Muerte del malevo uruguayo

El relato en cuestión forma parte del libro “El misterio Horacio Q” que -fue dicho en alguna otra parte del Cabaret- se organizó en la superposición de dos principio: recuperar pocas escenas fundadoras de la biografía de Horacio Quiroga (“Lafoucheaux” es el ejemplo más claro) y luego tentar poner en práctica los diez principios narrativos que Quiroga propuso en el “Decálogo del perfecto cuentista”, publicado en la revista Babel de Buenos Aires en julio de 1927. El procedimiento, como toda alquimia literaria que se precie alcanza a veces los objetivos, en otros el resultado es menos estimulante; “Muerte del malevo uruguayo” es resultado de una negociación honesta y conveniente para ambas partes. Un lector advertido, puede reconocer que allí se evocan algunos estilemas en cicatriz imborrable del maestro: el hombre yendo a su destino con los ojos abiertos, ignorando fuerzas y correntadas que lo arrastran. Acepta la cercanía empática con otros personajes que intervienen (alguno pudo ser conocido o pariente del autor), proximidad de afecto y prudencia con ese grupo de desterrados de la historia europea, lanzados a buscar fortuna en el Rio de la plata y que suele ser uno de los recurridos sinónimos de la muerte. 

Sin las circunstancias de producción de la prensa periódica de los años Quiroga y la ayuda de otras poéticas posteriores, el contrato de signos y la brevedad es contrariada aquí; supongo que se pueden incorporar algunos ripios al cuento, para que los muros del rancho narrativo sean más sólidos. Desde aquel 1927, debe aceptarse que la novela se impuso de manera totalitaria en la producción, edición y valoración critica. Los protocolos del cuento fueron recuperados por la industria cultural de los medios masivos; recuerdo como ejemplo personal las primeras series, en especial los capítulos de media hora de televisión, un imaginario anunciando la apoteosis del género policial, donde Darren Mc Gavin era Mike Hammer, Lee Marvin Franck Ballinger de Chicago y John Cassavettes el pianista Johnny Staccato. De ahí el relato ensayado en esta oportunidad con más escritura y desbordando la convención cuento, algo de media distancia o narrativa zona, la noción trabajada por Saer: ¿dónde finaliza el terreno cuento y comienza la zona novela?

Como nunca fui a Misiones, creo que El tigre -en cuanto a ríos y Delta infinito- deja de ser la ciudad babilónica porteña sin ser aún la jungla, donde se avanza con machete; marcando de paso la vía de navegación llevando al infierno de los naranjales, culebras venenosas, yerbatales de esclavistas y apicultores. Para un personaje retraído como Bocage (el narrador trata de seguirle la pista viendo el desastre al cual se encamina el Oriental, teniendo prohibido enviarle señal alguna) salir de la delincuencia municipal montevideana y penetrar los laberintos isleños es ir a buscar la cabeza mitológica, sin que ninguna Ariadna le pase el hilo para salir a la superficie. Durante los primes años de mi infancia mi padre trabajaba en un frigorífico inglés, en la parte contable, pero eso era lo de menos; de vez en cuando traía a casa latas de corned – beef, una bola de lomo congelada, invitaciones para subir a los barcos británicos donde regalaban ceniceros y vendían cortes de casimires. Trajo hasta un cuero curtido de torito Hereford llamando a la aventura, donde yo me tiraba a leer “Cuentos de la selva” sobre los rulos esos, entre cuello y espalda del astado tan parecidos a los del Minotauro.