Epístola final de Santa Fe

En estos días, cuando releo por debilidad en riguroso orden cronológico las anteriores cartas recibidas, durante las lecturas ligando en tinta y papel tantos buenos recuerdos, en recuerdos empañados del aliento de mi memoria malherida, desconfío de la veracidad de mis sentimientos hasta la duda ingrata: ¿algún día conocí en verdad a Magdalena? Unos cuantos sobres guardados, ocultos en el tercer cajón del escritorio parecen suspender la presunción del engaño, del primero de los engaños a que puedo apelar. A pesar de las frases dispersas entre fechas que conozco de memoria, puedo igual reconstruir cada detalle de la historia vivida con ella, decidido hoy a que suceda por última vez, reclinado en una convicción frágil y con temor de morir de reincidencia en el espejo de los días venideros.

Lo inobjetable en la situación presente es la sensación de permanencia y espesura inmaterial que reclaman los recuerdos, redivivos hasta en la barba que afeito mañana tras mañana. Densidad que tampoco se erosiona ni en la alevosa adición de mujeres diferentes, algunas hasta ingenuas, que buscando ser el perfecto artificio del olvido -lo que yo pretendía- se vuelven pitonisas reanudando el pasado. Tales son las discutibles ventajas de vivir la excelencia amorosa prematuramente, es la persistencia del dolor causado por la pérdida temprana y por fin la ironía que ocasiona la abusiva convivencia del pasado con recuerdos recientes; alterando el sentido del presente, el acto mismo de mi lectura final del manojo de cartas de Magdalena, la esperanza extraviada de un futuro con el alivio del olvido. Ambos de qué se trata, digamos que son incomodidades trastocando la vida afectiva sumando el bochorno, jamás envejecido, de presentir la inminencia de secretos descubiertos y que callé a mi propia conciencia; como será también último éste recuerdo de ella que dejaré por escrito.

Es grato ahora contemplar el cielo nublado, la luz llegando atenuada por un tramado de nubes suspendidas sobre la ciudad, despreocupadas de la duración relativa de la eternidad. Creo recordar que coincidimos por primera vez hace muchísimos años y sucedió en el centro de Buenos Aires; hasta hoy sólo ella y yo conocíamos los detalles irrelevantes del episodio, trivial por otra parte, encuentro bajo el alero publicitario de una confitería de la avenida Santa Fe. En aquellos tiempos -ahora soy yo hablando como un hombre abrumado por la edad- cruzar el charco era en mi vida situación frecuente. Más que del juego de las cotizaciones del peso de cada orilla del río, dependía de mis deseos de renovar parte del guardarropa, ponerme al día con repertorios de teatros de varieté… frivolidad juvenil, acompasar cambios de cartelera, estar al tanto de novedades de cada temporada. Como en el presente el dinero no sobraba, al contrario; otros tiempos aquellos estoy tentado de escribir, sería excesivo considerando el presente cuando los recuerdos fueron violentados y exilamos la persistencia de haber sido felices algún día.

En Derecho la ignorancia de la Ley nunca resulta el mejor de los alegatos para la defensa y en la tristeza de este día, siento aún la culpa de haber sido feliz. Más tarde o temprano la vida se cobra (en mi caso estaremos de acuerdo que de manera sutil y original) hasta unas escasas horas de euforia que fue la medida de lo compartido con Magdalena. Me disculpo, la última afirmación es injusta y mezquina, pienso el conjunto de cartas desparramadas sobre el escritorio y admito que una sola noche pudo inventar la esperanza durante largos años. Los desgarrones desparejos en algún borde de los sobres o matasellos mal entintados y difíciles de descifrar, testifican lo inexplicable de una alegría expandida a la distancia. Como si las horas de amor tan breves se hubieran concentrado ahondando cada segundo, expandiéndose en explosión de deslumbramiento cósmico, rompiendo la barrera del silencio, recobrando la velocidad inmedible de los años amor.

Volvamos al pasado… un modesto sueldo del Poder Judicial en atención a mis jóvenes años de vida y escasa obligaciones laborales me permitía, cada tanto, las escapaditas evocadas a Buenos Aires. Era por entonces agradable alardear fumando cigarrillos norteamericanos sobre la cubierta del Vapor de la Carrera, hacerlo durante esas las horas de navegación que separa ambos puertos; mientras silbatos prolongados, anclas levados y remolcadores acompañaban el barco saliendo del puerto, buscando el canal marcado por boyas de lamparillas rojas. Participando del juego crepuscular entre cielo y mar envolviendo el momento, sentía de verdad estar surcando cualquiera de los océanos, temiendo, en compañía de turistas belgas, espías portugueses e inmigrantes españoles, que del horizonte belicoso surgiera la silueta recortada del Admiral Graf Spee; sabiendo que su casco encajó los mortales embates de Ajax y Aquiles, hasta morir por ley de suicidio marino en aguas internacionales confinando la bahía de Montevideo. En esos minutos tenía ante mí el espectáculo de las estrellas guiando al timonel por si fallaba el instrumental a bordo. La proa rumbo a la dársena bonaerense, al puerto del día adicional con una fiesta patria –en mi estado de ánimo era indiferente si de ellos o nosotros- con desfile de infantería motorizada, vuelo rasante de aviones sobre la multitud y caballería criolla recordando los orígenes ecuestres de las patrias. Antes de embarcar caminé unos minutos por el muelle adoquinado, mientras las familias se despedían y el movimiento de la tripulación a bordo se intensificaba sucedía en mi cuidad otro atardecer de otoño. El sol traducía en rojos y naranjas de mutación la violencia ígnea de astro joven, salpicando un cielo virando sin término a tonos más intensos, como sólo puede contemplarse desde las calles de Montevideo. Al otro lado del río por generosidad del primo Rómulo, porteño de ley, me aguardaba una quinta en las afueras de la capital donde hospedarme durante la estadía y una butaca, tercera fila de tertulia, para el único recital que daría Horowitz en el teatro Colón; a esa edad pretendía que desde las corbatas hasta los recitales de piano tuvieran algo de espectacularidad.

La fortuna es a veces caprichosa. Mi salida tan pensada en Buenos Aires al otro mediodía del viaje me recibió con el primero de los chaparrones de la temporada otoñal que allá duran más; las fiestas patrias en otoño también son legado de la lluvia que parece disfrutar destiñendo uniformes de conscriptos. Sin obligaciones de ningún tipo ni urgido por horarios de bancos o dependencias públicas, miraba la lluvia rasante barrer la ciudad, disfrutando en lo íntimo esa simplicidad de la naturaleza, reconciliándome con una parte mía ensillada a vacaciones pasadas en el campo durante la infancia. A la espera de que la lluvia pasara -tenía pinta de ser pasajera- me cobijé debajo del alero de una confitería con el objetivo de proteger unos zapatos nuevos de cabritilla. Mi plan del lento y delicioso deambular desorientado por las calles del centro, sería un intermitente zigzag entre vidrieras y toldos. Faltándome cualquier predisposición para hacer algo concreto, en especial la libertad ejercida sin conciencia, daba a mis actos un toque de irreverencia excluyendo secuelas de cualquier tipo y nunca imaginé llamar la atención de una mujer distinta como fue Magdalena. En tal principio fue el empellón, encuentro donde el azar se descontrola; después de disculpas mutuas y torpes primero entre risas discretas, luego sonoras cuando un colectivo, en otro episodio bautizado travesuras del destino, empapó a un pituco que insultaba rabioso como si estuviera un domingo en la Bombonera. Después de evocarlo en varias cartas, tanto Magdalena como yo perdimos la certeza de saber quién atropelló a quien esa primera vez. Yo juraba que estaba quieto en el mismo lugar después de un buen rato y cuando intenté un giro del cuerpo, ella se me vino encima llevándome por delante. Magdalena olvidó si venía mirando hacia atrás cuando creyó reconocer a una amiga o saltó por un bocinazo alertando la cercanía peligrosa del tráfico; lo probado fue el golpe con la intensidad de dos cuerpos libres en el vacío, que no resultaron tan libres y en un vacío descubierto al correr de los años. La diferencia entre chubasco, llovizna y lluvia resulta difícil de establecer, la supongo oculta en la relación con el tiempo de caída del agua, densidad de las gotas, sensación de humedad de la tierra y baldosas desajustadas; la lluvia persistía y ni ella ni yo teníamos paraguas. Con las primeras palabras que nos dirigimos supimos que éramos uruguayos, después confesamos que cada uno por su lado hizo un arqueo rápido de conocidos por si encajábamos en uno de los círculos frecuentados en el pequeño país; pero no, éramos perfectos desconocidos. Es cierto que los uruguayos somos pocos, pero no tanto como para ir tropezando unos con otros a cada rato en el extranjero.

A esperar salpicándonos era preferible hacerlo tomando un café con canela en homenaje al añorado sol de la patria y desagravio público a la avenida Santa Fe, que no merecía el flagelo de esa llovizna molesta. Yo cargaba discos del joven Piazzolla comisionados por un compañero del juzgado, pionero fundador del club de la Guardia Nueva; mis compras estaban por el momento postergadas, era incómodo elegir camisas y calzoncillos en pleno temporal; Magdalena -ignoraba su nombre todavía- cargaba bolsas repletas de novedades de las tiendas elegantes de Buenos Aires. Por diferentes razones o en el fondo las mismas nos gustaba Buenos Aires, atracción irrazonable donde yo marchaba al encuentro de lo desconocido y ella huía de historias silenciadas. Desde la primera vez que la miré a los ojos me entregué atado de pies y manos a esa mujer, aceptando una variante apasionada del hipnotismo, desde ese instante fue descabellado pensar ni remotamente en seducirla. Magdalena imponía la aceptación de una distancia, cierta superioridad natural no tanto por la suposición de lo que podía haber vivido, sino por su utilización de los silencios. El inmovilismo que provocaba su presencia tampoco provenía del despliegue de vivencias ostentosas, sino de una elegancia retenida insinuando que todavía era posible algún riesgo de la imaginación. Su aplomo de saberse dominando la situación, la tranquilidad rescatada luego de la sorpresa del empellón me condujeron a una sinceridad rara en mí. Fui yo como si la conociera de siempre y a los pocos minutos, que estaba confesándome con sinceridad orbitando el ridículo y si en algún momento sucumbí en él, ella tuvo la delicadeza de no hacérmelo notar. A esa mujer era imposible mentirlo, ni siquiera intentarlo, de hacerlo cualquier gesto me hubiera delatado, al segundo mismo de la levedad pasaría a ser el hombre más desgraciado de la creación.

Ella escuchaba con cauto interés mis experiencias jurídicas poco gloriosas hasta el presente, interesada por expedientes de rateros vecinales como si se tratara del prontuario de famosos estafadores ingleses, talentosos falsificadores de cuadros impresionistas. Le narré la difícil convivencia con compañeros de trabajo que cuentan los días en rojo del calendario del año próximo, disfrutan con treinta años de adelanto su condición de jubilado igual que niños inmortales. Escuchó de mi lucha sin cuartel debatiéndome entre tomos inexpugnables de todos los Derechos existentes; disfrutaba sin sorna, observando desde su tramado protector que parecía cubrirlo casi todo y por siempre, el espectáculo desordenado del hombre a medio hacer. Impaciente, aguardé la llegada que sería imparable del espinoso asunto de la edad y poder quitarme de encima el peso de decir veintidós entre dientes, pasando rápido a otro tema; siempre y cuando no fuera ese el momento elegido por la desconocida para hundir la espada a fondo, dejarme tieso sobre la arena hasta que me cortaran orejas y rabo. Nunca preguntó mi edad, creo que realizó una rápida estimativa aproximada, terminó por atribuirme más años de los que tenía y puedo estar equivocado, en una de las cartas sin que viniera al caso, algo insinuó sobre su impericia para calcular edades: “ignoro cuánto tiempo es un año y casi nunca sé quiénes son las personas que me rodean. Calcular la edad de los demás cuando insisten en callarla, más que un juego de salón es una tontería.” Sentado frente a una extraña que guardaría esa condición por siempre, en una confitería de Santa Fe cambié mi creencia sobre que nunca pasaban episodios originales en mi vida. Se sucedían varias evidencias para entender el conjunto, la totalidad de experiencias de los pocos minutos iniciáticos del encuentro fugaz y luego vivencia prolongada a la distancia con final -este final impredecible- por más que tenga que aceptarlo en cada una de las oraciones que escribo.

Dudo si fue durante esa primera charla luego del incidente, cuando comencé a entender la razón por la cual esa tarde de lluvia porteña quedaría en mi por siempre. ¿Es ahora cuando comprendo que viví largos años sin conocer el efecto real de aquella tormenta? Magdalena, en la situación de nuestro primer café se comportaba de manera irreprochable, si es que a ese paréntesis podía llamársele situación. En un solo detalle la engañé y nunca me arrepentí; esa noche debería haber ido al teatro Colón. Entre los dedos de Horowitz abriendo acordes, prodigando escalas descendentes y extraviarme en mirar esas dos manos de mujer que jugaban con la cucharita para el azúcar no dudé ni un segundo. ¡Adiós Vladimir y la 5a. sonata de Scriabin! y pedí otro café para olvidar la tertulia del Colón. Ella comentó que regresaría a Uruguay por avión al otro día; tendría la tarde de mañana para comenzar a extrañarla, pero aquel hoy promediaba la tarde porteña y era grato ese estar con ella en una ciudad que sin ser la nuestra lo era. Buscando postergar el final del encuentro esgrimí el argumento del apetito, un pobrísimo recurso de principiante… no sé cómo, la cuestión es que terminé proponiéndole una absurda invitación a una pizzería que conocía. Cuando terminé ella rio de buena gana y dijo que yo era un caradura, era evidente que no tenía ni un peso partido al medio y era tiempo de saber qué tipo de mujer se invita a las pizzerías. Sin detenerme propuso un pacto entre compatriotas; separarnos en cinco minutos y en unas horas encontrarnos para cenar en forma, además se adelantó diciéndome que dejara de lado hacerme el uruguayo orgulloso y ofendido, la invitación de ella a cenar y pagar era su manera de retribuirme el café. “Estoy humillado como pocas veces en mi vida, contesté. El peso y evidencia de la realidad se impone y me inclino.” Era cierto lo dicho y dejó de preocuparme sentirme así.

Afuera la gente había cerrado los paraguas, se había levantado un viento frío barredor que sopló hasta dejar secas las veredas; el tiempo escaseaba para viajar a la quinta de Rómulo, cambiarme de ropa y regresar al centro si quería ser puntual. Me metí en el baño de un cine enorme para acomodarme lo mejor que pude el aspecto y peinándome, ajustándome el nudo de la corbata, odié a Piazzolla cuyos discos debía seguir cargando. Luego entré a ver una película olvidable para hacer tiempo, a lo que siguió un recorrido por cafés y librerías esperando la hora de encontrarnos; sin ocurrírseme pensar su ausencia aunque no había manera de ubicarla en la ciudad, típica torpeza de sobreentendidos en las despedidas, teléfonos mal anotados en papelitos y diarios, dejando a la deriva otras vidas posibles distintas a la que nos tocó en suerte.

Volvió mi alma al cuerpo cuando la vi llegar, fue puntual, regresó vestida con un elegante traje sastre, llevaba sombrero y zapatos de medio taco en combinación con la cartera pequeña que compró -dijo- después de despedirnos. Seguro que intuyó el tiempo y la escasa variación de vestuario en mi poder, curiosamente mi traje azul cruzado combinaba con su elección. Ateniéndome a su mirada sin edad, a mi bigote recortado al estilo de galanes de cine francés podíamos dar la impresión de estar más cerca en edad de lo que estábamos realmente, puede parecer bobada afirmarlo ahora, pero formábamos una linda pareja. Con naturalidad de viejos conocidos ella me tomó del brazo, caminamos por las calles porteñas con algo de insolencia recién estrenada, mirando vidrieras que decían de gustos parecidos, caracterizadas, algunas por la distancia entre preferencias y alcances económicos. Nos acompañaba, más a Magdalena que a mí el estado de alerta que aviva la incómoda eventualidad de cruzarnos con algún conocido, mi desdicha financiera que coincidíamos en considerar circunstancial, le hacía gracia; acaso mi manera de entenderla, de continuar la dieta de pizzerías -afirmó- en pocos años estaría en posesión de una sólida fortuna, siempre que matizara con la indigestión de tomos de Procesal y Civil. Fue allí, caminando del brazo que ella contó su matrimonio con un ingeniero agrónomo, tenían campos en algún lugar del departamento de Colonia que se guardó de precisar; escuchándola, creí entender que era una mujer feliz.

Cenamos en un pequeño restaurante alemán que ella conocía de viajes anteriores, le agradaba el lugar, la comida era estupenda y se podía conversar sin ser molestado; llegamos al restaurante después de caminar varias cuadras del brazo, luego tomados de la mano y buscando trayectos largos igual que dos adolescentes. Cuando la camarera luego de entregarnos el menú encendió la vela del centro de la mesa, nos miramos con Magdalena más de cinco segundos por primera vez de noche; en ese trasluz de una luz de fuego y tiempo huyendo, apenas la muchacha nos dejó solos, como lo más evidente del mundo le dije que me gustaría besarla durante horas y que esa misma noche hiciéramos el amor. Un disparate imposible de contener, ella sonrió y dijo que también. Eso dijo, pudiera ser por esa brusca irrupción de cuestiones importantes, la impertinencia de haber dicho lo querido en el inicio, durante la cena ni evocamos el futuro inmediato, las horas venideras, limitándonos a confesar esa parte de vida que queremos que el otro conozca, callándonos episodios que el otro no debería saber.

En aquellos días festivos la quinta del primo Rómulo quedó sin personal y allí nos amamos con Magdalena por única vez. Mis manos, contenidas durante días para aplaudir el recital de Vladimir Horowitz se inhibieron acariciando la piel de la mujer más hermosa que conocí. Dejemos de lado las intimidades; había pasado la madrugada cuando dijo que debía retirarse, insistí en acompañarla hasta el centro e hicimos el viaje en silencio apretándonos las manos. Cuando bajamos del taxi hacía muchísimo frío, la despedida fue breve, le suplicaba el volver a verla cuando apoyó su dedo índice enguantado sobre mis labios ordenando silencio. Desde lejos la vi entrar al Hotel y permanecí una hora parado en la calle aguardando inútilmente el segundo milagro de su salida para convenir otro encuentro. Estaba adentro de esa grata felicidad reciente, rotunda e indefinida cuando un pensamiento cruzó por mi cabeza confundida: hubiera sido mejor que nada de lo vivido hubiera sucedido. Unas pocas horas antes era el hombre más feliz del mundo en la ignorancia, con la promesa de una ciudad que adoro y ahora sabía de una dicha que sería irrepetible. En esa zona imaginaria de una frontera sin territorio, comenzaba a dudar si sucedió de verdad en mi esa mujer que entró al Hotel sin mirar hacia atrás, olí mis manos en el frío de la madrugada para tener un algo más de lo que ya nada tenía, inventando el perfume de la dicha perdida. Por el centro de Buenos Aires se podía vagar toda la noche sin estar solo si se acepta el cruce de otros desesperados, caminando por Corrientes creí que nunca más podría dormir para borrar la idea del ayer. Mañana a esta hora, pensé, ella habrá cruzado el Río de la Plata, entendí la persistente metáfora del río asociada al fluir del tiempo, lo del río asociado a la vida. Arrastrando el insomnio y a la vista del Obelisco, mañana seguía estando lejos de mi vida, mañana fue el día cuando gasté el dinero ahorrado para adquirir la dirección de Magdalena con un conserje del Hotel. Me sentí sucio por recurrir a ese procedimiento, pero fue más fuerte que yo y después fui mejorando; nunca supe utilizar la información cayendo así en una cobardía de la que jamás pude arrepentirme.

Con el tiempo me recibí de Abogado antes de lo previsto por docentes y familiares, sería trivial afirmar ahora que los manuales de procedimiento y fórmulas de contratos eran mi manera de tenerla a mi lado. Esas páginas protocolares fueron la barrera impidiendo reincidir en rutinas adquiridas, obsesivas, fijándome en un día concluido: escuchar a Piazzolla, buscar restaurantes alemanes para revivir cierta luz de candelabro, admitir que en cada mujer cruzada buscaba otro destello de Magdalena, un movimiento de cabeza que la evocara, la pollera de color parecido al que llevaba aquella noche, cierta manera de sonreír que se le pareciera. Terminados los estudios me apliqué al trabajo profesional con intensidad y a la militancia política en el Partido Nacional, asegurándome así una equidistancia histórica y concreta del poder verdadero, de ambiciones mayores; puede conjeturarse que esa era la suma de razones invocadas para mi olvido en formar una familia. El recuerdo era Magdalena y la totalidad del pasado, incluso después de hoy supongo no tener otra alternativa. La vida vale la pena vivirla para descubrirse débiles ante esas tonterías evocadas, la absurdidad para otros de concebir la vida concentrada en una única noche.

A la semana de cumplir mis treinta y cinco años recibí la primera carta de la serie que parecía cercana a la escena imborrable de la despedida. Con una prolija caligrafía donde se adivinaba el pasaje por el Colegio Sacré Cœr me informaban que, en algún lugar del departamento de Colonia una mujer, “revolviendo papeles viejos y recuerdos de los lindos” había dado con mi dirección anotada en una servilleta de papel del restaurante Dantzig y luego: “no sabría la íntima razón que me impulsa a escribirte. Ahora está lloviendo otra vez y tengo la secreta esperanza de que ya no vivas en esa calle.” Las pocas veces que fui discretamente feliz, escribía, se debió a impulsos repentinos bien esporádicos en su vida, “y a pesar de no estar ya en edad de sostener esa excusa” ella no podría negarse a lanzar ese mensaje “al encrespado mar de las memorias compartidas.” Hay cartas que fueron releídas cientos de veces, evité pensar -a veces fracasé- una vida diferente si hubiéramos continuado viéndonos luego del encuentro. Agradecí no sé a quién de superior que hubiera respondido a ese atropellamiento de escribir, atreverse a confiarme algunos secretos personales, tuvimos lo poco tenido y su recuerdo era una dicha dulcísimo. Nada de reproches tardíos ni deseos de encontrarnos temiendo la decepción, las cartas eran una invitación a tomar café guardando las distancias, contestar y contarnos sucedidos como viejos amigos que se pensaban desaparecidos. Las mujeres no siempre entienden lo que pueden en la vida de un hombre; a Magdalena no se lo supe decir con todas las letras, seguro que lo adivinó sin esfuerzo entre las decenas de cartas que le hice llegar y le agradó, si bien que nada podía hacer por cambiar esa evidencia. Estaba visto, mi vida afectiva se resignaba a repetir variaciones sobre un tema de amor creado en Buenos Aires. Por prudencia y honestidad al pasado, en la correspondencia jamás invocamos las horas pasadas en la quinta, con la nueva costumbre tenía más tiempo para el reencuentro con su mirada sin tener que peinarme en los lavabos de los teatros. Habiendo aprendido a cenar en restaurantes como aquel y deformado por fórmulas legales aprendidas de memoria, poco podía con la fragilidad y paciencia de escribir cartas importantes. Era más sencillo leer sentimientos de los otros que ensayar narrar en palabras digresiones cotidianas y requería un esfuerzo avanzar en mis reflexiones. Con tiempo y paciencia mejoré el estilo, nos contábamos tantas cosas a veces sin interés, que ahora, sin ella perdieron sentido y existen en mi apenas si recobro las fuerzas necesarias para escribirlas.

Hacia el año setenta y dos me intrigó un prolongado paréntesis de cartas de Magdalena, corte abrupto que ni siquiera podía atribuirse a los episodios tristes que ocurrían en el país. Caí en las dudas de un enamorado celoso sin razón; olvido súbito, traición, escándalo… hasta mandé dos breves misivas dolidas previas a una tercera pidiendo disculpas por mi comportamiento. En esas contradicciones estaba cuando recibí la esperada respuesta, en un estilo sobrio raro en ella anunciaba una fractura de brazo y mano muy dolorosa al caerse del caballo. El accidente le hizo perder sensibilidad en los dedos, “si no te molesta –decía en uno de los párrafos- desde ahora preferiría escribirte a máquina. Es una nueva habilidad adquirida por obligación estas últimas semanas. Me hace olvidar los dolores articulares y permite trabajar en otros proyectos que ya te contaré, para aguardar los años venideros evocando tiempos pasados.” Temí que estuviera mintiendo y la caída hubiera sido más grave de lo narrado allí, tardó en recuperar fórmulas y maneras inconfundibles de contarnos ciertos hechos, presentí que no era la misma mujer de antes; tampoco era yo el mismo hombre y si bien acepté felicidades que me salieron al paso después del incidente, seguí pendiente de la palabra de Magdalena a través de las cartas. Esperando en ellas la clave del tercer milagro que nunca conseguí enunciar con llaneza y relacionado con el deseo de verla.

Si acepto que jamás busqué desprenderme del pasado por caminos convencionales, igual provoqué la casualidad temida por años, concretada hace pocos días, en este agosto de mil novecientos setenta y siete. Un antiguo cliente me encomendó arreglar asuntos de herencia de campos, con partición de bienes conyugales, testamentos contradictorios esgrimidos por dos escribanos y un buen lío de papeles que tenía su epicentro cerca de donde vivía Magdalena; fue entonces que viajé a Colonia de inmediato, con el mismo entusiasmo que de mozo me provocó ir al encuentro con Horowitz. Llegué a la ciudad de Colonia una media mañana hace pocos días, por aprensión y escudándome en lo engorroso de trámites jurídicos necesarios, aplacé el llamado algunos días. Resultó sencillo adaptarme al cambio de vida lejos de Montevideo y recuperé una soledad que sentí verdadera, fue grato extraviarme en expedientes familiares y encontrarme conmigo por los callejones de la parte vieja de la ciudad que conserva su aspecto colonial, lo mismo ver el río allí donde el marrón es más intenso, adivinar la vida cotidiana dentro de casonas de ladrillos con rejas y faroles. Gozar el fresco navegable de la noche invernal, cuando sopla un viento ríspido cruzando pendientes empedradas perpendiculares a la orilla, desde donde pueden adivinarse las luces de Buenos Aires. Esa conjunción de árboles y silencio hicieron que renegara de negarme a transitar seguido las dos horas que separan Colonia de Montevideo, que pudieron alejarme de Magdalena, como si las distancias temporales fueran irreconciliables con las espaciales; la imaginé caminando por ese mismo barrio la noche previa al viaje del encuentro, la vi recorrer por vez primera esas pendientes coloniales después del amor en la quinta porteña.

Con porte de gentilhombre portugués y sin el sentido culposo de hace años, llegué una segunda vez a la recepción del Hotel en busca de señales de Magdalena. Pedí al encargado sin proponerle dinero a cambio esta vez la guía telefónica del Departamento de Colonia y me apronté a buscar; hubiera preferido no haber hallado la dirección. Allí estaba en el recorrido del dedo índice por el orden alfabético, anoté el número en un papel que doble con cuidado antes de guardarlo en el bolsillo del saco y me retiré a mi habitación sin llamar la atención. La estancia del segundo piso era cómoda y agradable, un ventanal daba al patio interior con flores que serían resistentes al invierno y asientos de madera pintados de blanco similares a bancos de los grandes paquebotes. Desde la primera llamada tampoco tuve suerte de que fuera número equivocado, del otro lado, una voz femenina que supuse de la servidumbre, atendió al tercer llamado de la señal y pregunté por la señora. La mujer, que sí era una doméstica contestó que seguramente estaba en un error puesto que la señora había fallecido. Me senté sobre la cama y confirmé el nombre con la esperanza tonta de un error o mudanza reciente, la confirmación fue más dolorosa; disculpándome argumenté un largo viaje por el extranjero y pedí, sin insistir demasiado, algún detalle de la tragedia que creía cercana. “Fue hace unos cinco años señor, dijo la mujer. La señora Magdalena se cayó del caballo y se desnucó. Pobrecita, que Dios la tenga en su gloria. Si lo desea, puede hablar con alguien más de la familia…”

-No, está bien, gracias, dije. Era un asunto particular y ahora perdió sentido… en realidad debo recibir instrucciones… gracias otra vez.

-Entiendo señor. Adiós.

¿Pero qué podía haber entendido la mucama? Pasado el desconcierto llegó la rabia de sentirme ridículo, traté de comprender en su plenitud el acto definitivo supuesto en la muerte de alguien tan amado. Quedaba sin pasado, tampoco había nada para insistir ni llorar, era inservible quejarse, ninguna forma que adquiriera la verdad será suficiente. Corresponde ahora escribir en el esfuerzo final escapando a la trampa de papel que construí yo mismo en buena parte. Renuncié a saber quién es, quién sos la persona que está leyendo esta última carta fechada Montevideo, miércoles dieciséis de agosto de mil novecientos setenta y siete. Hubiera preferido que nunca hurgaras entre mis cartas a Magdalena, la leída en estas páginas es la única verdad y así será por siempre. Ni te molestes en contestar pues romperé los sobres sin abrirlos y tampoco quieras mostrar tu cara alguna vez, menos inventar una historia indigente para justificarte. Hace cinco años que estoy en desventaja emocional y a partir de mañana no queda en mi nada que valga el esfuerzo descubrir.

Jamás te perdonaré el haber tomado el lugar de Magdalena y osado deslizarte en su sombra, nunca te agradeceré lo suficiente haberme hecho creer por cinco largos años que ella guardaba algunas horas nocturnas para escribirme. Será mejor así; cuando llueva durante días enteros o caiga un chaparrón de verano, yo recordaré que Magdalena está muerta, pero vos -seas quien seas. cada vez que releas esta carta y la recuerdes, sabrás que ella continúa viviendo entre nosotros.

Atte.