«Jacob y el otro»: cuenta el Tiempo

La primera versión de este trabajo fue un encargo en ocasión de la Edición Archivos del volumen “Novelas cortas” de Juan Carlos Onetti. El libro coordinado por el profesor Daniel Balderston se editó en el año 2009 y fue de suponer un trabajo de preparación paciente y riguroso; participar en ese evento fue una circunstancia feliz en la tarea de investigador por el autor compatriota frecuentado desde la adolescencia, el relato tan intenso a estudiar y la amistad con varios colaboradores, muchos de los cuales cruzaba en peripecias universitarias. Coincidía el proyecto con la etapa crepuscular del aura del signore Amos Segala al frente de la colección, personaje con enigmas renacentistas de iglesia y palacio, generoso e inventor de ediciones que son patrimonio bibliográfico y dicen de otros estudios literarios latinoamericanos. Fui invitado por el coordinador quizá porque en esos años tenía una vida activa en el malón de la literatura rioplatense; evocaría dos episodios pertinentes: una defensa de tesis sobre la obra de Onetti (1992) en la Sorbona y el inolvidable congreso en La Grande Motte (2001) sobre Juan José Saer organizado por Milagros Ezquerro. En esa interacción nunca se sabe qué determina estar en la lista de invitados, un día llega el mail con la propuesta, al otro sale la respuesta aceptando y comienza el trabajo. Olvidé o es sin importancia, si la asignación del texto a comentar fue decidida por el coordinador, si elegí con libre albedrío entre los cuentos restaban luego que los primeros reclutados indicaran sus preferencias. Aceptando cualquiera de las opciones barajadas los dioses me halagaron; si bien conocía meandros de Santa María y estrategias de ingreso a la ficción en portales montevideanos y bonaerenses, venía bien a mi imaginario la rareza de lo que llamé el efecto Jacob y claro que debía agregar a Orsini hablando la misma lengua que Amos Segala.

En principio tenía experiencia acumulada suficiente para escribir rápido y bien sobre el asunto, pero rondaba un misterio -lo mismo ocurre en “Los adioses”- que comenzó a preocuparme, algo fugitivo haciendo de ese cuento una perla rara en el conjunto de la obra. El asunto de lucha grecorromana itinerante parecía distante de mis intereses académicos, que fueron centrados en la presencia de Montevideo en el sistema narrativo de Onetti; hasta que un día entendí que sabía de esa historia entre vestuarios y entrenamientos desde antes de leerla. Reconocí sin bibliografía adicional elementos del exceso gimnástico y el itinerario del guerrero fatigado reconvertido en atleta exhibicionista; había algo de corporal separado de metáforas usuales del autor y otra musculatura de oficio actuaba en secreto ajustando nervaduras del relato, ensamblando lo grande con lo pequeño, haciendo que en cada línea sonara la hora justa. Esa búsqueda fue lo que llevó más tiempo, tampoco era cuestión de sumar lecturas del catálogo inabarcable de ensayos y tesinas, sino ponderar los aparatos puestos sobre la mesa de disección una vez más. Claro que en la infancia había visto “Titanes en el ring” mezcla de mitología, espectáculo y televisión animada por el armenio Martín Karadagián, que tenía el arma secreta en el golpe del antebrazo y un secretario llamado Joe Galera; mi padre me llevó a ver una apostasía de la troupe titanesca encabezada por Alí Bargach, cuyo nombre recuerdo como si lo hubiera visto la semana pasada en el Palacio Peñarol. Después vinieron los años en el Club L’Avenir de Maldonado y Paraguay en Montevideo, que fueron parte exigida de mi educación literaria; al menos para saber en carne propia que se siente pegarle a la bolsa de arena, vendarse las manos antes de calzar guantes y subir al cuadrilátero con otro tipo que te quiere llenar la cara de dedos. Era la atracción del alma del boxeo por razones curiosas de herencia paternal de relatos, los documentales sobre Joe Louis, el final emocionante de Gentleman Jim cuando se saludan Errol Flynn y Ward Bond; quizá porque Cassuis Clay ganó su primer cinturón de campeón mundial contra Sony Liston el día de mi cumpleaños trece y lo escuché en la cabalgata Gillette. Vi de pantalón corto al porteño Andrés Selpa boxear con la platea en contra (adelantando la técnica intocable de Nicolino Locche) y los comienzos -creo que la primera pelea- de nuestro vecino de manzana Enrique “cachete” Espert cuando debutó como boxeador. Pero una cosa es los recuerdo del álbum familiar y otra poner los sueños en relato; por eso me reservo como referencia de nexo el film en blanco y negro de Robert Wise “El luchador (The Sep-Up) con un impresionante Robert Ryan, que vi en la tele -puede que en el ciclo de cine que presentaba Jorge Ángel Arteaga en Canal 5 Sodre- a tal punto que su recuerdo se volvió relato y casi título de un libro de relatos que editó Trilce en Montevideo en 1991. Ahí se trataba del efecto filmado respetando la unidad aristotélica, el tiempo de película narra coincidiendo con el verdadero que se supone transcurre en la intriga, anulación de efecto especiales o flashback poniendo al espectador contra las cuerdas del cronómetro, mientras el cronos de proyección digiere el tiempo de la trama, incluyendo olores de linimento de vestuario sin agua caliente y callejones ciegos, errores de lectura de signos amenazantes de apostadores y traición de gimnasio por un puñado de dólares.

Quizá hablar de efecto era evocar ese misterio saltando la cuerda y la conciencia de utilizar “protocolos onettianos” al análisis crítico dejaban igual una sensación de insatisfacción; con la teoría literaria de la Academia Bakhtine más la suma de recuerdo personales veía el funcionamiento del después, faltaba la estrategia operada por el autor en el transcurso de la escritura. Debía boxear un factor común entre “durante” toda la noche de la pelea con el Ángel y la otra noche milagrosa de la operación del doctor Diaz Grey, el tiempo del embarazo de la muchacha, los tres minutos que rigen la pelea, el minuto de descanso; hasta el KO del adversario o propio se cuenta hasta diez y al sonar el gong se anuncia: segundos afuera en curiosa polisemia. Jacob y el otro era la relojería implacable dando a la vez la hora conmovedora de los distintos personajes, cronología pendular del relato y hora del lector. La gestión del tiempo ficticio es combinación de gancho al hígado, directo al mentón y macaco al piso. La trampa onettiana tan sustentada en espacios novelescos de la ficción, funcionaba esta vez entre engranajes, cuerdas, coronas y rubíes del tiempo; como la relojería tapadera de René, donde la banda de traficantes se refugia antes del final con disfraces de La vida breve:

en la plateada espera del reloj
las horas que agonizan, se niegan a pasar,
hay un desfile de extrañas figuras
que me contemplan con burlón mirar…