Máximo Mondragón

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La casa de la calle Besares.

Hace muchos años, cuando yo era un niño que sólo tenía conciencia del día que estaba viviendo y la memoria de antes de haber nacido, el primer domingo de cada mes mis padres me llevaban a la casa de los abuelos paternos –que por entonces vivían todavía- antes del nacimiento de mi hermana. Recuerdo la casa de mis mayores, próxima al Hipódromo de la ciudad como una finca inmensa a mis ojos infantiles; inconmensurable cuando se consideraban las dimensiones del terreno, medidas sorprendentes de atenernos al aspecto modesto que ofrecía la fachada sobre la casa. Había en ello algo de irregular, la coexistencia de dos épocas relacionadas a la movilidad de bienes raíces de la zona ecuestre de Montevideo y se ingresaba a la propiedad de los abuelos por un portón enorme de madera pintado de bermellón oscuro, que luego volví a ver en la sangre seca. Suponía que en otro tiempo pretérito –cuando la historia se contaba en novelas para hacerla soportable- debió permitir el paso de pesados carruajes de trabajo tirados por la fuerza de varios caballos encabritados, animales sudados y hambrientos satisfechos de llegar a destino final con la pesada carga.

Para acceder a la zona de las habitaciones debíamos atravesar un largo corredor mitad cubierto y mitad al aire libre, un camino tapizado de pedregullo menudo que en las tardes sofocantes de verano después del almuerzo en familia, desprendía un polvillo mineral empercudiendo mis sandalias y que producía un sonido inolvidable. Lo recuerdo apenas cierro los ojos y hago foco en la escena; a la derecha del camino esbozado se hallaban las caballerizas del siglo anterior que fueron abandonadas, transformadas luego en depósito de materiales de albañilería y objetos de huerta, trastos viejos aguardando su hora de volverse útiles o desaparecer. Era la vivienda suntuosa de pequeños animales domésticos y conocidos por su nombre de raza: el conejo, el perro chico, la gata que venía de noche. Al otro costado del sendero había una alambrada despareja vencida por su propio peso, que separaba el terreno de abuelo del fondo de la propiedad lindera, la altura del tejido medianero llegaría a los dos metros, pero en aquellos tiempos a mí me parecía una altura insalvable incluso para los gatos perseguidos; a lo largo de esa valla metálica se alineaban tres pinos gruesos que podía tocar con las manos, ásperos en la base del tronco, muchísimos más altos que el borde superior del alambrado. Me gustaba creer cuando estaba por ahí que esas puntas de las copas alcanzaban a rasguñar las nubes bajas, esos tres pinos eran mojones naturales nacidos de la tierra, señalando etapas distintas y sucesivas del apacible trayecto.

El escandaloso colorado de los geranios florecidos lo cubría casi todo a ras del suelo; alejando la posibilidad del conflicto, invadía con abrazo apasionado de bailarina andaluza el tronco talmúdico de los pinos, eclipsaba el verde modesto de la gramilla escasa, haciendo olvidar el herrumbre avanzado de algunas partes flojas de la malla de alambre, donde había remiendos en el tejido como si fuera paso de frontera final del imperio Otomano. Los días inquietos que seguían a noches de temporal y lluvia intensa (tuve esa fortuna en algunos domingos que condensa la escritura en pocos párrafos) superponían en mi asombro, sin agresión, naturalmente casi el olor de tierra mojada que sonreía por la sorpresa y el aroma breve, seco, de flores reventonas empachadas de aguacero nocturno. Cuando el caminante curioso que vengo evocando –yo mismo antes de cumplir cinco años- llegaba sin ayuda al tercero de los pinos alienados, el que tenía en la base un banquito gris o se trataba nada más que de tres bloques de piedra granito cortada sin pulir, podía distraerse teniendo delante un campo equivalente a lo que se supone es la distancia del horizonte que alteraba.

Recuerdo la preeminencia vertical de los pinos dejados atrás y el vaho de las habitaciones próximas, cercanía delatada por voces provenientes de la radio de válvulas, ruidos de cocina rondando el almuerzo, murmullo fregado del lavado a mano de camisas enormes del dril –que usaba mi abuelo paterno- en piletas de hormigón, de sábanas bordadas con espesas letras celestes que reconocía como iniciales letras de mi propia estirpe. Ese fue haciendo memoria un tiempo de jardines elementales como nunca volví a ver en ninguna otra ciudad, trazado geométrico de damero delimitados por ladridos de horno ásperos y colorados enterrados en sentido vertical, indicando vericuetos del laberinto desprovisto del monstruo y que allí tendría la cabeza de toro imaginario de tres astas magníficas. Los senderos interiores del parque, sin pretensiones de diseño con deseo de perder a los hombres, estaban indicados por infinidad de piedritas parecidas pulidas sin apuro por el único mar que gobierna los mares. Esas incursiones en solitario por el mandato de descubrir el mundo, de preferencia cuando el sol iniciaba el descenso hacia la noche, una vez entrada sin titubeos la primavera en el hemisferio norte, me daban la felicidad de descubrir la potencia de las rosas pugnando en el rosal por ser la rosa entre las rosas. La paleta de reacciones consecuentes, llegando sin controlarlo a la lágrima que podría desplegar un sector rectangular cubierto sólo de azucenas azuladas.

Al caer de la tarde, cuando la luz tangente proveniente del sol incidía rasante en el cielo azul de bóveda pintada, el paisaje era refrescado por una continuidad de manguera de caucho recubierta de alambre torneado a lo largo del tubo negro. Era la llegada del agua de canillas abiertas clavadas en muros exteriores, agua fresca trasegada en baldes de albañil manchados de cal resistente en los bordes a pesadas regaderas de latón, música acuática acallando el recital de insectos excitados por el calor agobiante durante las horas de siesta, sustitución de melodías evocadoras de tiempos difuntos, cerrados e irrecuperables. Partiendo de la línea imaginaria delimitando el terreno, donde finalizaba la presencia de hortensias y begonias, jazmines y claveles de colores indistintos, margaritas enormes como girasoles y siemprevivas, más allá no demasiado lejos asomaban lanzas de la tropa campesina de retaguardia. A manera de cerco compacto de soldados hoplitas, legión belicosa de precursores romanos imperiales, caballería cosaca galopando sin temor a la batalla de la muerte, los tomates madurando se ingeniaban como serpientes serpenteando en cañas de sostén, marcando la frontera botánica entre el placer de los sentidos y necesidades elementales. Entre colores de inspiración aérea e inclinación terrestre, aroma y gusto combinado con aceite de oliva de islas griegas que traían camiones desde el Egeo. Los tomates eran el sangrante límite del condado mágico de legumbres destinadas a bollones para el invierno, que mi abuelo cuidaba con el mismo esmero cariñoso dispensado a sus flores salvajes que hacía traer de los lagos de África, cuya finalidad era el hecho de existir floreciendo muchos años después en el comienzo del recuerdo. Estando allí y apartado del habitual bullicio con un vínculo creador cotejado a la naturaleza. Tierra propicia al arte adivinatorio y pasajes secretos que pudieran alcanzar el vacío del futuro, era región de cálculo meteorológico comprometiendo la densidad, dirección, altura y coloración de nubes pasajeras, aves de vuelo concéntrico y orbital, excitación de insectos invisibles a primera vista; de la suerte oculta en hojas de tréboles pares y astutas comadrejas de actividad nocturna. Cifras, combinaciones que si por milagro lograban coordinarse, estaban igual al servicio de alcanzar lo mejor de las uvas aéreas, alegrarse del tamaño del repollo cortado, que se desprendía de tierra removida con filamentos de lodo y pedazos de lombriz amputada moviéndose. Más allá era territorio prohibido y oscuro presagiando peligros terribles, el dominio anárquico custodiado con furia por ratas descomunales, zona nauseabunda del pozo negro, atiborrada concentración de la parte trasera de viviendas abandonadas en la manzana, casas con cuentos de miedo nunca finalizados; se decía de locos encerrados, aulladores cuando se daban ciertas condiciones celestas en la constelación de Orión y degüellos fratricidas con instrumentos de jardinería crepuscular. Eran historias de la filiación que ocurren en el salto generacional de abuelos que van perdiendo la memoria y nietos adictos a la imaginación.

Con los años que tengo me quedan pendientes muchas narraciones sobre su vida y relativas a la proximidad de la propiedad, que abuelo prometió contarme antes de morirse. No pierdo la esperanza de escucharlo algún día, más ahora que comienzo a soñar historias para poner por escrito cuando llegue el momento adecuado. Ese ritual evocado y determinante de lo dicho y oído, mi abuelo y yo lo cumplíamos sin faltar a sus protocolos cuando lo acompañaba en recorridos a regar la huerta y podar. Ello era algunos domingos en que el tiempo lo permitía y algún otro día que mi madre me llevaba a visitarlos porque ella sabía: darme el gusto de conocer de forma menos codificada otro magma de historias del cual yo provenía, donde cruzaban caballos trotando las calles porque entraron a la ciudad jinetes providenciales embanderados dispuestos a defenderla.

Del interior de la casa de mis abuelos paternos a pesar del medio siglo que pasó lo recuerdo casi todo. Con auxilio de horas de la tarde que son más largas por la pereza del sol, lo que me permitía incursiones en solitario dominaba los grandes espacios; cuando la tarde era de lluvia y sensación de frío anunciando nevadas me concentraba en detalles concretos mientras los objetos imponían la supremacía. De esa forma se fusionan visiones de pantalla con experiencias íntimas y personales, retornan asuntos y detalles con insistencia mostrando un sentido menos controlado. El sabor de butifarras con pan de la mañana que aliñaba abuela Susana, el rectángulo formado por una ventana inalcanzable para mi estatura y que desde donde estaba permitía distinguir el cielo en línea oblicua –filtrado por la trama de una cortina movida por la corriente de aire- siendo bandera insignia del barco transparente de las evocaciones. Completa la visión un bollón enorme de vidrio grueso de las antiguas farmacias, está lleno de caramelos redondos; los caramelos son de colores y es imposible no fijar en ellos la atención. Cuando el plano se desplaza, entra en el campo visual la biblioteca famosa de los nueve estantes donde están los libros ilustrados de guerras del siglo pasado; luego fue transformada por Máximo en una casilla para su perro y él afirmó que los materiales habían hallado una utilización más noble. Había en los estantes también colecciones de revistas editadas en París y partituras musicales para cuarteto de cuerdas, métodos para estudiar el pianoforte en pocas semanas, recetarios de cocina vasca y geografías de países que desaparecieron del Atlas, un Código Penal de tapas coloradas y libros en otra lengua que terminaría por aprender.

El señor de los Compases.

En las primeras escenas del relato imponiéndose sin dificultad, se agregaba hasta asumir la supremacía la habitación de Máximo, era uno de los hermanos de mi abuelo –el otro se llamaba Osvaldo- y habían hecho juntos el largo viaje desde el país vasco. Compartían el origen y la tragedia de la familia, pero si mi abuelo había afrontado una manera digamos normal de la existencia, su hermano que vivía en la misma casa tenía fama de ser un “bohemio” (decía mi madre que lo quería mucho) lo que parecía un error en la distribución de roles. Cuando lo conocí era un hombre bastante fatigado, algo gruñón a pesar de los lentes a lo Pío Baroja y tenía manías de solitario. Una vez –ha de ser por ello que su recuerdo se recorta del magma con pasmosa claridad- me regaló un inmenso pingüino de felpa de mi mismo tamaño y en otra ocasión –día de Reyes, aniversario, algo relativo al cruce de estaciones- una orquesta mecánica de animales que funcionaba con un sistema de cuerda de relojes. Con ello fundó uno de los episodios de la infancia más curiosos e intensos, de los pocos de esa etapa que atravesaron la prueba del olvido, la implacable sustitución por nuevas imágenes y que –lo sé ahora que recuerdo- me acompañará por el resto de la vida que me queda y después si decido escribir algo al respecto, si existe un alma que se fusiona con la inmortalidad. Sucede que luego de lo ocurrido hace unos meses en el carnaval de Italia estoy más convencido de esa persistencia; o de otra cosa que no transita por hierros al rojo vivo quemando carne perecedera y legiones aladas del primer círculo teológico lanzadas al respecto.

La habitación que mi abuelo le había dado al hermano Máximo, que sería su penúltimo cuarto en esta vida, resultaba fresca en los días sofocantes de enero y el hormigón brilloso tenía responsabilidad. El aspecto de cuarto observado en detalle anunciaba un conjunto austero como corresponde a un soltero, había tenido un pasado sentimental tormentoso y secreto, bastante agitado de acuerdo a lo que podía escuchar de la conversación de los mayores; entraban en la conversación mujeres pérfidas y codiciosas, tal vez hijos naturales indignos de reconocimiento olvidados por una paternidad indiferente. Si bien la pieza tenía dos ventanales de tamaño mediano, por donde entraba la claridad durante el día y como lo había él mismo calculado al orientar los muebles, Máximo ubicaba la mesa de trabajo distante de los postigos, cerca de la puerta de entrada de dos hojas y prefería trabajar en el aura luminosa artificial. El sol –me decía a mí por entonces y hablando despacio, a mí que lo escucho mientras escribo también con luz artificial- es para las plantas de tu abuelo, sirve para fastidiar gallinas de pico abierto y despertar la sed de vino fresco, vino rosado que debe beberse debajo del alero de la galería, a la sombra de los árboles en el patio.

A mí me gustaba por entonces hacer de todo a plena luz del sol, jugar en solitario, contemplar el mundo para comprenderlo. Como ahora, tenía con la noche una relación de desconfianza de origen incierto y aun así escuchaba sus sentencias como parte del aprendizaje íntimo; él las volvía fórmulas inapelables anunciando la inflexión profética del Antiguo Testamento tentado por la vitalidad pagana. Me abstenía de oponerle argumentos infantiles por parecerme innecesario y lo mismo si se me ocurría algo, temeroso de fastidiarlo por llevarle la contra y temor a que me prohibiera sentarme a su lado en el taburete de madera hecho para mí; que yo arrimaba a la mesa grande para observarlo cuando comenzaba a trazar sobre la cartulina dibujos prefigurando mundos soñados e imaginados.

Decepción y desgracia, con el paso de los años supe que fue poco más que un hábil oficial de primera envejeciendo sobre andamios, perdiendo el dominio de las manos al aire libre y varios metros de altura; aunque tocado por algún demonio de la construcción y de la que él conocía más secretos de los que era posible suponer considerando su condición. La clasificación de la vida –seguro que no todo lo sucedido dependía de su exclusiva voluntad testaruda- lo destinó como a millones de obreros en esta zona del mundo a madrugones obligados. Trepar en acróbatas retirados andamios incluso cuando tenía más de sesenta años para ganarse tres jornales a la semana, lo suficiente para comer caliente y que el resto del mundo lo dejara en paz. Ese conocimiento de la verdad decepcionante de la vida y que tenía a Máximo como espejo curioso, pudo hacer que perdiera parte de la ilusión guardada en la memoria sobre ese personaje más literario de la semana y en quien intuyo otro inicio del deseo de escritura. A los cinco años míos y ello sigue siendo importante tan tarde en la vida, estaba seguro de tener frente a mí un talentoso arquitecto constructor de los famosos, esos calculistas mentales solicitados cuando las ciudades quieren diferenciarse por supremacía, Exposiciones Universales en capitales del mundo, centenarios de nuevas repúblicas para encomendarles obras de desmesura, insólitas antes, destinadas a la trascendencia. La mesa rústica, donde pasaba la mayor parte del tiempo dibujando, tenía fijada con cinta adhesiva transparente, chinches plateadas y doradas una hoja cartulina de gramaje pesado. Sobre esa superficie se superponían números (¿sumas de cantidades compatibles, divisiones de materias duras, analogías entre medidas del cosmos cifradas en años luz y el proyecto?), líneas entrecruzadas cuya relación ignoraba. Había belleza en esa visión, presentía operaciones abstractas derivas del ocultismo, ecuaciones mágicas trascendiendo el saber racional de la gente común. Máximo sabía que aquello era signo con espesor de grafo y sucediendo sobre superficie amarilla, era para mí un atractivo absorbente fijando la filiación de intereses, haciéndome feliz de manera sin equivalente en otras alegrías infantiles y fuera el eslabón necesario entre lo descubierto y escuchado durante el oficio religioso.

Ahora tengo la certeza: sucedía que luego del abrazo de recibimiento era innecesario exagerar con las muestras de afecto. Me sentaba sin decir palabra en el banquito “mío” al que le había puesto un almohadón para tenerme más cerca; una vez los dos instalados siendo socios de la imaginación, él pedía noticias sobre mi perro de verdad -le agradaba que tuviera un perro mío- y desplegaba sobre la mesa de forma ordenada (la que no tenía para vivir) lápices afilados de antemano por sacapuntas de metal, lapiceras con plumas limpias de acero brillante, frascos de tinta china importada de Inglaterra, reglas milimétricas incluyendo la enorme en forma de T, tres escuadras de material transparente y flexible haciendo juego con el semicírculo fragmentado. Dejando para el asombro final la misteriosa caja de compases, forrada de terciopelo negro suave como el cuello de pantera joven entrevista en la jungla, que tenía grabada una expresión en caracteres góticos y doradas en la cobertura.

Llegado el momento ritual la abría con lenta normalidad utilizando un tiempo ceremonial, al ritmo de la lenta apertura yo estiraba el cuello de juguete a cuerda, acercaba la cabeza al culto de medidas intraducibles, observando cuando los compases asomaban de la penumbra de protección a la luz de la estancia de Máximo. Hasta que, una vez separada la franela amarilla dorada –rememorando paños aterciopelados de magos visitando al perímetro y prestidigitadores vecinos del barrio- aparecían brillos bruñidos, puntas infinitas, tornillos minúsculos, tiralíneas originales tensados. La gama de pátina incrustada en el rojo imperial del fondo, manteniendo idéntico nivel en huecos para el reposo de cada pieza del conjunto con la forma en ausencia de objetos preciosos.

-Los sueños irrealizables comienzan aquí.

Eso decía mientras comenzaba a trabajar, sabiendo que ese juego sería el irremplazable objeto polivalente que asociaría mi memoria; los compases mágicos más que animales autómatas haciendo música de fanfarria y que tampoco podían competir con mi perro verdadero.

-Casas de fachadas fuera del tiempo, calles que conducen hasta la maravilla oculta para quien tiene la paciencia de aprender el camino, ciudades remotas que vieron en la antigüedad los viajeros osados… También la vida melancólica y después imaginación, el desencanto como descubrirás si mis cálculos son acertados dentro de un tiempo prudente… cuando yo haya partido hacia la nada y tú seas el último ser humano en acordarte de mi paso insignificante por el mundo… tal vez caminando las calles de Praga.

Máximo me hablaba a mí y a él mismo, al otro que bocetó ser si la vida no se hubiera interpuesto, preparándose para los últimos años de su vida que serían duros y los vivió sabiendo lo que estaba ocurriendo hasta la semana de la internación final en el hospital público. Mi padre le cerró los ojos cuando murió, no había ninguna otra persona en el mundo que lo hubiera hecho. Era deber de sobrino, acto de afecto al hermano del padre, balance afectivo de su juventud y me permitió ir con él para que aprendiera algo sobre la condición humana, sobre derivas del destino, teatralidad del mundo y el giro trabado de la rueda de la Fortuna. De lo inútil de afanarse por veleidades del mundo y que la muerte es algo que se vive en soledad.

En esas conversaciones siendo largas melopeas y que “aparentemente podían atribuirse a su personalidad excéntrica” yo era referencia querida; al menos “la persona a la que había decidido trasmitir el secreto” y externa a sus reflexiones crípticas, suerte de confesiones extraviadas en el fichero de la memoria, informe caótico a reactivar en un futuro hipotético. Mi atención sin falla me hacía suponer que los monólogos periódicos del tío Máximo podían ser similares a una lección de historia, fundiendo en un tiempo compartido tradición y familia. Era grito de soledad incomunicable y resignación que fue injusticia, tenían otra función que debió esperar años para revelar su sentido oculto, límpido y luminoso emergiendo de manera excepcional; tal vez como él lo vaticinó y yo escuché.

A pesar de mi desconsuelo entendiendo lo que ocurría, un domingo fatídico Máximo cerró la puerta del cuarto durante las horas que duró nuestra visita. Lo tomé como un rechazo incomprensible y ninguna razón evocada logró calmarme, mi padre me habló restándole importancia al episodio, esas reacciones eran normales conociendo el “carácter especial” de Máximo tirando a retraído. Mis abuelos paternos comentaban que el tío estaba raro esos últimos tiempos; él seguía con ese “carácter” lo que quería decir mucho sin explicar nada de vasco huraño que le arruinó la vida. Con esa manera de ser no llegaría lejos, más bien a morir como un vagabundo, augurios tremendistas de mi abuela y que estuvieron cerca de la verdad, porque las abuelas tienen el don mágico del relato de vida. La clausura del diálogo brutal e inapelable, sin explicaciones definidas a ese domingo era lo que hacía daño. Quedé dolorido del momento y triste acompañando el consuelo del paisaje, de mal humor en la penumbra de “vasco” que me correspondía y cierto temor por los temores a heredar el “carácter”. Ello sin que pudiera traducir mis aprehensiones en palabras con sentido, formular de manera simple el motivo verdadero de la incomodidad.

En la mañana y al recibirme con indiferencia, como si nuestra llegada programada ese día lo fastidiara, antes del encierro, previendo las secuelas de su gesto, Máximo reservó para mí una de esas alegrías raras en la infancia mientras el asombro del mundo es posible, quiero decir irrepetible: la posibilidad de desarmar un reloj despertador sin manipular el mecanismo con sentimiento de culpa. Uno de esos relojes grandes tendientes a máquina cósmica, despertador para estremecer el mundo cuando llega la aurora, artefacto perfecto que los dueños del mundo concibieron pensando más en horas de trabajo que en el sueño y descanso de millones de proletarios en el mundo, para que no llegue el despertar de la conciencia. Era el objeto central de un sistema que hizo de la fórmula “el tiempo es oro” su divisa definitiva con tanto de verdad camuflada, la verdad más terrible de todas. Comprendo ahora que fue por ello que Máximo me permitió hacerlo, ingresar al secreto del tiempo desde la infancia y conocer la experiencia del tiempo bohemio, la inutilidad de combatir contra el ángel infatigable que nos derrota a cada minuto que pasa.

Lo podía hacer en soledad eso de desarmar lo que no finaliza de construirse, sin que nadie vigilara los grados de destrucción, necesidad de explicar lo evidente –tampoco a mi padre- por la manera de hacerlo, como cuando escribo durante la noche sin considerar el resultado de la tarea. Piezas aisladas siendo prótesis, elementos constitutivos del tiempo furtivo ante la brutalidad de la materia concreta diluyendo sentido si se sabía extraerlas del funcionamiento. Aislado y de inmediato, salteando la necesidad de soledad que Máximo tenía ese domingo, volviendo a mi memoria me apliqué con esmero a tan gratificante actividad. Creí comprender que durante su ausencia Máximo quería que aprendiera a dilatar el tiempo que él dilapidó desde adentro, considerarlo otro juguete que podemos tener entre las manos y no dispositivo central del Cosmos, del Mundo bisto por los hombres y el Capitalismo que cada amanecer “nos saca del sueño”. Estaba proponiendo otra escritura sagrada para acceder a la banalidad de la condición divina.

Luego de un rato (el tiempo pasaba sin sentirlo) de cuidadosa y ansiosa manipulación (el secreto estaba en cuidar sin romper lo que otras manos extrañas ensamblaron) con la ayuda de un destornillador pequeño extirpé sin daño –en eso consistía la invitación desafío que me propuso: escuchar pasar el tiempo entre las yemas de los dedos cuando se traza lo humano irrepetible sin herirlo, ni confundir el Tiempo Absoluto con otros robados de los asalariados: toda nuestra estirpe asomándose desde la noche de los tiempos- la cinta de la cuerda metálica en su totalidad, engranajes circulares que luego hacía rodar sobre el piso liso de hormigón lustrado y emulando trompos metálicos inspirados en la forma de las estrellas. Concentrado de días de años dentados girando alocados en la primera libertad, desacostumbrados a esa ebriedad de danzantes fuera de sí, buscando sin conseguirlo y al azar el engranaje auxiliar que podía estar flotando en cualquier otro rincón del Universo. Tentarlo a ciegas para aparearse, volver a encender la maquinaria que todo lo sostiene y la Creación evite abismarse en el agujero negro de la antimateria.

Estaba por comenzar con el mecanismo de la doble campanilla (que despierta sacando del sueño y recuerda responsabilidades laborales) cuando de súbito me detuve en las maniobras. Al desarmarlo comprendí el funcionamiento de la Máquina del Tiempo, algo se infiltró en esos minutos y decidí hacer frente a la situación, sacarme la desazón próxima al llanto que me causó la actitud de Máximo; de hombre a hombre y que se me trancó en la garganta, una porción de bizcochuelo casero seco.

-Caramba, tiene ceño de personaje preocupado, enojada conmigo además, fue lo que me dijo cuando irrumpí en su cuarto y abriendo la puerta sin golpear.

De acuerdo a lo visto al entrar el trabajo era intenso y el desorden de materiales mayúsculo; todo en flagrante oposición con tardes anteriores de otros domingos, donde apreciaba descubrir sobre la mesa de trabajo secuelas de su manía de prolijidad, con tal minucia detallista y despojada que contradecía su fama de bohemio.

– ¿Por qué te encerraste y me abandonaste en el patio con ese reloj que da miedo?, pregunté rápido, sin dar explicaciones relativas al ceño y antes de atragantarme con palabras retenidas en la garganta.

– ¿Vio? Desde temprano en la vida es difícil mantener correctos tratos con el tiempo, que es el peor enemigo. En cuando a mí, es preferible que digan por ahí afuera, mi hermano y mi querida cuñada, que me estiman sin terminar de entenderme, hasta sus padre, su madre menos porque tiene orígenes italianos y esa muchacha entiende, que soy el viejo amargado de siempre, de pésimo carácter, antes de que piensen que me volví loco si conocieran la verdad.

– ¿Me lo contarás?

-Supongo que estás preparado.

Secretos de familia.

Sucedió así en la crónica del mundo la tarde inolvidable; algo resignado, contento por mi interés hasta el atrevimiento en actividades secretas con el condimento de la filiación, fue que Máximo inició la relación de una historia más próxima a un cuento de los que cuentan los otros a lo que se considera es la realidad.

En cada información que integraba al relato, de una nada mágica aparecía ante mis ojos un dibujo distinto para ilustrarlo, las láminas se sucedían a una cadencia anunciando la alucinación. Había en ellas una vez desarrolladas calles con movimiento de agua sustituyendo veredas, casas de tres pisos de ocres terracotas con adornos orientales en marcos irregulares de ventanas. Descubrí por primera vez puentes que eran otra cosa, cuya extensión alcanzaba pocos metros y cortados por siluetas apenas delineadas, de catedrales con cúpulas romanas y algunas ortodoxas; formas fundiéndose al horizonte inalcanzable con palacios irrepetibles, vagamente orientales de riquísimos mercaderes, planos a vuelo de ave de rapiña sobre plazas galopadas por caballos de bronce coronando portales. Escaleras de piedra hundidas en recalcitrantes aguas de lagunas voraces desde el humus, habitadas por monstruos submarinos desdeñados por las Ciencias Naturales y había botes negros más negros que la muerte conducidos por remeros verticales sin rastro. Al final del camino Máximo me mostró un modelo a escala reducida del proyecto, que tenía algo de hermético perfecto sustentado con pilotes en madera cortados en forma de octaedro.

-Se trata de algo tan humano que parece milagroso, dijo Máximo.

Hablaba buscando alcanzar un punto alejado de mi comprensión, apelando a la imaginación crédula que daba los primeros pasos entre evidencias opacas de la realidad, donde yo era paseante torpe y receptivo.

-No entiendo.

-Ocurre que sin nunca haber estado al menos de manera normal, di con la fórmula para impedir que Venecia sea tragada por el abismo de la laguna. El único plan para evitar que en los próximos siglos y en los que nadie piensa, la maravilla se hunda en las gargantas de las aguas aguardando lo que parece inevitable. Es pronto para que entiendas la desmesurada gravedad de la cuestión y lo que está en juego, yo mismo, modesto funcionario urbanista del Gran Duque en otra vida, estoy temblando de emoción por el descubrimiento de lo simple de la solución. Un día futuro, cuando haya abandonado este mundo recordarás esta charla, la configuración del día con tus padres y abuelos; también el reloj de la osadía para pensar que el Tiempo puede ser error, ilusión y coartada, todo menos la continuidad lineal. El Tiempo es olvido de intersticios, el joven Heráclito pecó por impreciso, el tiempo tal cual deberíamos suponerlo es la laguna cuando se mete en tierra firme, en cuya superficie flota la ciudad de espejismo que mercaderes desafiantes del naufragio clavaron en el agua, exorcizando el temor a morir ahogados. Ahora quiero la promesa del silencio hasta que llegue ese momento de decirlo a los otros. Esto que estamos viviendo es un pacto de complicidad entre caballeros, el secreto de lo dicho y escuchado debe permanecer entre nosotros dos, ni tu padre y mi sobrino al que quiero como a un hijo deberá estar al tanto. Ahora que pasó la curiosidad y la impertinencia, si no hay otras cuestiones urgentes quiero seguir trabajando.

Después de darle un beso en su áspera mejilla sin afeitar y abrazarle el cuello por toda esa confianza salí de la habitación lo más lento que pude. Cerré la puerta con cuidado sin espantar ninguna idea del proyecto que venía de conocer, que eran mariposas posadas en el instante previo a emprender el último vuelo de su breve existencia. Las imaginaba amarillas y azules, con algo de instinto suicida protegiendo esa vida fugaz, volando a ciegas la madrugada de Praga entre faroles indicando el sentido de puentes en la bruma. Pensé quedarme junto a la puerta de la habitación, jugando a ser el centinela del secreto aun sabiendo que podría despertar sospechas. Una vez devuelto a las proporciones del patio de la casa de abuelo, ello también parecía diferente como si viera el mundo mediante un filtro de lo perecedero. Allá los tres árboles y del otro lado la pileta de hormigón como animal cuadrúpedo, el último de su especia, algo más lejos la pieza de los cachivaches que dejaría de ver en pocos meses porque mi abuela se estaba muriendo sin que lo supiéramos. Quise volver al minuto previo al plan de Máximo, concentrándome en lo que quedó allí dispuesto de la autopsiada máquina del reloj, piezas sueltas con la herrumbre de metal sumergido obviando lo ocurrido.

Los domingos siguientes al secreto de Máximo recuperaron la normalidad de la vida en familia, esa felicidad de rituales repetidos diciendo que la muerte no había forzado el enroque de los hábitos. Un domingo cada tanto la habitación de Máximo permanecía cerrada; esa prohibición me hacía pensar en mariposas enormes rojas y verdes transfigurándose en góndolas asimétricas con hipocampo diabólico. Cuando él dejaba la clausura saliendo de la imaginación y venía a almorzar con nosotros, hacía poco caso a las indirectas del hermano; mi abuelo, desde que eran niños tenía cierta ascendencia inoperante sobre él y que en nada alteró sus destinos respectivos. Ahora se conformaba con brumosos reproches sobre historias que serían los otros secretos de familia; Máximo y yo cruzábamos entonces nuestras miradas, sonreíamos evocando el pacto secreto.

Las abuelas pasan las ganas de escribir y los abuelos los primeros núcleos de historias; padre fue el que trajo a la casa los primeros libros para mí y esa complicidad pobló las visitas de otros sobreentendidos entre curiosidades. Las tardes y después de almorzar hacía el aprendizaje de esa soledad particular de hijo único, mientras las personas mayores hablaban de la vida y los días que rodeaban ese domingo solía quedarme sentado en el piso cerca de la biblioteca, en un rincón a la sombra hasta que llegara la hora de regar las plantas. Miraba postales blanco y negro de navíos de guerra y aviones caza de combate que se habían enfrentado o estaban preparándose al horror entre nubes que se venía. Panorámicas de ciudades impronunciables hasta las ruinas que resultaron premonitorias, imágenes que mi padre coleccionó cuando era soltero, vivía en esa misma casa que visitábamos y trabajaba como vendedor en la Librería Inglesa del corazón de la ciudad vieja de Montevideo. Pasaba horas revolviendo mi caja de piezas aisladas y engranajes desguazados imaginando qué cosa sería de verdad el sueño de Venecia; y la escena que tantas veces regresó confundida en sueños, donde una caja de compases alemanes, instrumentos para erigir mundos alternativos, semejantes a un momento adolescente por amor en invierno mientras el río todavía sólido se hunde en aguas negras de la noche, heladas de anticipo hasta eclipsarse de la superficie. Eso tenía un aire de juguetería y luego me correspondió a mi desarmar el reloj de los años, cuando empecé a dejar atrás la playa de la infancia, inasible por complicada de lo que habría supuesto, más en soledad y con etapas de desamor.

Un final de diciembre de calor sofocante y ambiente ruidoso de fiesta navideña en las calles céntricas, debí llevar a pulso el ataúd del viejo Máximo. Tenía cerca de veinte años y él murió como lo habían anunciado tantas veces sin que lo desmintiera; en una sala atestada de tullidos que parecían grabados a la piedra del hospital de la asistencia pública, en la parte baja de la ciudad a pocos metros de la estación de trenes adonde había llegado, luego de tirarse del barco atestado de pasajeros cambiando de vida según la tradición familiar contada siempre, nunca confirmada y jamás desmentida.

Cuando luego de las exequias de desplazado –última lección sobre el sentido de la vida y significado de la muerte- con mi padre regresamos a su pieza, apenas a pasar un rato pues no había nada para recuperar el contraste potenció la fuerza del recuerdo; otra gente habitaba la casa familiar, mis abuelos habían fallecido años atrás y persistía leve el ámbito incierto de la memoria. En la última morada no había nada ni siquiera de valor afectivo, como si los vecinos o el muerto hubieran borrado las trazas minimalistas de su pasaje por la existencia. La pobreza residual era triste tendiendo al abandono, había invadido el tiempo más que el espacio reducido, aire y paredes buscaban la miseria indiferente, la muerte llegó a tiempo sin dejar rastros de planos coloreados que esperaba encontrar ni del sistema de compases. Con las tablas de la biblioteca de nueve estantes guardando parte del secreto del mundo y su tendencia a la destrucción, en los años de soledad Máximo hizo la casilla del perro que lo acompañó a pie firme durante los últimos meses de su vida; así legaba en burla una definición póstuma del auténtico valor operativo de la cultura.

Genio y figura pensé a la semana siguiente de su muerte; era pena recurrente, son ociosos los despertadores para iniciar al conocimiento mecánico del tiempo perdido, esa máquina ciega trituradora de ilusiones. La casa de los abuelos entró en la etapa decadente anunciando la ruina final, una tormenta veraniega acompañó el último paseo del recuerdo infantil. El jardín huerta que mi abuelo cuidada tanto era yuyal anárquico sin flores de pensamiento y la deducción se imponía, nunca volvería por donde había vivido horas felices de la infancia. Eran los adioses a la educación emocional y que probaría su existencia si era capaz de activar la reacción narrativa de la memoria y acaso si decidía dejarlo por escrito.

De aquellas fantasías cómplices dibujadas con tiralíneas entintados y trazos abriendo canaletos de pesadilla, quedó flotando en mi divagación adulta una memoria liviana. Niebla de tinta azul cobalto similar al tono del zafiro, el color áspero del ramo informal de malvones recién cortados lo mismo persistió. La piedad que acerqué a la imaginación de Máximo y la certeza de que algún día futuro –poco importaba cuándo y lo haría en otras fiestas del diciembre de sepultura- llegaría a la nunca del todo República y lacustre. Paisaje que vi salvar ante mis ojos azorados rondando los cinco primeros años de existencia, algo volvedor en ocasiones insólitas hilando un tapiz inabarcable para la mirada y que alguien tejía para mí en algún taller de la memoria euskera.