Lucero y emprendedor

Así como sonseando Daniel buscó en la memoria de vecinos, diarios locales de la época, confidencias de la vieja comisaría del lugar; conociéndolo un poco, en que agregó algo de su propia cosecha a la versión que trenzó bajo la enramada mientras yo sin decirle nada me quedé en el mostrador, interrumpida una sola vez para buscar otra botella de cerveza y que fue más o menos como sigue.

El episodio ocurrió en campos del departamento de Maldonado, más bien tirando para el lado de San Carlos allá por el año 1940, cuarenta y poco. Los más veteranos una vez consultados, ubicaban con relativa fidelidad los hechos, relacionaban el supuesto crimen impune con el comienzo de la segunda guerra mundial. Lo que no debería hacerse en este caso, es confundir los almanaques; si el 40 fue el año de la técnica en su esplendor, películas de comedias musicales americanas y bombardeos en formación compacta cruzando el Canal de la Mancha, en algunas regiones de Maldonado, a pocos kilómetros tierra adentro de la costa, la gente estaba convencida de vivir como si el mundo se hubiera detenido cincuenta años atrás. No se trataba del complot colectivo ni la resistencia lúcida al progreso que, cuando debió llegar, lo hizo llevándose por delante los últimos bastiones de la tradición, sino del desapego a lo sucedido detrás del horizonte abarcando la mirada al amanecer, conciencias impregnadas con la concepción cíclica de la vida tomando la apariencia del retroceso, la quebradiza textura de lo anacrónico.

Era un recitado cuyo principio pudo haberlo contado Javier de Viana, si bien al final haría falta tajar fuerte el cuero duro de relatos lineales, es crónica de envidia y desafío, del odio de dos hombres que agotaron sus vidas compitiendo en todo: extensión de los campos declarados y divisa política, cantidad de cabezas de ganado y orígenes umbrosos de la familia. Los rivales eran nietos de portugués y asturiano, hijos de madres criollas y nacidos ambos en 1890; los padres murieron en circunstancias confusas en las últimas patriadas de comienzo de siglo, en ambos casos las familias hablaron de traición y emboscada, muerte por la espalda y delación. La cuestión nunca se dilucidó, tampoco había un marcado interés y los muchachos heredaron la tradición de odio imborrable; tanto orgullo como crecimiento económico no hacían sino incentivar el rencor, cuyas causas de multiplicaban mes a mes. El encono alcanzó tales proporciones, que sólo la irreversible desaparición del otro podía apaciguarlo y nada más que un inconcebible odio superior podría acercarlos.

Cuando comienza la historia del desvío el país gozaba de una relativa estabilidad, con unos años menos en el cuerpo ellos se hubieran declarado la guerra, igual que señores feudales del medioevo japonés, hasta lograr el exterminio del enemigo, incitado con blasones regionales del exilio de ancestros preservados en arcones familiares. Las noticias que llegaban del mundo civilizado, la conciencia de estar en frecuencia con lo sucedido en el exterior volvía ridículas las devastadoras intenciones señaladas, fue así que trocaron los bárbaros embates de depredación por toda forma de apuesta. Los desafíos azarosos y periódicos se iniciaron cuando se agotaba la cuarta década del siglo, ellos nada despreciaban para incentivar el juego; aprovechaban la pobreza errante de los circos, luchadores ambulantes venidos de lejos, animales fantásticos amaestrados, faquires quiromantes y hasta carretas hediondas de putas recalcitrantes. No se tiraba una taba en el pago sin que allí hubiera una apuesta de los hombres, en los más inocentes juegos de cartas entre ancianos, los jugadores sabían que eran instrumento de los hombres ausentes. A pesar de extravagancias y lo elevado de las apuestas la rutina terminó por absorberlos; pasaron diez años en el absurdo desgaste hasta el día que se supieron viejos, advirtiendo que vivieron el odio de manera ridícula y su encono combativo se había añadido a las costumbres del pago, como las fiestas patrias y la esquila, con indiferencia de calendario, y temían que sus apuestas hasta fueran publicitadas en el almanaque del Banco de Seguros, junto al festejo de San Pancracio, los días de granizo, el temporal breve de Santa Rosa.

El encuentro del año cuarenta resultó decisivo no tanto por la obtusa voluntad de los hacendados sino por la tragedia que desataron los hechos menores; se dice en las versiones rescatadas que al final de una mañana sofocante, llegando el mediodía los hombres coincidieron en la sucursal del Banco Comercial que había por aquellos tiempos en Maldonado. Se miraron con rencor renovado sin importarles la plata depositada ni el brillo que desprendían las monedas de oro de los cintos; cuentan que enterados de la llegada masiva de brasileros a la zona, argentinos afiebrados que compraban uno detrás de otro los terrenos arenosos de la costa, sabían que iban para reliquias falsas de una época muerta. Se vieron ridículos bajando de caballos relucientes vestidos de gaucho endomingado, en años donde esas indumentarias eran reservadas para disfraces de carnaval. El mundo que alimentó su odio marchaba al ocaso, ellos y su rencor estaban muertos, eran viejos para concebir un duelo a cuchillo a la luz de la luna al descampado, anacrónico hubiera sido la palabra adecuada. Como si el ridículo disipara el deseo de aniquilación, decidieron jugarse casi todo –ridículo incluido- a una carrera de caballos en campos conocidos; jugarse el caballo corredor y una aguada natural inagotable litigada, médanos costeros codiciados por porteños visionarios, otras tonterías como objetos que acaso admitían el honor del otro, una suma de dinero suficiente para vivir once años en Roma sin apremios y la hija del puestero de uno de los terrenos disputados: disponibilidad de hacienda y ganas de apostar fuerte, afán que la historia del rencor concluyera, aunque supieran antes de la largada que el perdedor exigiría la revancha apenas traspasada la meta.

Cada hombre preparó durante siete semanas su mejor caballo dentro de la tropilla y designó entre la numerosa peonada el mejor jinete. Un capataz de los Lobato, el único ser humano en quien ambos tenían una relativa confianza, fue elegido para diseñar el trazado de la carrera y ser juez inapelable por si había dudas. Don Enrique Delmiro Reyes Agustini presentó para el día fijado a Lucero, pingo nervioso venido de los campos de Rio grande do Sud, con la monta de Sosita. Don Horacio Federico Quiroga Ferrando se decidió por Emprendedor, hijo de pura sangre propiedad del exótico emir árabe de paso por las playas del este, que montaría un tal Domingo. Se sabía que el caballo de Reyes era por lejos el mejor y favorito, Quiroga confiaba en que Domingo descontara diferencias genéticas de la cabalgadura. Dicen que hubo mucho preparativo secreto y con el tiempo esos detalles se perdieron de las memorias que relevaron la historia.

Así comenzaba el sueño de Urrutia, un pañuelo de seda colorada que una mano áspera deja caer sobre el pasto crecido, gritos animosos y galope tendido de enormes caballos sobre los cuales los menudos jinetes son apéndices irreconocibles, prolongación arqueada en lomos de cojinillos apretados, formas humanoides fijadas al animal en estampida como sanguijuelas desproporcionadas. La carrera fue pensada para ser larga y que consumiera el tiempo necesario hasta que un ganador resultara claro. El hombre de Lobato, orgulloso y ladino, diseñó un recorrido que mezclaba dolor y apetencia, una ruta jalonada de codicia haciéndolos galopar entre los mejores terrenos de cada campo disputándose ahí mismo. En el sueño incandescente de Urrutia había montes, pendientes, cruces de cachimbas, arroyos cristalinos y sorpresa de las manadas de ganado marrón huyendo de apariciones lanzadas al disco del infierno. El sueño de Urrutia, la realidad distante, el relato, hicieron una carrera pareja para excitación de los patrones y que duró la breve duración de otro sueño. Fue claro que faltando menos de setecientos metros para la meta, Emprendedor tomó la delantera provocando con ello un cambio a la conformación de las imágenes; en la nueva perspectiva es el caballo la silueta disuelta, creciendo por el contrario los contornos del jinete que domina los primeros planos. Uno que escucha la voz de Daniel e imagina el desenlace, adivina que Domingo gana la carrera y antes que finalice el sueño se conoce que para él serán las felicitaciones. El muchacho triunfa de manera prodigiosa el mismo día que el pobre Sosita hizo la mejor galopada de su vida, al punto que no concita el rencor del patrón por haber llegado detrás.

Algo especial poseía a Domingo el día de la carrera, la inocultable alegría del iluminado, una exaltación de como si corriera con maleficio en la cabeza, embriagado por el honor de divinidades vengativas saludando su pasajera gloria, mientras se sucede el último día que lo vería con vida. Domingo no era nada, era nadie dentro de la gran contienda: alpargatas deshechas, gorra rotosa, cuerpo pequeño de niño enfermo, hablar tartamudeando de cómico de la legua, mirada vivaracha en cambio de zorro salvaje cazador de gallinas y cabeza de angelote indeciso de retablo de la escuela italiana, manos de novio, la astucia de pasar inadvertido y más el día del triunfo. A pesar de la emoción supuesta en el episodio y la descarga de algo indefinido, Reyes y Quiroga desairando el orden de llegada, eran hombres decepcionados. Dos perdedores. «Nos estamos poniendo viejos» dijo uno de los dos y el otro permaneció callado. Al separarse quedaron en encontrarse esa noche en un bodegón recién abierto en la plaza de Maldonado, regenteado por un matrimonio de franceses y liquidar en la ocasión las cuentas de los asuntos disputados. La cita fue fijada a las diecinueve horas y sin haberlo concertado ambos llegaron a las siete en punto de la tarde, vestidos de solemne traje oscuro y corbata de seda.

Desde la tarde esa las ropas de gaucho fantasiosas eran para trabajar en los campos y uniforme de los pobres; estaban incómodos con las nuevas indumentarias planchada para la ocasión, aceptándolas como señal irreversible de que ellos y su odio marchaban al olvido. El malestar se renovó al elegir los platos con nombres rebuscados a pesar de explicaciones detalladas del francés; en eso también debían cambiar como con tractores, tratamientos veterinarios y administración contable, de lo contrario serían devorados por la voracidad rampante de advenedizos llegando a la zona de San Carlos en oleadas indómitas. No obstante cierta similitud de situación, el empaque de los hombres durante la cena era diferente. Reyes llegó al restaurante dispuesto a pagar y escondiendo en la manga una carta sorpresa destinada a Quiroga, que en algo podría reconfortarlo de la derrota sufrida hace unas horas y comenzar la trama de la revancha, iniciada cuando fue claro que su caballo era aventajado sin remisión. Reyes se guardó un gambito, estocada secreta para el final de la cena; este último detalle se lo contaron a Urrutia y aquí los hechos se tornan dudosos al perder la consistencia del sueño. Se conoce la verdad de las consecuencias, el tránsito del sueño de Urrutia a la certeza del crimen se sostiene en un puente inestable e inexistente que debe cruzarse con sumo cuidado.

Sucedió que aquella tarde se habló mucho de Domingo entre la peonada, por más que se guardó el secreto de la apuesta la bulla supo llegar hasta los arrabales de San Carlos y más allá. Reyes se emborrachaba encerrado en su casona, acumulando falsa dignidad para afrontar el encuentro pactado con Quiroga, cuando la comadre Susana, mujer del infeliz puestero del campo apostado le pidió a una de las sirvientas hablar con el patrón. En otras circunstancias Delmiro la hubiera mandado a paseo, ordenado a las empleadas que se encargaran de la mujer y se dejaran de joder. La desgracia, que cayó sobre sus dominios al galope le despertó una intuitiva curiosidad; la mujer no podía saber que en la carrera de hacía unas horas se apostó la piel de Susanita como si fueran cueros viejos. Para desmentir cualquier descrédito público, divertirse por adelantado y hacer más incisiva la derrota aceptó recibirla en el patio; salió encandilado por la resolana y saturado de aguardiente como estaba se despatarró en un perezoso. Reyes tenía con los subordinados una relación más cordial que Quiroga, tacto y delicadeza hacia el vasallaje que se sentía protegido. La sorpresa fue de otra naturaleza y logró sustraerlo de la borrachera rencorosa, supo que Domingo, hacía de ello un buen tiempito, había ganado otra galopada discreta montando el cuerpito chúcaro de Susanita. La madre de la criatura apostada, entre lágrimas dudosas le contó a uno de los patrones la vergüenza oculta de la familia a él, hombre comprensivo. Luego –era lo gracioso de la situación- enterada de la carrera, dolida hasta el alma por el adverso resultado a los intereses de la casa, sabiendo que el galancito comenzaba a tener fama, le pedía a don Delmiro si podía hablar, cuando lo creyera conveniente con el otro y arreglar cristianamente la situación de los gurises desvergonzados pues ella, mujer y madre al fin, se veía crecer una panza de guacha arrastrada en cualquier momento y el raje inopinado del jinete.

Una vez repuesto de la sorpresa fustigada por la información, Reyes se rio con ganas, sin importarme el sentir de la mujer fastidiada y sabiendo que estaría amargado durante semanas. Luego de conocer la más carnavalera de las noticias volvió a ser el consejero solícito, compadre complaciente, conciliador y fuente magnánima de consejos buscando alejar toda preocupación. Minimizando el problema de la angustiada puestera y haciendo que la situación fuera aceptada como lo que era, una travesura de chiquilines en la primavera de la vida.

-Tal como se lo cuento don Horacio, qué embromar con las cosas, dijo Reyes comprensivo y sobrador hasta la chacota cuando terminó de mentar el episodio vespertino en tonalidades sombrías, destacando tintes miserables del cuadro, aumentando con placer aspectos abyectos, denigrando cuanto tenía de lindo el apareamiento de los adolescentes. Ya ve, no es mala voluntad… aquí adentro de la carpeta de cuero está lo que debo pagar por lo de hoy, algunos papeles tienen la tinta fresca del escribano Amonte, pero Susanita escapó a mis posibilidades… voló como golondrina de septiembre. Qué curioso Quiroga, el mismo cuerpito de machito joven que le hizo ganar todo esto –y deslizó sobre el mantel la carpeta de cuero- le quita de la boca el fruto más codiciado para hombres como nosotros. ¿Vio que linda venía la chinita en los últimos tiempos? Se le notaban las tetitas duras; quién iba a suponer que tanto empuje, además de la naturaleza, era obra de Domingo, que resultó taimado y ligerito. Justo a usted, que hace unas horas lo abrazaba como si fuera un hijo…

Más que lo dicho, fue la manera como Reyes presentó los hechos lo que deformó la visión de lo sucedido en la mente de Quiroga. La alegría campechana del ganador cambió de vereda haciéndose miel de rencor, cruce de sentimientos encontrados. La densa documentación sobre la mesa y atestando su condición de ganador absoluto la consideró letra muerta, quiso disimular sin admitir el nuevo odio royéndole el corazón, restarle importancia a lo escuchando del derrotado instigador, decirse que el episodio era una minucia en el orden del universo, carente de relevancia e interés. En lo profundo se reconocía un hombre engañado, traicionado a los ojos de todo por un complot de infelices.

La acción de Domingo fue un atrevimiento, afrenta rústica de códigos nunca escritos de improbables medioevos orientales. Quiroga no alegó ni una palabra a la relación de Reyes, limitándose a sonreír como apostador en apuros al que le llega el naipe esperando; sorprendido por la indiferencia de Quiroga, Reyes creyó que poco apreciaba la honra hurtada de Susanita. ¿Tenía ante sí un hombre viejo hastiado de desafiar, cansado de ponerse a prueba y ello a pesar que, con el reloj suizo de oro llevado en la muñeca, podía comprarse todas las putas deambulando en la frontera desde el Chuy a Yaguarón? Pagaron la cuenta a escote evitando ofensas a la caballerosidad sensible en esas horas, la conversación derivó a temas banales de la explotación agropecuaria, la conciencia que desde hacía años y de manera creciente las condiciones comerciales las fijaran los otros.

El restaurante de los franceses daba sobre la plaza principal de Maldonado, la noche era calma y clara, un agobio de temporal humedecía el aire. Había gente silenciosa rondando las esquinas, se oyó el inconfundible ritmo sincopado de dos caballos pasando a tranco lento por adoquines transversales de las inmediaciones. Sobre la torre de la iglesia colonial había una luna exagerada que sería llena en tres días, nada del paisaje pueblerino noctámbulo guardaba memoria de la competición del día. La noche total volvió a la carrera un recuerdo insustancial del universo, como el perfume de un ramillete de jazmines blanquísimos en un jarrón con agua la víspera de Masoller, mayólicas de zaguán montevideano del barrio de la Unión durante la Guerra Grande.

Los dos hombres se despidieron en esa atmósfera y cada cual tomó para un rumbo distinto, con ganas de distanciarse del encuentro desagradable impuesto por el protocolo. Habían caminado siete metros apenas en dirección contraria cuando Quiroga se detuvo, enfrentado a una tapia altísima, volviéndose igual que si hubiera alcanzado los diez pasos prescritos por el duelo a pistola, dándose vuelta dispuesto a matar al adversario mirándolo a los ojos.

– ¡Reyes! dijo fuerte sin llegar al grito; en el silencio de la bóveda Oriental el apellido ese llegó pleno a la nuca del interpelado, que se paró obediente, intuyendo en el llamado un tonto intermedio entre súplica y orden. En cuanto al pedido de su comadre Susana –siguió hablando Quiroga sin volverse del todo- lamento defraudar las esperanzas de tan digna señora, el asunto del que habló está difunto.

Luego, disipando las dudas, indiferente a que los pocos caminantes pudieran escucharlo, agregó:

-Domingo es hombre muerto.

Sin esperar respuesta del vencido Quiroga retomó la huella, su andar se hizo pesado por el cadáver que venía de echarse a las espaldas cansadas y siguió un sendero marcado a sangre y fuego. Reyes ni habló, quedó triste por la clase de dolor que venía de infligir al eterno oponente, algo sobrevoló el odio de añares entre los hombres, esa compleja solidaridad de poderosos señores, complicidad de estancieros prepotentes; entendió que si los dados hubieran caído del otro lado, porque la diferencia eran los pocos metros que separaron dos caballos, él hubiera reaccionado igual. Desde el alma aceptó la confianza entre pares que Quiroga decidió contándole sus planes siniestros, declarados sin la excusa de la borrachera, con la calma de quien se observa después del hecho consumado, como si se tratara de levantar alambrar un terreno rocoso, supo que estaría dispuesto a defenderlo y mintiendo si hiciera falta, sobornando, amenazando. Si la autoridad competente le tomara declaraciones uno de estos días, él negaría haber oído las palabras definitivas de Quiroga.

Se cuenta que Quiroga no regresó de inmediato a la estancia, luego del aviso a Reyes se disolvió desde la plaza central de Maldonado hasta el último boliche de los arrabales fernandinos, bordeando canaletas pestilentes al comenzar el descampado. Durante el trayecto desusado bebió para emborracharse, en cada mostrador al despedirse anunciaba la muerte de Domingo, bando fúnebre que la gente tomó a broma creyéndolo parte del festejo. A mitad de la noche le llegó a Quiroga una crecida de arrepentimiento, se dijo que la historia de las horas recientes era una tontería… tenía en su poder el cartapacio reventón de documentos autentificados, eran maniobras rencorosas del rival envenenado y que luego de dormir la mona hasta tarde todo estaría olvidado. Domingo era un buen muchacho, lo conocía desde gurí y le hizo ganar una fortuna a su enemigo de siempre, también se e dijo que era tarde para retroceder: él dio su palabra de Quiroga. Reyes lo oyó, putas y peones, cantores de mala muerte, borrachos y maricones con labios pintados, milicos cuarteleros, capataces analfabetos, perros curtidos de cicatrices y la luna anaranjada supieron de su bravata.

Su vida estaba del otro lado; él era un criminal y Domingo un muerto, una vez dictada la sentencia y dada la palabra no había marcha atrás. Se emborrachó para incrementar el odio, madurar el castigo ejemplar y demostrar al mundo y la historia que con Federico Quiroga no se juega, afinar con alcohol el espesor de la crueldad y darle al mocoso atrevido algunas de las muertes terribles que imaginó para Reyes. Hacer un acto inconcebible por cajetillas que construían chalecitos paquetes con techos a dos aguas de tejas coloradas, un gesto para retroceder al tiempo riguroso de su padre, cuando degollar un cristiano daba menos remordimiento que sacrificar el caballo quebrado en un hormiguero.

Así fue que después de los sucedidos, quienes escucharon la cascada de amenazas proferidas en la recorrida le hicieron vivir a Domingo varias muertes; a cada cual más terrible, truculenta por probable, como si hubieran existido varios Domingo hermanados por la sangre que murieron sufriendo en la misma noche a causa del único himen y un vago honor incomprensible. El crimen estaba destinado a saltarse el tiempo y necesitaba ser muchos para mantener latiendo en la memoria el único Domingo que existió. Se cuenta que la misma noche que Quiroga regresó borracho a la estancia, con la ayuda del capataz que daría la vida por el patrón concretó el acto criminal que creía justicia; dicen que dicen que estaqueó al muchacho en un galpón alejado del casco principal y con un hierro de estancia al rojo blanco le marcó todo el cuerpo hasta transformarlo en una masa repugnante de carne chamuscada. Fue capado en frío con tijeras de esquilar y le tiraron los huevos al chiquero; hizo del muchacho un matambre monstruoso con alambre de púas y luego de embadurnarlo en miel salvaje lo metieron vivo en un hervidero de hormigas carniceras. Lo despellejó como si fuera chancho muerto, lo hirvió en aceite como a gallina bataraza, lo enculó con estaca de titiribí, lo colgó de un gancho como se hace con los cuartos delanteros de res en los mataderos, le inyectó fosfato en el corazón hasta reventar y le metió una rata furiosa en los chinchulines salidos, lo asfixió entre cueros podridos de ovejas. Dicen que primero lo dejó tarado a talerazos y luego lo encerró en un establo, roció a Emprendedor de nafta, le prendió fuego y el caballo vencedor, desaforada apariencia del infierno del odio, liquidó al muchacho a coses y mordiscos antes de que el capataz, contrariando por única vez a Quiroga lo matara de un balazo certero, gesto que le costó un costurón en la cara. Otras cosas dicen los paisanos, que juran ver ciertas noches el caballo de fuego montado por un jinete cubierto de costras pútridas, galopar alucinado repitiendo el trazado de aquel desafío de los hacendados. Fuera cual fuera la muerte de Domingo, hubiera pasado lo que hubiera pasado en la noche de autos, a la otra mañana Domingo desapareció y nadie preguntó por la tierra removida en medio del triángulo que formaban tres higueras, plantadas por el primer Quiroga. Nadie se atrevió a preguntar por Domingo, todos sabían de la muerte ignorando la causa secreta, murmuraban que se marchó a tierras de Paysandú donde un compadre le prometió un destino plateado como jockey, con la oportunidad de remontar la temporada del litoral argentino, donde se apostaba fuerte y era bienvenido un jinete con las habilidades y mañas del Oriental.

La vida de Quiroga cambió desde aquella terrible noche, el hombre se concentró en hacer producir sus campos hasta la extenuación. No se le veía el pelo y la región sentía la fuerza del espíritu obcecado combatiendo contra el pasado, sin alardear hizo de la estancia establecimiento modelo que resultó una mina de oro. Todo negocio le salía bien a Quiroga y la nueva fortuna superaba con creces lo recibido en herencia años atrás; parecía que la carrera que ya era inventada, le cedió el golpe de suerte suficiente para distanciarse de otros hacendados del departamento fernandino y su rivalidad con Reyes pasó al archivo del olvido. Cosa extraña: nunca compró ni media hectárea en Maldonado; con lo ganado orientó las inversiones al centro del país, de la otra orilla del río Negro, pensando quizá que el cauce de agua que parte en dos a la Banda Oriental, como el río de la muerte, haría idéntico prodigio con su vida. Lejos del barullo contrajo matrimonio en la intimidad, se instaló con su mujer en tierras de Tacuarembó y en el sur quedó a cargo el hombre de la cicatriz, cebando la fidelidad que otorgan crímenes compartidos.

Poco se supo de Quiroga por más de veinte años, veinte años… a veces surgía como un aparecido por las calles de San Carlos. Hay gente que asegura haberlo visto y está dispuesta a jurarlo, de lejos les pareció que era él optando por llegar al terruño original después del anochecer; y cuando en el horizonte clareaba la mañana el hombre ganaba el límite norte del departamento, desapareciendo tan especto como llegó por otra indefinida temporada.

-Historia curiosa, dije cuando me servía el resto final de la segunda botella de cerveza.