Buenos Aires como ciudad doliente

Este trabajo tiene unos cuantos años y fue preparado para una mesa redonda -en el ámbito universitario- sobre la literatura fantástica rioplatense. Creo que no hay traza de publicación alguna, circuló en ese tramado mutante de oralidad, desaparición de revistas con soporte papel y la subida de las contribuciones en línea en sitios inubicables. Afinando los criterios, creo recordar que el autor para los concursos del Capes y la Agregation español sección americana era Julio Cortázar. Dicté ese curso estando todavía en la universidad de Grenoble, contaba para ello con una buena base previa de lectura, que soporta buena parte de mi tradición doméstica, bibliotecas portátiles y filiación asumida de algunos relatos que luego fui escribiendo. Hasta podría decir que esa vertiente de ficciones me acompañó en diversas etapas de la educación literaria, a veces obturando otras experiencias que quedaron por el camino.

Horacio Quiroga inició las apuestas; partiendo de animales parlantes proponía una quebrada de oficio abierta a machete y el remake -un torrente vegetal bombeado desde el corazón de las provincias con mosquitos- de temas vectores del siglo XIX, como si se tratara de un avatar criollo de Edgar Allan Poe. Lo interesante con Quiroga, era que parecía extender lo fantástico a la novela vitalista del escritor y proponía, en su mentado “Decálogo del perfecto cuentista” los rudimentos del oficio exponiendo el taller de la escritura. Ese paso al costado, su manera de señalar la distancia en alguien donde vida y escritura resultan indisociables -pueden recordarse extenuantes marchas por París y las Misiones- fue una lección en cuanto a vidas paralelas y el esfuerzo lúcido por diferenciarlas. Con Felisberto Hernández la empatía fue más desconfiada: reconocía esos paisajes urbanos evocados en sus evocaciones porque eran los de mi ciudad. Los personajes -deambulando entre miseria, habitaciones sin ventana y desquicio avanzado- se parecían a familiares lejanos, vecinos de la manzana en la Curva de Maroñas: mi tía abuela Nieves Varacchi intentó en vano enseñarme el pianoforte, pero me acercó complot de profesoras de solfeo de barrios con tranvía. Ella dirigía el conservatorio Santa Cecilia y supongo que conoció a Clemente Colling, tenía dos alumnas virginales que venían de El Sauce, cantó en el Sodre Lucía de Lammermoor, se fugó a Buenos Aires con un novio carrerista y me anunció que de viejo me gustaría la música de Wagner. Felisberto formaba parte del programa del examen de ingreso al instituto de profesores Artigas, así que estaba fusionado a experiencias de pasaje de ser alumno de Alicia Conforte, a profesor en el mismo Liceo 14 donde conocí la cólera de Aquiles.

Luego llegaron como lo más natural las lecturas de Borges y Cortázar. Del primero me cooptó la erudición lidiando la expansión del mundo en ambas coordenadas, la versada resignación enfrentado a la ceguera y lo infinito de la biblioteca mundial, las caminatas por suburbios porteños; el peaje también entre poesía popular y sistemas filosóficos considerados como obras de ficción. En algún planeta hipotético, el obispo empirista George Berkeley tomaba mate con don Nicanor Paredes que fuma fuma y fuma sentado en el boliche. Claro que a los veinte años uno entre en ese fervor con ritos de iniciación; recuerdo haber comprado la primera edición de “Ficciones” (1944) y asistido a una conferencia en un teatro montevideano, haber viajado a Buenos Aires para asistir al congreso donde escuché a Roberto Paoli. El ciclo se cerró cuando fui a trabajar a Grenoble y compartí despacho con el querido Michel Lafon, que era sentir la presencia fantasmal de Borges en las horas puente. La aproximación con Cortázar se produjo más que por el fantástico practico, por la gira mágica y misteriosa de sus dos famosos Almanaques a los parajes con sirenas. El traductor de Poe al castellano hacia coexistir tango y box, el jazz con personajes delirantes, asesinos seriales con la historia del cine. Hallé en Cortázar la continuidad de Quiroga en cuanto a la reflexión sobre el cuento, lo fantástico en versión moderna e insertado en la realidad, así como algunos trucos para que la magia continúe.  Con esos nenes bien leídos, me sentía en condición de dictar el seminario para los concursos; quise igual buscar alguna variante, un ángulo de ataque agrupando los autores admirados y otros más, entonces me decidí por la ciudad de Buenos Aires.

En el trabajo sobre la ciudad doliente y misteriosa, avanzo razones por ese interés vinculados a la historia, la literatura y los tangos; las había uniformadas por la historia con fechas patrióticas y allí por Florida y Lavalle mis padres fueron felices siendo jóvenes; había los tangos sublimando el barrio de Boedo tan decarísimo y la avenida Corrientes la insomne, la tía Susana y el tío Armando que se fueron a vivir entre diagonales a La Plata, la configuración del imaginario infantil tan de varieté, comenzado cuando padre escuchaba los domingos “La revista dislocada” y madre me llevaba al Teatro 18 de Julio a ver sainetes del uruguayo Paquito Busto. Después el primer cruce en el vapor de la Carrera, en misión de trabajo con anticuarios de San Telmo; como cantaba Rivero en “pucherito de gallina”: con veinte abriles me vine para el centro… y entre otras cosas me daba por leer. En Buenos Aires viví una grata época de ediciones gracias al apoyo y la amistad de Alberto Díaz; cada vez que vuelvo a Montevideo salto el charco y paso unos días en Buenos Aires -me hubiera gustado vivir allí una temporada-, almorzamos con Alberto en la parrilla El Mirasol cerca de Buquebus, recuerdo que en la calle Chile vivían Juan María Brausen y Enriqueta Martí… esa es otra novela breve como la vida misma.