Últimas horas en Weimar

Mira las cosas que se van.
      Recuérdalas
porque no volverás
     a verlas nunca.

José Emilio Pacheco

W

La tradición de la sociedad fáustica, heterodoxa y refinada que autoriza el presente relato, se remonta al comienzo de siglo que el historiador Eric Hobsbawm llamó short. Aquellos eran momentos históricos de fervor social revolucionario en simultáneo a la soberbia científica donde todo era posible, nada del azar quedaba sin explicación; al conocimiento definitivo de los hombres le faltaban apenas el ajuste de unos pocos detalles -casi insignificantes- para dar por concluidos los misterios del Universo y la Materia. Los primeros anales del desorden, refieren una cena iniciática en los lujosos vagones del Transiberiano durante el trayecto de los Montes Urales a las ciudades soleadas del sur de Francia, compartida por un banquero vienés, más afortunado en las finanzas de lo que él se había propuesto en su primera especulación y un noble italiano, apasionado de las monarquías decadentes, empobrecido por amoríos vividos con varias diosas del music hall europeo y clarividente hasta la enajenación. Un cruce fortuito durante el último servicio del vagón restaurante al tercer día de viaje; lo curioso, fue que antes del encuentro y desde que el tren partió de la estación ambos hombres ni siquiera habían intercambiado los buenos días.

Desde el comienzo de la plática coincidieron en la llegada inminente de una era apocalíptica sin profecías, destructora eso sí de altísimos valores tradicionales en los cuales ellos creyeron desde antes de nacer. Tenían educación suficiente para rechazar formas de reacción violentas, eso de bombas molotov en los teatros lo complotaban los otros advenedizos y deseaban salir del siglo –si bien abatidos por la lógica enfermiza de los acontecimientos- sin perder la compostura. Una vez instalada la confianza aprensiva barajaron diversas opciones, el exotismo podría ser un camino adecuado casi altruista, pero eran hombres demasiado mayores para aventuras entre insectos voraces, vegetación tupida hasta el sofoco y alimañas venenosas.

Durante el juego de los posibles, cada uno reconoció en el otro su entusiasmo similar anhelando un proyecto utópico; menos estaban proclives a entregarse al culto ególatra del pasado personal o reclutando si ello fuera necesario a sus ancestros muertos, que los confundieran con depuestos príncipes sifilíticos en el exilio melancólico. Luego de ensayar aperturas a planes disparatados siguiendo el ceremonial de la cena, variantes que al mínimo análisis mostraban carencias evidentes, hallaron sin embargo una devoción compartida por la fuerza ejemplar de Goethe; motivo entusiasta para pedir al camarero la segunda, acaso una tercera botella de vino. Uno después del otro argumentó -con tino y brillo creciente- que toda pasión persistente por conocer una vida ajena, venerando reliquias, recordando sin error un fárrago de fechas y más cuando se olvidan los aniversarios de familiares próximos, tiene algo de malsana transferencia; similar a la porfía de recuerdos “traumáticos”, tal como lo dedujo con la ayuda de la cocaína un ilustrísimo compatriota del banquero.

De igual manera aceptaban la gracia de un cruce fugaz de experiencias, sin conceder por ello una identificación condenada al pastiche, caricatura y ridículo forzoso. Al ritmo de las copas de vino, ellos insinuaron la existencia de una vivencia del pasado que les resultaba grato recordar, ligera evocación dejándolos a las puertas de una empresa incierta, acaso tenebrosa y desafiante en su apariencia de irrealizable. Más atentos a los detalles, noble donjuanesco y banquero -que de niño subió a la Wiener Riesenrad del Prater, como lo habían hecho Harry Lime y Holly Martins- eludieron cabildeos simples, aplicándose más bien a definir su sentir en la menor cantidad de palabras; al fin de cuentas, lo irrefutable era la insistencia de similitudes con un tramo de la vida de Goethe, residual en la memoria junto a incalculables recuerdos personales. Conjeturaron que algo similar debía suceder con otras personas desconocidas, al menos una vez en la vida; eran pocos quienes poseían información cierta del antecedente (podía corresponder a Simón Bolívar, el emperador Adriano, Leopardi o Rasputín) y menos quienes concordaban con la existencia de Goethe.

Ese encuentro, paralelo a la vida como los rieles por los que se desplazaba a todo vapor la locomotora del Transiberiano, comprendía una hermandad secreta en la vertiente de valores positivos. Aceptada esa proposición era sencillo deducir la formulación consecuente: cuando alguien aísla y asume tal intersección de planes disímiles, lo calla por temor a la burla, lo silencia por prudencia mezclándolo con otros encuentros banales. Incitados por el vino, ellos atribuyeron al azar las consecuencias de una cena informal fértil en confesiones y una vez distendidos, se atrevieron a teorizar sobre los términos de una delicada conjura inofensiva. En el epílogo que imponía la copa de coñac, se supo que uno sintió la emoción de haber sido nombrado ministro de Carlos Augusto; el otro, una atracción irracional por el reino vegetal que lo condujo, contrariando leyes clorofílicas de la Botánica, a sostener la existencia de la “proto planta” localizada entre el musgo junto a vitrales conventuales y los bosques de la Selva Negra. Fue así que debieron sucederse los eventos en la superficie del relato; si hasta parece un argumento atildado de novelista inglés… siendo por mi parte narrador de la periferia, igual intentaré guardar el tono inicial y hasta el final del relato. Ello tampoco me impide dejar en medio de trayecto un par de líneas sinuosas de sospecha, decir que más allá de los juegos mentales de clases poderosas, la razón de Goethe como modelo mimético, responde acaso a la persistencia de mitos arcaicos afectando la evolución de los hechos. La tentación de todo hombre con Fe de que al menos una vez en la vida, el Mal absoluto le proponga alguno de sus pactos sensuales; que al sentir en el cuerpo soñando que la muerte comenzó su tarea, por un prodigio maléfico retorne a los abriles de la juventud, no a todos sino a unos pocos unidos a la única mujer inolvidable que bien vale una apostasía asumida.

Esa primera noche la euforia abusiva por tan poco era apenas el inicio, mientras que lo intrigante del plan fue la magnitud futura inconmensurable de lo iniciado; estaban convencidos –sin terminar de perdonarse no haberlo intuido en las horas previas- que en provincias recorridas por la locomotora había individuos que sintieron semejante llamado del espectro de Goethe. Era hora de convocar a esos predestinados errantes quienes, sumándose faustos a la conjura en ciernes, conformarían el renovado tiempo inmortal del hombre llamado Goethe, que cruzó como cometa incandescente épocas decisivas de la historia moderna. Viajando en el tren, ellos eran la prueba de que el tiempo vicario de Goethe seguía existiendo y de manera tangente a la inmortalidad.

A diferencia de lo otro teatral que el mundo proponía, su plan contra el tiempo rechazó el influjo del poder mercantil, supeditándose a factores sin capricho estaba recostado en la distracción, más que en la apertura y cierre de las Bolsas de Occidente. Decidieron que eran iniciadores de una tarea que los diluía en el presente ingobernable y ligándolos en una aventura con principio pero sin final; las últimas palabras cuando el vagón comedor estaba vacío, mientras un camarero aguardaba que se retiraran de la mesa para levantar el servicio, fueron la promesa de encontrarse en un restaurante de nombre ruso de Niza, en una noche precisa del próximo verano; fecha que ambos juraron retener en la memoria con una condición: haber resuelto la primera tarea que ponía a prueba lo conversado, consistente en el hallazgo, por lo menos de otro instante de Goethe cada uno.

Llevados por el amor a lo imposible que incita el Romanée-Conti, una convicción extravagante -al punto de cumplir lo supuesto en un apretón de manos antes de dirigirse a sus respectivos compartimentos- y los adioses en un tiempo oscilante de vagón restaurante, inmune al frío de la intemperie, ese enroque derivó a los meses en una cena para cinco comensales en los salones del restaurante de Niza, regenteado por una familia oriunda de San Petersburgo. La tradición quiere convencer a los continuadores que el camarero simuló su asombro esa noche al escuchar: “Señores, un brindis de emocionada alegría por los primeros cinco Minutos”, como si ese fuera el banquete celeste de divinidades cósmicas satisfechas por la invención de otro universo efímero.

Lo que luego sucedió fue urdido con la colaboración de servicios postales y entregas en propia mano cuyo contenido era ignorado por los mensajeros; tramado en clave de esquelas sugerentes que, entre datos sobre el valor bursátil del aluminio e incidentes raciales violentos en el sur de África, daban noticias de la incorporación del nuevo Minuto reclutado en tabernas de Leipzig, interesantísimo en algunos casos. Según cuentan, uno entre tantos quedó petrificado de emoción delante de una estatua de mármol romana, expuesta en un museo de provincia luego de la expedición de rapiña arqueológica con justificación científica. Otro aspirante, un tanto exaltado (lo excepcional de la empresa obligaba al criterio lato para el reclutamiento) insistía en la conveniencia de firmar pactos oscuros y se aceptó, con sentido práctico discutible y las reservas del caso, incorporaciones de rudos campesinos alpinos, seductores de muchachas rubias cuyo trágico final de embarazo era previsible.

La organización de inofensivos objetivos al cotejarla con los sacudones vividos en lo que va del siglo, descartó atribuirse símbolos exteriores de identificación y rituales pomposos de logia enciclopédica. Dentro de la humildad de protocolo tuvo dificultades para sortear la guerra del catorce y por milagro sobrevivió la del treinta y nueve; la mayoría de los Minutos reunidos eran personajes clave en uno u otro bando y algunos de los dos. El sentido de especie trascendiendo la historia contingente y voluntad de pocos miembros sin resentimiento, hizo posible una refundación frágil facilitando la continuidad. Promediando la década de los años cincuenta en Bonn, propuesto para recuperar el espíritu de cuerpo apremiado de urgentes cicatrizaciones, el evento pantalla, la actividad cortina de humo designada en coartada fue un congreso en memoria de Goethe. La camarilla secreto permaneció alejada de eventos sociales, camuflada en viajes de negocios ficticios; en esa ocasión, estudiosos venidos del mundo entero se despacharon sobre lecturas nuevas de episodios biográficos del escritor, sin sospechar que ante sus porfías rondaban verdades repetidas de momentos doblados de los cuales pretendían dar la versión rutilante. La tarea de identificación inmanente al grupo era más ambiciosa que las polémicas universitarias de anfiteatro, concluyentes la mayoría de las veces en un intercambio de separatas dedicadas, con avales de los estudios germánicos de Facultades famosas, la grabación en cinta de litigios que rara vez terminan impresos.

La Hora como se denominó sin mucha imaginación a esa comunidad trashumante, fue sensible sin llegar al paralelismo mecánico a inquietudes del mundo militar financiero, pasaje obligado por la condición estratégica de sus componentes; ello hizo admisible el ingreso de interesantes personalidades oriundas de Boston, Milán, Nueva Delhi y otros puntos expansivos del mundo. La pesquisa de oportunas coincidencias culturales, el hallazgo de excusas creíbles que logren entusiasmarlos, obligando cada trienio a un encuentro encubierto en lugares de Goethe. Así fueron las olimpíadas en Roma, una temporada de curas termales en Marienbad y actividades promovidas por la UNESCO para la restauración de Florencia cuando la inundación. El grupo, queriendo ser fiel a la memoria de los iniciadores vive y crece en la confusión paralela creada por otros eventos, lo bastante promocionados para que su presencia quede fuera de toda suspicacia. En principio podría pensarse que el minucioso conocimiento de la vida y obra de Goethe es el factor aglutinante del heterodoxo conjunto. Razón primera y única que explica el movimiento a lo largo de la historia, es la coincidencia e identificación de cada uno de los integrantes con un episodio de la vida del genial alemán, incluyendo la segunda vida de los manuscritos; la superposición de instantes creando una mecánica diabólica delicada, que sólo puede ser puesta en marcha por gente con mucho capital. 

En tales ocasiones y sin exponerlo los integrantes de La Hora se evalúan unos a otros, buscando vaticinar quién de entre ellos faltará a la próxima cita dentro de tres años. Ningún componente de la maquinación es autor de una obra de referencia sobre Goethe, dominando debilidades pasajeras tampoco condescienden a la crónica ocasional en suplementos culturales, ni asisten a congresos con apertura y ritual de intervenciones, afiches con letras góticas, conferencias plenarias en traducción simultánea. Se contentan con ser espectadores en las sombras, como debe hacerlo un colectivo discreto y que cada tanto exige a sus integrantes la invención de artilugios sociales. Los dos Minutos iniciales de La Hora murieron hace años y con ello el proyecto se sacudió autoritarismos creciendo libre de reglamentaciones estrechas; otros Minutos sobrevivientes, celosos de una conjura cercada de realidad, aceptaron que lo prudente para seguir perdurando como proyecto era coincidir cada tanto cuatro o cinco días, reuniendo Minutos aleatorios, conformando la inexistente biografía fragmentada. Se desplazaban por campiñas, copaban ciudades, infiltraban coloquios, sabiéndose puntos infinitos de una recta imaginaria que en cada encuentro modificaba su extensión. En los primeros decenios de La Hora y época de máximo esplendor de la maquinación, se estableció en Frankfort la distancia mayúscula que fue de cuarenta años y siete meses; demostración de la crisis presente, en los últimos encuentros era una suerte llegar a cubrir veinte años de la vida del inspirador.

E

Este año la coincidencia entre La Hora y el evento sostén de la simulación se acercó a la perfección. La sola mención a Weimar misteriosa era suficiente; nunca se avergonzaron por evocar lugares rituales de apoteosis goethianas, erigidos con féretros en paralelo dentro de cementerios parecidos a parques, junto a parques que recuerdan ilustraciones de libros antiguos y estudios trascendentales de Liszt, manuscritos corregidos y tinteros de cristal guardados en vitrinas bajo llave; casas de piedra y madera, sumando años de labor con pasión intelectual difícil de concebir en el presente. Se respiraba un aire de complicidad, pertenencia alejando la evocación dando a las caminatas recogimiento sacro preludiando la inminencia de espectros domésticos. La presencia se disfrazaba -como si llegaran enmascarados en góndolas negras a un baile de palacio veneciano- por un congreso sobre Shakespeare que convidó especialistas venidos de todo el globo. Era seguro que ellos por mandato de contar con máscaras, público y actuación con técnicas corporales no concebían la existencia de una pieza tragicómica coral como La Hora.

A mí me abordó por primera vez un gerente regional de la muy próspera, en otro tiempo, línea de vapores entre Génova y Buenos Aires. Ello sucedió durante el festival de cine de Punta del Este del año cincuenta, locura irrepetible del Uruguay en pantalones cortos y concebible dentro de un ilusorio reino efímero, donde toda limitación era desechada, hasta que la historia se encargó de poner el péndulo en hora con nuestro mozalbete de país. Tampoco era yo hombre de caminar mientras los crepúsculos por la orilla de playa Mansa, con un ejemplar encuadernado de las cuitas del joven Werther subrayadas en ciertos pasajes, ni pasaba las tardes de febrero recostado en divanes orientales y occidentales tapizados de seda china. De la misma manera que luego me correspondió a mí tomar la iniciativa, el primer conocimiento supuso en el iniciador un ejercicio de sutileza cómplice, igual de tenue si se quiere que el apercibimiento sexual proustiano. Un juego elaborado en una segunda cuando no tercera potencia, dependiendo del lamento filosófica referido al destino de Alemania, de la luz indirecta proveniente de una cita de Whilhelm Meister, recordada sin intención de lucimiento ni buscando en el interlocutor una asimilación complaciente. Sin que lo supiera hasta entonces y como enfermedad incurable (herencia lejana de tierras de labranza) ellos descubrieron que yo era un Minuto en potencia. Una ley sin redactar establece que luego de esa identificación nunca puede dejarse de ser Minuto y se lo es hasta la muerte, aunque en el resto de la vida se ejerza la libertad evitando límites osados o imprudentes.

A la sorpresa de ser descubierto la acompañó una risa afectada restándole importancia al incidente, siguió el interés insinuado en la fórmula “supongamos que haya algo de cierto”, la curiosidad por conocer detalles que ignoraba, la felicidad de saber a otros contemporáneos viviendo algo similar que pudo ser preludio riesgoso a la pérdida de la razón. El Minuto con el cual me identificaba lo hallé en una carta que narraba el encuentro de Goethe con una muchacha en Weimar, que parecía sublimar un intenso deseo de mi vida afectiva y nunca concretado. Durante años la dicha prestada fue el patrón sentimental para medir mi infortunio con las mujeres que encontraba en la vida, soñé la escena un número infinito de veces y reaparecía en los momentos inesperados; la persistencia subliminar es lo que otorga a La Hora un sentido único y solidario. 

Sin descuidar deberes familiares cada año más complejos por la situación del país, dediqué varias horas semanales a intentar comprender algo de alemán; por lo distinto a cualquier otra experiencia recordada, fue enorme la emoción al leer en la lengua original la escena con la que me identificaba, escrita hacía más de un siglo atrás. Ella representaba mi esencia dentro del proyecto, su poder era la visualización del momento y silenciar detalles que lo rodeaban; si bien todos admitimos reglas básicas de convivencia cada uno sabe que el significado decisivo de su Minuto excluye la narración por ser incomunicable. Algunos miembros necesitan descargarse aportando información general, a nadie se le exigen detalles por la sustancia misma de lo común marcada por orígenes diversos, el Minuto es algo soñado, imaginado, recordado, entrevisto en una rêverie (esa variante de la ensoñación es la palabra adecuada), el insomnio cercano a la fatiga nocturna por la lectura y desmayo de barreras por el champagne.

Con unos pocos marcos, este annus horribilis quedé acreditado para todas las actividades del congreso de Weimar, mi aspecto prolijo y venerable les hizo suponer a los jóvenes organizadores del evento (tan altaneramente jóvenes) que era el Coriolano de la función del domingo; tal vez el ponente sobre asuntos tales como nuevos manuscritos de Oxford, relaciones entre historia y literatura, la vigencia del equívoco cisne calvo de barbilla, inclinado a manipular dagas fratricidas y sonetos de oscuro destinatario. Con satisfacción fui arrastrado por un torrente de cauces poderosas; el primero fue un remolino llevándome varias veces al día a la casa de Goethe, el segundo un arrastre sumiso a grupos bulliciosos, yendo de un lado a otro tras las epifanías de tantos dramatis personae. Fue el silencio lo que se quebró en esas horas, borronear es comenzar a hablar y resta esta consolación antigua del monólogo escrito, pensar que la carga de traición del gesto se diluye por la certeza de que son palabras que nadie oirá: sucede que irrumpió algo más poderoso que la promesa de callar. Si por alguna falla del sistema se filtra la existencia de La Hora, cada minuto nuestro pasará al círculo ridículo de estar en evidencia; si escapan detalles delicados, nuestra cofradía sería una invención tonta que en nada concierne a los extraños, mutándonos en gibosos leprosos con calderilla.

¿Qué otra cosa puedo hacer cuando de la lectura pasé a ver el Minuto con el cual me identificaba? Faltaré al próximo encuentro y a los subsiguientes si es que antes no muero, dejaré espacios libres para que otros Minutos jóvenes implanten la renovada fe en su condición de insustituibles. La ruptura de mi pacto conectado por la lectura al pasado anterior tuvo un prólogo en el teatro; la invasión de Shakespeare en los dominios de Weimar generó un temporal escenográfico; además de asistir a funciones convencionales se nos permitía a los abonados el acceso a preparativos preliminares. El sábado pasado llegué con atraso a un ensayo -me entretuve en una cafetería escuchando al holandés del grupo departiendo sobre los cristales de aumento-, cuando ingresé al teatro, desde la puerta de la platea fui atrapado por lo sucedido en escena escuchando enredos de noches de verano, duendes de tempestades; para mi asombro expresándose en un castellano que asocié, por modulación y música de las palabras a la región del Caribe. En el escenario del Teatro Nacional de Weimar, donde se celebró el segundo congreso del Partido Nacionalsocialista y era palpable la disciplina de intendencia, había el desparpajo de desplazamientos latinoamericanos; cosa extraña, fuera del continente hallo un sentido de proximidad sensorial sureña incompatible en tierras de América. Siendo ignorante de los protocolos teatrales sería incapaz de juzgar con objetividad virtudes y defectos de lo visto, era claro que el grupo tenía el poder de llegar con su vitalidad a todos los rincones. Permanecí sentado por allí en la sombra de las últimas butacas y mi atención fue de inmediato a la directora, mujer hermosísima de piel morena con pechos apenas cubiertos por una camisa bien abierta. Como parte de su concepción escénica ella nos invitó a seguirlos al guardarropa y ayudar a los actores a encontrar el vestuario apropiado a la obra. El llamado, creí entender respondía a las repetidas razones del teatro pobre, la consabida participación del público en la concepción y armado conjunto del espectáculo, para dinamitar así barreras alienables entre trabajadores de la escena y la visión del espectador burgués pasivo, que se limita a la merecida digestión; la tontería habitual, pero fueron enarbolados esos estandartes con tal firmeza, que parecía ser la primera vez que se proclamaban.

Con tino, tres Minutos que reconocí en la platea huyeron ante la propuesta de la mujer; yo permanecí seducido por las maneras de la directora, habiendo perdido el instante confuso para escapar fui trasegado por el tropel de y me dejé llevar con curiosidad adolescente. De pronto descendía escaleras torneadas esquivando poleas, sorteando telones cayendo en planos paralelos desde un techo altísimo; pasamos por Elsinor, Atenas, Londres y Verona, Roma y el Nilo. El orden de las telas pintadas respondía a la ilusión del programa de representaciones para la semana entrante, distinto era lo sucedido con ropas y adornos en el sótano, que cumplía funciones de vestuario. La puerta pequeña permitiendo apenas el pasaje de una persona a la vez daba a un depósito. Allí varios espejos enfrentados reproducían percheros, ropajes, vestidores y baúles en abierta incitación a infinitas combinaciones; atraídos por un néctar irresistible los actores se abalanzaron sobre capas con broches de flor de lis, plumas pretenciosas, armas blancas de asalto, zapatos con hebillas plateadas y sombreros de todo tipo. Sayos multicolores cubrieron a golpe animoso de brazo hombros y espaldas de comediantes, máscaras pétreas de rituales cretenses y sutiles sedas de bautas venecianas eran sostenidos con gracia por manos diestras en la pantomima. Entre tanto alboroto de asalto final al palacio de invierno yo caminaba, rondaba escuchando, disfrutando ocurrencias de jóvenes actores, palpando tímido telas que juzgué adecuadas para vestir personajes que me atrajeron a lo largo de la vida. Era un rosario de encajes amarillentos, sedas estampados descoloridas, tricornios para rondas nocturnas, guantes de cuero remendados, olores a taller de sastre de cuento con duendes y naftalina sin fuerza para matar polillas, terciopelos horadados por insectos sin ideología, panas verdes estropeadas de algún Papageno de entre guerra. Cada prenda, después de una quietud de añares revivía en los cuerpos elásticos de muchachos venidos de tan lejos. Los funcionarios del teatro, celosos del orden habitual y la rutina de temporadas programadas con anticipación, seguían de cerca a la troupe insolente buscando ropajes en ese sótano de Weimar. En el vestido que pensé más apropiado para doña Elvira una muchacha halló la solución para su Miranda nocturna; a pesar de lo dudoso de su elección, era grato observarla moverse entre dos espejos y mirar crecer su convicción en cada gesto, hasta que se apropió decidida de trapos elegidos para salir de escena.

En lo que supuse sería la inminencia del vacío, después de evaporarse la muchacha surgió ella y como Alicia del otro lado del espejo; en un primer momento creí estar ante un engaño de los sentidos, a lo que estaba proclive en ese recinto de ilusión aprisionada. Ver a pocos metros una mujer que recordaba un tiempo pasado, evidenció la fragilidad de mi estado de ánimo debiendo ser aviso de la crisis cercana. La mujer idéntica a esa era parte esencial de mis deseos de ser un goethiano en penumbras, habiendo preservado durante años con celo paciente coincidencias privadas y recuerdos fosilizados, estaba obligado a aceptar un contratiempo. Maldije la decisión de bajar al plano de disfraces cuando comencé a escuchar un reloj parado hace añares y haciendo avanzar hacia mí otro tiempo impetuoso: comenzaba el fin de mi inmortalidad.

I

Desde la primera mirada que crucé con ella confirmé las coincidencias. Mientras los actores buscaban telas para su arte de simulación un fantasma ingenioso se materializó ante mí, imagen imborrable de una mujer amada y perdida cuando yo era muy joven; la creía a ella envejeciendo a mi cadencia misma detrás de ventanales encalles otoñales del Prado y se aparecía en Weimar sin reconocerme por fortuna para mí, sería humillante que me reconociera viejo y ella en cambio recordara. La escena era de una excesiva crueldad, escenificaba la distancia insalvable alejándome de mi juventud, la belleza intacta de la única mujer que asocié al Minuto goethiano y con la que soñé llegar enamorados una mañana a Weimar. Luego la perdí, me autorizo apenas releer la escena que la incluye y hallar consuelo en esta empresa demencial de la que huyo como asesino cercado esta misma noche. El juego de La Hora perdió sentido para mí; en ese momento fue todo extraño y yo sin terminar de creerlo, la vivencia ofrecía el dudoso privilegio de remontar los años hasta encontrar la mujer que más amé. Estaba excitado entre desgarrón por los años perdidos y euforia de haberla encontrado; decidido a hacer lo que fuera para retenerla, dispuesto a no perderla una segunda vez.

En este abril es difícil extraviarse en Weimar, la movilidad de las actividades del coloquio provocaba encuentros casuales y confiado en esa certeza dejé de lado el seguirla a la salida del teatro. Estaba seguro que en los próximos días nos cruzaríamos para solucionar juntos un enigma curioso. El grupo activo y dependiente una vez fuera del campo magnético de los disfraces se dispersó, algunos comediantes marcharon al segundo ensayo vestidos con las ropas adecuadas, los menos afectos a la disciplina buscaron cafeterías para intimar con nuevos conocidos. Por mi parte, una vez en la calle sin espejos ni escaleras caracol me crucé con viejos Minutos que venían del Correo y visitar aulas del Conservatorio. Intercambiamos comentarios sobre lo visto en el día, pero todo lo relativizó el dolor por la muerte del encuentro de Goethe con Florencia, un corredor de bolsa de Lisboa, caballero lusitano que conoció a Fernando Pessoa en persona que era conocer a Ricardo Reis, Alberto Caeiro, Alvaro de Campos, Bernardo Soares, Vicente Guedes, tantos otros y nos enseñó el misterio del oporto.

Preferí regresar al hotel Elefante para aguardar la conjunción propicia de ciertos astros y que pudieran algo contra el desasosiego. Más tarde fui un adolescente impaciente sentado en los sillones de la recepción; estando la mayoría de los participantes del congreso alojados en el Elefante yo miraba hacia la entrada del hotel. Lo supuse el mejor método para acelerar el encuentro que podría producirse al escucharla pedir una copa en el bar o al recepcionista la llamada internacional, avisar al periódico para el que cubría el evento que un sobre llegaría en pocos días, con notas estupendas llenas de interés para el público.

Así fue que ella apareció en la mañana del sábado, caminando grabador en mano interesándose por la opinión de actores, combinando para la tarde una entrevista con la directora de pechos firmes, camisa blanca abierta y ansiosa por recibir la estocada mortal al alba en un claro de los bosques vecinos. Debí escapar hasta más entrado el día para encontrarla y fue después de aguardar una hora en la recepción; salí confuso por consentir una impaciencia impropia para mi edad y tomé otros rumbos.

Después del almuerzo con dieta de convaleciente, fue en las primeras horas de la tarde que viví un segundo prólogo a cielo abierto. Las calles de Weimar insinuaban la ironía del tiempo sin tabiques, por momentos estaba en veredas angostas viniendo de siglos anteriores, los comercios tenían el recato de tiendas ocultas detrás de ventanales con polvo sin sacudir desde los años treinta. En ese dificultoso trasluz de opacidad había botellas de bebidas azules y violetas, paquetes de tabaco ilustrados con estrellas, con bisontes, mercaderías anteriores a la noción de plusvalía revestidas de belleza inmune a cualquier velocidad de producción, a toda fecha de caducidad. Los integrantes de La Hora éramos los menos apropiados para teorizar sobre virtudes de la modernidad; de la confusión que mantenemos firme entre bambalinas obtenemos beneficios para otorgarnos el privilegio de recaer en el pasado por simple debilidad. Apropiarse del ayer para modificarlo a nuestro capricho es de las tareas más arduas para los vencedores; nunca hay poder sin anticuarios. Por esa razón me negué a visitar Buchenwald siendo insoportable concebir la proximidad entre horror y belleza.

En Weimar hay un río, el río corre en las afueras de la ciudad cerca del límite de las casas, el río está en el corazón de la ciudad sin que Weimar pueda terminar en ninguna parte y siendo más que el espacio que nombra una ciudad. Al río se llega caminando, para cualquier lado que se camine siempre se termina llegando al río; a uno y otro lado de la mansa corriente de agua se extiende un parque. En el parque, recostada sobre una de las orillas y nada sencillo de distinguir desde lejos, escondida por la vegetación -guardia pretoriana de árboles y plantas- está la casa donde Goethe pasó muchos veranos. En los alrededores se impone el silencio exceptuando los patos surcando la corriente; allí la gente se siente compelida a hablar en voz baja, el paisaje induce a caminar a marcha tranquila, como si en ese rincón del macrocosmos la mecánica se hubiera decelerado, cada conversación sobre sucesos de las patrias lejanas tomara coloratura solemne, diplomática.

La felicidad conquistada de algunas mujeres se desvela en la risa, escuché la suya antes de divisar el grupo y la recordé instalada en su juventud. El fluir del río en Weimar me daba la ocasión de remontar la circunstancia que pudo cambiarme la vida; son infinitas las veces que pensé cómo hubiera sido mi existencia de haber vivido junto a ella todos estos años y estaba turbado por la incidencia del encuentro en el futuro. Creía poder olvidar la evidente vejez, imaginar que en una intersección del tiempo de Weimar ella me esperó como no sucedió en Montevideo. Llevaba el pantalón ajustado, vestía chaqueta amplia de cuero negro, bolso enorme, bufanda roja cubriéndola del frío que atrasaba su ingreso en Turingia aguardando que amainaran las ventiscas shakesperianas en la región. El pelo lo tenía largo como debía ser y podía adivinarle el olor a lavanda del cuello; la distancia saltó sin pensarlo la diferencia de edad para evidenciarse en una sustancia interna de seres diferentes. Ella ignoraba (¿lo ignoraba realmente?) que hace años nos amamos y vivimos episodios que creímos eternos; lo eterno fue el abandono y su consuelo recurrente leer una página de Goethe en Weimar recreando la escena que nunca vivimos juntos. Yo era el último Minuto del adiós en la confitería de una Montevideo englutida el verano de hace cincuenta años. Dolor ante lo irrepetible, tentación acobardada del suicidio y cuando vuelvo a verla cuando en el parque de Weimar, yo viejo y solitario, ella joven y acompañada me resigno a que la memoria fue pretexto al faltarme coraje.

Nada de argumentar alucinaciones, delante mío pasaba esa mujer, pude reconocerla mirándola con insistencia; cuando nos acercamos bajé la mirada, podría excusarme de haber habido un sol pegándole de frente. Lo cierto es que era insoportable mirarla a los ojos, retenerla con la mirada era salvarme y preservarla a ella de la vejez que doblega el cuerpo. Verla sin insistir evitaría el desencanto del paso de los años, la destrucción de ilusiones buscando a ciegas ser feliz; del desgaste de ser mujer, aceptar como yo sujetar cualquier situación siendo mascarada aligerándola de claudicar a solas. Lo intenté varias veces con amantes jóvenes, pero a cierta edad ellas tienen en la mirada el poder de devolver aquello que pretendemos rechazar, coleccionar sellos y monedas me pareció un atajo aburrido de espera; ella se adhirió al álbum sin imágenes reclutándome con agrado en una aventura inservible. Digna del mundo intolerable con excentricidades ingeniosas, droga consumida en solitario que convertimos en fumadero de opio. Las descripciones de clandestinidad resultan viejas; una inesperada actualización revivió el espíritu crítico y supe que a fuerza de repetirlo mis sesenta segundos perdieron brillo. En su desgaste aparecen como lo que son en realidad: gesto egoísta como lo es la vida, cobardía por negarme a vivir las oportunidades que luego se me presentaron.

Soy un hombre tibio contemplando el paso de los granos de arena por la garganta del reloj transparente, conocedor de las formas que dibuja la arena cayendo el abismo inferior del pasado, miles de formas e infinitas ordenaciones, secuencias irrepetibles, el mismo tiempo entre el primero y el último grano. Tal vez percatarme tarde que el tiempo nunca fue arena sino cristal circular afinándose hasta el ahogo que se ensancha al morir; si la violencia de un instante destruye el vidrio la arena persiste dispersa por el suelo, sin que los granos inicien una marcha hacia ninguna parte, resignados a que alguien los barra.

M

Fue en Weimar y hace unas pocas horas, una corriente de aire penetró por una puerta mal cerrada y partió el cristal de mi cronología. Estoy confuso sin saber si debe juntar la arena arrastrándose por el piso o tantear de ojos cerrados hasta cortarme la piel con pedazos de vidrio. Reconstruir el pasado reabre heridas y hace las nuevas; ella se metió en mi corazón con los cristales rotos buscando cauces bajo tierra. La ciudad se vuelve tranquila después que cae el sol, el resto de los huéspedes del hotel, la mayoría vinculados al congreso visible en Weimar estaban pendientes de la renovación de sus nupcias con otro fantasma; parecían angustiados por la verosimilitud del códice hallado en excavaciones rutinarias en una abadía de la Escocia profunda y juntos en un extremo opuesto al nuestro en el gran comedor. Esa coincidencia introducía en lo vivido un clima de edición en papel biblia encuadernada y podía escucharse el roce de los cubiertos contra la vajilla, las palabras de indignación sonora en sajón antiguo. ¿Cómo confesar que mi ser en el grupo, con una respetable tradición, estaba confundido por sueños que lo afectaban poniéndolo en situación crítica? Había rondando a la joven mujer de verdad un peligro latente; a nadie le agrada aceptar un signo débil contrariando su Minuto y menos en sus orígenes. La referencia a una verdad lejana reblandecía la ternura que puse protegiendo mi lectura de Goethe, así hasta mutar durante la cena en farsante encubierto y burlador repudiable. Ese tipo de crisis era inadmisible entre nosotros, nunca se conversó ni se llegó a discutir sobre el efecto de la realidad infiltrando una construcción que, si algo tiene que pueda ser motivo de orgullo, es la influencia de la entelequia. Nosotros imaginamos que un Minuto de nuestra vida se pareció a uno de Goethe, ese es el principio original y aceptábamos las consecuencias: que fueran deformados por el recuerdo o el orgullo de personajes, equívocos de mediación y fabulaciones de afiebrados biógrafos de Goethe, desde detalles del parto el 28 de agosto de 1741 en Fráncfort del Meno a circunstancias de la expiración el 22 de marzo en esta misma ciudad. Luego del café sentí que debía salir del estómago en plena digestión y la memoria en proceso del Hotel Elefante. Se habían sucedido dos días sin sol en Weimar, durante la tarde las nubes grises eran un toldo urgente protegiendo a la ciudad de una lluvia pronosticada.

A

A esa hora de la noche cuando emprendió la caminata las perspectivas del paisaje estaban modificadas y las nubes condensaban el peso del agua inminente. Era visible el movimiento torpe del entrechocarse antes de reventar y reflejaban en tonos rojizos las luces de una ciudad lejana inidentificable.

La luz se enclaustraba en un prisma natural enorme que desaparecería en pocos minutos, descomponiendo un espectro invisible, dejando sólo para los ojos un anaranjado intenso y arrojando a las calles una noche como debieron ser las de Weimar en el siglo dieciocho y lunas afines batían corazones de poetas peregrinos.

Los pocos habitantes originarios de la ciudad que estaban en las calles parecían apresurados por llegar a sus hogares; con la sosiego que da tener la habitación a pocos metros, él caminaba alrededor de la plaza frente al hotel, eludiendo empalizadas y excavadoras que la embellecían para los visitantes del mes de julio. Estaba solo e indefenso sin testigos, pronto para creer y una conspiración se dispuso teniéndolo por objetivo, los tiempos de otros tiempos se abalanzaron, los cientos de miles de minutos de las casas antiguas delante de las que se paseaba abrumaban las pocas horas útiles de su vida.

Quedaban encendidos algunos faroles y en la calle que comunica la plaza con la avenida peatonal donde está la casa de Shiller, se movían hojas muertas de un lado para otro llevadas por el viento venido de todos los costados. Cayeron las primeras gotas, en el cielo cercano pasaron relámpagos de eléctricos azules diferentes y expansiones disímiles. Pensó en el pánico de los patos del río, la estabilidad de rosales en jardines de barrios alejados, levantó las solapas del saco azul marino como hacía en Montevideo a la salida de los bailes de febrero, cuando era joven y la ciudad feliz; se guareció bajo las arcadas y la bóveda del viejo Ayuntamiento de Weimar, procurando no importunar una pareja que se besaba despreocupada de la lluvia, del féretro de Goethe, de su presencia y de Weimar.

Calculó que lo separaban unos cuarenta metros de la entrada del Hotel Elefante y algo lo retenía entre las piedras del viejo edificio del que vio un grabado sencillo en una librería del Centro; primero creyó que se trataba del temor a la lluvia, un chaparrón parejo se descolgó de repente siendo visible en la aureola de los faros altísimos de la plaza y charcos espejados al borde de las obras.

Disponía de un paisaje nocturno irrepetible, rivalizando en deseo con la tentación de horas de descanso, había pasado un día agotador, detrás suyo escuchó risas y murmullos: la lluvia tenía para ellos tres significados diferentes. Los enamorados viviendo minutos sabiéndolos irrepetibles, esperando que la lluvia cesara, adulterados de tener en sus cuerpos solícitos todo el tiempo del mundo; él, retardando el sueño solitario dentro del Hotel Elefante donde faltarán los recuerdos amados. Se aplacó la viveza del agua cayendo reservándose para golpear más fuerte en los minutos siguientes, ella rio con ganas y nuestro Minuto la reconoció; era imperioso retirarse sin mirar hacia atrás.

Se impuso renunciar a correr igual que un viejo medroso de mojarse, metió las manos en los bolsillos del pantalón, el cuello entre los hombres y alineándose en la cosa esa extranjera de la lluvia de abril. Miró la vereda por si había alguna lata para patear o un gato espiándolo; el agua en la cara, el agua empapaba con furia la tierra seca y lavaba heridas mal cicatrizadas, arrastraba su costra a ríos de otros minutos desgajados igual que cáscaras de piel.

Cuando estaba llegando a la puerta del hotel arreció otro golpe de lluvia y como un vulgar perro de aguas se sacudió los gotones superficiales, curioso y resignado miró hacia las arcadas bajas del Ayuntamiento. No había nadie y tampoco en la plaza, nadie más que él quedaba en Weimar a la intemperie, estaba solo y en algún lugar del tiempo al que jamás sabría cómo llegar lo esperaba una muchacha. Un taxi perdido cruzó en segunda delante de la plaza, se abrió la puerta del hotel y alcanzó a escuchar la música que llegaba del bar.

El camarero Mager salió a ver llover sobre Weimar fumándose un cigarrillo con calma y él entré dejándolo en sus asuntos. Llegó a la recepción, pidió su llave al conserje que lo miró preocupado, subió a su habitación; a los pocos minutos golpearon a la puerta y él tramó coincidencias imposibles.

Era la mujer del servicio que traía una bolsa de plástico para la ropa mojada, té caliente y una copa tibia de coñac gentileza de la gerencia para huéspedes de edad avanzada con problemas de salud.

R

Escribir es la única distracción a mano que se me ocurre para pasar mis últimas horas en Weimar, nunca regresaré aquí según aconseja la prudencia al final de una jornada extenuante. El mundo cambia demasiado deprisa para mi cabeza y si logro apenas percibir el curso de las estaciones (como sucede esta primavera de 1989) me restan pocas esperanzas de asimilar en su verdadero significado los próximos movimientos de la Historia, burlona siempre en su apariencia de terminarse. Mi voluntad de permanecer despierto esta noche es un alarde senil de supervivencia, empujándome al coraje triste de ver salir un amanecer de esa oscuridad que avanza. Siempre imaginé que algo así podría ocurrir durante mis peregrinaciones y sería improbable en los días de reencuentro; mientras los goethianos fuera de sospecha nos reunimos, compartiendo una satisfacción alejada del orgullo y próxima al temor de una especie en vías de extinción.

Si ahora en la habitación 108 del Hotel Elefante escribo confesiones caóticas es para aliviar mi conciencia de traición al espíritu de La Hora. Estas hojas marcadas con el membrete de los hoteles dejadas en los cajones de la cómoda no tienen el poder mitológico de la memoria animal, escribo porque un Minuto deja de serlo cuando se duplica. Pasé de mis lecturas a la evidencia, sabiendo que aquello que durante años supuse excepcional se repite mediante ciclos y por la disidencia irreparable. Los días recientes me reservaron el engaño de mi pensamiento ante una realidad cargada de presente juvenil, atrevida y demoledora.

Escribo desde mi melancolía viendo esfumarse a cada línea mi pretensión de pertenencia exclusiva. Del todo a la nada la única diferencia es la casualidad que agradezco, deploro y odio pues me deja vacío sin nada que le compita de igual a igual a la muerte. Al comienzo sentí dolor, luego llegaron las horas de celos intensos y la dicha de admitir la liberación: supe que nunca dependí del Minuto y mi existencia podría tener otro sentido siendo tarde para intentar una vida nueva.

Regresaré a Montevideo dentro de pocas horas. El futuro pendiente es poco excitante, jugar con mis nietos, mantener un tiempo la ilusión del poder dentro de la familia, robar horas a los compromisos sociales, recordar que el juego de La Hora goethiana -iniciada por dos insensatos atemorizados por el futuro en una noche de Transiberiano- fue un desesperado intento de resguardar la ilusión de que en un instante, por razones de felicidad, podemos ordenarle al tiempo que se detenga. ¿Y si este fuera el último abril en Weimar con las dos Alemanias?

En un abril con pocos taxis en las calles las cafeterías cierran temprano y la gente fuma cigarrillos fuertes, este no es mi mundo, un liberal como yo debería ver aquí la encarnación del mal, el rostro terrible del enemigo. ¿Pero cómo olvidaré a la República bajo el comunismo? Mientras en días pasados podía suponer esas oposiciones, enfrentándome como caminante al paisaje sentí en el aire la insistencia de vahos del ayer; me intimidó un silencio cubriendo las calles en pendiente, quebrando un escenario apropiado a lecturas brechtianas y conocí un perfil inesperado de la felicidad.

Desde ahora cuando todo será distinto conmueve haber contemplado atardeceres de Weimar desde los puentes de madera que cruzan el río, haberla visto a ella en las afueras de la ciudad cuando la historia se funde con la naturaleza poética, en horas mientras la perspectiva son sueños y las escenas jugadas tienen el estigma de la novedad irrepetible. Temí hallar en la habitación del Hotel Elefante señales del ayer que sofocarían mi espíritu; entré por primera vez después del paseo y la habitación estaba arreglada. Necesitaba alejarme de muchachas de cuerpo y alma con grabadores en la mano; hubiera sido bello encontrarla en mi cama. Tener la edad de hace medio siglo y amarla olvidando que los años se suceden con indiferencia que repugna.

Bebí agua mineral y estoy calmo recordando el objetivo concreto de mi estadía en Weimar: pasar unos días agradables con otros minutos de La Hora, evaluar gestiones de nuevos integrantes y conocer la marcha de contactos con ciertos candidatos. Hay excitación en el grupo, se localizaron especímenes interesantes con memorias envidiables, un apabullante conocimiento de la vida y producción de Goethe que opacarían la erudición del mismísimo Alfonso Reyes, pero su aspiración secreta es intervenir en concursos televisivos. Se habló de estar atentos a estudiantes meritorios y escasos de dinero como forma de asegurar el futuro del grupo, aunque la posibilidad de becarios es desalentadora. Las carpetas más prometedoras son las del dueño de una fábrica de tejidos de Sardanyola y la del propietario de una cadena de radios de Bogotá; el primero sustituiría al Minuto que falleció de crisis cardiaca durante el encuentro anterior, en Estocolmo. El americano es toda una novedad al estar relacionado a ocultos estados coléricos de Goethe difíciles de detectar y aceptar; ello produjo una enorme alegría en los Minutos que tienen comprensión suficiente para admitir los lados oscuros del maestro.

Hacía años que no trasnochaba tanto, sueño de noche de Weimar lluviosa con muchacha espectral, amores juveniles recobrados al calor del teatro y que anuncian la muerte rondando. ¿Podré echar un sueñito reparador? En un par de horas amanecerá en Weimar y apenas me despierte los papeles membretados del hotel irán a la papelera. Durarán sobre la mesa lo mismo que un sueño y mañana engrosarán la basura del Elefante refractario a memorias frágiles ajenas, risas de muchachas replicantes y empresas ficticias de señores extraviados en la Historia. Debo averiguar los horarios de los trenes a Berlín. 

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