En general se concede en la teoría literaria y la poética enunciada de los narradores -Quiroga, Cortázar- que un cuento es una entidad de relato autosuficiente, si bien pueden tenderse puentes de complicidad (temática, épocas, tonalidad) que alcanzan una supra unidad distintiva, como ocurre con el “Decameron”, “El llano en llamas” y las “Vidas imaginarias” de Marcel Schwob. A ese principio nos sometimos en los primeros meses dentro del Club de los Narradores y cada vez fuimos restaurando relatos de épocas diferente. Sucede que en setiembre 2020, nos vimos confrontados a la insigne excepción que confirma la regla. Los cuentos retenidos para este mes funcionan -el azar y la necesidad- en sistema de sinergia de mutua dependencia y son tres. Podríamos mentar una trinidad o trilogía, evocar la figura litúrgica del icono a la manera de Andreï Roublev articulado en tres momentos, un biombo chino de mago y la creación de una nueva molécula de laboratorio a partir de tres átomos diferentes de la tabla periódica. La hojas de la entrada quedarían abiertas para la apología de la iniciativa, pero en el origen del tríptico fue una única puerta de emergencia para la ecuación episódica que se presentaba sin salida.
En el propósito primero se trataba de reciclar y actualizar un cuento publicado en los años 80 del siglo pasado. Se titulaba “Comme il faut” y se halla en la primera versión del proyecto original “Nunca conocimos Praga” de 1986. La historia es simple de resumir: hacia fines del siglo XX el narrador protagonista, ante el ruido desagradable y creciente del mundo, halla su escondida senda en la escucha de los tangos de la guardia vieja, los orígenes de esa música urbana rioplatense en concordancia con las jazz banda de Nueva Orleans. Dentro de ese repertorio de personajes pintorescos, orquestas típicas, grabaciones arcaicas y el talento propio de toda invención viniendo de la nada, es tocado por la figura de Eduardo Arolas partiendo de alguno de sus tangos. Sobre todo por una versión de “La cachila” de Troilo y Grela: ellos tocaban en escena ese tango -que luego grabaron en diciembre de 1867- en el musical de Catulo Castillo El patio de la morocha hacia 1953, donde Troilo era Eduardo Arolas… El interés muta en obsesión, la obsesión se alimenta de información dispersa y de ahí es fácil alcanzar el nudo de misterio que tiene toda vida. En Arolas lo gordiano estaba al final y con la muerte casi por procuración: París 1924 y un final inacabado por ser finales plurales y antagónicos; los restos y el misterio fueron repatriados a Buenos Aires treinta años después.
Ante esos casos de incertidumbre sólo hay dos maneras de resolverlos: en la realidad inventando documentos inexistentes, fotos con un Isidore Ducasse conjetural o burdas falsificaciones a lo Enrique Delfino y en literatura activa, proponiendo viajar en el tiempo. Ahí se activan las famosas dos historias que cuenta todo cuento; fue lo que hizo en 2011 Woody Allen en Midnigh in Paris, donde Adrien Bredy era Dali y Yves Hek el mago Cole Porter. Debía haber una falla de estrategia en el plan original y la resolución catártica en alguna parte; por más que intentaba una nueva versión para el Cabaret La Coquette había en cada movimiento algo de insatisfacción y torpeza buscando hacer verosímil esa articulación insalvable. Si la unidad se resistía había que abrir de urgencia el laboratorio de accidentes narrativos y bombardear la molécula que se resiste. Fue lo que hice, agregué un elemento nuevo para tantear pistas y se fusionó otra molécula con características novedosas: la unidad original se desplazaba a la nostalgia comparativa y había un rosario de episodios arbitrarios o no tanto que llevan de Su Bar al mediodía al hospital Bichat. Quizá lo mejor del cuento -de los cuentos debería decir- no era tanto la danza de las dos historias sino el movimiento de la transfiguración, y para qué conformarse con dos historias cuando podría haber una tercera.
Para trasladar al personaje en el tiempo necesitaba la compañera de un espectro y por ello fui a mi más allá a pedir la ayuda de Hugo García Robles. Lo que de Hugo recuerdo al inicio es apenas una sombra de su real dimensión, pero siempre sentí que tenía algo de poético y personaje de picaresca intelectual. Muchas cosas podrían decirse de él, algunas ligeras rondan en el cuento; quizá destacaría la música clásica cuando las condiciones personales e históricas resultan hostiles. El resto es sencillo; el almuerzo con la pascualina existió y Oscar Brando fue testigo directo, tengo en el fichero de la computadora el relato sobre el “Shinano” e intenté hacerlo publicar en Montevideo, lo que resultó la mueca de otro fracaso anunciado. Hugo era el barquero baqueano que podía sortear el relato entre las islas del tango, los afluentes de la poesía y la neblina de los años 20 del siglo pasado cuando una voce poco fa. De Arolas no halle mucha cosa nueva, acaso el acápite tan emotivo de Julián Centella y la noticia -espero que sea cierta- que en Montevideo se tocó por primera vez “La cachila”, la misma ciudad donde Pascual Contursi escribió la letra de “Mi noche triste”. Después la acción se traslada a 1924 por razones deportivas, personales y necrológicas que el lector irá descubriendo; para entender las locaciones del desenlace, basta recordar una novela extraviada y recuperada por el propio Hemingway sobre aquellos años veinte, cuando la ciudad era una fiesta: i love Paris every moment… ¿Es Ella Fitzgerald quien canta esa canción de 1953…?