Hagan de cuenta que estoy muerto

Ya pasaron quince años desde la primera edición de esta novela, un proyecto que aprecio particularmente por varias razones; fue escrita mientras cambiaba de destino universitario, dejaba las montañas nevadas de Grenoble tan cerca de Italia y viajaba al norte, a Lille próxima a la frontera con Bélgica y a una hora de tren de Bruselas. Eso sucedía en la cincuentena de tránsito, que me parece una suerte de etapa distante de felicidad; tampoco hace falta viajar tan lejos a la infancia montevideana para hallar momentos irrepetibles. La novela apareció en las librerías en el año 2007, mi madre vivía todavía, se publicó en la colección Biblioteca Breve de Seix Barral Buenos Aires, el editor fue Alberto Díaz y está dedicada a Juan José Saer, que había muerto dos años antes; tuvo la fortuna de ser editada por Carmen Abad -editorial Casus Belli- de Madrid en el año 2011, la misma casa que en 2021 publicó “o pasado sin falta.” En el origen del proyecto está la persistencia periódica de una imagen en mi retina que es el monumento y la Cruz del Valle de los Caídos de Cuelgamuros, en la sierra de Guadarrama, a 50 kilómetros de Madrid. Todos recuerdan los episodios de repudio del año 2019 con la desacralización de los catafalcos de la represión; hace justo tres años el 24 de octubre se procedió a la exhumación del féretro del Caudillo, lo que confirmó que allí había un símbolo con consecuencias de España, un lugar de la historia con algo malsano, que ostentaba en arquitectura voluntaria impugnando el paisaje un relato ideológico y sígnico fuerte.

Creo recordar cuatro imágenes que hicieron su lento trabajo en los cimientos del intento novelesco y fueron sumándose en palimpsesto al momento de la escritura. Seguro que hubo durante la infancia un primer acercamiento a la imagen en el cine del barrio, algunos reportajes del noticiero No-Do que narraba la voz de Joaquín Ramos, antes de la proyección de “El pequeño ruiseñor” o “Violetas imperiales” con la bella Carmen Sevilla. El segundo que identifico, son los primeros cuatro minutos de una película de acción que pasó sin pena ni gloria del año 1979 -yo creía en el recuerdo que era anterior- y se titulaba Jaguar lives. Iniciaba las artes marciales entre atletas occidentales siguiendo la senda de Bruce Lee -Joe Lewis en avanzada de Chuck Norris, Jean-Claude Van Damme y Scott Adkins- pero sobre todo tenía la visión premonitoria -cuarenta años antes- de un atentado terrorista donde se produce la voladura espectacular de la Cruz de 150 metros y la basílica con efectos especiales convincentes: epifanía y presentimiento, idea surrealista como cortar un ojo a navaja o quedar encerradas con una manada de corderos. Luego fueron las experiencias directas, un primer viaje a España a comienzo de los ochenta: el espectáculo al llegar al valle era una verbena veraniega, con cientos de autobuses, miles de personas en plan paseíllo, chiringuitos y souvenirs taurinos, una romería confusa mientras me preguntaba sobre los vericuetos de la memoria histórica. La última vez fue en el invierno europeo del año 2006, algo estaba cambiando en el paisaje; fui a pasar una semana de trabajo para confirmar escenarios de algunos capítulos de la novela: Museo de Historia de Madrid de la calle Fuencarral, el Café de Oriente, la victoria alada del edificio Metrópolis en Gran Vía, el bar Cock en la calle Reina. El domingo de esa semana cortada decidí volver al Valle de los Caídos y lo que fui encontrando en la expedición parecía conspiración o advertencia. Subí a un autobús y pude llegar hasta San Lorenzo del Escorial; allí debí detenerme, no había ningún medio de transporte que pudiera llevarme hasta Cuelgamuros, nada de transporte público, ni un taxi, visité el sitio allí hasta donde me dejaron entrar en El Escorial, tomé un par de vinos y un bocata de tortilla en un bar. A cada hora que pasaba aumentaba el frio y disminuía la ya menguada luminosidad, caminando entre tinieblas logré subir apenas el último autobús de retorno de la semana y regresé a Madrid cuando ya era noche cerrada. Estaba bien lejos de la empatía infantil con Joselito cantando “Doce cascabeles” de la visión primera y la historia estaba cambiando.

Se conjetura en los estudios literarios que en realidad cada relato cuenta dos historias; si la novela sigue siendo el territorio de los posibles -me dije recordando los momentos de mi cruce con la imagen- para qué conformarse con dos cuando se pueden contar tres historias. La primera que inicia la novela trata del encuentro fortuito de la temática central del libro; me serví para ello de cuando paso algunos días en Brignogan – Plages en Bretaña, tierra de leyendas, en casa de Monika y Jorge Musto. Eso de contar, aunque sea inventado la elaboración de un libro me fue a veces criticada, como si le sacara algo a la pureza del relato y sin embargo lo sigo utilizando en los últimos textos. Es posible; pero pasé buena parte de la vida explicando textos, a veces sin saber nada sobre ese momento misterioso que fluye entre el cotidiano y el deseo de escribir; recuerdo a Barthes sobre Proust: mamá murió y yo comencé la Recherche… La segunda historia era la cuestión del exilio, pero a decir verdad estaba fatigado que ese proceso sólo dependiera de la dictadura y por ello ubiqué la escena en los años cincuenta, un exilio antes de y cuando en el cine con mi madre veíamos a Luis Mariano cantar… sabes que ya no habrá primavera, si tú no estás aquí violetera… Esos adioses suceden en un grupo de amigos como los que vi de joven en los estertores del café Sorocabana, café sublimado que decidí bautizar Praga. Los amigos están relacionados a la poesía, es maravilloso que haya jóvenes que ahora mismo -acomodando las diferencias generacionales del caso- repitan escenas de lecturas, publicaciones, críticas y preguntando cómo hizo Apollinaire para escribir “Zone”. Uno de ellos, el gordo Molinari con aspecto de Dylan Thomas criollo y sacerdote primero del culto a Edmundo Rivero, decide pasar una temporada en España. Como fatiga dar explicaciones a los conocidos sobre decisiones y las vueltas caprichosas de la vida, les arguye que va allá para coincidir con la inauguración de la obra del Valle de los Caídos y encaja la indignación local por su gesto. En Madrid al parecer Molinari fue asesinado y entre el grupo uno de ellos, Uribe, que ya había formado familia, marcha a Recoletos para intentar averiguar lo que pasó con el amigo. La última parte de la novela es la crónica probable de esa expedición surrealista de Uribe a la Madrid franquista y de lo que allá fue encontrando. Me hubiera gustado que se pareciera a una película de Buñuel, algo violento y esperpéntico a la vez, alguna apertura a la monstruosidad en familia, escenas en blanco y negro algo goyescas que nunca sabemos de cual universo participan. La única verdad al final del camino es una ficción que consuela, porque las historias nunca se terminan, lo del Valle de los Caídos fue una excusa provocadora. Acaso la humanidad de Madrid en aquellos años no era un karateca rubio, sino Pepe Isbert y su rebeldía en “El cochecito” de Marco Ferrari, del año 1960, de cuando el apogeo del café Praga, yo iba a la escuela N° 49 República de Nicaragua en Andrés Latorre 4846 y juntaba figuritas del álbum Donald Campeón.