Desplazamientos y escrituras en la obra de Joaquín Torres García

Durante los años de Universidad mientras participaba en actividades colectivas de investigación -seminarios, coloquios o congresos- lo más frecuente fue que lo hiciera sobre temas literarios; es de esas intervenciones de las cuales conservé información detallada más precisa. Se advertía a partir de los años noventa un cambio sostenido de orientación en las cátedras y centros de interés, tanto de profesores como de estudiantes. Sumado ello -por razones financieras y de moda creo recordar- a la idea de lo interactivo, multidisciplinario, cruce epistemológico, que también podría llamarse alquimia textual omitiendo la piedra filosofal, carnestolendas sin dios Momo. Situación de la recherche forzando a malabares de organización, que algunas veces eran estimulantes y otras hacían surgir criaturas monstruosas. Se abatían barreras de especialización tanto del corte literatura/civilización, como las regiones geográficas o los tiempos en torciones ortopédicas que podían fusionar la Edad Media con postmodernidad. Pasé sin quererlo por el circuito de ese período de transición; justo para ver las últimas luces del apogeo de la novela latinoamericana y el entusiasmo cotrovertido por la revolución cubana. La España peregrina se plegaba ante la movida y la Leonor machadiana era travestida por las chicas Almodóvar; más a lo lejos se distinguían los estandartes multicolores del género y escuchaban los tambores post coloniales.

Es así que recuerdo haber participado en alguna actividad sobre emigraciones y exilios; era bien cierto que los golpes de Estado en América latina daban materia para todo ello, si bien la baraja crítica ya comenzaba a salir confusa. En esos casos había protocolos poderosos, testimonios tristes que desaniman toda controversia, confusión entre sociología y poética, muchas contribuciones equivalentes ante los cuales, al leer el título de la ponencia se adivinaba la tonalidad de las conclusiones finales, habiendo como una suerte aceptada de redención histórica. En aquella oportunidad traté de hacer un aporte que fuera a la vez pertinente y original, es decir con algo uruguayo que conociera de antes, se adecuase a lo pedido por los organizadores y orientara la focal hacia la abstracción. El caso de Joaquín Torres-García era luminoso y las razones están explicitadas en el ensayo; lo que el auditorio ignoraba, era que estaba sintetizando material utilizado para mi tesis sobre Torrse-García defendida en la Universidad Autónoma de Barcelona.

Desde joven me interesó el personaje y su producción en varios registros; quizá la empatía sería sin secuelas personales si J T-G hubiera limitado su tarea al taller y los pinceles, al trato con discípulos y galeristas. Dejó por el contrario una obra escrita intensa, que primero leí con curiosidad al punto de procurarme la casi totalidad de sus primeras ediciones. Luego, al instalarme en Barcelona elegí ese corpus como tema del Doctorado. Las razones menos intelectuales pueden comprenderse fácil: el itinerario entre España y Uruguay similar en el tiempo al de mi propia familia, dos temporadas descubriendo la Barcelona que guardaba trazas del paso de Torres-García. Los murales magníficos de la Generalitat en el patio de los naranjos, bibliotecas comarcales de ciudades del interior catalán tras sus escritos, las mismas galerías de Arte del novecientos, cafés como “Els quatre Gats” de la calle Montsió y barrios recoletos de la ciudad que trepan por las colinas cercanas. Estando interesado de forma prioritaria por nuestra literatura, quería indagar en diagonal eso del ser uruguayo de otra manera que escribiendo y creo haberlo logrado. Si bien trabajé los papeles teóricos, me obligué para aprender a ver lo otro velado a estudiar estética y cambiar varias horas semanales de biblioteca por obras de Museos, lo que sumaba un universalismo reflexivo en expansión. Una vez dentro del sistema Torres-García fue fascinante observar su sana ambición por salir de la zona de confort. Batallando contra obstáculos sociales de todo tipo, determinado hasta el agotamiento por crear el espíritu de otra escuela/estilo que se midiera probándose con las escuelas pictóricas del siglo XX. Estoy convencido que la mirada torresgarciana sobre la pintura mejoró mis atributos de la lectura; después los acomodos azarosos de la existencia hicieron de lo suyo. Cuando compré en Montevideo la primera edición de “Historia de mi vida” ni pensaba que terminaría viviendo en París; en cuanto a la experiencia de New York es ya tarde en esta vida y prefiero dejarlo para la próxima reencarnación.