La narrativa y en especial la novela, género que como ciertas especies animales está en peligro de extinción en su modalidad moderna -quizá a falta de renovación interna (como sucedió con la pintura) de expoliación del relato por la industria de información y entretenimiento, asunto tratado de manera estupenda en “Lo imborrable”- podrá sobrevivir si se fideliza a la misma fuente que el misterio del Cosmos y la Materia: su complejidad. Ello se constata en todas las actividades, la física cuántica, la arquitectura, la guerra y por tramos la sociedad del espectáculo; es un debate sobre el cual vale la pena insistir, sabiendo que quizá es inútil en ciertos anfiteatros y sólo resulta eficaz el convencimiento interior. Con la obra de Juan José Saer, considerando también su itinerario de escritor, pareciera que el cursor axiológico receptivo pasó por las estaciones ineluctables. Cierta indiferencia en el momento de salida a la biblioteca social (salvo contadas excepciones que son cicatrices significativas), aceptación lerda en medios universitarios fascinados por las derivas del realismo fantástico y la movida postmoderna en el ruedo ibérico, un nuevo grupo de lectores finito pero suficiente para la resistencia y alabanza. La muerte luego de Saer en 2005, que fortifica la zona teorizada por el escritor y la libera; la obra conoce desde entonces una incursión profunda en el canon (doble articulación de crítica y evidencia, olvido sobre otros autores, movimientos en tradiciones, fidelidad editorial, seducción sobre generaciones que llegan) ahora para reacomodarlo y quedarse. Son varios los ángulos desde donde la crítica lo lee al presente; si bien esa obra parece no adecuarse a las cuestionas urticantes del interés epistemológico rondando en la actualidad.
Es otra cosa para los protocolos invisibles de la tarea de creación, mientras se pronuncian los abismos casi irreconciliables entre críticas de influencia y artes de invención; a saber, si la obra renueva paradigmas o las posturas militantes satelitales doblegan al creador. El comentario, circulando en los campus y el periodismo, sigue los avatares dialécticos que las modas de pensamiento, la caravana del imperialismo que se desdobla en novedades del pensamiento filosófico. El centro o centros de intereses se desplazan en forma permanente, las marginalidades de otrora capitalizan reivindicaciones totalitarias, influencias de ámbitos de poder afectado estratos simbólicos, mimetismos sociales a falta de originalidad o éxito de la recepción, como si el sistema crítico abandonara al lector pasándose a promover intereses de la industria cultural, provocando un cortocircuito precipitando a las tinieblas categorías de las luces. El hiato antiguo entre iluminación y alienación de sesgo marxista se desactiva con complicidades varias; la obra de Saer, creada en el cruce de los siglos y la interacción de dos territorios, la fricción de varias lenguas y un sitial en la escena narrativa, tampoco pretendía ser un corpus útil para negar o legitimar especulaciones críticas. En la historia de la creación del relato ficticio es diferente, es ahí donde se observan y diferencian -volvemos a Saer- varias estrategias de escritura que responden a un plan, proyecto de obra con mucho de mandato, reflexión y asumiendo la situación heredara y elegida durante el trayecto; en eso Saer formulaba una lucidez implacable, que supuso en el argentino filtrarse en una doble tradición literaria. La argentina con Zama de Antonio de Benedetto o Macedonio, por ejemplo y la literaria a secas: E. E. Cumming, William Carlos Williams; partiendo de incurrir dentro del relato tras la originalidad, seguro de la elección temática en las modalidades del narrar. De ahí su confrontación con las artimañas publicitarias del mercado, los asuntos de aceptación pública efímera o éxito de ventas; la insistencia en el conjunto del proyecto propio, desde el primer libro publicado hasta las últimas oraciones que pudo escribir.
En otras ocasiones tuve oportunidad de explayarme en esos asuntos; ahora me contentaré con avanzar titulares relanzando la memoria y que explican la razón del trabajo sobre Carlos Tomatis. Juan José tenía varias fuentes de lecturas, más que pistas policiales buscaba atraer la atención empática del lector y tenía un conocimiento -dentro de lo que se puede de tan gran producción- de la literatura argentina sin limitarse a ello; diría que algo conocido anecdótico, un segundo frente inesperado y la tercera pasión secreta. Evocaría la amistad con Ricardo Piglia en territorio común y batallas diferentes, la complicidad con Alain Robbe – Grillet cabeza de puente del Nouveau roman francés moderno, el conocimiento intenso de la poesía americana del siglo XX. Del peso de esa fricción entre textos se encargaron otras generaciones críticas; aquí me detendría en la idea de sistema constelado de la mayoría de su narrativa, donde cada título se potencia en una trama de conexiones y sinergia de la totalidad. Suerte de comedia humana entrerriana o como él prefería decir un elenco estable, que en cada novela rotaba cometidos protagónicos, en avance o retroceso del relato de vida propio. El ónfalos de la ciudad de Santa Fe, la cercanía de Rosario, allá Buenos Aires y más lejos París; la creación de su “zona” de ambigua definición fronteriza y presentida, tal como les ocurría a los cartógrafos renacentistas, Apollinaire en la Paris de la belle époque y Stalker de Tarkosky. Algunas veces se permitía salir del encuadre fijo contemporáneo temporal (sin alterar el espacio del cronotopo regional, tal como sucede en “El entenado” y “Las nubes”) para visitar los orígenes, episodios coloniales o magma terrenal, así como indagaba la profundidad del pensamiento humano hasta los vagidos primeros de la especie. Mi preferencia de lector por “Lo imborrable” me llevó a interesarme por Carlos Tomatis, que escrutaba no tanto en sublimación heroica, sino como señal luminosa intermitente útil para ubicar a otros personajes. Me recordó al joven español de “El entenado”, grumete, cautivo entre los primeros de los indios durante años, que lo dejaron vivir porque sería su testigo y luego el narrador, cronista tardío en la lengua conquistadora que necesitaba cada tribu, para que su efímero paso por el mundo no desaparezca totalmente. Acaso Tomatis pudiera ser el alter ego de Saer, la considero una hipótesis aproximativa e insatisfactoria; cada uno de esos dos tenía claras sus funciones en el complejo. Carlos Tomatis sospecha que tiene algo de autor y mucho de personaje, para que ello funcione opera a corazón abierto, miente y guarda en secreto sus poesías, escucha y glosa a sus coetáneos, comenta y escribe; a veces da un paso adelante o queda en bambalinas de la función, puede ser el maestro de vida que traiciona la confianza del alumno, la parte emotiva que permaneció en la zona cuando los amigos andan por Europa. Tal vez era lo que Saer hubiera preferido si en la quiniela literaria le hubiera tocado ser personaje, pudo haber estado con el autor cuando es medianoche y el cabaret despierta; manipular el desprecio y la ironía evitando el lugar común, exponerse cuando asedia la depresión, encajar la muerte de los amigos y recordarlos, ser piadoso con el entorno poético literario, sabiendo que el héroe de la novela moderna es el hombre sin atributos. Padecer la historia, decirse que el mismo pronóstico del tiempo se puede aplicar a cada día que pasa, jugar al billar porque el sentido de la vida tiene algo de timba clandestina, de carambola con tacada amañada en un boliche de barrio.