Montevideo en vídeo Ducasse

en “Aperturas, miniaturas, finales” 1985

Los primeros días de abril y otoñales en su totalidad, cuando en la ciudad empieza a desangrarse la noche me gusta pasear a paso lento por ciertas calles predestinadas a la redundancia, la costanera asfaltada lindando con el puerto tiene para mi un particular encanto. Es rara la ocasión en que finalizando el ambiguo trayecto, no me detenga a contemplar el mismo paisaje recurrente. Indefinición de banderas lejanas, el paso vacilante de enigmáticos personajes exentos de ficción que cruzo en mi camino, el mar que cada tanto salpica mi cara después de haberme hecho señalar el sonido furioso del oleaje: una satisfacción eslabonada de episodios triviales que se repiten. 

Suelo también inclinarme –sin responder a tendencias suicidas que aguardan su ocasión- sobre los parapetos de granito a comprobar si las rocas insisten en intermediar el choque bestial entre la marea oscura y murallas humanas renegridas. Me acerco a descubrir despojos de las correntadas, tablas que evocan ataúdes marinos, pedazos deshechos de redes, andrajos polizontes, peces masacrados por golpes y la asfixia del petróleo crudo a la deriva. Durante una de esas salidas (recuerdo que había dejado a la mirada recorrer indolente detalles más dignos del horizonte) me apercibí de que uno de los portones clausurando  el puerto estaba entreabierto. 

Los guardias de la marina, como si hubieran desertado de súbito parecían ausentes de sus puestos de control, sin ruidos de frontera asimétrica, fusiles amartillados ni vallas rojas de PARE vi desplegarse ante mí las veredas empedradas que conducen al interior prohibido. Ese descuido inesperado del universo y sus centinelas asignados me indujo al movimiento, dejándome sin resistencia por el impulso, esencialmente ridículo, que me incitaba a seguir adelante; sin temor al único balazo en la espalda precedido del grito de alerta que nadie escucharía, sin miedo al prepotente registro en busca de cámaras ocultas entre mis ropas o explosivos disimulados. 

Estaba a un paso razonado de comparar el panorama y la situación a un barco abandonado, las luces oscilantes de las embarcaciones ancladas en las dársenas y la música inconfundible de un insolente bar de camareras se interpusieron con brusquedad en mi espíritu. El recuerdo instantáneo de mi distante infancia (poblada de episodios portuarios), la tentación que supone lo prohibido (el acceso a esas horas inconvenientes), mi tendencia al olvido (el nervioso índice homicida del alférez destinado al retén) me condujeron a esa oscuridad de sombras ciclópeas, cuerdas infinitas hundidas en un agua más tenebrosa que la muerte misma, secretos inviolables desde la Creación y mundos contrabandeados en depósito circunstancial. 

Caminé sobre esa perplejidad anímica unos cuantos metros y nadie me salió al paso, dejé de pensar excusas, justificaciones de documentos olvidados en casa al salir y la manera de escapar más tarde, para disfrutar contemplando –como hace tiempo no vivía, con temblor diferente en el alma- la silueta de dos remolcadores y un barco cisterna del tamaño de una montaña andina. El petrolero más una hilera interminable de contenedores, donde yo suponía los objetos del mundo, desde televisores portátiles a vajilla dinamarquesa formaban un desfiladero artificial por donde me metí sin conocer la salida. Cuando llegué al final de la recta vi que otro barco intruso a la historia se acercaba a la costa donde yo deambulaba, como si ambos marcháramos al encuentro convenido muchísimo tiempo atrás. 

Tenía aspecto de embarcación antigua que no logró sacudirse la vejez de la declinación cercana, los trapos que sobrevivían de las velas originales se adherían sin vergüenza a mástiles de otro siglo remoto. A pesar de su avance pausado supe, por el peso irrefutable de persuasiones irracionales que faltaban tripulantes humanos a bordo y fue por ello que lo aguardé sin moverme. 

Vino a mi encuentro sin ser impulsado por viento alguno ni ocultos remeros involuntarios, al entrechocar contra el muelle crujieron, se quejaron como ratas aplastadas todos y cada uno de los años del casco de madera. De la cubierta despoblada nadie tiró una amarra al vuelo, nadie maniobró el timón buscando el equilibrio de la quietud ni un ser humano suspiró de contento por llegar a buen puerto; en cambio esperé porque intuía. El único indicio de vida en la embarcación era un cerdo inmenso paseándose a bordo con la solvencia brutal del grumete experimentado. Las patas del cerdo, sus pezuñas evolucionando sobre cubierta, la respiración de hombre fatigado producían un sonido molesto haciendo contrapunto en fuga con mi corazón reactivado.

La extraña criatura, la cosa esa abandonada en tan inconcebible naufragio me inspiró una variante ignorada de la ternura; como alguien que se agacha para pedirle a su perro que se acerque, del mismo modo flexioné mis rodillas y estiré la mano hacia el animal, el ruedo del impermeable barrió las piedras empapadas de un humor desconocido. Mi mano parecía dar ayuda pero era cierto que la estaba pidiendo, para entender lo sucedido y salir luego ileso del atolladero mental que comenzaba a desbordar expectativa y entendimiento. 

El cerdo con agilidad inaudita que todavía recuerdo cuando se repite la pesadilla, salvó de un salto limpito la relativa distancia que nos separaba.

-¿Qué hay de tan extraño del otro lado?, le pregunté, como si tuviera antiguos tratos amistosos con la aparición.

-Desconozco la respuesta definitiva y me faltan aún algunos viajes antes de morir, me respondió el cerdo. Nada es destruido de manera definitiva y todo se encamina a la transformación incesante. De los posibles avatares corporales que pudieron tocarme en suerte, pienso que esta forma animal discriminada por millones de creyentes es la más ventajosa. A mi especie, el sabor de la carne humana nos despierta idéntica voluptuosidad que a los hombres del evangelio la carne del cerdo. ¡Sabios judíos lectores de Ezequiel! Ellos adoran desde el pacto sangriento la criatura aborrecida, la bestia postergada de la zoología, el animal con más ignominioso prontuario dentro de la historia natural, y que al morir bajo el acero eficaz del matarife chilla cual niños martirizados que ignoran el lenguaje humano cuando mueren. Es curioso, cuando bajo los párpados obnubilando el mundo las diferencias se disuelven. Lo digo por experiencia. ¿A ti te sorprende tan poco que un cerdo hable?

-Es normal y tan mágico como que hable un hombre, contesté.

-Si las apariencias carecen de importancia para tu inteligencia volveré al aspecto desarreglado de mi juventud. Te pido por favor que te vuelvas unos instantes, esto de las metamorfosis conscientes en el tiempo breve de un soneto es desagradable.

Accedí a esa comprensible demanda de secreto pudor.

-Puedes mirar, me dijo luego que pasara un momento.

El olor que me llegaba de su corporeidad era el mismo, pero ahora tenía ante mí a un anciano achacoso de chaqueta raída, mirada de pájaro nocturno exterminado por arqueros asirios, sin dientes flojos que mancharan de osario blanco una boca negrísima. Vencido y orgulloso a la vez, me obligué a superar un asco inevitable y avancé hasta ofrecerle un brazo para que se apoyara, temiendo que al mínimo contacto su cuerpo se disolviera en un charco espeso de materia nauseabunda; ya habría tiempo en la próxima hora para hallar explicaciones.

-Como ves, cuando cae la levísima cáscara de bestiario que me recubre, soy nada más que un viejo que persiste envejeciendo hacia la Nada que todo lo abarca. Inmortal porque sigo viviendo en mi escritura, envejeciendo al ritmo mecánico de mi fraseología.

A medida que lo escuchaba dejó de repugnarme el aspecto y su manera de hablar de erres arrastradas. Me pareció tomar del brazo a toda una ciudad, la misma donde yo agonizaba, tan vacía a esa hora, gris a la mañana irrepetible, húmeda de inmemoriales lluvias tristes. Ciudad niña y con aspecto goyesco de anciana fatigada presagiando en callejones inmorales inexorables ruinas sin prestigio. El Monte Sexto de los primeros navegantes extremeños que diera al mundo, con el reptar del tiempo, seis Cantos terribles por voz de éste –lo supe de inmediato- que camina a mi lado ahora y que reconocí por la belleza del temblor de sus manos bendecidas de absenta. 

-Como sabes, en medio del delirio sin diagnóstico alabé el poder matemático, pero a mis años me incliné por la zoología de los grabados talla dulce de Historia Natural. Los números, a pesar de la cómoda tentación del infinito y el cero inspiración de Shiva perdieron para mí encanto pitagórico y me aburren hasta la indiferencia. Las bestias, como la serpiente ouróboros de la imaginación establecen fronteras; esos límites poseen el poder de inquietarme, de igual manera que me aterrorizan los mismos sueños persiguiéndome. Mis miedos acunados en luces perpetuas de este puerto al que siempre regreso, como si fuera un purgatorio asignado que no comparto con más nadie. La condena consiste en volver a mi patria de signos ambiguos, ser viajero del tiempo triangular de los suicidas. Exilados de lenguajes en prosopopeya con la oscura misión de demostrar a la razón altanera que la mitología es una ciencia exacta. ¿No dicen con lengua apresurada que los poetas somos inmortales? Hagamos el pacto entre nosotros y tengamos fe ciega en la escatología de ciertas palabras. Mira el cielo del Sur en cruz, atrévete a escuchar el ruido que recuerda el aletear de albatros infectados huyendo, partiendo hacia la muerte en picada sin dar la última vuelta que debe prescribirles el instinto. ¿Te parece que duerme la gaviota posada sobre aquella cubierta? Tal vez espera la llegada de la agonía extraviada traída por vientos hostiles a su especie, que la hunda en aguas contaminadas y se plegó al fracaso sin la gracia del final rotundo. A la certeza de estas dudas se le dio el desafortunado nombre de nostalgia, en otro siglo enterrado yo vi con  ojos de niño en estas calles perpendiculares, en estos andurriales que cambiaron de nombre, la violación y el robo, los divinos estragos del alcohol y el orgasmo espasmódico de los asesinatos. Aquí tan cerca que me parece olerlo arrullé bestias invisibles, contemplé gusanos fraternales que crea el hígado en su putrefacción, acaricié la entrepierna del impotente lenguaje hermafrodita ofreciendo el sabor simultáneo del asco y el placer. Mi cuerpo desgarrado, mis cantos olvidados, mi fantasma sin daguerrotipo sensible somos el Oriental errante, el ser perpetuo que nunca muere para trocarse en mujerzuelas golpeadas que venden la virtud pasajera de sus hijas a marinos borrachos venidos de Tartesos, de Thule. Olvida lo que digo, tengo la fatiga del espectro cansado… arrastro el dolor de lo inconcluso, siento que falta y faltará por siempre el séptimo canto relatando el regreso. Es triste confesar por escrito la impotencia con palabras manosadas que son ahora reverentes, sumisas por temor a ser olvidadas en viejos diccionarios. Es imposible volver a mis irrepetibles catorce años, la edad cuando decidí matar mis propios jovencitos, el año prodigioso cuando zarpé de esta bahía para agonizar allá donde ya sabes y malvivir entre palabras como juegos. Molestias gratuitas de la pobreza, parrafadas inoperantes y apostar sin pasión a lectores timoratos, noches en vela afiebrada junto al piano vertical buscando incomodar el futuro y exorcizar la pertinaz infancia.

Nadie nos detuvo cuando salimos del puerto, la cercanía del transfigurado tenía el poder de hacer de la escena nocturna un sueño y plasma insustancial.

-Observa alrededor e intenta decirme con precisión lo que ves. ¿No crees que mis versos centenarios resultan toscos, ingenuos, devorados por la bestia rutinaria, enmohecidos por el orín venéreo del uso? Mis cantos otrora repugnantes se deshacen incluso en ediciones con prólogo ilustrado. La irónica lección del tiempo me condujo de fronteras infernales de la poesía a manuales de historia literaria y sin embargo… las adúlteras madres prudentes mantienen mis papeles lejos del reposo nocturno de los adolescentes, que presienten en sus venas azules la sensación agradable de aceptar que los excita el color, gusto y tacto pegajoso de la linfa. Entre tanta humillación amasada por la muchedumbre la complicidad con los jóvenes podría reconfortarme, el poeta que jamás pacta con lo que ya sabemos continúa siendo una molestia a destruir para las buenas conciencias; criatura peligrosa, como homicidas metódicos de la hora ecuatorial de las noches sin luna. Nada es ahora mi delirio poético confrontado a los hechos infectados que suceden aquí, mi crimen con metáfora y ornado de animales inconcebibles empalidece avergonzado frente al espejo de las actuales formas de tortura. El Maldoror querido tiene la ingenuidad de un aprendiz del vicio comparado con la saña de ciertos compatriotas vulgares, que extraviaron la excusa dudosa de pretender entrar en el Mal absoluto. Mis buitres negros con carroña en el pico son palomas de plaza enfrentadas al hombre que fuma apurando la braza que aplicará sobre la piel de muchachas en flor; el funcionario público que goza sintiendo en los nudillos partirse la pulpa de labios tumefactos y al amanecer, con ojos transidos del horror placentero regresa al hogar, acaricia con afecto a su gato, pregunta a la esposa si quedó algo frío de la última cena y hojea junto a sus hijos revistas con estampas de animales salvajes. Ingenuo de mí… querer estremecer un pueblo de púberes por la comparación, matar la tenia de la abulia con una metonimia, seducir corazones proclives al abismo con una sinécdoque original… creía equivocado que el viejo asunto con la poesía seguía siendo la palabra.

Caminamos hacia ninguna parte; quiero evadirme de la idea reconfortante del sueño fabricado, por ello me concentro queriendo escuchar nuestros pasos pero es su voz lo único que encuentro.

-Mis admoniciones se oyen sin reacción y con indiferencia en los liceos barriales y mis imágenes escritas son de tráfico corriente en síntomas visuales de toda esquizofrenia que se precie. El mundo se acomodó a mi fresco de Montevideo, lo arrumbó al olvido y regreso a ver, confirmar o desilusionarme. Buscar como entonces en medio de la guerra la fiereza ciega del tiburón hembra y aparearme con ella en las profundidades hasta engendrar otro lenguaje monstruoso. Lo más desesperante de las letras de esta putria lo escribí yo mismo en la lengua que heredé de mis padres legítimos. ¿En qué se escribirá desde ahora si es que nos queda la polidipsia de escuchar a los bastardos? Seguro que en lenguas que vinieron del norte.

-¿Por qué yo? ¿Cómo llegó hasta mí tu embarcación de cazador y corriendo el riesgo que te desconociera, tomándote por otro loco más sin brújula magnética?

-Te das demasiada importancia; tú porque eres el único otro personaje ficticio que está en la visión que alguno viene mecanografiando. ¿Cómo puedes suponer que me aparecería –con los inconvenientes que has visto tú mismo- ante un desconocido que apenas estaría atento a mis explicaciones considerándolas con desdén, catalogándolas de inútiles absurdidades en un gesto de menosprecio y condescendencia? Debes saber que muchos por aquí cerca me conocen de oídas, si lo deseas podemos salir por calles aledañas a gritar en sordina cualesquiera de mis nombres. Preguntar incitando la complicidad de nuestra corte de los milagros: ¿conoces a Isidoro, el muchachito esmirriado que partió rumbo a Francia hace muy poco tiempo? Inténtalo, la gente bien te mirará extrañada y luego, sin que lo pidas te darán unas monedas falsas para que dejes de molestarla. ¡Ah!, pero los pordioseros que se reproducen como anguilas… ellos los sublimes te mostrarán un enorme piojo con facciones humanas, el mismo insecto paseado por Vallejo en aledaños de Versalles. Las vagabundas sin dientes hurgarán entre los trapos superpuestos como capas de cebolla, hasta meterse los dedos en labios inaccesibles del placer, impregnarlos de fuerte olor a algo inconcebible en vida para luego ofrecerlo a tu boca golosa mientras se ríen con gula de aquelarre y murmullan obscenidades en el argot de Brest.

-Este es tu monumento en Montevideo, le dije para intentar sacarlo de los abscesos purulentos que le quedaron por redactar cuando lo fulminó la muerte,

-¿Así que sólo este pedazo de chatarra merece mi inmolación? Una gloria compartida con messieur Laforgue y messieur Supervielle… un velamen de bronce, como si los tres viajáramos en el mismo barco y cuya destinación fuera regresar hasta la eternidad al mismo puerto de partida, detrás del encantador teatro Solís e insinuando que nuestras tragicomedias de montaje distinto eran fatalmente similares. Hay en el emplazamiento una lógica sutil que escapó sin duda a los ediles. ¿No fue Solís aquel adelantado español que despertó el apetito de los indios charrúas? En otro tiempo aquí resplandecía la calle de la prostitución, estar fundido en tales dominios indefenso al capricho de los vientos es algo que me reconforta. Luego deberás contarme qué dicen los biógrafos de mis primeros años pares de educación sentimental vividos entre ustedes; los pocos que conozco tienen pudor cuando se enfrentan a mi dependencia montevideana. Pero eso será luego… ahora déjame contemplar mi putita ciudad, mon petit mon, mon petit con, ma vie Montevideo. La mano de los hombres emprendedores que siguieron la obra te cambió poco, apenas te diferencias de las estampas que hoy se venden en el centro de Londres a buen precio. Lentamente y sin apercibirnos los aborígenes del sur dejamos de ser exóticos, ahora no vienen a estas pampas concienzudos naturalistas curiosos, los nuevos gobiernos republicanos nos envían embajadores egresados de Polytechnique y los audaces ingenuos buscan en el sur del trópico la intacta magia del asombro vegetal excedente, olvidándose sin remordimiento, mecidos por la ignorancia galopante de mi lluvia de sapos y una fatigada máquina de coser contigua a cierto paraguas tan citado. Allá, en las bibliotecas de París se atreven a redactar memorias sobre mi criatura sin sospechar el infierno cuadriculado que me acunó. ¡Triste destino el mío, ser una referencia elegante y bilingüe! Podrías s’il te plait indicarme en que lengua estoy monologando; basta de recuerdos ingratos… anda, cuéntame las novedades como lo haría una portera ciega del Marais, dime de la muerte que huelo, ayúdame a entender la desfachatada sensación de ver que tomaron mis abyecciones casi al pie de la letra, militarizando mis vicios y los sueños consecuentes. Con lo cual queda probado que insistiendo uno hasta puede ser profeta sacrificado en su tierra natal.

-Tengo un poco de miedo.

-Te comprendo, de algunas cosas es mejor callar… además debes vivir por acá cerca y te cuesta creer lo que estas viviendo.

-Algo así.

-Quisiera volver a perderme en esta ciudad que fuera mía, revivir la memoria escuchando frases de significado desconocido, sonidos guturales recordándome que escribí en francés salido del latín para defenderme de pesadillas visionadas en montevideano. Te pido mantenernos cerca de la costa, desde niño detesto las calles suburbanas pobladas de gente pobre recargada de hijos, que desprecio tanto como amo los despojos humanos desnudos de dignidad que sobreviven igual que costras purulentas de puerto. Miro cualquier barco de tres mástiles anclado y me admira que el hombre pueda llegar tan lejos; lo mismo pienso cuando observo mi prójimo borracho disputándose un hueso grasoso con perros vagabundos. Llegan todos de regreso al punto de partida para no partir hacia ninguna parte, la ciudad rumiando los empuja implacable hacia el mar con excrementos, basura, fetos y preservativos. Del mar venimos y hacia otro mar de inmundicia volvemos, cuando los hombres se degradan lúcidos alcanzan a recuperar ruinas indescifrables y despojos de la amnesia primitiva de la especie. Me intrigan los náufragos anónimos que llegan a la costa desde alta mar y quienes vienen de tierra adentro preservándose desparramados entre diarios del siglo y perros con la rabia. Durmiendo mientras los hombres prudentes expiran sin remedio a causa de un derrame cerebral sin previo aviso, dejando a la familia culpable una pensión miserable. Volver a Montevideo, monte… vi… deo… vi un monte, vi, viví en la ciudad inventada con vino de voyeur… del ver, del ver el monte a lo lejos, ilusión de la luz olvidada, imagen irreal de esperanza lindando aquello inalcanzable. Para escalar este monte hay que atravesar el valle doliente, emprender un viaje de significados por un infierno hecho de sintaxis, con castigos ejemplares similares a figuras retóricas. Una sola idea siendo a la vez el nombre y la ciudad, impremeditada invención de viajero vigía que llega, puerto último desfigurado para gente escapada cruzándose con quienes regresamos a descubrir lo que quedó en pie después de la batalla, a ensayar repitiendo el papel que nos corresponde en la tragicomedia de la muerte. Montevideo, Montevideo, Montevideo… Haz el intento, repítela hasta que se pierda el sentido buscado y sólo quede la irreconocible melodía voluptuosa disolviéndose en la boca como bombón relleno con licor de naranjas amargas, embriaga como vino espeso de Bordeaux, brota parecida a la sangre de la carótida seccionada por la navaja del peluquero alienado, chorrea como esperma entre manos traslúcidas de vírgenes. Por ese gusto a muerte es que apenas hieren al que se queda las cartas recomendadas y las postales, Montevideo es alucinación de viajeros afiebrados añorando ciudades inexistentes, pero si partes de un día para otro guárdate de proferir en el mundo su nombre, de hacerlo estarás perdido para siempre; por el contrario si lo callas, puede que llegues a ser un hombre feliz. De caer en la tentación de decir lo impronunciable estando lejos, al instante te invade la carroña vengadora, el cáncer de querer volver. Una vez la nombré en un descuido imperdonable, yo recordaba mi perturbada infancia cuando caí en la debilidad de asociarla a un sonido dulcísimo, desde ese instante supe que mi condena era regresar a la ciudad sonido, grito de marino trepado en un mar de silencio… después Montevideo ahogada por otros gritos y una marejada de insultos carentes de piedad. Acércate a la costa y nómbrala en voz baja, tiene la apariencia de una palabra única siendo toda una ciudad… si el resto es silencio y acaso algo distante de la literatura, Montevideo es el resto y te lo dice el poeta muerto de dos mundos con ganas de llorar. Extraño el misterio vasto del río como mar, en mi querido Sena los suicidas pierden en pocas horas su intimidad con la muerte y flotan hinchados delante de pintores aficionados bajo le Pont des Arts, se enganchan ridículos en barcazas de paseo cargadas de turistas. Aquí cualquier naufragio es esplendoroso y la intimidad del suicidio puede prolongarse durante semanas, es un río que respeta voluntades y a los cadáveres con la marca del crimen grabada en la frente los vomita en las playas para espanto de gente desinformada e inquietud de verdugos, el gigante marrón respeta a los puros que dieron su vida para el otro milagro de los peces, donde fuera que estuviera extrañaba este río travestido de mar. A pesar de las arquitecturas perversas de París, sus callejuelas con misterio y el mundo secreto de las alcantarillas cada día añoré este paisaje nocturno impregnado de agua de agonía… barcas terminales que no merecen existir, hombres alucinados que escuchan melancólicas canciones extranjeras. Cuando escribía con la muerte histérica mirándome las manos, me desprendía de una realidad carente de interés y forzaba apenas la imaginación, nada más hacía que activar la memoria hurgando en el pasado. Allá y aquí siempre me sentí un injerto mal suturado, grotesca sumatoria de partes desiguales como la burda criatura de cierta novela de terror con suceso. Alimentaba la secreta esperanza de que mi monstruosidad se asemejara a la poesía, escribí la virtud de torturar al hermano pero juro que nunca pretendí… ¿A cuánto estará el franco francés en el mercado negro? Creo que todavía tengo en los bolsillos algunos billetes… podríamos salir de putas, ir a buscarlas caminando los mismos adoquines que frecuenté hace más de un siglo destruyendo mi breve infancia. ¿Qué hora es? ¿Has visto cómo pasa el tiempo? Y todos los niños que se han acercado a pedirnos monedas, algo para masticar o cariño… mes petits éléves… ellos conocen a los cinco años el secreto de mis cantos mejor que los especialistas, para esos pequeños con mal de aurora las liendres voraces son algo más concreto que un símbolo y tema sorteado de disertación. Mis historias son apenas cuentos de nodrizas montevideanas, quienes quieren todavía ocupar los años de la vida para entender mis cantos tienen un sólo camino empedrado de brasas: llegar a como de lugar a La Coquette una noche ventosa y dejarse envolver por la orgía incesante de palabras e imágenes. Que una cárcel se llame Libertad es una paradoja digna de presidir un curso de gramática, como lo es que el río amarronado se llame de la Plata y no obstante sea bello como el supremo instante en que se superponen el olor a excrementos y los gritos del prisionero estaqueado cuando le aplican electricidad en los testículos… sabrás perdonar… hay comparaciones que todavía me tientan a ciertas horas de cefalea. En aquellas noches de desesperación la lengua de mis padres fue el instrumento idóneo para decirlo todo, los versos escritos de madrugada, la humillación de la miseria y pequeñas empresas artesanales me ayudaban a poblar de monstruos los recuerdos. Todo empezó en estas mismas costas… más que apocalíptico de langostas ridículas fui premonitor y eso se paga caro. Extraño las navajas afiladas que tanto llenaron mis imágenes, la crónica roja de pasquines amarillos, los procesos jurídicos por crímenes horribles y la historia del arte; me reconforta volver a los fundamentos de mi imaginación, sentir y presentir el contacto directo con los solitarios inspiradores, muertos, pederastas, prostitutas, el creador impostor, Maldoror lui même, seres condenados al desamor remontando el cauce de corrientes eléctricas y vivir de cara a la máscara mortuoria; los indefendibles seres solitarios, protagonistas de actos irrepetibles en los que no existe posibilidad de salvarse. Al caminar por Montevideo me sorprende la nostalgia de amor y la verdad es diáfana, soy un fantasma hecho de palabras como es fantasma de espectros expatriados la ciudad, derrumbando y construyendo, poniendo asfalto hasta esconder los rieles, supermercados sobre antiguos cementerios, casas de cambio en viejos conservatorios, prostíbulos en escuelas primarias: sé que estoy condenado a transfigurarme en todo, importa poco en qué. Ahora tengo la leve tentación de matarte, ultrajar de alguna manera tus despojos y tirar trozos de tu carne a los gatos sarnosos que miran asustados desde los rincones. No temas, estoy cansado y viejo, esta visión me remueve el pasado… otro siglo más… tu esfuerzo de llegar hasta aquí habiéndome soportado merece que te cuente lo que sucederá. Escucha con atención: ellos irrumpirán desde el aire en aviones, no en barcos fantasmas sin velas ni timón como yo; intenta pensar en niños cuya infancia pasó en Montevideo, siendo seducidos a los catorce años en lenguas extrañas y ya tienes un poeta maldecido. Maldorores del mundo escribid de noche, aguzad el ingenio hasta el rechazo de la vida que arrastráis… castrados de nostalgia y amor obligaros a cantar desde el desgarramiento sobre las nuevas formas que tiene el mal entre los hombres. El puerto está intacto, durante el transcurrir del siglo pasado aquí vivió el poeta desgarrado por alimañas internas, ahora padece oculto entre Suecia y Caracas, alcoholizado hasta el delirio en un desierto australiano desafiando la muerte, en México D.F. y se escamotea hundido en pensiones colectivas del barrio chino de Barcelona. Chicos de pocos años que sin ser hijos de funcionarios extranjeros, escarban diccionarios bilingües, entresacando despojos del habla popular, saqueando la sintaxis más negadas de la sociedad, reflotando vicios poco frecuentados en esas lejanas literaturas. Serán ahora otras las imágenes resultantes, palabras, bestiarios y lenguas profanadas, idénticas serán la infancia vivida entre estas casas. Ya partieron y están en ruta, morochitos insignificantes entre los demás colegiales, silenciosos, postergados a los últimos bancos en las aulas, buscando a ciegas las palabras traduciendo lo que vieron los ojos inocentes en su ciudad natal, ensañándose contra ellos mismos, excomulgando dioses falsos y nombres nórdicos, mediterráneos o tropicales. Esta ciudad los engendra y acuna durante los primeros años haciéndoles ver el horror del más allá en vida. Les infiltra en sus sueños infantiles visiones de espanto que los despiertan con el cuerpo sudado y ganas de escribir. Somos así entre nosotros, enviamos hacia el mundo bombas humanas de tiempo llenas de poesía, huevos de bestias fantásticas que anidarán por años en gramáticas y escrituras desconocidas profanando sagas heroicas hasta desparramar miserias en estanterías de bibliotecas fuera de sospecha. Mi francés se desangra mordido por hienas sajonas, en el siglo pasado redactarlo era ser escriba de Babel. Me descifraron, me tradujeron y haciendo eso me mataron; por ello desde la nada reconstruiremos la torre y recitaremos los cantos en todos los idiomas conocidos. ¿Cuánto demorarán en percatarse de que hay orientales desmoronados tramando estrofas en lengua sueca? Será demasiado tarde. Mi grito desgarrado de soledad y ayuda se perdió en la niebla del tiempo como se evaporó en la historia el Imperio Austro-Húngaro, esperemos que mis jóvenes discípulos dispersos por el mundo tengan mayor fortuna y logren vivir hasta finalizar la obra, errarán mucho tiempo por provincias extranjeras hostiles, regresarán como lo hice yo esta última vez vagando entre palabras. Mientras tanto, dejemos que la escritura sirva para incomunicarnos, dos piedras sin serlo ya son una muralla, dos palabras opuestas forman un idioma, la patria es esto que sucede: hablar la propia lengua bajo el cielo celoso de la Cruz del Sur. Hablar, el supremo placer de hablar así al borde de aguas malolientes y ahora sé: era lo único que tenía para decir antes de anegarme en la arena sucia del olvido.

Como viejos inseguros y temerosos de su destino final que olvidan valijas de cartón en andenes de madera, así el anciano se me perdió de vista en la primera bocacalle del fondo de donde provenía esa música de acordeón a piano desafinado, una melodía reconocible. Miré el reloj de bolsillo, tenía diez minutos para llegar al cine, tiempo más que suficiente, en la Montevideo de Maldoror los destinos siempre están cerca y casi al alcance de la mano.