Lo decorativo y despiadado en la voz de Ireneo Funes

La obra de Jorge Luis Borges es una de las más generosas para el despliegue ilimitado de epistemes delirantes, egos críticos, bibliografías interminables, ediciones anotadas y programaciones universitarias. Con premisas aceptadas de un empaque serio e insinuando cierta ironía y sentido del humor, una malicia criolla ausente en los versos del Beowulf. Nos propone una multiplicación espejada de lo inesperado, donde la literatura afirma la condición humana, compitiendo en prodigios con el mundo y sus laberintos atigrados. Entona una poesía de lo concreto que huele a pulpería, una práctica ensayista de lo raro en el ámbito hispánico -tan refractario a los heterodoxos de otros credos-, la recuperación de aspectos crueles de la gauchesca, que puede llegar al degüello y otros vicios menospreciados por pruritos postmodernos. Absorbe las sirenas del lenguaje allí donde chisporrotea la poesía, desde el lunfardo en los carros tirados por caballos hasta el relato ferruginoso de mitologías escandinavas. La biografía de Borges intenta argumentar y refuta a la vez las equivalencias obra autor. Nos queda entre las manos el milagro secretos de cuentos circulando entre Bagdad, Toledo, las esquinas de Palermo y esos lugares comunes de hijo modelo ciego, hombre con gato, breve circuito con bastón en la trama céntrica porteña. Se agregan tigres dibujados en la infancia durante el aprendizaje del inglés, genealogías de montonera en retratos de la familia, alguna falla sajona en las fidelidades; sin embargo, esas esferas circulando nunca terminan de explicar el asombro conversacional de su escritura. Que tampoco abruma desanimando a jóvenes lectores con lo inalcanzable, lo ejemplar despectivo o el mandato ofensivo de lectura obligatoria. Al contrario, suscita el amor por las letras -de la noviecita adolescente hasta la pasión que embarra la vida, como en los tangos de Discépolo- y el fervor de Buenos Aires la dos veces fundada. Enseña a deletrear historias secretas de la eternidad y de la infamia, da a entender que la creación está al alcance de la mano, puede quemar las pupilas y anuncia la sospecha de que la realidad invasora sea apenas una maraña de ficciones.

Cuando lo leí en la adolescencia durante la educación literaria, lo hice con insistencia y admiración compartida. Borges nunca exige una lealtad absoluta exclusiva, pero yo compraba cuanto libro podía de Emecé; desde el Séptimo Circulo, también estimulaba la compañía de otros textos que pueden ser de Dante, Quevedo, el inventor del Padre Brown o novelas con títulos inolvidables como “El caso de las trompetas celestiales”. Invita a frecuentar otras bibliotecas circulares contenidas en la de Babel y harían falta tres vidas de lector para seguirle el tranco. Ahora que lo leo teniendo los años que nunca pensaba alcanzar cuando entonces, creo haber descifrado algunos trucos inocentes del oficio. Quedo sin respuesta -sin que tampoco importe- ante la fluidez del decir popular entre las seis cuerdas y admito que en la literatura -como en otras creaciones artísticas- se agazapan zonas de misterio y que es bueno que sea así. Esa ventaja de lector precoz, me ayudó en la redacción de varias contribuciones universitarias; permitiéndome vivir tiempos felices de investigación, como sucede en este trabajo sobre Ireneo Funes. Al decidirme por este relato, había de antes un aura natural y mutante, cierto perfume del fantástico paradigmático, oscilando entre al milagro con semidioses burlones y secuelas de accidentes domésticos. Irineo, además tenía esa condición de los jóvenes nacidos, criados o de paso por la Banda Oriental. Tercer reino entre la América Austral de cartografías italianas y el Uruguay con constitución y presidente; destinos como el de Richard Lamb e Ismael Velarde, sin olvidar la mirada interesada de viajeros europeos afectados por fiebres rioplatenses. Esa coincidencia geografía y siendo punto de partidam era insuficiente para un planteo metódico; tal vez es cierto que nacer uruguayo comporta alguna traza de fantástico involuntario, pero no tanto como para ser creído. Hoy día, proponerse trabajar sobre Borges supone admitir una bibliografía que inhibe desde el orden alfabético. Nadie está al abrigo que una iluminación interpretativa no haya sido resuelta antes por una tesina en la universidad de Uppsala. Me aconsejé buscar el nombre que tiene lo fantástico en otros ámbitos, y así el horizonte se poblaba de naves fantasmagóricas. Mitología, ciencia ficción, teorías del complot, religión, antropología comparada, física cuántica, realismo mágico, milagros o simpatía por el demonio, modelos del orden del universo, interpretación del universo, delirium tremes del alcohol, super héroes, algo a considerar entre Harry Potter y el espectro del padre de Hamlet. Hasta se diría que eso que no tanto se intenta distinguir de lo real, forma parte indisoluble de la condición humana. Entonces busqué en el pasado, traté de recordar en mi vida donde se hallaba ese hiato entre el orden natural y la ruptura de lo inexplicable. Lo hallé en la infancia, en un cine de barrio y en un mago aficionado; la magia de conejos entre pañuelos de colores, era la noción aglutinante y un relato. Aquello que se muestra y asombro receptivo, el imperativo de creer, intuición de que existe un plan secreto y requiere un viaje de iniciación. Después recordé -buscando las referencias pertinente- que para Borges lo mágico era algo que podía ser aceptado. El trabajo sobre la voz de Irineo Funes, fue el intento de ensamblar esas piezas, dar una versión oriental del número increíble del hombre transportado, el tullido que pasa del arrabal terroso fraybentino con madre planchadora, al pantano implacable de la memoria infinita del universo.