz absoluta, ni capturar colores furtivos; sin embargo y a pesar de la nieve acumulada en el lugar, la tregua de los colores tal como se definen a la media mañana, le facilitan un tiempo de reacción asegurándola en el aspecto dominado con mayor destreza.

Los limpiadores de guardia y el funcionario encargado de los ingresos en domingo están habituados, la tabla y la mochila de la muchacha concitan mayor atención que los lectores asiduos que toman el cementerio por biblioteca, también al aire libre, para leer ensayos de Renán, poemas de Rimbaud, historias del señor Yasunari Kawabata. Es raro el domingo en que el pacto con el silencio no sea quebrado por el rumor de un sepelio que los obliga a modificar planes e improvisar movimientos. Después de cuatro o cinco molestias similares en domingos anteriores y estando en el cementerio, la muchacha preguntaba en la oficina de ingresos donde sería la inhumación, si es que había una prevista. Con la confirmación en su poder y la ventaja de conocer la necrópolis evitaba el encontronazo con el cortejo anunciado, dirigiéndose a un rumbo alejado con la ilusión de no perder otra mañana de concentración en esquives y rodeos. En tales situaciones puede suceder que el cambio de planes le otorgara una sorpresa, la satisfacción de un trabajo interesante, la lanzara al peregrinaje estéril, improductivo; tormentas, viento, nevadas, eclipses de sol imprevistos.

Los días de apariencia asimétrica ella los vive fatal. Está sentada ordenando el instrumental, antes de concentrarse en las primeras siluetas un hombre con gorra de portero y uniforme entra al despacho administrativo del cementerio, una caravana de limusinas negras lo sigue pisándose los talones. Si el cortejo es pequeño la muchacha sobrelleva la situación sin fastidiarse, es cuando la gente se amontona en la entrada sin decidirse a entrar que el malestar se incrusta en su espíritu. El duelo de los desconocidos, en algunos casos ostensible hasta la irritación altera los ritmos dudando el paisaje fuera de lugar. Cientos de suelas de goma se hunden en el talco congelado y abajo ahogan (sofocan) el crujir del pedregullo invernando. La nieve pisoteada recuerda la música del paso de la sangre por la arteria femoral, se oyen hipos de llantos descontrolados emancipándose por la procesión incipiente, palabras aisladas negándose al murmullo entre dientes. El olor a barniz encerado del féretro manipulado contrasta con las ropas oscuras de los deudos presentes, hiere el oído el chirrido constante de carritos parecidos a camillas de hospitales salvajes, transportando coronas circulares de flores y cruzadas por cintas de raso de colores macabros, de alguna de las tiras se despegan letras doradas mal adheridas al crespón. Ella y los dolientes, registros municipales infinitos y los primeros lectores de los matutinos estarán al tanto de esta muerte, nadie más porque la muerte tiende al secreto y se oriente al olvido. Es incómodo avanzar en cortejo entre mármoles laterales y erectos, es dificultoso soñar entre gente de fe persignándose. Los niños distraen la idea del morir jugando a las escondidas detrás de los panteones, las personas mayores responsables los retienen con tirones de brazo amenazantes. Al protagonista inerme de la escena lo llevan a pulso entre seis hombres corpulentos compungidos.

Lo que sea se advierte en la copa de los árboles, este segundo domingo del mes de julio ningún cotejo solivianto la brisa estable y persistente que transita el cementerio. Quedamos en que ella venía observando al hombre y por consiguiente tiene de él un saber prescindente de toda especulación interesada; la descoloca el hecho que él rechace cualquier clasificación en alguno de los grupos presumibles, ni entre los visitantes primerizos clarificados (catalogados) pronto por su falta de historia, ni entre aquellos de visitas espaciadas. La conducta del hombre parece cuestionarle a la muchacha su tendencia a las generalizaciones y al descubrir la anomalía, cuando logró aislarla como si fuera una bacteria incandescente, le otorga al personaje, parecido al actor Shimura, a la situación soñada y la calidad de la observación una tonalidad inédita.

La mezcla de colores utilizados permanece en el tríptico básico, los empastes de porcentaje al azar en los tonos son apropiados a la situación, el conjunto depara la impresión de un luto descuidado y exento de convicción. Relativo a la manera cómo el personaje debe llevar las flores: ¿el papel celofán arde entre las manos, lo agobian los tallos recortados hasta desear tirarlos en la primera alcantarilla que se cruce en su camino? Tampoco es a descartar en principio. Los capullos reventones que mueren antes de la floración debe mantenerlos apartados de la cara expresando dolor, rechazando el aroma invasor de las flores frescas, distanciándose del contacto sensual que traduzca efectos positivos. El hombre camina modificando el ritmo impuesto a los pasos, entre la última calle de la ciudad limítrofe que atraviesa la entrada en paralelo y la primera arteria del cementerio, que restituye la escena, hay una distancia de escasos metros. Debe cruzar la puerta despacho que oficia de entrada y administración; en el tramo con forma de arco triunfal de ninguna batalla memorable hay sombra, lugar de paraje obligado y cargado con ruido oficinesco de viejas Underwood destartaladas, sucede la transfiguración del caminante que yo sueño: ocurren allí modificaciones en el ritmo de marcha, como la vuelta de página del lector del pianista que acompaña al barítono cantando Winterreise.

Primero, será el decidido ingreso llevándolo a cumplir un deber que deriva a paso agobiante hacia la opción abatida de caminar, retardando el momento de alcanzar el objetivo incierto dictado esta mañana por los dados del azar. Debe parecer injustificada la alteración de las conductas motrices, sin considerar los tres segundos exclusivos de maneras de viudo. ¿Qué hora es? ¿Hace buen tiempo? ¿Conoció antes la duración exacta de su tránsito? ¿Son nada más que una alucinación de la muchacha? Ella los integró de golpe luego que la atención se volvió observación premeditada, sin intenciones ulteriores, para satisfacer la curiosidad. El atractivo del hombre regresando los domingos a la misma hora, comprando flores en el mismo puesto, vestido igual cada vez; repeticiones que la muchacha evaluó con culpa cuando decidió asediarlo, utilizarlo como modelo de futuras carbonillas.

En este momento del sueño se desliza la interrogante incómoda: dilucidar la causa que admite la repetición de los tres segundos. Tres segundos son mucho tiempo, tres eternidades compartidas en un sueño. La muchacha de rasgos occidentales: tiempo entre contemplación embriagadora de curiosidad y aceleración del ritmo cardíaco de encuesta policial, anunciándole que el domingo próximo estará allí nuevamente. Ella se siente espía, ladrona, delatora infiltrada con nombre falso, decide ver en los tres segundos que alteran el ritmo del montaje la manifestación súbita, en el señor que tiene un aire de Takashi Shimura, de la reacción demasiado humana que, entre las probables, aquí en el cementerio marino del Buceo o en el osario de Osaka, es más escandalosa: la duda.

El hombre abatido (en apariencia su conducta se justifica sin que hagan falta aclaraciones) puede entenderse, que enfrentado a la inmensidad metafórica que suscita el cementerio, se cohíba ante la proliferación de senderos abiertos apenas iniciada la muerte. En ese lugar es inadmisible cualquier sensación confusa ajena al dolor retrospectivo, el hombre se detiene contagiado por la duda y mira a la izquierda viendo el rumbo que propone el paisaje. Lo mismo hace con el sector derecho, gira la cabeza alternativamente a uno y otro lado, se pasa el dorso de la mano por la frente buscando ayuda; recién después de transcurrida esa eternidad agregada, encamina sus pasos por la avenida central del cementerio y perpendicular a la entrada principal. Ella lo sigue desde lejos con la mirada durante el tiempo que al hombre le consume avanzar los primeros setenta metros del interior, cuando es una distante mancha oscura en pasado desplazamiento y tendiente a la disolución. Hasta que se adueña de la escena imponiendo su punto de vista, es entonces una observadora y está adentro de algo confuso que la incluye liándola, le corroe el espíritu traspasando los huesos.

Cuando la muchacha acelera la acción deja caer los útiles de trabajo en el morral verde, quedándose con una libreta de apuntes y un lápiz color madera de grafo grueso ente las manos. Dispuesta a perseguir la mancha del protagonista, descubrir si logra penetrar aquellos pigmentos, ver de cerca hasta distinguir la mano delgada separando los tallos, desenredando el alambre finísimo que los ata en vueltas circulares y palpar la transparencia, verla en reflejos del papel celofán humedecido.

El hombre ignora las intenciones de la muchacha, tiene la torpeza propia de maniobras recién aprendidas que restarán inconclusas en medio del camino. En determinado momento y de forma inexplicable, él parece extraviarse en senderos angostísimos, echando en falta alguna ayuda para orientarse. El hombre no tiene el aspecto ni la apariencia desarreglada de alguien necesitado y que busca un detalle para seguir adelante, cierta visión concreta de referencia. Serafín moribundo de alas enormes y tamaño humano, siete piedras dispuestas en círculo sobre la nieve que las cubre por completo, leyenda inverosímil de lejano dolor eternizado en letras corpóreas de bronce bruñido, incrustadas al mármol refractario, olvidando nombre de familia considerada en la sociedad oriental de hace setenta años. La muchacha lo observa mirar entre sepulcros con interés idéntico y discreto; él descifra y ella lo secunda más tarde la distancia entre fechas separadas por un trazo metálico. Indaga entre fechas separadas por un trazo metálico, con sapiencia que provoca desagrado el tiempo justificando el montón de flores podridas, calcula la soledad acumulada en la piedra enferma, estima con despreciable precisión la ausencia de visitantes hasta apelmazar un criterio de meses y años.

Los dos -sin tener por el momento ideal el uno del otro- están empecinados en la minuciosa búsqueda. Ella aguarda que el hombre termine de una vez su andar desorientado para iniciar los trazos sobre la cartulina. El hombre indiferente a lo sucedido alrededor y con ese espíritu se acerca a una lápida, inclinándose con exageración descifra la información dispuesta sobre la superficie rectangular. Debe hacerlo repetidas veces dado el tiempo que demora en incorporarse, algo indica que satisfizo tanta curiosidad y viene de topar al instante con lo buscado; él leyó –es lo que ella creyó ver- una y otra vez hasta confirmar que estaba en el lugar adecuado. Como si por causas desconocidas Shimura desconfiara de la memoria y a la manera de un testigo acechando, una vez adentrado en la certeza, mira desconfiado a los costados comprobando si fue seguido en su deambular clandestino. Oculta tras los perfiles de mármoles cortados hace poco ella se reconoce haciendo gestos rápidos, como si por desagrado y placer hubiera descubierto, jugando, un papel que la repugna y le resulta imposible renunciar.

Fatigado, impregnado de un cansancio de índole incierta él se deja caer sobre la losa y permanece así un rato largo, respira sin mirar algo que no sea el suelo circundante adaptándose al paisaje que sin apuro lo asimila, creando las condiciones para iniciar los movimientos, el trabajo. Recoge de las cercanías una rama frondosa de pino desgarrada por el último temporal, limpia la nieve sucia acumulada sobre las inscripciones, los desarreglos del tiempo que afean el perímetro de la sepultura. La tumba es gris y sencilla, un sólido monolítico de hormigón opaco con cabezal simple sin sobrecargas molestas. Los jarrones están partidos al medio en ambos extremos superiores, en el respaldar excavado en la piedra hay una elemental alegoría del trabajo. El hombre recoge uno de los jarrones y tira al costado el fondo de agua escarchada acumulada, lluvia podrida que espesa y perfumada se pierde por las canaletas abarrotadas de materia confusa. Después camina sin prisa hasta la canilla más cercana distante unos siete metros, enjuaga el florero repetidas veces y lo llena de agua fresca, hecho lo cual regresa a la tumba, restituye el tiesto a su lugar, deshace el paquete atado por las mujeres distribuyendo crisantemos y rosas de invierno. Se retira unos pasos y contempla el conjunto, cruza las manos por delante del cuerpo e inclina la cabeza. El ensimismamiento del hombre tiene un equilibro perturbado de sinceridad monstruosa y apenas instalado ese otro desasosiego en quien lo observa, mediante un movimiento brusco sugerido por la conciencia de una ceremonia concluida, dirige sus pasos hacia un sendero mayor que lleva hasta la entrada principal, la gran puerta sobre la avenida al borde de la ciudad y desierta a esa hora.

La muchacha quiere mirar de cerca el lugar donde sucedieron los hechos entrevistos en sueños anteriores, es invadida por la sospecha de un crimen, busca entender la causa de la prisa final y del abandono precipitado del encuadre. Decide seguirlo; él modifica la conducta precedente y apura el paso, su andar tiene la tensión contenida de alguien huyendo, escapando sin volverse, dejando atrás una historia turbia con la que no desea estar relacionado nunca más. Se pierde entre el blanco y la luz invernal avanzando a paso de viejo cancerosos y la silueta masculina desaparece de la perspectiva, la muchacha permanece. Ella está ahí para dibujar y la gravitación iniciada en lo excéntrico la induce a la tarea de evaluar conductas. Una ley ordenando la armonía del mundo se desploma hecha añicos, una posible salvación de la locura rondando estas visiones es sugerir que ella, además de artista aficionada es mujer desmemoriada. Ello evitaría caer en interpretaciones fantásticas de lo que aquí sucede, probables por la anomalía anotada y la insinuada desafección legal. Si ella logra vislumbrar una verdad escondida en los otros seguro terminará destruyéndola, presiente el peligro de la fragmentación acechándola, inhabituada a algo distinto que no sea la tristeza le es inconcebible formular la aporía de la escena, se contenta con monologar al límite de la iluminación: «seguro de que la semana pasada emprendió otro camino y no estoy loca, estoy segura.»

Tiene razones para estar confundida, algo sucedió en Flashback el domingo pasado que ella evoca. ¿Por qué el hombre tomó el camino equivocado? Al comienzo supuso ser ella reincidiendo en un error de apreciación y equivocando el trayecto anterior olvidado. Liada por las muchas ideas que rondan su cabeza, una vez pasada la idea de la distracción y siendo media mañana del domingo, ella se tranquiliza cuando coincide con el hombre en la entrada. Aguarda sin inmutarse la reiteración rutinaria, sucesión de actividades, distribución del espacio y el tiempo como hace siete días. La duda de los tres segundos al iniciar la marcha se repitió y ello debe apaciguarla; hoy en lugar de orientarse hacia la salida secundaria frente al mar y sobre el puertito de los pescadores y la torreta del museo oceanográfico, tomó la dirección contraria. La muchacha recibe en el alma la descarada prepotencia de lo incierto y más estando convencida que es Shimura el personaje que persigue, el hombre cansado del otro domingo. Debe aceptar a priori que él está en lo cierto reconociéndolo interlocutor directo con la muerte, por corte abrupto la muchacha de rasgos occidentales se desliza del superficial cosquilleo del error a un pesado malestar: flujo de textura desagradable.

En el espacio de la muerte de reglas estrictas la conducta del hombre con el aspecto del comediante Shimura rechinará en el mecanismo del recuerdo en vigilia, un carozo de durazno hundido en una pila de agua bendita. Puede negarse la evidencia insistiendo con la premisa del fallo de apreciación, repitiendo la fórmula «no es posible» repetidas veces y sostener contra toda evidencia que se trata de un simple «paseo». Incurrir en ello es ingenuo y falso, debe insistirse que lo anotado sucedía por séptima vez. El conjunto hará suponer que la variante se repetirá la semana entrante y así sucesivamente. Hoy la muchacha se aplica a seguirlo con cautela, el hombre está vestido igual a como lo estaba hace siete días y hace siete segundos, si fuera imprescindible el clima monótono puede releerse –en los siete minutos que siguen- el séptimo fragmento del sueño, como se hace con las pinturas en las galerías de los museos, las páginas policromadas de los catálogos.

Hasta la verificación del vestuario no hay inconvenientes al ser idéntico el motivo principal, es indiferente que la muchacha postergue un tronco de ciprés inclinado para seguirlo a él de cerca. ¿Qué sucede? En otro sector apartado del cementerio se repite la secuencia parsimoniosa de la limpieza del sueño anterior. Obsérvese que el hombre parece revolver tumbas como si se tratara de estanterías de librería de viejo, buscando y a la vez sin voluntad de hallar lo tan buscado. Tamaña disimulación es inadmisible que se perpetúe, debe detenerse. A los efectos de planos objetivos el lugar es cualquiera, debe haberse entendido que lo medular de la situación transita por los gestos de Shimura. A la hora del relato está recordando con precisión y se lo describirá en detalle si fuera imprescindible ya que el hombre se detiene allí. Luego se verá que el lugar dentro del conjunto del sueño ocupa un rango secundario; repite el barrido de la rama caída, duplica el trasiego de agua helada, reitera la salida intempestiva como huyendo de un diagnóstico de cáncer al estómago, excepto que la tumba es otra. Desde su retaguardia, una muchacha teme ser la descubridora de a historia elegida para permanecer oculta, punto de fuga secreto de la razón, estampada en los bocetos y cuando la muchacha se inmiscuye la serenidad es puesta en entredicho.

El paisaje agnóstico y neutro se vuelve sospechoso de complicidad mayor, comprendiendo cipreses, gatos, viudas, lentos barrenderos arrastrando escobillones, estudiantes de medicina traficando con calaveras para hervir. Las ceremonias del silencio se suceden, un vuelo explosivo de palomas señala el despegue del arrullo conjunto, la naturaleza se altera por la extraña conducta del señor Shimura, que indiferente a las catástrofes que ocasiona su trasgresión permanece delante de las tumbas destratando a la muerte. La muchacha garabateó el borde de una de las libretas de apuntes. Primero Gurméndez María Cristina, muchacha simple como Su-nû, la semana pasada anotó Argerich Julia, muchacha morena como Hsüan-nü y hoy Curbelo Victoria la muchacha elegida como Ts’ai. Cada domingo si siguiéramos soñando eternamente estaría obligada a anotar nombres diferentes emparentados por la misma fecha de nacimiento. Muertes dispares entre sí comprometen al hombre con el dolor de un amontonamiento, enumeración caótica, sumatoria insensata pulverizando explicaciones propias de lo humano. Desde que la muchacha de rasgos occidentales se acercó al cementerio, era la primera vez que sentía cuestionada su condición de observadora hasta la alienación; existe una historia secreta, piensa. Se impone la tarea de averiguar las condiciones intermedias, perforaciones en la lógica, permeabilidades de la razón, grietas húmedas donde se friccionan los elementos entrechocándose. El temor de la muchacha debe ser entendido con claridad, «alguien me está siguiendo. Ellos, quienes sean, no pueden ser tan crueles como para dejarme ingresar sola a esta locura desagradable que se está construyendo».

Una transferencia es la primera reacción defensiva de la muchacha, los otros son enfermos delirantes, neuróticos, esquizofrénicos. Pasada la impresión de los sentidos el personaje queda en disposición de proponer otra explicación de su conducta; durante los primeros instantes lo hemos observado y con el tiempo necesario, cambiando días, minutos y la luz que gana la escena. La muchacha olvidará la idea de una réplica; la solución debe invocar para decirse términos del absurdo, enmohecidos juegos surrealistas añorando cadáveres exquisitos, ceremonias secretas montadas en sótanos mal iluminados para conjurar el espíritu de la catástrofe inminente. Irrupción de pesadillas en la vigilia alterando la función de sentimientos y objetos triviales.

Ella se sienta en uno de los bancos y dibuja, empujando con rabia sobre la cartulina los rasgos de Shimura, los trazos serán profundos, signos fuertes, largos y agitados, buscará degradarlo en la humillación, caricaturizarlo hasta el escarnio. El resultado final del intento mostrará una imborrable sombra de tristeza, lo sucedido altera el pulso de la muchacha, la agilidad de los dedos padecerá artrosis repentina distorsionando el universo, la comprobación de los nombres de muchachas distintas y lloraras por igual le altera el sentido de la escena: culpabilizó el punto de vista; de ella se desprende la rutina estética por temor de alcanzar el momento de olvidar cuál es su nombre propio.

Cuando decide que por hoy es suficiente de trabajo acepta que los domingos venideros lo estará esperando, con escatológica fidelidad y predispuesta a continuar la comedia. Ella se mete en su papel sin indicaciones, lo siente en la piel y lo niega en la conciencia, se aproxima el instante de ingresar al primer plano de las visiones y él con sus gestos le da el pie esperado, la réplica por sorpresa.

Ella no tiene nada para decir que pueda consolarlo.

Los sucedidos entre semana son blancos como el vacío que separa las escenas evocadas, poco importan los pormenores de los personajes fuera del recinto y exceptuando la visión ellos son inexistentes. No llegan ni a ser criaturas de ficción, son lo que soñé y su intersección soñada. ¿Agrega algo al corazón del proyecto el aporte de información complementaria? Saber que ella es empleada de una empresa que gestiona sistemas de crédito. Nada. Fuera de la coincidencia todo da igual, lo mismo con el hombre; si es vendedor de números de lotería para completar una pobre jubilación o funcionario de la municipalidad, saberlo se vuelve molestia que desconcentra. Las informaciones accesorias darían al enigma un tinte empobrecedor y contagiosos al resto del sueño, ellos son nada y menos que nada cuando escapan de la convención hipnotizante que provoca la coincidencia. Cualquiera sea el nombre de ella y su ocupación posee la ventaja del primer descubrimiento, la persistente observación considerada con finalidad se vuelve desventaja; según yo lo entreveo, la muchacha acepta el tiempo transcurrido como un sueño con interferencias de realidad. Prólogo para conocer la verdad sobre lo sucedido entre ella y la certeza de la muerte equivocada.

A su preocupación ella debe sumar la tarea de simular lo inocultable y descubrir la esencia encarnada por el señor Shimura sería quedar en evidencia. Decíamos en líneas anteriores escenario abierto, tonos de verde sólo alcanzados en árboles de cementerios soñados, luz y sombras medidas con el Lunasic antes de activar el motor de los recuerdos, pensando en perdurabilidad y detalles: olor penetrante de pétalos podridos perdiendo foco, destacando en la quietud de la toma la silueta del personaje que hoy -más que nunca- debe ser puntual.

Tal como lo rememoro él lleva en las manos un ramo de flores frescas, hoy él dudó menos en la zona de ingresos, dirigiéndose como si esa fuera la rutina a un sector apto para colonizar senderos y rincones apartados donde los sepulcros tienen la apariencia de mayor abandono. La curiosidad, resultado de la percepción le brinda a la muchacha una inquietud acelerada, si es que ello puede actuarse. ¿La anomalía es la verdad de las fosas comunes orientales? El descubrimiento alteró conductas confirmadas y luego que el hombre abandona la necrópolis desapareciendo por la boca del Metro Estación Buceo. Este domingo ella olvidará los dibujos para concentrarse en verificar, anotar y recordar lo sucedido: a) si el hombre del impermeable que renguea de la pierna derecha irá al mismo lugar que suele frecuentar. b) si la anciana acompañada del adolescente levemente tarado continúa su fiel peregrinaje al nicho 2807 del sector G. c) si la elegante pareja del auto bordó con chofer dejará los ramos de flores en los mismos jarrones. d) si el paisaje se inclinó unos grados en algún sentido frenando el dulce devenir del lugar.

Mientras duraron las comprobaciones, ella consolidó su serenidad y verificó en los casos la repetición de rituales con mismo comienzo e idéntica resolución; a la primera comprobación se seguirá otra menos tranquilizadora. Ninguno de los casos señalados al azar como paradigma de conducta de duelo se interesaba por los muertos de otros, mostraban una obsesión persistente por sus propios asuntos y acentuaban la indiferencia, limitándose a diálogos convencionales con vecinos ocasionales sobre la falta de limpieza, espesor de la nevada, el precio disparatado del ramillete de ilusión.

Este domingo la muchacha admite que la libertad así malherida incide sobre certezas en ruinas, en bastidores conceptuales de pronto endebles como una jaula de alambre para retener siete estorninos enloquecidos. En otra lectura espejada el hombre sería profanador de sepulcros preparando a la luz del día las depredaciones reservadas para la noche. Las ideas de percepción y objetividad deberán tambalear desde los cimientos, sin olvidar la falta de compromiso de la muchacha con los visitantes indicados. La improvisada función de observadora -para la que reúne condiciones de excepción- le deparó el privilegio dudoso de topar con lo insólito y que a fuerza de insistencia necrosa postulados firmes incluyendo el sentido común.

El personaje parecido a Shimura registra las oscilaciones de la conversación inaudible entre muertos y sobrevivientes; ella las necesita como la respiración, se exige descubrir razones íntimas que expliquen el proceder del desconocido. Nada debe ser claro. ¿Había en la conducta del hombre la voluntad de imitar a los otros, hacer lo mismo que los demás visitantes eligiendo rincones abandonados? Ella se escuda en la posibilidad de la locura, que presiente llegando silenciosa con la estampa del hombre, cambiando de actitud, volcándose hoy hacia el tedio de la espera. Sabe que el itinerario sin rumbo del hombre continuará repitiéndose, recela la reincidencia del hombre en lugares visitados y de los que tenía señas en su libreta. Tal retroceso la dejaría en pésima situación frente a la excepción de una serie y no delante del vacío al que está acostumbrada. Además de la variante insisto en la existencia de una constante a deducir, poco importa quién lo haga, nada le impide de antemano al hombre repetirse en relación a una tumba visitada, con ello se saltearía leyes de la probabilidad.

Se hace tarde en el tramado interior del sueño para intentar otra explicación, ella se convence de la inutilidad de seguirlo y hacerlo trastocaría oscuros principios insinuados. El perímetro amurallado del cementerio oriental debe ser considerado un campo reducido de la realidad, espacio propicio a experimentar postulados distintos, modelo cósmico a escala de condiciones objetivas idénticas, excepto que la presencia absoluta de la muerte influye en la conducta de los sujetos interesados de acuerdo al plan del sueño relatado. Detrás hay cientos de años de resignación macerada, la conducta irrespetuosa del señor Shumura contraviene el orden implícito, se hace rebeldía sacrílega que, por el bienestar común, es preferible reprimir para luego, con tiempo y una vez alejada su nefasta influencia, indagar en las causas malignas. Se tendrá en cuenta que el recinto del camposanto es área presionada por la imaginación metafórica: teatro, tablero, film, ciudad, muros y un sistema de ingreso jerarquizado. Los grandes portones enrejados son destino y punto de partida, si en verdad hay algo nuevo a descubrir en las conductas que anteceden ello sucederá aquí donde soñamos y durante esta mañana que transcurre.

Para la muchacha simple, morena elegida los movimientos anteriores del hombre y los apuntes a la carbonilla revisados cientos de veces son insatisfactorios. El personaje de Shimura eligió trabar el silencio con los muertos, cualquier sonido emitido entre estos muros se derrama en anti eco sepulcral y la grava mezclada al macadán caliente, cubiertas por la perseverancia de la nieve cayendo en la noche. Es perentorio inventarle a la muchacha una historia que provoque la conversación sin predisponerlo al rechazo y debe llegar hasta Shumira mostrando un interés prolongado. Las perturbaciones del hombre son propias de alguien sabedor del magro interés que su persona despierta en los demás; la tranquilidad y el silencio buscando se contradicen con la renovación semanal del drama esperpéntico que él protagoniza. Enemiga de dar explicaciones sobre decisiones y actitudes ella aceptaría sin contestar la conducta del desconocido; sin sorpresa, necesitaba llegar para ello a la primera palabra que abriera el juego. Cualquiera de las historias que recibiera a cambia sería nada confrontada al enigma central que la desgasta por temor a dilucidarlo, preferiría una mentira a la verdad sospechada. Tendrá a su cargo la ingrata experiencia de rondar la explicación de las escenas del cementerio hasta deducirla, igual que una intriga de espías. O renunciar. Estamos de acuerdo: se trata de una situación incómoda, así son las cosas en el sueño que por momentos parece incontrolable, cualquier interpretación empobrecería el sueño y a fuerza de convicción podría decepcionar la razón.

Hechas las aclaraciones del caso que nadie se llame a engaño y volvamos a lo incambiable. El seguimiento de la muchacha se volvió costumbre malsana con datos incompletos y el inicio del sentido que empezaba a formarse, ella está dispuesta a esperar atribuyendo el desvarío repetido del personaje de Shimura siempre al otro, dispuesta a aguardar el quiebre inevitable del ritmo y luego dejarlo pasar. Son los peatones de los cementerios que lidiando con el silencio reivindican la inmortalidad del alma, negando el olor de los cuerpos pudriéndose, fisonomías borradas por la desmemoria, sustituidas por otras caras. El olvido probando la contundencia esotérica del ir y venir del lerdo carromato de la Muerte, se produce un descubrimiento de la muchacha. El paso de los años entabla una relación inversamente proporcional entre la arquitectura para guardar los muertos y el andar de quienes siguen con vida. Allí ocurre la puja discreta del mercado inmobiliario, la especulación por venta y alquiler, estado general de la propiedad, necesidades materiales de mantenimiento, capacidad de féretros y metraje justificando reformas periódicas, cambios de nombres en frontispicios e inscripciones, cuadrillas de obreros con baldes y bolsas de cemento trabajando con menos alboroto que si fuera un jornal en la costa balnearia.

Un mecanismo que la muchacha necesitaba para iniciar el diálogo está trabado, ella reducirá el campo visual focalizándose en Shimura cuya presencia crece en protagonismo y se traslada a la obsesión de los croquis. La historia hipotética debería contar sólo eso: la certeza de la irresolución. Seguirlo a él se hizo innecesario, ella anticipa el asomo de duda y se adelanta a la búsqueda solitaria por los arrabales del cementerio, al montaje de un dolor sin nombre imitando un damero de sepulcros salteados.

Hoy lo aguarda sentada en el banco de siempre e intenta convencerse que se trata de un día cualquiera, el hombre está de regreso y por el azar que adelanté habrá un domingo en que él se sentará junto a la muchacha. Ese día será ahora, el hombre ya sentado a su lado se quita el sombrero tomándose su tiempo, respira hondo recuperando el aire gastado en el trayecto. Ella parece inquieta por la cercanía, lo tiene a su lado y digamos a su merced, a casual y entera disposición para finalizar de una vez con la farsa prolongada. ¿Por dónde empezar? Siempre se empieza por el tiempo, luego se puede adicionar una referencia a coincidencias curiosas. Hasta parece que, desde aquí donde estamos podemos escucharlos, si prestamos la debida atención podemos escuchar la respiración de Shimura y estando ella cerca del fatigado cuerpo del hombre oirá expulsiones de una respiración agitada, único indicio de su vitalidad claudicante. Cuando ella y erróneamente creyó deducido el orden oculto otra variante irrumpe complicando la escena, lo observado por la muchacha respondía al dominio de las conductas más que al de la física, se relacionan así dos mundos, lo inexistente entre los ojos y la palabra soñada. La cuestión oscila entre el silencio de las visiones invernales y el trabajo de las próximas semanas en la memoriam es similar a la desesperación del investigador la víspera del hallazgo buscado durante años, asediando sistemas precedentes y prescindiendo del hilo de la casualidad que modifica el pasado, maneras de leer y estrategias de escritura, como sucedió con la poesía cuando se escribió el decimocuarto verso del soneto primero.

Cualquiera de mis pesadillas está en condiciones de iniciar la conversación, hace semanas que ella está atenta a la rutina que hoy se organizó igual que los domingos anteriores. Shimura debe simular que ignora que yo estoy soñando su conducta y debe trasmitir una mente ausente del asunto. ¿Buscó el encuentro para terminar el malentendido que sostiene mi sueño? ¿De quién es la conducta anómala más evidente cada minuto que pasa? ¿Quién observa a quién ahora mismo? ¿El personaje de Shimura tiene capacidad para adivinar el sistema secuencial que lo implica y subvertirlo desde su condición de personaje? Vayamos a la constancia concebible en un estado de observación, más importante que llegar ante nosotros y justificar su nomadismo aquí y nos condiciona.

Nos antecede que haya muertos sin nombre ni lugar de reposo, en tales circunstancias la palabra destruiría las bases de lenguaje instigando un tráfico conmovedor, aportaría verdades prodigiosas e incómodas. Contentémonos con la ignorancia unilateral, hablar produciría miedo y es más terrible que los martes de abril. En tiempos difíciles y cuando las respuestas son sencillas debe suspenderse el conocimiento, velarlo en lo posible, considerar los secretos como la sabiduría suprema que nos es permitida. Hubo un tiempo en la ciudad en que las cifras de un número telefónico podían conducir a la muerte escondida, los asesinos continúan subiendo a los taxis cuando anochece. Si soñaba parajes orientales hay que callarse me aconsejaron, el juego consiste en sugerir permitiendo que las palabras se descompongan de solemnidad –como sucedió con los colores de los impresionistas- decidirse a ver las catedrales como el viejo Monet («ce que je veux reproduire, c’est que existe entre le motif e moi même.») sin decir que se observa lo mismo a lo largo del día, de un día que dura meses y a escondidas desde la casa de los judíos de Rouen.

Están los personajes de la historia encaminada hacia la resolución sentados uno junto a otro, soñador y soñado saben cercano el fin, ellos están delante de mí rodeados del banco invernal como en el barrio viejo de una ciudad fantasma. Ofrecen una buena primera impresión hasta formar un motivo agradable para ser un apunte a la carbonilla, toma difusa en blanco y negro con escasa definición de los contornos, si por una vez somos capaces de privilegiar los silencios a la síntesis del argumento. En un extremo del banco la muchacha mueve los labios, hablándonos a nosotros que adivinamos sin escuchar. El personaje de Shimura la oye saliendo del encierro del alma, ella mueve la cara dirigiéndose al hombre que sorprendido en su buena fe emerge del letargo. El sol del mediodía cercano pega en uno de los costados de la escena, el banco está pintado de amarillo cromo destacando los colores oscuros de los personajes que son emplastes sin retocar de un pincel grueso. Nosotros estamos a una distancia adecuada y es insuficiente, si decidiera acercarme queriendo captar los detalles del diálogo seguro que pierdo definición visual; con tantos problemas en la vida, a qué buscar escuchar entretelones de otra tragedia envuelta en gotones espesos de óleo entremezclado sobre el lienzo.

De lejos recuerdan personas conversando en un parque y la escena es agradable aunque exija aclaraciones, ampliaciones de un conocimiento que decidí dejar de lado. Ella habla y señala con la mano en varias direcciones, él se recuesta en el banco con el cuerpo tenso y comienza a escudarse de la violencia de haber sido vigilado, espiado. Ese debe haber sido el verbo de reproche. La muchacha coloca la mano que apuntó en varias direcciones sobre el brazo de Shimura y él la rechaza con violencia increpándole sin cesar, ella pretende organizar un gesto conciliador de explicación, argumentando que el incidente requiere aclaración, le reclama paciencia –es lo que desde aquí debemos creer- pide calma mientras busca en la mochila. Saca una hoja suelta a la que sigue un manojo de apuntes y se los enseña a Shimura, el personaje del señor Shimura contempla los apuntes odiándola, reponiéndose con espasmos de la desagradable sorpresa, preparando la carga de indignación que llega a la muchacha con gestos de rabia, sin encontrar el personaje de Shimura las pulsiones adecuadas en su motricidad aletargada, sin pericia ni entrenamiento para la indignación eficaz, como si en los últimos siete años sólo hubiera sufrido en secreto.

Desde lejos se intuyen frases de la muchacha y que son las muertes de otras muchachas dichas todas juntas, insiste en su deseo de contemporizar con lo incomprensible. El hombre atrapado se niega a entrar en razones, se levanta retirándose hasta salir del encuadre, luego regresa como si hubiera olvidado algo determinante sobre el banco y para satisfacer con rabia tanta curiosidad retenida a escondidas, creo advertir que da la respuesta que explica lo soñado.

El hombre nunca regresará al cementerio oriental, ella permanece sentada y abatida, después de lo escuchado es inútil seguirlo; está vencida, arrepentida de la iniciativa que hoy se le ocurrió. Ahora y para la eternidad Shimura sale del encuadre, de algún lugar, una parroquia de la cercanía, un templo budista, un barco pesquero entrando a puerto, un loco inspirado, llegan campanadas y la muchacha adquiere la apariencia de una mujer quebrada sentada en un banco de cementerio, como si la hubieran pintado sobre el paisaje hace un siglo. Ella mira en todas direcciones, llora despacio, se enjuaga las lágrimas lentamente y se pone de pie, se marcha.

A su partida y a nuestros ojos el emplaste del banco se hace denso, los travesaños de madera se disparan como una fuga de torres góticas horizontales de catedrales hechas de luz. El banco del cementerio oriental se hace una única mancha diluyendo distancias insalvables entre la luz de Rouen y la escritura. A un costado de la mancha y del banco incrustado en la mancha, hay tirado un ramo de flores marchitas, sobre el banco una pincelada blanca hace pensar que una muchacha oriental, de marcados rasgos occidentales, olvidó en la intemperie fría un cuaderno abierto, la carpeta desordenada, una libreta barata de hojas sueltas: mancha blanca, sudario, montoncito de nieve gris derritiéndose al sol, cumbre desafiante de las cordilleras que apenas se divisan desde nuestro lugar. Sueño entre cipreses de ascender descalzo hasta el frío eterno que tantos autores con tino y perspicacia consideran un atributo adecuado de la muerte, entonces me despierto y lo único que recuerdo del sueño es un verso de Octavio Paz grabado en una lápida a modo de epitafio: «La transparencia es todo lo que queda.»