París, ciudad metáfora en la obra de Mario Levrero

En el segundo semestre del año 1986, Olver Gilberto de León visitó Montevideo para informar y promocionar un coloquio, programado para mayo de 1987 en la Sorbonne, donde él dictaba cursos. Reunió gente entendida en varias instancias, habló de un cupo generoso de invitaciones y pidió colaboraciones con criterio abierto. A decir verdad, era una buena noticia para la cultura uruguaya, el encuentro tenía algo de reivindicación y exorcismo, clausurar parcialmente una experiencia dolorosa y regresar a ella de manera insistente. 

   Entre octubre y febrero del año siguiente, habiendo sido sensible al llamado, con una problemática en mente busqué libros, afiné un tema y redacté esta ponencia de inspiración universitaria. El anunciado Boeing en surbooking de escritores viajeros, a medida que pasaban los meses, bajaba en densidad y se redujo para el despegue a dos o tres nombres prestigiosos. De los otros no sé, en mi caso y sin el pasaje de Air France, pregunté qué harían del informe. Los organizadores -el comité fue presidido por Daniel-Henri Pageaux- me solicitaron que igual lo enviara, sería leído en mi ausencia lo que era lógico y extraño; en el primer párrafo quedan trazas de ese avatar a la contigo en la distancia, lo envié en los tiempos estipulados, nunca supe si lo leyeron y además es sin importancia. 

   El trabajo sobre París en la obra de Levrero tendría luego un histórico agitado. A pedido del poeta Fernando Beramendi, se publicó por primera vez en Carta Cultural -suplemento de El Popular- en setiembre de 1988. En el 2006 salió una segunda vez en la revista Hermes criollo, en 2013 me lo pidieron para el antológico “La máquina de pensar en Mario” editado en Buenos Aires y reaparece ahora en el Cabaret literario La Coquette. Agregué para la presente ocasión algunas líneas referidas al año 1979, que fue el de la primera edición de la novela que hacía las veces de común denominador.

   Un año después encontré por única vez en mi vida al autor en su departamento de Buenos Aires y departimos muy brevemente sobre las opiniones de mi testimonio. Levrero se retiró a leerla en soledad y negó la influencia de Jean Ray -el autor de Malpertuis- que creí detectar partiendo de las aventuras del detective Harry Dickson, cuyas novelitas llenas de situaciones de aporía -previas a la sorprendente resolución- yo compraba en la Feria del Libro, de la familia Maestro, en 18 de Julio y Yaguarón a fines de los años sesenta. 

   De todo lo anterior lo más importante es la cifra 1986; fue el año encrucijada de Tchernobyl y cuando el MLN pide ingresar al Frente Amplio, con repercusiones políticas que se sienten hasta ahora mismo. Después fue estimulante acercarme a ese universo no euclidiano; resultó una novela policial folletín hallar el “corpus” por aquellos tiempos en Montevideo, pero para eso me daba maña, conocía buenos informantes y tenía perseverancia suficiente. Después y evitando repetir lo que se sabía sobre el escritor del seudónimo, busqué notas corroborando una episteme liviana y supe más tarde de una reseña importante publicada por esos tiempos en Buenos Aires; contrariamente a lo que ocurre en el presente donde abundan análisis de gran calidad, en la prensa de los orígenes el horizonte teórico se limitaba al “hipnotismo”, como si el escritor fuera pariente de Tusam (técnica, unción, sabiduría, amor, mística… todo un programa y casi una poética narrativa), un mentalista de talento y bigote nacido en el barrio de Villa Urquiza en Buenos Aires.

   La ponencia fue una avanzada en la crítica nacional, confieso con la mano sobre “la novela luminosa” que para nada quise ni pretendí redactar un texto premonitorio; ni adelanté tampoco un magisterio saboteado o asalto al canon antes de que finalizara el siglo. Si bien colegía en esa obra un temblor espiritista, no supuse -hacia fines del 86- que tendría en los años siguientes una recepción unánime en ámbitos críticos y editoriales, así como un gran contingente de lectores y followers incondicionales. Al final, resultó que había algo de la dimensión desconocida versión Rod Serling en los volúmenes dispersos, creando un micro clima poderoso y circuitos integrales afectando el campo magnético narrativo.

  Mis intenciones en 1986 eran menos devotas y más bien políticas. Literatura y política, novela y sociedad, mirada hacia el pasado, el testimonio más poderoso que la ficción eran los términos del debate y discusión. Una suerte de orientación hacia las que estaban dirigidas el relato, la poesía y el conjunto de las fuerzas del espectáculo en sus manifestaciones escénicas, musicales y carnavalescas. Más que la transgresión asumida, eran otras empresas al margen que buscaban su lugar, apelando a paradigmas multimedia en tanto réplica y respuesta, oposición y retorno. Se puede recordar Montevideo Rock y el auge de las bandas, las Ediciones de Uno de Macachín y las lecturas públicas de poesía, el teatro de Cerminara y Restuccia teorizando a lo Artaud y la praxis esperando a Godot; el Arte en la lona homenajeando a Martín Karadagian y agites variados que aparecieron, como la famosa foto de La Oreja Cortada, la concha de Delmira y otras intentonas under en locales como “Juntacadáveres”. Siendo dialéctico, sabía que una sola tesis carbónico mimética era insostenible para soportar el relato de los años duros y si tuviera que apostar una antítesis -emulando el título de la antología de Salvador Bécker Puig- pensé en Levrero en tanto metonimia. Por la variedad de las situaciones, perseverancia en el encierro y cierta coherencia surrealista definiendo un carácter; tampoco se trataba de un icono sustitutivo a las venas abiertas, apenas decir atención: ahí pasan cosas. Hay algo de crónica freak de todo eso ocurrido en los años 80, cuando se tentaban relatos heterodoxos que quedaron por el camino unos y relegados otros, nuestros cuentos artrósicos de quienes estábamos ahí y fuimos envejeciendo como el perro Pongo, en la mejor de las hipótesis.