El cometa Arolas

Ha muerto Eduardo Arolas,

Soy Juan y vengo a verlo.

Julián Centeya

-niebla de riachuelo-

¿Haría falta traducir el origen e intensidad de mi afinidad por la novela abrupta del músico? Creo que sería suficiente con saber que ese interés existe y de pretender explicarlo ¿cómo hacerlo para llegar al convencimiento compartido? Ello parece quimérico incluso dedicándole el tiempo que fuera necesario o resumirlo en la sensación arbitraria de que él compuso a mi entender el mejor tango de la tradición. Recuerdo que la secuencia que ahora me atrapa -hasta el mandado de dejarlo por escrito comenzó hace años.

La curiosidad por el personaje Arolas creció desde las primeras escuchas de sus temas con melodía desafiante; partituras que entraron en mi cotidiano mate y trepando con tenacidad de hiedra salvaje por muros medianeros hasta confundirse con la piedra. En gramática de existencia puede considerarse que era una pasión inútil concediendo que la vida sigue siendo la misma herida absurda de Catulo Castillo. Sus tangos tenían el poder de llevarme allá antes, más que alcanzar una bahía “Guardia Vieja” y agitaban la ficción contra el tiempo: guiándome mentalmente a una hipotética vida anterior coincidente con su tiempo sobre la Tierra. Era tal vez el deseo de haber pasado mi infancia en Buenos Aires cuando se terminaba el siglo XIX, añorar mi ciudad de Nacimiento –donde Arolas pasó un exilio amoroso- en 1916 y caminar la París irrepetible de 1924 entre mayo y septiembre.

Desde el primer encuentro que resultó decisivo fui trazando con paciencia, ayudado por libros y recortes de la prensa el meticuloso acercamiento a la figura de Arolas, que suponía fijada siendo percepción difusa. Se fue formando despacio una sombra crepuscular atrapante por el recurso crédulo de distanciarme de otros intereses inmediatos, estaba fatigado de cotejarme –por razones profesionales- con mentalidades prácticas. Rastreaba formas de conocimiento dependientes de la intuición, desde niño me familiaricé a desconfiar de los libros que siguen siendo impresión deformada de la verdad y asumía lo aprendido con fobia; loaba el exceso creativo y parajes mágicos repudiados, una verosimilitud sin pruebas de falacias orales. La memoria a tientas de mi abuelo en legado, sus aseveraciones sobre temas inverosímiles viniendo del territorio de la incertidumbre me ayudó a improvisar la biografía somera del Tigre del bandoneón –tan olvidado- que estaba dispuesto a consentir.

La versión menos visible que me interesaba y guardé por años en mi mente, capítulo tras capítulo en ciernes de pensamiento, sin lograr redactarla en extenso y se anclaba en fechas concretas. A conciencia pura planifiqué una peripecia de vía crucis supletivo y recorrí lugares que él supuestamente –me refiero a Arolas y no a mi abuelo- caminó en vida; tampoco fue casual o lo fue de forma incidental que me enamorara de una muchacha llamada Alicia con la que fui a París. Vivir en Montevideo – ¡donde se interpretó por primera vez La Cachila! – le aportó a mi proyecto apreciable ventaja espacio temporal, cruzarlo con factores reales favoreciendo el tránsito hacia lo velado.

Las casas bajas en los suburbios, la gente de paso yendo al trabajo y el perfil de la costa se alteró desde aquel pasear suyo –de Arolas- sobre adoquines veredas con perros, puentes de hierro y callejones que pretendía mías por empatía llegó a ser enfermiza. Me animaba creyendo estar en lo cierto, que si todo cambiaba alrededor, el horizonte permanecía idéntico y la curva del mar y el olor a tierra mojada por tres días de lluvias intensas en la región. Los calendarios transcurridos desde su vida hasta mi recorrido vicario deformaron perfiles dibujados por edificios de la modernidad, líneas curvas de arena gris por la suciedad, pliegues de rocas salpicadas por el arrastre del río con petróleo estarían allí por siempre. Eternas e inmutables como la niebla de Riachuelo, ocultando y protegiendo de entrometidos los secretos de su Barracas porteña.

Abandonado al influjo del personaje, envuelto por el enigma que corroía las horas de sueño y vigilia yo crucé varias veces el Río de la Plata. Desde la bahía montevideana busqué en el sur inaccesible del otro sur de Buenos Aires –la ciudad del músico- el rumor mecánico del tiempo faltante –pasado, crónicas, anécdotas, versiones deformadas, amnesia programada- dado por muerto y enterrado. Quise tomar desprevenido el paisaje de lo que fuera la zona roja de la ciudad de Arolas, robarle al interregno entre bostezo y despertar parte del sortilegio de noches irrepetible.

Estando del otro lado mientras la luz del día avanzaba iluminando la aventura humana, la ronda hacía de mí aprendiz arqueólogo buscando vestigios del futuro. Miraba o deseaba ver lo que era igual en circunstancias de ficción, entre vidrio y aluminio de edificios pervertidos de oficinas y ascensores, el paisaje ruinoso de corralones del pasado finisecular. Creía escuchar voces de la ciudad que era el centro coral de algo mío, proyectaba en el cromado de carrocerías cruzando bulevares, yendo a un sitio desconocido al que debía en la próxima hora el choque de facones asesinos, cuchillos de matarifes, hojas de religiosos empujados por bramidos de víctima y testigo, alaridos filtrados entre frenadas, bocinas, arranques a destiempo, mientras el semáforo dando paso a los bosques se cambia a la luz que verde absenta.

-araca París-

Fue por esa puesta en escena de la historia colonial moderna escrita con sangre que en 1954 pasó inadvertido, por razones entendibles un episodio menor involucrando a cierta burocracia ministerial sin rango casi e inventora de archivos duplicados. Funcionarios que, entre el dolor de hacer el conteo oficial de paracaidistas caídos en cumplimiento del deber por el honor de Francia y el archivo de discursos sobre Ho Chi Min (traducidos a la lengua de Bretón), documentó también la repatriación de los despojos de Eduardo (Lorenzo de su nombre de nacimiento cambiado en 1913) Arolas (Arola sin s en el apellido) músico e intérprete de origen argentino, hijo de padres franceses nacido en Barracas el 24 de febrero de 1892 bajo el signo de Piscis.

Papeleo obligado que pudo llevarse adelante con el apoyo de instituciones secretas tan extravagantes como la Sociedad de Lunfardo con sede en Buenos Aires y hasta Marianito Mores metió mano en los trámites del cuerpo viajero. Divagaciones son esas, dijeron los funcionarios presupuestados quitando asientos y obligaciones cotidianas, a la hora del aperitivo, dignas de pueblos del ecuador al sur… algo elementales según rumores, pero en esos meses de pésimas noticias del imperio menos amenazantes que los pérfidos Viet Minh. Si al menos el tal Arolas fuera comando ecuestre original de Tarbes… pero músico y extranjero era dadaísta para inspirar piedad ministerial. Pálida también era la crónica borrosa de Arolas en sus inicios; yo conocía lo suficiente de su vida intensa para distinguirla sin confusiones de la mía a pesar de la fascinación. Era esa conciencia de diferencia -la vida otra que pudo ser- lo que me atraía de Arolas desde la escucha de sus tangos en situación similar a su travesía secreta; partitura con fuerza de astro trasgresor de una ley musical y que por descuido estaba sin descifrar.

Cuando nació Lorenzo, que luego se cambió de nombre por Eduardo, Margarita su madre francesa tenía cuarenta y dos años, maternidad tardía para los criterios de comienzo de siglo; Enrique, el padre de Lorenzo y esposo de Margarita también era francés y siete años menor que su mujer. En ese primer dispositivo de pareja con edades y nacionalidad se cumplía la liturgia de biografía sospechosa, reiterándose la mitología de segunda zona con Arolas pródiga en fatalidades. En el aura de músicos, voces y textos cancioneros rioplatenses detecté la reiteración de paternidades urgentes y maternidades francesas. Lo mismo ocurre con la tendencia al cambio de nombre o confusión de identidades; entre casualidad y capricho de implicados se forman situaciones dignas de sustentar novelas por entregas del siglo pasado. Abundan documentos apócrifos, testimonios dudosos, falsedades simulando el pasado transfigurándolo y hasta inventar a conciencia pura “otro” pasado.

Está dispuesto el escenario propicio para el relato, ese conjunto de hechos evocados compone un magma de circunstancias oscuras, versión de los hechos que logra confundir el allá difuso y el acá sin perspectiva crítica, un ahora probable y otro entonces dudoso. La perplejidad sanciona por anticipado una evaluación histórica tendiente a la alternancia lúdica, haciendo que el deseo de una crónica veraz -cercando los episodios en su certeza inaprensible- termina por bifurcarse, se escinda o duplique. El detalle que todo lo trastoca fue que, por dilemas de drama sentimental dentro de la familia, el músico –El Tigre del bandoneón- se exiló hacia 1916 en Montevideo. Había de por medio su novia Delia y un hermano del músico… por una puñalada a traición en el riñón fraternal, Arolas penetró en dominios del Monte VI de los navegantes que puede alterar –así sucedió con los muñecos recargados en “Plata quemada” de Ricardo Piglia- la crónica policial porteña en un drama de repercusiones cósmicas.

Después rumbo a París con Alicia y mediante escalas a bordo del paquebote Lutetia –nombre original de la ciudad destino de la feliz pareja- con salones de baile circulares y piso de madera donde desplazarse danzando, terrazas a la intemperie contaminando la cadena del alma, salvavidas atados en cubierta con Lutetia escrito en semicírculo. Puede dudarse –dadas las circunstancias de la navegación por aquellos años- si el pasaje de la travesía que llegó a Marsella fue el mismo en número e identidad que el que abordó la nave unos días antes en el puerto de Trieste llevando hasta la costa francesa a nuestro Lorenzo Arolas en el primer viaje a París –dicen que por el año veinte-. Debió de ser de esos cruceros con pasado espectral y cuentos hundidos en travesías previas. Al estilo del Mary Celeste que pasó a la historia por abandono inexplicable de toda traza humana; barco italiano con fantasmas a bordo de tragedias pretéritas y que tiene reservado una cabina para el Maligno, efectos cómicos de comedias en alta mar recorriendo poblados camarotes de tercera y mientras se calca la mísera condición humana en tierra.

En enero de 1922 nuestro Tigre estaba de vuelta en Montevideo, año antropófago de la marcha sobre Roma, el estremecimiento a la búsqueda del tiempo perdido y el día infinito devorando las horas de Dublín. Al parecer tenía en mente el segundo viaje a París y salió de Montevideo huyendo al verse implicado en causas de accidente de circulación. El autor de “El Marne” debía poner un prudente océano de por medio, fue su penúltimo viaje a Paris y parecía que Arolas tenía un destino zarpando de situaciones de intensidad emoción. Hay razones atendibles para desconfiar si las últimas fotografías –sepia y borrosas que se conservan del músico, encontradas en una biblioteca privada de Lille- antes de que falleciera reproducen la imagen verdadera del Arolas que zarpó desde el otro lado de Italia, tal vez para buscar publicar en París la partitura de alguno de sus tangos. Lo más probable es que fuera tras la huella de los padres y de la producción musical de Arolas luego de ese viaje sólo se tienen noticias de la composición titulada “Place Pigalle”. Episodio extraño, único tango, último tango en París después del silencio tan prolongado.

La sospechosa puesta en paréntesis de la creación una vez instalado Arolas en París, esa grosera aporía estadística ocultaba una explicación que podría ser fácil de entender; si pensamos en ello como planteo enigma una hipótesis queda insinuada. Fórmula explicativa suspendida en conjeturas de lo probable y latente, insuficiente para afirmar que es el primer momento de la decepción. Dicho tráfico en tiempo de tensión, después del segundo fin del mundo personal que produjo un cambio radical en el músico, alterando la luminosidad de orígenes y finales, se disuelve –por falta de información- en la trampa de quienes llegamos después y estamos fuera. Se congela como líquido alquímico a la intemperie formando un puzle de teorías dispares. Dentro de una sucesión de hechos alterados, retorciendo testimonio que mienten, pruebas materiales engatusando sentidos. Forzando a distinguir formas allí donde no hay nada para ver, llevando a desconfiar de la lotería clandestina del sentido común. En nuestra lengua biografía suena a biógrafo, lección de geografía y su sentido es embustero como la misma escritura.

A la distancia encubierta de la memoria social y con esas inquietudes rondándome minuto a minuto -según persiste mi obsesión de pensar en aquello- sólo restaba creerle a M. Eugenio Dollet -numerario ejemplar de la administración francesa, de cuarenta y tres años de edad- que después del deceso ambiguo del extranjero declaró por su honor ante las autoridades, conocer el susodicho Arolas consignado en el informe forense; sin aclarar -detalle curioso para quienes nos interesamos en el tema- si muerto y anotado en el certificado eran la misma persona. Distante de la información administrativa fue prudente desconfiar, exagerando y siendo mi tendencia podía pensarse en una hipotética conspiración. Racionalizando con tino, admitir el deslizamiento del error involuntario que concilie o explique dos finales de la vida a nuestra disposición y coexistiendo con empeño. Ello a pesar de papeles que vienen en ayuda y la eficacia de fotocopiadoras última generación reproduciendo documentos certificados incluyendo los errores humanos.

El prolongado silencio creativo de alguien como Arolas, que compuso cuatro tangos en una sola jornada de trabajo ininterrumpido, me llevaron a suponer para Arolas una tonalidad de muerte con pocos elementos nobles. Presentía en el último tramo de su vida urgencias, predestinaciones y encubrimientos inocultables, verdades necesitadas de ser dichas y también ocultadas. Se abría un inextricable tramado de historias próximas y en una de ellas –imposible de discernir hasta sentirme incluido como personaje- sabía que estaba metido hasta el cuello.

Durante años se instaló la duda mientras crecía en mi la convicción de que aquella expeditiva “tuberculosis pulmonar”, recurrida para obviar circunstancias penosas era formulación grotesca de otra forma de final que por razones espurias, pretendía ocultarse en el presente. Otras versiones supuse de la historia a venir y como nunca llegaría a la versión verdadera, me inventé puerta de emergencia una para huir de la trama sofocando mis otros proyectos literarios.