El recordado caso de la Galerie Vivienne

Tenía en mi poder las notas y fichas necesarias para emprender la redacción del artículo, me faltaba el nombre secreto de la operación y una íntima convicción metodológica para decidirme. Entonces una tarde de esas, cuando en el cielo de París el tiempo real se confunde con el literario, decidí visitar la máquina por dentro. Para hacer las cosas bien fui en Metro hasta la Estación Bourse, breve caminata hasta la Place des Victoires, una vuelta activando la rayuela del vértigo y después derecho a la Galerie Vivienne. Ahí había pasado el prodigio “cosa mentale” y pasional, siendo la galería el corazón del reactor del cuento de Cortázar “El otro cielo”, que de eso se trataba.

Es un laberinto simple en apariencia, con recodos, segmentos con piso de mosaico, corredores perpendiculares con final de escalones, focos luminosos que fueron de gas cuando el relato y accesos disimulado a un mundo reservado de perversiones pagas. Miré las vidrieras de los comercios, revisé los acceso al restaurante, calculé la cercanía con la antigua Biblioteca Nacional; seguía estando la librería de viejo, la boutique relojería, un negocio de vinos con degustación y el catálogo de objetos tristes pasados de moda. En menos de dos horas tenía las respuestas que fui a buscar: 1) la magia que se narra es el acto del hombre transportado, que tanto desesperó al ilusionista Robert Angier, interpretado por Hugh Jackman en la película “Le prestige”. 2) Era posible.

La redacción posterior resultó de un proceso dialéctico en colaboración textual, del encuentro fortuito inducido entre la narración en estado bruto y una teoría social –que siempre es literaria tratándose de Walter Benjamin- en proceso inacabado. Por un lado, había el cuento maravilloso narrando la verdad de pasar de una Buenos Aires peronista a la Paris de mediados del siglo XIX, movido por el deseo y con la seguridad del regreso; el segundo distrito de París, entre la exposición universal de 1867 y el sitio por los prusianos en 1871, un cotidiano de miseria y prostitución, asesinos seriales salidos del vecindario y sudamericanos raros nacidos en La Coquette buscando la licorne negra. Luego, el trabajo inconcluso de Walter Benjamin sobre los pasajes cubiertos de París –la capital del siglo XIX según su fórmula perfecta- que intenta redactar el absoluto antes de ser arrastrado en el remolino de la huida y darse muerte en la frontera. Eso fue antes y todo número de magia tiene una tercera parte. Después de presentada la ponencia en público, uno tiene la sensación de conocer las constelaciones del otro cielo y las puede interpretar como un astrólogo asirio. De haber hallado la salida del pasaje cubierto laberíntico, llevando entre los papeles una pequeña variante sobre el género fantástico; además del narrador del cuento –y aunque no quise el regreso, siempre se vuele al primera amor- el investigador también resulto un hombre transportado. 

Las ideas estéticas del comisario Medina

Me parece recordar que la situación inicial era engorrosa; había defendido la tesis sobre la narrativa de Onetti y debía participar en un coloquio sobre la obra del compatriota. El peligro es que uno puede pasar años recalentando el puchero de la tesis, hacer por el contrario una crisis depresiva viajando a lunas narrativas en las antípodas. Como la ficción de Onetti es polifónica en el sentido de entonar varias melodías -canto gregoriano y tangos de la guardia vieja, pasando por canciones de Harry Fragson- era notorio que la bibliografía previa a mi búsqueda, la tesis de marras y lo que vino luego lejos están de agotar el desbroce temático, las pistas renovadas de interpretación.  En el punto 7 de su ensayo para definir un libro clásico, dice Italo Calvino: Un clásico es un libro que nunca termina de decir aquella que tiene para decir. 

En Onetti es así y escapando a mi propio cerco decidí dar una vuelta por el lado salvaje de “Dejemos hablar al viento”, que destila una seducción contagiosa de pálido final y perfume pernicioso evocando El ángel Azul; tiene algo de confabulación, deberían hallarse allí crónicas testimoniales del ocaso y resulta un final de carnaval en llamas. Los temas se deterioran en la zozobra: autoridad prepotente, chantaje a cara descubierta, paternidad con fastidio de reconocimiento, prostitución, travestismo de barrio, suicidio del hijo, cambio de identidades, lolitas vagabundas y la piqueta fatal del progreso pegando fuerte contra el viejo Mercado. Parece que se hubiera puesto a funcionar por escrito la versión Dorian Grey de pacto con el diablo: el llamado del vicio guardando rasgos poéticos de los treinta años, la escena final rompiendo el acuerdo firmado con sangre mientras el mundo loco se despeña círculo a círculo. Acentuación de temas sabidos y concubinatos entre Medina en la tierra de nadie y la práctica del arte; problemas estéticos del retrato y praxis de amateur, hedonismo y decadencia mientras el mundo sigue andando.

Si en “El pozo” el asunto de crimen y castigo pasaba por la escritura redentora, al final de la obra es la pintura la trama sublimada. La vida imita al arte se dice o busca en los talleres desquiciados las únicas horas de felicidad que merecen ser narradas. Luego está a mi parecer el contacto secreto; filiación irlandesa que Medina ignora y Onetti maneja, por esa mínima ventaja arbitraria que el autor tiene siempre sobre los personajes. Son las suspicacias necesarias en la era del recelo: sospecho a Bacon en el motivo de la ola buscada reventando en la costa trayendo los partes del naufragio; así como la crítica conjetura en la novela de Oscar Wilde las trazas de Joris-Karl Huysmans. Después leí 1909 en las cédulas de identidad de ambos y esa manía de morir en Madrid… no hacía falta más para tentar la apuesta. Se non è vero, è ben trovato repetí, pensando que era frase de Giambattista Vico por la lectura de Medina en la casa del Prado de Montevideo, pero parece ser de Giordano Bruno, mago y creyente de la reencarnación, heterodoxo que terminó quemado como Santa María.


Juan Carlos Onetti, «Dejemos hablar al viento». Literatura Contemporánea Seix Barral, Barcelona: 1984.

Gilles Deluze, «Francis Bacon. Logique de la sensation». Éditions de la Différence, Paris: 1981.

David Sylvester, «Entretiens avec Francis Bacon». Skira, Genève: 1996.

Alma, inclínate sobre los cariños idos

El mes que viene hará quince años de la muerte de Juan José Saer, el tiempo contaminado que pasa arrastrándolo todo y la memoria insistente prosiguen su mismo combate. El proyecto donde se inscribe nuestro trabajo, fue iniciativa de Paulo Ricci en el 2010, cuando se cumplían cinco años del fallecimiento del escritor; consistió en convocar a narradores y críticos, pedirles un prólogo sobre una de las obras de Saer, publicar luego un libro que editó Seix Barral Buenos Aires en el año 2011. Fue un episodio feliz para valorar la obra de Juan José, de la misma manera que las actividades del año Saer (2016-17) en Rosario y Santa Fe; así como el memorable congreso fundador en la Grande Motte, organizado por la profesora Milagros Ezquerro en mayo del año 2001. 

La ironía del jugador nostálgico, hizo que los últimos años Saer los viviera contemplando el vuelo de halcones citadinos de la calle Mouchotte, en Montparnasse; allí seguía escribiendo a su ritmo y dictando cursos en la universidad de Rennes. La nombradía aumentaba pendiente del comando de amigos fieles, con episodios esporádicos de tiempo tormentoso; la amistad perseverante de los editores, teniendo como buque insignia a Alberto Díaz que entendió antes que todos, aguantó la travesía a pie firme y editó luego los cuadernos inéditos, ordenados por el amigo Julio Premat. Después de la muerte comenzaron movimientos estratégicos, en ese período misterioso de escisión entre vida y obra; la episteme distraída que se pone al día y trata de entender, con retardo, cómo su vida cruzó la literatura sin saberlo en tanto la postmodernidad se devora a sí misma. 

Saer está sujeto al canon en nuestras actividades literarias; lo que viene después de… aquello destacado del lote entre las novedades, lo que resistirá al olvido, la articulación pertinente entre tradición y originalidad. Es pasaje obligado si uno quiere estudiar literatura antes que extraviar sin beneficio los trabajos y los días en lo perecedero; ello en los círculos concéntricos de la piedra en el charco, con discusión en cada dominio activado, que para resumir serian: la literatura argentina después de, la lucha por una hipotética influencia latinoamericana, narrativa en español y luego la novela a secas. Sus libros son cursor preciso para reconocer editor, críticos, docentes universitarios y lectores; siendo los péndulos de la novela más tenaces que la existencia humana y el suplemento dominical, digamos que esto recién empieza. “Zona de prólogos” título adecuado entre la definición y lo difuso, el adentro y el afuera, reúne veintidós trabajos con aportes entre otros, de Beatriz Sarlo y Alan Pauls, Martin Kohan y Nora Catelli. Cuando manifesté al compilador que elegía “Lo imborrable” al parecer estaba el puesto vacante; es verdad que no resalta entre las obras de más referencia, lo que es un descuido a mi entender. 

Tratando de recordar los años en los que transcurre la novela -circa 1980- miré unos archivos que se encuentran en la red sobre actualidades argentinas. Fue juntar fragmentos de juventud, montaje de identificación inmediata en medios audiovisuales y presa escrita, aviones de Pluna que dejaron de aterrizar en Aeroparque y alíscafos de Buquebus. La historia trágica fusiona en parodia con la peripecia personal, testimonio de documentos históricos y crónica mundana menos gloriosa. Pinky en la tele pasando del blanco y negro al color, escenas sentimentales de “Rosa… de lejos”, Federico Luppi cortándose la lengua en primer plano y Raffaella Carrà haciendo estragos sin parar de moverse. Galtieri, Reutemann y Olmedo son apellidos con metonimia antagónica y relanzan narraciones diferenciadas en la memoria; lo que ocurría en el mando despótico, la espuma en la apariencia -propaganda e industria cultural- y lo que se urde en la novela. 

Esa confusión premeditada se verifica en la literatura como experiencia social que todos guardamos en recuerdo; “Lo imborrable” lo captó de manera lúcida mediante la estrategia de conocer al enemigo por dentro. La realidad es algo confuso tramándose entre la espera de justicia, tics chistosos de cultura popular y memoria de escenas novelescas; todo es muy raro, tiene algo de vidriera irrespetuosa donde se mezcla la vida: el viernes 6 de marzo del 81 Queen, con Freddie Mercury actuó en Rosario, a unos 173 kilómetros de Santa Fe y del Hotel Conquistador. Ser lúcido como programa sería la lección, distinguiendo entre lo efímero y lo imborrable que nos aguarda antes de que sea demasiado tarde. 

Sigo teniendo una persistente debilidad admirativa por esa novela; quizá la ciudad bajo la lluvia y hoteles de provincia, las notas al margen, proyectos de revistas literarias y sellos de divulgación a lo Bizancio -unos meses intenté vender diccionarios puerta a puerta para editorial Jackson de Montevideo-, quizá la forma donde la violencia se acomodaba a la vida real; del resto hablo en el texto. Explora por caminos transversales la relación menos simple de lo aparente entre historia y literatura; “Lo imborrable” es la novela de la literatura en la sociedad argentina de aquellos años, con sus máscaras tétricas y ediciones de tapa dura.

Si tuviera que elegir una razón y apostarle la última ficha, seria sorprender al héroe en crisis de muerte y transfiguración. Carlos Tomatis tiene aquí algo del hombre sin atributos pegado a su paisaje urbano en tanto destino, negociando los términos de la depresión, observando y siendo el avispero social, aceptando las arritmias de la vida amorosa y teniendo la poesía como puerta de emergencia. Los primeros versos del poema de Juan L Ortiz le dan título al ensayo, veamos si con la última estrofa del mismo poema podemos ser más claros,

La gran piedad, alma, es la del héroe,

pues que ella toca toda, toda, la cadena del tiempo…

Y esos cabellos al viento, con la edad del porvenir,

son, a pesar de su alegría, si,

los del héroe visible…

París, ciudad metáfora en la obra de Mario Levrero

En el segundo semestre del año 1986, Olver Gilberto de León visitó Montevideo para informar y promocionar un coloquio, programado para mayo de 1987 en la Sorbonne, donde él dictaba cursos. Reunió gente entendida en varias instancias, habló de un cupo generoso de invitaciones y pidió colaboraciones con criterio abierto. A decir verdad, era una buena noticia para la cultura uruguaya, el encuentro tenía algo de reivindicación y exorcismo, clausurar parcialmente una experiencia dolorosa y regresar a ella de manera insistente. 

   Entre octubre y febrero del año siguiente, habiendo sido sensible al llamado, con una problemática en mente busqué libros, afiné un tema y redacté esta ponencia de inspiración universitaria. El anunciado Boeing en surbooking de escritores viajeros, a medida que pasaban los meses, bajaba en densidad y se redujo para el despegue a dos o tres nombres prestigiosos. De los otros no sé, en mi caso y sin el pasaje de Air France, pregunté qué harían del informe. Los organizadores -el comité fue presidido por Daniel-Henri Pageaux- me solicitaron que igual lo enviara, sería leído en mi ausencia lo que era lógico y extraño; en el primer párrafo quedan trazas de ese avatar a la contigo en la distancia, lo envié en los tiempos estipulados, nunca supe si lo leyeron y además es sin importancia. 

   El trabajo sobre París en la obra de Levrero tendría luego un histórico agitado. A pedido del poeta Fernando Beramendi, se publicó por primera vez en Carta Cultural -suplemento de El Popular- en setiembre de 1988. En el 2006 salió una segunda vez en la revista Hermes criollo, en 2013 me lo pidieron para el antológico “La máquina de pensar en Mario” editado en Buenos Aires y reaparece ahora en el Cabaret literario La Coquette. Agregué para la presente ocasión algunas líneas referidas al año 1979, que fue el de la primera edición de la novela que hacía las veces de común denominador.

   Un año después encontré por única vez en mi vida al autor en su departamento de Buenos Aires y departimos muy brevemente sobre las opiniones de mi testimonio. Levrero se retiró a leerla en soledad y negó la influencia de Jean Ray -el autor de Malpertuis- que creí detectar partiendo de las aventuras del detective Harry Dickson, cuyas novelitas llenas de situaciones de aporía -previas a la sorprendente resolución- yo compraba en la Feria del Libro, de la familia Maestro, en 18 de Julio y Yaguarón a fines de los años sesenta. 

   De todo lo anterior lo más importante es la cifra 1986; fue el año encrucijada de Tchernobyl y cuando el MLN pide ingresar al Frente Amplio, con repercusiones políticas que se sienten hasta ahora mismo. Después fue estimulante acercarme a ese universo no euclidiano; resultó una novela policial folletín hallar el “corpus” por aquellos tiempos en Montevideo, pero para eso me daba maña, conocía buenos informantes y tenía perseverancia suficiente. Después y evitando repetir lo que se sabía sobre el escritor del seudónimo, busqué notas corroborando una episteme liviana y supe más tarde de una reseña importante publicada por esos tiempos en Buenos Aires; contrariamente a lo que ocurre en el presente donde abundan análisis de gran calidad, en la prensa de los orígenes el horizonte teórico se limitaba al “hipnotismo”, como si el escritor fuera pariente de Tusam (técnica, unción, sabiduría, amor, mística… todo un programa y casi una poética narrativa), un mentalista de talento y bigote nacido en el barrio de Villa Urquiza en Buenos Aires.

   La ponencia fue una avanzada en la crítica nacional, confieso con la mano sobre “la novela luminosa” que para nada quise ni pretendí redactar un texto premonitorio; ni adelanté tampoco un magisterio saboteado o asalto al canon antes de que finalizara el siglo. Si bien colegía en esa obra un temblor espiritista, no supuse -hacia fines del 86- que tendría en los años siguientes una recepción unánime en ámbitos críticos y editoriales, así como un gran contingente de lectores y followers incondicionales. Al final, resultó que había algo de la dimensión desconocida versión Rod Serling en los volúmenes dispersos, creando un micro clima poderoso y circuitos integrales afectando el campo magnético narrativo.

  Mis intenciones en 1986 eran menos devotas y más bien políticas. Literatura y política, novela y sociedad, mirada hacia el pasado, el testimonio más poderoso que la ficción eran los términos del debate y discusión. Una suerte de orientación hacia las que estaban dirigidas el relato, la poesía y el conjunto de las fuerzas del espectáculo en sus manifestaciones escénicas, musicales y carnavalescas. Más que la transgresión asumida, eran otras empresas al margen que buscaban su lugar, apelando a paradigmas multimedia en tanto réplica y respuesta, oposición y retorno. Se puede recordar Montevideo Rock y el auge de las bandas, las Ediciones de Uno de Macachín y las lecturas públicas de poesía, el teatro de Cerminara y Restuccia teorizando a lo Artaud y la praxis esperando a Godot; el Arte en la lona homenajeando a Martín Karadagian y agites variados que aparecieron, como la famosa foto de La Oreja Cortada, la concha de Delmira y otras intentonas under en locales como “Juntacadáveres”. Siendo dialéctico, sabía que una sola tesis carbónico mimética era insostenible para soportar el relato de los años duros y si tuviera que apostar una antítesis -emulando el título de la antología de Salvador Bécker Puig- pensé en Levrero en tanto metonimia. Por la variedad de las situaciones, perseverancia en el encierro y cierta coherencia surrealista definiendo un carácter; tampoco se trataba de un icono sustitutivo a las venas abiertas, apenas decir atención: ahí pasan cosas. Hay algo de crónica freak de todo eso ocurrido en los años 80, cuando se tentaban relatos heterodoxos que quedaron por el camino unos y relegados otros, nuestros cuentos artrósicos de quienes estábamos ahí y fuimos envejeciendo como el perro Pongo, en la mejor de las hipótesis.

La utopía virtual

La idas y vueltas del canon literario -preferencias, reediciones, axiología, traducciones, temas para tesis…- se articulan partiendo de criterios que nunca hacen unanimidad; desde que comencé a enseñar asistí a las evoluciones operando al interior de grupos de estudio, movilidad que es estímulo, opacidad, renovación y pleitesía de paradigmas forjados lejos. La formación en el IPA y profesores amigos, me instalaron en un andarivel de filología clásica, en la cual traté de mantenerme: biblioteca abierta mostrando asimismo el listado de mis limitaciones receptivas. Busqué la amistad de Antonio Carlos Jobim y Eduardo Arolas y descuidé la Velvet Underground o la narrativa de Nike Cave. Seguí con ese arsenal las evoluciones en los años setenta por la novela latinoamericana, la adicción al texto (formalistas, estructuralistas, lingüistas, retóricas y poéticas) y hacia fines del siglo pasado los sacudones del motor crítica y la praxis literaria.

Corpus y discusión, recepción e industria comenzaron un bailoteo intricado que podría resumir -a rasgos groseros- en la apología de la post modernidad, la rueda auxiliar de una post post modernidad -a la espera de una post post post modernidad inevitable…-, el final de los grandes relatos de explicación del mundo y aprendizaje de la opinión periodística según los riff de Slash de Guns N’Roses y Os Paralamas do Sucesso. La reflexión universitaria se volvió hacia temas preexistentes o inventados sobre la marcha; luego derivó a una articulación forzada de explicación de texto, donde el juego consistía en hallar relatos que coloraran primicias salidas de especulaciones varias o correntada de tesis imponderables. La novela dejaba de ser exploración de los posibles partiendo de textos precedentes y resultado de trapecistas sin red retórica, para ilustrar temas reivindicativos de minorías con mono de contestación. Hubo un desplazamiento que fue capitulación, hallando interés en la narración vehiculada por soportes como el cine, el comic y valoraciones de expresiones mediáticas; había en ello sincera iniciativa por despertar el interés del alumnado, un agotamiento del modelo precedente -con estigmas que se atribuye al poder cultural dominante- y cierto acomodo de facilidad: revancha histórica y operativo de desmantelamiento simbólico, desdén al misterio de la tradición hermética y felicidad de afirmar que las Musas se convirtieron en divas de culebrones, donde los ricos también lloran; si bien había perlas raras, como “Amo y señor” con Luisa Kuliok y Arnaldo André. 

Durante años me limité a ser observador de dichas evoluciones, desde los signos de decadencia de la prensa y la invasión de pastores sin rebaño en radio y televisión (tenía interés por los sermones volcados al español caribe de Jimmy Swaggart, con fondo de órgano electrónico, lo que se explicaba siendo Jimmy primo de Jerry Lee Lewis: Great Balls of fire) consideraba que los Media narraban distorsionando una suerte de realidad paralela al servicio del poder entre intereses financieros y algoritmos; de eso trata la comunicación. Una revolución de las conciencias, el gusto y consumo donde el discurso universitario perdía pie iniciando los cien años de soledad. Todo ello es en 2020 más espinoso por la sumisión y caída profesional de periodistas en su individualidad, la avalancha de redes sociales, la teoría y práctica con cacería de fake news, el poder de Twitter desde la Casa Blanca y la tecnología 5G sospechada de Huawei.

Cuando respondí al llamado del coloquio sobre la utopía a comienzo de siglo XXI decidí reorientar el modelo; vi en la utopía tradicional un género literario pertinente para pensar el futuro global partiendo de consideraciones argumentadas en relato. La actualidad de la imaginación así considerada, formaba una biblioteca reducida de otros mundos creados en la trama humana con escasa intervención divina. Lo real se forma con lo inexistente, la verdad objetiva nunca bloqueará la duda reincidente sobre poderes ocultos ni la patología complotista con antena en Ganimedes. La visión de las religiones funciona con la existencia de dios como primera hipótesis de trabajo, que es la mayor fake new creada por la humanidad, excepción hecha de la danza Tandava de Shiva, que tiene en su voluntad cósmica el poder de aniquilar lo que nos rodea, haciendo al fin de sus 108 danzas tabula rasa del pasado… y pensar que no estaremos ahí para contarlo.

Martillo de brujas: el capítulo Naccos

Este artículo, como otros de los aquí rescatados resulta de la tarea docente universitaria. Recuerdo que desde el comienzo en Grenoble y salvo en una oportunidad impartí cursos -totales o parciales- sobre literatura latinoamericana en los concursos de Agregación y Capes; los últimos fueron sobre la poesía de César Vallejo. Los concursos para puestos docentes son la ocasión en Francia de cursos presenciales en anfiteatros y talleres reducidos, conferencias de colegas especialistas de los temas a tratar, publicaciones de manuales indicados en la bibliografía y coloquios sobre la totalidad del exigente programa. Algunas veces las actas se publican tardíamente sobre papel, en soporte informático y otras naufragan en el océano de los mails extraviados. Varias temporadas -si había un autor del río de la Plata a tratar- propuse comunicaciones para jornadas de estudios y otras veces me conectaron directamente.

   Martillo de brujas: el capítulo Naccos surgió en esas circunstancias a lo que sumé la curiosidad transversal de lector por el mundo andino no siendo mi especialidad. Observaba con interés esa historia terrible y diferente, la temática del año 2013 fue sobre poder y violencia en el Perú moderno, su influencia en la ficción considerando los episodios suscitados por sendero luminoso alumbrado en Ayacucho. Pedí dictar el curso a mis colegas por varias razones; me había gustado mucho la película del 2002 “Ellas bailan” (puede existir otra versión del título) de John Malkovich con Javier Bardem, a lo que agregaba información sobre la dramaturgia guerrera de la organización fundada por el camarada Gonzalo, que parecía unir orígenes y vanguardia, indígenas y encomenderos con los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana de Mariátegui. Tuve en consideración el final del malogrado Palomino Molero, el recuerdo de una puta llamada “pies dorados” y la duda inicial de “Conversación en La Catedral”: “¿En qué momento se había jodido el Perú?” En cuanto a soportes literarios había estudiado para otros concursos “Los ríos profundos” de Arguedas y “La guerra del fin del mundo” de Vargas Llosa, lo que me daba una base conceptual para el encuadre histórico.

   Trabajé los dos libros del temario de la zona latinoamericano. “Abril rojo” de Santiago Roncagliolo y “Lituma en los Andes” de Vargas Llosa; entre el premio Alfaguara y el Planeta, opté por seguir las peripecias del personaje Lituma en la comunicación, que conocía de antes y con el tiempo se volvió personaje recurrente del peruano evocando sagas clásicas. Que la novela hubiera ganado el Planeta en 1993 no era sorpresa; de hecho el ex marido de Patricia Llosa se alza con todos los nuevos premios de la península ibérica -también con la bella filipina, último avatar del romancero iniciado con la tía Julia- siendo figura obligada de la vida literaria española. Había leído algunas notas sobre la novela premiada, seguro que rencorosas, criticando que habría allí una versión del Perú tendenciosa o de Lima la horrible que se adecuaba más bien a expectativas exóticas del lector internacional. Tenía la curiosidad del oficio que antes me visitaba y ahora desapareció, de sopesar la relación entre efecto social del premio y valor narrativo; pero estamos lejos de los años setenta, hay en las recompensas recientes la distancia insalvable entre la obra de Federico Fellini y Avengers. Había una sabia dosificación de ambas pócimas a medida que avanza la trama, los primeros personajes asesinados en la novela son estudiantes franceses y ello conforta protocolos de la industria cultural; luego, venía la confrontación con el pasado del autor, destinado a un cotejo periódico con el sacudón que supuso la publicación de “La casa verde” de 1965. Un premio con esa exigencia de resultado de ventas -el autor ganador era valor seguro y más habida cuenta de su exposición mediática en la campaña electoral peruana- debía cubrir otros criterios una vez supuesta la notoriedad. Si uno de ellos es el oficio de narrar el contrato estaba cumplido, el texto es astuto y minado de trampas efectistas. La articulación de los diferentes niveles narrativos inteligente y los personajes surgían de otro planeta andino. Era luminosa la vertiente hacia el folletín del siglo XIX con dominio de sus astucias y la renovación contemporánea del montaje fílmico; la máquina de narrar eficaz se basaba en suspenso, retrato efectista de personajes y misterio hundiéndose en una tradición que sorprende a los informados. El diálogo con la obra anterior servía de buena apoyatura, en especial con la bien interesante “Historia de Mayta” de 1984, donde la indagación explícita por escenarios del episodio se conoce en directo, haciendo coexistir anécdota central con búsqueda de la novela por parte del autor, superponiendo el mismo mundo a conservar y destruir.

   Esas conexiones aparecen en el artículo, lo que sorprendió mi curiosidad de lector -él se nos había ido políticamente a los estudiantes montevideanos: y tú quien sabe por dónde andarás, quien sabe qué aventuras tendrás que lejos estás de mi…- fue el cavar en la materia histórica y mineral. Lo hallo fuerte cuando depone su explicar el mundo desde las columnas de El País y se abandona en lo desconocido, mientras suelta lo urbano educado descendiendo hacia los desclasados de la historia. Localiza fuerzas telúricas en veta resistente, confronta energías negativas funcionando en lo informe prehispánico con el magma de creencias mágicas y supersticiones mutantes; que tienen en lo femenino el temor y el temblor de cultos arcaicos matriarcales. Como en la novela de 1984 creo que Vargas Llosa nunca es más el otro que cuando se acerca -a pesar de la repugnancia y la incomprensión irreductible- a esa masa masticadora salida de las anti crónicas reales, que lo rechazó como presidente del Perú en las elecciones de 1990 porque ni sabe lo que significa votar, hace de ello treinta años.

Dos prólogos: Fuegos de san Telmo / Para sentencia

Se comentan dos prólogos en una misma nota porque los acercan varias coincidencias; siendo reediciones en la misma colección de la editorial Banda Oriental, se trata de novelas escritas en mi horizonte de expectativa de la literatura uruguaya, conocí a los dos autores en Montevideo congestionada y fueron ellos quienes me hablaron de esa colaboración paratextual que acepté de inmediato. El ejercicio del prólogo siempre es peliagudo, comienza con entusiasmo y cierta ligereza, pero el paso de los días cuando se acortan los plazos asoma cierta angustia; uno sabe que las razones para preferir esas historias son límpidas en su evidencia, pero uno debe ordenar el convencimiento en relato retórico destinado a lectores potenciales. Brindar informaciones de orientación disponiendo claves para guiar en el viaje visible, adelantar secretos preservados en rincones o pasivas menos luminosos del texto. El lector es poco crédulo y refractario al entusiasmo de la autoridad así como a la imposición de elogios exagerados.

Recuerdo que busqué hacer pasar la curiosidad antes de la lectura, el recuerdo persistente de las primeras impresiones, los enigmas diseminados, los motivos para abrir una segunda lectura y compartir razones por las cuales esos libros destacan en la memoria personal y en la estantería tradicional de nuestra narrativa. Los objetivos de la misión a veces fracasan pero si hay un por modesto que sea porcentaje de eficacia al final del circuito, si se logra que la máquina receptiva pueda continuar treinta años después -como es el caso- considero que la estrategia valió la pena. Después los prólogos quedan amarrados y herrumbrosos a los muelles de “esa” edición y las novelas como debe ser siguen su propia navegación, a la búsqueda de nuevos prólogos de críticos más jóvenes en los naufragios del futuro.

Vendré dentro de un tiempo en detalle subjetivo sobre la figura de José Pedro Díaz en ocasión de otros trabajos. Lo conocí como profesor supongo que en año 68 en lo que se llamaba el sexto año del plan piloto; era un docente formidable comunicando la pasión por el texto haciéndolo contar desde el interior de la escritura y reafirmó mi determinación por ingresar el Instituto de Profesores Artigas; siendo escritor era fantástico estar ante esa persona concentrando mis intereses adolescentes, como antes lo encarnaros otros queridos profesores de literatura del Liceo No. 14. Después intimé con pormenores de la obra integral y trayectoria; frecuenté su casa y salimos varias veces a cenar en familia, durante meses trabajamos los sábados de mañana -antes de preparar el aperitivo- en el proyecto Felisberto Hernández para la colección “Archivos” que quedó en el camino, sobre el Capítulo Oriental dedicado a su obra que redacté en 1997: “José Pedro Díaz, la literatura mar adentro”.

Ello ocurría en la casa de María Espínola antes Mangaripé, donde escuché la historia del 45 y su generación crítica desde las entrañas, yo pasaba por ahí mientras Amanda Berenguer escribía “La dama de Elche”, obra mayor de la poesía en castellano. Lo recuerdo a José Pedro en su compromiso político con los 100 del Frente Amplio saliendo en la tele y sus cuentos orales sobre la novela de Marina di Camerota que leí tantas veces. “Los fuegos de San Telmo” tiene algo de temporal literario y charla cómplice en un jardín felisbertiano, del profesor despojado de teoría evocando su novela familiar y el viaje a la Europa del admirado Balzac y al pueblo de pescadores originales. Es una vertiente memorialista de la literatura Uruguay -sigo creyendo- y de los textos claves para saber de nosotros, la función que para los uruguayos asume el relato cuando es espejo roto de Stendhal tirado en el camino.

Con Omar Prego fue el cruce de aviones de Air France unos pocos años, él regresaba a Montevideo desde París y yo sin pensarque iría a Francia después de conocerlo. Lo conocí porque era consejero literario de Editorial Trilce donde publiqué dos libros de relatos; en su apartamento de Pocitos de la calle Cavia – su esposa María Angélica Petit mantenía vínculos universitarios internacionales y se encargaba de guardar el espíritu de “Cuadernos de Marcha”- hablamos con Omar de largas tardes de “flaneur” por el París de la pequeña corona y calles arboladas del Prado montevideano. Prego había ganado el primer concurso de lectores de Banda Oriental (1969) con el libro de relatos “Los dientes del viento”; siendo joven yo leía narradores uruguayos editados por Arca y Alfa. Ese concurso fue importante en el ambiente letrado en aquellos años, recuerdo haber comprado el libro con emoción y quedar impactado en su lectura inmediata por la invasión de las langostas, imaginado que sería bonito ganar la segunda edición de ese mismo concurso. Omar era un hombre discreto y con sentido del humor, le hizo un libro imprescindible de entrevistas a Cortázar y escribió una intensa novela sobre los amores difíciles de la poetisa Delmira Agustini. Por su iniciativa narrativa -le doy las gracias retrospectivas- me abstuve de escribir novelas policiales stricto sensu. Su tríptico del género donde “Para sentencia” es pieza de avanzada exploraba parajes tóxicos, cloacas putrefactas de la sociedad uruguaya y posibilidades técnicas del género, en situaciones dramáticas tensas, escenarios reconocibles con personajes próximos e intrigas cruzadas. Prego marcó un perímetro férreo al respecto y trabajando el prólogo en su momento, entendí que sería muy complicado explorar con beneficio propio en esa zona de cultivo. Interactuaban en la intriga arquetipos adaptados a nuestra idiosincrasia y escenarios barriales justos, el cruce entre dictadura y marginales e infelices; para ir más lejos en el intento, además de cambiar la novela debería cambiar el país y las condiciones de producción dramáticas. Quizá eso fue lo que ocurrió entre las dos novelas. La historia de Prego avanzó hacia lo que derivamos en la convivencia y la narrativa de José Pedro -incluyendo su historia de vida cuando los profesores de literatura eran mujeres y hombres felices, que tuve la enorme fortuna de frecuentar durante mi educación literaria- narra un Uruguay que dejó de ser. Un lugar del sur americano donde valía la pena separarse de la familia parecida a Amarcord, haciendo en barco el viaje -e la nave va…-sin regreso y yendo a morir mirando el mar, recordando la infancia italiana -ana nisi masa… ana nisi masa…- desde la costa de Montevideo antes de 1964.

Felisberto y sus plantas parlantes

Este inédito andaba en la vuelta desde los años ochenta del siglo pasado y su origen se puede fechar un par de meses después de la muerte de Kennedy. Mirándolo con perspectiva 1964 sería un año de los interesantes; de lo que ocurrió en la superficie política la información es redundante y cuando se rememora los nombres implicados, reverdece una sensación de lejanía cósmica. La duda de si la aserción de que Oscar D. Gestido (luego sería presidente del Uruguay) integraba la minoría del Consejo Nacional de Gobierno, será benéfica para sortear con cordura los años de vida que me quedan. Los recuerdos que interesan al narrador son los propios -felices o dolorosos, de eso Felisberto sabía: lecciones de piano, cruce de la cordillera de los Andes…- y menos los injertados. De ahí un breve rodeo que me permito, consciente de que Jorge Pacheco Areco -alias “el Bocha”- hacía guantes en el gimnasio L’Avenir de la calle Maldonado, donde comencé a entrenar con dieciocho abriles que jamás volverán.

Tampoco entonces vi pasar el meteorito en el cielo inmediato porque mis intereses estaban cerca del tríptico Luis María Maidana, Pedro Alberto Spencer y Juan Joya Cordero: el 13 de enero de 1964 moría Felisberto Hernández a los 62 años. Al mes siguiente, el 25 de febrero cumplía trece años y escuché tarde en la noche la cabalgata Gillette la consagración de Cassius Marcellus Clay campeón mundial peso pesado contra Sonny Liston. Esa noche cambiaba la historia del boxeo, siendo mi bar mitzvah en relación al deporte, literatura y educación sentimental. La narrativa vendría por lecturas más organizadas y me inició la profesora Alicia Conforte en el liceo 14 de 8 de Octubre y Propios; como occidente comencé con La Ilíada en variante casual, no mediante la traducción Editorial Austral -del barcelonés Lluis Segalà i Estalella muerto en otra guerra- sino la del madrileño Juan Bautista Bergua. Primer alineamiento entonces de los astros en relación a Felisberto en cielito del 64 y la biblioteca seguiría complotando. La segunda etapa fue en ocasión del concurso de ingreso al Instituto de Profesores Artigas; uno de los nombres a preparar para la prueba escrita, además de los clásicos consagrados por el canon, era un autor compatriota viviendo en la misma ciudad de Montevideo. Mientra yo aprendía a caminar de la mano de Griselda yendo a la tienta London-París, él contraía nupcias – ¡por cuarta vez y luego de convivir desde Rusia con amor! – con Reina Reyes. Un estremecimiento eso de las oposiciones y siendo responsable José Pedro Diaz tutelando al jurado, docente que escuché con admiración tiempo atrás, glosando el cotidiano materialista de los Goriot en la rue de la Montagne Sainte Geneviève. Esa coincidencia soldó el nexo entre una poética del relato universal y la tradición propia de la cédula de identidad, nuestra Ítaca imbricada a una literatura menor en el sentido kafkiano.

Ocurría antes, uno se acercaba a los profesores admirados señalando un posible proyecto de vida, situaciones de amistad que fueron evocadas en otros escritos del Cabaret. Ahora interesa el caso de José Pedro Díaz asociado a la tercera articulación Hernández. La propuesta reactiva era desafiante y bonita, Amós Segala decidió hacer un volumen Archivos sobre Felisberto (conmoción en el avispero letrado) y designó a José Pedro comandante de la expedición (segunda conmoción: esplendores y miserias de los cortesanos). José Pedro Diaz alineó al equipo y crecen los rumores sobre desaciertos del casting, estando bien informado pues formaba parte de la tripulación. Creo que trabajamos dos años en el expediente y fueron meses que recuerdo con enorme cariño; cuando todo estaba pronto, cayeron excomuniones por intrigas e incompatibilidades varias con herederos bajo influencia. Estaba triste por mi querido profesor, yo tendría otros proyectos en carpetas pero igual quedé tocado por algún torpedo; como si se hubiera cruzado un gato negro, presentía en la obra de Felisberto un campo magnético amenazante del cual había que mantenerse a prudente distancia…

Los trabajos sobre Hernández para Archivos sin publicar me acompañaron en varias mudanzas, sin atreverme a tirarlos ni a presentarlos para una eventual divulgación y recelando que marcharían al fracaso; creo que pasó tiempo suficiente para alegar prescripción y todo Cabaret tiene algo de legión extranjera. “Felisberto y sus plantes parlantes” proviene de una de aquellas tesis estancadas y veremos la suerte que corre en su nueva temporada. El interés inicial -que otros estudiosos retomaron desde entonces- es la dependencia similar a la cultivada entre pianista y solfeo. Están los cuentos y novelas, fragmentos ocasionales y otros textos -aquí retengo para su análisis tres de los más interesantes- que, en el intento de explicar su poética, inventan otra tercera dimensión donde el relato es satélite de la articulación molecular de los relatos. En principio para iniciar a otros extranjeros y más patente para aclararse Hernández sobre eso que le caía de alguna parte como fruta madura. Apela con elegancia a explicaciones y metáforas, atajos retóricos, evidencias confesionales, campos lexicales de jardinería, analogías sensoriales comprensibles. La astucia más célebre entre ellas publicada en 1955, olvida los primeros propósitos formales y cultiva una flora ambiental casi mágica. Inspira el acto famoso de Eisenheim el ilusionista de Viena -interpretado por Edward Norton en el filme de 2006- que de una fruta con once gajos hace crecer de la nada una planta de híbridos. Con la luz exclusiva del pensamiento mágico, ante la mirada de espectadores hipnotizados, hombres y mujeres que escuchan sin chistar en sus butacas, sumando asombro con deseo de creer el prodigio ilusorio que están viendo. 

Buenos Aires como ciudad doliente

Este trabajo tiene unos cuantos años y fue preparado para una mesa redonda -en el ámbito universitario- sobre la literatura fantástica rioplatense. Creo que no hay traza de publicación alguna, circuló en ese tramado mutante de oralidad, desaparición de revistas con soporte papel y la subida de las contribuciones en línea en sitios inubicables. Afinando los criterios, creo recordar que el autor para los concursos del Capes y la Agregation español sección americana era Julio Cortázar. Dicté ese curso estando todavía en la universidad de Grenoble, contaba para ello con una buena base previa de lectura, que soporta buena parte de mi tradición doméstica, bibliotecas portátiles y filiación asumida de algunos relatos que luego fui escribiendo. Hasta podría decir que esa vertiente de ficciones me acompañó en diversas etapas de la educación literaria, a veces obturando otras experiencias que quedaron por el camino.

Horacio Quiroga inició las apuestas; partiendo de animales parlantes proponía una quebrada de oficio abierta a machete y el remake -un torrente vegetal bombeado desde el corazón de las provincias con mosquitos- de temas vectores del siglo XIX, como si se tratara de un avatar criollo de Edgar Allan Poe. Lo interesante con Quiroga, era que parecía extender lo fantástico a la novela vitalista del escritor y proponía, en su mentado “Decálogo del perfecto cuentista” los rudimentos del oficio exponiendo el taller de la escritura. Ese paso al costado, su manera de señalar la distancia en alguien donde vida y escritura resultan indisociables -pueden recordarse extenuantes marchas por París y las Misiones- fue una lección en cuanto a vidas paralelas y el esfuerzo lúcido por diferenciarlas. Con Felisberto Hernández la empatía fue más desconfiada: reconocía esos paisajes urbanos evocados en sus evocaciones porque eran los de mi ciudad. Los personajes -deambulando entre miseria, habitaciones sin ventana y desquicio avanzado- se parecían a familiares lejanos, vecinos de la manzana en la Curva de Maroñas: mi tía abuela Nieves Varacchi intentó en vano enseñarme el pianoforte, pero me acercó complot de profesoras de solfeo de barrios con tranvía. Ella dirigía el conservatorio Santa Cecilia y supongo que conoció a Clemente Colling, tenía dos alumnas virginales que venían de El Sauce, cantó en el Sodre Lucía de Lammermoor, se fugó a Buenos Aires con un novio carrerista y me anunció que de viejo me gustaría la música de Wagner. Felisberto formaba parte del programa del examen de ingreso al instituto de profesores Artigas, así que estaba fusionado a experiencias de pasaje de ser alumno de Alicia Conforte, a profesor en el mismo Liceo 14 donde conocí la cólera de Aquiles.

Luego llegaron como lo más natural las lecturas de Borges y Cortázar. Del primero me cooptó la erudición lidiando la expansión del mundo en ambas coordenadas, la versada resignación enfrentado a la ceguera y lo infinito de la biblioteca mundial, las caminatas por suburbios porteños; el peaje también entre poesía popular y sistemas filosóficos considerados como obras de ficción. En algún planeta hipotético, el obispo empirista George Berkeley tomaba mate con don Nicanor Paredes que fuma fuma y fuma sentado en el boliche. Claro que a los veinte años uno entre en ese fervor con ritos de iniciación; recuerdo haber comprado la primera edición de “Ficciones” (1944) y asistido a una conferencia en un teatro montevideano, haber viajado a Buenos Aires para asistir al congreso donde escuché a Roberto Paoli. El ciclo se cerró cuando fui a trabajar a Grenoble y compartí despacho con el querido Michel Lafon, que era sentir la presencia fantasmal de Borges en las horas puente. La aproximación con Cortázar se produjo más que por el fantástico practico, por la gira mágica y misteriosa de sus dos famosos Almanaques a los parajes con sirenas. El traductor de Poe al castellano hacia coexistir tango y box, el jazz con personajes delirantes, asesinos seriales con la historia del cine. Hallé en Cortázar la continuidad de Quiroga en cuanto a la reflexión sobre el cuento, lo fantástico en versión moderna e insertado en la realidad, así como algunos trucos para que la magia continúe.  Con esos nenes bien leídos, me sentía en condición de dictar el seminario para los concursos; quise igual buscar alguna variante, un ángulo de ataque agrupando los autores admirados y otros más, entonces me decidí por la ciudad de Buenos Aires.

En el trabajo sobre la ciudad doliente y misteriosa, avanzo razones por ese interés vinculados a la historia, la literatura y los tangos; las había uniformadas por la historia con fechas patrióticas y allí por Florida y Lavalle mis padres fueron felices siendo jóvenes; había los tangos sublimando el barrio de Boedo tan decarísimo y la avenida Corrientes la insomne, la tía Susana y el tío Armando que se fueron a vivir entre diagonales a La Plata, la configuración del imaginario infantil tan de varieté, comenzado cuando padre escuchaba los domingos “La revista dislocada” y madre me llevaba al Teatro 18 de Julio a ver sainetes del uruguayo Paquito Busto. Después el primer cruce en el vapor de la Carrera, en misión de trabajo con anticuarios de San Telmo; como cantaba Rivero en “pucherito de gallina”: con veinte abriles me vine para el centro… y entre otras cosas me daba por leer. En Buenos Aires viví una grata época de ediciones gracias al apoyo y la amistad de Alberto Díaz; cada vez que vuelvo a Montevideo salto el charco y paso unos días en Buenos Aires -me hubiera gustado vivir allí una temporada-, almorzamos con Alberto en la parrilla El Mirasol cerca de Buquebus, recuerdo que en la calle Chile vivían Juan María Brausen y Enriqueta Martí… esa es otra novela breve como la vida misma.

Lo decorativo y despiadado en la voz de Ireneo Funes

La obra de Jorge Luis Borges es una de las más generosas para el despliegue ilimitado de epistemes delirantes, egos críticos, bibliografías interminables, ediciones anotadas y programaciones universitarias. Con premisas aceptadas de un empaque serio e insinuando cierta ironía y sentido del humor, una malicia criolla ausente en los versos del Beowulf. Nos propone una multiplicación espejada de lo inesperado, donde la literatura afirma la condición humana, compitiendo en prodigios con el mundo y sus laberintos atigrados. Entona una poesía de lo concreto que huele a pulpería, una práctica ensayista de lo raro en el ámbito hispánico -tan refractario a los heterodoxos de otros credos-, la recuperación de aspectos crueles de la gauchesca, que puede llegar al degüello y otros vicios menospreciados por pruritos postmodernos. Absorbe las sirenas del lenguaje allí donde chisporrotea la poesía, desde el lunfardo en los carros tirados por caballos hasta el relato ferruginoso de mitologías escandinavas. La biografía de Borges intenta argumentar y refuta a la vez las equivalencias obra autor. Nos queda entre las manos el milagro secretos de cuentos circulando entre Bagdad, Toledo, las esquinas de Palermo y esos lugares comunes de hijo modelo ciego, hombre con gato, breve circuito con bastón en la trama céntrica porteña. Se agregan tigres dibujados en la infancia durante el aprendizaje del inglés, genealogías de montonera en retratos de la familia, alguna falla sajona en las fidelidades; sin embargo, esas esferas circulando nunca terminan de explicar el asombro conversacional de su escritura. Que tampoco abruma desanimando a jóvenes lectores con lo inalcanzable, lo ejemplar despectivo o el mandato ofensivo de lectura obligatoria. Al contrario, suscita el amor por las letras -de la noviecita adolescente hasta la pasión que embarra la vida, como en los tangos de Discépolo- y el fervor de Buenos Aires la dos veces fundada. Enseña a deletrear historias secretas de la eternidad y de la infamia, da a entender que la creación está al alcance de la mano, puede quemar las pupilas y anuncia la sospecha de que la realidad invasora sea apenas una maraña de ficciones.

Cuando lo leí en la adolescencia durante la educación literaria, lo hice con insistencia y admiración compartida. Borges nunca exige una lealtad absoluta exclusiva, pero yo compraba cuanto libro podía de Emecé; desde el Séptimo Circulo, también estimulaba la compañía de otros textos que pueden ser de Dante, Quevedo, el inventor del Padre Brown o novelas con títulos inolvidables como “El caso de las trompetas celestiales”. Invita a frecuentar otras bibliotecas circulares contenidas en la de Babel y harían falta tres vidas de lector para seguirle el tranco. Ahora que lo leo teniendo los años que nunca pensaba alcanzar cuando entonces, creo haber descifrado algunos trucos inocentes del oficio. Quedo sin respuesta -sin que tampoco importe- ante la fluidez del decir popular entre las seis cuerdas y admito que en la literatura -como en otras creaciones artísticas- se agazapan zonas de misterio y que es bueno que sea así. Esa ventaja de lector precoz, me ayudó en la redacción de varias contribuciones universitarias; permitiéndome vivir tiempos felices de investigación, como sucede en este trabajo sobre Ireneo Funes. Al decidirme por este relato, había de antes un aura natural y mutante, cierto perfume del fantástico paradigmático, oscilando entre al milagro con semidioses burlones y secuelas de accidentes domésticos. Irineo, además tenía esa condición de los jóvenes nacidos, criados o de paso por la Banda Oriental. Tercer reino entre la América Austral de cartografías italianas y el Uruguay con constitución y presidente; destinos como el de Richard Lamb e Ismael Velarde, sin olvidar la mirada interesada de viajeros europeos afectados por fiebres rioplatenses. Esa coincidencia geografía y siendo punto de partidam era insuficiente para un planteo metódico; tal vez es cierto que nacer uruguayo comporta alguna traza de fantástico involuntario, pero no tanto como para ser creído. Hoy día, proponerse trabajar sobre Borges supone admitir una bibliografía que inhibe desde el orden alfabético. Nadie está al abrigo que una iluminación interpretativa no haya sido resuelta antes por una tesina en la universidad de Uppsala. Me aconsejé buscar el nombre que tiene lo fantástico en otros ámbitos, y así el horizonte se poblaba de naves fantasmagóricas. Mitología, ciencia ficción, teorías del complot, religión, antropología comparada, física cuántica, realismo mágico, milagros o simpatía por el demonio, modelos del orden del universo, interpretación del universo, delirium tremes del alcohol, super héroes, algo a considerar entre Harry Potter y el espectro del padre de Hamlet. Hasta se diría que eso que no tanto se intenta distinguir de lo real, forma parte indisoluble de la condición humana. Entonces busqué en el pasado, traté de recordar en mi vida donde se hallaba ese hiato entre el orden natural y la ruptura de lo inexplicable. Lo hallé en la infancia, en un cine de barrio y en un mago aficionado; la magia de conejos entre pañuelos de colores, era la noción aglutinante y un relato. Aquello que se muestra y asombro receptivo, el imperativo de creer, intuición de que existe un plan secreto y requiere un viaje de iniciación. Después recordé -buscando las referencias pertinente- que para Borges lo mágico era algo que podía ser aceptado. El trabajo sobre la voz de Irineo Funes, fue el intento de ensamblar esas piezas, dar una versión oriental del número increíble del hombre transportado, el tullido que pasa del arrabal terroso fraybentino con madre planchadora, al pantano implacable de la memoria infinita del universo.