P.S. Un anónimo veneciano

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Ninguno de los tres presentimientos relativos a ese cuento previo se volvió asunto obsesivo; fueron suplantados durante el crecimiento por insomnios espurios, entendibles miserias del amor y dinero, ambición y desencanto, distracciones de la historia social, apuesta por felicidades que se esfumaron como tantas otras cosas. Las veces que reencuentro una planta inesperada de malvones suelo confundirla con otra flor cualquiera, como si lo hiciera a propósito temiendo las imágenes que esas flores precisas puedan provocar. La vida en lo que tiene de implacable me llevó por discretos caminos de racionalidad sin riesgo, cordura de resignación y buenos modales para malgastar mi tiempo en añorar imaginerías preescolares, que distraen de aspectos prácticos urgentes y materiales de la existencia. Con el paso del tiempo y la marea del recuerdo, la noción Venecia pasó a ser una inconcebible utopía sin geografía, a degradarse en destino cualquiera del más elemental de los proyectos por visitar ciudades que nos están aguardando, otro lugar de paso más incluido en cualquier itinerario que se precie y magreado del prestigio por imposición de excursiones mayoristas.

Los recuerdos dejados por escrito fueron excluidos de la primera línea de intereses en algún lugar del inconsciente y se volvieron materia anestesiada del olvido. Retornaban aislados e insinuando un vitral si llegaba luz suficiente, jamás desplegados en conjunto tal y como coincidieron en el momento de definirse. Gente que vivía en ese tiempo, las personas que estaban aquella semana de mi conversación con Máximo –exceptuando mi madre- se apagaron con naturalidad desconcertante, siguiendo el silencio con que se pasa del día al crepúsculo en el interior de una sinagoga. Las casas primeros que fueron habitación y escenografía de domingos en familia, se derrumbaron cual decorados de opereta de temporadas sin programa; hasta que su consistencia se volvió fantasmal y las urgencias de las otras vidas resultaron antídoto para combatir la tendencia –que se hizo rareza- a enredarme entre recuerdos de la infancia, bien muertos y enterrados. Las vueltas del destino como se dice para evitar explicaciones, hicieron que al transcurrir de algunos años pudiera conocer desde adentro las islas de Venecia.

Pudo ser posible por el suplemento que debimos agregar para salir de la frontera del norte italiano –dedicarle horas flotantes a esa ciudad insinuando seducciones que descubrí en la infancia- y que era interesante, a tal punto que podía pensarse en una estafa del operador turístico o una operación enganche invirtiendo en el futuro. Es posible que lo fuera si considero el Casino con sus lustros y alfombras voladoras, tentaciones de los hoteles durante la hora del té y sopladores de vidrio de Murano que hacen pájaros de fuego amarillo transparentes. La mayoría de los integrantes de la excursión, que veníamos de la misma ciudad, entre quienes mi mujer y yo hicimos amigos aceptamos la opción. Era tentadora, se trataba de tres días inexistentes en el plan original el día de la partida y prometía una aventura satélite a la galaxia de los siglos pasados. Veníamos de mucha ruina clásica minada por roedores, cantinas típicas en su escenografía si bien la pasta al dente y passatas di pomodoro honestas quedaban fuera de la estafa de los vinos. Las fechas “para nuestra suerte” como nos tentó el animador promotor de la superchería, coincidían con los preparativos del famoso carnaval veneciano; ese barullo debió ser argumento de peso para rechazar la propuesta, pero el deseo estaba lanzado. Al descubrimiento anunciado de la ciudad que prefería hacer en compañía, se agregaba un revuelo intenso de disfraces elegantes distrayendo el paso de la historia, un movimiento humano con agilidad en vericuetos infinitos de un algo más de irrealidad felina, los días del mundo al revés premeditada por autoridades municipales.

Para mí, que suponía un paisaje actuado de gondolieri, cantantes de romanzas archiconocidas, vestidos con estricto pantalón negro y blusa rayada de blanco horizontal y colorado como lo inevitable del paseo contratado, la persistencia de la nieve tardía del invierno balcánico golpeando la gran plaza emblemática de la catedral, amontonada en rincones donde se fusionan piedra y agua logró reconcentrarme el alma prejuiciosa, haciéndome perder esa conciencia fatua de sentir lo que era: un turismo de paso. Resultaba extraño estrenar pasearse por un caserío carente de carros y motores, paisaje urbano con historia sin avenidas pavimentadas infectadas de semáforos en cada cruce de calles, aceptando la acumulación informe de raros recovecos y el paso, urgido y presuroso, de desconocidos que marchan junto a muros centenarios, incorporando como fondo sonoro discontinuo la machacona música acuática de la marea pagana golpeando sin apuro contra portales de horadados palacios. Venecia sin espera me incitaba a la melancolía y un deseo insatisfecho de escuchar durante horas conjuntos de música barroca, dos inclinaciones del espíritu escasamente prácticas y que me venía negando con obstinación en los últimos tiempos. Allí me percaté que el frío era distinto por esencia y en secreto se asociaba un aire de tragedia marina presentida.

La noche que una niebla espesa invadió la región, la primera después de nuestro arribo, mirando absorto la laguna absoluta desde la habitación del hotel señorial que nos fue adjudicado, miré como surgían y se movilizaban a lo lejos señales luminosas de incierta precedencia. Escuché de tanto en tanto tentada por la noche profunda y absoluta, tremenda, una campana única obligando a escuchar su severo repique, anunciando un Te Deum cercano, advirtiendo vaya a saber a quién cierto drama inminente.

Al contrario la última noche veneciana, habiendo olvidado por la maravilla la presunción de estafa y seducidos por lo indecible del lugar, los del grupo nos quedamos hasta tarde recorriendo callejas de islotes lacustres. Estábamos atrapados por la fascinación de los adornos populares, caminábamos escuchando risas sin pausa a pocos metros de nosotros sin identificarlas. Avanzamos sin rumbo salvando recodos prepotentes de esa arquitectura, cruzando puentes de piedra trabajada a buril por artesanos descendientes de campesinos, atravesando túneles disimulados en la parte baja de las casas. Algo en mi memoria estaba decepcionado por la ausencia de cierto asombro y dejé de esperar el prodigio de un segundo de la ciudad, el encuadre inconfundible que sólo a mí me estaba destinado.

Después de cenar en compañía de los Bianchi en un restaurante ruidoso, casa simpática que proponía el previsible “menú carnaval” caminábamos como podíamos por la plaza San Marcos. Entre la muchedumbre nos dejamos llevar, el lugar bullía como si hubiera llegado del más lejano Oriente la flota invicta de veleros repletos de sedas, especies, sándalo y cautivas nubias, expedición esperada hace meses por financistas del gobierno. Queriendo orientarnos entre la muchedumbre que hacía de aquella plaza la médula del mundo seguimos el trazado de las columnas y como el frío arreciaba de manera implacable decidimos calentar el cuerpo con un café de despedida. Cuando entramos en uno de los locales –Gonzalo me confirmó al regreso que había sido el Florián- el músico acompañante se estaba levantando de la banqueta para retirarse a su tiempo de descanso. Sin embargo, luego de mirarnos de manera curiosa, apiadándose en inesperada actitud regresó al piano e interpretó dos o tres melodías que retribuimos enviándole una copa de Stregga, que según dijo el camarero era su licor preferido. Una de las melodías era Al di la y nunca sabré por qué razón misteriosa lo último que tocó fue un tango, como si estuviera pensando la cercanía de otros parroquianos.

Pasamos un momentos agradable como si el mundo se estuviera despidiendo de una época, el conjunto era armonioso y el entorno apropiado al final apacible de unas vacaciones, sintiendo que en pocas horas el mundo se pondría al revés dentro de las vacaciones mayores con programación estricta. Algo había después de Venecia y dudaba si puede haber algo después de esa ciudad flotando en el sueño de una laguna. Mi esposa de por entonces y los Bianchi se me adelantaron en la salida del Café Florián, yo me encargué de pagar y tardé en esa transacción; entre la espera del camarero, que no terminaba de regresar a nuestra mesa con las liras del vuelto y la observación de una litografía de tema oriental de realización impecable, colgado en el mismo muro cerca del cuál habíamos estado hasta hace unos minutos. Cuando finalmente puede pasar la puerta principal del Florián, afuera había empezado a nevar despacio y caían copos livianos como si fuera efecto teatral evocando el invierno.

Logré distinguirlos a los tres caminando sin prisa, adelantados en la plaza a una distancia prudencial y en riesgo de ser absorbidos por la muchedumbre, como que sin habérselo propuesto igual hubieran tenido la tentación de dejarme atrás abandonado. En mi afán de alcanzarlos antes de que resultara tarde, juro que no las distinguí cuando salieron de entre las sombras. Ahora que el tiempo hizo lo suyo, estoy convencido de que ese encuentro sorpresivo bajo las altas cascadas de pasivas con las figuras enmascaradas no tuvo relación con el azar del dios Momo.

Por sobre el cuerpo indefinido y esbelto, siluetas de acróbatas o comediantes de la farsa, las sombras llevaban capas de terciopelo liviano sensibles al efecto de cada movimiento. Las cabezas estaban tocadas de sombreros negros de alas flexibles y anchísimas, movían los brazos con calculada espontaneidad de repetición como comparsas con años de oficio de la Comedia del Arte. Las máscaras que ocultaban el rostro para la ocasión eran blancas, una materia que exploraba la incomprensión del cartón y porcelana, tenían en ambos pómulos falsos un detalle pintado sin apoyo y que de cerca parecía recordar la expansión reventona de una flor de malvón, geranio como decía mi abuelo paterno aquella tarde que recuerdo. Luego menos que miradas humanas: oscuras cuencas, ellos eran voces pretendiendo ser una sola y misma voz.

Después del encontronazo con los enmascarados, que al principio tenía la apariencia de lo casual los tres nos pedimos disculpas mutuamente; al unísono las sombras acomodaron mi gabardina, lo hicieron con celo eficaz que llegaba a ser molesto, desagradable pues temía que se tratara de ladrones de billeteras. Así pasaron momentos de fastidio que parecían filmados hasta que actuaron su escena dialogada ignorándome, tonos falseados y exagerados, gestos teatrales, movimientos ingeniados siglos atrás por saltimbanquis itinerantes.

– ¿Ha visto caro amico? El caballero extranjero tiene un acento similar al del signore Máximo, dijo una de las máscaras en mi propia lengua y casi sin acento.

-Ah, ah… ahora que lo dice…

– ¿No os parece una coincidencia rara y harto interesante?

-Oh, oh… ¿Usted se refiere al viejecillo que inventó la ingeniosa tramoya que salvó nuestra ciudad del cataclismo final?

-El mismo claro, el mismo, es exacto.

-Cierto… y ahora que lo dice parece bien cierto. Estoy dispuesto a admitir que hay un lejanísimo parecido… pero sin duda somos nosotros los equivocados, llevados por el deseo de hallar explicaciones.

-Ah… si la adusta Florencia lo hubiera escuchado a tiempo, si hubieran sido menos soberbios los toscanos, la furia del Arno pudo haberse controlado a pocos centímetros de la crecida.

-Controlado el río, que es controlar la manifestación del Tiempo… cierto también. Se hace tarde y comienza la reunión de la cofradía en pocos minutos.

-Buenas noches signore y perdone la confusión de persona, porque se trata de una extraña confusión ¿no es cierto?, dijeron y otra vez al unísono como los ventichelli.

Luego de una reverencia excedida de hábiles comerciantes marcada y años de repetición, los enmascarados se alejaron levitando noche adentro sin darme tiempo a reaccionar. Los dos que a los dos metros se hicieron uno se marcharon riéndose, cuchicheando entre ellos llevados por un secreto de sublime coincidencia, mirándome desde la hueca ausencia de los ojos de máscara, dejando tras de sí el viento aparatoso de capas aristocráticas por la prisa de abandonar la escena callejera, el vapor espectral de voces disimuladas por la caja de resonancia impostada.

Una garúa efectista de serpentinas multicolores caía como la otra nieve desde un balcón rococó suspendido en el aire, casualmente y como si se tratara de una mise en escena. Sin terminar de reponerme de la sorpresa vivida apresuré la marcha, igual que si despertara de una pesadilla habitual apuré el paso, hasta casi rebasar el grupo de amigos que pudo devolverme a la razón de la hora presente. Cuando los alcancé pedí disculpas por haberme retrasado sin hacer comentarios sobre lo vivido, para mí ese no era el momento de andar explicando la razón por la cual, hacía de eso añares me gustaba desarmar relojes la tarde de domingo, en la casona de mis abuelos paternos. Buscando al sol el alma metálica del tiempo y acariciar, como si se tratara de un pingüino de felpa, repatriado de un tercer polo extraviado en el globo terrestre, una caja negra guardando en su interior los compases que trazaron dibujos de mi vida sin que lo supiera y que algunas noches, adentro de sueños hibernando en la recordación vi hundirse en aguas amnióticas formando círculos concéntricos en la superficie. Como cuando se tira la moneda cósmica en una fuente con figuras fantásticas y se pide un deseo milagroso asociado a la infancia.