Muerte de un discreto

(evocación tardía)

10 de junio de 2020

Las necrologías son ingratas no sólo porque tratan de una pérdida, sino por el chantaje a la emoción inherente al género. Claro, hay pérdidas más lamentables que otras. E incluso algunas nada lamentables. Pero en ese caso uno se abstiene, o sale a festejar con los amigos. Cuando se trata de alguien que deja una obra literaria tras de sí, cuando ese alguien considera que su estatuto de escritor es sospechoso de fatuidad y sólo cuenta su trabajo, cuando el redactor de la necrología estima que esa obra ha sido subestimada, o acaso simplemente ignorada por el frenesí comercial de cierta literatura, hay como una autorización tácita a descubrir el personaje en beneficio de un acercamiento a la obra, una invitación a no respetar esa voluntad de discreción.

“el espejo invade la habitación desierta”

(Le Roi Cophetua)

Todo empezó en 1938, cuando Louis Poirier, profesor de historia y geografía, y luego del rechazo de su primer manuscrito por Gallimard, decide presentarlo a José Corti, un pequeño editor amigo de los surrealistas y en las antípodas del mercantilismo ambiente. La novela – Au château d’Argol – apareció firmada por Julien Gracq (1910-2007), seudónimo elegido por Poirier para separar sus actividades de profesor y de escritor, y porque “las tres sílabas sonaban bien”. Pieyre de Mandiargues evoca la aparición, en 1938, de ese nuevo narrador, y lo describe como “una enorme ave, indudablemente marina, aunque de especie desconocida, que con soberbios aletazos sacudiera el ambiente literario de la época”. Metáfora adecuada a una obra cuyo estilo parecía salido directamente de lejanas y densas brumas románticas y que se apoyaba en una mitología remota y transitada. Es difícil creer en la “sacudida” de la cual habla Mandiargues (además, en ese mismo año se publicó La náusea). Una lectura reciente de esa “versión demoníaca” del Parsifal de Wagner, revela en cada página, en el tratamiento de los tres personajes-tipo y en su atmósfera sobrecargada, lo que el propio Gracq reconociera luego, es decir que se trata de un “libro de adolescente”, por lo que tiene de exclusivamente espontáneo. No importa, pues lo esencial de la obra futura ya está prefigurado en esos mismos excesos, atraviesa mitos y arquetipos, un espeso énfasis de dudoso gusto y los clisés de una simbología decimonónica, para terminar afirmándose no sólo como una visión particular del mundo sino fundamentalmente como una personal forma de narrarlo.

Tampoco habrá la menor huella de realismo cotidiano en sus obras posteriores, ni psicología ni referencias sociales; subsistirán, en cambio, algunos residuos míticos en la elaboración de temas y el compartido horror de los surrealistas por la anécdota, el suntuoso esplendor de una prosa con antecedentes en Chateaubriand y en Proust.

La segunda novela de Julien Gracq – Un beau ténébreux – apareció siete años después, en 1945, y respecto a la anterior se abre a un espacio más libre, mucho menos voluntariamente sofocado por un simbolismo donde cada gesto, actitud o palabra “significan”, remiten a un conjunto ordenado de valores, a la memoria de otras palabras, a otros gestos o actitudes. Libertad relativa, sin embargo. Pues si bien el relato “circula” sin esos semáforos represivos (quizá debido al cambio de escenografía: allá un castillo perdido entre brumas; aquí un hotel de verano en plena temporada), y la historia avanza como la “crónica anunciada” de un doble suicidio, su lectura debe sortear todavía los obstáculos y las referencias prestigiosas. El narrador, por ejemplo, escribe una tesis sobre Rimbaud, hay citas de Hegel – omnipresente en el Château – y el suicidio de Allan y Dolores, personajes de la novela, evocan de manera inequívoca el trágico final de Heinrich von Kleist y de Henriette Vogel (Kleist, de quien Gracq tradujera su Pentesilea).

Era posible suponer, no obstante, que los excesos adolescentes serían controlados, y que las opciones, desde entonces, serían el resultado de la experiencia adquirida por la flamante madurez. De persistir las dudas, un ensayo sobre André Breton, y otros publicados en los años siguientes, se encargaría de disiparlas.

A pesar de todo, si hubiera que juzgar al autor sólo por esas dos novelas, uno estaría tentado de definirlo como un novelista marginal, de un cierto encanto surrealista fuera de moda, como un espíritu lúdico cuya originalidad estaría constituida justamente por ese alejamiento consciente de lo actual, de lo urgente. Pero estos esquemas apresurados serían desmentidos en 1951 con la aparición de Le Rivage des Syrtes. Por supuesto, su autor es reconocible desde las primeras páginas, y el clima, los personajes, la subyacente presencia mítica y la fascinación sensual por el paisaje reaparecen, hacen su habitual entrada en escena. Algo ha cambiado, sin embargo, el campo de visión en el cual están expuestos se ha modificado, ampliándose, y lo “real” – tan difuso en las obras anteriores, tan sometido a la convención rígida del relato, a su concepción “literaria” – se instala no como representación sino como propuesta poética y al mismo tiempo como reflexión histórica. La distancia con las dos novelas anteriores es considerable. El escritor, sin renegar de sus obsesiones, ha encontrado el tema adecuado al esplendor de su estilo.

La historia del Rivage es simple: Aldo, un joven perteneciente a una de las familias patricias de Orsenna, es enviado como Observador al centro de avanzada del ejército en las costas del mar de Syrtes, una vieja fortaleza en un lugar desértico considerado como un purgatorio. Enfrente, en algún lugar al otro lado del mar, se encuentra Farghestan, un estado con el cual Orsenna se mantiene confusa y oficialmente en conflicto. Salvo algún breve viaje de Aldo a la capital, el relato se desarrolla en el puesto de avanzada, a la espera de una señal hostil del enemigo, invisible todo el tiempo.

Como el autor es alguien paciente y que no pretende probar nada, como parecería que en cambio posee una confianza ilimitada en el poder persuasivo de una escritura precisa y minuciosa; como, por otra parte, la organización del relato y también la actitud de los personajes y sus morosas descripciones preparan a un acontecimiento – formulado o sólo presentido -, la narración avanza, o habría que decir se aquieta, en una especie de paréntesis temporal de efecto inmediato en el lector, pues agudiza en éste su percepción de los detalles mínimos e incidentales, como sucede con alguien al acecho, y le impone un ritmo de lectura que es casi una participación, una complicidad. Así cuando Aldo, en la frase final de la novela y ante la inminencia del acontecimiento temido y esperado, reconoce que “ahora sabe para qué estaba colocado el decorado”, el lector descubre que esa duda y esa expectativa han sido también las suyas.

Orsenna y Farghestan carecen de ubicación geográfica definida; resulta difícil establecer la época exacta en la cual se desarrolla la acción. Algunos datos, sin embargo, permiten suponer que la zona de conflicto está situada entre el sur de Europa y el norte de Africa, y en la primera mitad del siglo XX. Pero a pesar de la resonancia latina de lugares y de nombres propios, el mar del Rivage no esel Mediterráneo, o en todo caso no exclusivamente. Ambigüedad que no afecta para nada la verosimilitud del relato, así como tampoco pretende sustituir un nomenclátor oficial. El “decorado” se instala un poco más arriba, o al costado, de los datos históricos de manual, y libera una reflexión amplia y en profundidad – más de lo que podría hacerlo una crónica embretada en el tiempo y en una geografía – sobre el poder y una forma (anquilosada) de civilización, sobre el temor, mezclado a una inconfesada fascinación, del “bárbaro” o simplemente del extranjero, de lo desconocido, sobre el encanto pernicioso, doloroso (y subyugante), de la nostalgia, en fin, sobre esa lenta descomposición de una sociedad convencida de la perennidad de sus valores.

Maniatados a ese mundo suspendido, donde el tiempo parece rebotar contra la inmovilidad de la espera, los personajes sólo pueden aspirar a un destino similar; sin historia ni datos biográficos precisos, sin proyectos de futuro, están condenados al exclusivo uso de la voz, pero una voz de sonido remoto, proyectada contra ese telón de fondo de la acción y devuelta sin matices, como un eco, como si se abriera paso hasta la superficie del relato para confirmar nuestra sospecha de que la espera ya no tiene sentido, de que el tiempo ha sido simplemente abolido, de que “la habitación desierta ha sido invadida por el espejo”.

“la belleza soberana de la catástrofe”

(Le Rivage de Syrtes)

Resulta difícil sustraerse al formidable poder de imantación de la escritura del Rivage, al permanente placer que propone su lectura, y por pereza uno tiene la tentación de recurrir a esos clisés ampulosos y gastados con los cuales se decreta que la obra está sostenida “por la fuerza interna del estilo”, o “por la respiración del texto”, o en todo caso apoyada en “los ritmos envolventes de su prosa” y en “la organización de sus secuencias verbales”. Este es un terreno minado donde el primer paso en falso hace volar en ridículo teorías e interpretaciones. Para intentar una aproximación, tal vez lo más sensato sea dejarse guiar por un baquiano astuto, por alguien como Nabokov, por ejemplo, para quien un buen escritor es aquel que reúne tres condiciones básicas: las de narrador, las de pedagogo y las de hechicero. Y es conocida la influencia del lenguaje en la hechicería. Así cuando Gracq, en el Rivage, describe la aparición de Vanessa “… con su larga cabellera suelta, con el cuello y los hombros muy blancos surgiendo del vestido, con esa belleza que parecía una mezcla de la fugaz belleza de una actriz y de la más definitiva y soberana de la catástrofe”, para concluir en que su aspecto “era el de una reina al pie del cadalso”, le creemos sin vacilar un solo instante, por el triple beneficio extraído de esa persuasión, pues nos ha “narrado” la belleza, nos ha “enseñado” el porqué de la misma, y sobre todo nos ha dejado “ilusoriamente” la sensación de haberla poseído.

Le Rivage de Syrtes obtuvo en 1951 el premio Goncourt. El mismo fue rechazado por el autor, quien un año antes había tomado resueltamente partido contra los premios literarios. Su obra posterior incluye otra novela (Un balcon en fôret), relatos (La presqu’île, la Route, Le Roi Cophetua, Les eaux étroites), ensayos literarios (Littérature à l’estomac, Préférences, Lettrines I y II, En lisant, en écrivant), libros sobre Nantes y sobre Roma, donde se mantiene ese nivel de calidad alcanzado en el Rivage, el similar rigor intelectual de quien estimara que la existencia del escritor es sospechosa de fatuidad y sólo cuenta su obra, de quien se aferrara porfiadamente a ciertos principios en un medio literario seducido por criterios de supermercado.

PS

Hasta su muerte, el 22 de diciembre de 2007, Julien Gracq permaneció como una figura algo anacrónica, como uno de los escasos representantes rezagados de una especie en vías de extinción. Y sospecho que la reciente publicación de su obra en La Pléiade no despejará ese malentendido. Cuando éste haya socavado toda resistencia, cuando la insidiosa alteración de valores se haya consumado, siempre quedará, salvaguardada en algún lugar de la memoria, la nostalgia de esa corta vanidad que es una página bien escrita. Entonces se podrá recurrir a este solitario algo soberbio que discretamente se hiciera a un lado del camino, esperando, entre irónico y desencantado, que el ruidoso cortejo se lleve sus ecos.