La puesta en escena actualizada se remonta a finales del siglo pasado; esto escrito en el 2021, también pudo decirse cuando salió publicado el cuento (1998) y dándole sabor áspero de finales del siglo XIX. Cuando el Uruguay se afianzaba como nación, la vida moderna construía su mitología con leyendas urbanas, bordando en paralelo la destrucción guerrera. Segmento histórico del cruce entre Ciencia y Superstición, mientras el relato policial se incrustaba en la prensa y el interés de los lectores, ávidos de la partida por entregas entre mentes criminales y justicieros infatigables. Se despliegan grandes relatos de la interpretación del mundo, explicando el origen del hombre y la lucha de clases, el complejo de Edipo, la presencia espiritista de los difuntos entre nosotros. Es una época que siempre me fascinó, al punto que estaría dispuesto a creer en las reencarnaciones para justificar dicha insistencia; siendo imposible, lo mejor que pude hacer es enviar uno de mis narradores en expedición a Londres, embarcarlo como polizonte en un barco en travesía oceánica y reservarle habitación interior en un hotel portuario. Lo hice varias veces eso de enviar adelantados a otras épocas, con una condición: nunca viajan en el Tiempo más lejos del horizonte de mis abuelos, que tuve la suerte de conocer siendo los cuatro ríos de la memoria familiar.
En la lectura del relato es claro que se trata de una práctica de ucronía, ruptura en el tiempo pactado socialmente, alteración de un par de coordenadas de hechos referidos y luego un juego por banda de especulaciones; exploración ficticia que fue preparación para otros proyectos y burbuja autosuficiente para cerrar la conjetura inicial: el mismo mismo loco afán de bifurcar el jardín secreto de historias releídas. La literatura contemporánea no escapa a esa doble condición de centro y periferia, habiendo estudiado la literatura -en especial ese tramado entre moderno y contemporáneo-, recuerdo con afecto admirativo los mitos de mutaciones accidentadas desafiando fundamentos del racionalismo. Desde el Dr. Frankenstein, incluyendo la variante Mel Brooks (1974) hasta Drácula en sus varias declinaciones, teniendo por paradigma el avatar Bela Lugosi de 1931; algunas tardes, contornando el conformismo de reescribir sobre ellos, prefiero traerlos a la playa montevideana en una red de pesca clandestina. Sin olvidar que debe tenerse en cuenta, en tales casos, la pertinencia de la intriga policial; por el protocolo citado por Borges, que lo asimilaba a una partida de ajedrez: apertura, desarrollo y finales. En mi situación presente, es tarde para crear un comisario uruguayo o detective privado recurrente, como veíamos en el comienzo de la televisión y las redifusiones de Columbo y su mayéutica Basset hound. Compensando ese fracaso ni siquiera intentado, me interesaron los elementos de la retórica del género y la poética agresiva que se moviliza en el periodo de los clásicos. Por ello de manera intimista me interesé por aspectos puntuales: la gestión del tiempo folletinesco a la manera de “La piedra lunar”, la inventiva polifónica del Mal – el maléfico Fu Manchú, el satánico Dr. No, el Dr. Hannibal Lecter y tantos otros sublimes de mala voluntad- así como su fascinación icónica, el poder de deducción de héroes positivos que practican la Patrística de la bienaventuranza, se identifican con el horror para mejor combatirlo y restituyen el orden legal de las cosas para que, una vez que cerramos el libro o apagamos la tele, podemos dormir tranquilos.
Durante el siglo XIX en el dominio de la lengua inglesa, en menos de cuarenta años, ocurrieron dos episodios que siguen iluminando estantes de las librerías. Edgar Allan Poe crea el personaje de Augusto Dupin (el Adán de los pesquisas) y Londres procrea a Jack el destripador; un misterio con decenas de hipótesis y lista de sospechosos interminable. Al parecer lo último de los laboratorios acusa un peluquero polaco… como yo no podía ir hacia Londres en 1888 a inspeccionar la escena del crimen, hice venir a uno de los sospechosos hasta nosotros. Supe después que era la tesis que proponía Arthur Conan Doyle, lo que no deja de darle al asunto un perfume de tabaco de pipa y cocaína. La huida, en ese caso patológico de bajos fondos de Dickens, no impide escapar a la fatalidad y sabemos que el ciclo recomienza. La trama inglesa que podría faltarle al cuento, traté de compensarla con una decoración portuaria de Montevideo, que era un hervidero de crímenes de otra naturaleza. La historia acerca instrumentos del pasaje al acto en la inminencia del asesinato y la curiosidad de la gramática de cronistas viajeros. En alguno de esos barcos llegaron algunos de mis mayores, así que esa ciudad utópica por desaparecida está incrustada en mis relatos y el horizonte descriptivo creíble. Técnicamente, por aquellos años estaba saliendo del cuento como forma breve, la exigencia novelística me tentaba y resistía; para esa extensión de la media distancia -que sigo utilizando cada tanto- prefiero la denominación de relato, siendo el tono dominante del libro “Siete partidas”. Es atmósfera y referencia, es espectro de narraciones entre la resolución de esgrima con estocada secreta y espesura de comedia humana reflejada en un espejo roto. El cuento asume toda la culpa inherente a la ficción; si es acusado de proponer una verdad ambigua -apoyada en pruebas materiales falsificadas- jamás habría segundo juicio en apelación mientras dejamos hablar al misterio.