Sr. Delmiro Reyes.
De mi mayor consideración:
Usted sabe quién soy. Nuestro fiel capataz, el individuo que me puso al corriente de pormenores pasados que vinculan de manera desagradable nuestras vidas, me informó además que vive todavía. Fui depositaria de una confesión de vejez, verdad tardía relacionada con mi marido y no quise morirme, irme de esta tierra sin enterarlo de episodios que doy por descontado que ignora; lo hago sabiendo que no es la persona adecuada para depositar confianza y menos en lo atinente a sentimientos profundos. Tengo la secreta esperanza de envenenarle sus entrañas podridas y sesos parapléjicos en los últimos meses de vida, rezo que sean semanas, imploro para que sean apenas pocos días. ¿Me asiste algún derecho luego del tiempo transcurrido, acaso mi condición de mujer me autoriza a semejante gesto? Digo que sí en nombre de mi despreciable marido que fue toda la vida un canalla, afirmo que claro reivindicando un derecho solamente mío.
Desde que tiene uso de razón y memoria usted codicia –¿es el verbo justo, el sentido adecuado? – los campos que fueron de mi difunto esposo. Sé que a mi llegada tan mentada a San Carlos, desde tiempo atrás una oferta suya me esperaba triplicando el valor real de los terrenos. Fue la propuesta orgullosa y disparatada, ofensiva considerando los términos de transacciones habituales, que me impulsó a tomar las decisiones pertinentes y asumidas por mí sin el mínimo pesar. La primera fue desmembrar como carcasa de gallina hervida las tierras de Quiroga, la segunda regalarlas casi a inescrupulosos oportunistas con el propósito de multiplicarle a usted los enemigos, instalarle en la puerta de su casa el furor de la guerra, azuzarle la codicia de hombres jóvenes cuando despuntaba la decadencia de su ancianidad.
Tiene razón en lo que supone: quiero borrar de la faz de la tierra el recuerdo de Quiroga y que sólo quede un montón de estiércol, algo para pudrirse en nuestras dos cabezas. Hace días me diagnosticaron una enfermedad incurable que lleva a la locura como preludio de una muerte desagradable y dolorosa, por ello me apresuro a escribirle antes de que salga el sol, la luz diurna que tanto me fatiga. Llámese dichoso señor Reyes, será el heredero universal de otros dominios menos extensos que los campos deseados, nauseabundos y profundos como pozo negro de cuartel, una tumba sin nombre.
Lleva de nuevo verdad en lo que está intuyendo. Jamás pensé en usted, nunca concebí dirigirle la palabra; estaba convencida, por razones que Quiroga barruntó durante años, que en buena medida usted fue responsable de nuestra desgracia, desde jovencita lo aborrecí sin tregua en una magnitud que no podrá concebir. Se lo aseguro. ¿Y a qué pues este arrebato? ¿A cuenta de qué este gesto final de escritura en mi último pasaje por San Carlos, el agónico recurso de la escritura aprendida después de desposada? No siendo usted lo que puede decirse un lector de calidad poco importan tales cuestionamientos, que no quede aquí lugar ni para un sentimiento cercano a la indulgencia, todo será escrito mientras duren las sombras de encausto hecho con bilis y la pluma empapada de tinteros desbordantes de odio. Lo que son las vueltas de la vida, Reyes… los juegos con el tiempo debería conocerlos mejor que yo y me consta la densidad de su larga baquía, conocer la verdad a un paso de la muerte es experiencia desaconsejable que sólo se desea al peor enemigo. Es el caso Reyes. Me restan pocos meses para concluir y cancelar el calvario, largo y espinoso camino que comencé a andar antes de lo que usted supone y alcanzó la cumbre en circunstancias milagrosas.
¿Cuál será el instante para incorporarlo a usted Delmiro Reyes en el curso de mi vida? Le aseguro que lo medité largamente y luego de innumerables cavilaciones decidí que la muerte de Quiroga era el momento justo para hacerlo. Con la influencia social y política que usted ejerce en San Carlos, cacique de pacotilla, sabiendo que la muerte de Quiroga le dejaba el campo libre para ser amo absoluto, señor de Maldonado, aguardé de usted y en vano otra actitud digna. En su podrido egoísmo y la mezquina venganza de advenedizo, sólo consintió que se difundieran en la prensa local un par de líneas sobre el doloroso suceso. Estoy segura que a propósito mitigó las secuelas del naufragio en el Río de la Plata; recibí la prueba miserable de su satisfecho desdén en el grosero detalle de ver escrito al apellido de la familia con doble r y descarto una coincidencia, error de cagatinta de turno, que le habrá despertado una secreta alegría. Ya estoy en divagaciones de vieja chocha, lujo que me niego con firmeza en estos párrafos.
Aunque pueda resultar inverosímil la desaparición de Quiroga fue para mí un duro golpe y sin relación con el amor, más bien ligada a la gratitud; él me hizo reconocer el olor del odio y después de medio siglo, estando cerca de la muerte, es el único sentimiento con el que logro convivir y duermo cada noche que puede ser la última, reconociendo al amante fiel que nunca me abandonará. Más que un dolor, recibí la muerte de Quiroga como sorpresa y supe comportarme como debía hacerlo una mujer de mi condición en tamaña situación. No tuvimos hijos, el tiempo que me hubiera llevado educarlos lo utilicé en aplicarme al conocimiento de los negocios de Quiroga. Tampoco lo tome como declaración de arrogancia, cuando Quiroga murió su ausencia pasó inadvertida en la administración de la fortuna y la continuidad normal de las faenas productivas. La postergación de la debacle anunciada a la pobre viuda reafirmó, pasados pocos meses, mi prestigio secreto, la estima respetuosa allá en el norte del río Negro; los antiguos negocios de San Carlos, quedaron bajo control en las manos fieles de quien usted sabe. Era una viuda joven por aquel entonces; van para treinta años del naufragio y hasta parece mentira que mi cuerpo pudo tener alguna vez treinta y cinco años, que a esa edad pudiera ser responsable de asuntos reservados a ustedes los hombres. ¡Ah Reyes!, le aseguro sin falsos pudores que no faltó quien intentara arrimarse a mi duelo pero sin coraje suficiente, tampoco descarto en esos pretendientes de medio pelo ninguna de las intenciones que los llevaron a dar pasitos tibios, desde agrandar el tamaño de sus raquíticas parcelas, hasta suponer con cuatro cañas metidas en el cuerpo que me hacía falta una cama caliente; desde la curiosidad del macho carroñero hasta la pasión soterrada por mi carácter hombruno. Mi cuerpo y memoria estaban saturados lo suficiente como para hacerle un hueco por pequeño que fuera a otra persona, menos a un varón ambicioso. Fue lo que creí durante mucho tiempo.
Así pasaron diez años de mi vida parecidos a un único e interminable día plagado de rutina, habituada con resignación a la creciente soledad, negociando la vida para que nada lograra sorprenderme, quedándome en las casas porque nunca viví en otro lugar que no fuera en el medio del campo, resignada a nunca visitar Montevideo; resignada a que moriría sin haber caminado por la plaza Zabala, el mercado del puerto y las veredas del Templo Inglés. Un día tuve el presentimiento de algo estremecedor anterior a la muerte, cierta imperiosa necesidad de emprender un largo viaje a lugares desconocidos. Muy lejos Reyes. Presentía que aún en mi ignorancia podría dejarme llevar sin temores; un espíritu bondadoso me guiaría sin permitir que pudiera sucederme algo malo y se alivianaron los miedos.
¿Usted conoce la vieja Europa? Por extraño que parezca en aquellos aciagos días decidí viajar sola, quería estar sin nadie y una vez convencida de ello envié órdenes claras, precisas e indiscutibles al gestor de mis bienes en la capital. Por un par de meses, de hacerse cálculos adecuados podría ausentarme sin remordimientos. El secreto del viaje se guardó en la más absoluta intimidad, nadie estaba al corriente de mis intenciones, las personas cercanas de mi entorno quedaron convencidas que marchaba de recorrida por los campos del litoral. El equipaje aguardaba en el aeropuerto de Carrasco de acuerdo a mis indicaciones, yo misma manejé el auto desde la estancia hasta la terminal aérea, donde recuperé documentación y valijas prontas pues salí de casa con lo puesto. El joven asistente del gestor capitalino, sin hacer preguntas insolentes me acompañó en los trámites previos como sabiendo de mi inexperiencia en tales menesteres. En una ensoñación de siesta de verano bochornoso, pasé del casco de la estancia señorial al deslumbramiento fatuo y artificial de la primera clase de un enorme avión; tenía organizado en la cabeza cada minuto del itinerario y apenas el aparato despegó de suelo oriental, me desbordó una tristeza pesada que me acompañó durante semanas.
Una vez allá, nada de lo visto lograba sorprenderme ni hacerme feliz por la duración de una hora, sentía que en las ciudades que visitaba, los hoteles, restaurantes y museos me perseguía al mismo olor a establo vacío, el aroma a jabón de lavar ordinario. La certeza que tenía el corazón más muerto que la muerte supuesta en diez años de duelo; era un espectro de viuda paseando sin pasión por un mundo viejo, saturado de historias fastuosas que me eran por completo indiferentes. Si retengo ahora mi desprecio por usted, Reyes, para hacerle la relación del viaje a Europa es porque durante esos días sucedió algo milagroso. viví una ocasión inenarrable, visión que -ahora lo sé- me aguardaba a mí agazapada desde años atrás, y donde había trazas reconocibles de su alma putrefacta Reyes.
La visión se produjo cuando crucé la Toscana en la ciudad de Siena, en el teatro casual que forman los nueve sectores de la Piazza del Campo, el agua bendita para mí de la fuente Gaia, una tarde de verano, el 16 de agosto, cuando la ciudad, que es lo mismo que decir el mundo, estaba de fiesta. Esa mañana me desperté afiebrada, reponiéndome de un agosto húmedo en mi habitación del hotel Brunelleschi en Florencia. Por causa de la temperatura canicular, la penumbra del cuarto, los rayos de luz entrando desde afuera em destellos de anunciación en frescos renacentistas, quizá la suma de todo incluyendo mi fiebre, sentí el impulso de asistir a la fiesta del Palio anunciada con anticipación en la región. Una vivencia cierta, como si mi alma estuviera agotada de confrontarse con el testimonio de siglos sepultados que nunca me conducían más lejos de la indiferencia. Allá fui Reyes, dirección Siena dentro del auto alquilado que facilitó el gerente del hotel, un suizo encantador y verdadero sin falsedad consustancial como los nuestros.
¡Que multitud Reyes, cuánta locura de gentío llegaba conmigo hasta el casco viejo de la ciudad de Siena! Han pasado tantos años… hoy que escribo aguardando el final cierro los ojos y está en mis retinas el fuego aquel que arde. El dolor reanudado en cada párpado por colores terracota de casas con techos inclinados, un cielo infinito que hacía olvidar la idea de la noche, la ropa sin calendario de la muchedumbre, inmensos estandartes de seda, raso, terciopelo ámbar movidos con gracia angelical por el aire caliente que viene del Tirreno. A pie, progresando como podía llegué hasta los límites de la antigua ciudad y ya avanzados los preparativos, cuando ni en los balcones ni las calles, en las pasivas o zaguanes, ni en escalinatas de caracol cabía un alfiler. Estaba resignada a contentarme después de tanto esfuerzo apenas con el eco, oleaje de gritería, cuanto tímida e insegura di los primeros pasos como de muchacha poliomielítica con muletas nuevas.
Ahora que escribo en este tiempo que comanda la pluma, no podría explicarme el cómo y el por qué: a mi paso reverente la multitud abigarrada, celosa, combativa, hacía un hueco sólo para permitir mi avanza; como si mi cuerpo cansado llenara espacios entre la muchedumbre, gente que el paroxismo del frenesí ni advertía mi presencia pasando entre ellos, irritados, excitados como estaban, desconcertados por la levedad de mi fantasma aceptado por ancianas leyendas del lugar. Yo en tanto materia había dejado de existir; era mi espíritu intangible desplazándose sin resentir el ruido ensordecedor ni sentir en los brazos secuelas de los empellones. Era mi alma, estoy segura, la fuerza que avanzó sin obstáculos ni resistencia, atravesando el corazón último de Siena, avanzó sin tener neto el rumbo que llevaba, hasta un momento en que mis dedos tocaron las barreras indicando la línea de llegada de la carrera del Palio, saberme entre los elegidos que superaron el férreo cerco de las autoridades. Estaba ahí y mi alma lo supo en cuanto el cuerpo se detuvo.
Durante esos instantes comenzó la carrera mítica, alma y cuerpo reconciliados vieron pasar el ardor de caballos galopando. En un santiamén se cumplió la primera de las tres vueltas alucinada que exige la victoria, cuando tomé conciencia del ritmo galopante de los animales dentro de mi cabeza, la exaltada caballada venida de otro siglo se perdía igual a un recuerdo furtivo al extremo distante de una curva cerrada; entonces sucedió el milagro anunciado por el corazón. Primero un latido único, movimiento lento como si un ser muerto hace años regresara a la vida, luego el ritmo sostenido y constante dentro del pecho con la fuerza interior, capaz de empapar de dulce sudor mis tetas de vieja y adherir los pezones estriados al organdí celeste. Durante los segundos que los caballos desaparecieron de mi visita creía que se trataba del fin del mundo y esa era la revelación de mi Apocalipsis. Esa alegría inducida la disfrutaban quienes estaban de otro lado de la plaza de donde provenía la réplica de una gritería infernal y yo Reyes, como si fuera una asidua de la competencia, vieja conocedora del rito veraniego estiré el cuello, excitada igual que zaina alzada, lo suficiente para ver asomar los animales después de superado el largo e invisible trayecto opuesto.
Lo recuerdo como si fuera ahora, el primero de los pingos en asomar después de la ausencia fue un alazán bellísimo, ansioso y descontrolado creyó que la plaza era más negra que la muerte. Sin dominarse rodó como un animal sacrificado a los dioses tutelares de Siena la bella, lo hizo de manera litúrgica mientras las bestias que llegaban de atrás eran azuzadas por jinetes endemoniadas, buscando sacar partido de la catástrofe amontonada, del entrevero bestial y muchachos disputándose la primacía. Desde el lugar donde estaba, parecía que luego del incidente los caballos avanzaban a galope más lento, los había que se pegaban a topetazos contra las empalizadas dejando los jinetes por tierra, uno a uno los animales que continuaban en carrera se juntaron dejando en el olvido los cuerpos despenados, arañando ventajas con desesperación, tirándose al vacío del centro hacia la multitud, recostándose con riesgo a los muros de piedra, haciendo con los cascos sobre los adoquines un ruido trepidante imponiendo un temor ceremonial. Cuando los tuve galopando cerca del cuerpo, por detrás de los paños multicolores adornando la cabeza de los caballos escondiéndola, descubrí la sinrazón ardiendo en ojos desencajados que eran de otro mundo. Vinculé los tonos de las caperuzas de las cabalgaduras con estandartes multiformes agitándose en toda la ciudad, colores que identificaban los diez barrios de Siena sorteados para esa carrera; la misma que se disputa desde antes que nuestros ancestros pisaran territorio Oriental. ¡Ellos pasaron a tan pocos metros de donde yo estaba Reyes, llegaba tan compacto el grupo de competidores, era tan fascinante la masa de animales sudadas, que parecían venir huyendo y sin volverse de alguna afrentosa derrota en colinas toscanas! Fue cuando retrocedí medio paso asustada, invadida por la proximidad de los caballos, imaginé el dolor del tirón del freno en la boca, fustazos en la grupa, el olor penetrante del sudor espumoso en los ijares, la turbia conciencia emanando de potros entrechocándose, sabiendo que comenzaba la última vuelta de una carrera irrepetible sin cuartel. ¿Entiende Reyes? Por primera vez en años estaba implicada de corazón en algo, descubrí que seguía siendo mujer. Algo que sucedía en esa plaza irregular de la esencia del mundo hacía que me sintiera viva; mientras duró esa locura me olvidé de Quiroga, de Quiroga y usted, de los campos que secaron mi existencia. ¡Ah Reyes… qué horrible final de carrera y qué hermoso final! Salvo cierta vez en otra vida anterior nunca vi mayor furia por lograr la victoria.
En la última vuelta prevista se lanzaron jinetes despreciando la realidad de fiesta repetida que tiene la carrera de Siena, era su combate celestial olvidándose del universo. Igual que si Dios y el Cosmos resultante fueran excusas justificando esa carrera de caballos, única en la historia de la humanidad y última previa a una era de humillantes tinieblas. Golpes, caídas, empujones, desplazamientos criminales, galopes desbocados… de repente, entre tanta materia caótica, desde atrás de la plaza minuciosa, desde el fondo de una pesadilla y como hechizo milagroso, se desprendieron un jinete montado un leviatán iniciando un galope soberbio, incontenible y triunfal que culminó con la victoria delante de mis ojos. El griterío era ensordecedor, la tensión de los últimos días de la gente y mi fiebre florentina de horas anteriores estallaron al unísono. Esa noche el caballo elegido entraría con los enormes ojos bien abiertos a una basílica atiborrada de creyentes, golpearía sus cascos nerviosos sobre las losas grises de la nave central, agradeciendo a las alturas más allá de la constelación del Centauro el triunfo en la tierra.
Los estandartes derrotados en la carrera se plegaron -quise creer que con gracia y resignada discreción- dejando al aire sofocado de la plaza, el cielo espléndido de Siena a los colores ganadores ese año y ahí mismo rodeándome, comenzaron a llover desde los techos inclinados banderas ajedrezadas del contrade victorioso. Un enjambre de cuerpos se apiñó sobre los héroes del día y todo ocurría a mi alrededor, vi cómo bajaron al jinete del caballo y lo abrazaron parecido a un cristo adolescente. Un Gattamelata de hombros robustos lo puso a horcajadas sobre su espalda y en su complicado avance, creía que el guerrero me traía al muchacho en ofrenda. Era Domingo… lo vi con mis ojos incrédulos el tiempo suficiente para estar convencida y descartar el delirio; no se trataba de un lejano parecido ni estaba en ese minuto de la historia para tonterías. Lo extraordinario, era que el pobrecito muchacho tenía el mismo aspecto de ángel que cuando usted instigó a Quiroga para que lo matara, por la única razón de que me hizo mujer sin importarles si él me quería o yo lo amaba.
Es demasiado tarde Reyes, quiero evitarle pormenores que me pertenecen de otra carrera en la que mi cuerpo, la raja de mi cuerpo formaba parte de la apuesta. Siempre me pregunté qué hubiera sido de mi vida de haber ganado Lucero la carrera. ¡Oh mi querido, claro que lo sé! Usted hubiera hecho lo mismo y más… quizá luego de emborracharse y venirme a buscar como hizo Quiroga, quien le diga si no era pagando una vieja culpa, estoy segura que me hubiera vendido por dos cobres en quilombos de Rocha, traspasado a troperos riograndenses de paso a cambio de la doma de abajo de una tropilla revirada. Tal vez es concebir demasiada generosidad en su alma que se hubiera contentado matándonos a los dos; me interrogo si ahora que está por morir tendría el valor de decirme la verdad, ahora que podemos hablar con las cartas sobre la mesa como viejos conocidos que somos.
Le adelanté que evitaría detenerme en pormenores, alcanza con saber que aquella noche del festejo popular en Siena busqué al jinete como loca y alcancé a verlo una vez. Luego, como todo muchacho feliz por la efímera gloria se marchó a disfrutar a su placer y además ¿qué podría decirle una vieja extranjera ignorante del italiano, qué contarle al elegido, cómo preguntarle si recordaba nuestro pasado? Lo que le cuento sucedió al final de mi peregrinaje, ahora que aquello es lejano y trota hacia al olvido, le aseguro que lo vivido allí cambió mi espíritu por sacudimiento. También el resto de vida que tenía por delante. ¿Ello pudo serenarme la revuelta interior? No lo sé; le halló un sentido recóndito a mi vida vacía, imponiéndome con delicadeza una serie de tareas concretas en mi otoño. La necesidad de contar incitando la memoria, pues la historia que nos emparienta tampoco merece ser condenada al olvido, más tarde o más temprano terminará por reaparecer. Ignoraba que la historia elegiría la estampa del dulce muchachito que me dio a la vez una dicha brevísima y la interminable agonía; más soportable que la muerte que ustedes le destinaron y ello por hendir hasta que sangrara mi entrepierna, ustedes valerosos hombres de palabra, caballeros temidos de honor inmaculado. Sola y lejos creí perder la razón sin tener a nadie con quien conversar, excepto sombras difusas llegadas del pasado.
Esa noche fui a la misa de medianoche, aguardé que el enorme caballo avanzara por la nave central corcoveando nervioso hasta ganar el altar, como niñita huérfana del barrio ganador empujé a la gente hasta acariciar el cuello suave y tenso del animal asustado cuando terminó la bendición. El jinete que esperé ansiosa nunca llegó a la iglesia, creí entender que salió de viaje a tierras de Montepulciano, cumpliendo una promesa de enamorado. Abandoné la ciudad de madrugada en el mismo coche que aguardaba; defraudada por perder el rastro de Domingo, asintiendo mi humillación sensorial, la ausencia del segundo prodigio de Siena invocándome desde la sinrazón a viajar a la orilla opuesta, allá donde es vano aspirar al retorno.
¿Qué sentido tenía para mí regresar a tierras Orientales, a la contemplación de campos mojados por la escarcha después del sacudón que estremeció mi vida? Hubiera preferido morir ahí mismo de un sincope, terminar mi existencia requería un valor del que carezco y en mi delirio tampoco quería renunciar al reencuentro con Domingo, para hacerle la única pregunta: si tanto dolor y sufrimiento valieron la pena, si halló en nuestras tardes de amor en los galpones un rayo de felicidad que mitigara en parte la muerte que le dieron. Me interrogaba angustiada cómo era posible que una imagen anduviera así, errando en el purgatorio del tiempo. Quería preservar a Domingo y así como supe que él vino a presentarse ante mi engalanado desde la muerte, así temí que Quiroga volviera del limo putrefacto del Río de la Plata. Temí que lo hubieran rescatado semi ahogado unos pescadores y una mañana hallara sus ropas chorreando agua en la sala cuando regresara a casa, que llegase cualquier noche de invierno a meter su condenado espectro en mi cama exigiendo lo que Sosita no pudo ganar para usted.
Usted Reyes no necesita artimañas de difunto y resucitado, es su propio fantasma en vida; ni ruego que vuelva después de muerto pues no dejará a nadie que lo extrañe. Espero que reviente pensando en la carrera que perdió su caballo, muera tiritando de remordimientos, confesando a gritos la verdad, que las viejas achacosas que lo cuidan le borren de las manos pegajosas la sangre inocente de mi dulce Domingo. Hace muchos años yo me lavé del ardor íntimo en un bebedero de caballos y el agua reflejaba, como ojos de puma cebado la sangre satisfecha, mi sonrisa de muchachita amada. Usted no lo hará ni juntando para sus manos asesinas los dos arroyos que demarcan su memoria culpable, que su alma se queme y sea maldita por la eternidad, púdrase en el infierno y sufra por siempre lo que sufrió Domingo. Disfrute a cuenta el reencuentro con Quiroga, sigan los dos hasta el fin de los tiempos dando vueltas y vueltas y vueltas sin cesar, buitres ciegos, como si la carrera de medio siglo atrás se siguiera corriendo sin terminar jamás y Domingo estuviera vivo, yo lo tuviera montado sobre mi cuerpo en celo y él me mordiera el cuello como a una potranca.
Ya ve Reyes, tenía razón al llamarme «la loca de Quiroga» sin saber quién era la loca cuando me negué a venderle los campos de San Carlos. En cuanto pisé suelo patrio supe lo que haría con los campos heredados, durante meses ordené los detalles del negocio en secreto y en una semana liquidé los asuntos tal como le constan. Si algún poder tenía lo utilicé para silencia con rigor a la gente que me rodea, lo hice a lo patrona y acallé sin réplica las voces cuestionando mi iniciativa. Fui débil con premeditación y generosa en exceso al negociar con los nuevos vecinos, que son pirañas de mucho cuidado, si bien en el atropellamiento de la codicia pagaron más de lo esperado. Decidí ser generosa con los colaboradores fieles hasta extremos que a usted le resultaría incomprensibles; los despedí a todos, quería ser la última en salir de los campos malditos.
La primera y última noche que quedé sola en la estancia, sin gente, caballos, muebles, sin perros, sola en un cuarto desvalijado y frío, fui hasta el galpón grande de la peonada, tomé las herramientas y llegué al centro equidistante de tres higueras. Escarbé sin dudarlo con el dolor ardiendo en las uñas para ver de una vez qué hallaba un metro más abajo, madura como era trabajé horas sin descanso a la luz menguada de la luna rojiza y un farol de keroseno, desgarrando, sacando como habrán hecho quienes escondieron a Domingo. Continué hasta dar con los huesos frágiles de un hombre menudo, atado con alambre a la cabeza de un caballo al que le había crecido, entre el hueco de los ojos, un bellísimo cuerno estriado. Quiroga dispuso el detalle de enterrar a Domingo aferrado a la cabeza de Emprendedor como trofeo, por ser los responsables de ganar para él lo disputado entre ustedes a excepción de mi honra, de tener que haber matado y cargar con mi deshonor de ahí en adelante, quien saber si por rabia, amor, secreto o larga penitencia. El lugar era todo penumbras, tierra mojada alrededor y olor a muerte persistente, bien doblado había un estandarte de seda bordado con los colores del barrio triunfador de mi agosto en el centro de Siena vestida de fiesta. Bandera que siempre me acompaña cuando marcho hacia la muerte y si estoy segura que eso llamado Dios no existe hay situaciones que escapan al pobre entendimiento de la hija iletrada de un puestero de la zona, que se niegan a la razón.
Está siendo una carta larga Reyes, pero hace tanto que no tenemos noticias el uno del otro… creo que la última vez fue cuando mi madre caminó a la hora de la siesta hasta su casa y regresó radiante, convencida que mi vergonzosa situación podría arreglarse sin escándalo. Desde mi felicidad infantil de cuerpito caliente y hasta esta noche pasaron varios días; después que viví la revelación de Siena estoy seguro que nosotros tendremos otro encuentro, aunque las circunstancias sean diferentes y presumo desagradables para ambos. Nadie mejor que usted sabe que un puñado de palabras dichas al descuido pueden llevar a la ruina existencias enteras. Igual que un caballo asustado por el refucilo nocturno, usted comenzó por matar a Domingo con lentas palabras que resonaron como puñaladas en la quieta noche de Maldonado. Cálmese… en el brevísimo tiempo que vi a Domingo tan hermoso, vestido igual que un príncipe, laudista adolescente de la corte de los Medicis, no hallé en su mirada ningún indicio de reproche o venganza incubada para sus verdugos de palabra y de hecho. Domingo tenía la mirada limpia y el gesto simple de muchacho que sólo quiere ser amado, la misma sonrisa pícara de cuando dijo que no tuviera miedo y todo se arreglaría sin lágrimas. Me parece oírlo ahora mismo, soñando que tendríamos para nosotros un pedazo de campo cerca de San Carlos y vaya si su augurio se nos cumplió a los dos con apenas unos metros de diferencia.
Si a usted le dan los huevos y la vergüenza, aunque sea arrastrándose vuelva a la intemperie donde sucedió la carrera, en la meta indicada por el hombre de Lobato deje caer una rosa amarilla y otra negra por el descanso del alma de Domingo, por el perdón que usted no merece. Negro y amarillo como los colores bajos los que corrió para mí en la Piazza del Campo. Si una vez él jineteó para ganarle al miserable de Quiroga títulos del poder y del orgullo, en Siena lo hizo para ofrendarme los dominios sagrados del Tiempo, obsequiarme el milagroso cruce imaginario de los años, testificando que dijo la verdad cuando confesó que su amor sería eterno, como lo son los melancólicos atardeceres de San Carlos.
Paz al alma inocente del pobre muchacho, para usted Reyes, que la muerte deseada le llegue lenta y dolorosa. Me despido desde todos lados y desde ninguna parte.
Susana Nadie, viuda de Quiroga.
***
-Me permito insistir señorita, llamo desde Francia, se trata de un asunto muy urgente.
«Le repito por tercera vez, la señora de Quiroga no está en condiciones de hablar con nadie. Aquí, señor, son las dos de la madrugada. No hay médico de guardia ni nadie de la dirección que autorice la conferencia con la paciente. Vuelva a llamar a partir de las siete de la mañana hora uruguaya.»
-Soy el hijo de Susana Quiroga, estoy por viajar para Uruguay, necesito hablar con mi madre de asuntos personales. Si ella muere antes que la vea, cualquier anomalía administrativa será de su entera responsabilidad.
«Un momento.»
» ¿Sí?»
– ¿Señora de Quiroga? ¿Habla la señora Susana de Quiroga?
«¿Quién es? ¿Qué quiere de mí?»
-Soy un amigo.
«Yo no tengo amigos.»
-Soy yo Susana.
«¿Quién es yo? ¿De dónde viene esa voz?»
-De muy lejos.
«¿Eres tú Domingo?»
-Soy yo Susana.
«¡Ah, mi querido! ¿Eres tú de verdad mi amoroso? Tanto, te necesito tanto… tienes que venir a buscarme rápido. Ellos me tienen encerrada en un cuarto. ¿Tu lograste escapar?»
-Me fui al norte sin mirar para atrás, quise ir a buscarte para llevarte conmigo pero los matones de Quiroga me seguían de cerca con orden de hacerme desaparecer.
«Durante años creí que te habían matado.»
-De eso nada. Pero cuéntame de ti, qué pasó contigo todos estos años.
«No puedo.»
-Susanita…
«No puedo. Me da vergüenza, fue todo sucio y horroroso.»
-No importa.
«Lo hice porque Quiroga dijo que te mató.»
-Todo está bien mi amor. Cálmate.
«Quiroga llega a casa borracho con la cara deformada y gritando mi nombre entre palabras sucias…»
-Está bien Susanita.
«…le grita a mi madre que basta de estupideces, que está borracho, que al otro día vendrá a cobrarse lo ganado en buena ley. Después, dice, nos echará del rancho a talerazos. Repite varias veces que Domingo está más muerto que comadreja rabiosa…»
-Ya está bien, es suficiente.
«… cuando se va le digo a mamá que pare de llorar, que la vida sigue. La sacudo por los hombros, le ordeno que me prepare. Yo misma me metí los embriones de pollo, tuve que amenazarla con una cuchilla para que me diera las puntadas en seco. Te aseguro mi amor que no solté ni una lágrima, que lo hice por ti, para vengarte de la sola forma que pude hacerlo.»
– ¿Me oís Susana? Ya basta, te digo que basta.
«Prometí que nadie me separaría de nuestra tierra, juré que no pararía hasta tener noticias tuyas sin importarme cómo ni cuántos años pudiera tardar. A la noche siguiente Quiroga llegó al rancho borracho. Hace horas que lo espero, sola. No le doy tiempo a manosearme porque estoy desnuda y soy yo que lo busca, le doy sin escamotear el dolor fingido y le paso por la cara mi mano colorada de sangre falsa. Esta noche soy con rabia la más arrastrada de las arrastradas, tengo que tenerlo despierto hasta que aclare, si lo hago llegar hasta el amanecer sin dormirse él no podrá desprenderse de mí. Le doy y le prometo, soy la virgen alcahueta de las guachas del pago, le prometo esperarlo cada noche sumisa como perra obediente cuando vuelva borracho y con olor a catinga de los quilombos de negras de Maldonado. Le cuento con lujo de detalles mis vidas anteriores de princesa y esclava, soldadera y bailarina, monja y sifilítica, le enseño y lo obligo a tratarme sin remordimiento como a una perra sumisa y alzada. Durante una hora le exijo que pague cada beso, cada caricia y le desplumo hasta el último billete que tiene encima. A la hora siguiente me arrastro por la tierra pidiéndole perdón, le beso los pies, le pido que me pegue y le doy la plata para que siga conmigo, le digo al oído mordiéndole la oreja que tiene un pedazo de burro, cuando lo siento venir me arqueo y trago mirándolo a los ojos, lo lavo cada vez con agua tibia en una palangana mugrienta fregándolo con los restos estriados de un jabón de lavandera. Cuando lo tengo a mi merced grito dándole gracias al cielo que él haya sido el macho ganador de la carrera de ayer. Me confiesa que tuvo malos pensamientos, que en algún momento quiso matarme. Me buscaba la lengua, le dije que hubiera hecho bien en matarme porque me gustaba que me miraras las tetas cuando me bañaba desnuda en el arroyo. Me dice que soy una criatura venida del infierno y le contesto que él es culpable de los demonios que abrasan mi cuerpo, que luego de la noche que me dio podía hacer de mí lo que quisiera y lo mismo pensaría cualquier hembra envidiosa. Quiroga escucha sin sacarme los ojos de encima, prende un cigarrillo y lo fuma sin decir una palabra, Quiroga se queda quieto cuando me acurruco a sus pies mientras le abrazo las rodillas, parecida a una gata con ganas de matarlo. Pero si lo mato te pierdo para siempre, necesito saber lo que pasó por la cabeza de Quiroga, es la única manera de llegar hasta ti. Yo fui asesinada contigo, hice cuanto pude para merecer tu desprecio mi querido, suplicar tu perdón y vengarte al precio de mi vida. Comienza a clarear, afuera empieza el primer día del mundo sin ti entre los vivos. Quiroga deja que avance la claridad dentro del rancho, entre la niebla de suciedad que inunda el recinto como un vaho irrespirable, luego se levanta y dice: «ponéte el vestidito verde con florcitas que nos vamos», y sin decir más nada me lleva a su casa para siempre. Desde esa noche nunca más me tocó, a los siete meses me convirtió en legítima esposa de Quiroga. Eso sucedió en un pueblo del norte y el día mismo de la boda él puso todas sus propiedades a mi nombre. Después que se firmaron los papeles en una escribanía que daba sobre el río Uruguay, me dijo; «da miedo saber que una mujer pueda hacer lo que usted hizo por Domingo, señora. Se lo digo una sola vez, él está muerto, él estará siempre entre nosotros. Nosotros hemos muerto con él. no podría seguir viviendo sin sentirla cerca, señora. Veremos algún día cómo muero. Sé que nunca me perdonará y nunca terminará de entender, acaso algún día», «pero ni así mi adorado… ni así.»
-Susana…
«Hace tantos años que aguardo noticias tuyas mi amor. Es preferible que no vengas a casa. Soy vieja, soy fea, estoy loca. Lo adivino por tu voz. Tu sigues siendo un muchachito hermoso y atrevido. Adiós y gracias por llamar, siempre quise poder contarte mi casamiento con Quiroga para que me perdonaras. Ahora estoy mejor. ¿Podrás entender, llegarás a perdonarme? ¡Oh, mi cariño, mi lindo! Cuídate mucho, tú eres demasiado temerario, cuídate en las carreras. Eras tan bello cuando llegabas a las casas galopando en pelo las tardes calientes de febrero, tan bello. Café, envíame café que aquí me lo esconden y dátiles turcos que me hacen bien para el corazón. ¿Te acordarás mi amor de enviarme dátiles turcos y café? Aquí me los esconden las sirvientas de Quiroga.»
-Te lo prometo.
«Domingo.»
-Si Susana.
«Nada.»
– ¿Qué pasa Susana?
«¿Me podrías llamar por última vez como antes? ¿Te acuerdas cuando me decías chiquitita mía?”
-Si Susana, claro que sí chiquitita mía, claro que sí.
«Gracias Domingo. No te olvides de lo otro.»
-Dátiles y café.
«Eso… los dátiles tienen que ser turcos, aquí las sirvientas de Quiroga me los roban para venderlos por ahí. Son unas chirusas, eso es lo que son.»
-Tengo que cortar.
«Perdóname mi querido, estoy hecha una vieja loca y cargosa, es que son unas chirusas…»
-Adiós Susana.
***
Fueron los únicos recursos que se me ocurrieron para salir del atolladero abierto de socarrona casualidad en San Carlos. Enviarle una carta al viejo Reyes con la fábula de Siena y hablar por teléfono con la viuda Quiroga al asilo de enfermos mentales de Minas de Corrales mintiendo ser el malogrado Domingo. Lo único que pude imaginar para mal terminar el libro de sueños Orientales, sacudiendo del espíritu la pena lerda del alma de Domingo, que terminó por invadir las horas de escritura, mi vida privada hasta términos imposibles. Más liberado de pensamientos lúgubres, aguardo sin optimismo excesivo las secuelas de ambos mensajes expedidos a la muerte; lo hice para que los sobrevivientes de esta trama alcancemos de una buena vez la paz interior. Mientras tanto, aguardo avergonzado otros retornos cada semana, igual que una rata olfateando el naufragio cercano en el agrio sudor de los marinos, cultivando la paciencia por si del Caos de versiones surge -por combustión espontánea- una mentira que pueda de contada por el viejo Miguel del cuento “Alas negras de serafín abatido.” Eso algún domingo santo, a viajeros montevideanos traspapelados en campaña y si no ocurre así, que algún otro dentro de cien años solucione el entuerto. Pase lo que pase es inexorable: después que yo muera, luego que naufraguen los tres siglos de historia que se anuncian, cuando la República Oriental del Uruguay (como la Troya del viejo Príamo, la Atlántida platónica y la Teotihuacán de sacerdotes del Sol y mercaderes de pájaros multicolores) sólo perdure en códices ilegibles, seguirán correteando por el mundo remanente cachorros de Rottweiller; despertando interés a pocos elegidos -en plazoletas de Siena y arrabales bohemios de Praga, en el corazón blanco de lo que alguna vez fuera el muelle petrificado de Eskimo Point- por asuntos ocurridos en nuestra patria Oriental, cuentos errantes como el judío inmortal y huérfanos de escritura como Oliver Twist. Ellos serán los lazarillos baldados de otras palabras, frases que dejarán tras ellas el rastro de nuestro pasaje florido por el jardín del Tiempo, avanzarán entre desconcierto y confusión hacia el río Amnesia, dejando atrás la noche oscura sin estrellas en que estamos hundidos.
FIN