El submarino Peral

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… y por la primera vez, pensando en él mismo, se hizo la pregunta que lo obsesionaría en los próximos decenios: ¿qué es lo que hace naufragar a un escritor?

Beyle o el fenómeno singular del amor.
W. G. Sebald. “Vértigos”

Cada año que se repite, un número creciente de compatriotas dan emotivo testimonio de creer en la existencia de la Reina del Mar y cuando empieza febrero, rezan los poderes milagrosos de Iemanjá para alterar el devenir caprichoso de la vida terrestre. Panteón reciente con su corte de acólitos sobrenaturales, figura sincrética y femenina que bajó a las arenas montevideanas por el norte fronterizo en peregrinación seductora; ella y la celebración de blanco inmaculado parecían traer sobre las olas algo mágico luminoso que nos faltaba para ser felices, perfeccionar el dominio de lo sagrado, invertir el proceso de secularización de la sociedad laica uruguaya, ser una madre de todos a quien confiarle nuestros deseos más íntimos, con llamados recurrentes en los barrios populares a la apostasía asumida.

En mi infancia montevideana allá por los años cincuenta sesenta, de Sputnik soviético parpadeando en el cielo, revolución cubana de hipnotismo mimético, “Kinks” en las juke box de bares de moda, hermanos Kennedy inmolados por bala al sueño americano y “La dolce vita” con Marcello Mastroianni deambulando por las calles de Roma, esa Fe marina era desconocida entre los alumnos de la escuela N° 42 República de Nicaragua, frente por frente a la sociedad recreativa “Los hijos del mar” y eso que éramos unos niños ingenuos de la Curva de Maroñas. Podíamos prescindir de su bondad y cánticos circulares para enfrentar el misterio del universo, el desarreglo de los romances en guardapolvo, evidencias de la historia moderna con fondo de Vietnam y el temor a una muerte prematura por tuberculosis pulmonar. Luego, como algo llegado de Brasil, deslizado en el cargamento de Joao Gilberto y Glauber Rocha, alegoría carnavalesca travestida y la garota tan diferente de Ipanema, misterio umbandista de las bodegas con barricas culturales, la divinidad citada se instaló primero en los bordes de la ciudad hasta ganar la costa con preferencia de la playa Ramírez. Luego en el corazón de gente piadosa, junto con otras supersticiones sectarias –recuerdo con temblor los sermones de Jimmy Lee Swaggart, tentado por el demonio, que sucumbió como otro pecador a los salmos de la prostitución del Hotel California y arderá en el microondas del enemigo eterno: ¡Aleluya hermanos! y luego en sectores acomodados de la sociedad montevideana, curiosos de lo raro, ávidos del estremecimiento antropológico pasando por el cuerpo y convencidos por la palabra de espíritus encarnados.

Ello llenaba un vacío de angustia existencial, algo mental sacro que faltaba en el dispositivo, un territorio rico en catalepsia, terreno desertado por la reflexión materialista y el poder que posee el patchuli en piel bronceada por el sol canicular sobre el criterio. Yo creo en la guitarra de Luis Bonfá y en Badem Powel tocando “Odeon” de Ernesto Nazareth más que en dios, pero de ofrendas flotantes y espíritus incorporados dudo hasta que se hacen novela. El agnosticismo me deja no obstante apto para lanzar la imaginación hacia lo inexistente, liberándome de un debate antropológico que asume el milagro del mundo explicado por pasiones demasiado humanas. Creo en misterios del mar de los Sargazos con barcos ebrios de absenta, ballenas blancas inmortales y capitanes amputados, tiburones hembra del Viejo Océano, islas de leyenda donde emigran las almas de los guerreros muertos, navíos rearmados al infinito que continúan siendo el mismo Argo, grutas donde se escucha el canto de sirenas y la muerte blanca rondando en los hielos eternos, creo en la navegación mecánica por debajo del mar, en la biblioteca del capitán Nemo, en partes del naufragio y fuegos de San Telmo, en la tesis del complot de la Armada contra el ingeniero Isaac Peral y los milagros dejados por escrito que se vuelven ficción.

En el mes de abril del año 2008 decidí reformar el baño de arriba de la casa de mi madre en Montevideo, por completo, desde el calefón de agua hasta el soporte para los rollos de papel higiénico. Méndez, el plomero que vivía en La Cruz y se ocupaba del mantenimiento de las instalaciones familiares desde hace años, aceptó el trabajo; el hijo que se llamaba Carlos lo ayudó en el cambio de la cerámica mural y aparatos sanitarios. Esa vez yo estaría más de tres semanas en la ciudad y si quería que la obra se encaminara estando presente, debía tomar decisiones de obra a cada hora, solucionar para comenzar la cuestión de la búsqueda, selección y compra de materiales.

Desde hacía años estaba fuera del circuito de barracas, precios razonables y variedad de piletas, inodoros y grifería. Una mañana de abril mi primo Claudio, que es sobrino de mi madre, el hijo del tío Rúben y María Celia, me llevó a una empresa reciente, que publicitaba con asiduidad en la televisión y prensa bajo el slogan áspero de Juan Vende. Fue la primera que consulté y una vez con los datos en mi poder, cuando salimos de ahí yo ignoraba que sería la elegida. En la visita, tratando de organizarme, me hice cierta idea de necesidades en volúmenes, calidad de materiales según orígenes, variación ornamental de catálogos, colores combinados, precios con descuento, financiaciones y tiempos de entrega. El resultado de las cifras en columna se acercaba a mis posibilidades; igual quise comparar y al otro día, sin molestar a mi primo, que además estaba de guardia en el Hospital Pereira Rossell, decidí visitar al menos dos barracas, tener otro estimativo para cotejar, resolver en veinticuatro horas y evitar el atraso en la agenda convenida con Méndez.

Ese otro día, la primera barraca que visité daba sobre Avenida Italia, cerca del cruce con otras calles como Comercio y que durante mi prolongada ausencia cambió de nombre. Ello formaba una zona de espacios descampados, evocando la línea limítrofe entre dos países que se detestan desde tiempos inmemoriales. Allí y a los pocos días de mi incursión, asaltaron una sucursal del Banco República tres individuos a mano armada y cara descubierta. La entrada mía al local fue tibia y se presentía la decepción, nada de lo visto logró interesarme a pesar de la cordialidad del vendedor, de trato distante como si mi intento de compra lo aburriera. Tenía el orgullo -supuse- de exponer productos importados para obras de la clase alta, los precios eran elevados considerando el entorno a la vista, él hablaba de marcas reputadas con familiaridad apropiada a un decorador entendido en esos menesteres; el valor agregado se hallaría en alguna instancia secreta de la producción, prestigio avalado en salones internacionales y el tácito buen gusto que esa mañana me faltaba.

Con la segunda barraca tampoco hubo sintonía y eso que había tomado un taxi para sacarme rápido de encima la primera impresión frustrante. Podría negociar mejores precios, una miseria de diferencia, pero la enormidad del local de exposiciones, celeridad de informática en el trato, el hecho de que fuéramos cinco clientes atendidos a la vez, la sensación de que ahí decidían negocios recios y obras considerables en construcción, la visión de la zona de carga, camiones saliendo en fila india, cargando en la pista material a cielo descubierto, llamadas telefónicas permanentes y la prudencia del vendedor al conocer lo exiguo de mi compra, definían una jerarquía mercantil que me condenaba. Un presupuesto como el mío, deduciendo una comisión raquítica, pasaba al último lugar de la facturación del día, último puesto en la búsqueda del depósito y última pasada en el reparto de la tarde de pasado mañana. Si al otro día de la entrega tenía un problema con los materiales recibidos, una mayólica rajada pongamos al caso, estaría perdido. Debería llamar a la barraca cinco veces, caer cada vez en el respondedor con publicidad hasta tener que regresar personalmente, reclamar levantando el tono por la partida de colores defectuosos y embarcarme en la disputa sobre la verdad sanitaria.

La decisión estaba tomada antes de haberlo meditado, esa tarde volvería a la barraca del día previo para concretar. Había organizado el círculo de los dólares a invertir, el calefón James de treinta litros en Nahmod y la hora de comienzo de la obra con la etapa previa de la demolición. La barraca exagerada, la segunda de la mañana, de camiones con volqueta y zorra, estaba ubicada en una zona trasmano para mí que andaba sin transporte propio. La mañana –era cerca de mediodía- estaba estupenda y yo rondaba el recuerdo que salió a superficie en los últimos meses, seguro que ese movimiento lo concertaron desde hace tiempo la memoria involuntaria y la circunvalación menos sociable del cerebro.

Tampoco estaba ahí de casualidad, era como si trazara diagonales sagradas de un ajedrecista admirado por empatía, podía sentir activada la influencia del campo magnético despertando, suscitando reacciones entre intuición y mandato. A esa hora de ese día ignoraba si el local asociado estaba en actividad o lo habían demolido –hubiera sido normal considerando el emplazamiento original- para construir un edificio de departamentos a vender en mensualidades. Era el absurdo y peligroso regreso a los tiempos pasados, campos de batallas evitadas que decidieron la expedición voluntaria que fomenté con movimientos matinales y en ese orden. Llevaba conmigo un morral en tela para la prensa matutina y objetos como peine, cortaplumas, llaves, marcadores y apuntes de la reforma. Justo frente a la salida de la barraca, cruzando la calle en dirección hacia el este habían aguardando pasaje dos taxis libres, parada informal que decía del suceso de la empresa visitada. Me bastaba con cruzar la calle poniendo atención, subirme al Toyota negro que era el primero de los autos, decirle al taxista que iríamos por la costa hasta 26 de Marzo, luego que buscaríamos las calles del Zoológico y a otra cosa. Eso es lo que debería haber hecho cuando se abrió en la indecisión una grieta en la continuidad y espacio temporal de extrañas consecuencias. De subirme al Toyota me hubiera arrepentido en el futuro inmediato y lejano; en esta hora por ejemplo de otra mañana, cuando estoy releyendo las notas de ese recuerdo similar a una tormenta de arena. Quizá estaba viviendo el último abril donde se abría una ventana de tiro para hallar el paralaje exacto, desfiladero conocido por pocos, pasaje cubierto entre realidad y escritura.

Entonces me dije descartando la reflexión aconsejada: puedo dedicarle al episodio una hora de inmersión en el mar de la memoria, sesenta minutos era tiempo prudente y suficiente para confundir los radares de la flota enemiga. Una hora rezagada para estar en ninguna parte sin que nadie me esperara, de ausencia del mundo vagando entre sueño e imaginación.

Cayó del cielo en esos segundos de perplejidad la convicción en evidencia: nunca regresaría en el resto de mi vida a esa zona en litigio. Había olvidado los lentes negros y el sol estaba radiante en el cielo sin nubes de un azul irrepetible, esa mañana tenía puestos calcetines gruesos, calzaba zapatos pesados de invierno alpino y comenzaba a sentir en los pies la molestia de hundirme en el arenal de un territorio a trasmano, llevaba una campera de material inadecuado a la circunstancia y caminar cuesta arriba era extenuante. El clima benigno otoñal estaba en contra de mi plan dispuesto a someter el cuerpo, probar si valía la pena el sacrificio del viaje a contracorriente. Me confundí sobre la dirección que debería tomar, recordé que era por la avenida vieja en dirección al centro que debía marchar para llegar y serían quince minutos a pie. Cada metro, cada minuto sumaría años que la memoria condensaba en su trama recuperando el tiempo perdido.

Caminamos juntos luego de un pacto sin condiciones. Ambos parecíamos asumir la distancia de los años, buscando entre los dos la fusión imposible entre mi presente y el que venía a mi encuentro. Estábamos en la equidistancia, la misma recta segmentada hacia el centro donde se operaría la síntesis y desencuentro de la despedida. Hacía una eternidad que no estaba tan cerca suyo, tampoco nos preguntamos si había una coincidencia entre deseo, imaginación y esa mañana tramposa del otoño. Yo retrocedía hacia mi juventud, el otro avanzaba desde la adolescencia a los primeros aprendizajes y nuestra misma madre era el poder ancestral incitando la simetría. No lo recordaba tan deportivo y logré sorprenderlo cuando le conté del barrio donde habito, que nunca estuvo en su horizonte de expectativa pues vivimos desconcentrados cada uno por su lado en los últimos cuarenta años. La cercanía sin dolor ni violencia, la persistencia del relato común y que dos tiempos bifurcados confluyendo con matices de verosimilitud logró acercarnos. Era una coincidencia buscada por el azar, demasiado buena para estropearla con el juego de los reproches y lo valioso era nutrir la invención: él la soñó y mi persona era responsable de concretarla. Adicionando el imperativo de la realidad, la memoria viajando y el cuerpo que acompaña acepté hacer cuerpo con la extraña escisión y él sombra en la próxima hora compartida. Eran soles hermanados que lograban diferenciarnos, la certeza de que el viaje en el tiempo existe si bien las naves de ida y vuelta son diferentes.

La coincidencia fue posible por la cercanía del lugar hacia donde marchábamos siguiendo itinerarios sabidas de memoria. Cuando alcancé a distinguirlo en el paisaje y abierto como si nos esperara, disimulé la emoción del momento dándole al encuentro un efecto liviano de normalidad informal. Estaba necesitando luego de las indagaciones concentradas, de un lugar tranquilo para hacer un alto lejos de casa y donde cotejar presupuestos, quería ver los números reales e imaginarios para cuentas que serían de otra naturaleza.

Podía ser otra consecuencia corporal de la intensidad física de los últimos días, allí sentí un dolor en el espinazo a la altura de las vértebras lumbares, alcanzando la zona de los riñones, que me aconsejaba sentarme unos minutos. La remera comenzaba a sentir agrio desde el cocodrilo, era preferible sacarme la campera evitando sudar a destiempo y pescarme un enfriamiento. El cuerpo opera en simultáneo; durante esas maniobras, por otro frente abierto me atacó la sed acuciante del perseguidor y estaba pronto a permutar mi reino contra una cerveza. Temía que esa situación, más apropiada a la vida nómada del desierto que a la actividad urbana, me condujera al engaño de los sentidos y la ilusión del espejismo. Por los alrededores del acceso no había a la vista ni un perro vagabundo aguardándome para reconocerme, eso era un paisaje de pintura naturalista y las pendientes de calles abandonadas dunas deslizantes de hormigón. Si algo en esa circunstancia podía quebrar la rutina autoritaria, sería una tormenta agitada de arena avanzando hacia el campamento improvisado.

El mar allí era la utopía colonial reciclada cuando distinguí antes de la confusión el local abierto; a pesar de la doble usura de los tiempos logré respirar la decadencia irreversible, percibir el cerco de la muerte para ambos, temí estar ante un oasis de aguas infectadas. Ilusión inducida que se esfumaría en cuanto me acercara a una distancia prudencial, mientras dejamos de medir con la mirada y avanzamos el brazo entrando en contacto concreto con la duda. Acertijo mental que desaparecía en cuanto sopesara con los dedos y estuviera a menos de treinta pulgadas de distancia. De haber sido un espejismo la versión del recuerdo se hubiera resuelto en esta frase, en el párrafo mismo cerrando un episodio de coloración ilusoria.

Resultó lo contrario, subí los mismos tres escalones y nada de lo entrevisto se evaporó como cuando alguien se despierta de un sueño. Con mi cuerpo pesado pasé por la puerta, aquello persistía como el sudor desconfiado y el tirón en los riñones, la realidad material dispuesta en escenografía era más opaca que los malabarismos torpes de la mente. En tanto se producía el tránsito fue que escuché la palabra interior, esa podría ser la voz confusa de la sombra o la mía desdoblada duplicada de la conciencia, eco rondando prototipos mecánicos para navegar en el tiempo, funcionando con dificultad, repitiendo la orden de urgencia, precaución y desasosiego: ¡inmersión, inmersión, inmersión, inmersión!

Salvando la vida inmediata y preservando la integridad de la memoria, debía abandonar la superficie en menos de un minuto. Descartar la realidad, buscar profundidad aceptando abismos marinos, bancos de oscuridad con calamares gigantes. Había una relación secreta entre memoria y nombre acogiéndome y forzando la experiencia del presente; para alguien de la zona que viniera cada dos días, quizá nada había de distinto en la configuración del lugar. En cambio para mí, que pasé varias décadas sin atravesar la escotilla, el interior revisitado anunciaba un enorme desasosiego. La comparación con lo idealizado se imponía, era tanta la presencia real que se podía sospechar de la certeza. En ese tránsito procuré controlar emociones y manejarme con confianza de conocedor; la sombra adolescente tuvo problemas en la travesía previa y yo siendo a pesar mío un señor mayor, pasaría por un parroquiano sin disputa con el establecimiento, otro cliente satisfecho de la barraca mayorista de unas calles abajo.

Con la primera mirada reflejada en el espejo nuestras declinaciones se adecuaban a la perfección, conservaba su pureza el triángulo que dejó encerrado el trazado viejo de Avenida Italia y el nuevo de años atrás, cuando las obras remodelaron las salidas hacia el Este. El local estaba en medio del depósito de chatarra de mercantes y acorazados de la guerra desmantelados, cementerio olvidado de bares muertos de la ciudad y en saturación. Bar fantasma pendiente de la vida de quien lo atiende sin permitirse el sueño; si una noche lo fulmina un infarto u otro desarreglo de la naturaleza, “El submarino Peral” sufre un infarto o un cáncer, si un día muere de vejez o lo matan por gusto todo lo existente alrededor se desplomaría en menos de un minuto. La decadencia estaba en proceso y sin ser total era irrecuperable, las trazas del esplendor añejo resistiendo en mi memoria tangible de las instalaciones, conservaban la apariencia de submarino aliado de la pasada guerra fría. Largo, con escasa profundidad entre ventanales que dan a la calle y la pared del fondo, la impresión óptica era una de las explicaciones del nombre, sin descartar claro las vinculadas al delirio del homenaje.

Entré, estaba adentro, consideré acomodarme al mostrador y siendo la fatiga persistente opté por sentarme con mesa por delante a observar el panorama, consultar boletas de adelanto y presupuestos. El tiempo pasado era abandono materializado en objetos muertos por inservibles, ahí pasaron episodios de agonía. Lo que debía suceder ocurrió como si “El Submarino Peral” hubiera hallado la misión de probar la finitud de las cosas; las marcas del tiempo erosionando la reminiscencia eran visibles y podría disimularlas una demolición desde los cimientos. Había a la vista un horno de ladrillos de campo que dejó de funcionar alguna noche fatídica de un año extraviado; la muerte fue olvidar encender el fuego de ese horno apagado a la mañana siguiente, hacerlo perdió sentido y alguien tomó esa decisión de derrotado. Era una experiencia mística indagar cuándo se cocinó allí a leña la última pizza con salsa colorada, el último tacho circular de setenta centímetros de fainá. Qué vecina trajo la asadera cubierta de repasadores con manchas de aceite para el asado al horno con papas y boniatos, cuál fue la última astilla de coronilla que lanzaron al interior desde la boca caliente. Contenía el lamento tiznado por el tiempo que huye, ese horno apagado sin encender hace añares guardaba secretos de una religión denostada, de quienes creen como fierro en anillos de fuego para proteger las doncellas guerreras. Era el horno de la alquimia del barrio indicando la obra concluida, si el local era prototipo fallido de submarino, la ciudad capital de mi infancia estaba sumergida a la espera de que finalizara la absurda batalla sobre la superficie para salir a flote. Contemplaba las profundidades del mar temporal, quienes estábamos ahí éramos criaturas asfixiadas de la existencia. Levanté la vista y leí sobre un espejo opaco las letras de Salón Familiar; la inscripción me emocionó, estaba descifrando el jeroglífico único de una civilización desaparecida y recordé la presencia de familias en verano, pedidos telefónicos cuando los chaparrones invernales, aperitivos con fernet los domingos aguardando el almuerzo. El recurso a mano y economico de las amas de casa, con mellizos de cuatro años vestidos iguales y mientras la mañana que pasa sin darse cuenta no les daba ni medio minuto de respiro para cocinar. Podía ver las sombras sin rencores de toda esa gente desaparecida y el dolor punzante era la soledad; luego lo concreto y turbio: hileras de heladeras industriales con decenas de botellas de bebidas y desenchufadas por inútiles, había un rincón para lo que fueron cocineras que no daban abasto, mujeres empanando croquetas de papa con orégano, poniendo huevos duros enteros en la pascualina y morrones en la torta gallega. Lo que fue se volvía prescindente, falso museo del compartir la rutina reducido a servicios mínimos y componentes básicos, no había allí alimento fresco ni preparado la víspera, exceptuando bebidas. Sólo líquido embotellado en lo que debía ser la última misión de una nave insignia, algún café, que antes cruzaba los mares del mundo o lo que podría ser mi última visita de despedida.

Pedí una cerveza de a litro para cortar por lo sano las asociaciones; a los tres minutos el patrón la trajo hasta mi mesa, abrió la botella y luego se fue a conversar con tres parroquianos acomodados en mesas junto al mostrador. Bebí el primer vaso apurado y más despacio el segundo; la cerveza fue una pésima idea, lo mejor que me pudo pasar en los minutos previos era haberme subido al Toyota y pedirle al taxista que buscara la costa, viajar pensando en otras ciudades que conocí y me hubiera dispensado esa experiencia –una hora cuando mucho- de reconocimiento y que ignoraba cómo finalizaría. Temía la aparición del antebrazo de la mujer tatuada en la que tanto pensé en los últimos meses, ella se volvió sirena de otra odisea que debía emprender para escapar de la isla numerada que alguna vez multipliqué en la infancia. Volví a contar la iluminación de los números al sobrino nieto del malogrado Peral, que vivía en la misma manzana. ¿Qué es lo que hace naufragar a un marino inventor?

Había en el ambiente el mareo del eterno retorno, se trataba de dos fuerzas aplicadas disputándose una supremacía, la paz interior sería recobrada si en un momento de la mañana espléndida, alcanzaba a distinguir un submarino en el horizonte del recuerdo. Ello confirmaría que siguen vigente las leyes inmutables de la física, el funcionamiento del comercio y la eventualidad de los puertos: bares abiertos en callejones sin salida, escolleras perforando la marea mar adentro con sus pájaros migrantes. Desde pequeño fui marinero de bares a los que consideraba navíos inmóviles, cuando la tripulación eran vecinos y amigos, por entonces me metía en boliches de barrio, conocía las trampas que llevan al sótano, los gatos a bordo y la familia de los capitanes. Había siete bares en el radio de trescientos metros de mi casa, en cualquier momento los recordaré en orden, enumerando la flotilla que recalaba en aquel puerto sin mareas ni bolardos. Lo veía de camino hacia la playa Malvín que era todas las playas, la fachada intrigante de “El Submarino Peral” y el nombre me hipnotizó desde el primer cruce: yo quería pasar allí algunas tardes interminables perdiendo el tiempo navegando en silencio. Me intrigaba desde la ubicación en medio de las corrientes callejeras hasta la superficie que le fuera asignada y el nombre misterioso cuyo significado conocí bien pronto.

Tenía ese bar algo de potencialidad aventurera diferente; quedaba lejos de casa y para ir había que tomar el ómnibus 111 circulando en intervalos de media hora. Podía ser contraproducente la expedición alguna tarde y magnetizaba esa fascinación del nombre uniendo navegación, máquina perfecta, misterio ingenioso del inventor. También la evocación tangente de la famosa teoría del iceberg aplicada a los relatos con aquello de lo visible e invisible que induce a la catástrofe. Me hubiera agradado escucharla en la versión del mismo Hemingway en la París de Cole Porter, bebiendo bourbon en la plaza Contrescarpe pasada medianoche. Transitar el rumbo extraño que puede tomar una afirmación de ese tipo desde los barrios de Balzac y Fantomas hasta un bar de Montevideo es otro misterio; de ahí la obsesión por evocar cada tanto lo invisible y buscar la parte inmergida del iceberg donde reside la diferencia. El secreto ese tan bien protegido tiene una versión Isaac Peral con su invención del “aparato de las profundidades”, donde la diferencia entre lo visible y lo otro sumergido son ocho toneladas de agua salada.

Era la tarea prioritaria, volver al astillero de río, construir un submarino de palabras nunca combinadas añadiendo la parte oculta de los relatos y sacando de vez en cuando el periscopio para espiar a la flota enemiga. El sumergible prodigioso que rescata los proyectos cuando se presiente que comienza a naufragar la invención, la emoción de instalarse una temporada en las profundidades a la espera, con el temor de que ocurra algo pánico como a los camaradas del Kursk en el Mar de Barents. ¿De chiquilín lo miraba de afuera como esas cosas que nunca se alcanzan? En “El Submarino Peral” aprendí que hay tierras de la memoria, mares de imaginación, astilleros de cuentos sumergibles y bitácoras secretas que anuncian cuando se pregunta por los cementerios marinos: era aquí.

De la juke box de la memoria llega una canción oportuna que sabía de memoria: “el trompa tira la bronca porque un pebete se cuela y un cantor con su vigüela pide permiso y entona; y así, entre naipes, curda y canto de esta escena cotidiana, se oye la voz de una nena: ¡papá, vamos que mamá te llama!” Revelo una polaroid en ese líquido de circunstancia, miro la foto que existe en algún cajón de la casa de mi madre. Verano de los años cincuenta, antes de la perra Laika dando vueltas por ahí correteando en Moscú y muriendo en el espacio. La playa era Malvín, olvidé quien fue el fotógrafo y pudo haber sido mi padre, la imagen tiene algo de instantánea arponeando la eternidad. Era como si esas tomas de familia fueran fijadas por la cámara del Tiempo y el laboratorio de la memoria, estamos con mi madre recostados sobre una barca de pesca que la noche anterior salió mar adentro, volvió temprano con las redes repletas de pejerreyes y bagres, alguna corvina chica y merluzas porque el gran pez es inalcanzable. Está mi madre que tiene esa mañana veintitrés años, la foto es blanco y negro, recuerdo aquella malla roja como de tela brillante, yo tengo puesto un gorro blanco de lona y frunzo los ojos por el sol. El circuito se completó antes de terminar la botella de cerveza y doy gracias a Neptuno por haberlo vivido. “El Submarino Peral” fue la inmersión para recuperar una imagen casual donde estamos ella y yo hace más de medio siglo, en la costa que está a pocas cuadras de donde bebo el último vaso de cerveza a bordo. No deja de ser un milagro que ambos estemos vivos y dentro de unos segundos yo salga de ahí confuso por la experiencia, suba a un taxi y vaya a verla. Debo decirle a mi madre que pasado mañana comenzamos las obras en el baño de arriba. lo hablé con Méndez que es un tipo bien, serán unos días complicados de ruidos con suciedad en la casa pero quedará bonito. Le preguntaré si recuerda donde están las fotografías de cuando íbamos a la playa; si ella está viva y cerca, está bien eso de ser marinero de agua dulce, tratar con grifos y plomeros. Para conocer el secreto confuso de las profundidades hay que estar dispuesto a naufragar y “El Submarino Peral” era lo que tenía si bien con poco espacio para la tripulación. Las únicas diosas del mar a las que me encomiendo, siguen siendo mi madre en malla roja y la vecina tatuada que venía de Lodz; fue recién después, con el desgaste de los años que aparecieron las sirenas de palabras, fabulando mitos de infancia, la única novela insumergible de cuando la vida queda a la deriva y haciendo agua por los cuatro costados.