Il n’était pas menteur, il avouait la vérité et disait qu’il était cruel. Humains, avez-vous entendu ?
Lautréamont – Les Chants de Maldoror, I-3.
Aceros filosos y excitantes cortes, mutilaciones acentuando mutilaciones se amontonan en el sueño que escinde la noche de Yang despertándolo, obligándolo a llevar la mano derecha al muñón del meñique izquierdo, con la absurda esperanza de que durante la noche se hubiera reinstalado por milagro. Hace de eso muchos años, siendo Yang niño soñó que estaba en un jardín, en el centro del verde manaba un surtidor dispersando un curvo velo de humedad, una cascada reducida, nube desintegrada en millones de gotas invisibles atravesadas por la luz que dejaba colores atemperados a su paso. Ese tinglado de la naturaleza en dimensiones encorsetadas le reveló que su sed era de otra especie, llevándolo a hundir la cara en el pasto para lamer la tierra mojada, sentir la hierba brotándole junto a los párpados y reptar como un gusano más. No advirtió ni escuchó la cortadora de césped, sintió apenas el golpe seco en la mano y se asombró sin llanto del espectáculo de la sangre brotando más espesa que el agua del surtidor. Hundió la herida en la tierra y el pasto se tiñó de rojo recordando el sol profuso del ocaso, sin atinar a reaccionar observó cientos de hormigas diligentes llevarse el resto de su dedo incluyendo la uña y nada hizo para impedirlo. El reflejo del sol lo entredormió allí mismo y horas más tarde algo lo entredespertó en la cama, tenía dos hormigas en la boca y donde faltaba el meñique la herida había cicatrizado.
Ese episodio fue el primero de una serie tajante; en apenas dos años le recortaron el prepucio y arrancaron las amígdalas, le sustrajeron vegetaciones de los canales respiratorios y arrasaron con su apéndice. Se identificó con el espíritu de las mutilaciones de cortes oblicuos, laterales, dolorosos, innecesarios a veces, con el tiempo alcanzó a disolver el sentido de lo orgánico en tanto unidad. Tan naturalmente como la gente pierde el oído y la vista en él degeneró el sentido de lo entero, una de las consecuencias fue el desprecio por las religiones insistentes en su llamado a la perfección y sostuvo (en conversaciones privadas) que todo existía en estado de irrealización “hasta que algo del todo era arrancado.” La Creación era un exceso, soberbia combinada de dioses imaginarios y hombres imperfectos, la misión del varón amante de la verdad era detectar y extraer apéndices, verrugas artísticas, deficiencias de lo existente. Muy pocos eran los capaces de entender y asumir la suprema tarea, algunos hombres se preparan para la purificación del cuerpo y el alma, otros manejan hasta límites inhumanos los ritmos de la respiración –latidos del alma con el Cosmos-, otros bucean en versos sagrados tras los decibeles que pudieran deparar el tono secreto del divino diapasón; los guerreros por fin, fomentan el Caos para resaltar refractariamente la luz del verdadero camino. Él era de los desconocidos entre sí incapaces de sentirse secta, depredadores con vocación y destino de ignorados, hundidos entre vidrios y cuchillos, cañas afiladísimas, piedras de sacrificio con canal de desangre, melodías de afilador cortando las horas matinales en despoblados arrabales calurosos.
Mientras alimentaba su deseo por conocer los manuales de la cirugía, las largas tardes de los meses primaverales se dedicaba con testarudo afán al arte del bonsái. Un fragmento de su diario resulta revelador: “Es curiosa la sensación que me produce generar una vigilancia de contención, saber que la forma perfecta se desarrollará sin tropiezos y la relación de lo creciente con el Cosmos, moldeada por milenios de mutuo acuerdo, sufrirá una quiebra precisa. Me pregunto si este manejo caprichoso de la minúscula unidad podrá conmover instancias superiores, si esta ramita que nunca será tronco añejo ni asiento de nido de pájaros, sacudirá algo en algún lugar de los grandes bosques. Descartada la esperanza de una reacción en otro punto del sistema, la mera repetición de tal operación puede llevar a la locura, a lo que hay más allá de la pérdida de la razón.”
Si la naturaleza y la poesía habían creado bosques petrificados, podía imaginarse hasta la realidad un bosque comprimido con savia, hojas diminutas y función clorofílica, que pudiera ser contemplado desde arriba como lo hacen las grandes aves rapaces. En la vieja casona familiar en las afueras de la ciudad de Monte VI, como otros hombres solitarios arman estaciones y trayectos complicados de ferrocarriles, ejércitos de plomo coloreado remedando famosas batallas, Yang comenzó la plantación de su bosque. Un original sistema de poleas, con una extraña camilla hecha de cañas de bambú -sustentando sedas estampadas de flores de loto y dragones- le permitió desplazarse sin dañar la tierra y con panorámica placentera regular agua y sol. Cada tanto, en la época de las podas reductoras, extraía con sumo cuidado alguno de los especímenes y lo llevaba al herbario donde, en horas vegetales adhiriéndose como hiedra de palacios asediados, él procedía a la sutil operación de poda, cura con injertos y vendajes. Sus manos daban a las intervenciones la precisión de un ejercicio de relojería del siglo XVII. El arte de trabajar lo vivo, metáforas de la sangre, coincidencia de cicatrización, eran ayudadas por tijeras de resortes afiladas con sabiduría. Los cortes, escisiones parciales, mutaciones que indirectamente convocaban signos de la adivinación para una dinastía de oscuro futuro requerían el mínimo sufrimiento. La limpieza de procedimientos exigía pureza en el corte y para el organismo (ansioso pues había comenzado la anunciada deformación) la rápida conciencia de que lo extirpado nunca había existido, gozo de la promesa de una vida nueva, renacimiento por la ausencia. De tanto meditar su árbol genealógico sujeto a bonsái por la paciencia de la muerte, Yang sabía que cada acto de su vida debía tener una repercusión metafísica.
Cita segunda de sus fragmentos: “Uno de mi sangre no es casual, desde las caprichosas formas del mosaico hasta la caída de una moneda accionan engranajes en toda la maquinaria, un gesto gratuito es impensable y un segundo de reposo imposible. Todo es todo, cada acto es la mano que maneja un pincel, el pincel, el dibujo del pincel y cada signo otra cosa. Voy hacia mí mismo.” En algún momento cruzó del escepticismo ignorante a la súbita iluminación, del ejercicio inocente del ocio reflexivo a un strum und drang de uso personal. Balanceándose sobre su bosquecillo como serafín de escenografía o péndulo ilegal, él se mareaba con abetos, abedules, higueras, rosales, coníferas y ciruelos que parecían aguardar su vaivén y desmoronamiento celestial. La inminencia de la caída le descubrió dos proyectos, uno conectado con regiones antropomorfas y otro más osado que alteraba formas inhumanas. Durante meses reflexionó sobre la manera de concertar una vocación de difícil formulación, contaba con dinero suficiente para comprar horas y días necesarios como el aire para el mágico plan que aún desconocía. Primero pensó en desarrollar a escala social su afición; deducía como improbable la supervivencia de su débil anatomía entre la dura vida de los taladores de bosques. A pesar de ello se detenía en las vidrieras de las ferreterías a contemplar las motosierras y en un vértigo eléctrico encendía mentalmente los motores, prendía la noción de dientes de acero para observar el movimiento simultáneo, el filo que penetraba en las cortezas anulando el pasaje del tiempo de anillos concéntricos. Hasta llegar al corazón, presagiando el derrumbe de ardillas y gusanos, arañas y hongos de los troncos, entre graznidos y gritos humanos alertando la inverticalidad del tótem monstruoso, hecho de aparadores, mondadientes, papel higiénico, las obras visibles del Conde de Lautréamont y suplementos dominicales dedicados a la ecología.
En un desesperado rito absurdo fue peluquero de señoras creyendo advertir en el lavado y corte el camino primero; a la par o con ahínco levemente superior se dio al ejercicio de conocer la mayor cantidad posible de muchachas. Intentó, como ciego lector de constelaciones pilosas, establecer (si es que existían) las leyes de relación entre la forma de la cabeza y las cavidades sexuales, buscando sin método esas extrañas coordenadas. Con pasión se informó de los últimos cortes a la moda en tanto se aplicaba al cunnilingus alumbrado y de ojos abiertos; a ello se abocó entre clientas gentiles, vecinitas crédulas, amigas circunstanciales y prostitutas de todos los registros. No se intimidó ante el púbico exceso de madame Rochas en rulos pelirrojos, ante la catada sífilis contagiosa en humedades enfermizas que moldeaban labios verticales de manera perturbadora y desagradable. Buscó la variedad y rara vez repetía la muchacha, cierta calle de la zona portuaria lo integró como parte del paisaje, los niños dejaron de gritarle insultos soeces y las viejas lo saludaban como a un antiguo conocido. La vida, con la estética capilar y el agridulce sabor de doscientas treinta y ocho combinaciones de otros pelos (según consta en sus notas) lograba por momentos saturarlo. Yang presentía que lo llevaba también a un centro largamente esperado, habiendo salteado el reino de modernistas apenas sensitivos abandonó su oficio profano y se instaló en la medicina. Eran insuficientes los apéndices interiores que regulaban dietas y nada más, despreciaba la tortura en tanto violencia forzada –para la que había discreta y creciente demanda en las inmediaciones- que busca consecuencias mezquinas. Quería transformar para formar, acelerar metamorfosis del tiempo tendiente a la hipertrofia. Cierta noche del alma el novel galeno volvía insatisfecho y vacío de practicar un aborto imperfecto, cuando la desesperación casi suicida de un travestido nocturno sudado, despeinado y mal depilado operó en él como una salida de Gautama.
En pocos días su consultorio clásico e inocente se redecoró artificialmente para dar desde el comienzo la idea de fracaso y riesgo de gangrena, un póster de Bogart y la Bergman, más los nombres de Curtiz y Lorre logró el objetivo de que se llamara al nuevo lugar La Casa Blanca. Configuración caricaturesca y pobre de la peregrinación que jamás podría emprender (por falta de dinero, desprecio de la paciencia e ignorancia) la variada clientela. A ninguno de los visitantes Yin les evitó la angustia del efectivo insuficiente ni alivió con palabras huecas el miedo de anestesias viejas y adulteradas. Cada tanto dejaba que alguno de los pacientes se desangrara en plena operación, la fama de infalible haría de su consultorio una amigable boutique lo que desbarataría sus planes. Fueron algo más de diez años de trabajos forzados y buena parte de las ganancias se reinvirtieron en el chantaje policial. Luego del primer quinquenio puede decirse que su nombre transfigurado cruzaba fronteras, fama de los sonados éxitos verificables en Oba Oba de San Pablo, la calle del Arco del Teatro en Barcelona, los más sofisticados e ignominiosos prostíbulos de Tánger, Marruecos y ciudad México. Fama de los regateados fracasos que el honorable alimentaba manteniendo una docena de gatos que, por razones sobreentendidas y nunca conversadas, todo el mundo daba en calificar de “extraños”. Sólo Yin sabía que los restos anatómicos de sus intervenciones incluyendo descuidos, eran sepultados en su bosque de árboles enanos extendiéndose por varias habitaciones de la casona.
Sviatoslav Richter había dado el recital en Italia. Al santuario decorado entre hipodérmicas hirvientes y aceros eficaces Yin conducía en silencio hasta la mesa iluminada y maloliente a los seleccionados, asepsia de cristales, maderas cubiertas con fundas lavadas de borbotones de sangre y coágulos aplastados por movimiento defectuosos. Admitía tan sólo currículos fosforescentes de desesperación, transgresiones de imposibilidad, afeites teatrales esperpénticos, vómitos, delitos inexplicables, hemorrágicos intentos de autoflagelación en ojos, orejas, manos e incluso zonas íntimas. El silencio primero, el ruido de púa sobre el acetato y toses grabadas en Milán: Richter toca Papillons. Luego el maestro entornaba los ojos recordando formas lambeteadas antaño, decidiendo mientras fluye la sangre, la anestesia se dispara y la primera capa de piel fue atravesada, entre la vulva quince y la ciento cuatro. La felicidad y dificultades superadas, excusarían formas finales reproduciendo sexos sexagenarios, el detalle travieso de estrecheces virginales que él moldeaba, mientras en la cara del bello durmiente asomaba la barba resquebrajando la base reseca del maquillaje. Yin pensaba obsesivamente en las máquinas retorcidas del malogrado Robert, músico hacedor de otras mariposas que torturaba anulares con poleas y engranajes para llegar más lejos, ascender a sonidos inalcanzables, provocar la tercera mano, un sexto dedo o los mismos desesperados cinco duplicando la velocidad del golpe. Schumann, Yin, Richter, los dedos se entreveraban y allá debajo cae la mano crispada y dormida de Orfeo Dos Santos Lima Oliveira, natural de Yaguarón, 27 años, alias Poupée (que anoche mismo, con boa de plumas prestada y zapatos de taco alto que comprimen los pies cantaba Cariñoso y Corazón Bandido en la frontera) aferrándose a la medallita de la Virgen suplicando el regreso, el salto; que se agarró a los dólares robados de a cincuenta, sudados, chupados de a cinco, todo rápido antes que Bebé se vaya con otra más joven.
Yin vivía en vigilia de mariposas, arte modoso recatado de corte y confección auscultando a un romántico, una y otra vez escuchando el concierto sucedido en Milán para que nadie olvidara el sentido volátil de su siega nocturna. La sumatoria de proezas finalizó adormeciendo el goce de la búsqueda, su oficio de nigromancia estaba en situación límite y el recuerdo de antiguos paseos nocturnos por la zona portuaria le ensombrecieron el carácter. Llegó a la convicción de que era un castrador mercenario, ejecutando lo que familias respetables habían provocado en algunos de sus hijos y otros artificios artesanales menos radicales que la cirugía intentaron aparentar: él era una navaja Victorinox, mero ejecutante, juguete de supervivencia y muerte. El placer –como le sucede a cualquier médico rural- se redujo al agradecimiento y besuqueo de manos siempre llamadas milagrosas. El maestro se desligó del dinero y el entorno grato de perversiones configurables fácilmente, embates de investigación, ilusión de casos diferentes. Llegó hasta el límite de lo sensual en los demás y supo por postales navideñas llegadas del extranjero, que lejos de las trasmutaciones aguardaba la rutina, aceleración de la piel sin final ni nada, ascenso y caída hasta que el coqueteo con la muerte terminaba. Igual que un brazo rígido de bandeja Grundig que volviera mecánicamente a las toses grabadas en el norte de Italia y espantara de los surcos frágiles lepidópteros de Schumann.
Aprendió entre la sangre de las mutaciones que amputar más que reducir y dividir es un tajo moral al truco de Moebius. En consecuencia todo le pareció inútil “operaciones fraudulentas, antecámaras de juegos que ignoro si llegaré a intuir.” Fue la época de la introspección violenta y cuatro días llorando de felicidad. Inventó una supuesta denuncia anónima, clausuró a cal y canto el anestésico retablo desoyendo súplicas razonables. Los gatos volvieron a lo suyo. Trasladó sin costo expedientes y clientes en lista de espera a un sueco borracho e inescrupuloso escupido a estas costas por posta de cargueros y por el solo hecho de que fue el único que se lo pidió. Hubo llantos y duelo en el ambiente, escalpelo en mano Yin ascendía como la princesa Turandot de Adami y Simón a las celestes regiones del mito y la leyenda donde nadie duerme. Se multiplicaron historias de aspirinas para niños, morfina a desesperados, consejos a confundidos, heroína para amigos de La Casa. “El doctor volverá” era el lema cada vez que se hablaba de Yin y nadie sabía ni quería saber el lugar exacto donde el médico se había retirado, huyendo para esconderse del mundo.
Siendo imposible alejamiento sin confusión el Oriental desconfiaba de la ristra de episodios pasados, se entregó como en la infancia a napas opacas del sueño para que el descuido de la voluntad y la excusa del vencido insomnio le marcaran la senda. Fue desapareciendo con disciplina de la vida social, cinco amaneceres más tarde la noticia de un crimen portuario a navajazos lo ratificó en la conciencia de una historia personal. Era alguien a pesar de cierta nebulosa que podía limitarse a pocas horas o ampliarse a décadas espesas de pasado. La historia conocida estaba jalonada por cuentos de vómito de caña paraguaya, instantáneos enamoramientos en la transa y el regateo por la pieza, postsensualidad de esnifar de la buena, robos para el alcohol y líneas importadas que dejaron en Yin un pasado único por monótono. Se adormecía en la siesta mientras continuaban los sueños de años, imágenes de pieles inyectadas, gritillos forzando cuerdas vocales como Schumann forzaba los dedos, pulposos labios despintados saturados de besos, cubas libres, salsa para hamburguesas y cigarrillos Winston con filtro. Las paredes con mariposas dieron lugar en el sueño de la realidad (en el viejo local de las intervenciones) a una chillona pintura rosada, espejos duplicadores y luces deformantes para que la Piaf -una enana fonomímica- se lanzara a mentir un canto de otra; la enana lo hacía sin lágrimas ni resentimiento, sabiendo que el salto esperanzador a regiones superiores estaba reservado a las supremas y bellas sacerdotisas, las triunfales, para que después de cumbias y salsas panameñas se hundieran en culebrones del pasado. Punto justo de catarsis cursis antes de orgías fotocopiadas de las horas que nunca pasan del todo, abominando de letargos del amanecer, del repetir “qué rico” antes de levantarse a orinar de pie, correr las cortinas de terciopelo doble y revisar los bolsillos del pantalón del príncipe durmiente.
Los años de Yin se filtraron en esas horas de siesta, la dinámica del sudor, corridas de medias ordinarias y el desprendimiento molesto en plena operación de pestañas implantadas volvían en el silencio de la casona. Una y otra vez, parecido al teatro de títeres al que lo llevaba a la fuerza su madre (escena donde se mezclaban sombras y muñecos con bracitos de niños, esos con dedos en los codos, que aprehenden con garfios y correas) se sucedían jirones de historias; autos de Fe infantiles hurgando en combinaciones entre sueño y recuerdo un argumento que exculpará la fragmentación unida sólo por la justificación del cortar. La obra se suponía lejana, tenía una serie inconexa de intermezzos, actos y escenas en los que el protagonista era el anhelo de reducción, abstrayendo lo superfluo, anulando la voluntad de potenciar. Su vida avanzó en el cercenar querido e inducido de naturalezas distintas a la suya y aceptaba las explicaciones de su vocación: duro juicio y un basural inminente de detritus cerniéndose sobre su existencia.
Sin embargo, un orgullo afincado en raíces morales le decía que aquello era insatisfactorio, las coartadas freudianas podían explicar sin detenerlo, supo que lo suyo fue transformación de lo aparente y logró operar en él los primeros compases de una obertura o apronte para situaciones aguardadas, futuras y ansiadas. Si alguna vez del mundo con pinceles las olas del mundo pudieron ser una ola casi reventando, Yin dedujo que algunos textos -que lo llevaron a la desesperación insomne- podían ser haikú. Una existencia manipulando entre estiércol humano gestándose y vísceras rojizas lo invalidaban para obras pías. Sintió aun así el irrefrenable deseo de reducir “algunos excesos en la escritura de los hombres que logran intimidarme.” El odio amor de Yin se concentró con alucinante ambición y menos orgullo que locura en ciertos textos. “Quiero decir la historia de algunas novelas en pocas palabras, sobre papeles pequeños para volver a ellas en la misma noche cuantas veces se me antoje.” Tras esa irreversible metamorfosis, la vida de Oppiano Licario sería parecida al aroma de una supuesta página cuarenta y tres del proyecto, la pacífica Madre Benita a la tos del lector caraqueño del penúltimo fragmento que la tenía por protagonista. La “Maga” de Oliveira algo así como el recuerdo del corredor de la segunda edición, alguno de los Buendía la sombra de una puerta de la Biblioteca de Ayacucho; Susana San Juan, el sueño de la muerte que nunca llegó a escribirse, y el agua de los muelles con final de astillero de Santa María, similar a una gota de llovizna cayendo en la cartera de la estudiante comprando libros usados en puestos de la calle Cerro Largo en Montevideo.
El delirio que prometía ser infinito creó en Yin una zona de muerte, aprisionada entre imaginación, lectura y escritura con acupunturas textuales, toques furiosos de palabras agujas capaces de provocar reacciones en cadena. Creyó poder hacerlo en papeles con olor a árbol sin cortes de bonsái, plumas afiladas removidas del poro con grasa y sangre aguachenta de aves comestibles. “La madera nunca olvida que sigue siendo árbol.” Escogió para producir su obra definitiva un escritorio viejo de anticuario y que difería en todo del quirófano anterior. Sabía que el crecimiento invisible de las tablas con sol de cristales, tierra sin sacudir, humedad ambiente de botellas destapadas y macetas era lo que raja las patas, arquea gavetas y resiente bisagras. “Los crujidos nocturnos son bosques resucitados, las maderas cortadas, cepilladas, encoladas, que siguen la ruta de la veta y fuerzan la carpintería hasta la extinción de su ser mueble, para reemprender el camino a su ser madera. Son la fuerza de los otros bosques que impedí crecer” eso y “ya está, es decir que dejas de ser” es lo que se encontró cinco años después escrito en un papel, dentro del cajón secreto del escritorio al que le habían brotado ramas, hojas verdes y tenía las patas hundidas en la tierra. Quebrando baldosas blancas y negras del piso, inventando la fronda tropical con tinta seca y cajones deshechos, libretas indescifrables, engrapadoras enmohecidas.
Todo hace suponer que Yin nunca terminó el proyecto, es probable que jamás se haya atrevido a comenzarlo. Según cuentan contendría imágenes y sonidos increíbles y tampoco se sabe de alguien que haya leído uno solo de los haikú imposibles, era más una empresa para pensar en escribirla que para leerla. El cuerpo de Yin nunca fue hallado, pero envuelto en un algodón dentro de una toalla higiénica plegada apareció un dedo petrificado, parecía el resultado de un largo sueño más que la combinatoria de química y tiempo. La historia de su vida quedó trunca como un signo milenario de dibujo interrumpido, un plan celestial fue reducido a la charla inconexa de viejas en mercados mientras huelen coles pasadas y manosean repollos. A estas notas escritas por un sueco mientras se emborracha, para recordar poco y empezar a olvidar que entró en la casa una primera vez, vio árboles rompiendo los techos abrazados impúdicamente, porfiando por buscar el sol de las ventanas ruinosas en tanto las raíces destilaban sin cesar clorofila para ramas que nadie cortará. Se podía escuchar el aleteo frenético de miles de mariposas coloreadas pintadas al vuelo por los dedos atrofiados de Robert Schumann, reproduciendo las que revolotean sobre el instrumental desinfectado antes de operar, entre el ron Bacardy Carta de Oro y sexos depilados de muñecas inertes por efecto de anestesias pasadas, entregadas e inocentes como cachorritos dormidos.