-Historia curiosa, dije cuando me servía el resto final de la segunda botella de cerveza.
– ¿Historia curiosa? Vamos compañero, sea menos amarrete en sus apreciaciones… es un cuento increíble, replicó Urrutia con entusiasmo desbordante, seguro de obsequiarme un argumento original, justificado el esfuerzo por la búsqueda y encuentro que pudo doblegar al azar.
-Mucha sangre, demasiado sentido del honor campesino y caranchos insaciables para mi gusto. No sabría qué hacer con tanta pasión de terruño retorcido y acumulada; seguro que en la literatura telúrica hay cientos de historias parecidas, pulps fictions con gauchos y cuchillos afilados resueltas con más o menos destreza, menos o mayor olvido. El tema del odio entre dos hombres, pues de eso se trata si entendí bien, se viene contando desde los griegos y el derecho de pernada tiene un toque más bien medieval.
Daniel quedó decepcionado por esa falta aparente de interés, de cierta manera era aseveración mi indiferencia ocultando una velada envidia; esa precisa historia escuchada le venía como anillo al dedo a otro Domingo mío, personaje espectral con nombre y sin argumento. El asado a todo esto estaba pronto, cuando Mariela nos invitó a pasar a la mesa la intriga de Quiroga quedó colgada en una estantería inaccesible de la memoria. Estando la familia reunida hubiera sido de mala educación que el mudo y yo hubiéramos insistido con el asunto, floreciente de escabrosos detalles e impropios para oídos infantiles, pero tanto él como yo quedamos con las banderillas clavadas en el lomo.
Para Urrutia la cosa terminaba en la noche de los crímenes o degüello del centauro y en la conversión con penitencia de un hombre habituado a llevarse el mundo por delante. Fui yo que quebré el sentido de la hospitalidad, quien menos resistió; zafándome de las buenas costumbres hablé en cuanto apareció sobre el mantel el flan con dulce de leche. Las niñas estaban jugando por ahí y Mariela parecía resignada al giro de la conversación.
– ¿Ahí quedó la cosa?
A ello veníamos conversando del proyecto de abrir un restaurante en Punta del Este. Urrutia adivinó mi jugada desde el pique, supo que yo cortaba insistente por la antigua huella.
-Quedó prendido el hombre…
-Digamos que intrigado.
-Mire que esto no es mío, usted puede hacer lo que quiera con la historia.
-Le dije que no es mi cuerda, pero tampoco tiene derecho a jugar con el suspenso de la gente. ¿Saltó algo, se confirmó el crimen del jinete, no sería todo un bolazo?
-Nada especial, el asunto quedó tapado y terminó con dos episodios aislados, definitivos.
El primero fue la muerte de Quiroga también de noche y en medio del gran río; fue uno de los pasajeros desaparecidos del barco Ciudad de Asunción, que marchó a pique a eso de las cuatro menos cuarto de la madrugada el 11 de julio de 1963, mientras cruzaba el Río de la Plata haciendo la travesía de Montevideo a Buenos Aires. El episodio fue extraño y misterioso, el Ciudad de Asunción chocó en el Canal del Indio con el casco hundido de un barco griego para legitimar la tragedia. Luego de la persecución y destrucción del Graff Spee a la salida de la bahía montevideana, lo sucedido al Ciudad de Asunción fue el mayor desastre civil ocurrido en el río. Ninguno de los interrogados sabía qué hacía Quiroga a bordo del vapor de la carrera y viajando solo rumbo a Buenos Aires, él que se enorgullecía de no haberla pisado nunca, casi intuyendo que allá estaba su perdición. La «lamentada desaparición del importante hacendado» apareció publicada en un pequeño recuadro en la prensa local de aquel entonces.
Urrutia se preguntó qué habrá pensado Quiroga cuando el barco se estremeció con el golpe: si estaba entre los desesperados que buscaron salvarse de la muerte a como diera lugar o permaneció calmo en medio del loquero creciente, sabiendo que disponía finalmente de agua suficiente para apagar las llamaradas de Emprendedor; aliviar el cuerpo chamuscado hasta los huesos de Domingo, que le abrazaba la mente hacía más de veinte años. Su cuerpo tampoco estaba entre los cadáveres rescatados; un sobreviviente recordó al hombre quieto que en pleno griterío guardó una calma que daba miedo; era el mismo que quedó despierto desde que zarparon bebiendo en el bar con las coperas de a bordo, insomnes ojerosos, quienes no podían pagar un camarote con cucheta, los que jugaban solitarios con baraja española o el hipnotizante tintineo del cubilete con cinco dados saltando adentro. Este aspecto de la versión era cinematográfico, Quiroga marchó como cualquiera en un naufragio, rabioso por ser protagonista de un accidente estúpido, preguntando por qué él y esa noche precisa. Rabioso por la imbecilidad de morir ahogado siendo dueño de un mar de tierra; murió como un bicho, igual que rata manoteando por alcanzar un salvavidas, una chalana sobrecargada, un pedazo de algo y equivocado. Su manera esperpéntica de morir era un insignificante episodio que él creyó un acto de justicia, último pago por el abominable crimen de Domingo.
-La segunda es la liquidación del campo. Diez años después de morir Quiroga, la viuda pasó siete días en San Carlos con el único objetivo de vender. No a un comprador único sino a varios; fraccionó sin criterio el campo principal y liquidó a precios irrisorios propios de una alienada. Nadie reclamó, cualquiera podía resultar beneficiado por esa forma anómala de rematar el pasado. Los cuervos se multiplicaron al olor del negocio podrido, el legendario campo de Quiroga evocando fortalezas inexpugnables, explotó en decenas de escrituras, alambradas electrificadas, galpones nuevos y tropillas misioneras; como si la frenética aceleración de la producción artificial pudiera tapar una memoria única, que al parecer quedó ahí mismo enterrada. En otros tiempos la actitud de la viuda hubiera sido recibido como un episodio misterioso, siguió Urrutia. En pleno golpe militar, tanto movimiento notarial tenía la apariencia de expropiación por decreto, negociado del capanga de turno, de la misma manera como robaban electrodomésticos, dinero escondido en roperos y se vendían hijos paridos por las presas. Hubo gente que en voz baja relacionó esa alucinada reforma agraria con el triste episodio de la estancia Espartaco, que estaba por aquí cerca.
-Hoy pasé delante de la tranquera, dije. El nombre se mantiene, fue raro comprobarlo… tenía algo de persistencia y broma macabra.
-De ahí en más le pierdo la pista al asunto. Cuando me enteré de esta información de golpe dejé de soñar con la carrera.
– ¿Y Reyes?
-Si quiere podemos ir a verlo. Está viejo y achacoso, las sirvientas dicen que vive entre la mugre como un bicho y se acuerda de todo. Es bien cerca de la chacra de mi hermano.
– ¿El Víctor volvió a los pagos?
-En efecto.
-Lo dejamos para otro día.
-Como guste.
La idea de encontrar a Reyes, que andaría por los ciento cuatro años era tentadora. En menos de tres horas debería subir al ómnibus que me devolvería a Montevideo, ese viernes de julio recuerdo que el atardecer carolino fue espléndido, avanzando temprano para mi gusto una primavera pujante, como si la evocación de otros tiempos hubiera alterado la profundidad del cielo. Al final de la tarde y por bondades secundarias de la cerveza tenía una somnolencia avanzada.
En la capital me esperaba una huelga de transportes públicos, tendría problemas para volver a casa, era viernes y deseaba dormir de un tirón hasta el otro mediodía. Con Urrutia caminamos mientras oscurecía hasta la plaza donde están las terminales de autobuses, en el trayecto pasé siete minutos por la casa de los padres de Daniel, donde era yo la aparición viniendo del pasado; otra vez se repitió la falta de tiempo y el consuelo de un asado prometido para la próxima visita a San Carlos. Daniel y yo llegamos a la plaza con unos minutos de avance, nos sentamos en un banco para intercambiar las últimas consignas, evaluar las casualidades que permitieron que ocurriera el encuentro epilogando.
En ambos sentidos resultó ser un sueño el movimiento primero, el nombre de Domingo estaba escrito al frente y al revés de la trama. La próxima vez que encuentre a Urrutia le contaré cómo finalizó el asunto de mi lado y alcancé la incertidumbre de mensajes ficticios sin futuro.
Al bajar del ómnibus en Avenida Italia y Comercio ya entrada la noche, el milagro de San Carlos quedó atrás, formaba parte del pasado. Al poner pie en Montevideo luego de la visita desconocía las derivaciones inconclusas que me aguardaban; si sólo hubiera existido lo escuchado aquella tarde no habría tenido el coraje de intentar narrar lo incomunicable. Lo hago por lo ocurrido meses después.
La noche previa a embarcarme hacia París, siete días más tarde del regreso a San Carlos pasando por Pan de Azúcar, llamé a Urrutia para despedirme. Algo de emoción pasó en la comunicación, los intercambios de siempre, la intuición de situaciones destinadas a permanecer inconclusas. De pronto me sobrevino una inquietud inexplicable.
– ¿Y el perro?
-Cállese, al otro día de su visita nos pasó algo desagradable con el pobre animal.
– ¿Pero qué pasó? le pregunté cuando terminó la mala impresión, intuyendo conocer la respuesta.
-Mire, déjelo ahí. En la próxima, si hay otra, le cuento.
Era inútil insistir, acepté que nos despediríamos con la sombra de una desagradable coincidencia que debería ignorar. Había el encuentro con Urrutia y el perro formando parte del encuentro abarcándolo todo, la presencia del cuento de Domingo impuesto de manera brutal en nuestra conversación; proveniente de una voluntad intangible, fuerza deslizándose ciega de mi ignorancia a la revelación, de la nada a inundar el diálogo de viejos conocidos, de una tapadera de la noche que medio siglo atrás fue boceto de escritura hasta darle sentido a las coincidencias. Con la sensación simultánea de abismo y puente levadizo, mecanismo que insistía en tenderse entre un nombre garabateado al azar en un café parisino y la historia prestada por Urrutia, terminaba una cierta idea de escritura sin continuidad ni futuro de lectura.