Hace cuatro años también en un mes de noviembre estaba pasando una temporada en la ciudad de Saint-Nazaire. Lo recuerdo por la noche otoñal que marcó la llegada del beaujolais nouveau, festejada con brindis populares de vino y un recorte de la prensa local con mi fotografía que conservo entre los papeles. Estaba allí de paso por ser el segundo escritor uruguayo –luego de Miguel Ángel Campodónico- invitado por la Maison del Écrivains Étrangers et des Traducteurs de la ciudad; experiencia estimulante que luego vivieron, entre los nuestros, Julio Ricci, Marosa di Giorgio y Ricardo Prieto. Podría suponerse que quienes en Uruguay se interesan por los entretelones literarios, conocen al menos por arriba la existencia y funcionamiento de la MEET Saint-Nazaire: un escritor extranjero es invitado a la casa luego de una selección de candidaturas cosmopolitas; el designado vive entre cuatro y nueve semanas en un departamento equipado del edificio Building, desde donde se domina un panorama de puentes, barcos de variado calado, barrios con pasado marinero y el río Loira. Al partir, el autor deja un texto original como testimonio escrito del cruce por el escenario, una pista de signos que se confunde con huellas alfabéticas de escritores suecos, chinos, argentinos…
Como el protagonista –a veces narrador- de mi relato yo llegué a Saint-Nazaire en un TGV que partió de la Estación Montparnasse de París a eso de las seis de la tarde. En la estación me esperaba Christian Bouthemy (“Vivre est sauvegarde de l’inessentiel, cette ultime répétition d’avant le silencie”) que por entonces era responsable del proyecto y esa noche cenamos –hasta pasada medianoche- con Nicasio Pereda San Martín, cónsul honorario de nosotros los uruguayos en la región y que sólo conocía de oídas. En ese rincón del estuario del río Loira pasé dos meses singulares de mi existencia, descubrí paisajes alucinantes industriales asomando en la historia que viene, escuché hombres y mujeres con vidas novelescas de todos los géneros, caminé la ciudad en todos los sentidos.
La ausencia de obligaciones, el corte abrupto de rutinas cotidianas anteriores trastocaban gestos simples de la vida, como ir al supermercado –de preferencia al comienzo de la tarde- a comprar comida enlatada, botellas irlandesas y desodorante, tomar unas pocas notas aleatorias a deshoras, mirar partidos de fútbol italiano en la televisión y deambular de madrugada inventando bares donde sirvieran cerveza hasta tarde. En esa resonancia de final de río y génesis de transatlánticos, tercer reino onírico y vigilia vivía la sensación de evolucionar fuera de la Máquina de Viajar en el Tiempo, no obstante pasar cada día –regresando al departamento del décimo piso del Building- por la llamada Plaza de los Cuatro Relojes que tanto me intrigó. Con incertidumbre poética dadas las circunstancias, reescribí varias veces el relato pactado con la MEET, que luego se tradujo con el título original de Le centre de carène siendo el grado cero de la idea elegida.
La hospitalidad de Alberto Oreggioni hace posible que la crónica de esa experiencia de ficción llegue ahora al abrigo de la bahía de Montevideo. Entre un episodio editorial y otro es cierto que pasaron algunos años, ya es menos importante si muchos o pocos; quizá ese es otro de los viajes que pretendí contar en Las horas en la bruma: el de una escritura polizonte desde la noche enmascarada de Saint-Nazaire hasta la perpendicular escollera Sarandí. Mientras duró el largo itinerario la carga argumental sufrió modificaciones y la tripulación reclutada de apuro superó avatares imprevisibles; tal vez recién ahora esa historia de navegaciones a la deriva por el ponto espacio temporal reconozca su puerto final, descubra su misión secreta.
JCMV
París, noviembre de 1994.