Más que lo inmediato por todos sabidos, el antecedente más lejano de este cuento pudiera en el chotis “Madrid” de Agustín Lara, el mexicano que captó el espíritu de la Villa antes de conocerla: cuando llegues a Madrid, chulona mía / voy a hacerte emperatriz de Lavapiés / y alfombrarte con claveles la Gran Vía / ya bañarte con vinito de Jerez… Me hubiera gustado vivir allí una larga temporada, pero los dioses decidieron Barcelona. La serenidad de las noches de Madrid caminando por el barrio de Las Cortes en el verano, igual son horas que resisten en la memoria. El 2020 me atrapó en el lanzamiento de La Coquette, cabaret literario planeado antes de la irrupción del Virus en el planeta Tierra, hace un año para ser precisos. Hemos asistido al sacudón sanitario mundial y los efectos en la reacción de la clínica de la escritura. Artículos, confesiones, novelas, antologías de cuentos y paralelismo apresurado con cuanto zombi o mutante de Residen Evil que debió enfrentar la ucraniana Milla Jovovich. Todo el mundo desde los comics hasta los best sellesr salió a la búsqueda de la variante de la Covid 19 que dará fama, fortuna y popularidad. Eso parecía la largada del maratón de New York de antes, y en mi caso por fatiga o temor a fracasar en el intento, preferí seguir acomodando lo publicado a salto de mata en el siglo XX y hacer avanzar algunos proyectos que estaban en carpetas.
Igual seguía el relato televisivo de la pandemia con interés, como si fuera una mala serie sobre la Corona de Inglaterra, primero con el interés del candidato al contagio estando en el grupo prioritario de riesgo, luego con la distancia esa que -sin olvidar el dolor circulando y las noticias tristes sobre la gente conocida- puede captar la parte de ironía y absurdo que venía circulando tetanizando el mundo. Un narrador, además, siempre sigue con interés todos los movimientos del complotismo y las fake news, empresas obligadas a estructurar un plan que contiene un relato secreto, cuando no una epopeya a la altura del “El señor de los anillos” Un mundo que cree en las historias de J.R.R. Tolkien y en el hombre araña, puede creer en todo lo que irrumpe en el campo de los posibles y más viniendo de las tierras de Fu Manchú. En ese estado de espíritu instalado, una mañana hallé el amuleto tipo pata de conejo.
Después de varios meses me llegaba un mail de Iberia, diciendo que renovaba los vínculos con la lista de sus pasajeros en la lista de espera. Resultó muy emotivo, en la medida que fue lo que me permitió volar durante años, uniendo mis dos mitades de la vida; viajé en varias compañías, pero Iberia alguna vez -antes de la reestructuración comercial- me acreditó una tarjeta de esas que permiten acceder al salón VIP, duró poco la experiencia pero se recuerda con cariño. Podría decirse que ese mensaje abría una esperanza y reciclaba la melancolía. Me informaba que habría un próximo vuelo a Montevideo, pasando por Barajas, cuya fecha y concretización era por el momento una hipótesis de trabajo; siempre y cuando Iberia y yo sobreviviéramos de la epidemia para llega a esa conexión con una valija que pese menos de 23 kilos. Si ello era noticia del reino eventual, lo cierto es que existió un último -por el momento- pasaje mío por Barajas.
Claro que pude buscar en los papeles y fecha en mano acceder a los mandatos del realismo, pero ello no tendría nada de mágico. Por ello me inventé una escena de esas que se ven en los frescos de parroquias desertadas en la Toscana; el resto eran agregados que, en esa magnitud de bazar oriental desparecieron del mundo. Curioso, a mí me importaban como el paisaje de lo efímero mientras el mundo parece suspendido; la escena se hizo un pálido fax parodiando artículos de costumbres de don Mariano José de Larra, al menos la ciudad correspondía… Yo ahí departiendo en soledad entre dos aviones, recuerdo que presenté mi pasaporte a la guardia civil y aguardé los trencitos hasta el tope de gente actuando la condición humana entre las terminales del aeropuerto. Olí los perfumes de Kenzo (el pisciano japonés que murió el cuatro de octubre pasado), me preguntaba quiénes seríamos en realidad los 359 pasajeros -muchos compatriotas y otros de rasgos orientales- que aguardábamos, en la última terminal la salida del Airbus A340 600. Destinación aeropuerto internacional de Carrasco, al mando del comandante José Artigas y llegada prevista a las 9h57, hora local. Fue en el viaje de regreso que crucé a la muchacha que cortaba el jamón, mientras bebía una cerveza San Miguel.