Se comentan dos prólogos en una misma nota porque los acercan varias coincidencias; siendo reediciones en la misma colección de la editorial Banda Oriental, se trata de novelas escritas en mi horizonte de expectativa de la literatura uruguaya, conocí a los dos autores en Montevideo congestionada y fueron ellos quienes me hablaron de esa colaboración paratextual que acepté de inmediato. El ejercicio del prólogo siempre es peliagudo, comienza con entusiasmo y cierta ligereza, pero el paso de los días cuando se acortan los plazos asoma cierta angustia; uno sabe que las razones para preferir esas historias son límpidas en su evidencia, pero uno debe ordenar el convencimiento en relato retórico destinado a lectores potenciales. Brindar informaciones de orientación disponiendo claves para guiar en el viaje visible, adelantar secretos preservados en rincones o pasivas menos luminosos del texto. El lector es poco crédulo y refractario al entusiasmo de la autoridad así como a la imposición de elogios exagerados.
Recuerdo que busqué hacer pasar la curiosidad antes de la lectura, el recuerdo persistente de las primeras impresiones, los enigmas diseminados, los motivos para abrir una segunda lectura y compartir razones por las cuales esos libros destacan en la memoria personal y en la estantería tradicional de nuestra narrativa. Los objetivos de la misión a veces fracasan pero si hay un por modesto que sea porcentaje de eficacia al final del circuito, si se logra que la máquina receptiva pueda continuar treinta años después -como es el caso- considero que la estrategia valió la pena. Después los prólogos quedan amarrados y herrumbrosos a los muelles de “esa” edición y las novelas como debe ser siguen su propia navegación, a la búsqueda de nuevos prólogos de críticos más jóvenes en los naufragios del futuro.
Vendré dentro de un tiempo en detalle subjetivo sobre la figura de José Pedro Díaz en ocasión de otros trabajos. Lo conocí como profesor supongo que en año 68 en lo que se llamaba el sexto año del plan piloto; era un docente formidable comunicando la pasión por el texto haciéndolo contar desde el interior de la escritura y reafirmó mi determinación por ingresar el Instituto de Profesores Artigas; siendo escritor era fantástico estar ante esa persona concentrando mis intereses adolescentes, como antes lo encarnaros otros queridos profesores de literatura del Liceo No. 14. Después intimé con pormenores de la obra integral y trayectoria; frecuenté su casa y salimos varias veces a cenar en familia, durante meses trabajamos los sábados de mañana -antes de preparar el aperitivo- en el proyecto Felisberto Hernández para la colección “Archivos” que quedó en el camino, sobre el Capítulo Oriental dedicado a su obra que redacté en 1997: “José Pedro Díaz, la literatura mar adentro”.
Ello ocurría en la casa de María Espínola antes Mangaripé, donde escuché la historia del 45 y su generación crítica desde las entrañas, yo pasaba por ahí mientras Amanda Berenguer escribía “La dama de Elche”, obra mayor de la poesía en castellano. Lo recuerdo a José Pedro en su compromiso político con los 100 del Frente Amplio saliendo en la tele y sus cuentos orales sobre la novela de Marina di Camerota que leí tantas veces. “Los fuegos de San Telmo” tiene algo de temporal literario y charla cómplice en un jardín felisbertiano, del profesor despojado de teoría evocando su novela familiar y el viaje a la Europa del admirado Balzac y al pueblo de pescadores originales. Es una vertiente memorialista de la literatura Uruguay -sigo creyendo- y de los textos claves para saber de nosotros, la función que para los uruguayos asume el relato cuando es espejo roto de Stendhal tirado en el camino.
Con Omar Prego fue el cruce de aviones de Air France unos pocos años, él regresaba a Montevideo desde París y yo sin pensarque iría a Francia después de conocerlo. Lo conocí porque era consejero literario de Editorial Trilce donde publiqué dos libros de relatos; en su apartamento de Pocitos de la calle Cavia – su esposa María Angélica Petit mantenía vínculos universitarios internacionales y se encargaba de guardar el espíritu de “Cuadernos de Marcha”- hablamos con Omar de largas tardes de “flaneur” por el París de la pequeña corona y calles arboladas del Prado montevideano. Prego había ganado el primer concurso de lectores de Banda Oriental (1969) con el libro de relatos “Los dientes del viento”; siendo joven yo leía narradores uruguayos editados por Arca y Alfa. Ese concurso fue importante en el ambiente letrado en aquellos años, recuerdo haber comprado el libro con emoción y quedar impactado en su lectura inmediata por la invasión de las langostas, imaginado que sería bonito ganar la segunda edición de ese mismo concurso. Omar era un hombre discreto y con sentido del humor, le hizo un libro imprescindible de entrevistas a Cortázar y escribió una intensa novela sobre los amores difíciles de la poetisa Delmira Agustini. Por su iniciativa narrativa -le doy las gracias retrospectivas- me abstuve de escribir novelas policiales stricto sensu. Su tríptico del género donde “Para sentencia” es pieza de avanzada exploraba parajes tóxicos, cloacas putrefactas de la sociedad uruguaya y posibilidades técnicas del género, en situaciones dramáticas tensas, escenarios reconocibles con personajes próximos e intrigas cruzadas. Prego marcó un perímetro férreo al respecto y trabajando el prólogo en su momento, entendí que sería muy complicado explorar con beneficio propio en esa zona de cultivo. Interactuaban en la intriga arquetipos adaptados a nuestra idiosincrasia y escenarios barriales justos, el cruce entre dictadura y marginales e infelices; para ir más lejos en el intento, además de cambiar la novela debería cambiar el país y las condiciones de producción dramáticas. Quizá eso fue lo que ocurrió entre las dos novelas. La historia de Prego avanzó hacia lo que derivamos en la convivencia y la narrativa de José Pedro -incluyendo su historia de vida cuando los profesores de literatura eran mujeres y hombres felices, que tuve la enorme fortuna de frecuentar durante mi educación literaria- narra un Uruguay que dejó de ser. Un lugar del sur americano donde valía la pena separarse de la familia parecida a Amarcord, haciendo en barco el viaje -e la nave va…-sin regreso y yendo a morir mirando el mar, recordando la infancia italiana -ana nisi masa… ana nisi masa…- desde la costa de Montevideo antes de 1964.