Felisberto Hernández tenía razón y lo mismo Horacio Quiroga; este último insistía sobra la tenacidad creativa, de producción sin reposo y de ahí su famoso decálogo del perfecto cuentista, protocolos o mandamientos para lograr un cuento que será recordado sin que se extravíe en la deriva del olvido. Cuando Felisberto escribe su Explicación falsa de mis cuentos se ubica en la gestación botánica metafísica y en un intento frustrado de ubicar sus relatos en la instancia social de la recepción: explicar el origen de la idea, tiempo de la redacción, estrategias técnicas de escritura o sentido secreto detrás de la apariencia. En muchos casos la mejor exégesis es exógena al escritor, como sucede con la interpretación de los sueños, pero un ejercicio de introspección puede adelantar pistas. Leído algunos años después de haberlo publicado, debo decir que el grado cero de la historia narrada en ese cuento puede insinuar varios inicios. A ninguno le daría la prioridad exclusiva pero el momento de redactar el comentario, asoman convicciones que no recuerdo haberlas considerado en el momento de escribir la ficción, de hacer las correcciones del caso. Lo primero que viene a la superficie reflexiva es la dependencia con el proyecto del libro donde se halla el cuento y que se titulaba El submarino Peral. Esos cuentos querían jugar con la presunción de que todo cuento narra dos historias, una visible en el texto y la otra menos evidente o tapada por las brumas, esa niebla que nos hace confundir las bestias cuando leemos El mastín de los Baskerville. En el libro, el submarino fue el artefacto narrativo que permitía acercarme -tomando el riesgo del naufragio- a la parte sumergida del iceberg tan evocada por Hemingway. Quizá por eso la historia ocurre en la zona donde vivió el autor de París era una fiesta, cerca de la plaza de la Contraescarpe que guarda todavía un encanto retro. Ese distrito 5° de París tiene algo de los juegos con el tiempo, como sucede con la película de Woody Allen, la propia configuración del barrio lo protege de las evoluciones de la modernidad. En un perímetro reducido que se puede recorrer caminando, están el paseo de la rue Mouffetard con sus tabernas griegas, la mezquita de París, el circo romano de las arenas de Lutecia, la Escuela Normal Superior, el Jardin des Plantes, las calles del azar de Rayuela, el hotel de los uruguayos en la calle Cuyas y la Sorbonne. En ese paisaje de barrio latino está la estación de metro Place Monge, solitaria y que parece error de ingeniería o trampa llevando a los mundos subterráneos, lugares donde se puede hablar con los muertos. Ahí se congregaron historias parecidas y diferentes, de violencia fascista armada en la lengua castellana y que me interesaron desde joven. La guerra civil española por eso de lecturas, familia y vecindad; la dictadura en Uruguay por razones obvias. En ambos casos más allá de sacudimientos colectivos, que otros contaron mejor y se siguen sintiendo medio siglo después, me llamaban las tragedias individuales. La caída disfrutada en la abyección represora, el deseo de venganza partisana que se va diluyendo, los exilios trastocando los planes de vida y el trabajo del tiempo en el juego ingobernable de espejos deformantes. Ese lugar parisino era buen escenario porque fue recibiendo desde hace siglos diferentes destierros, cobijando la parte sumergida de revoluciones que quedaron estancadas en el lodo con sangre y utopías que se resuelven en el exilio y el epitafio morirás lejos que escribió José Emilio Pacheco. Episodios nacionales que hacen inolvidable filmes como La guerra terminó de Alain Resnais del año 1966, que advertía sin decirlo que la historia tiende a repetirse y otros serían los exiliados incluyendo uruguayos. La historia que narra el cuento es tan vieja como todas las batallas, el azar decidió que se tratara de España y pudo haber sucedido en cualquier país de América Latina. Seguro que todos conocen historias parecidas, el juego perverso entre la tradición y la venganza que también envejece como los protagonistas sobrevivientes. Cada suceso pequeño dentro del gran magma más los que no tienen notoriedad periodística, es a la vez excepción y metonimia, anécdota que se continúa mientras alguien la repita. Así hasta que el olvido haga su tarea; como en El entenado de Juan José Saer, toda tribu preserva un cautivo sobreviviente que escriba la crónica, sin excesivo énfasis, reteniendo el dolor, al final de su propia vida, rescatando la epopeya de otros que desaparecieron, luego de vivir en un lugar, no hace de ello demasiado tiempo, cuando el Uruguay y el Plata vivían su salvaje primavera…