Signo pez en una tela de J. Torres-García

Fue por el año 1985 que me instalé por primera vez en Barcelona; se cerraba una etapa del país conmigo adentro y comenzaba algo que forzosamente sería diferente. Había ganado un premio literario que sentí como regalo de los dioses, acompañando lo acuciante de algún semestre sabático mirando los restos del naufragio. Las razones de Barcelona relevan del misterio, puede que el puerto… el antojo de probar el arroz negro de Casa Leopoldo -baluarte gastronómico de Pepe Carvalho- en el Carrer de Sant Rafael. Por los amigos debió de ser Madrid y por los ancestros paternos el país vasco; mirando por el espejo retrovisor, había razones editoriales: la semiótica de la escuela de Barcelona vehiculada por editorial GG y la cálida recepción de Miguel de Moragas Spa en la Autónoma de Bellaterra. Los personajes ficticios de “Los mares del Sur”, “Los pájaros de Bangkok” y “La verdad sobre el caso Savolta”. En los primeros meses estando allá se editaron en Barcelona dos obras mayores, “El pianista” y “La ciudad de los prodigios” que para mí era Montevideo. Ello confirmó mi corazonada y entusiasmo sobre la elección de meses atrás, sin imaginar que terminaría conociendo a Eduardo Mendoza y Manuel Vázquez Montalván.

Tragedia y Comedia eran pues las facetas de todo alejamiento y el descubrimiento de otra manera de estar en el gran teatro del mundo. Fue una expedición que orientó un cambio de las placas tectónicas e hizo aflorar la angustia de las vidas breves. La trama constructiva para juntar esos fragmentos de vivencia a la intemperie, lo hallé en el estudio de la obra teórica de Joaquín Torres-García y tuve la fortuna de estar una tardecita en el patio de los naranjos de la Generalitat, cerca de los frescos del maestro sobre la Cataluña Eterna. Había también en ello la ironía pensando no sólo en la tarea universitaria sino en la ficción; no había producción profusa detrás, el lastro narrativo era penosamente liviano y el ecosistema universitario recuperado me hacía feliz. Bien pude haber decidido abandonar las ficciones; de hecho lo hice por una temporada, como si supiera que la hora venía atrasada en los relojes blandos.

Hasta que alguna mañana bien temprano, cuando comienza el movimiento de la ciudad mirada desde la terraza del café Zúrich, integré que estaba hasta el cogote en el tríptico Stephan Dedalus: silencio, exilio y astucia. El silencio, porque sólo tenía conversación con gente nueva sin pasado común y los diálogos minimalistas ocurrían en museos o cafeterías de las bibliotecas. El exilio -con la fortuna de ser voluntario- queriendo saber cómo era eso de vivir en una ciudad otra sin conocer a nadie, con medios limitados de financiación y una vida en suspenso, que me aguardaba en el sur porque había comprado un pasaje con vuelta. La astucia en fin, para solucionar problemas del cotidiano, llenar las horas, descubrir rincones del barrio gótico con empatía, intentar transcribir experiencias sensoriales y emotivas en relatos. Aprovechar que estaba en una ciudad literaria y trabajaba cerca de la Librería Tartessos, donde asistí a lecturas del poeta Jaime Gil de Biedma. Era el barrio de Alberto Rosell y de Onofre Bouvila y el cuento sobre el PEZ de J. T-G pasea mis personajes por esos callejones en plan maqueta. Después cierto deslumbramiento que fui asumiendo, negociar con la idea lacerante de que debía haber viajado diez años antes y el susto de que nunca pude haber vivido a pocas cuadras de la Sagrada Familia, responder a la pregunta ¿qué hago con esto? Había la experiencia de lo extraño y la simultaneidad, al dolor colectivo del sur correspondía la felicidad recuperada del norte después del destape. La riesgosa prueba de confrontar la propia amnesia con otras memorias que saben poca cosa del virreinato del Rio de la Plata. De a poco se asiste al olvido contrariado y la muerte operando contra las energías regenerativas; estaba rondando la experiencia artística, una suerte de mandato con el imperativo de aunar lo vivido y lo que adviene, oponer a la oscuridad persistente un Ideal solar a la manera que busco Torres-García en sus telas. Así fue el relato entre esos orientales narrando frustraciones calladas, el alejamiento del Uruguay por motivos que son diferentes en cada caso como las huellas digitales y forzar -a como dé lugar- la realidad pegajosa con la testarudez de la literatura: la idea mágica en toda sociedad de que un solo signo puede contar la historia con mosaicos. Siempre y cuando estemos dispuestos a leer el pasado como una gramática visual y queramos conocer los capítulos previos de nuestra novela colectiva.