o mente che scrivesti ciò ch’io vidi
Inferno II-8
El origen espectral de la palabra aquella que escuché en el andén del Metropolitano bajo tierra podría estar asociado a nombres como Zamora y Castro. La voz se refirió a ciudades distantes en un momento del relato –creí entenderlo- y puede que lo confunda con vagas identidades de los implicados, que en la memoria dubitativa rememoran nombres de futbolistas de antes de la televisión. Se desplegó la historia mientras yo esperaba el vagón para la conexión Stalingrad y ello ocurrió en la estación Place Monge de la línea 7 del 5e. arrondissement parisino. Mientras duró el incidente de circulación temí quedar atrapado de por vida en un submarino averiado, condenado a permanecer sumergido para siempre, sin posibilidad de subir a la superficie: algo mecánico parecía haber muerto en el corazón de la sala de máquinas que regula la circulación, por falta de energía para renovar el aire respirable.
En cuanto a las fecha en que aquello comenzó, seguro que el espíritu condenado susurró las postrimerías de los años treinta, cifra aproximada que podía ser un código de puerta de entrada, el final de un teléfono extranjero del otro lado de la cortina de hierro, error de dicción trabucando años de intervalo y ello iluminó el final. Tampoco pretendí luego del relato una confirmación espacio temporal que avalara su versión; temía saber más de lo conveniente sobre los personajes, perderme en oscuros callejones del laberinto ciego que nunca conducen a ninguna parte.
Esa indecisión de fechas sin confundir la época pudo desconcertarme en cuanto al calendario pertinente, haciendo creíble una relación que pretende alcanzar su versión final por boca de otro; resiste convertirse en una página de Historia y puedo asegurar que ocurrió hace tiempo, durante una Semana Santa. Es preferible el yerro temporal para que las escenas sean recordadas en su esencia, al fin de cuentas tendían a lo circular con movimiento de electrón desorbitado y fechas de tumbas separadas por un guion. Las informaciones rejuntadas formaban un tramado simple para resumir, sin aspiraciones de relato ambicioso ni afán de convertirse en episodio determinante; resultó la detección de aquello perturbador donde la crónica social se refleja frente a la Eternidad y no en anécdota particular para el criterio amnésico de los hombres.
El monólogo que llegó mentalmente a mi conciencia presentaba partículas agudas de suspenso, haciéndolo interesante, abreviando una espera accidentada, cuando el altoparlante del andén informa de un desperfecto técnico en la parada Villejuif y afectando a la línea en su tráfico normal. Durará el tiempo de la escucha: esas confidencias guardadas bajo tierra que sería preferible dejar sin remover si lo ordenara una amnesia. En un momento comencé a escuchar como si fuera la voz de un ventrílocuo en decadencia, anudado en sus cuerdas bocales y subiendo de las vías sin pedirme mi parecer; como viniendo esa voz de mi propio interior y fuera yo mismo que la estaba inventando, similar a la textura sonora vocacional, al proceso de inspiración musical luego de meses improductivos. Surgieron primero las circunstancias históricas de la cosecha de opresión, violencia generalizada marcando a sangre la distancia entre el presente inasible y el suceder del tiempo en ambos sentidos. Episodios sobre los que todos se indignan en los primeros meses y luego transitan del comentario social a la infección privada en condición de aura; esos de lo que gente prefiere callar: “Otra vez con lo mismo tú. Podrías cambiar un poco el disco, que han pasado cuarenta años… menudo rollo el tuyo.”
La vileza humana tiene su tiempo largo de sedimentación y los vencedores de la historia olvidan el botín por el cual denunciaron al vecino. La Santa Cruz y la infatigable búsqueda de astillas sagradas hechas reliquia, se volvió empresa manoseada que produce intereses de usurero y la derrota es resignación exponiendo el paisaje después de la batalla. La escena original que justificaba el relato persistía en la memoria sin sutura de los vivos, pugnando por dar ese salto a la palabra escrita hasta salvarse del olvido. El relato distaba de la lectura de documentos exhumados en parroquias y archivos bajo llave, papeles alimentando tesinas universitarias; pertenecía al ámbito confidencial de la conversación en voz baja, cubierta por el sonido de zapatos sobre adoquines y me estaba destinado. Los griegos lo sabían y lo dejaron sobre papiro; las tragedias evocando dioses del mundo imperfecto, pasiones criminales y reyes reducidos por el combate a muerte sobreviven cuando contienen un avatar familiar caótico. Venganza al final de camino, la falta excesiva que desbordó la norma, un terror aceptado por convenciones de época y la traza de generaciones, mientras se confunden con la memoria requerida para sobrevivir.
Estoy casi convencido de que los hechos ocurrieron en una localidad próxima a Zamora fuera de las murallas y me quedé sin tiempo de preguntarlo; cuando me volví para interrogarlo él había desaparecido, se lo tragó la tierra bajo los rieles electrificados. Las historias son únicas y los caracteres permutables, pudo suceder en cualquier sitio, seguro que sigue ocurriendo ahora en otras ciudades bajo toque de queda. Los mandos con su cortejo de condecoraciones e iniquidades se deslizan en la historia militar y las resistencias derrotadas sofocan de testimonios. Las milicias espontáneas –seres iluminados de la maldad pura salidos del tercer bando de pliegues de la confrontación civil, inspirados desde pequeños por paradas con uniformes, descubiertos en la infancia maltratada con comunión sangrienta, pasión temprana por las armas de fuego y desprecio al débil, ensayado en el sufrimiento de animales indefensos en años de aprendizaje- tienen la permeabilidad social que unifica el mal sin barreras ni códigos.
Seamos claros al recapitular y llamemos Rubio al personaje que pudo moverse en dos circunstancias intercambiables; dos guerras, ciudades, enemigos y dos mandos. En ambos hemisferios del cerebro: uno escuchando y el otro que relata y a medida que avanza la preferencia la balanza se inclina por Zamora como punto de partida. En una y otra orilla del océano, en todo movimiento usurpador que se precie, el Rubio es un hombre joven con odio suficiente en el alma para alegrarse del incendio claustrofóbico de la patria en armas, considera el tratamiento de regeneración óptimo para combatir la peste roja; le permite circular en su beneficio la piedra negra del resentimiento pesándole en el alma desde la más tierna infancia. Debería respetarlos por la crueldad ejercida, desconfía sin embargo de los uniformados de academia y su sentido del rigor codificado, es marginal convencido, desclasado con protocolos propios entre la heroicidad de carga en el desierto y delincuencia ejercida en patota. Admira esa impunidad de andar por el mundo armado con insignia de adorno anunciando su paso amenazante, sin dar explicaciones cuando vacía el cargador en un cuerpo a tierra desmayado a cachiporra. Es un chico modelo, listo y entusiasta guiado por vocación del mando prepotente; chulo en vertiente agresiva, preocupado por la ropa dominguera y la prolijidad del pelo renegrido cuando cruza la plaza del pueblo al rayo del sol. Detesta a los padres por trabajadores apacibles y vocifera con dos copas de más que no hay mujer más guarra que la follada cuando opone resistencia. Como un proceso natural se integra a grupos paramilitares por la cofradía de la virilidad, obedece en plan perro rabioso dependiente del orden con toques místicos de santidad y milicia; lo eriza la situación de tomar la iniciativa sobre el enemigo para quien la violencia es agresión espiritual a la espera de un mundo mejor. A partir de la primera muerte que tanto aguardó, completando la primera comunión, considerada salvoconducto del primer polvo sin pagar y el cigarrillo venido de Inglaterra –que disfruta más allá que lo que había soñado- decide que es cacique nato con un destino manifiesto.
Allí los galones se obtienen con crueldad, el respeto se mide por el número de acólitos que pueda granjear cuando toma la palabra en reuniones con chorradas archisabidas de fascista principiante. Prefiere contentarse actuando en las sombras nocturnas, dejando desfiles con fanfarria y escarapelas de latón para quienes se creen eso místico de la causa superior comulgando en misa diaria de la Administración, que aguardan el armisticio incondicional del enemigo para engordar patrimonio con poder, cebar la descendencia en edad escolar y pillar con complicidad de notarios y subordinados. El Rubio acrecienta su estatura irascible robando en los allanamientos, lanzando persecuciones a campo traviesa sin luna llena tras criaturas asustadas de todas las edades y asonadas vecinales a plena luz del día, palizas ejemplares entre risas insultantes y secciones de tortura, donde se retiene como observador imparcial dejando que hagan los otros. Hasta que una madrugada, como si se tratara de una erección involuntaria él pronuncia las palabras mágicas: “Déjame a mí maricón” y mete las manos en el asco, accede a una ebriedad miliciana en valencia negativa que no puede detenerse porque le tomó gusto y la cruzada marcha viento en popa. En Zamora y campo aledaño, en la provincia toda el enemigo huye y se derrumba la oposición armada como castillo de naipes.
El Rubio debería estar feliz por el rumbo que toman los acontecimientos, pero le falta el sabor de la traición en tanto ascesis interior en carne viva y empedrada de pruebas exigentes que midan su implicancia. Se convierte en uno de ellos cuando se escriben los últimos episodios, vive a escondidas en la comunidad de resistencia casi un año y si demora la hora de la delación, es por el armado lento de la traición considerada obra de arte fascista. A los tres meses puede delatar al grupo, los mandos se lo exigen temiendo que haya caído en la piedad; se niega por dilatar el placer de ser considerado hombre íntegro, a quien se le pueden confiar planes desesperados que cambien el viento del desastre inminente. Construye al traicionado, elige a uno del grupo por esa admiración proveniente de la envidia sin hallar su causa aunque pueda explicarse; tampoco la necesita mientras ceba un odio oscuro y podrido. Al comienzo se dijo que celaba el éxito del otro con las muchachas del entorno, luego la visión lúcida de la vida política confrontándolo a un espejo que él quería hacer trizas, la memoria alerta para recitar poemas de Louis Aragón en versión original. Se trataba de falsos argumentos, detesta la valentía sin alharaca y esa esperanza absurda en la felicidad mesiánica: envidiaba el creer en otra cosa que no fuera la muerte. El coraje fue más fuerte que él y cuando el designado escapó de una mala situación con la bala metida en la pierna, fue ahí que traicionó sin omitir esa revelación de decirlo cara a cara a los gritos.
Eso fue lo que a mí me contaron y mientras esperaba el tren de la línea 7. ¿Qué hacía yo a esa hora en la línea siete bajo tierra?
-Es resto es fácil de adivinar, me dijeron en los andenes de la estación Monge, y para que yo lo contara a su vez algún día futuro.
-Claro, dije. Historia conocida.
Tampoco supe si esa primera parte de la historia sucedió en Zamora mismo, me inclino por una localidad más bien cercana a Zamora. En ambos casos ellos alcanzaron la rendición de la legalidad; pueden consultarse documentos del movimiento triunfante harto conocidos por los libros, los mismos documentos que se van olvidando.
Sucedió porque estaba decidida la usurpación del poder con responsabilidades: aparato de Estado atado y bien atado, protocolos pardos sabidos de memoria, capacidad de legislar hasta el delirio en la cual el Rubio no encajaba. Buscó reconvertirse al rapto de empresarios sospechosos de falta de colaboración y tibios utilizando amistades de antaño, cuando los días felices de la caza furtiva; al contrabando de bebidas por cruces de frontera rigurosamente vigilados y de tabaco con ostentación, tentó apuestas clandestinas en barriadas populares pero ese filón lo dominaba un pez demasiado gordo para sus fuerzas. Los ministros y funcionarios, que tenían sus propios planes, una vez pasada la etapa bélica de la cruzada comenzaron a tratarlo como hiena infectada que molesta, insensible al cambio de los tiempos después de la victoria en pocos meses se volvió un indeseable. El Rubio pesado se negaba a entender lo que ocurría con su persona, hasta que una noche cerrada con llovizna, saliendo del garito de juego amañado y tristes putas del hambre un auto sin matrícula ni luces encendidas intentó atropellarlo. Entendió entonces la situación al ponerse de pie, pidió apoyo antes de acostarse y luego del atentado entre conocidos influyentes para salir del país.
Alguien con influencia se apiadó del Rubio rabioso por conveniencia y decidió distanciarlo.
-Claro hombre, cuenta con nosotros. Es una buena iniciativa.
El Rubio no debe de ninguna manera permanecer en las afueras de la ciudad ni regresar al pueblo de la infancia que despreciaba. Le propusieron Montevideo con salario asegurado, lo consideró excesivo de sur y similar a la pena de cadena perpetua; se marcha sin pensarlo dos veces a París –después de negociar papeles falsos, un capital para comenzar, sin trabajo fijo- porque había visto una película con danza apache, chulos que golpean pobres mujeres sumisas y Can Can de encajes sugestivos que lo divirtieron. Desaparece durante algunos años, la historia corre entre los puentes del Sena de la misma manera que se escurrió la ocupación nazi de la Place Vendôme. Lo sucedido bajo la superficie jamás corresponde a la apariencia; la derrota irreversible, amnesia programada y resignación hacen su tarea corrosiva en la post guerra, con la presencia masiva en España de turistas rubias de piel blanquísima y senos al aire que llegan a disfrutar las playas mediterráneas durante el verano. Después está lo pendiente reservado a la memoria íntima, cuando el pasado se encarna en sentimientos dolorosos obviando lo ocurrido en Tribunales.
Podríamos suponer en el Rubio remordimiento y reflexión. Es poco probable, los individuos de su calaña insisten en la infamia hasta expirar de odio, que es la forma de pasar por la vida elogiando la victoria, los vencedores y la verdad. Nunca pretendió ser inocente de nada pues esa es noción de monaguillo, comienza a olvidar proezas juveniles habituándose a París sin la intención de hacerlo. La memoria del violento espontáneo ni siquiera es de los otros, es del otro y el pasado un recomenzar sin notas al pie de página. De los crímenes cometidos, a cada cual más condenable en su puesta en escena uno entre ellos se niega a disolverse en el olvido; la historia ni se aclara si es al norte o al oeste de Zamora, en el centro de Zamora donde se localiza el origen de la tragedia. El nexo viene por el hombre traicionado después de la bala en la pierna, insiste como si la herida en la pantorrilla la hubiera abierto un jabalí cargando a matar en lo hondo del monte.
Una venganza anida, el responsable de alimentarla y convertirla en gesto puede ser un hermano; si pasaron muchos años se puede tratar de un hijo pequeño, la hija y hasta se entrometen amigos que pueden reaccionar de esa manera. El corazón de la venganza se entiende sin detalles de parentesco imponiendo un afecto de intimidad, necesita de fisura y ocasión, sospecha y constancia. La huida al extranjero para hacerse olvidar es un episodio banal que requiere la aureola de información filtrada y ese círculo tampoco es sellado por la eternidad. La venganza es pasión nutrida con perseverancia y el paso del tiempo; institución sensible a cualquier signo que pueda producirse, juega con la ilusión, cultiva la paciencia y el descuido del puzle armado en la espera.
Hay un momento después de años idénticos, en que el sistema victorioso olvida en la periferia su razón de ser y el tratamiento de camaradería juvenil, incluso al enemigo por la distribución del olvido. Las causas son la enfermedad hereditaria y el remordimiento tardío, que afecta a la vejez ante la muerte, habiendo perdido la conciencia del mundo y del cuerpo. Una segunda generación que dilapida el patrimonio de secretos despilfarrando la memoria, el pesar por la mancha familiar y la pulsión confesional catártica, pudiendo que la palabra rompa el silencio. Ahora lo sé: es irrelevante si sucedió en Zamora mismo, dentro del casco urbano original o en los alrededores en la zona del sur; si dedujera con claridad el color local ello le birlaría al relato la condición de herida abierta para llegar al final. Se sabía en todo caso que fue París la vía de escape, lo que era pretender buscar la aguja en el pajar. Alguien, en las peñas de café donde la violencia es acumulación de anécdotas deslizadas del saqueo a la humorada dejó caer lo oculto durante un tercio de siglo.
-El Rubio no se mudaría de Monge por nada del mundo.
Eso es lo que decía en la última carta franqueada desde el exilio dorado, se produjo el escándalo sin ser inmediato, reducir la información de París y sus alrededores a una estación del Metro del 5º distrito era enorme, tenía el vértigo de la información cayendo sobre el torbellino voraz de círculos concéntricos. Entre ese recuerdo y la búsqueda pasaron más de seis meses, tiempo necesario para la expansión del rumor que tiene consecuencias despertando conexiones dormidas; como cuando se enciende una radio de las primeras, después de haber estado treinta años arrumbada en una buhardilla y las bujías tardan en entablar su conexión debilitada.
– ¿Ahora qué harás?
La decisión fue instalarse en las inmediaciones del Metro Place Monge y buscar esperando. Las pistas originales fueron deformadas por la marea de calendarios; faltando informaciones sobre la vida reciente, el encuentro podría ocurrir sólo bajo la apariencia de un reconocimiento vertiginoso sin que mediara palabra alguna, parecía que la decisión de muerte estaba intacta y no era el caso. La muerte podía transformarse en frustración repetida, como si el Rubio en el cortejo del terror pudiera discernir la razón del gesto. Así considerado, el castigo sería golpe de dioses exilados y siendo optimistas caería sobre un anciano desmemoriado. La venganza resultaría de una reconstrucción minuciosa, si la totalidad era merecedora de la pena el ajusticiado debería reconocer en el último segundo la réplica concreta, el relámpago llevándolo a admitir su muerte violenta. Castro especuló con todas las modalidades posibles cuando llegara el instante, sin saber qué hacer con la distancia de treinta y cinco años. El operativo fue demasiado planeado como para incurrir en el error; y una tarde de fines de abril Castro tomó posesión de un modesto dos piezas, baño y cocina cerca de la estación de Metro Place Monge en la capital francesa.
Lo único concreto con asidero resulta la zona del Metro Place Monge. París prescinde del acento de personajes de paso y la ciudad donde la historia nuestra comenzó, los hace hablar un francés macarrónico con dejo castellano para comprar el pan y remendar la suela de los zapatos, entrar a La Poste a retirar encomiendas terrestres y elegir uno entre los parques públicos cuando el sol se decida a brillar pocas veces al año. No requiere esfuerzo para confundir fechas, hoy mismo si se modifican los anuncios de la plaza la escena podría ocurrir con veinte años de diferencia. Lo que París preserva es la semilla de la historia, que tiene algo de antigua y modernidad por la condición de los crímenes cometidos; fue la ciudad de la agitación por siglos y del poder intelectual, hasta que aceptaron sin resistencia que lo valioso venía del otro lado del Atlántico norte. Después de varias décadas de claudicación cultural colonialista vivida con gozo sospechoso, está cubierta por tres condiciones a la vista de todos. Evoca un corral lujoso, asediado por una batalla circular anunciando el tono del siglo XXI demoliendo la noción de progreso. La asimilan a un desmesurado Museo vitrificado, como si fuera la vitrina más visitada de la historia del arte; ya no se la coteja a Berlín y Buenos Aires, sino a parques de diversión para multitudes con hombres disfrazados de ardilla y castillos encantados de la bella durmiente. La ciudad se volvió chatarra de utopías de la historia, astillero abandonado donde llegan a morir actores de cuanta intentona hubo por el mundo de pretender cambiarlo. Hasta un poeta desesperado, nacido en un país borrado por la historia consideró la transformación del Sena en el Leteo a la altura del puente Mirabeau, desde donde se ve la playa tentadora de la muerte y que parece más bella que la caballeriza de esta orilla.
En la estación Place Monge se daría punto final a un episodio descarrilado de la Historia, las condiciones temporales perdieron densidad; en el minúsculo estudio de la calle Gracieuse esa promiscuidad de pasado y presente se llama purgatorio habitual. Castro viajó a París por la historia de un muerto, le constaba la indiferencia e incomprensión del mundo para lo que venía a concretar, se prometió calma en su iniciativa y los primeros meses estuvo atento sin agitación hasta que se sintió instalado. Quinto mes: el informante que quedó en la ciudad de allá donde ocurrió la traición, prometió justeza para alcanzar la identidad, confirmar si el espectro perseguido seguía perteneciendo al reino de este mundo. Noveno mes: recibió carta de la hija del informante diciendo que el padre falleció de un cáncer de páncreas; no habría manera de acelerar la justicia humana y debía encomendarse a la perseverancia del azar. Consideró renunciar a la misión, que luego resultó un ejercicio espiritual buscando fuerzas que lo ayudaran a la decisión. La novela por entregas de la separación duró un año; Castro tomó las disposiciones de familia y trabajo, economías y papeles para permanecer en París el tiempo que fuera necesario. La vida cambiaba de objetivo, aceptó la obstinación como prueba que Dios exige para medir su Fe y Determinación. Estaba convencido de ello y dejaría de andar por ahí como el pesquisa, no era fastidiando a vecinos con preguntas mal formuladas para hacerse entender que alcanzaría su objetivo. Los idiomas nunca fueron su fuerte, sabía que el milagro ocurriría llegando como una conversión; profesó votos de renuncia e incluso en los largos meses de verano se negó a conocer la ciudad caminando.
La torre Eiffel, el pasaje Vivienne y el puente Mirabeau desde donde se dice que se lanzó Paul Celan al río los conoció por postales y fotos de revistas. La plaza Voltaire y el cementerio de Montparnasse donde estaban las tumbas de Porfirio Díaz y César Vallejo fueron para él sitios distantes como Praga la mágica y Samarcanda. El territorio de Castro era un radio de pocos cientos de metros, donde la estación Place Monge de la línea siete del Metro de París era el centro del universo y como sólo caminaba por las arenas de Lutecia admitió la verdad de que el mundo sigue siendo un teatro violento. Seguro que los dos hombres se cruzaron y nunca se reencontraron, había segmentos pendientes en la situación que los unía. De conocerse la ciudad originaria y fechas ciertas el episodio debería deslizarse en una trama de intrigas, dispositivo rígido donde los hechos mandan en la lectura. Si los protagonistas tuvieran nombre reconocible por todos, la circunstancia tendería a un final violento e inesperado, la radicalidad de un ciclo que se cumple con estampido y el encuentro anunciado aunque violentara la realidad.
Como no todas las historias pendientes de sentencia suponen un final de comedia musical, en la estación Monge sobreviven arquetipos de los implicados, la sombra inconclusa de la venganza y cierta persistencia de lo narrado. El lugar de la memoria pedregosa sería esa estación de Metro y también de la cita que nunca fue. Castro envejeció en el quinto círculo parisino y no pasó un día sin recordar la misión mientras evitaba parques, fuentes iluminadas durante la noche y librerías de viejo. La frustración de las cuentas pendientes jamás erosionó su ánimo ni necesitó esa catarsis explosiva del asesinato, devaluada por series televisivas, películas y libros vendidos en estaciones de trenes, kioscos y aeropuertos. Estuvo varias veces a punto de acceder a información que pudo acelerar el encuentro; después de años renunció sin decidirlo por un sentimiento bondadoso –el odio estaba intacto- sino porque la espera lo llevó a una sabiduría superior. Intuyó una justicia de inspiración poética, intervención de leyes sin dictar trastocando objetivos racionales, las razones emotivas disponían la secuencia con otro orden en un purgatorio de satisfacción preferible para doblegar el transcurrir del Tiempo.
Recordó el Infierno dantesco y esa jurisprudencia inhumana por inolvidable, el castigo paradigmático decidido por monstruos del Averno enroscando la cola sobre los condenados y la constancia de que el horror se perpetúa eternamente. Castro decidió que la memoria del Rubio quedaría aprisionada en el círculo de ese asesinato con traición y supo que había un castigo más poderoso que la muerte. Era la condena de contar la infamia por la eternidad en confesión perpetua y que el único recuerdo que el Rubio tendría de su existencia. Sería el minuto cuando se transfiguró en miliciano carnívoro y luego en vecino infame; finalmente en alma sería confinada en el laberinto del barrio del Panteón y la Mezquita, de la rue Mouffetard con tabernas griegas y del Jardín de Plantas. Quedaría por la eternidad momificado en la estación Place Monge del Metro de París y ese sería el círculo de lo repetitivo. El trazado del Metro sería el castigo del presente, se volvió su círculo infernal con la edad que tenía cuando traicionó a la humanidad. Espectro condenado a contar su felonía sin omitir detalle, ni pedir perdón por lo ocurrido a viajeros aguardando una combinación para salir al aire libre; a quienes quisieran escuchar, si es que quedan todavía entre nosotros conciencias propensas a conocer dolores de otras guerras perdidas y así por siempre. Luego de contar el desprecio sin levantar la voz, la maquinación escatológica lo induciría a tirarse bajo las ruedas de los vagones y recomenzar cayendo al infinito.
Así por la eternidad, hasta hallar un viajero dispuesto a arrebatar la historia hasta la superficie emergiendo de abismos mecánicos y acuciado por contarla a los otros; hasta que uno entre ellos se decida a pasarla por escrito y el alma de Castro –que vislumbró la belleza terrible del procedimiento- descanse en paz. Ese día ficticio la línea 7 detendría su circulación por el tiempo indefinido que lleva leer este relato; durante el minuto anterior a esa hora el sentido podrido de la existencia del Rubio alcanzaría su epílogo: le restaría como recurso final acercarse a las vías paralelas de ojos abiertos, cuando los vagones se acercan a la estación y los altavoces justifican la suspensión del tráfico. Dirán con palabras inaudibles por la pésima acústica de los corredores, que la interrupción se debe a un accidente de pasajero en la circulación; es la norma municipal de anunciar en los transportes públicos que alguien decidió tirarse debajo de las ruedas del Metro. Entonces, los pasajeros a la espera consultarán su reloj pulsera –menos uno- sin ocultar el fastidio calculando el atraso que llevan –menos uno-. La Creación se detendrá a la espera de que el movimiento recomience, repitiendo el esperpento sabido del mundo caótico; dando vueltas de calesita y vueltas circulares y más vueltas alrededor, remedando infatigables estorninos volando de a tres perseguidos por otra pasión más poderosa que la Muerte.