Hace apenas veinte años del episodio y parecen escenas ensayadas durante una desviación de la historia, en otra vida, los famosos abriles que nunca volverán del tango. El único punto de referencia verosímil sería la persona del autor responsable, que se desplazó en el tiempo y espacio, distanciándose del origen mientras se acerca a la disolución. La más tentadora membrana siguen siendo la muerte y faltan varios de los protagonistas del misterio Oriana, comenzando por Alberto Oreggioni el querido editor de la novela. Es un consuelo magro escuchar la canción de Léo Ferré sobre el tiempo que pasa; recuerdo que entre reacomodos complicados, idas y venidas, agregados y substraciones vacilantes al anunciado fin de la historia, la psicosis colectiva se centraba en el cruce del milenio, siendo pocos los testigos presenciales del portento entre tantas generaciones de uruguayos. Época propicia para complots de todo tipo entre informática cósmica y satanismo numerológico, embusteras hipótesis de desarreglo mecánico, crédulas integraciones a la mascarada occidental urbi et orbi, sin desatender alertas a lo Patmos señalando el final del mundo por el fuego y otros cataclismos panteístas. Claro que después sobrevivimos mal que bien al sonido y la furia, el milagro proliferante quedó así reducido al cambio de almanaque con gatitos y paisajes de Cabo Polonio.
La novela da cuenta como telón de fondo de ese interregno removedor en la ciudad de Montevideo, desde la subjetividad del protagonista publicitario free lance y desencantado de la vida amorosa; venía como anillo al dedo por haber yo mismo vivido la temporada criolla de Man Men durante una década, cuando se cruzaban el mismo día en las conversaciones Jerry Della Femina, Allen Ginsberg y José German Araújo, muerto tan joven. El punto de apoyo fue la mujer en la literatura uruguaya en su vertiente poética, con fuerza y protagonismo capaces de crear una mitología; la misma que en el cine podían tener Greta Garbo, Betty Davis o Marlene Dietrich. Ello venía de lejos, yo tenía presente las escenas fundadores al comienzo del siglo XX de Delmira Agustini y María Eugenia Vaz Ferreira, también Juana de Ibarbourou más entrado el siglo y fallecida en 1979. Con las más recientes compartí campo magnético y los once años diferentes del país: escuché a Idea Vilariño en el Palacio Salvo, charlé con Amanda Berenguer y José Pedro Díaz en sábados de copetín en la calle Mangaripe de Punta Gorda, entreví los misterios de Marosa di Gorgio incorporada luego como invitada en una novela posterior y me alegró el Premio Cervantes de Ida Vitale, que avalaba mi temprana intuición del perfume de mujer en la poesía de mi lengua materna.
Pude haber tentado un estudio biográfico y analítico de alguna entre ellas, pero es difícil decidir entre las diosas y una vez realizado el pasaje al acto, las consecuencias suelen ser terribles en la Nueva Troya como Dumas llamaba Montevideo; hice entonces lo único posible para un narrador ante ese dilema: inventar una vidente modesta que se sume al cortejo. Se llama Oriana por Proust y Amadís en Londres, el apellido Servetto es para tener presente a mis primos Socorro, Gerardo y Diego que tienen nombres de poeta. En aporte de ficción, me permití una licencia en localizaciones e instalé en la Biblioteca Nacional las Puertas del Paraíso, en copia fidedigna del original florentino de Lorenzo Ghiberti. El argumento es otra eterna cuestión literaria, el movimiento perpetuo entre creación y obsolescencia, popularidad y purgatorio, noche transfigurada, memoria y deseo. La necesidad de pasantes, lectores providenciales que acomodan cada tanto los estantes de la biblioteca; algunas veces por propia iniciativa, voluntad y militancia literaria, otras porque sin saberlo obedecen mandatos de espectros. Los mismos que nos observan ahora mismo agitarnos desde las playas verticales del tercer reino.