Los guerreros, hermano, los guerreros del sueño que te dije.
Álvaro Mutis
Le retour à San Carlos
Por último, terminé creyendo la tontería esa de la predestinación y acepté que el asunto en verdad me estaba aguardando hace tiempo; así entendido el episodio, el origen de la creencia estaba en la amistad y explicar el destino de la amistad es endeble como argumento. Cada tanto, cuando siento ganas de escribir algo evito en lo posible contar historias que me incluyan, más veces de las que quisiera fallé en el intento y si algo aprendí es que resulta peligroso para un narrador entrar en contacto con los temas que inventa. Es al final del libro de las “Siete Partidas” cuando me veo obligado a quebrar ese principio, lo que equivale a una abdicación, como si la fantasía entregara las banderas resignándose a caer en un lugar común.
De resultar creíble la confesión puede que algo se salve, tal vez recurriendo a un testigo fuera de sospecha pueda contagiarle a la anécdota eso de lo que carece al inicio: la verosimilitud propia de la imaginación. Si algunas otras veces forcé la escritura buscando efectos sorprendentes –en el relato anterior sin ir más lejos- no veo cómo hacer ahora para incorporar elementos antagónicos a un sistema coherente, al torrente de la rutina cotidiana y alivianar las páginas que aguardan del delirio que se avecina. Lo prudente será renunciar a especular sobre el asunto, limitándome a ser cronista en la penumbra de los hechos, intentar contar los acontecimientos tal como sucedieron, que el lector saque luego sus conclusiones, entre las que no descarto la indignación.
Escribo esto lejos del teatro de los hechos evocados, si emprendo la tarea a contracorriente, entre labores más redituables, es porque tengo el palpito de que no podré escribir nada más diferente hasta poner punto final a este embrollo. Para resistir la tentación comencé otros relatos, pero a la séptima página y antes incluso escribía párrafos intrusos que pertenecen a Domingo; salían de un tirón con liviana perfección, de tal forma que transformaban en escoria los esfuerzos de la madrugada con oraciones anteriores. Eran señales más creíbles que la realidad, espejismos de palabras engañándome, haciéndome suponer que aquí estaban las fuentes, la dirección era otra y había algo velado sin explotar en los materiales.
Desde hace unos minutos cuando escribí las palabras «por último, terminé creyendo» hay en la casa un silencio inhabitual, los libros y cuadernos están en los lugares asignados, los bolígrafos de colores parecen desconcertados. Eso me atemoriza; razón suficiente para sacudirme el parásito que busca vivir a expensar de mi fracaso. Una historia queriendo ser recordada a como dé lugar sin importarle si violenta mis ritmos, altera el sentido segundo de cuentos anteriores del libro e incluso si la impresión final es la medianía. Tal es la fuerza con que se impone la historia durante las últimas semanas en mis viajes en tren hasta Grenoble, mientras duermo en hoteles de provincia, preparo cursos sobre poesía modernista, atravieso el jardín de Luxemburgo los mediodías grises de los lunes, yendo a papelerías en penumbras de la calle Monsieur Le Prince. En ese proceso creí entender que se trataba de una obsesión y recordar que algunos protagonistas del cuento siguen con vida es inquietante. Tampoco parece preocuparme que mi relato desbarranque en revelar detalles de intimidades ajenas; me consta que la historia es secreta y en cuanto a los nombres verdaderos creo poder permitirme ciertas licencias. Pensando en secuelas desagradables o reproches, es improbable que los involucrados lean el libro antes de morir. De hacerlo, evitarán señalar ni tan siquiera una de las coincidencias; al contrario, desearán que yo muera pronto para que la polilla amnésica y las otras más voraces carcoman estas páginas de amargor impregnadas, diría el vate nicaragüense.
Recuerdo que todo comenzó cuando, en menos de veinticuatro horas, pasé de un incipiente verano parisino al invierno húmedo e insidioso que se ensañó con Montevideo en el último viaje a mi ciudad. A causa de esos desacomodos digamos temporales suele ocurrirme que me vea implicado en episodios extraños, golpes de casualidad atribuibles a la cuota de ceremonia que tienen mis incursiones anuales, como si fuera responsabilidad de la distancia recobrada. Los tiempos se entreveran con asombrosa facilidad, los efectos de desazón acumulados durante años resultan subidos a una calesita monstruosa y los días se consumen con inusitada celeridad al mismo tiempo que las noches se esfuman; cristales de vidrieras del centro de la ciudad, ventanales bajos de los cafés esquinados devuelven rostros distanciados, devastados, empezando por el mío. Cada viaje e incluyo los recorridos breves, me inyectan en coyunturas y el espíritu el peso del paso de otro año, distingo la muerte más clara que en los julios anteriores y tampoco es momento de balances personales. La historia referida más arriba, como el Alien cachorro se está impacientando adentro del estómago. Creo tener derecho a resistir algunas pocas líneas más para entrar en materia; decía que los amigos se concentran y es fatigoso defender estando en Montevideo las horas en solitario para caminar por aquellas veredas. Lo inesperado sucedió una nochecita y temprano, con el cielo cubierto de un color sucio, oscuro, acuciando la inminencia del temporal nocturno.
Estaba en casa de mi madre sin hacer nada especial, preparando en una libretita los movimientos del día siguiente, mirando la tele donde anunciaban la salida de tres dotaciones de bomberos del cuartelillo Centenario a causa de las lluvias recientes cuando sonó el teléfono. Era la segunda semana de mi estadía en Montevideo, había pasado un tercio del tiempo previsto esa vez y podía ser cualquiera de los amigos, hasta número equivocado pues hubo problemas de comunicación esos días. Lo dejé sonar varias veces y cuando me dirigía a contestar quise adivinar quien sería; al descolgar confieso que la realidad superó cualquier previsión.
«Aquí Urrutia» me dijeron de entrada. «Daniel Urrutia» escuché y me costó reaccionar. El programa de respuestas fue sorprendido, la vieja maquinaria se puso en trepidante funcionamiento y pronto se abrió el fichero correspondiente. Daniel era un profeta que habitaba el testamento de la historia pasada y regresaba, teléfono mediante, parecido a un guerrero inmortal implicado en las batallas por venir. Me llamaba desde San Carlos, sabía que yo estaba de paso por la Banda Oriental y quería saber si podíamos vernos; él se decía un hombre respetable, tenía casa nueva, dos hijas chicas y se le hacía difícil largarse esos días hasta la capital. Me invitó a pasar un fin de semana en sus pagos, lo que era para mí imposible pues en Montevideo contaba cada hora. Bien pude responder con una negativa que hubiera sido aceptada sin réplicas, sin caer en negociaciones y las no menos fastidiosas explicaciones consecuentes; no fue así, por Urrutia y razones brumosas irreconciliables en lo inmediato decidí verlo porque quería. Una vez aceptada la posibilidad del encuentro cada cual parlamentó con insistencia despojada de agresiones; pasados unos minutos de charla formulamos una precipitada incursión mía, de apenas un día a San Carlos, que está a poco más de cien kilómetros de la capital. Un trecho de nada y enormidad de distancia para los orientales que padecemos el vértigo de las rutas. Eso sería el próximo viernes.
Averigüé por teléfono horarios de los ómnibus a San Carlos y con esos datos en mi poder programé la nueva agenda. El viernes tendría una forma de cáscara hueca y vacía en relación a Montevideo, clínicamente desaparecía de la ciudad, como si un duende del olvido hubiera infiltrado una pócima en mi oreja y una de las naves espaciales iluminadas, esas coloreadas por dibujantes de historietas, hubiera decidido secuestrarme con aviesas intenciones. El viaje lo tomé como corte necesario de los asedios montevideanos y la concreción precipitada de otro proyecto sorpresivo. Suele sucederme que tema la concordancia con el clima; el mes de julio avanzaba terrible, consolidando el invierno con lluvias intensas que sólo caen en Montevideo, fríos navajeros de calar hasta los huesos y varios centímetros de escarcha acerada por la zona de los cerros de Lavalleja. Nadie algo parecido desde comienzos de siglo, el desalmado lenguaje de los elementos anunciando el viernes de San Carlos era poco propicio. La naturaleza estaba alterada y a punto de castigar esa región del sur por un antiguo pecado, de seguro ligado a la soberbia, los signos eran lo suficientemente intimidantes por ser verdaderos. Con ese panorama por delante recelé lo peor: un viernes de temporal continuo, la molestia de calcetines empapados y la imposición de una charla cerrada, densa, bebiendo caña brasilera en vasitos pequeños hasta el embotamiento de la mente. Mi pesimista percepción de la trama de los elementos naturales contra mi expedición me conducía a un error.
El día señalado me levanté más temprano de lo habitual, esa mañana escuché las primeras noticias en la radio y tomé unos mates con mi madre que tenía sus propios planes para la jornada. El Duque, todavía medio dormido, se sentó en la silla de al lado con la intención de robarme una galleta con dulce, para lo cual apoyó el maxilar en la mesa y puso ojos de perro distraído. Poco a poco la visión de la calle se aclaraba, consulté el Raymond Weil con números romanos, apronté el bolso, llamé un radio taxi que llegó al poco rato y me hice conducir hasta la esquina de Uruguay y Convención donde salían los buses con destino a regiones del Este. Durante el trayecto en taxi -sería a esto las siete menos diez de la mañana de invierno- el frío que abrazaba la ciudad era intenso y seco. Las calles estaban más vacías que otras mañanas de años anteriores, cuando llegué a la terminal algo improvisada, en pleno centro de la ciudad, faltaba media hora para la partida lo que en invierno es una enormidad. Compré el diario y tomé un café pésimo en un boliche de las inmediaciones; recostado en el mostrador miraba hacia afuera a través de ventanales sin lavar por si llegaba el transporte. Cada vez que pasaba una hoja del tabloide veía en el hueco dejado por unos edificios de ladrillos que el cielo estaba claro, despejado y de un azul perfecto. Sobre las ventanas altas de los mismos edificios de ladrillos, comenzó a reflejarse la primera luz guiñadora del sol que, por un punto del horizonte invisible, venía asomando y sin interferencias de nubes sucias contrariando la prepotencia de un invierno rotundo.
Por fin llegó el autocar al cordón de la vereda, fui de los primeros en subir y adentro había un frío de garaje abandonado, depósito de chatarra sin sereno, noche pasada a la intemperie al abrigo burlón de unas chapas rotas de dolmenit. Más que viajar me dejé llevar, tiritando al comienzo en un asiento rígido forrado de un plástico transparente duro, la mirada pasó del libro de Roberto Appratto sobre el padre -que compré la tarde anterior- a las calles montevideanas vistas cientos de veces a lo largo de la primera mitad de mi vida. Volví a contemplar la agonía de la ciudad cuando termina y fui sorprendido por la densidad de filamentos urbanos, tejidos en mi ausencia, con balnearios próximos al límite departamental ahora muchísimo más poblados. En determinado kilómetro hay una curva, algo así como un empalme nuevo y desvío que sentí físicamente. De pronto, al levantar la mirada de “Intima” me sentí confrontado a la soledad del campo uruguayo, su desazón de espacio despoblado, la sensación de nada más la ausencia y vividas con certeza geométrica de vacío irrenunciable. Ello sólo es concebible en terruño oriental que se adhiere a la ropa, sigue buscando la piel y penetra hasta el espíritu del viajero entusiasta, igual que el roer en una alimaña indescriptible.
Sin evocar solemnidades tales como el sentido de la vida y habiéndome convencido de que el trayecto desde París fue una bagatela, en ese breve tramo de viaje me invadió un temor palpable en la boca, como una mermelada ácida, de estar en un viaje sin destino, el pálpito que del otro lado del viaje no hubiera Urrutia de carne y hueso ni San Carlos ciudad terminal. Busqué consuelo observando los pocos viajeros que estaban en la misma situación, tenían el aspecto de espectros desentendidos del mundo de los vivientes, supe de pronto que podíamos continuar rodando a velocidad monótona por años hasta morirnos sin alcanzar ningún destino. La idea misma de destino era inconcebible dentro del trayecto emprendido, dudé si era realmente la voz de Urrutia la que escuché días atrás en el teléfono o si un enemigo ignoto me tendió esa emboscada queriendo suprimirme. No obstante tales consideraciones infundadas, afuera del vehículo faltaba el invierno predicho, el cielo avistado más temprano en la terminal insistía en confirmarse, el azul se volvía claro hasta ser de paleta y los rayos oblicuos del sol calentaban con holgura la trepidante carrocería sin lavar.
La ausencia en el paisaje se fatigó, en un round incierto unas casas miserables y aisladas anunciaban junto con el grito del conductor que llegábamos a Pan de Azúcar. En poco tiempo dejamos atrás el caserío de las afueras, miré el pueblo buscando serenarme y hallar un indicio del presente, presentí que podíamos estar en una mañana del invierno de mil novecientos cincuenta y uno o tal vez antes. La historia, la trata sencilla del tiempo transcurriendo sucede afuera de la ciudad donde entramos, otra dimensión desconocida; si alguien busca con esmero la inmortalidad y quisiera de verdad capturarla, le bastaría con vivir el resto de los tiempos en una casita con fondo en el perímetro que delimita Pan de Azúcar. Cruzarla a la marcha lenta del autocar exagerada por callecitas estrechas que llevan a la agencia, era atravesar el dédalo temporal en dirección al otro lado del espejo. Supongo ahora que pensaba en cuestiones periféricas rozándose con lo observado en el pueblo, mis impresiones eran injustas sin ser despectivas, impertinentes y en cierto modo mágicas. Las circunstancias se mostraban confusas, a pocos kilómetros de donde estaba la noche anterior había nevado y la escena del autocar, entre parando en un local para el recambio borroso de siete pasajeros con paquetes mal atados, creía recordarla de la vida anterior, una pesadilla. A cada minuto que pasaba estaba más cerca de San Carlos, sentía que el viaje comenzó una semana atrás y mi cuerpo como el recuerdo onírico cruzaba sin papeles las últimas fronteras de territorios inexplorados.
Las presunciones del error, sueño y celada parecían confirmadas; por el milagro secreto que atravesó mi entendimiento llegamos al centro de San Carlos en la hora prometida. Fui el último en bajar del ómnibus, una vez en la vereda estiré las piernas, el cuerpo se aclimató al aire límpido proveniente del mar océano y sierras circundantes. Recuperada la tonicidad corporal miré para todos lados sin resultado, los viajeros se dispersaban por las inmediaciones sin prisa, ninguna noticia de Urrutia rompía la homogeneidad de la escena. Lo hablado por teléfono fue concreto, las informaciones sobre horarios y compañías repetidas lo suficiente como para despejar cualquier duda. En el acto consideré las dos variantes de la hipótesis latente: que hubiera soñado la conversación con Urrutia reaccionando en consecuencia por engaño del entendimiento y que el viaje caducado fuera un sueño. En uno y otro caso traté de recordar, de cuando venía a San Carlos más seguido, el emplazamiento de una fonda donde almorzar cuando llegara el mediodía y de inmediato por si estaba en la primera variante, averigüé horarios de retorno a Montevideo.
En eso estaba, consultando listas fotocopiadas fijadas con cinta scotch en la puerta del bar, cuando advertí que desde la otra punta de la plaza alguien hacía señas con las manos dirigiéndose a mí. Era Urrutia, habían pasado muchos inviernos desde la última vez que nos encontramos y para mí dos inviernos por año. Le llevo a Daniel algunos carnavales de delantera en la edad, mis cambios deberían ser a sus ojos más pronunciados que los suyos a los míos, cuando nos saludamos él nada dijo al respecto, se alegró del encuentro que tenía algo de cita complotista improvisada. Rastreando el ritmo de la charla hablamos del tiempo pasado, la suerte de tener un día con sol y sin más trámite nos pusimos en camino hacia su nueva casa que compró en el barrio donde pasó la infancia. Urrutia tiene una envidiable concepción de las raíces y se explicó diciendo que la compleja cuestión de la regresión a la Edad de Oro no era privativa de los escritores.
-Nada es privativo de esos, dije.