Detalle de cuadro

Hace un año, al redactar algunos de los propósitos que me llevaron a la aventura del Cabaret Literario, escribí que entre ellos estaba la transferencia o el antídoto mediante pantalla, al dilema de la reedición. En la zona que tiene la narrativa de industria cultural, es claro que sucumbió al rigor de la obsolescencia programada, el sistema de multiplicación e impulso de información continua. A la manera del antiguo Club del Clan argentino que esperábamos semana a semana en los años sesenta; de las bandas y el último álbum destinado al mercado, siempre atento a la novedad, el tema reciente que se alza a los primeros lugares en Impactos de la nueva ola en radio Independencia. Fusionando dos criterios: difusión calibrada en diferente soportes -pasamos de radio y televisión a redes sociales o cómo cargar la play list en el celular- e incidencia en ventas del single de Los cinco Latinos. Quizá con la ventaja en la pop de que siempre se pide -el público lo exige y se logra una sincera comunión- la interpretación de viejos hits: “Satisfaction”, “Brindis por Pierrot”, “Mi unicornio Azul”. Un ejemplo enorme – considerando el virus en el barrio de Belgrano- es la versión -está en youtube- de AC/DC en vivo en el Monumental de River Plate, en Buenos Aires, en diciembre del 2009, cuando atacan “Highway to Hell”. Mirar tres veces ese video puede ser una lección de estética de la recepción; me ayudó a considerar con otra perspectiva la cuestión de la reedición y el trabajoso reciclado de las ficciones. El relato fue confiscado, el mundo es relato ininterrumpido y la narrativa escrita debería reconstruir los puentes con la poesía de lo irreductible.

“Detalle de cuadro” integra mi primer libro de relatos “Aperturas, miniaturas, finales”. Luego de su aparición -que tuvo la suerte de tener ediciones destinadas a públicos diferentes, siendo el primero una lista de suscriptores- hubo un par de intentos de reedición que naufragaron. Esta es la segunda vez que sale al dominio público. Cambió el soporte acompasando la revolución tecnológica y lo escribí en el ocaso del mundo anterior con la versión final de las máquinas de escribir Brother. El avatar La Coquette me permitió corregir fallas de principiante en su puesta en relato, advertir que todo texto se mueve y suscita lecturas diferentes. Es el efecto del tiempo modificando el texto -a la manera del vino- y son cambios vinculados al factor humano de la escritura; tanto por lo inexorable de la edad del autor como de la hora del lector -recordando el libro de Josep María Castellet de 1957- y que resulta ser otro.

Del episodio 1985 y el cuento recuerdo tres piezas sueltas. El título del libro, sin retomar un cuento del conjunto y aludiendo a tres zonas del juego de ajedrez; destacando una afinidad entre escaques, trebejos y narrativa, juego simbólico sublimando batallas en épocas de realismo testimonial. El pálpito de que recién comenzaba mi torneo con la narrativa y que todo relato depende del dominio de esas tres operaciones. Las primeras dos oraciones definen el tono y destino de la partida, el desafío que presume solucionar un cuento en pocos movimientos, como lo enseñaba el maestro Horacio Quiroga; la importancia del final o cómo hacer para rematar un relato. Aprendizaje laborioso del oficio, equilibro entre recuerdo inolvidable y el olvido que todo lo puede. Las circunstancias, eran especiales; se trataba de mi primer libro y había ganado un premio generoso para su momento. El país salía -es un decir- penosamente de la dictadura y la literatura entraba en otros pactos sociales y retóricos. Me estaba interesando por la pintura, en especial la obra de Joaquín Torres-García, buscando en otros dominios del arte atajos a la esencia de lo escrito, indagando variantes compatriotas en el mundo moderno. Estaba en los preparativos del primer viaje para conectarme con la escuela semiótica de Barcelona, que tenía su torre de control en la universidad autónoma de Bellaterra.

Exploraba en la pintura la conocida paradoja de que un cuento cuenta dos historias; una de ellas visible en la primera lectura y la segunda oculta sin ser imprescindible, más integrada a la trama secreta. Como esos códigos de injerencia del autor a manera de firma en la obra y la protección del misterio, que se niega a ser dilucidado en un primer golpe de vista. El autorretrato confundido entre personajes de la escena, la firma sello en un pergamino plegado, apariciones furtivas de Alfred Hitchcock en sus películas. Del cine venía el afinar la disciplina del ver, en aquellos tiempos de destape criollo era prioritaria la conexión directa con los acontecimientos. La proyección con el futuro era incierta con aires de lotería y el pasivo oscilaba olvido circunstancial, persistencia activa.  Era la libertad formal regresando, una lista detallada de cosas para hacer que nos aguardaban en años florecientes, la equidad entre memoria con costras y deseo podría resolverse sin excesivo daño. Mañana será otro día cantaba chico Buarque de Holanda, éramos jóvenes marcados por cierto standby de la existencia y olvidando el decorado conceptual del barroco. Memento mori: hoy mismo el tiempo está pasando y ya fuimos una vida, una década, un año, un día y una hora sumada de existencia. Cuando observamos el tapiz de la vida -del cuadro anónimo donde está representada- hasta distinguir el cruce milimétrico de la trama, si nos decidimos a mirar en detalle, confirmamos que la única movida agazapada -esa que nadie puede jugar por nosotros- anuncia jaque mate en pocos movimientos. En pocas horas se decide la partida narrada en el cuento, la posición era insostenible y más porque estamos siendo medidos por dos relojes, como los péndulos de ajedrez.