El comentario lo dejé para el final de la novela subida a la red dispuesta en tres tiempos y quise repetir el procedimiento original sucedido con la tarea sobre el texto. Creo recordar buscando la frase inaugural, que se acercaban -es el precio de la docencia y sus lindes poéticos- por aquellos años, algunas cuestiones sobre la figura del autor en coloquios y concursos universitarios. La muerte del autor (viejo para un rif y joven para un réquiem), su agonía programada ante la escritura industrial de las series, los tratamiento de convalecencia del actual circuito confuso; todos los juegos malabares sabidos de la teoría volvían a la discusión, las nuevas sirenas eran Judith Butler y David Reimer, tiempos donde la vida universitaria imita la versión Philip Roth en “La mancha humana”. Otra vez sentí el presentimiento de construir una ficción partiendo de un nudo teórico y lúdico, plantear un nuevo problema hasta resolverlo de manera narrativa; muchos de mis libros son resultados de esa inversión transgénero de la labor crítica y pensar como un salmón yendo contracorriente.
Durante años con la retórica clásica de las fuentes, aportes del cronotopo y otras estrategias estudié autores del programa y armé los míos para cursos y seminarios; luego venía el cultivo de afinidades personales, lecturas de historias sin relación directa al mundo del hispanismo; me interesó al caso Siena / Lisboa de los títulos de Tabucchi paseando con el espectro de alguno de los dobles Pessoa. Luego trato de hallar fallas, carencias y atajos de la tarea teórica con sus interrogantes insolubles; esa escritura especulativa como en el caso de Roland Barthes, puede ser más estimulante que la medianía de novelas circulando en los mercados y expuestas como turrones insípidos en navidad. En lugar de replicar con una antítesis teórica de la controversia tenté la síntesis directa con el instrumental de la ficción, creando un corpus que acaso pudiera responder a la duda primera. A ello se sumaba otra orden de regla literaria: en cada libro debe haber al menos un detalle de originalidad, algo -me satisfago con una esquirla- nunca advertido en perímetro limitado y aunque deba forzar el proyecto.
En cuanto el autor crea, designa o emplea un narrador el trabajo físico -abrir el cuaderno, elegir el boli, encender la compu- sufre distorsión; quien inventa avances, secuencias personajes y desenlaces del relato es ese otro durante la vida breve que lleva la escritura. Dulce alienación no por ello carente de significado amenazante; el aprendiz de brujo, HAL 9000 y el Golem pueden ser guía insurreccional de la criatura. En algunos textos desde el comienzo es el narrador quien toma el timón de la nave, recién al final del viaje -pasó aquí- recuperaba el mando y mi conciencia aturdida siendo tarde para cambiar el destino. Puede ser sencillo en una conversación y en la práctica al escribir la novela; si ello se le explica al lector Alfa, el procedimiento pasa por ser movida cerebral con mala prensa y amortiguando emoción legítima a la historia narrada. ¿Qué hacer pues? Decidí y le dije a Oscar Brando que era el editor que en la portada habría el titulo sin nombre de autor, el texto avanzaría navegando en solitario hasta el final y se sabría de mi responsabilidad por datos laterales, como la gráfica en el lomo del libro. Me pareció buena idea, fue recibida como error de diseño gráfico, olvido de imprenta y descuido inexcusable de los responsables; como con esos sellos del avión bimotor dado vuelta de la postal de Alaska o un rey de Siam con la mirada de Ben Turpin, quizá en las próximas décadas la edición de 2008 tenga buen precio de reventa.
Así fuimos del autor al narrador, luego había que pasar del narrador al personaje transitando escollos mientras siente que debe pasar al acto. El gesto cursor de todo proyecto -pasar al acto- puede ser el adulterio, la fuga quemando las naves, el cambio de ciudad, país y lengua, la mudanza al planeta de drogas y pornografía, el suicido o el asesinato en las variantes más reincidentes Dexter y Hannibal Lecter (Lituania 1933). La historia de la literatura narrativa es indagación de esa ruptura. En “Pasión y olvido de Anastassia Lizavetta” de 2004 me pregunté qué motiva a una mujer casada a detener la serie de víctimas femeninas para ser ella quien toma la cuchilla en la mano. En la novela sin autor exploré la energía invisible que impulsa a un médico sin antecedentes literarios a escribir una historia. “El viaje a Escritura” es la terapia de dicha evolución, Jorge Fontenla escribirá recién cuando termine el libro y el lector asiste al movimiento que partiendo de la epifanía -identificada en la novela donde lo otro fantástico deviene el otro del Viaje de invierno- despliega dos temporalidades: lo ocurrido antes de y lo sucedido después de. El personaje piensa en escribir, ronda la espiral alrededor, recuerda con otra intencionalidad que recordar: prepara un plan minucioso para zafar de la pesadilla diurna, trata de ajustar sucesos sobre los calendarios tramando pasiones, acordando imponderables sociológicos del exilio, familia y otros propios del misterio. El lector consulta un encefalograma taquigrafiado de las vacaciones diferentes del personaje en Puerto de Corrubedo y que se llama como mi amigo de la infancia, al que le asigné una existencia que seguro nunca tuvo exceptuando su diploma de médico.
A medida que escribía, asumí que retomaba la idea embrionaria de uno de mis primeros cuentos titulado “Los pasaportes mudos” sobre la infancia y el exilio contemplado en los vecinos gallegos; con el paso del tiempo, hallé otra filiación secreta en historias uruguayas discretas que quiero mucho, dicen sin estridencias y evocando una historia personal restituyen el espejo íntimo del país y pienso en “Los fuegos de San Telmo” de José Pedro Diaz. La novela lanzada se desdobla entre infancia y edad adulta, dos postales de Montevideo y una Galicia imaginada, hecha de una visita a esas tierras, la lectura de Gonzalo Torrente Ballester (con insistencia de El Ferrol en la historia moderna española, donde nacieron el autor de “Compostela y su ángel” y el pasajero del Dragón Rapide). La novela acepta dialogar con muertos y aparecidos, recuerdos y trazas del pasado preservadas en una caja de zapatos. ¿Pudimos tener alguna otra vida de la asumida? ¿Los senderos se bifurcan sólo en los jardines o la memoria oculta laberintos donde nos extraviamos hasta oler el minotauro de la muerte? La vida es más compleja que la historia según el Tele Diario, la novela puede dar otra sensibilidad que recortes de presa y testimonios interesados. Nadie conoce en el presente cuál de los relatos expuestos en las vidrieras irrespetuosas de los cambalaches se salvará del horno del olvido.
Nota. Cuando se nace en Montevideo a los nueve años es innegable que, desde la playa Malvín y en el mes de febrero, el islote de las gaviotas recuerda a Ávalon y a If, a Barataria e Ítaca y Mompracem… Mompracem!!!