El mes que viene hará quince años de la muerte de Juan José Saer, el tiempo contaminado que pasa arrastrándolo todo y la memoria insistente prosiguen su mismo combate. El proyecto donde se inscribe nuestro trabajo, fue iniciativa de Paulo Ricci en el 2010, cuando se cumplían cinco años del fallecimiento del escritor; consistió en convocar a narradores y críticos, pedirles un prólogo sobre una de las obras de Saer, publicar luego un libro que editó Seix Barral Buenos Aires en el año 2011. Fue un episodio feliz para valorar la obra de Juan José, de la misma manera que las actividades del año Saer (2016-17) en Rosario y Santa Fe; así como el memorable congreso fundador en la Grande Motte, organizado por la profesora Milagros Ezquerro en mayo del año 2001.
La ironía del jugador nostálgico, hizo que los últimos años Saer los viviera contemplando el vuelo de halcones citadinos de la calle Mouchotte, en Montparnasse; allí seguía escribiendo a su ritmo y dictando cursos en la universidad de Rennes. La nombradía aumentaba pendiente del comando de amigos fieles, con episodios esporádicos de tiempo tormentoso; la amistad perseverante de los editores, teniendo como buque insignia a Alberto Díaz que entendió antes que todos, aguantó la travesía a pie firme y editó luego los cuadernos inéditos, ordenados por el amigo Julio Premat. Después de la muerte comenzaron movimientos estratégicos, en ese período misterioso de escisión entre vida y obra; la episteme distraída que se pone al día y trata de entender, con retardo, cómo su vida cruzó la literatura sin saberlo en tanto la postmodernidad se devora a sí misma.
Saer está sujeto al canon en nuestras actividades literarias; lo que viene después de… aquello destacado del lote entre las novedades, lo que resistirá al olvido, la articulación pertinente entre tradición y originalidad. Es pasaje obligado si uno quiere estudiar literatura antes que extraviar sin beneficio los trabajos y los días en lo perecedero; ello en los círculos concéntricos de la piedra en el charco, con discusión en cada dominio activado, que para resumir serian: la literatura argentina después de, la lucha por una hipotética influencia latinoamericana, narrativa en español y luego la novela a secas. Sus libros son cursor preciso para reconocer editor, críticos, docentes universitarios y lectores; siendo los péndulos de la novela más tenaces que la existencia humana y el suplemento dominical, digamos que esto recién empieza. “Zona de prólogos” título adecuado entre la definición y lo difuso, el adentro y el afuera, reúne veintidós trabajos con aportes entre otros, de Beatriz Sarlo y Alan Pauls, Martin Kohan y Nora Catelli. Cuando manifesté al compilador que elegía “Lo imborrable” al parecer estaba el puesto vacante; es verdad que no resalta entre las obras de más referencia, lo que es un descuido a mi entender.
Tratando de recordar los años en los que transcurre la novela -circa 1980- miré unos archivos que se encuentran en la red sobre actualidades argentinas. Fue juntar fragmentos de juventud, montaje de identificación inmediata en medios audiovisuales y presa escrita, aviones de Pluna que dejaron de aterrizar en Aeroparque y alíscafos de Buquebus. La historia trágica fusiona en parodia con la peripecia personal, testimonio de documentos históricos y crónica mundana menos gloriosa. Pinky en la tele pasando del blanco y negro al color, escenas sentimentales de “Rosa… de lejos”, Federico Luppi cortándose la lengua en primer plano y Raffaella Carrà haciendo estragos sin parar de moverse. Galtieri, Reutemann y Olmedo son apellidos con metonimia antagónica y relanzan narraciones diferenciadas en la memoria; lo que ocurría en el mando despótico, la espuma en la apariencia -propaganda e industria cultural- y lo que se urde en la novela.
Esa confusión premeditada se verifica en la literatura como experiencia social que todos guardamos en recuerdo; “Lo imborrable” lo captó de manera lúcida mediante la estrategia de conocer al enemigo por dentro. La realidad es algo confuso tramándose entre la espera de justicia, tics chistosos de cultura popular y memoria de escenas novelescas; todo es muy raro, tiene algo de vidriera irrespetuosa donde se mezcla la vida: el viernes 6 de marzo del 81 Queen, con Freddie Mercury actuó en Rosario, a unos 173 kilómetros de Santa Fe y del Hotel Conquistador. Ser lúcido como programa sería la lección, distinguiendo entre lo efímero y lo imborrable que nos aguarda antes de que sea demasiado tarde.
Sigo teniendo una persistente debilidad admirativa por esa novela; quizá la ciudad bajo la lluvia y hoteles de provincia, las notas al margen, proyectos de revistas literarias y sellos de divulgación a lo Bizancio -unos meses intenté vender diccionarios puerta a puerta para editorial Jackson de Montevideo-, quizá la forma donde la violencia se acomodaba a la vida real; del resto hablo en el texto. Explora por caminos transversales la relación menos simple de lo aparente entre historia y literatura; “Lo imborrable” es la novela de la literatura en la sociedad argentina de aquellos años, con sus máscaras tétricas y ediciones de tapa dura.
Si tuviera que elegir una razón y apostarle la última ficha, seria sorprender al héroe en crisis de muerte y transfiguración. Carlos Tomatis tiene aquí algo del hombre sin atributos pegado a su paisaje urbano en tanto destino, negociando los términos de la depresión, observando y siendo el avispero social, aceptando las arritmias de la vida amorosa y teniendo la poesía como puerta de emergencia. Los primeros versos del poema de Juan L Ortiz le dan título al ensayo, veamos si con la última estrofa del mismo poema podemos ser más claros,
La gran piedad, alma, es la del héroe,
pues que ella toca toda, toda, la cadena del tiempo…
Y esos cabellos al viento, con la edad del porvenir,
son, a pesar de su alegría, si,
los del héroe visible…