Place de la Contrescarpe (1924)

-París era una fiesta-

Continuaba preguntándome –durante la expedición narrativa- igual que hace años cuando nació mi curiosidad por la muerte de Arolas: ¿mentiría la ficha recobrada, marrón de oscuridad y polvo infiltrada del archivo del Hospital Bichat de la capital francesa? En la fotografía reproduciendo el documento original del hospital estaba escrito “tuberculosis pulmonar” … tuberculosis pulmonar y leyendo esa caligrafía tenía derecho a dudar si allí estaba escrito tuberculosis pulmonar. La información que contenía la hoja clínica daba para desconfiar, algo debía esconderse en ese prodigio de exactitud para salvar las apariencias. 18h. 55 del 29 de septiembre de 1924. Si eran ciertos los signos manuscritos aplicados sobre la cartulina, el hombre que murió en aquel minuto cincuenta y cinco podía haber sido Lorenzo que después fue Eduardo o un Eduardo que nunca fue Lorenzo.

Como lo conjeturó Jorge Luís Borges en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius: “Hacia 1924 arreciaron los hechos.”

En 1923 Arolas estaba en Madrid, va por última vez a Paris en tren y llegamos al año decisivo. En enero muere el camarada Vladimir Illitvh Oulianov, el polaco Wladyslaw Remont se ve atribuido el Premio Nóbel de Literatura. El 5 de junio de 1924 muere el Dr. Franz Kafka y Milena hace pública la noticia. El 9 de junio de 1924 Uruguay gana su primer título olímpico de fútbol; el primero en la historia había sido la selección de Bélgica. El 9 de septiembre de madrugada le propinan a Arolas una gran paliza, tal vez por líos de polleras con su amiga Bernadette que danzaba en Le Perroquet.

El 29 de septiembre es que Arolas muere y es ahí por donde surge la leyenda de las dos muertes. Mi interés de entonces se topaba con la imposibilidad de resolver ese enigma, quizá de haberlo querido pude haber investigado y todo hubiera finalizado en una ortodoxia que nunca sería superior al misterio indeterminado. Menos supongo que supiera hacerlo y me hubiera consumido tiempo precioso el dar con la buena puerta a golpear. Tarde o temprano alguien lo hará, el enigma será resuelto y tampoco era mi tarea primordial. A la espera de esa confirmación inventé la breve historia de ficción de un viajero polizonte del Tiempo que llevé a París –con el centro de operaciones en la place de la Contrescarpe- y lo instalé en el verano del 24; entre el final de la Olimpíada –4 de mayo al 27 de junio- que coronó a Uruguay medalla de oro de fútbol -ganándole 3 a 0 a Suiza, creo que el 9 de Junio- y la muerte de Arolas el 29 de septiembre siguiente.

-antes éramos campeones-

Los días del verano parisino parecen aglutinarse y todas las noches ser la única noche mágica de garufa corrida, que dura del 5 de junio al 29 de septiembre de 1924 con final infeliz. Nunca faltan encontrones cuando un pobre de divierte, decía un tango cantado por Alberto Marino. Mi personaje viajero vive esa sensación envolvente en un festejo tardío de los compatriotas que vienen de ganar su primera olimpíada. En lo intraducible de lenguas chapoteadas a medias se ve arrastrado a una pelea del momento, mientras quería conocer la ciudad donde Arolas vivió sus últimos días. Desde los 63 años que pasaron del hombre transportado, le asigné al bandoneonista la duda de una muerte menos de bohemia tuberculosa y más de compadrito nocturno. Era posible porque existe la leyenda de las dos muertes de Arolas en París, arbitrariedad relativa rompiendo el continuum espacio temporal, a la manera de lo que hizo Woody Allen en “Medianoche en París” –por otra parte sin haberme consultado- aunque el nexo era otro músico: Cole Porter y un fondo de novelistas americanos en París. Esa fascinación por la década de los años veinte del siglo pasado presente en cada fragmento de mi proyecto Praga era lo que venía trabajando. Un amigo entendido en cuestiones de sublimación me comentó que era tal vez porque coincidía con las fechas de nacimiento de mis padres y le prometí que lo pensaría.

Si bien recuerdo la película de Allen comienza con planos favorables de París, algunos bajo lluvia y música de clarinete que se escucha durante el paseo; un tema del gran Sydney Bechet titulado “Si tu vois ma mère”. Aquí debería terminar el asunto y a otra cosa… a manera de bis quisiera agregar la solución del primero de los cuentos de hace treinta años, final que decía más o menos lo siguiente:

…el triunfo futbolístico de los nuestros en tierras tan lejanas desató un poder inmediato de alternancia con lo insólito, retablo de maleficio orientado a engañar siete sentidos, confundiendo aquí y allá, ahora y futuro que pudo hermanar a los sudamericanos que participaban en la gran coincidencia, más a los orientales como yo de paso hacia el otro territorio. Estando en “la dimensión distinta” y teniendo poco en común con ese evento, me sentí implicado igual en festejos chauvinistas lejos del hogar formando parte de algo que parecía de otro planeta. Así que eso era también América… los deportistas una troupe venida de tierras extrañas y el primer circo de la modernidad; sin saberlo eran la caravana de lo que con el tiempo se transformaría en el mayor circo de la humanidad, donde los animales son los mismos domadores y la única gracia es el número que se repite hasta el infinito emulando a la Muralla China.

Mi afinidad por la vida de Arolas que era lo mío estaba distante del escándalo por la garra charrúa como si participáramos juntos del inicio de una era duplicada con secuelas impredecibles; sin ser lo mío estaba la casualidad fortuita: era despertar en el camarote de un barco belga de carga inmunda, sudando la gota gorda de la aventura y remontando el curso de la fatalidad hacia fuentes ignoradas del ramal de un río africano.

Una vez que se produjo el efecto de la primera descarga eléctrica, por días y es probable semanas los involucrados en la juerga (yo olvidando tener a mano trazas del paso de Arolas por París) seguimos brindando con vino blanco y tinto y verde y rosado, alegando con convicción a vidrio verde de botella francesa y corchos olvidados sobre mesas de madera, que lo vivido era una ceremonia premonitoria. Si aquello era un sueño realizado, por la fuerza de las escenas ninguno de los implicados en la ilusión estábamos preparados a despertar y París seguía siendo una fiesta hasta el fin de los tiempos.

Unos a los otros una y otra vez contábamos jugadas soberbias del partido final. Los pocos parroquianos que estuvieran la tarde mágica en el coqueto estadio de Colombes y asistentes privilegiados a la final Olímpica de fútbol, fueron embebidos con vinos de provincia. Se los preparara para un sacrificio del relato con sangre, tributo a pagar por revivir la dicha de haber estado allí, siendo como asistir a una obra de Shakespeare representada por la primera vez en El Globo original y antes del incendio de 1613. A pesar del esfuerzo de la tarea encomendada con dignidad, los elegíacos asumían la misión de ser relatores del origen del mito de una ceremonia deportiva, esa segunda o infinita vida del relato se volvía consagración de la primavera narrativa que para los extraños al río de la plata era irupción de otra cosmogonía cruel en los confines del universo.

Con ello la fuerza del inicio tenía un anuncio en clave y la intuición de destrucción igual de próxima, bastante borracho algún oriundo lagrimeaba solidario de emoción, creo que yo también lo hacía o era ese francés del norte llorando sin comprender la razón de la tristeza alegre. Los reunidos en un café popular de place de la Contrescarpe –la noche de la revelación- volvíamos con insistencia a releer por enésima vez los diarios atrasados, exagerado la gesta irrepetible -ejemplares que el patrón rescató de envolver pescados, vísceras y basura- buscando en las imágenes la estampa del negro Andrade levantando el puño de libertad y victoria. Más atrás de la alineación donde también destacaban Mazali, Nasazzi, Aripe y en el fondo de la fotografía movida se veían las gradas negras de gente del estadio olímpico de Colombes.

Fue anoche la falla que se abre al error de paralaje. El tiempo en París estaba demasiado frío para la época, el llamado “vasco” Urdinarán entró al café llevado por el error de la hazaña y sin terminar de creerlo. Estaba en el comienzo de la mayor hazaña de los tiempos modernos y era otro más entre los atletas victoriosos del Olimpo esférico. En mi condición de extranjero del Tiempo nunca supe quién fue que lo trajo esa noche, el vasco balbuceó que venía de recorrida final y para que durara lo que nunca debía finalizar, era su vuelta olímpica por los boliches antes de regresar a Uruguay en los próximos días; se supo de esa visita entre conocidos y en menos de dos horas se juntaron los elementos esenciales, vino, amigos, felicitaciones que empezaban a ser cargosas y repetidas. La despedida esa resultaba ser definitiva y la travesía en barco del Océano Atlántico había comenzado, los atletas americanos disfrutaban imaginando la locura del recibimiento multitudinario en los muelles del puerto de Montevideo, fue fácil en esa circunstancia pasar en el clima del café de euforia a tristeza sin transición controlada.

Sabiendo que al menos uno entre los parroquianos de esa noche volvía con el circo deportivo a tierra patria se me hizo un nudo en la garganta, atando envida sin ira con llanto, mordía en esos minutos de adioses la rabia por no saber romper mis filamentos con la París ficticia que se volvió puerto de amarre permanente, sentenciándome a ser un eterno anclado en la ciudad luz, fosforescencia final de la llamita de gas alumbrando ocasos de hogares suburbanos.

Así se apaga el ojo que me queda después de la paliza que me propinaron pude saberlo: mi caja negra registra –para que nadie decodifique en falso mientras mi cuerpo agonizante a nadie le interesa- un titular incoherente de vino y tóxico de provocación entre extranjeros extraviados en sus propios dialectos. Crónica trivial de café popular, extranjeros de paso, queridas fugaces que dicen llamarse Bernadette, quejas de bandoneón que ni interesa a las porteras de la rue Mouffetard. Un comadreo de paliza buscada y arremetidas torpes entre desconocidos que se van a las manos por cuestiones del momento. Un golpe doble en las costillas, otra patada en la cabeza cuando estaba revolcado en el suelo sin poder pararme de tanto que era el dolor; sabiendo que de esa nunca saldría con vida y cuidando en la agonía la integridad de las manos. Los dedos de la mano derecha que permitieron borrar en la ficha traficada del Hospital Bichat de París lo que -me consta y pagué el precio fuerte por saberlo – resulto una falacia.

Nunca más podría hacerlo con mis manos y lo lamento de todo corazón, reconforta conocer la veracidad de lo buscado al menos una vez al final de la vida. Las palabras tenían más verdad que la escritura de documentos cuando contaban, en voz de delación entre vahos de vinos malos y vómitos la versión escamoteada: el autor de “La cachila” murió de mala manera en riña de confusiones. Era fetén que los implicados en el caso de común acuerdo decidieron ocultar detalles del asunto y el chamullo ese de “tuberculosos pulmonar” fue un cuento del tío para engatusar a los pipiolos.

P.S

– ¿Y el “Shinano” Hugo, al fin de cuentas lo trajiste?

-Un poco de paciencia querido Juan Carlos… los torpedos del Archerfish fueron armados… el portaaviones japonés visto desde el periscopio semeja una isla que se mueve saliendo de Yokosura… pero entre el disparo y el impacto real en el mar de la leyenda pueden pasar muchísimo años… ¿pedimos un limoncillo?