-Nada es privativo de esos, dije.
En el trayecto nos detuvimos en una carnicería donde era visible que la mercadería expuesta había estado pastando dos días atrás y se olía en el local el trabajo eficaz del matarife.
-Vamos a hacernos un asadito, dijo Urrutia y mientras consultaba con mirada de entendido las vitrinas refrigeradas preguntó si tenía ganas de algo en especial.
La perspectiva del asado logró mejorarme el ánimo machacado por el viaje, confrontando posibilidades trozadas al frío, confesé mi debilidad por los riñones que habían salido de mi dieta habitual allá. Luego de las compras caminamos unas cuadras; alejado de la referencia ofrecida por la plaza principal de San Carlos me desorienté, confundiendo los laberintos de la memoria. Urrutia trabaja en el ramo de la gastronomía, es experto contable y se ocupa de algo así como la gerencia de restaurante; por ello pudo tomar el día libre.
-Estamos fuera de temporada, hasta septiembre tengo la vida profesional tranquila.
Al rato llegamos a la casa nueva, una construcción antigua reformada desde los cimientos siguiendo el gusto del reciente propietario. Daniel utilizó en la obra objetos y accesorios camperos en su totalidad: ruedas de carretas dignas de Atahualpa Yupanqui, rejas de pulpería fronteriza, cadenas de pesadas yuntas de bueyes, vigas petrificadas de molinos del tiempo de la Provincia Cisplatina, hasta la esfera esmaltada de un reloj con el logotipo de la firma Strauch, descubierto de casualidad en un remate de cachivaches de las afueras de Maldonado. Apenas puse un pie en la casa fui atrapado por herrajes, marcas de ganado con filigranas rebuscadas, fierros irrepetibles de tranqueras, el esqueleto metálico de portones, cerraduras de galpones y ventanas; repertorio herrumbroso de historias muertas que nunca serían rescatadas de la fosa común, a menos que la imaginación se volcara para la orilla del pastiche gauchesco.
Escrutando en la casa de Urrutia la colección de objetos pasados por fuego y forja, en especial las artes olvidadas de cerrajería, trancas, pesados pasadores, comprendí que un tiempo de la memoria Oriental estaba clausurado para mis pretensiones de prosista y de forma definitiva. Mi escritura nunca abriría lo oculto detrás de la tranquera antigua, formando un barcito con la campana de bronce bruñido de una escuela rural y un farol que, según los decires del dueño de casa, perteneció a una pulpería famosa de la zona. Establecimiento de ramos generales donde dos por tres había finado por arma blanca o trabuco naranjero y que en mi suposición era de un ilustre quilombo de principio de siglo, con putas casi niñas de pelo colorado y piel lechosa con pecas, pupilas que hablaban en polaco o algo parecido.
Desentrenados por el tiempo transcurrido, con atropello de baguales indómitos Urrutia y yo nos pusimos al día; demasiado apurados por instalarnos en los días lejanos de verano compartido, a comienzos de la década pasada, cuando la insubordinación de la tropa era herida sangrante y un sainete impresentable. Acaso en este tramo de las evocaciones fueran necesarias ciertas aclaraciones, detalles precisos que por mi parte no considero del caso y menos pertinentes a lo que vino luego.
Estábamos en la puesta al día remontando como quien dice la cronología, cuando se sumaron la mujer de Daniel y las dos niñas. Mariela estaba rubia y linda como antaño, por ella los años de la tregua no pasaron en lo que tiene de descalabro. Con ese soplo bienvenido de aire fresco femenino empezamos a conversar, estábamos contentos por haber doblegado el destino y había cierta conciencia del fracaso que avanzaba calibrada por el movimiento del sol. En pocas horas es inconcebible organizar la secuencia de los años acumulados, aceptando el bando que nos condicionaba y sin ponernos de acuerdo, dejamos que el capricho del viernes construyera sus espacios propios; con huecos para silencios, inevitables consideraciones políticas, desastres de nuestro lado, alteraciones en la conducta de personas conocidas como si fuera prioridad de los otros y reincidíamos en la música, claro.
Urrutia me interrogó sobre la configuración de mis nostalgias al respecto, respondí que extrañaba el tango y los candombes cantados por el negro Rada, las murgas las prefiero en carnaval al aire libre delante de un tablado, con un chorizo al pan con chimichurri en una mano y una Pilsen sin espuma en la otra. Por momentos éramos dos veteranos en resistencia, él tenía aquellas grabaciones legendarias de Led Zeppelin; le pedí escuchar Whola lotta love, Heartbreaker, Moby Dick y Stairway to heaven argumentando con pasión apolillada que se trataba del mejor rock, quise decir que era música para la juventud y la mía agregué por las dudas.
La hora avanzaba, el mediodía se nos venía encima a paso firme cuando salimos hasta el fondo de la casa, a preparar el asado como dos payadores derrotados por el mismo rival. A un costado estaba el flamante parrillero justificando el orgullo de Urrutia, un árbol plantado antes que se construyera la casa regalaba a ese rincón una sombra tal que hacía anhelar el verano. Allí mismo y punto cardinal de las reformas, Urrutia instaló una mesada mostrador de madera gruesa y que cumplía múltiples funciones, permitiendo tomarse copas de parado con la grata sensación de estar en un boliche de verdad. A la vez vigilar la evolución del braserío, mutaciones de colores en la parrilla inclinada en ángulo de conocedor. Mariela marchó a organizar la casa y las niñas con tino precoz se fueron a jugar a su cuarto y ahí quedamos los dos solos, recordé que años atrás asociaba a Daniel con una palabra que él todavía no había pronunciado y que -a mi parecer socarrón- faltaba para poner en rodaje la charla según la entendía. Cuestión de rituales lingüísticos, creo que él hacía esfuerzos para evitarla y yo no hallaba la manera de introducirla en la conversación hasta que llegó la ocasión.
En el fondo del terreno vi que había un perro atado, con la claridad del día parecía un bicho especial y cuando en determinado momento el animal hizo un movimiento que lo presentó en su esplendor, quedé asombrado al borde de la expresión.
-Muchacho, qué animal imponente, dije; Urrutia sonrió por mi incontinencia verbal, aflojada de sobreentendidos y nada agregó a mi guiñada fonética, eso que a Daniel se le conoce por el apodo de «el mudo». Es un perro de las legiones romanas, continué sin hallar en mi bestiario canino de Foxterrier y Cocker negro el nombre de la raza.
-Desciende de perros romanos y tibetanos. En efecto, un verdadero Rottweiller. ¿Le gusta?
-Gustarme no sería la palabra adecuada, mis perros fueron siempre modestos. Su animal es de una belleza inquietante. ¿Cómo vino a parar ese animal a esta casa? le pregunté, procurando ganar tiempo mientras me recuperaba de la extraña impresión provocada por el animal.
El perro, la palabra identificándolo y el paréntesis en mi pensamiento quedaron suspendidos o cayeron de golpe en mi conciencia. Creí entender a los manotones: la situación era una metáfora y el animal un signo. Llegaba hasta las casas de San Carlos a reencontrar un amigo y en otra longitud de onda topé con un perro portador en su memoria genética, además de los cruzamientos biológicos, la caída de Cartago y el cerco de Numancia, el acueducto de Segovia sobrevolado por cigüeñas, las ratas voraces de Bizancio, la plaza Villa de Madrid de Barcelona de cuando era cementerio, los deslices nocturnos del César entre las legiones de avanzada extendiendo el Vini. Eran demasiados recuerdos para atribuirlos a un perro, ese perro doméstico acampado de manera fantasmagórica en un barrio calmo de San Carlos y sin embargo, el animal era más prodigiosos que un puñal enterrado en Sumeria, era sangre bombeada a corazón, hígado, unas patas y ojos, sobre todo los ojos.
Le pedí a Daniel que lo soltara, lo dije sin pensarlo; conseguía ver en el animal un perro cualquiera pero emitiendo mensajes poderosísimos. Patas firmes prontas a escalar pedregales, orejas carnosas atentas a reaccionar en cuanto sonara la trompetería de la legión, la enorme cabeza negra era el ariete que seguía horadando la historia, desde centurias más atrás de donde agonizaban raquíticas memorias personales sin patrimonio. Cualquier historia que Urrutia pergeñara sobre el origen del perro, la serie de casualidades que engarzaban Masada con San Carlos, pasando por un veterinario alemán, la anécdota del criador argentino y vacunas contra la enfermedad del cachorro, nada podría en mi espíritu ante el porte del perro de Roma girando en torno mío; rodeándome con instinto como si yo fuera un dragón rabioso excomulgado al rescoldo de brasas rojizas, estigmatizado por San Jorge y San Carlos.
Pensé dialogando conmigo: «no divagues, estás aquí donde estuviste antes y en otra casa, estás bien, ya tomaste un litro de cerveza, estás a punto de comer un pedazo de asado que se dora ahí cerca y a traición te ataca el profesor empachado de apuntes.» Eso lo decía para mí; si alguien que lee se detuvo a contemplar por siete minutos ininterrumpidos la cabeza de un Rottwailler, sabe que digo la verdad. En ello la cerveza no tiene responsabilidad; el Coliseo circular, el arco de Tito, el área entera del Foro y la pedrería completa que traza la vía Apia, quedaban reducidos a polvillo de las eras. A dos metros de la carne asándose, dando vueltas a un trote miliciano y olfateándome mis pantalones de pana, latía el imperio de la memoria del mundo. Siempre me gustaron los perros, el Rottweiller de Urrutia desbordaba la zoología para ser un animal con plusvalía de códigos y cercos ignominiosos; quedé paralizado al recordar que los romanos conocían la cerveza y mi aliento podría despertar en el perro una memoria oscura de festín de victoria.
La visión referida duró unos instantes, mientras el animal avanzaba hacia mí y cruzamos las miradas, pasada tan poderosa comunicación se comportó como un cusco cargoso y hubo que atarlo. El perro desde lejos me miraba, entendí que Urrutia lo sabía y que lo del perro lo hizo a propósito, formaba parte de los verdaderos planes latentes en la invitación y que comenzaba a entender.
-Es mucha coincidencia que usted esté por acá, empezó Urrutia, hablando lento, modulando cada sílaba y luego de un silencio perceptible dejó caer mi apellido como si fuera la raza de otro perro.
Así que es eso, pensé: el apellido, llegó el apellido. Ahora comenzaba la explicación secreta de la expedición del día dentro del viaje mayor.
-Usted escribe complicado compañero, continuó.
Estaba acostumbrado a la misma incómoda situación con gente que quiero, luego vendría el deslizamiento a las virtudes de historias sencillas, el acercamiento a temas que el público lector reivindica y otros ejemplos elocuentes del laurel popular de colegas a quienes casi siempre termino sosteniendo, admitiendo casos relevantes mientras cuestiono mi escritura atormentada.
-Pero por momentos… agregó, con cierta condescendencia familiar, dejándome una ínfima esperanza para los próximos años.
-Mientras siga habiendo unos pocos «por momentos» seguiré en la lucha, repliqué, tocado y con ironía, sin intención de iniciar una defensa fastidiosa e inútil que pronto abandonaría.
Urrutia cortó por lo sano.
– ¿Vio el perro?
Qué paz interior llegaba a la charla y qué estremecimiento; el asunto tomaba forma, la llamada primero, luego el apellido, los momentos intuidos brevísimos como refusilo en el horizonte y la insistencia sobre el perro… principio confuso pero principio al fin.
-Claro que lo vi, dije encubriendo la fuerte impresión que la criatura provocaba en los sentidos desarreglados.
-Es cachorro siguió Urrutia y la conversación tanto como el asunto aflorando se concentraban en el perro romano. No llega al año y tiene empaque de ejemplar adulto, me lo entregaron a pedido luego de una larga espera, cuando tenía tres meses. Es un encanto de animal a pesar del aspecto fiero de la primera impresión, las nenas le hacen de todo y él las soporta como si nada.
Luego del ejemplo de absoluta confianza Urrutia se calló, dejó un tiempito para tomar aire en la densidad del ambiente y que lo ayudara a seguir adelante.
-Hasta aquí todo bien, confirmé y congraciándome con su estrategia para luego dar el golpe de timón. Tampoco estamos aquí para hablar de veterinarios o tirones de orejas, ussted lo sabe.
Me sorprendí hablando como un matón de serial televisiva; estaba por disculparme con mi amigo cuando noté que el exabrupto grosero tenía el efecto del pentotal, reduciendo dolor y haciendo avanzar verdades ocultas.
-Las cosas empezaron a suceder desde la primera noche que el perro pasó con nosotros.
-Urrutia (tal como se presentaba la situación también debí apelar al recurso del apellido) con este día espléndido no me venga, justo a mí, con historias de aparecidos y cosas raras.
-Déjese de embromar, replicó Daniel como latigazo; el tono era de respuesta con ofensa sin despecho necesario al grado de insulto.
Entendí que él seguiría hasta el final, la oscilación del asunto entre disolución sencilla y tramado complicado lograba perturbarme más que la cerveza.
-Tampoco voy a pedirle disculpas, le pido que arranque.
-Sucedieron dos episodios que no podían tener relación una con otra, primero fue el sueño volvedor y luego el impulso. ¿Por cuál le parece que empiece?
-Por el sueño.
-Las primeras noches fue claro como en una película. Soñaba la carrera de caballos sin nada de hipódromos, casaquillas de colores o paseo preliminar frente al palco oficial… era una simple penca cuadrera, desafío mano a mano sin espectadores salvo los implicados; al comienzo fueron imágenes lejanas sucediéndose en silencio y la cinta proyectada parecía muda. Al pasar varias semanas el sueño mejoró, se hizo más nítido, distinguí al ganador, veía clarito a dos hombres discutiendo y aparecía una muchachita llorando. Hasta ahí como escucha, salvo la recurrencia del retorno nada del otro mundo, el sueño se repetía cada tanto hasta que un día de primavera, estando en conversaciones con un brasilero que abría restaurante en la zona de Manantiales, me vino el sueño a la cabeza pasando a formar parte de la vigilia. De ahí la inmediata ocurrencia de localizarlo a usted, sin razón ni lógica poética, causa tajante y como lo más natural del mundo. Tengo que ser sincero, no tanto por usted sino arrastrado por el sueño.
-Entonces se las ingenió para conseguir la dirección, que terminó en la famosa llamada de los otros días.
-En efecto, pensé en enviarle una primera carta a Francia; alguien me comentó que estaba por venir, así que preferí esperar unos meses para asegurar la conexión.
-La llamada me sorprendió, fue cariñosa sin aclarar nada. Pensé que era por los viejos tiempos…
-Qué podía decirle… ¿que deseaba verlo porque había soñado? En cuanto a los tiempos insinuados, creo que son más viejos de lo que usted supone.
-Sea cual sea la razón fue una buena idea; si el verano pasado usted hubiera comprado un bóxer o un Pomerania está por verse si me hubiera localizado.
-Tampoco se ponga en citadino astuto de barniz cosmopolita. Falta lo mejor.
– ¿Hay más? pregunté, estimando que el asombro se daba por terminado, permaneciendo fuera de tanta coincidencia singular que presentía.
Aguardé la reacción de Urrutia a mi pregunta, tenía distancia bastante para desdeñar la historia tejiéndose estando metido en otros líos considerables. El viaje catártico a San Carlos apareció como otro intento de hundimiento y percatarme que no era dueño de andar por ahí sin hacer nada, lo que me daba fastidio. Daniel hizo como si yo no hubiera dicho lo que dije; si en cambio escuchó lo que quise decir sin pensarlo, tampoco reaccionó y como potro sin domar se lanzó a trazar la primera recta de la historia trabajada, insinuada hasta provocar deseos de conocer más, seguir adelante.
-Lo más inexplicable era el paulatino perfeccionamiento del sueño. De a poco fue reconociendo el paisaje donde sucedían los hechos, resulta que la carrera esa se corrió entre dos arroyos y fue aquí cerca en San Carlos. ¿Cómo pude soñar eso me pregunto? No lo sé, dentro del sueño donde todo sucedía entre neblina algo aparecía clarito. Era el muchacho jineteando el caballo ganador cuya imagen me perseguía más allá de las horas de descanso. Otro día, en pleno trabajo discutiendo descuentos con un mayorista, evocando un almacenero cumplidor o una marca de yerba paraguaya dije: «Domingo». El hombre en cuestión me miró como si yo estuviera piantado. Para un momento Daniel pensé, para muchacho. Le di una explicación al hombre sobre el equívoco y fue ahí, hablando de jamones y arvejas enlatadas que descubrí el nombre del jinete del sueño. El muchacho se llamaba Domingo, es de no creer.
Ahí Urrutia necesitó descansar, el primer tramo de confesión lo dejó exhausto; mientras escuchaba yo seguí bebiendo cerveza con parsimonia, prestando una atención más bien floja al relato de Urrutia. Cuando pronunció el nombre del jinete debo decir a falta de mejor comparación que me corrió electricidad por todo el cuerpo; el perro desde lejos no me sacaba los ojos de encima, echado como estaba en el piso, distraído y siguiendo el entrenamiento de los gladiadores. Callé la razón del sacudón y abrupto salto de la coincidencia; por esas mismas fechas, tan distante de San Carlos que parecía otro planeta había comenzado a urdir un relato del cual lo único que sabía, punto de partida sin continuidad a la vista, era que el personaje era un muchacho de diecisiete años, vivía en el campo oriental y se llamaba Domingo en recuerdo de un gringo de paso por el país a principio de siglo. Del nombre no logré salir durante semanas dándole vueltas al asunto, ni avancé media página del relato rumiado, la historia rehuía mis asaltos y nadie que no fuera Domingo podría protagonizarla.
– ¿Domingo? pregunté, reanudando con un nombre propio y ajeno la conversación, curioso y fastidiado por un absurdo sentimiento de hurto, publicidad impertinente de un íntimo secreto de fracaso.
-Domingo, con lo raro que suena… lo asombroso era la creciente precisión del sueño, siempre el mismo y al que se agregaban detalles reveladores. Al cabo de siete semanas lo fui mejorando, aprendí a observar entre los indicios dispersos y sabía cómo terminaba.
-Con la cara radiante de la muchachita, feliz por el triunfo de Domingo.
– ¿Y usted cómo lo sabe?
-Como si fuera un cuento Urrutia, le contesté.
En verdad fue en ese instante que descubrí la imagen de la muchacha, una criollita que apenas había dejado de ser niña. Nunca con anterioridad una historia se configuró en el preámbulo de la escritura tan complicada, si es que algo en verdad se formaba o era yo fundiéndome comedido secundario en un argumento de otro.
-De algo estaba seguro y me asustaba. Eso no era un sueño, yo era depositario provisorio, albacea torpe del asunto inconcluso viviendo fuera de mi cuerpo y que lo implicaba a usted, aunque fuera lateralmente; por eso sentí el impulso de llamarlo.
Nada dije, menos busqué confortar a Urrutia dándole la razón y preferí esperar el final de su relato, las palabras que flotaban entre el sueño y mi viaje a San Carlos.
-Urrutia, la clave del misterio era Domingo. ¿Usted buscó?
– ¿Que si busqué?
– ¿Encontró?
-Más de lo que pensaba.
– ¿Hay alguien llamado Domingo?
-Hay.
-Cuente.
Entonces Urrutia contó. Lo que de ello recuerdo y transcribo es un pobre reflejo de lo que Daniel dijo en el tiempo que va de la carne colorada sobre la parrilla hasta que se pasan, ensartados por un gran tenedor, los pedazos cocidos a una bandeja de losa. El primo político tenía el don de los narradores orales Orientales cuando alcanzan una cadencia expresiva irreductible a la escritura, cierta magia en el manejo de los tiempos, la sabia distribución de los silencios que pocas pero inolvidables veces le escuché a Juan Capagorry, a mi amigo el doctor Eduardo Orrico. En ellos la frase bordea el lugar común para trascenderlo en la continuidad que tejen las palabras, con ruinas de un saber del ayer que se apaga, como si en esa débil llamita de contadores de mostrador se nos extinguieran rudimentos de memoria colectiva. Ella quedara sin perros lazarillos que la dirijan más allá de las fronteras de nuestra pobre provincia, hasta que llegue el tiempo en que otros pueblos, también vecinos, olviden que existimos en la historia celestial como un mito menor.
Esta es una declaración de la incapacidad. Lo que viene, a pesar de las muchas horas de trabajo invertido es el espectro de lo contado por Urrutia mientras la grasa goteaba sobre la brasa tornasol, yo expropiaba circunstancias de su Domingo para atribuirlas al mío que parecía revivir con sangre coagulada en otras heridas. Así como sonseando Daniel buscó en la memoria de vecinos, diarios locales de la época, confidencias de la vieja comisaría del lugar, conociéndolo un poco, en fija que agregó algo de su propia cosecha a la versión que trenzó bajo la enramada y yo sin decirle nada me quedé en el mostrador, interrumpida una sola vez para buscar otra botella de cerveza y que fue más o menos como sigue.