Montevideo sin Oriana

Hace apenas veinte años del episodio y parecen escenas ensayadas durante una desviación de la historia, en otra vida, los famosos abriles que nunca volverán del tango. El único punto de referencia verosímil sería la persona del autor responsable, que se desplazó en el tiempo y espacio, distanciándose del origen mientras se acerca a la disolución. La más tentadora membrana siguen siendo la muerte y faltan varios de los protagonistas del misterio Oriana, comenzando por Alberto Oreggioni el querido editor de la novela. Es un consuelo magro escuchar la canción de Léo Ferré sobre el tiempo que pasa; recuerdo que entre reacomodos complicados, idas y venidas, agregados y substraciones vacilantes al anunciado fin de la historia, la psicosis colectiva se centraba en el cruce del milenio, siendo pocos los testigos presenciales del portento entre tantas generaciones de uruguayos. Época propicia para complots de todo tipo entre informática cósmica y satanismo numerológico, embusteras hipótesis de desarreglo mecánico, crédulas integraciones a la mascarada occidental urbi et orbi, sin desatender alertas a lo Patmos señalando el final del mundo por el fuego y otros cataclismos panteístas. Claro que después sobrevivimos mal que bien al sonido y la furia, el milagro proliferante quedó así reducido al cambio de almanaque con gatitos y paisajes de Cabo Polonio. 

La novela da cuenta como telón de fondo de ese interregno removedor en la ciudad de Montevideo, desde la subjetividad del protagonista publicitario free lance y desencantado de la vida amorosa; venía como anillo al dedo por haber yo mismo vivido la temporada criolla de Man Men durante una década, cuando se cruzaban el mismo día en las conversaciones Jerry Della Femina, Allen Ginsberg y José German Araújo, muerto tan joven. El punto de apoyo fue la mujer en la literatura uruguaya en su vertiente poética, con fuerza y protagonismo capaces de crear una mitología; la misma que en el cine podían tener Greta Garbo, Betty Davis o Marlene Dietrich. Ello venía de lejos, yo tenía presente las escenas fundadores al comienzo del siglo XX de Delmira Agustini y María Eugenia Vaz Ferreira, también Juana de Ibarbourou más entrado el siglo y fallecida en 1979. Con las más recientes compartí campo magnético y los once años diferentes del país: escuché a Idea Vilariño en el Palacio Salvo, charlé con Amanda Berenguer y José Pedro Díaz en sábados de copetín en la calle Mangaripe de Punta Gorda, entreví los misterios de Marosa di Gorgio incorporada luego como invitada en una novela posterior y me alegró el Premio Cervantes de Ida Vitale, que avalaba mi temprana intuición del perfume de mujer en la poesía de mi lengua materna.

Pude haber tentado un estudio biográfico y analítico de alguna entre ellas, pero es difícil decidir entre las diosas y una vez realizado el pasaje al acto, las consecuencias suelen ser terribles en la Nueva Troya como Dumas llamaba Montevideo; hice entonces lo único posible para un  narrador ante ese dilema: inventar una vidente modesta que se sume al cortejo. Se llama Oriana por Proust y Amadís en Londres, el apellido Servetto es para tener presente a mis primos Socorro, Gerardo y Diego que tienen nombres de poeta. En aporte de ficción, me permití una licencia en localizaciones e instalé en la Biblioteca Nacional las Puertas del Paraíso, en copia fidedigna del original florentino de Lorenzo Ghiberti. El argumento es otra eterna cuestión literaria, el movimiento perpetuo entre creación y obsolescencia, popularidad y purgatorio, noche transfigurada, memoria y deseo. La necesidad de pasantes, lectores providenciales que acomodan cada tanto los estantes de la biblioteca; algunas veces por propia iniciativa, voluntad y militancia literaria, otras porque sin saberlo obedecen mandatos de espectros. Los mismos que nos observan ahora mismo agitarnos desde las playas verticales del tercer reino.  

Night and Day

El libro en cuestión se presentaba complicado de concretar por orígenes difusos, definición de género y gestión para editarlo cuando debía argumentar de qué iba el asunto; quiso ser homenaje al medio siglo de La vida breve pero la ciudad letrada tenía otras preocupaciones y si salió fue gracias al amigo Oscar Brando. De adolescente había leído a Onetti y no sólo a él entre los compatriotas; los años sesenta en Uruguay fueron movidos en literatura, se vivía una renovación de narrativas incitada por el impacto cubano y la ola del boom con su cortejo de efectos especiales. Mario Vargas Llosa visitaba Montevideo, Ángel Rama dictaba cursos sobre Gabo en la Facultad de Humanidades, llegaban a nuestras manos modelos para armar de Cortázar y conocimos a la Maga; Onetti vivía al margen escribiendo en Gonzalo Ramírez 1497. Recitales encendidos, presentaciones de libros cada semana, escena local marcada por la mudanza de El Galpón en 1964, suceso internacional de Benedetti y Galeano, poetas cantautores, la Feria del Libro de Nancy Bacelo en noches de verano… nuestros años felices de la veintena entre poetas y artesanos, juguetes pedagógicos y móviles, planes de futuro y amoríos para el resto de la vida mientras se urdía la catástrofe. 

Un joven lector hallaba el entusiasmo en las fuentes convergentes: narradores activos en Uruguay en cercanía estimulante, la circulación del discurso crítico removedor en centros docentes y en la prensa con magisterio de Marcha, la tarea de editoriales nacionales con el trio Alfa, Arca, Banda Oriental en el sótano de la calle Yi y que conocí llevado por Alejandro Paternain. Al finalizar el bachillerato redacté una memoria que trataba de los primeros textos de Juan Carlos Onetti, su obra me acompañó hasta la tesis y redacté el número a él dedicado en otro avatar de Capítulo Oriental. De su producción conocía El pozo hasta el fondo por su potencia inaugural de narrativa urbana y la primera edición está cerca de donde escribo ahora. En el lado opuesto de la vida de Onetti, me asombra todavía la pasión sensual de Dejemos hablar al viento abrazando la madurez de la obra, su destrucción porque así deben pasar las cosas y nuevas manos de resurrección retomando la partida; en otra reencarnación me prometí escribir sobre ella para descubrir qué nace de las cenizas de Santa María. 

Dentro de tanta historia contada por el mismo escritor, el objeto de fascinación era para mí La vida breve. Novela de sorprendente modernidad pensando en sus condiciones de producción, era exógena de poéticas rioplatenses siendo insoslayable para entender la humanidad formado entre treinta y tres gauchos y gringos aquerenciados; ingresa en diálogo con otros autores mayores como el conocido caso de Faulkner, pero sentimos la medicina de trinchera y el olor a consultorio pobre del Dr. Céline. Recuerdo al protagonista redactor en una agencia de publicidad con la esposa enferma cuando comienzan las apuestas esperando el temporal de Santa Rosa. Héroe sin cualidades que deja de ser Uno discepoliano y se desdobla para intentar salvarse, lanzado por el autor -que se inmiscuye como personaje secundario- en un mundo loco de yiras y malandras. Juanicho se deja hundir en la trampa de pensar la escritura cerrando los ojos, transfigurándose en narcomédico embarcado en un viaje esperpéntico al final de la noche, cuando canta la retirada el carnaval de los disfrazados. Quizá porque con la novela llegamos a la existencia en los mismos meses, supe que sería buena compañía para el viaje a Escritura con la condición de mantener la boca cerrada. Sentí que sería un espectro que estaría a mi lado, a la larga sería bravo de maniobrar y la única manera de exorcizarlo era llegando al fondo del misterio de los capítulos cambiando decorado. 

Haber trabajado la novela me permitió conocer diagonales porteñas llevando a parques, cementerios y al bajo Leandro Alem. Bajar al subterráneo reino de correspondencias, cruces y encuentros casuales; recorrer la extensión de filiaciones vinculando mundos paralelos hasta encontrar una salida y que puede ser Estación Pocitos en Montevideo. Debía hacer algo al respeto, el discurso crítico lo había ensayado y hay una bibliografía inmensa que forma la tradición de la exegesis onettiana. Temía la tentación de inventar un pueblo parecido a Santa María que decretaría mi pálido final; primero vino la idea de escribir un diario acompañando los cursos y que poniendo en común limitaba las arbitrariedades que despertaba en mí la novela. El final del asunto fue comenzar una novela cuyo tema es la lectura de La vida breve, anatomía parsimoniosa de pasión ficticia donde participan la pareja escritura lectura bailando un tango de la guardia vieja. Los primeros capítulos fueron trabajosos, pero a medida que avanzaba la tarea halló su ritmo de academia; el resultado me dejó satisfecho y vacío. 

¿Es Night and Day una novela en términos estrictos? Yo digo que si cuando miro lo que anda circulando en los shoppings y tampoco me interesa la discusión, siendo para mí caso archivado. El título proviene de la inolvidable melodía de Colle Porter que canta la obsesión amorosa; es de 1932, el mismo año que se editó Viaje al final de la noche del Dr. Louis Ferdinand Destuoches. Del autor es difícil afirmarlo porque era más bien casero, pero varios personajes de la novela estarían felices de pasar unas horas en un nuevo cabaret; siempre y cuando el inglés Oscar Owen tenga en reserva unos gramos de blanca en el bolsillo del chaleco.

Prólogo a la primera edición de «Barcelona senza fine»

Carrer de la Canuda

Durante el años 1990 y algunos meses más viví una segunda estancia prolongada en Barcelona, amada ciudad que por entonces no era aun la metrópoli Olímpica del arquero con flecha de fuego y vestido de blanco, como la novia prometida al sacrificio ritual. En esa época –mientras reacomodaba la vida fragmentada de quinquenios uruguayos previos- todavía se podía beber cerveza en el Café Zurich leyendo la prensa a sol y sombra, con mesas en la vereda, renunciando a batir un record y fumar en la terraza la dosis matinal de Camel sin ser incordiado por la legislación del principio de precaución. Podía escucharse –pasada medianoche- a un transformista venezolano imitador de Mina sobre un escenario en Avenida del Paralelo, cantando en karaoké la canción de Gino Paoli que contribuye al título del libro; seguir el fraseo de Tete Montoliu tocando Body and Soul en La Cova del Drac de la calle Tuset, leer en trenes de cercanías las novelas de Manolo Vázquez Montalbán del romance de la Charo y Pepe Carvalho en esas mismas calles; sabiendo cómo hacer para llegar caminando sin prisa hasta Les Quatre Gats partiendo de Boadas en el 1 Carrer dels Tallers. 

Configuración prodigiosa de la ciudad mediterránea y que se perdió para siempre, considero una suerte haber estado allí durante esa etapa de muerte y transfiguración urbana en mi condición de extranjero. Ese sentimiento de cuenta pendiente con la vida, asunto del corazón sin resolver y apego irracional al lugar de paso, lo definió de manera delicada Gabriel García Márquez en un artículo de 1982: “De modo que llegué a Barcelona en el otoño de 1967, con toda mi familia y con el ánimo de quedarme ocho meses que me sobraban de una novela, y me quedé siete años. Más aún: de algún modo difícil de explicar, todavía no me he ido por completo, ni creo que me vaya nunca.” 

Pasé esa transición entre ciudades con puerto leyendo y estudiando los papeles teóricos de Joaquín Torres – García, escritos en cuatro lenguas si incluimos en la lista el alfabeto de los signos; construyendo una hipótesis de interpretación que me pareció novedosa sobre su obra, memorizando una ciudad de la que me había apasionado cinco años atrás, cuando llegué por primera vez a la estación de Sants. Manuel Parés i Maicas, que dirigía mi investigación en la Universitat Autónoma de Bellaterra, me aconsejó trabajar en la Biblioteca del Ateneo Barcelonés, en el Nº 6 del Carrer de la Canuda, a pocos metros de Las Ramblas y allí pasaba la mayor parte del día. Recuerdo que una tarde fui hasta la librería Tartessos que estaba casi frente al Ateneo y asistí a una lectura de Jaime Gil de Biedma; eso debió ser por el año 1985. En ese tiempo de aislamiento me acompañé con la redacción accidentada de una historia que luego quiso ser novela abstracta, de las que quedan entrampadas en carpetas desvaídas con otras bellas durmientes a la espera. El proyecto formaba parte sin saberlo de la partida enunciada por Marcel Duchamp, que leía por entonces tratando de aplicarlo al caso del pintor uruguayo: “este corte que representa la imposibilidad para el artista de expresar completamente su intención, esta diferencia entre lo que había proyectado realizar y lo que ha realizado, es el “coeficiente artístico” personal contenido en la obra. En otros términos, el “coeficiente artístico” personal es como una relación aritmética entre “lo que está inexpresado pero estaba proyectado” y “lo que está expresado inintencionalmente.” 

Cada día, partiendo de la biblioteca del Palau Sabassona colonicé espacios próximos en un radio de quinientos metros que aparecen dispersos en el libro. Con la extraña conciencia de estar dentro del círculo magnético y cuadrado mágico, figuras geométricas que me inventé con el paso de los meses para protegerme y en tanto mi personaje malogrado se hundía en la locura por procuración. Los lugares mencionados a lo largo del texto son verificables caminando la zona sin necesidad de la ficción, todos pertenecen a una suerte de guía íntima y secreta de la ciudad real, recorrido sentimental por la memoria activa: ruinas romanas de la plaza Villa de Madrid, el desaparecido Hotel de la rinconada, el jardín romántico suspendido y la biblioteca a la antigua, pasajes secretos dignos de conspiraciones anarquistas y esotéricas, el restaurante hindú que todavía sobrevive. También la cúpula de las estrellas que tanto perturbó a Paolo en su delirio y lo llevó a subrayar en su libro los versos de Montale sobre las paradojas de la historia.

A la obsesión por ese dominio especulativo que inspiraba algo inquietante o me lo pareció, le incorporé una intriga puede decirse neo detectivesca, que trata en verdad de apariencias ilusorias e historias con las pieles que nunca se terminan; le di protagonismo a personajes extranjeros porque era la gente que frecuentaba y lo era yo mismo. La trama fue avanzando en paralelo a la escritura del ensayo sobre el Universalismo Constructivo y la obra conocida de Torres García, la guardé conmigo durante todo el tiempo transcurrido puede decirse que en ocultamiento significativo. Años después, como esos espías topos que despiertan una mañana cargados con secretos de defensa para trasmitir al enemigo, el relato decidió subir a superficie, tomar forma después de los retoques, de manera insistente y replicando a recuerdos de aquellos meses catalanes. 

Una vez más, gracias al amigo editor Oscar Brando el manuscrito –que admite dos autores con idénticas huellas dactilares- se transfiguró en libro montevideano. La explicación literaria del episodio me resulta confusa, es como si la memoria quisiera hacerse intriga de manera urgente y porque el olvido inició su tarea de demolición. Supongo que algo mío quedó rezagado en aquel deambular cotidiano teniendo por eje narrativo la calle de la Canuda, algo del que soy y escribe depende de ese paisaje noucentista que me consolaba en el año noventa a la deriva. 

Es hora de darme una vuelta por allá para cotejar la falla irremediable entre los cambios y lo que permanece, aceptar que las circunstancias pasadas están destinadas a lo irrepetible y mucho de lo evocado se perdió en el olvido. Entender razones de la persistencia, confirmar que el mundo sigue siendo apariencia y conduce a la muerte, excepto los prodigiosos cuadros constructivos de Joaquín Torres García, ciertas telas tocadas por un rojo salado de Cadaqués y la Gracia inexplicable, que cruzo muy de vez en cuando en museos imaginarios y pinacotecas de lo posible.J.C.M.

Antes que llegue la bruma (prólogo)

Hace cuatro años también en un mes de noviembre estaba pasando una temporada en la ciudad de Saint-Nazaire. Lo recuerdo por la noche otoñal que marcó la llegada del beaujolais nouveau, festejada con brindis populares de vino y un recorte de la prensa local con mi fotografía que conservo entre los papeles. Estaba allí de paso por ser el segundo escritor uruguayo –luego de Miguel Ángel Campodónico- invitado por la Maison del Écrivains Étrangers et des Traducteurs de la ciudad; experiencia estimulante que luego vivieron, entre los nuestros, Julio Ricci, Marosa di Giorgio y Ricardo Prieto. Podría suponerse que quienes en Uruguay se interesan por los entretelones literarios, conocen al menos por arriba la existencia y funcionamiento de la MEET Saint-Nazaire: un escritor extranjero es invitado a la casa luego de una selección de candidaturas cosmopolitas; el designado vive entre cuatro y nueve semanas en un departamento equipado del edificio Building, desde donde se domina un panorama de puentes, barcos de variado calado, barrios con pasado marinero y el río Loira. Al partir, el autor deja un texto original como testimonio escrito del cruce por el escenario, una pista de signos que se confunde con huellas alfabéticas de escritores suecos, chinos, argentinos…

Como el protagonista –a veces narrador- de mi relato yo llegué a Saint-Nazaire en un TGV que partió de la Estación Montparnasse de París a eso de las seis de la tarde. En la estación me esperaba Christian Bouthemy (“Vivre est sauvegarde de l’inessentiel, cette ultime répétition d’avant le silencie”) que por entonces era responsable del proyecto y esa noche cenamos –hasta pasada medianoche- con Nicasio Pereda San Martín, cónsul honorario de nosotros los uruguayos en la región y que sólo conocía de oídas. En ese rincón del estuario del río Loira pasé dos meses singulares de mi existencia, descubrí paisajes alucinantes industriales asomando en la historia que viene, escuché hombres y mujeres con vidas novelescas de todos los géneros, caminé la ciudad en todos los sentidos. 

La ausencia de obligaciones, el corte abrupto de rutinas cotidianas anteriores trastocaban gestos simples de la vida, como ir al supermercado –de preferencia al comienzo de la tarde- a comprar comida enlatada, botellas irlandesas y desodorante, tomar unas pocas notas aleatorias a deshoras, mirar partidos de fútbol italiano en la televisión y deambular de madrugada inventando bares donde sirvieran cerveza hasta tarde. En esa resonancia de final de río y génesis de transatlánticos, tercer reino onírico y vigilia vivía la sensación de evolucionar fuera de la Máquina de Viajar en el Tiempo, no obstante pasar cada día –regresando al departamento del décimo piso del Building- por la llamada Plaza de los Cuatro Relojes que tanto me intrigó. Con incertidumbre poética dadas las circunstancias, reescribí varias veces el relato pactado con la MEET, que luego se tradujo con el título original de Le centre de carène siendo el grado cero de la idea elegida. 

La hospitalidad de Alberto Oreggioni hace posible que la crónica de esa experiencia de ficción llegue ahora al abrigo de la bahía de Montevideo. Entre un episodio editorial y otro es cierto que pasaron algunos años, ya es menos importante si muchos o pocos; quizá ese es otro de los viajes que pretendí contar en Las horas en la bruma: el de una escritura polizonte desde la noche enmascarada de Saint-Nazaire hasta la perpendicular escollera Sarandí. Mientras duró el largo itinerario la carga argumental sufrió modificaciones y la tripulación reclutada de apuro superó avatares imprevisibles; tal vez recién ahora esa historia de navegaciones a la deriva por el ponto espacio temporal reconozca su puerto final, descubra su misión secreta.

JCMV

París, noviembre de 1994. 

El viaje a escritura

El comentario lo dejé para el final de la novela subida a la red dispuesta en tres tiempos y quise repetir el procedimiento original sucedido con la tarea sobre el texto. Creo recordar buscando la frase inaugural, que se acercaban -es el precio de la docencia y sus lindes poéticos- por aquellos años, algunas cuestiones sobre la figura del autor en coloquios y concursos universitarios. La muerte del autor (viejo para un rif y joven para un réquiem), su agonía programada ante la escritura industrial de las series, los tratamiento de convalecencia del actual circuito confuso; todos los juegos malabares sabidos de la teoría volvían a la discusión, las nuevas sirenas eran Judith Butler y David Reimer, tiempos donde la vida universitaria imita la versión Philip Roth en “La mancha humana”. Otra vez sentí el presentimiento de construir una ficción partiendo de un nudo teórico y lúdico, plantear un nuevo problema hasta resolverlo de manera narrativa; muchos de mis libros son resultados de esa inversión transgénero de la labor crítica y pensar como un salmón yendo contracorriente.

Durante años con la retórica clásica de las fuentes, aportes del cronotopo y otras estrategias estudié autores del programa y armé los míos para cursos y seminarios; luego venía el cultivo de afinidades personales, lecturas de historias sin relación directa al mundo del hispanismo; me interesó al caso Siena / Lisboa de los títulos de Tabucchi paseando con el espectro de alguno de los dobles Pessoa. Luego trato de hallar fallas, carencias y atajos de la tarea teórica con sus interrogantes insolubles; esa escritura especulativa como en el caso de Roland Barthes, puede ser más estimulante que la medianía de novelas circulando en los mercados y expuestas como turrones insípidos en navidad. En lugar de replicar con una antítesis teórica de la controversia tenté la síntesis directa con el instrumental de la ficción, creando un corpus que acaso pudiera responder a la duda primera. A ello se sumaba otra orden de regla literaria: en cada libro debe haber al menos un detalle de originalidad, algo -me satisfago con una esquirla- nunca advertido en perímetro limitado y aunque deba forzar el proyecto.

En cuanto el autor crea, designa o emplea un narrador el trabajo físico -abrir el cuaderno, elegir el boli, encender la compu- sufre distorsión; quien inventa avances, secuencias personajes y desenlaces del relato es ese otro durante la vida breve que lleva la escritura. Dulce alienación no por ello carente de significado amenazante; el aprendiz de brujo, HAL 9000 y el Golem pueden ser guía insurreccional de la criatura. En algunos textos desde el comienzo es el narrador quien toma el timón de la nave, recién al final del viaje -pasó aquí- recuperaba el mando y mi conciencia aturdida siendo tarde para cambiar el destino. Puede ser sencillo en una conversación y en la práctica al escribir la novela; si ello se le explica al lector Alfa, el procedimiento pasa por ser movida cerebral con mala prensa y amortiguando emoción legítima a la historia narrada. ¿Qué hacer pues? Decidí y le dije a Oscar Brando que era el editor que en la portada habría el titulo sin nombre de autor, el texto avanzaría navegando en solitario hasta el final y se sabría de mi responsabilidad por datos laterales, como la gráfica en el lomo del libro. Me pareció buena idea, fue recibida como error de diseño gráfico, olvido de imprenta y descuido inexcusable de los responsables; como con esos sellos del avión bimotor dado vuelta de la postal de Alaska o un rey de Siam con la mirada de Ben Turpin, quizá en las próximas décadas la edición de 2008 tenga buen precio de reventa.

Así fuimos del autor al narrador, luego había que pasar del narrador al personaje transitando escollos mientras siente que debe pasar al acto. El gesto cursor de todo proyecto -pasar al acto- puede ser el adulterio, la fuga quemando las naves, el cambio de ciudad, país y lengua, la mudanza al planeta de drogas y pornografía, el suicido o el asesinato en las variantes más reincidentes Dexter y Hannibal Lecter (Lituania 1933). La historia de la literatura narrativa es indagación de esa ruptura. En “Pasión y olvido de Anastassia Lizavetta” de 2004 me pregunté qué motiva a una mujer casada a detener la serie de víctimas femeninas para ser ella quien toma la cuchilla en la mano. En la novela sin autor exploré la energía invisible que impulsa a un médico sin antecedentes literarios a escribir una historia. “El viaje a Escritura” es la terapia de dicha evolución, Jorge Fontenla escribirá recién cuando termine el libro y el lector asiste al movimiento que partiendo de la epifanía -identificada en la novela donde lo otro fantástico deviene el otro del Viaje de invierno- despliega dos temporalidades: lo ocurrido antes de y lo sucedido después de. El personaje piensa en escribir, ronda la espiral alrededor, recuerda con otra intencionalidad que recordar: prepara un plan minucioso para zafar de la pesadilla diurna, trata de ajustar sucesos sobre los calendarios tramando pasiones, acordando imponderables sociológicos del exilio, familia y otros propios del misterio. El lector consulta un encefalograma taquigrafiado de las vacaciones diferentes del personaje en Puerto de Corrubedo y que se llama como mi amigo de la infancia, al que le asigné una existencia que seguro nunca tuvo exceptuando su diploma de médico.

A medida que escribía, asumí que retomaba la idea embrionaria de uno de mis primeros cuentos titulado “Los pasaportes mudos” sobre la infancia y el exilio contemplado en los vecinos gallegos; con el paso del tiempo, hallé otra filiación secreta en historias uruguayas discretas que quiero mucho, dicen sin estridencias y evocando una historia personal restituyen el espejo íntimo del país y pienso en “Los fuegos de San Telmo” de José Pedro Diaz. La novela lanzada se desdobla entre infancia y edad adulta, dos postales de Montevideo y una Galicia imaginada, hecha de una visita a esas tierras, la lectura de Gonzalo Torrente Ballester (con insistencia de El Ferrol en la historia moderna española, donde nacieron el autor de “Compostela y su ángel” y el pasajero del Dragón Rapide). La novela acepta dialogar con muertos y aparecidos, recuerdos y trazas del pasado preservadas en una caja de zapatos. ¿Pudimos tener alguna otra vida de la asumida? ¿Los senderos se bifurcan sólo en los jardines o la memoria oculta laberintos donde nos extraviamos hasta oler el minotauro de la muerte? La vida es más compleja que la historia según el Tele Diario, la novela puede dar otra sensibilidad que recortes de presa y testimonios interesados. Nadie conoce en el presente cuál de los relatos expuestos en las vidrieras irrespetuosas de los cambalaches se salvará del horno del olvido.

Nota. Cuando se nace en Montevideo a los nueve años es innegable que, desde la playa Malvín y en el mes de febrero, el islote de las gaviotas recuerda a Ávalon y a If, a Barataria e Ítaca y Mompracem… Mompracem!!!

El cazador Gracchus amarra en Montevideo

El Astillero es la sección dentro del sitio donde van avanzando los proyectos en proceso, un dominio del estado textual intermedio entre manuscrito y el libro hipotético. En los primeros meses de La Coquette, el proyecto “Gracchus” resultó ser el ensayo que abrió la partida por razones de actualidad de lecturas y afectivas. El Astillero tiene dos secciones: a) el texto visible (la escritura en proceso) y b) una redacción en paralelo comentando los contenidos agregados en cada entrega (diario de la obra). Luego de unos seis meses de trabajo y habiendo terminado el ensayo -a la espera del próximo sobre Felisberto Hernández que comienza este mes- los materiales se movieron. Las notas anexas fueron desplazadas a la sección Archivos donde pueden ser consulados si fuera necesario; el texto principal fue integrado a Los ríos ficticios pues el expediente explora el planeta kafkiano con perspectiva de narrador. Esas apostillas referidas (de alguna manera forman parte del libro) y un índice interno razonado de los contenidos, hacen innecesario el agregado de comentarios redundantes en esta presentación; quizá sean suficientes unas pocas líneas para quien inicia la lectura por esta entrada liminar.

Gracchus fue un cazador de la Selva Negra de los primeros siglos de nuestro conteo de la historia. Yendo tras una presa en la montaña tiene un accidente, muere y no muere del todo: esa ambigüedad del cazador de Schrödinger es lo que funda la leyenda. El relato popular destilado por el tiempo, es que acaso bifurcó yendo hacia la muerte y partiendo de ese error de bitácora, entabla un diálogo a distancia con el mito de judío errante. Gracchus parece condenado o destinado a un purgatorio marino -las razones de esa escatología con mástil y el fin del periplo suspendido permanecen flotando en las especulaciones-, un viaje que resulta infinito en una barca poniendo proa a todos los atracaderos del mundo. Kafka retiene esa historia y se interesa por sus promesas narrativas, Kafka escribe una frases en su diari y luego un relato de cuando la barca de Gracchus visita Riva, siendo recibido con la pompa funerario de un personaje de su extraña condición, ciudad por la cual el autor paso en su viaje italiano. Yo tomé el episodio (el relato tiene su propia historia secreta) por metonimia, circunvalando a Gregorio Samsa, el señor K, un ingeniero de castillo y otros personajes excéntricos, como el simio del Informe para una Academia o Josefina la cantora. Aposté a que Gracchus podía ser el Simug de Kafka, un pájaro literario fantástico volando entre todos y siendo también los manuscritos de Kafka. En algún momento accidental y ficticio la barca de Kafka amarró en Montevideo, que es mi ciudad natal. Ello sería la metáfora utilitaria del encuentro fortuito de un estudiante uruguayo de literatura con la obra del praguense; divagando sobre cómo la noticia del cazador rezagado, ilumina, crea y transfigura el mito con más incidencia de la literatura occidental moderna, sabiendo que el viaje continuará más allá del Siglo XXI.

Hagan de cuenta que estoy muerto

Ya pasaron quince años desde la primera edición de esta novela, un proyecto que aprecio particularmente por varias razones; fue escrita mientras cambiaba de destino universitario, dejaba las montañas nevadas de Grenoble tan cerca de Italia y viajaba al norte, a Lille próxima a la frontera con Bélgica y a una hora de tren de Bruselas. Eso sucedía en la cincuentena de tránsito, que me parece una suerte de etapa distante de felicidad; tampoco hace falta viajar tan lejos a la infancia montevideana para hallar momentos irrepetibles. La novela apareció en las librerías en el año 2007, mi madre vivía todavía, se publicó en la colección Biblioteca Breve de Seix Barral Buenos Aires, el editor fue Alberto Díaz y está dedicada a Juan José Saer, que había muerto dos años antes; tuvo la fortuna de ser editada por Carmen Abad -editorial Casus Belli- de Madrid en el año 2011, la misma casa que en 2021 publicó “o pasado sin falta.” En el origen del proyecto está la persistencia periódica de una imagen en mi retina que es el monumento y la Cruz del Valle de los Caídos de Cuelgamuros, en la sierra de Guadarrama, a 50 kilómetros de Madrid. Todos recuerdan los episodios de repudio del año 2019 con la desacralización de los catafalcos de la represión; hace justo tres años el 24 de octubre se procedió a la exhumación del féretro del Caudillo, lo que confirmó que allí había un símbolo con consecuencias de España, un lugar de la historia con algo malsano, que ostentaba en arquitectura voluntaria impugnando el paisaje un relato ideológico y sígnico fuerte.

Creo recordar cuatro imágenes que hicieron su lento trabajo en los cimientos del intento novelesco y fueron sumándose en palimpsesto al momento de la escritura. Seguro que hubo durante la infancia un primer acercamiento a la imagen en el cine del barrio, algunos reportajes del noticiero No-Do que narraba la voz de Joaquín Ramos, antes de la proyección de “El pequeño ruiseñor” o “Violetas imperiales” con la bella Carmen Sevilla. El segundo que identifico, son los primeros cuatro minutos de una película de acción que pasó sin pena ni gloria del año 1979 -yo creía en el recuerdo que era anterior- y se titulaba Jaguar lives. Iniciaba las artes marciales entre atletas occidentales siguiendo la senda de Bruce Lee -Joe Lewis en avanzada de Chuck Norris, Jean-Claude Van Damme y Scott Adkins- pero sobre todo tenía la visión premonitoria -cuarenta años antes- de un atentado terrorista donde se produce la voladura espectacular de la Cruz de 150 metros y la basílica con efectos especiales convincentes: epifanía y presentimiento, idea surrealista como cortar un ojo a navaja o quedar encerradas con una manada de corderos. Luego fueron las experiencias directas, un primer viaje a España a comienzo de los ochenta: el espectáculo al llegar al valle era una verbena veraniega, con cientos de autobuses, miles de personas en plan paseíllo, chiringuitos y souvenirs taurinos, una romería confusa mientras me preguntaba sobre los vericuetos de la memoria histórica. La última vez fue en el invierno europeo del año 2006, algo estaba cambiando en el paisaje; fui a pasar una semana de trabajo para confirmar escenarios de algunos capítulos de la novela: Museo de Historia de Madrid de la calle Fuencarral, el Café de Oriente, la victoria alada del edificio Metrópolis en Gran Vía, el bar Cock en la calle Reina. El domingo de esa semana cortada decidí volver al Valle de los Caídos y lo que fui encontrando en la expedición parecía conspiración o advertencia. Subí a un autobús y pude llegar hasta San Lorenzo del Escorial; allí debí detenerme, no había ningún medio de transporte que pudiera llevarme hasta Cuelgamuros, nada de transporte público, ni un taxi, visité el sitio allí hasta donde me dejaron entrar en El Escorial, tomé un par de vinos y un bocata de tortilla en un bar. A cada hora que pasaba aumentaba el frio y disminuía la ya menguada luminosidad, caminando entre tinieblas logré subir apenas el último autobús de retorno de la semana y regresé a Madrid cuando ya era noche cerrada. Estaba bien lejos de la empatía infantil con Joselito cantando “Doce cascabeles” de la visión primera y la historia estaba cambiando.

Se conjetura en los estudios literarios que en realidad cada relato cuenta dos historias; si la novela sigue siendo el territorio de los posibles -me dije recordando los momentos de mi cruce con la imagen- para qué conformarse con dos cuando se pueden contar tres historias. La primera que inicia la novela trata del encuentro fortuito de la temática central del libro; me serví para ello de cuando paso algunos días en Brignogan – Plages en Bretaña, tierra de leyendas, en casa de Monika y Jorge Musto. Eso de contar, aunque sea inventado la elaboración de un libro me fue a veces criticada, como si le sacara algo a la pureza del relato y sin embargo lo sigo utilizando en los últimos textos. Es posible; pero pasé buena parte de la vida explicando textos, a veces sin saber nada sobre ese momento misterioso que fluye entre el cotidiano y el deseo de escribir; recuerdo a Barthes sobre Proust: mamá murió y yo comencé la Recherche… La segunda historia era la cuestión del exilio, pero a decir verdad estaba fatigado que ese proceso sólo dependiera de la dictadura y por ello ubiqué la escena en los años cincuenta, un exilio antes de y cuando en el cine con mi madre veíamos a Luis Mariano cantar… sabes que ya no habrá primavera, si tú no estás aquí violetera… Esos adioses suceden en un grupo de amigos como los que vi de joven en los estertores del café Sorocabana, café sublimado que decidí bautizar Praga. Los amigos están relacionados a la poesía, es maravilloso que haya jóvenes que ahora mismo -acomodando las diferencias generacionales del caso- repitan escenas de lecturas, publicaciones, críticas y preguntando cómo hizo Apollinaire para escribir “Zone”. Uno de ellos, el gordo Molinari con aspecto de Dylan Thomas criollo y sacerdote primero del culto a Edmundo Rivero, decide pasar una temporada en España. Como fatiga dar explicaciones a los conocidos sobre decisiones y las vueltas caprichosas de la vida, les arguye que va allá para coincidir con la inauguración de la obra del Valle de los Caídos y encaja la indignación local por su gesto. En Madrid al parecer Molinari fue asesinado y entre el grupo uno de ellos, Uribe, que ya había formado familia, marcha a Recoletos para intentar averiguar lo que pasó con el amigo. La última parte de la novela es la crónica probable de esa expedición surrealista de Uribe a la Madrid franquista y de lo que allá fue encontrando. Me hubiera gustado que se pareciera a una película de Buñuel, algo violento y esperpéntico a la vez, alguna apertura a la monstruosidad en familia, escenas en blanco y negro algo goyescas que nunca sabemos de cual universo participan. La única verdad al final del camino es una ficción que consuela, porque las historias nunca se terminan, lo del Valle de los Caídos fue una excusa provocadora. Acaso la humanidad de Madrid en aquellos años no era un karateca rubio, sino Pepe Isbert y su rebeldía en “El cochecito” de Marco Ferrari, del año 1960, de cuando el apogeo del café Praga, yo iba a la escuela N° 49 República de Nicaragua en Andrés Latorre 4846 y juntaba figuritas del álbum Donald Campeón.  

“o pasado sin falta”

Episodio 8: menú degustación Okinawa

Al comienzo de la aventura La Coquette, en la sección Los ríos ficticios se remasterizaron en su integralidad algunas novelas relativamente cortas. Luego las más extensas fueron declinadas en forma de folletín avanzando cada mes por paquetes de capítulos con cierta unidad y en el tramo final del ciclo, iniciamos la estrategia de los Capítulos Sueltos. Se trata de recuperar fragmentos de novelas que están en carpetas o fueron interrumpidas, que aguardan su tiempo de edición y sin embargo propone una unidad narrativa, cierta coherencia argumental autosuficiente que puede confundirlas con cuentos aptos para saltar a la sección el Club de los Narradores. El capítulo “Episodio 8: menú degustación Okinawa” que abre el procedimiento, tuvo la suerte de ser publicado dentro de una novela de 17 episodios. El título de la novela es “o pasado sin falta” así con minúscula, insinuando la palabra que falta al inicio, sugiriendo que se trata de un título que retoma un verso modernista escrito en portugués. Fue publicada el año 2021 en Madrid por Ediciones Casus-Belli bajo la dirección de Carmen Abad; la misma que sacó la edición española de “Hagan de cuenta que estoy muerto” en el año 2011.

“o pasado sin falta” forma parte de un grupo de novelas cuyos narradores miraron de cerca los cuadros de Mark Rothko, escucharon a Pink Floyd cuando eran vanguardia y vieron con admiración perpleja las series y películas de David Lynch: explicaciones sin censura de los posibles, asumir que la abstracción forma parte de la realidad, apostar a la fuerza del relato contra la verosimilitud rutinaria, que un relato puede ser clausurado al punto de proponer sus propias leyes de articulación interna y que son otros protocolos de la ficción que adviene. Buscando más atrás, quizá el modelo sean las novelas de Denis Diderot, que comienzan “ahora” y se preocupan sólo por la lógica consecuente de acontecimientos azarosos del dominó desparramado. De “Jacques le fataliste” es precisamente el íncipit retenido para el libro : “Que cette aventure ne deviendrait-elle entre mes mains s’il me prenait en fantaisie de vous désespérer!” La originalidad está acaso en la propuesta de un nuevo pacto de lectura renovado, actualizar las referencias diseminadas a un lector que utiliza las nuevas tecnologías y lleva el mundo en el teléfono celular, considerar en el campo magnético del relato las primicias antropológicas de las sociedades nuestras en cuanto a sexualidad, transhumanismo e inteligencia artificial; comenzar a indagar cuáles serán las estrategias narrativas latentes, asumiendo que el relato lineal fue abducido por la industria cultural y se impone la búsqueda de otras poéticas aunque haya que pasar por el atajo del error. Hay pues una salida premeditada de la zona de confort de otras novelas propias y ajenas, digamos que más tradicionales y con las amenazas que ello implica al momento de la recepción. Cuando comencé a escribir ficción en el siglo pasado, el pacto social de lectura parecía más claro en Montevideo; adoraba las clases y profesores de literatura, conocía por dentro varias editoriales, no había salida al centro sin pasar por un par de librerías, los críticos literarios tenían predicamento en la ciudad letrada y había cierta ideal del perfil le lector. Eso cambió y la distancia cuali/cuantitativa es la misma que existe entre la Brother de aquellas ficciones y la computadora ASUS donde redacto este párrafo. El lector también salió de ese circuito, sabe qué cosa es Poulard, se hace signo en Twitter de Elon Musk y en Facebook sonriente de Mark Zuckemberg, escucha con audífonos temas de Amy Winehouse y carga la temporada dos de Breaking Bad, sabe de quién es la réplica culta “hasta la vista, baby”. En ese universo envolvente la ficción es verosimilitud naturalista, el espacio simultaneidad, el tiempo maleable, los personajes alienígenas, mutantes con superpoderes, zombis o se oponen a definirse sexualmente; lo dijo la Queca en “La vida Breve” hace setenta primaveras: “mundo loco”.

La novela narra un fragmento móvil en la existencia del héroe joven y urbano de las sociedades contemporáneas del comienzo del siglo XXI, personaje más del presente que de un lugar fijo y abonado a Netflix, que puede esnifar coca para mantenerse despierto las noches de verano, tatuarse un dragón Hokusai y conocer el sabor del wasabi. Hay en la intriga una relación con una muchacha montevideana que termina mal, un episodio inmobiliario con algo de Polansky y un renacimiento a la vida afectiva que puede resultar confuso para las mentalidades dominantes tradicionales. El Episodio 8 halla al héroe con pocos atributos en una situación distendida, acaso una tregua en la batalla cotidiana, ese tiempo donde los asedios parecen amainar -la conocida calma que antecede a la famosa tormenta-, donde uno quiere darse el gusto de cenar en paz y tiene programado en el Samsung el número del Delivery Uber Eats.

El muro de Alicia Planck

mancha de tinta azul / ¡hola Max!

El retorno en aplicaciones del cosmopolitismo, la euforia antropológica del multiculturalismo, las series de historia fantasía tipo Conan, Riddick o Juego de Tronos, las grandes producciones fílmicas blockbuster (Avengers, Spiderman, Thor) donde todo es superpoderes y Transformers, el éxito arrasador del manga japonés, la gestión mundial de la COVID, la guerra en el planeta Ucrania, el desacomodo del periodismo en relación a la redes sociales, la imposición en la vida civil heredera de las Luces de protocolos religiosos del desierto, la segmentación reivindicativa de las minorías de todo tipo, los avances del transhumanismo tras el cambio de sexo o la inmortalidad y la informática al servicio de los ataques de hackers, son apenas el preludio de la agenda temática para las nuevas generaciones de productores o receptores de relatos y los remolones que vamos saliendo del dominio narrativo. Si bien es cierto que se mantiene el libro del testimonio en algunos sectores del mercado, así como la tentación de ponerle narrativa explicativa a expedientes que ya trató la Historia, considerando el tsunami de la novela policial, sin olvidar el auto polisémico: auto ayuda, auto ficción, la historia verdadera de mi vida… asistimos a una lucha soterrada entre partidarios radicales del mimetismo (todo lo que se narra sucedió o pudo haber sucedido en los contornos de la experiencia humana, de la ciudad desnuda) y el despegue absoluto rompiendo el archivo de convenciones retóricas. Miles o millones de lectores siguen buscando los estremecimientos que huelen a podrido de H. P. Lovecraft o creen en la Matrix de gafitas Neo y la transfiguración sexual Wachowski; como si la mente individual, el país de nacimiento y el planeta Tierra, fueran de un horror insatisfactorio debiendo recurrir a los antiguos cósmicos, primigenios previos a lo humano -Cthulhu, Yog-Sothoth, Azathoth- originales informes, entidades confinadas que vuelven cuando se descifran los arcanos nauseabundos de los libros malditos y hay corifeos por doquier dispuestos a renovar el pacto con los súcubos.

Para los planes narrativos propios, el encuentro fortuito de cierta edad que se acelera, el proyecto virtual del cabaret La Coquette y el ambiente Gran Hermano mundializado (Paris vacía durante semanas, como si ya hubiera llegado el día después del apocalipsis atómico o la invasión extraterrestre) me condicionaron a rearmas las fichas a la espera. Había dos itinerarios posibles; uno era sentirse abrumado por demasiada cosa tecnológica de dominio complicado, aceptando que la realdad presentaba tantas intrigas fantasiosas que era preferible dejar sin encender la computadora o comprar nuevos cartuchos de tinta: así -como hice- lo sensato fue retocar viejos textos pensando quizá que lo mejor estaba detrás de la escritura. El segundo era permanecer abierto al ruido chirriante en el circuito, atento a ciertas problemáticas de esa agenda enunciada caótica pero desafiante, decodificar los signos del cambio que se van viendo en la vida cotidiana; tirar alguna ficha de nácar que quedaba todavía en los bolsillos de la campera, pero apostando al tercer color indefinible que está fuera de la zona de confort. Reciclé pues alguna experiencia de viejos casetes de redactor publicitario de los años setenta del siglo XX, me pregunté que puede haber de nuevo hoy día del otro lado del muro de Max Planck, territorio comanche donde las leyes pierden sentido para las fórmulas clásicas de la novela; decidí dudar si es creíble eso de la puerta a las estrellas o atajos para pasar de un punto al otro del universo perforando pliegues espacio temporales. Es decir de la novela y encontré en esa calesita la historia de un romance que, como en los viejos boleros románticos, termina con la perdición de las almas implicadas. El resultado fue una novela breve titulada “El muro de Alicia Planck” y de la cual se adelantan en este enero del 2023 los dos primeros capítulos.

Al fin de cuentas la canción es la misma: un hombre sin cualidades se encuentra, gracias a un algoritmo premeditado, con la mujer nueva de las transfiguraciones, de la estirpe de Medea con chip incorporado y que piensa que las tesis de Judith Butler son para quinceañeras con revanchas filiales pendientes. La época importa poco, si bien podemos conceder que estamos en el campo magnético de los últimos diez años, pues las novelas cuando yo las leo están en un eterno presente y tienen como los yogur de vainilla fecha de caducidad. El lugar de la intriga es la suma de otros lugares, puesto que todos estuvimos en demasiados puntos del planeta a los cuales jamás volveremos y fuimos conectados por salas de embarque de los aeropuertos. Lo que se repite, como en mis últimos libros, al punto de ser considerado un atributo estilístico o una obsesión de la memoria malherida, es la atmósfera de un bar en el crepúsculo. Que puede ser de hotel o no y se llama La Vela, como el bar del Hotel Lancaster de la plaza Cagancha de Montevideo, con algún trago siempre en preparación en manos del barman, de preferencia el Negroni, alguien que toca un piano porque the time goes by y siempre sus manos retoman al menos una canción de Cole Porter; lo que tanto ayuda para tratar con entes de ficción y que se nos escapan de entre las manos cuando la computadora está encendida.

Le croupier magyar

capítulo 1 / capítulo 20

Por un edificio de más de cien pisos construido, de esos tan magníficos en Doha -tal como vimos en el último mundial de fútbol- hay en general un concurso previo internacional de proyectos, un estudio laureado y quedan por el camino por lo menos media docena de maquetas estupendas. Eso yo lo había visto cuando trabajaba en la novela “Hagan de cuenta que estoy muerto”; allí era cuestión del monumento, basílica y Cruz del Valle de los Caídos, el procedimiento fue el mismo hasta que el Caudillo se decidió por los planos de Diego Méndez y Pedro Muguruza. A eso remanente se le puede llamar para ser ejemplares el camión de rezagados como en la vuelta ciclista, el salón de rechazados en el arte vanguardistas, la exposición consuelo de los finalistas, museo virtual de lo que quedó por el camino, campo minados de empresas posibles que nunca tendrán piedra inaugural con el nombre del arquitecto; quizá en los planos dejados de lado estaba la idea prodigiosa que pudo alterar la historia de la arquitectura y nunca lo sabremos. En la plástica, de vez en cuando, aparecen a subasta bocetos de los grandes maestros y un catálogo que se pensaba clausurado descubre un muro -como el amarillo Vermeer en la Vista de Delft- que despierta codicias de millones de dólares. Así hay grabaciones de estudio improvisadas de John Lennon, fotos de la última o primera sesión fotográfica de Marilyn Monroe. En el taller del escrito hay encarpetados en abundancia de esos proyectos -el caso de Céline estos últimos tiempos es ejemplo mayúsculo- que se estancaron buscando el inicio errático, otro personaje inolvidable al estilo Ferdinand Barnamu, un remate argumental que tarda en llegar o acaso la complicidad de un editor. Ese fue el caso artesanal del largo relato “Le croupier magyar” del cual se avanzan este febrero en La Coquette los dos primeros capítulos y a pesar de que el orden numérico puede aparentar lo contrario.

Como fue trabajado en años diferentes esos capítulos adolecen de cierta discontinuidad; generalmente remedo la secuencia de los cuentos en las apostillas correspondientes, pero al escribir estas notas sobre capítulos sueltos me asaltó la duda, quizá porque trata el título dos temas generales o la historia sucede en instancias paralelas de lo real. Como dijo Neruda, no sé si he sido claro: a veces el tema prioritario preexiste a la escritura y se impone por razones misteriosas en la redacción. Otras, sucede lo contrario, se comienza la escritura que avanza tanteando su cadencia y es allá recién a las cansadas que el tema evasivo muestra su verdadero rostro, pudiendo haber en ello confirmación o sorpresa. Lo que ensayo en esta tregua para mentar ese inédito es más sencillo si evoco los dos temas vectores y las coordenadas por donde se desplaza el cursor del argumento. Uno es el de los estados segundos, la novela le puso relato a esa duplicidad repetida cada día, en un despertar en medio de una pesadilla, en la consulta del psiquiátrico, en todo punto callejero de venta de droga. Algunos ejemplos serían la conversión religiosa partiendo del milagro interior ante la iluminación, la posesión demoníaca que fascina a la sociedad del espectáculo o estados místicos de los anacoretas que recorren la India. La ebriedad versión ginebra, la absenta decimonónica de poetas malditos, la batería generosa de drogas circulando en el mercado, desde la cocaína, heroína y LSD, -The Doors (riders on the storm), El almuerzo desnudo, Las puertas de la percepción, Confesiones de un fumador de opio, la muerte de Dylan Thomas y tantos compatriotas sin ir más lejos- hasta el porro que se compra haciendo cola con los billetes apretados en las farmacias de Montevideo o el paco orillero que tanto bate papo de boliche ha producido. Mención especial, sobre todo luego de la estrategia freudiana, merece el mundo de los sueños: la histeria de Dora (Ida Bauer) y la historia de Sergueï Pankejeff llamado el hombre de los lobos; o la pesquisa mental de Montgomery Clift en “De repente en el verano”. Con tales antecedentes la cosa se ponía complicada del lado de la originalidad; en otros casos recurrí al hipnotismo de los grandes magos y al final me decidí por indagar las posibilidades narrativas de la anestesia, que lo tiene todo en potencia pero ha quedado como ramal periférico de la medicina. De esto trata la novela, del documental onírico que sucede durante la anestesia general, donde se mezclan memoria, lecturas, visiones del subsuelo y alguna salida accidental de la carretera. Para darle una vuelta de tuerca adicional y que podría explicar las incoherencias narrativas, le sumé el misterio de una transfusión; que la sangre no es útil sólo para vampiros clásicos, zombis sedientos y el infatigable Abraham Van Helsing. Cada anestesia emula un trip de los clásicos, supone una intervención agresiva sobre el cuerpo dormido y durante su efecto de manera invisible o brutal yo soy otro; cosa que se comprueba en el largo despertar post operatorio. Sabemos que venimos de alguna parte inexistente en la geografía, la mayoría de las veces olvidamos de dónde, pero si hacemos un poco de memoria retrospectiva observando el vaivén de un péndulo puede haber sorpresas. Hace apenas un siglo, antes de la anestesia del petróleo, donde ahora se levantan las torres inaccesibles de Doha, aquello era apenas una duna de arena, reloj de arena, libro de arena, castillo de arena, nostalgias de las cosas que han pasado, arena que la vida se llevó.