El muro de Alicia Planck

mancha de tinta azul / ¡hola Max!

El retorno en aplicaciones del cosmopolitismo, la euforia antropológica del multiculturalismo, las series de historia fantasía tipo Conan, Riddick o Juego de Tronos, las grandes producciones fílmicas blockbuster (Avengers, Spiderman, Thor) donde todo es superpoderes y Transformers, el éxito arrasador del manga japonés, la gestión mundial de la COVID, la guerra en el planeta Ucrania, el desacomodo del periodismo en relación a la redes sociales, la imposición en la vida civil heredera de las Luces de protocolos religiosos del desierto, la segmentación reivindicativa de las minorías de todo tipo, los avances del transhumanismo tras el cambio de sexo o la inmortalidad y la informática al servicio de los ataques de hackers, son apenas el preludio de la agenda temática para las nuevas generaciones de productores o receptores de relatos y los remolones que vamos saliendo del dominio narrativo. Si bien es cierto que se mantiene el libro del testimonio en algunos sectores del mercado, así como la tentación de ponerle narrativa explicativa a expedientes que ya trató la Historia, considerando el tsunami de la novela policial, sin olvidar el auto polisémico: auto ayuda, auto ficción, la historia verdadera de mi vida… asistimos a una lucha soterrada entre partidarios radicales del mimetismo (todo lo que se narra sucedió o pudo haber sucedido en los contornos de la experiencia humana, de la ciudad desnuda) y el despegue absoluto rompiendo el archivo de convenciones retóricas. Miles o millones de lectores siguen buscando los estremecimientos que huelen a podrido de H. P. Lovecraft o creen en la Matrix de gafitas Neo y la transfiguración sexual Wachowski; como si la mente individual, el país de nacimiento y el planeta Tierra, fueran de un horror insatisfactorio debiendo recurrir a los antiguos cósmicos, primigenios previos a lo humano -Cthulhu, Yog-Sothoth, Azathoth- originales informes, entidades confinadas que vuelven cuando se descifran los arcanos nauseabundos de los libros malditos y hay corifeos por doquier dispuestos a renovar el pacto con los súcubos.

Para los planes narrativos propios, el encuentro fortuito de cierta edad que se acelera, el proyecto virtual del cabaret La Coquette y el ambiente Gran Hermano mundializado (Paris vacía durante semanas, como si ya hubiera llegado el día después del apocalipsis atómico o la invasión extraterrestre) me condicionaron a rearmas las fichas a la espera. Había dos itinerarios posibles; uno era sentirse abrumado por demasiada cosa tecnológica de dominio complicado, aceptando que la realdad presentaba tantas intrigas fantasiosas que era preferible dejar sin encender la computadora o comprar nuevos cartuchos de tinta: así -como hice- lo sensato fue retocar viejos textos pensando quizá que lo mejor estaba detrás de la escritura. El segundo era permanecer abierto al ruido chirriante en el circuito, atento a ciertas problemáticas de esa agenda enunciada caótica pero desafiante, decodificar los signos del cambio que se van viendo en la vida cotidiana; tirar alguna ficha de nácar que quedaba todavía en los bolsillos de la campera, pero apostando al tercer color indefinible que está fuera de la zona de confort. Reciclé pues alguna experiencia de viejos casetes de redactor publicitario de los años setenta del siglo XX, me pregunté que puede haber de nuevo hoy día del otro lado del muro de Max Planck, territorio comanche donde las leyes pierden sentido para las fórmulas clásicas de la novela; decidí dudar si es creíble eso de la puerta a las estrellas o atajos para pasar de un punto al otro del universo perforando pliegues espacio temporales. Es decir de la novela y encontré en esa calesita la historia de un romance que, como en los viejos boleros románticos, termina con la perdición de las almas implicadas. El resultado fue una novela breve titulada “El muro de Alicia Planck” y de la cual se adelantan en este enero del 2023 los dos primeros capítulos.

Al fin de cuentas la canción es la misma: un hombre sin cualidades se encuentra, gracias a un algoritmo premeditado, con la mujer nueva de las transfiguraciones, de la estirpe de Medea con chip incorporado y que piensa que las tesis de Judith Butler son para quinceañeras con revanchas filiales pendientes. La época importa poco, si bien podemos conceder que estamos en el campo magnético de los últimos diez años, pues las novelas cuando yo las leo están en un eterno presente y tienen como los yogur de vainilla fecha de caducidad. El lugar de la intriga es la suma de otros lugares, puesto que todos estuvimos en demasiados puntos del planeta a los cuales jamás volveremos y fuimos conectados por salas de embarque de los aeropuertos. Lo que se repite, como en mis últimos libros, al punto de ser considerado un atributo estilístico o una obsesión de la memoria malherida, es la atmósfera de un bar en el crepúsculo. Que puede ser de hotel o no y se llama La Vela, como el bar del Hotel Lancaster de la plaza Cagancha de Montevideo, con algún trago siempre en preparación en manos del barman, de preferencia el Negroni, alguien que toca un piano porque the time goes by y siempre sus manos retoman al menos una canción de Cole Porter; lo que tanto ayuda para tratar con entes de ficción y que se nos escapan de entre las manos cuando la computadora está encendida.