En este relato que tiene un ritmo andante se sublima la poética Ducasse de los encuentros fortuitos; la historia es la trama entretejida de varias casualidades y el argumento una persistencia basada en hechos reales. El Conde de Lautréamont siempre apuntaba a la belleza, pero en el siglo XXI quizá haya que contentarse con un relato que armonice en la escritura memoria con imaginación. Al momento de terminar el libro donde se halla el relato lo titulé igual que el cuento; fue por jerarquía selectiva, considerarlo el átomo central que rige la valencia del conjunto, mandato viniendo desde la infancia o respondiendo a una estrategia que se armó en el progreso del proyecto. Si bien el libro contiene once cuentos, que intentan ex profeso hacer circular diferentes registros, existe un denominador común -el hilo imperceptible del collar de perlas- que es la figura del Ingeniero Isaac Peral y las vicisitudes malogradas de su batiscafo. Estamos tan habituados en imágenes a persecuciones con máquinas transformadas, computadoras sediciosas a la caza de cosmonautas, micro procesadores bajo la piel, barcos, robots, naves espaciales transportando el horror alienígena y la Matrix de lentes negros amenazante, que generalmente olvidamos la historia secreta del inventor; eso que la tradición clásica griega nos dio un buen ejemplo con el viaje de Jason y los Argonautas… aquel barco Argo rumbo al vellocino de oro -cuya mayor característica era la transformación continua pieza a pieza sin dejar de ser él mismo y tener una proa con poderes mágicos- era concepción de Argos, otro más de los tripulantes y oriundo de la ciudad de Tespias. Mis submarinos mutantes fueron impulsados en esta oportunidad más por la imaginación que por el movimiento; el prototipo del ingeniero es un objeto monumento único en su especie, creo que está conservado en el museo Naval de Cartagena, luego de haber pasado algunos años frente al mar en la misma ciudad, en el Paseo de Alfonso XII cerca del puerto Deportivo.
Para mi inmersión El Submarino Peral era un bar subrepticio que había -y dicen que ahora renovado- en la ciudad de Montevideo; en el cuento si bien hago referencias a ese emplazamiento, igual puedo recordar las circunstancias de aquel descubrimiento. Hasta que me fui del barrio viví en 8 de Octubre y Marcos Sastre; a veces consulto en Google maps el paisaje, me cuesta reconocerlo pasadas sus transfiguraciones y comenzando por la puerta de la casa familiar. Si declinamos los tópicos de la infancia y el Paraíso perdido, la zona era centro periférico donde se condensaba lo necesario para la existencia. Ahí terminaban la primera gran etapa los ómnibus venidos de la Aduana y la Plaza Independencia que luego bifurcaban para el lado de Veracierto, Cuchilla Grande, Gerónimo Piccioli o seguían por camino Maldonado -después de la calle Pirineos- siendo Libia la estación más próxima y la terminal más lejana Villa García en el kilómetro 21. Era un centro donde había mercerías y ferreterías, dos farmacias, fábrica de pastas, papelería, carnicería, peluquería de caballeros y salones de belleza, fábrica de pinturas Pajarito, agencias de quinielas, sucursales bancarias, almacenes al por mayor precursores de supermercados, panaderías con horno en la trastienda y la curva izquierda hacia el Hipódromo de Maroñas. Shopping informal con vista a la calle de varias cuadras, con fábricas textiles en las inmediaciones trabajando en tres turnos de ocho horas, juzgado de Paz, el cine Broadway para la educación en pantalla Cinemascope y parada de taxis en la misma cuadra. Como en un pueblo del lejano oeste había unos nueve bares en la extensión de cinco cuadras de la calle principal y acaso nos faltaba un fuerte apache, el astillero de río que debí buscar en los libros. Durante los años cincuenta a los niños de túnica y moña azul los cuidaba el barrio y puedo decir que frecuenté todos los bares en diferentes circunstancias; con padre tomando el aperitivo en el Bada, luego en incursiones solitarias para ver tele o fabricar recuerdos de cada mostrador, ya de pantalón largo en charlas con Miguel Itorburu y Eduardo Orrico. La utilidad del circuito autosuficiente duró hasta los doce o trece años; ahí hubo que subir al transporte colectivo para ir al Liceo 14 en 8 de octubre y Propios, donde estaba el Bar San Antonio que se portó de maravilla durante los años de secundaria, donde Alejandro Paternain en generosas tertulias me enseñó la parte fuera de programa de la literatura.
El Submarino Peral era un bar que veía desde el ómnibus 111 cuando en verano mi madre me llevaba a la playa Malvin. En condiciones casi freudianas y el nombre enigmático eran suficientes para instalar un territorio misterioso de la memoria, cerca del mar con las patitas allí donde rompen las olas, sin imaginar por entonces que tendría derivaciones literarias. Es cierto aquello de Proust encendiendo procesos evocadores tras el tiempo perdiendo partiendo de un detalle; hay vivencias que permanecen en latencia sentimental durante décadas y cuarenta años después una madalena -aquí con la forma de entrada “Peral” del Espasa Calpe en la biblioteca universitaria de Grenoble- hallada por azar enciende la central hidroeléctrica creativa. Luego comienzo el efecto dominó y todo el libro se pone al servicio del malogrado ingeniero, del artefacto de las profundidades y la estética melancólica de los bares de la infancia. Lo demás está contado en el cuento y es una historia de mosaicos, de grifería para reformar el baño de arriba de la casa materna, de una barraca que estaba emplazada cerca de un recuerdo que se ignoraba y las ganas de beber una cerveza. Fue descubrir que para emprender un viaje por el tiempo quizá es más pertinente tomar el atajo de las aguas profundas, el viejo océano donde al parecer comienza todo. Hasta puede que algunas naves que llegaron a Troya – omitidas por el minucioso catálogo homérico- partieron de la playa Malvín y frente a la pizzería Rodelú cerca del aerocarril, teniendo como horizonte la isla de las gaviotas.