Un tango de pianola por Libertad Lamarque

UNO

-De verdad cariñito, quienes venimos de allá, del otro lado, tú bien sabes, nos conocemos poquito entre nosotros.

Había sido otra noche de aquellas sin que nadie del público le pidiera a Gilda de Castro un bis antes de que abandonara el escenario. Infinita boquilla de nácar y cigarrillo oriental recién encendido, con la primera bocanada de humo desplegando volutas turcas envolvió, espesa esfera gris cenicienta, la cabeza del muchacho de cabello en caracoles y parafinado, de mirada dulcísima. Abrumado por esa turbonada de tabacal exótico y ejercicios bronquiales de absoluta pericia, Aldo Scalabrini, acaso Raúl San Martín como debía figurar en marquesinas fantaseadas, se la quedó mirando igual que la loca del cuento cuando encontró un marabú gigante en la bañera.

Ella, la única, estaba bastante tomada desde temprano y exudaba aromas contradictorias de lociones baratas, superpuestas al desgano orgánico con el perfume de axilas depiladas y atributos de nacimiento comprimidos durante muchas horas de espera para actuar. La seducción de Gilda necesitaba reciclarse de continuo y en cualquier circunstancia, ponerse a prueba a toda hora acentuando más el error del pasaporte revolucionario: José Palacios “pero Palacios de jade, dignos de un Oriente lejano” como le aclaraba a funcionarios distraídos, que buscaban coincidencias imposibles entre la realidad y los asertos del Ministerio de Relaciones Exteriores, entre unas pestañas implantadas y el contundente sonido del José tan rotundo y evangelizador, sublimado por siglos de abuso, sustentado sobre una dudosa paternidad según contaron los cuatro santos aquellos.

Es deber prioritario de reinas seducir asimismo después de apagados los focos cuando la noche dio la última función por terminada. Esa vez del encuentro fue innecesario esmerarse en desplegar el abanico de encantos tocado en las puntas con sugestivos signos primerizos de deterioro. Raúl o Aldo estaba distante del tipo de hombrón codiciado por ella cuando bebe unas copas de más; si un encanto especial tenía el muchacho en cuestión, era el de semejarse a los hombres anónimos de las fotografías antiguas, rostros preservados en marcos ovalados, vestidos para ir a la cita con el magnesio como quien va al encuentro de la eternidad. Ahora, entre la escala de las ASA y la costumbre patética de escindir un segundo hasta en dos mil fracciones, se logró el absurdo de aprisionar la nada perdiéndose para siempre la duración sublime del instante.

Las máquinas de antes no se ensamblaban para guardar imágenes, se armaban resorte a resorte con la finalidad de expropiar unas gotas de tiempo. Tenían razón los aguerridos apaches desollando fotógrafos ambulantes, cuatreros del segundo distante entre la explosión de polvos luminosos y el registro invertido, el tráfico mágico a través de lentillas pulidas en Holanda, hasta fundir el gesto irrepetible al respaldo de plaquetas impregnados de sales de nitrato. Esa inocencia anómala de postal descolorida comprada al montón en ferias vecinales –luego lo supo Gilda cuando iba creciendo-, fue el inicio de otra fascinación descartada hacía tiempo de su vida, conocida por el apodo de amor fulminante. Para la fantasía incontenible de José era la oportunidad, sin necesidad de apelar a la convención supuesta en todo disfraz, de hacer el amor con parientes lejanos y tíos abuelos a quienes nunca conoció en la infancia. Lo que José sintió a primera vista trascendió la urgencia de pirarse en la cama; era una paz interior, lento deshacerse de devaneos, evoluciones felices apropiadas para caballeros ávidos de equívocos sobreentendidos y la competencia desigual con señoras espléndidas de las primeras filas de butacas.

Ella adivinó en los ojos de Raúl la retraída voluntad de insistir en el fracaso; como reina blanca vaticinando su final en pocos movimientos de trebejos oscuros, depuso las defensas y tentó tímida e inexperta, cual una quinceañera, el diálogo desmaquillado, sin miedo ni vergüenza de abrigar sinceramente las ganas en ella de vivir, al menos por última vez, una historia romántica por verdadera, aventura del corazón parecida a algún bis que ya nadie le pide de su amplio y selecto repertorio de boleros inolvidables. Se conocieron en un París de hace muchísimos años antes de exilios y sublevaciones tricontinentales, cuando la batalla de Argelia y el existencialismo dejaban para América del Sur al borde del río Sena poco más que el chachachá, pingüinos australes y la palabra gaucho descifrada en cuatro vértices brillantes de la Cruz del Sur. Después vinieron muchas cosas a la ciudad francesa que no pudieron disolver la historia de amor que todavía recuerdan viejos camareros de la rue Jacob, que cuentan entre lengua floristas que están en Saint-Germain-des-Prés desde Ducasse, desde Rimbaud y antes. Desde después: cuando se le llamaba espíritu de riesgo a las ganas de olvidar el hambre y un sueño de plumas, escenarios fastuosos y temporadas interminables barloventeaban en revistas ilustradas que, por indescriptibles malabares de canje compra y venta llegaban a los muchachos de los pueblos más remotos del continente americano.

Cuando José intuyó la existencia de un lugar como Montmartre le estremecieron el cuerpo las ganas de vivir en la ciudad donde bailaba la negra Josephine. Dejó de ser la mariquita del barrio, puteando salió de su pueblo con nombre de santa para llegar a la capital de las columnas en días de calor sofocante y puteando subió a un trasatlántico con destino a Le Havre prometiéndose nunca más volver ni cuando muriera la bruja de la madre. Con esfuerzo sin tregua y encanto innato para hacer creíble lo interpretado José consiguió trabajar en todas las salas de renombre en París. Pero luego La Historia, el Caprichoso Devenir del Mundo, la Traición del Mudar de las Cosas desalojó los boleros de las luces del Lido para subir a escena otros ritmos y estilos, distintas lenguas y cantantes. Fue así que las canciones de Gilda, condensación precisa de amores y odios absolutos, roídas por la pasión y los celos fueron refugiándose en calles laterales alejadas de grandes bulevares.

En el comienzo de la relación que recuerda esta historia Gilda cantaba en un night club regenteado por un portugués que se decía de Lisboa, dedicado también a otras actividades complementarias vinculadas con la euforia que deparan el sexo y las plantas prohibidas. Más por lo segundo que por virtudes dudosas del programa artístico, llegaban hasta allí y cada noche coletazos de esplendores tropicales y magnates protagónicos, play boys jugadores de polo, militares que oyeron el clarín del retiro, cónsules honorarios, agregados diversos de embajadas, parientes cercanos, amistades íntimas de gobiernos nacionales de los años cincuenta con leyendas de perros asesinos, matanzas clandestinas de civiles, Chivas Regal fluyendo por cañerías de puro oro macizo, reparto de dólares americanos al pobrerío, costumbres toleradas con simpatía en pueblos tan dotados para el baile y la siesta. En algunas temporadas se sucedían el rey del maní y de la piña, el señor del caucho o la toronja, el emperador del melón, de la papaya, el lord de la guayaba, el zar del melocotón y del tomate, el príncipe del plátano y la patata; un anárquico sistema de reino tropical donde la humedad y la semilla tenían su nobleza prestada y conquistada a machete ensangrentado. Era un París nostálgico con cotos reservados para trajes blancos con chaleco de seda y dientes de oro, anillos con esmeraldas dignas de sultán de Simbad, sombreros panamá y cigarreras de plata mexicana incrustadas con piedras preciosas del Amazonas.

La alianza perversa entre el baile acrobático, rock and roll, cintas de comedias musicales y la televisión recién inventada relegaron el efímero triunfo de José a un declive visible mes a mes. Las cuerdas de requintos reventaron, el cuero de las tumbadoras se estriaba hasta el silencio, la voz de Gilda comenzaba a tropezar en escollos y arrecifes de tequila, ron y del pastís anisado. De sus vestidos se desprendían las lentejuelas dejando lamparones de ausencia de brillitos y como si un animal bello se fuera escamando de pústulas injustas, las plumas volaban hasta el piso sucio para nunca más volver a ser recuperadas. Más de una noche salía a escena con la cáscara negra del crecimiento del pelo, un descuido en la correcta aplicación de la tinta L’Oreal. Las boquillas nacaradas, aquellas interminables del comienzo, cedían los dedos a Gitanes sin filtro que dejaban la piel de un amarillo playa sucia.

-Estamos embromados negra, hay que inventar alguna cosa para salir adelante.

Aldo Raúl Scalabrini San Martín había dejado en la noche inicial que lo envolviera el humo del tabaco. Era el primer gesto cariñoso que alguien le prestaba después de semanas deambulando, arrastrando la resignación de los recién llegados por las mismas calles y plazas de París. Sin atreverse a ir más allá de panaderías y pensiones conocidas donde le asignaron un crédito limitado, en tanto se acababan los pocos dólares guardados para situaciones de emergencia.

La madre, una muchacha rolliza hija directa de la colonia suiza lo parió con sufrimiento en el hospital de Carmelo en la costa litoral uruguaya; su padre, un italiano de paso a los viñedos de Chile prometió volver al fin de la cosecha y nunca regresó. Cuando pequeño Aldo veía por las noches el brillo de Buenos Aires cruzando el río por el puente del cielo, le atraían las luces nocturnas, lo prometido por la ciudad porteña y que él escuchaba en la radio de la cocina: la orquesta típica de Juan D’Arienzo llenando bailes populares, futbolistas uruguayos jugando en Boca Juniors definiendo sobre la hora campeonatos metropolitanos, películas cómicas en las que actuaba Luis Sandrini, los aguafuertes de Roberto Arlt escritos para la prensa.

Un día finalmente llegó, jovencísimo y decidido a las baldosas flojas de la calle Corrientes. Afirmando su convicción de integrarse a la capital porteña el uruguayo se aplicó de inmediato a tocar el bandoneón –que aprendió en campaña y a escondidas, sin maestro, en los largos días de la infancia- en cafés y salones de baile, dancings del bajo Leandro Alem. Llenaba él también la Plaza de Mayo con los descamisados, se jugaba la paga semanal a las patas lentas de un único potrillo los domingos de tarde en la pista barrosa de San Isidro. En la revolución libertadora que derrocó a Perón y lo mandó al exilio en cañonera, Raúl se salvó por milagro de una balacera callejera entre tiras y sindicalistas del movimiento. Sin pensarlo dos veces cruzó como pudo hasta Montevideo y una vez allí, sin volver a Carmelo ni para despedirse se embarcó en el Julio César con rumbo a Génova en la proa y destino a París en la valija.

Se le antojó tocar el bandoneón en la capital francesa para ganarse la vida, durante las noches de navegación acostado en los camarotes colectivos, arrullado por el fragor de motores vecinos del navío, él soñó con salir en las revistas que se agotan en los kioscos y actuar en la radio. Por esa apuesta continua a la precariedad que fue su vida desde el nacimiento, como si él mismo fuera un tango mediocre se metió sin pensarlo dos veces en la vida quemada de José y naturalmente como si hubieran bailado juntos desde antes, encontró en París el refugio necesitado donde dormir acompañado y un plato caliente de comida cada día.

La noche del encuentro con Gilda el portugués le había rechazado a Aldo una oferta, defendida sin convicción, para tocar un par de fines de semana en el club Saudade. Desanimado por el nuevo fracaso y con la copa paga por la casa se quedó a ver la actuación de los que tenían la suerte de trabajar, “por boludo, por ver algo, porque no tenía adónde ir” se justificó luego. Gilda se acercó al nuevo así como intrigada, había en ese muchacho triste algo de los tíos abuelos de la familia dispersa por la muerte, un aire de mundo desaparecido resguardado en un álbum de fotos que le mostraba la madre mientras le peinaba los bucles y le decía que eran igualitos a los de Shirley Temple. Sin ningún bis de miradas seductoras, José sintió un cariño inmenso e inmediato por ese hombre de pelito lubricado y ojeras de hambre, sintió desfallecer sus defensas contrarias al romance y admitió que estaría dispuesta a cualquier cosa por retenerlo a su lado, aceptando sin chistar todo lo que él dijera.

-Amorcito, somos una combinación explosiva de amores desencontrados que dará que hablar, le dijo después, cuando estaban juntos. ¡Qué importa! Haz como yo y acepta esta cosa linda que nos está pasando, linda, linda, incontrolable. Nunca le vamos a contar a nadie nuestros secretos, los pecados nuevos que venimos estrenando.

Estabas lejos y solo Raúl o Aldo, estabas triste y con hambre. De eso sabía José Palacios, plumífero ejemplar insobornable de su negarse a ser visto cara a cara después que las cremas arrasan bases y pinturas del maquillaje. Era insoportable sobrellevar sola o peor en compañía del espejo, el espectáculo cotidiano de arrugas en el cuello y carnes que se aflojan en los brazos. Con eso y la agonía de boleros cantados Gilda tenía un futuro de perspectivas desgarradoras. Para su felicidad, después de aquella primera noche halló en Aldo o Raúl la tranquilidad del hombre que la quería y que algunas madrugadas después de tomar mucho vino decía que todas las mujeres eran putas y empezando por su madre. José prefirió no indagar demasiado con preguntas las pocas veces que su hombre, ebrio y tartamudo lanzaba esos insultos, acompañando historias terribles que terminaban en traición y abandono. Durante esas horas de eclipse del cariño, ella duplicaba el propósito de hacerlo feliz igual que una santa.

Desde la primera conversación, cuando Gilda lo encontró derrotado como gorrión urbano y él la admiró obviando la derrota que se avecinaba, permanecieron juntos. Ella lo llevó a su casa, lo alimentó con esmero y lo dejó dormir sin exigirle nada a cambio, ni siquiera el mínimo peaje de un beso hacia la madrugada. Al amanecer Aldo le hizo el amor con una ternura violenta, descubriendo que a las letras de tango, por pudor y vergüenza, por hipocresía reprimida les faltaba el cariño con dolor de otras historias silenciadas. Cada noche llegaban juntos al night club y Aldo la esperaba hasta la madrugada para ir luego a tomar sopa de cebolla con vino, a veces chocolate a la española con churros en los lugares abiertos cerca de los mercados mientras amanecía.

Sin preocuparse de la indiferencia reinante en el local José cantaba boleros como nunca. El portugués y los camareros volvían a escucharla después de semanas de olvido y hacían callar a las mesas barullentas mientras Gilda se prodigaba delante del micrófono. De esa boca roja hasta el escándalo salía una envidiable voz enamorada, asegurando la certeza de que todo era dicho para un solo hombre. Mientras el negocio se fundía por razones que se decidían lejos de la barra del bar, José fue más Reina que nunca encima del escenario desvencijado igual que cama de hotelucho de paso. Después que pasaron dos semanas de sospechas y recelos todos debieron admitir que Aldo, más que un vividor circunstancial, era un enamorado discreto que detuvo de momento la caída sin remedio de José. Asimismo y con tristeza presentían el inexorable final de la vida artística del caribeño, sin saberlo o sabiéndolo Gilda era un símbolo a demoler de un mundo vencido después de cantar amores que a nadie interesaban, eclipse solar y lunar de voces aterciopeladas, trastoque de mundos infantiles y realidades hojeadas en revistas ilustradas.

Era una pena, precisamente ahora que la pareja vivía el punto sin retorno desde el que resulta imposible volver a ningún lado. Los dos perdieron el billete de retorno al pasado, les restaba apurar la vida hasta la muerte, sobrevivir echándose hacia adelante y revolcarse en un solo sentido. Gilda había ahorrado unos francos pensando en el futuro después que un colombiano la dejó, sin despedirse de palabra exceptuando la golpiza que pareció más brutal que las anteriores, por una pasión compatriota nueve años menor, casi una colegiala. Con ese menguado capital podrían sobrevivir unos meses, hasta que algo apareciera; todo lo hecho parecía perdido, la ternura inquebrantable de la pareja sería insuficiente para pagar el alquiler y comprar el pan.

Ellos vivían en una pieza amplia con baño separado, cocina empotrada y pequeño balcón repleto de macetas, bien ubicado eso sí cerca de los lugares del espectáculo. Lo que faltaba era trabajo. En las vigilias de rabia e impaciencia una noche que pudo ser como cualquiera Aldo tuvo una revelación. Se le ocurrió un plan alocado que uniendo las hasta ahora aisladas habilidades de la pareja podía ayudarles a sobrevivir, si llegaba a funcionar se dijo que sería un golpe de efecto increíble. Era tan extraño en su simplicidad, que Raúl postergó varios días su consideración en pareja esperando la llegada de algún contrato que la calmara un poco.

Como esa salvación milagrosa se hacía esperar de manera preocupante, él volvía a rumiar el asunto sin terminar de decidirse a contárselo a José.

-Mi negro querido ¿qué pasa? le preguntó viéndolo tan preocupado, creyendo que se trataba de algo relacionado a ellos.

-Nada, dejáme… contestó Aldo. Es una idea que me da vueltas y vueltas en la cabeza, pero es demasiado.

-Sabes que estamos fritos, liquidados casi y se está terminando el dinero. Si tú quieres que salga a hacer la calle dilo de una vez, no pierdes nada, dijo Gilda apelando a razones contundentes. Después de tantos meses juntos bueno sería que tuvieras vergüenza de pedirlo.

Aldo la escuchó y sonrió por el rumbo inesperado que tomaba la charla, podría haber sido una buena idea hace años pero ahora, veterano y desentrenado José lo pasaría muy mal tanto con clientes como con la policía y cofrades jóvenes de la zona del Bois. Para el eterno provinciano que él seguía siendo, era más ardua la comunicación del pensamiento que la misma idea, luego de pensarlo y con susto de estar equivocado se decidió a contarlo.

José estaba impaciente por el tenor de las revelaciones inminentes y se tomó tres tragos de ron para aguantar lo que viniera.

-Mi amor, tenés que empezar a cantar tangos, dijo Raúl hablando también para la nada, como si desde ese mismo momento deseara que nadie lo escuchara y menos la Reina Palacios.

-¡Pero qué rico! explotó José más tranquilo, embriagado en el son de la bebida y la locura inesperada de una propuesta hilarante, caída en medio de la pobreza creciente. Qué linda idea mi amor. ¿Te imaginas tú? Al mejor estilo Libertad Lamarque.

-Eso, José, aquí no camina, dijo Aldo e hizo una pausa como si pasara de una canción a otra. Tenés que cantar al estilo Hugo del Carril.

Cuando dijo el nombre del cantor Aldo recordó con nostalgia solidaria al viril intérprete -al que acompañó una vez en el estadio de Racing en Buenos Aires haciendo una suplencia- cantando a los cuatro vientos el himno “los muchachos peronistas…” mientras Evita salía las últimas tardes al balcón de la inmortalidad, para entregar su luz postrera a los cabecita negra venidos de toda Argentina a idolatrarla.

Palacios permaneció suspendido en cierto punto de la sorpresa, al principio creyó haber entendido mal y rio nerviosa defendiéndose, pensando que era inconcebible una broma tan cruel inventada por Aldo para herirla. Buscó con urgencia la mirada de su amor procurando la distensión de una complicidad descubierta y topó con un muro de silencio que fue la confirmación de lo escuchado: cantar al estilo Hugo del Carril. Habían entrado en el proyecto como debe hacerse para aprender a escuchar el tango, despacio y sin levantar casi la voz.

Ninguno habló de la cuestión en los días siguientes, continuaron viviendo peripecias cotidianas de una pareja cualquiera pero nada resultó como antes y una sombra de invitado molesto se instaló en la vida de ambos. José, en un gesto de resistencia y seducción desesperada, llevado por la angustia de oler otro final, en una mañana de locura gastó buena parte de los ahorros en juegos de ropa interior y que matarían de envidia a la primera línea de vedettes del Moulin Rouge. A instancias de José salieron varias noches a comer langosta, ostras, almejas, caracoles, moluscos indescriptibles, buscando en esas pulpas salobres dos olvidos improbables: la memoria de Aldo del sabor de la carne asada a la parrilla y su propuesta de una mutación en apariencia irrealizable. Cada vez la fiesta fue rociada con burbujas de champagne, José amaba la pirotecnia embotellada buscando distraer, simular el festejo por la firma de un contrato de condiciones favorables increíbles salvando el naufragio de la vida en común a último momento.

A manera de golpe definitivo sobre sus esperanzas, Gilda consiguió un pequeño trabajo para cantar en el aniversario de bodas del magnate de algún casillero de la tabla de Mendeleiev. Cuando salió del hogar estaba hermosísima, parecía joven y delgada; al regreso lloró desconsoladamente toda la noche. Veinte minutos entre borrachos manoseadores, fotógrafos impertinentes, niños corriendo en todas direcciones y ceremonias con pasteles gigantescos, para Gilda de Castro fue peor que el vacío total en el más infecto sótano. Ella estaba entregada, mansita y a punto. Aldo había aguardado esta circunstancia de sorda resignación y aceptación de la razón injusta del macho, dejando hacer a la mujer mientras él se preocupaba por la estadística de goleadores, la fortuna del crédito local en el campeonato sudamericano de los peso gallo.

La arropó con ternura, sabiendo que llegaba el momento de los cambios sin recurrir a gritos ni palabras de convencimiento. Acariciándole la cabeza sin peluca aguardó la desaparición de los últimos hipos después de la rabia y la presencia del sueño conciliador, le limpió la baba de los labios, la miró unos minutos como si estuviera despidiéndose de una buena amiga que mañana se embarca de regreso a las islas. Nunca se supo si alguna vez ella terminó de perdonarlo pero San Martín consideró su proceder como un acto de amor. Amanecía en París. Un gris ceniza creciente se expandía comenzando a individualizar los detalles de cada uno de los techos de la ciudad. El compacto toldo de nubes espesas, igual que claraboyas de conventillos del barrio de San Telmo que Aldo recordaba de Buenos Aires, se rajaba y dejando por momentos entrar débiles rayos de luz que Scalabrini consideró buena señal.

Sin dudar ni un instante en cada uno de los cambios, parecía que durante semanas o meses –desde la irrupción de la idea hasta el final de la apoteosis de José en la fiesta humillante- hubiera pensado cada detalle con premeditación y precisión de golpe de cincel sobre una esmeralda en bruto. “Si ella supiera estaría cantando Reloj queriendo retrasar el amanecer” pensó Raúl. La tradición tanguera prescribía que en los casos límite de fractura pasionaria el hombre debía «amurar» a la mujer. Es decir abandonarla en silencio sin denunciar paradero, llevándose dinero, enseres, ropa y dejando a manera de tiro de gracia una cartita manuscrita insultante, deseándole a la desgraciada de turno toda suerte de males en la vejez que avanza.

Dos razones le impedían al hombre de la casa orquestar esa variante de la canallada, antípoda irreconciliable con el coraje orillero de cuchilleros ancestrales: la amaba, incluso más que a la suiza que de pequeño lo castigaba, vengando en él la vida de mierda a que la condenó la seducción del italiano vitivinicultor; segundo, la serena e inamovible convicción de haber llegado a su hora artística. Sus manos trabajaron seguras sin vacilar en los gestos, como desplegando un airoso solo de bandoneón de las características melódicas de Canaro en París. Aldo comenzó por la mesa donde estaban los discos; en una caja de cartón destinada a latas de conserva de tomate, guardó los discos de Lucho Gatica, Pedro Vargas, Roberto Yanéz, el jovencísimo chileno Antonio Prieto y los clásicos de Los Panchos, suplantándolos por orquestas de nombre más itálico como Fressedo, Racciatti, Pugliese, músicos que hicieron el tango de los años cuarenta en el Río de la Plata. Luego bajó una fotografía de Josephine Baker, otra de María Félix y las suplantó por un fotograma ampliado de Tita Merello tal como se la vio en el film Mercado de abasto y la estampa clásica de Gardel en el Hipódromo de Maroñas de Montevideo. En un momento temió que José regresara del sueño y era hombre jugado.

Llegó hasta el baño, tiró los maquillajes por el retrete exceptuando la más liviana de las bases y la acetona para el último quite del esmalte de uñas; guardó una tintura especial para disolver la plata de la cabellera y colocó con cuidado en su lugar un frasco de gomina Glostora, recién traído de allá por un conocido. De arriba de la cama matrimonial desprendió las imágenes del santoral africano y colocó otra de santa Cecilia patrona de la música. En el maniquí donde José dejaba la peluca para galas de lujo, Aldo sustituyó la cabellera postiza por un flamante borsalino gris perla comprado en cuotas la semana anterior, eran escasos pormenores pero suficientes y definitivos.

Después, como quien aguarda la vuelta de la conciencia de un amigo baleado por asuntos al margen de la ley, Aldo acercó el taburete al borde de la cama, armó un cigarrillo al estilo sureño y aguardó el despertar de Gilda. Pasó así más de una hora, cuando José se desperezó encontró la misma mirada tierna, el aspecto de tío viejo de Raúl que tanto la impresionó la primera noche. Sin decir ni una palabra ella miró los cambios en la pieza y comprendió lo sucedido en un sueño que empezaba a parecerle demasiado largo. Si consideró por un instante replicar en histéricas reacciones las reprimió ni tampoco exteriorizó un dolor reconcentrado. Apenas se deslizó en la lenta aceptación de las cosas que pasan, los cambios de la vida y la resignación terrible de la frase no hay mal que por bien no venga. Lo miró por segunda vez a los ojos sin decir nada, sin preguntar nada.

Estaban solos en su hogar en París y aunque entraba algún rayo de sol había algo de frío glacial en el ambiente. José se cubrió el pecho con el deshabillé y esperó las reacciones del marido a su estarse quietecita. Aldo, siempre parco en demostrar los sentimientos le hizo por fin, sin ocultar la timidez la pregunta que venía aplazando desde aquella noche del encuentro en el night club del portugués.

– ¿Querés un mate?

José dijo que sí con la cabeza, Aldo estaba más enamorado que nunca. Contento y con pericia gaucha, acomodó la cebadura de yerba de la mejor manera, levantó la caldera con cuidado sirviendo el agua caliente despacio junto a la bombilla, para que el mate sea sabroso con espumita.

-Tené cuidado que está hirviendo, le dijo.

José agarró el mate de guampa de los buenos y comenzó a chupar la bombilla lo mejor que pudo evitando hacer ruido con los labios. Aldo estiró la mano y colocó la púa sobre el disco de pasta negra, del aparato desvencijado salió la inconfundible introducción de la orquesta de Francisco Canaro. Luego la voz de Hugo del Carril llenó la habitación. Distante ahora de marchitas militantes a la gloria del Pocho, lanzando para ellos dos, para nadie, los versos desafiantes de Mano a Mano. Aldo miró a José a los ojos y sonrió.

-Pas mal, dijo Aldo vapuleando en esas dos palabras el francés que nunca terminó de pronunciar correctamente.

-Pas mal, mon amour, contestó Gilda, conteniendo apenas un llanto de amor resignado y entrega. Pas mal.

FUIMOS

La felicidad resultó ser un fuelle armónico de origen alemán de botoneras a los lados y podría durar con suerte unos cuantos meses, siendo recomendable estar alerta. Así como se abre se cierra según sea de una u otra manera el sonido es distinto y el destino también. La segunda transformación de José Palacios dolorosa por necesaria requirió paciencia, mucho amor y adoctrinamiento, lucha del combate sin descanso similar a la desintoxicación de un heroinómano. Algunas tardes de encierro reservadas para operar el cambio José se observaba en el espejo, veía el pelo corto peinado con raya al costado, párpados sin sombra, labios despintados e ingresaba en crisis agudas de llanto que aunaban insulto a San Martín, el recuerdo agresivo de amantes portentosos y desequilibrio de la identidad.

Paciente, Aldo trataba de serenarla mediante caricias que Gilda de Castro rechazaba con brusquedad, Si él digamos le alcanzaba una crema antiarrugas, la mayor parte de las veces el pote terminaba estrellado contra la pared dejando una mancha blanca, como si se hubiera aplastado con la suela de una zapatilla de yute un inofensivo insecto del paraíso perdido. José vivió el proceso como un viaje a los infiernos perdiéndose entre difumados círculos de identidades, un proyecto de visibles modificaciones exteriores desconociendo si retrocedía a una condición olvidada y salteada o por amor, inconciencia, debilidad y hambre se hallaba lanzada a una forma desconocida de insoportables abismos masculinos. El tratamiento fue una prueba dolorosa para la consistencia de la pareja. Como a medida que avanzaba la virilización exterior de Gilda el amor de Aldo era sostenido con ternura y apasionado erotismo las primeras asperezas fueron apaciguándose.

El proceso se encaminó por el diálogo y la conciencia de admitir que el verdadero desafío estaba fuera de esas cuatro paredes. Si José sufría la recaída, Scalabrini apelaba a la mano firme de macró marsellés cuando asegura con dosis calculada de violencia, oficio y fidelidad de otra nueva pupila reclutada en bailes del interior del país. Lo complicado de modificar eran los gestos insinuantes e hiperbólicos, herencia de una vida oficiando de tentadora profesional. Ello fue mejorando después de las primeras salidas de José en solitario, cuando comprendió que su desaparición del circuito artístico y de la vida a nadie le importaba. Supo que su arte pasado se esfumó sin dejar memoria en las calles de los artistas y que la fama es una jalea hecha sólo del fruto del presente. Aprendió sin que nadie le explicara su carencia de ayer, probó la droga gratificante de descubrir que la edad de una vedette cuando comienza a declinar, es la que inicia la buena estrella de los cantores de tango.

Esa impensada paradoja del tiempo le restituyó, dentro de un pasaje que cruzaba de una calle a otra entre olores de curry de Madrás, una felicidad que creía perdida de forma definitiva y comenzó a reír. Primero nerviosilla como cupletera histérica, luego a carcajadas de barítono borracho; apuró el paso, se sentó en una terraza y tomó una buena jarra de cerveza, lo que por semanas pareció un camino de dolor se volvió ejercicio de destreza y empecinamiento profesional.

Aldo, que entre sus modestas virtudes tenía un envidiable oído musical cuando la oyó cantar por primera vez intuyó algo distinto y acertó al afirmar que la voz era lo de menos. Así fue, la adecuación del registro canoro fue inmediato, un pequeño cambio en la colocación del diafragma, modificación en ritmos respiratorios, redistribución de usos de las cuerdas vocales y sencillos ejercicios de impostación lograron en Palacios el rápido hallazgo de una tonalidad seductora y triunfante capaz de hacer creíble, también en el nuevo género intentado las historias cantadas, demostrando su completo dominio del instrumental y el escenario. Para la otra parte, escondida en el entendimiento íntimo del sentido trasmitido por la voz los esfuerzos mayores correspondieron a Aldo. Noche a noche le contaba historias rioplatenses que incluían paredones a punto de derribarse, esquinas míticas y rosadas, tranvías, caminitos empedrados, faroles a media luz, parrilladas con borrachos melancólicos; a posteriori, una vez la escenografía instalada, desencuentros con novias, madres, muñecas rubias fieles y traidoras, en una argamasa de efectos destructores que a Gilda habituada a otro tipo de vida, la intrigaban y divertían alternativamente.

Cuando de común acuerdo creyeron que la tarea interior estaba cumplida a satisfacción emprendieron la salida con cautela. Aldo apostaba a que se daban condiciones para reiniciar un nuevo ciclo de tango en París luego de tres décadas de ostracismo y acertó; pensaba que el mundo del espectáculo estaba más receptivo al sufrimiento recatado que a la diversión constante y también estuvo acertado. Con el olfato de la picaresca inmigrante de su pasado italiano, propuso a varios empresarios un show sin grandes orquestas ni recaídas en el nefasto tango sinfónico. Sencillo e intimista, una propuesta jugada a la voz retocada de José, un par de guitarristas vestidos de negro de los que nunca faltan en París y un bandoneón. Buscó un repertorio selecto, escapando de estereotipos internacionales y sobre todo de La Cumparsita, procurando el modesto pero difícil objetivo de hacerles a los espectadores un nudo en la garganta y de ser posible otro en las tripas.

Debutaron el segundo viernes de un octubre casi olvidado por París, quienes asistieron al estreno supieron que allí se iniciaba un pequeño temblor en la ciudad. El público que los escuchó estaba excitado sin entender del todo la razón, la gente se sabía delante de algo diferente sin poder formularlo, aceptaba entregada cierta indefinida forma de prodigio. El resto fue una incontenible reacción en cadena de progresión geométrica, entusiastas y estratégicas reseñas periodísticas, sumadas a un rumor destinado a los grandes acontecimientos, lanzaron a esos perdedores a la laguna del éxito fulminante y sin que ellos estuvieran preparados para esa travesía de naufragio seguro.

Gilda, con experiencia sobre las tablas se acostumbró de inmediato al éxito de José Palacios; por el contrario, a Aldo Scalabrini le pesaba el reconocimiento fulgurante al maestro Raúl San Martín, responsable de arreglos y director musical del espectáculo. Los papeles de la comedia se invirtieron. José estaba contentísimo por haber logrado en la melodía rioplatense superar un desafío nunca antes emprendido por nadie. Echaba de menos boas y medias de seda reservadas para la vida privada, pero el contundente argumento de aplausos reiterados noche a noche podían postergar su nostalgia para el próximo verano.

En cambio el suceso a Raúl le regresó el miedo al fracaso iniciándole un período de fiebres de confuso diagnóstico.

-Le embocamos de casualidad negra, le comentaba sin entusiasmo a José. Esto se acaba, en cualquier momento se acaba…

Más que una melodía de arrabal la situación era un ejercicio de contrapunto. un tema se disparaba por la tonalidad de la promesa del triunfo sin barreras respondiéndole otro en clave depresiva acorralando a Raúl. Al punto de inducirlo a cuestionarse si había hecho bien en promover tanto cambio en la vida de la pareja.

Gilda tardó un tiempo en percatarse de lo sucedido, al principio temió la aparición de otra mujer en la vida de Aldo, tal vez un cantante sustituto e incluso una vez llegó a montarle una escena de celos injustificados. En su vida anterior esa movilidad de pasiones y abandono era tomada con la filosofía del cambio instantáneo. Se había habituado a sentir con el alma tanguera: el amor era el pozo de un aljibe, caída libre y suficiente, las tragedias se prolongan en el tiempo y nadie ni nada las hace olvidar. El dolor superlativoes un oscuro ensimismamiento de doble articulación, como los sonidos del instrumento de origen alemán acaso alcahuete de la pareja.

– ¿Qué te pasa mi bebé, dime qué te pasa, te puedo ayudar en algo?

-Y yo qué sé… no tiene nada que ver con nosotros, contestó Aldo. Un presentimiento feo.

-No puedo verte así, reaccionó José. Yo te llevo a santiguar por una negra.

-Dejáte de pavadas, querés. Esto se arregla con un par de días de descanso.

Aldo sufría de un mal incurable llamado recaída del desacomodo a vivir feliz, la contrariedad insalvable entre triunfo y corazonada. Aceptaba resignado el crecimiento de un quiste lacerante y creciendo en el mejor momento de su vida.

-Es raro, ninguno se da cuenta y este carnaval se termina, dijo Aldo.

Nunca pudo imaginar ese pesimista de arrabal amargo el tamaño impensable de las tragedias de los próximos años, cuando sus compatriotas fantasmas llevarían a los suburbios de París otras letras impregnadas de dolores inconsolables. La verdad era que desde el nacimiento Scalabrini estaba destinado al fracaso, con eso pensaba envejecer rumiando lo injusto de la vida, la maldad de la gente, la irrupción de oportunidades a destiempo. Nunca se sabe en tales casos; Aldo puede que hubiera deseado ser un bailarín de milonga, matar a alguien en un duelo criollo o ser el muerto, jugar de puntero derecho en la selección nacional y para cualquiera de esos destinos alternativos era tarde. Vivía en la pendiente y por más que quisieran ayudarlo primero tenía que tocar fondo; decía estar en una mala racha, se aconsejaba paciencia pues estaba llegando a lo peor y lo sabía.

Comenzó a tener pesadillas noche tras noche y faltando en París la quiniela italiana con la interpretación de los sueños, cada amanecer agregaba un nuevo signo a la catástrofe. El malestar estaba circunscrito a la vida interior y la aceptación profesional seguía en aumento. “Necesito otro cambio radical. Si tengo que perderme que mi mala suerte no contagie a los demás, menos que nadie a José.” pensó Aldo. Si quería hablar sólo podía contar con Raúl pues Aldo siempre fue hombre solitario y en aquellos tiempos la solidaridad consistía en pasar cigarrillos a un paisano en la mala. Los llegados a París por las suyas se sabían jugados a los naipes de la buena y de la mala suerte. Siempre hay un mientras de decisión en tiempos agitados, cuando por arte de prestidigitación las dudas se descartan, es un síntoma advertido apenas por el interesado y con Aldo sucedió promediando una actuación.

Esa noche José venía cantado de forma prodigiosa, con pasmosa seguridad y un retorno de público impensado meses atrás. Las mujeres lo observaban con codicia y admiración, los hombres con envidia y respeto.

Hubo un minuto de los versos proféticos:

Fuimos abrazados a la angustia de un presagio

por la noche de un camino sin salidas,

pálidos despojos de un naufragio

sacudidos por las olas del amor y de la vida.

Fuimos empujados en un viento desolado…

sombras de una sombra que tornaba del pasado.

Fuimos la esperanza que no llega, que no alcanza,

que no puede vislumbrar su tarde mansa.

Fuimos el viajero que ni implora, que no reza,

que no llora, que se echó a morir….

Se produjo la corazonada inmediata de sentirse un monstruo por haber forzado la transformación en José y ello era lo visible de un dolor agudo en la cabeza cada vez más frecuente. Aldo tenía delante de sus ojos corporizada la forma de la culpa: siguiendo los pasos de la salvación y privilegiando su egoísmo, según su razonamiento, él obligó a una coqueta chispeante mujer a ser un maniquí peinado a la gomina y era probable que algún día su creación se dejara crecer el bigote. Lo hizo con el terco objetivo de probar su intuición del suceso del tango ese año en París, se repetía. Pagaba un precio alto y el entusiasmo del público llenando las funciones era insuficiente para borrar el sentido de culpa.

Como hizo en días que parecían lejanísimos, Scalabrini se tomó un tiempo para elaborar un plan que fuera tan redentor como justiciero. Creía estar a tiempo para salvar a Gilda de Castro y como toda culpa necesita un dolor solidario, continuó padeciendo la punzada en la cabeza que se guardó de decirlo, aunque algunos días era insoportable postergando la lástima y cualquier aplazamiento en el nuevo proyecto. Aldo se percató según su entender demasiado tarde, del sufrimiento de Palacios al ver derruirse su universo, venirse abajo la puesta en escena para la cual se preparó durante años y que -sin pena ni gloria- dejó de despertar interés de un día para otro.

-Tenés que hacerte ver, le dijo José. Eso que te pasa es más que cansancio.

Aldo era supersticioso y testarudo para aceptar que pudiera estar enfermo, un tumor del tamaño de una avellana como reveló la autopsia que se hace en tales casos; él atribuía sus dolores a desórdenes de la mala suerte junto con alguna maldición de los envidiosos, de esos que nunca faltan. Decidió salir del escenario antes que lo echaran, “hay que saber colgar los guantes cuando se está arriba, sin esperar a babearse por la calle” se dijo, preparando en secreto su abandono con el cuidado del ladrón en puntas de pie saltando por las azoteas.

La noche inaudita Aldo acarició el bandoneón como nunca y el espectáculo fue soberbio. José estaba viviendo una alegría suprema de su nueva vida, la de ser aceptado y reconocido por el público sin comentarios irónicos. Tenía motivos para ello, eran pocos los capaces de sentir el orgullo del triunfo de mujer primero, como hombre después y habiendo procesado el salto sin cambiar de pareja. Una vez finalizado el espectáculo, cuando quedaron solos después de las visitas en camarines y del adiós a los músicos, Scalabrini improvisó un supuesto aniversario íntimo de la pareja. Con esa excusa propuso una cena distinta en los elegantes salones de La Coupole, el cantor aceptó dichoso disculpándose por la mala memoria para las fechas importantes y tanto que su hombre tomaba una iniciativa rara en él, siempre apurado por volver a la casa.

En el restaurante Aldo siguió tomando decisiones y ordenó al maître una cena sobre la base de mariscos variados, similar a los que José acostumbraba pedir en las noches previas al cambio anterior. Como al otro día podían quedarse hasta tarde en la cama abusaron del kir royal en el aperitivo y del Pouilly-Fumé hasta el fin de la cena que se prolongó hasta tarde.

-Soy tan feliz, dijo José y Aldo como sucedía siempre que su pareja le declaraba alguna cosa linda bajó la mirada, se puso colorado.

Salieron del restaurante por la gran puerta que les abrió un camarero y fueron hasta la casa caminando tomados del brazo como viejos amigos, riéndose de cualquier pavada, conversando sobre planes de futuro. Durante el trayecto Aldo disimuló lo mejor que pudo el dolor intenso en la cabeza y cuando llegaron a la pieza se demoró en el baño esperando que José se durmiera.

Cuando decidió salir José estaba en la cama roncando despacito, sin hacer ruido le sacó los zapatos y la tapó con una manta de abrigo; luego se acercó al balcón para mirar por última vez la noche parisina y fumó un cigarrillo como si abajo lo estuviera esperando el pelotón de fusilamiento. Le dio rabia llorar en secreto y dejó caer la colilla a la calle observando la espiral de la brasa recorriendo la caída. Decidido, Aldo fue hasta el baúl que había en la pieza y sacó de su interior una caja de cartón donde alguna vez hubo latas de tomates en conserva. Restituyó los discos de boleros, las fotos de las diosas latinas, el santoral multicolor, la peluca entre algunos frascos viejos y guardó en la misma caja el instrumental tanguero completo de la operación anterior.

Con lógica de final infeliz Aldo la abandonaba, ordenaba la habitación tal cual estaba antes de su aparición en la vida de Gilda de Castro, dejaba una libreta de ahorro abultada y sin tocar. Al marcharse y para ser coherente con su lejanísimo nacimiento en Carmelo dejó una nota en la mesita de luz. “Perdoname negra, tenés que entenderme. Nunca quise a nadie como a vos, te lo juro por mi vieja. Aldo.”                                                 Sin hacer ruido cerró la puerta de la pieza y bajó las escaleras desde el quinto piso hasta llegar a la calle.

Hubiera preferido una noche confusa con viento y temporal pero el cielo estaba claro, como si del otro lado del río flotaran las luces nocturnos de Buenos Aires diciéndole vení botija, dale, cruzá el río, vení. En su fuero íntimo agradeció que nadie estuviera a esa hora en las veredas, caminó con el rumbo de lo que siempre fue y llevado por el instinto de gato vagabundo abandonado en una ciudad desconocida, siguió el olfato de especie marginal buscando pilares oscuros de los puentes del Sena que conducen más rápido a la orilla de enfrente. Tuvo el malestar de ser poco original al entonar la despedida siendo el único acorde final que pudo componer; no eran tan cierto que los latinoamericanos que viven en París se conocen poco entre ellos.

La única verdad que Aldo se guardó por si algún despistado le pedía un bis de su romance era el recuerdo de Gilda tocada por una media luz celeste y milagrosa. Avanzando entre nubes de intensidad desconcertante, enfundada en un vestido ajustado de lamé envidiable con un tajo al costado izquierdo hasta la media pierna, acariciando el micrófono sobre la pequeña tarima de la boîte del portugués y cantando aquello de

solamente una vez

amé en la vida,

solamente una vez…