El Principio de Van Helsing

En «Mariposas bajo anestesia», 1993

Como sucedió cada una de todas las noches anteriores hoy también los espero y sin reaccionar, por si es esta la noche elegida. Negándome a ensayar ni tan siquiera un gesto defensivo por mínimo que fuese, que sumaría un movimiento inútil a la inminencia del encuentro y cuya peor represalia es la insoportable dilación nocturna. Fijo con insistencia la mirada en la pantalla del televisor para matar el tiempo, hasta conseguir que los párpados cedan al cansancio, queriendo hallar aunque más no sea una vez, una imagen que me devuelva las ganas de pensar y logre espantarme (sería suficiente por un momento) la conciencia constante y repugnante de saberme aguardando su llegada.

Las cinco líneas fronterizas que definen el misterio llamado Hungría son sinuosas y se modificaron sin cesar a lo largo de la historia. De noche imponen el silencio e intimidan al viajero cuando despunta el amanecer, son límites que desprecian la monotonía del horizonte recto y fugitivo entre azul y turquesa, resquebrajado por tensas velas blancas y cascos de barcos abandonados navegando al varadero definitivo. El actor reclutado in extremis para el proyecto mantenido en secreto en la Meca del Cine tiene orígenes húngaros o algo así; estudia y se abisma buscando los motivos oscuros de su personaje fetiche, camina nervioso sin cesar en círculos concéntricos más pequeños a cada paso. Concentra su espíritu memorizando diálogos y parlamentos, concibe gestos que él está convencido harán su prestación inolvidable… se trata nada menos que de inmortalidad. El estado de la mente le permite todavía ensayar delante del espejo y mientras intenta controlarse hace volar la imaginación, sediento de poder integrarse hasta la sangre en el papel que obtuvo a último momento, como si pudiera creerse rondando la predestinación de los gitanos. Tiene cerca de cincuenta años, nada de tiempo para la eternidad y demasiado para un mañana que especule con la espera, sabe que será la última oportunidad, se agotan los tiempos del disimulo, cuando ninguna postergación es admisible: será su sangre o la sangre de los otros. 

Durante una interrupción entre dos tomas, mientras los utileros mastican emparedados de atún y empinan largos tragos de cerveza tibia, en un rincón del enorme estudio ganado por penumbras naturales y sin decorado, Tod Browning reitera e insiste con las indicaciones previstas para la próxima escena. El talentoso Browning dirige la película y a pesar de su considerable experiencia, está realmente preocupado por los nervios incontrolables de las manos del protagonista, desconfía de su mirada cargada del idéntico brillo que tienen los vivientes cuando velan un difunto y hay algo alucinante en la dicción que parece de un muerto. La capa de Lugosi, cortada de hipnótico velarte se arrastra implacable sobre las escaleras huecas diseñadas en los talleres de la Universal Pictures. El negro intenso lo defiende teniéndolo por hijo predilecto, protegiéndolo de la luz asesina que la noche acarrea; él oculta con la capa a impúdicas miradas el efecto humillante, la irrefrenable debilidad de excitar los caninos a la vista del cuello palpitante. Reclutados lobos extra aullando con esmero contagioso en la banda sonora, cobijan el batir de los brazos emplumados de capa que se funden –por invisible magia del hábil montajista- en retractiles alas de murciélago actor cedido gentilmente por un laboratorio californiano, que investiga leucemias fulminantes en ratas y moribundos. El pelo de Lugosi hace sospechar negras alquimias del maquillaje personal, está peinado hacia atrás demostrando las virtudes de los fijadores artesanales preparados en Transilvania. 

Una cabeza perfecta pues, en estricta correspondencia con la capa y el charol del calzado, conjunto adecuado para sobrevivir sin sobresaltos la noche moribunda y evitar las consignas del sol. El actor húngaro que responde al epíteto de Bela Lugosi, el comediante de los ojos más entrecerrados jamás filmados en blanco y negro, decidió desentenderse de las pertinentes indicaciones de Browning e ignorar asimismo las oraciones escritas por Stoker. Se encerró asiduamente en el camarín asignado por la producción a su condición de estrella para buscar a gusto, hasta quedar a solas con el fantasma del Conde revivido. Algunas semanas antes de esa comunión, cuando Lugosi supo que fue el elegido entre los candidatos a encarnar al Maestro, como si hubiera en ello un pacto concretado se dice que rió de alegría a escondidas. Cuando cesó esa convulsa felicidad epiléptica dio en interesarse, como lo más normal del mundo por la frecuencia invisible de las ondas sonoras, puntas fibrosas de estacas de madera, cortinados espesos capaces de apaciguar la claridad del crepúsculo; se informó a fondo sobre las cualidades secretas de la plata, la fisiología interna del cilíndrico cuello –femenino y virgen de preferencia-, conoció aplicaciones decorativas del azogue y se inició al complejo volar de las aves nocturnas.

Urdida esta información periférica en un haz compacto, Lugosi comenzó a comportarse como el sublime aristócrata del Mal que nunca había existido. Hasta el último segundo de penumbras tentó salvar al Conde y que era salvarse él mismo, de la disolución anunciada más allá de la muerte.

“Persíguelo y destrúyelo.

Persíguelo y destrúyelo.

Persíguelo y destrúyelo.

Persíguelo y destrúyelo.

Persíguelo y destrúyelo.”

El único protagonista del film destinado a conocer la vida eterna, releyó con desdén e impotencia y desprecio y odio la réplica asesina del doctor Abraham Van Helsing. La fórmula presintiendo el final y anunciado la aniquilación de una leyenda que era la suya. Pero alguien con apariencia humana que alguna vez fuera Bela Lugosi, el elegido venido de tan lejos, sabía que al Conde que él decía que actuaba no podían matarlo porque ya estaba muerto, ni liquidarlo –era una presencia indestructible- las restauradoras secuencias marcadas por el guión. Saltó Bela el umbral viscoso de regiones sin retorno e incomunicables por puentes levadizos de la razón, ganó Lugosi la paz interior de su noche absoluta revestida de insomnio, que aguarda en vano la luz ilusoria del sol a la parafinada luz de velas clavadas en candelabros negros.

Imagino que muchos años después del sorprendente estreno del film en los cines del mundo, habiéndose desentendido del plano final fijado sobre acetato inflamable, un Lugosi patético mostraba colmillos postizos de utilería a cajeras de supermercados y empleadas de tintorerías barriales. Hasta quienes fueron alguna vez espectadores de matinée se rieron a carcajadas de sus piruetas grotescas y lo que fue más horripilante, sin respetar los miedos nocturnos de la infancia. Bela vivió en envejecida carne propia el exilio definitivo de monstruos crepusculares del siglo diecinueve, velaría en soledad su sueño cataléptico con temor, aguardando que el pertinaz Van Helsing golpeara la puerta clausurada al final del adarve, una mano libre y otra ocupada con martillos y astillas envuelta ritualmente con ristras de ajo.

Se sucedieron infinitas lunas llenas desde la hora que murió el cuerpo de Lugosi. El magiar comenzó a fallecer cuando leyó por vez primera la versión definitiva y aprobada del guión de Garret Ford y Dudley Murphy, al decidir no ser el Drácula fantoche de Browning ni terminar como el Max Schreck Nosferatu Murnau. Eligió o algo decidió por él olvidarse del húngaro Lugosi para ser el Conde Drácula, temido aristócrata y Maestro Sanguinario de los lejanos Cárpatos. Había enloquecido a causa de la sangre teñida de morfina, la agonía se limitó a sus propias carótida y yugular que pensaba infinitas, torturado a sondas de suero incoloro, ironía adicional injusta con su lucha postrera por el rojo; dadas las circunstancias pedir donantes de cualquier tipo para el paciente hubiera sido un irreverente acto de humor negro. 

Los fotogramas finales del 16 de agosto de 1956 son imaginables en eso de despreciable que tiene la realidad. Esperpénticos gritos con convicción mimética y un batir de brazos gallináceos en vano intento por alcanzar la última ventana sin vitrales. Los enfermeros de turno del ala tercera del hospicio seguro que lo tomaron con fuerza campesina y lo clavaron a la cama de hierro, sin más artificios que sus propias manos y unas correas viejas mordidas por locos anteriores con cuadros de histeria menos sofisticados. Indigno de su perseverancia humanista el doctor Van Helsing faltó a la cita final, la única impostergable. El joven médico recién diplomado y agnóstico le cerró los ojos como si así finalizara una pesadilla digna de piedad, un estudiante curioso y comedido cubrió el raquítico cuerpo del difunto, despojo perdido en los pliegues de una bata celeste meada y cagada, con una sábana blanca almidonada. Por el ventanal entreabierto y que daba al portal gótico de una abadía en ruinas, penetraba insolente la claridad de un espléndido día casi primaveral.

Mientras yo deliraba el Conde Lugosi moría otra vez en la pantalla del televisor encendido, en alta mar a velamen desplegado, entre sombras de sospecha blancas y negras alimentadas por puertas cerradas con chirrido de bisagras herrumbradas, extraviados crucifijos vengadores fundidos en plata potosina de ley. Había trancado las ventanas de mi casa cuando cayó la noche, me siento mejor si antes de dormirme, tarde, escucho el ascensor del edificio aunque nunca sepa cuál será el último viaje ni a quién lleva en su interior. Cada tanto me tapo los oídos con las manos para evitar el ulular de las sirenas, frenadas de los autos, timbres insistentes que nada bueno anuncian, llamadas telefónicas a deshoras y que ninguno en la comarca se atreve a responder. Nadie puede escapar de la Transilvania montevideana ni transitar sendas empedradas de sedientas bestias asesinas; de haber contado afuera lo que aquí nos sucede nadie nos creería y de creernos por lástima poca cosa harían por nosotros. Me resigno a escribir epístolas dirigidas a difuntos transitando el Bardo: se siguen llevando por la noche la mejor sangre y comeremos nuestro pan viejo en miedoso silencio. 

El ruido del televisor encendido sin imágenes parece freír en un aceite electrónico el principio de Van Helsing: “persíguelo y destrúyelo, persíguelo y destrúyelo, persíguelo y destrúyelo, persíguelo y destrúyelo, persíguelo y destrúyelo”. Lucy habita Montevideo con diamantes, escucho el estruendo inconfundible mientras trepan escaleras arriba las alimañas; comenzaron a patear la puerta de entrada para derribarla, sin saber que está cerrada sólo con picaporte y suponen que me sorprenderán. Como sucedió cada una de las anteriores hoy también los esperé sin reaccionar por si fuera esta la noche elegida, negándome a ensayar cualquier maniobra defensiva agregando un gesto inútil al encuentro perentorio y cuya represalia sería otra pesadilla nocturna. Fijo la mirada en la pantalla del aparato para pasar el tiempo hasta que mis párpados cedan al cansancio, queriendo descifrar alguna imagen reintegrando la esperanza de una segunda vida y espante la conciencia doblegada de cuando los invasores volaron las fronteras.