Prohibido fijar carteles

Unas pocas líneas de advertencia a manera de prólogo .

Para un escritor, el teatro es un espacio de libertad que ofrece gratuitamente su uso – como un papel en blanco – a todo aquel que presiente la necesidad del mismo. Parafraseando a Roland Barthes, cuando sentencia que « el mito es un ‘valor’ en sí, no tiene que rendir cuentas a la verdad », podría decirse, substituyendo ‘mito’ por ‘teatro’, que este último puede legítimamente reclamar esa impunidad. Espacio abierto y libre, de acuerdo. Aunque el uso, por supuesto, no garantiza nada, más bien exige. Pero esto es una apuesta común, pues como recomienda enigmáticamente otra prestigiosa referencia (Goethe), esta vez desde la costa Este del Rhin : « Nosotros, todo el mundo en la ruta ».

Para distraídos o desprevenidos, conviene aportar algunas informaciones sobre los personajes nominados en la obra. Aunque evidente, agreguemos que su participación en la misma es ajena a su voluntad. El orden de los detalles no es jerárquico y su identificación una « licencia poética ». 

Sara Larocca, actriz (Buenos Aires 1922 – Montevideo 2006). Comunista irredenta durante toda su vida. Vinculada desde su fundación al Teatro El Galpón de Montevideo, durante años fue uno de los dirigentes de la venerable Institución, y su interpretación de Frau Peachum en la « Opera de dos centavos » de Bertolt Brecht fue muy apreciada por sus conciudadanos de la época.  « El portazo final de Nora » en la obra de Henri Ibsen « Casa de Muñecas » inspiró su equivalente al abandonar su casa en la obra que nos ocupa.

Romeo Gavioli (Montevideo, 1913-1957) violinista, compositor y cantante de tangos. Su orquesta, empero, se mantuvo unos considerables grados por debajo de sus compinches argentinos.

Amanecer Dotta (Montevideo, 1937- ?) hombre de teatro algo polifacético vinculado a El Galpón.

Elías Alippi, actor (Buenos Aires, 1883-1942). Protagonista en varios filmes argentinos durante los años 40, donde alternósu gestión de empresario teatral con el ejercicio de su actividad actoral. Sobrio, elegante, se destacó en varios filmes como intérprete de una cierta burguesía bonaerense.

Florencio Parravicini (Buenos Aires, 1876-1941). Actor cómico, en el sentido inverso de su compatriota Alippi en la misma época. Se le recuerda sobre todo como precedente del actual género teatral llamado uni-personal. 

Hugo del Carril (el hombre de la carretilla, Buenos Aires, 1912-1989). Peronista de la primera época, cantante de tango, tesitura barítono, actor y director del film « Las aguas bajan turbias ».

Otrosi  : La escena de la prueba del pantalón de Gavioli es una cordial guiñada a uno de los « dramolettes » de Thomas Bernhard ; y la intrusión del Teniente y los soldados de la Wehrmacht un ejercicio gratuito de esa libertad mencionada al comienzo de estas líneas.  

Buena lectura.

In Memoriam Sara Larocca

PROHIBIDO FIJAR CARTELES

(Comedia de un rato de lectura teatral)

La acción se desarrolla entre mayo de 1945 y enero de 2013, aunque no es seguro. Un solo espacio para dos situaciones independientes entre sí: a la derecha del escenario una especie de bar; a la izquierda, un pequeño living con sus muebles habituales y una TV cuya pantalla es invisible al público. Al costado de la mesa del bar hay una pequeña pirámide de pedregullo; al fondo del living, una ventana que se supone orientada a la calle y una puerta lateral que puede ser visible o no. En el bar dos personajes sentados en torno a la mesa: Elías Alippi y Florencio Parraviccini; en el living, Romeo Gavioli, Nora y el hijo de ambos, Amanecer Dotta. Nora y su hijo mirando la TV, que no emite sonido alguno. Más adelante harán irrupción en la escena un teniente y dos soldados de la Wehrmacht, sobrevivientes de la segunda guerra en una isla báltica; además un cartero y el hombre de la carretilla. 

Amanecer (va hasta la ventana y observa la calle): – ¿Cuándo van a traer el chocolate? 

Nora (luego de un silencio): – Nora abrió la puerta y salió al exterior, a la libertad. 

Romeo (leyendo el diario): – Ya lo dijiste. 

Nora: – Como Antígona.

Amanecer (volviendo a su lugar): – ¿Cuándo?

Romeo  (sin dejar de leer el diario, a Nora): – No había puertas. En esa época, a lo mejor portones. Aunque no creo.

Elías  (luego de escuchar con atención algo que se supone dijera Florencio, inaudible, apaga su cigarrillo en el cenicero): – No me convence, Parra. Te concedo el «desencanto», como decís. Pero aun así, tu razonamiento tropieza con un obstáculo. «La marquesa salió a la cinco», ¿por qué no? Hay aquí dos líneas de operaciones distintas que convergen hacia la ofensiva contra la novela y aseguran su eficacia. Una de ellas contra el estilo de información pura y simple, a la moda. La otra contra lo arbitrario de la ficción. ¿Por qué a las cinco y no a la seis, seis y media? Lo que aparece más claro en la posición ampliamente instintiva que adopta en este caso Valéry, es la retracción fundamental del espíritu ante el vicio nativo de todo comienzo absoluto, de toda Génesis. (pausa para servirse un trago). Por supuesto, ningún artista puede ser completamente insensible, incluso si no lo tiene en cuenta, a ese hábito malsano del incipit que influye sobre todas las artes en la organización de la duración.  

Amanecer (señalando con el índice la pantalla invisible de la TV): – Miren! Es ese argentino que en el teatro hacía de luna! Es el mismo!

Nora: – ¿Cómo de luna?

Amanecer: – Sí, sí! ¿No se acuerdan? Primero de cuarto, después de media. Y al final de luna llena!.

Nora: – Yo no estaba.

Romeo (sin alzar la vista del diario): – Yo sí. Pero no es argentino. Se fue para allá pero es de acá. Yo lo vi hace años en Arturo Ui.

Nora: – Arturo Ui, Arturo Ui! Nora-se-fue-dando-un-portazo. 

Amanecer : – Mamá!

Romeo (lee): – «De los permisos otorgados por el Ministerio de Ganadería para la importación de 2.500 toneladas de tomate entre el 18 de diciembre y el 14 de enero pasados, solamente se efectivó (mueca) el ingreso al país de 472 toneladas, confirmó a la prensa el Director General de la Granja, DIGEGRA». (a Nora y a Amanecer) Es una sigla, DI-GE-GRA. (pausa) «Efectivó». Debe ser del verbo efectivar. Este tipo tiene estilo.

Nora (a Romeo): -Después vamos a probar el pantalón.

Elías: – Sí, pero fijate Parra que fascismo no es lo que censura o impide hablar; fascismo es lo contrario, lo que «impone» hablar. (…) ¿Cómo?

(Por un costado, atravesando el living, entra el hombre de la carretilla, con una carretilla llena de pedregullo. Llega hasta el montículo de pedregullo próximo a la mesa donde se encuentran Florencio y Elías e inclina la carretilla para vaciar la carga. Ninguno de los personajes presentes repara en él. El hombre de la carretilla se va por donde había entrado.)

(Elías está siempre atento a lo que se supone dice Florencio. Pero éste, en todo el «diálogo» con Elías, no solamente está mudo sino que ni siquiera se interesa en su interlocutor. Elías a veces cabecea para afirmar o negar, insinúa una interrupción con la mano, enciende un cigarrillo. Cuando no interviene mima el diálogo inexistente mientras el otro puede mirar el techo o tomar un whisky, como si estuviera solo.)

Elías: – Claro, claro. Pero son apenas un puñado de intelectuales no necesariamente fascistas los que tienen algo que decir sobre «lo que es la música». Ponele Rousseau, Kierkeegard, Nietzsche, Adorno. Un puñadito escandaloso frente al fenómeno de una realidad tan universal donde todo el mundo siente que sin ella -me refiero a la música- nuestro pasaje por la tierra, para decirlo con el énfasis requerido, sería insoportable. Parecería, pero no pretendo afirmarlo, que la música es irreductible al lenguaje. Eh, ¿qué te parece? Irreductible al lenguaje.  

Romeo (a Nora): – ¿Cosiste el dobladillo? 

(Nora no responde)

Romeo: – El dobladillo, digo.

Amanecer (a nadie, como una reflexión): -¿Por qué hay algo en lugar de nada?

Nora: – No habrá dobladillo.

Amanecer: -Papá, ¿por qué hay algo en lugar de nada?

Romeo: – En esta casa ni siquiera se puede leer el diario. Dobladillo. Un pantalón tiene que tener dobladillo. 

Nora: – Eso era antes. 

Romeo: – Eso es ahora, Nora (entre perplejo y satisfecho). Já. Ahoranora. Noraahora. Norahó nahorá. Insisto en que el pantalón debe tener un dobladillo. 

Elías (después de servir los dos vasos): – No, Parra, no se trata de Rulfo sino de Riquelme. Sí, los dos con erre: ru, ri. Eso es todo. Pero vos confundís épocas, profesión, ambiciones. A quién no puede soportar Maradona es a Riquelme, no a Rulfo, que seguramente no le ha hecho nada. En cambio el estilo del sanjuanino lo saca de las casillas. Como aburrido, esperando terminar el partido de una vez para irse a tomar mate. Porque Maradona tiene algo de facho, como esos escritores que usan signos de exclamación y puntos suspensivos. (breve silencio, como si escuchara algo que dice Florencio) 

Amanecer (señalando la pantalla): – Ahí está el Pelusa Sánchez.

Romeo (sin levantar la vista del diario): – ¿Qué Pelusa?

Amanecer: -El Pelusa. Cómo engordó.

Romeo (idem): -Debe comer mucho chocolate. 

Elías: -Ah, no. Mirá: el tipo que pone signos de exclamación es alguien que quiere enfatizar; por las dudas, si no entendiste, prender una lamparita más potente para convencerte de lo que escribió y estás leyendo. En general es el mismo que mete tres puntos suspensivos para terminar la frase, como dejándote un espacio para que la termines vos. Un espacio viciado, porque de lo que se trata es de una invitación a la complicidad, no al diálogo. Cuánto más sutil, más «dialéctico», es el punto y coma, o el guión que abre y cierra un paréntesis. Recursos que el del signo de exclamación y los puntos suspensivos desprecia o desconoce.

(Nora, que ha salido de escena, vuelve con un pantalón, tijeras, un metro, alfileres, una tiza; se sienta y manipula todo como quien fija planos, cortes y  medidas, costuras.)      

Elías: -Un punto y coma es un respiro, una pausa, una apertura a un complemento. Si querés una vacilación. Y no hablemos del guión, que propicia paréntesis reflexivos, a veces contraindicaciones a lo sugerido por el comienzo de la oración. Si no fuera por el actual desprestigio de la palabra, podría incluso decir que aquí se trata de una actitud más «democrática».  

Romeo: -Escuchen. (lee) «Para este periodo, el Ministro de Industrias propone utilizar intensamente herramientas de defensa y de eliminación de restricciones para la industria local, según palabras del propio jerarca. Quien agregó que este es un enfoque complementario al de la búsqueda de inversiones. Estas incorporarán lo nuevo y por otro lado defendemos lo existente». Era hora.

Amanecer (que ha ido hasta la ventana): – Ahí paró una camioneta. Deben ser los del chocolate.

(Nora avanza hasta una silla con el pantalón en la mano. El pantalón está lleno de alfileres y se observan varios trazos de tiza.)

Nora: – Bueno, Romeo. Vení. 

Amanecer: -No, se van.

Romeo: -Eh, ¿quién se va?

Amanecer: – La camioneta. Se va.

(Romeo dobla el diario y lo deja en el piso. Se saca el pantalón y queda en calzoncillos rayados. Va hasta donde está Nora.) 

Nora: – Vamos a ver. Subí.

Romeo: – ¿A dónde?

Nora: -Subí a la silla. ¿Cómo voy a hacer si no? 

(Aparece nuevamente el hombre de la carretilla y repite la operación anterior. Desaparece. Mientras tanto Romeo ha subido a la silla y trata de entrar las piernas en el pantalón que aportara Nora)

Elías: –  Para un novelista, se trata no de saturar instantáneamente los medios de percepción – como es el caso de la imagen- y conseguir con eso un estado de fascinada pasividad en el espectador, sino solamente de alertar con precisión sobre algunos centros neurálgicos capaces de irradiar, de dinamizar todas las zonas inertes intermediarias.

Romeo (que se ha pinchado con un alfiler): – Ay!

Nora: – No te muevas tanto. (tira hacia abajo las piernas del pantalón y corrige algún pliegue.) 

Amanecer (que se ha acercado a sus padres): – Está un poco largo.

Nora: -Largo, largo. Tiene que caer debajo del tobillo. 

Romeo: -A ver. Huum. Sí, un poco largo. 

Nora: – No te agaches porque entonces se sube. (a su hijo) Y vos dejame tranquila (traza unas líneas con la tiza). 

Amanecer: – Ahora un poco corto.

Romeo: – ¿Y si doblo la rodilla?

Nora: – ¿No podés quedarte quieto? A ver, dejame que lo fije con otro alfiler. 

Romeo: – Está mejor.

Amanecer: – Mejor.

Elías: – Lo que aspiro de un crítico literario -y pocas veces sucede- es que me diga, a propósito de un libro, dónde se origina el hecho de que la lectura me produce un placer que no admite sustitución alguna. Un libro que me seduce es como una mujer cuyo encanto me seduce: que se vayan al diablo sus antepasados, su lugar de nacimiento, su medio, sus relaciones, su educación, sus amigos de la infancia. Lo que espero de la crítica es la justa inflexión de una voz que me haga sentir que quien la ejerce está enamorado, y enamorado como yo. Siempre leo esperando esa confirmación. 

Romeo: -Sí, pero todavía un poco corto.

Amanecer: -Un poco corto. 

Nora: -Se puede bajar. (traza una marca con la tiza, se aleja un par de pasos hacia atrás y observa; rodea la silla. Ajusta la parte inferior del pantalón. Suena el timbre de calle).

Amanecer: -Deben ser los chocolates. (va a la puerta; se escucha que dice «gracias»; vuelve a su lugar con las manos vacías).

Romeo: – ¿Quién era?

Amanecer: – El cartero.

Nora: -¿Para quién?

Amanecer: -Para nadie.

Romeo: -¿Cómo para nadie?

Amanecer: -Sí, no traía carta.

Romeo: -¿Y para qué tocó el timbre?

Amanecer: -Para avisar. Para avisar que no había carta.

Romeo (tambaleando en la silla): -Pero los carteros no avisan. Los carteros, si no tienen cartas, no tocan el timbre para avisar que no hay carta. Los carteros llaman a la puerta cuando tienen alguna carta destinada a la gente que vive al otro lado de la puerta. 

Nora: – No siempre. Ya ves.

Romeo: -No veo nada. Lo que veo es que ese cartero se toma muchas libertades. 

Nora (observando su obra): -Así está mejor.

Romeo: -Sigue un poco largo.

Amanecer: -Largo.

Nora: – ¿Y si lo plegamos aquí?

Romeo: -Huuum. 

Elías (citando): -«La ópera italiana, en todo caso el bel canto, sólo resulta interesante si se acentúa su aspecto ridículo», afirma Groucho Marx. Y esto: «Si el hombre no cerrara soberanamente los ojos, dejaría de seguir viendo lo que merece ser visto».

Romeo: – A ver. (…) Más del costado, me parece. 

Nora: – Pero la línea de abajo tiene que ser recta.

Romeo: – Lo que pasa es que no tengo los zapatos. Con los zapatos cambia todo. Hijo, pasame los zapatos. (sin bajar de la silla, trata, con mucho desequilibrio, de calzarse). 

Amanecer: – Apoyate en el hombro. 

Elías: -El contorno de la cosa es la cosa.

( Suena el timbre.)

Amanecer: – Voy a ver.

Romeo: – Si es el cartero que vuelve para decir que no hay carta para nosotros, dejámelo a mí. Yo me encargo.

Amanecer: – Sí, es el cartero (entrando) Pero viene acompañado.

Nora: – ¿Acompañado? ¿Por quién?

Ama: – Por unos soldados que bajaron de un tanque. 

Romeo: – ¿Qué tanque? ¿Qué soldados? Ya te dije que yo me encargo. (baja de la silla, sale de escena y vuelve a entrar retrocediendo, seguido por el cartero y dos soldados y un teniente con uniformes de la wehrmacht de los años 40.) 

Romeo: – No, no. No quise decir eso. Un malentendido, seguramente.

Teniente: -¿El señor Romeo Gavioli?

Romeo (cabeceando): -Sí, sí…

Teniente: – Heil. (alza el brazo con la palma de la mano hacia adelante. Romeo vacila, hace un par de movimientos con el brazo y termina imitando torpemente el saludo) Quisimos darle este paquete al cartero (señala el paquete que uno de los soldados tiene en las manos) para que se lo entregara a usted. Pero él se negó diciendo que no entrega paquetes ni cartas ni nada.

Nora: -Ya lo sabíamos. 

Teniente: -Entonces decidimos (mira a su alrededor). ¿Podemos sentarnos? (agitación de Amanecer y Romeo para despejar un par de sillas como respuesta).

Romeo: -Hijo, en la cocina hay un banquito. Como son cuatro…

Teniente(señalando al cartero): -No se preocupe por él. Por el momento es nuestro prisionero. Ya haremos el informe correspondiente.

(El Teniente y los soldados se sientan. Hay un silencio.)

(Romeo, impaciente, emite unos sonidos guturales.)

Teniente: -En febrero de 1945… Podría avanzar unos años pero es importante que conozcan el comienzo. Ya era la desbandada, como saben. Y nuestro pequeño destacamento en Travemünde, en el Báltico, estaba encargado de vigilar la biblioteca personal del comandante, el coronel Ernst Jünger, que incluía las obras completas de su amigo y colega Julien Gracq. Obedeciendo a planes estratégicos de sus superiores, nuestro comandante se plegó a los mismos y decidió abandonar el lugar ordenándonos expresamente proteger y defender la biblioteca, si fuera necesario con las armas. Biblioteca que hasta ahora sigue intacta pues en todos estos años nadie la ha atacado. Pero si estamos aquí es para cumplir sus últimas instrucciones. Es decir, entregarle este paquete (señala el paquete que uno de los soldados depositara en la mesa). Después de bajar la “barranca de mármol” y de alejarse remando en un botecito hasta el submarino Peral que lo esperaba, nunca más supimos del coronel Ernst Jünger.      

Elías: -No hay líneas rectas, Parra. Si por ejemplo vos salís de Bangkok, digamos Bangkok o Las Piedras, siguiendo una orientación determinada y sin desviarte de la supuesta “línea recta”, al final de tu recorrido llegás al punto de partida, Bangkok o Las Piedras. El mundo es una esfera; por lo tanto la recta es una ilusión. Una facilidad de lenguaje inventada por los arquitectos. 

Teniente : -Como decía… (se interrumpe y observa detenidamente el pantalón de Romeo) ¿Y eso qué es ? ¿Qué le hicieron al pantalón ?

Romeo : Bueno, ella, Nora, le está haciendo unos arreglos.

Teniente : -A ver, a ver. (inspecciona el pantalón). Pero esto es horrible.

Amanecer : – Horrible.

Nora : -Vos callate.

Teniente  : -Yo trabajé unos años con mi tío Helmut. Tenía una sastrería en Potsdam. En el 15 de la Fürstenbergstrasse.

Romeo : – Potsdam.

Amanecer: -Potsdam.

Teniente : -Sí, en la Fürstenbergstrasse.

Romeo : – Fruersterbestrase 

Teniente (lo corrige):- Fürs, fürs. Como frank-fur-ter. 

Romeo : – Franfruter.

Teniente:- No, franfruter no. Frank-fur-ter. Fü,fü (abre la boca para indicar el sonido), ü, ü. (alza la mano). Heil !

Romeo ( hace muecas para imitar el sonido, pero lo emite mal) : -Fran…. frur…trasse…

Amanecer : Fürstenbergstrasse.

Teniente : (se vuelve y lo señala con el dedo, asintiendo ; comienza a manipular el pantalón y los ajustes que hiciera Nora).

Elías:- La Duras dice que existe un elemento fundamental que a menudo entra en su cine : el negro -no el negro-negro, un tipo negro, sino el negro como color. Y dice que, por supuesto, en sus filmes no hay pleonasmo alguno entre el texto y la imagen, y dice que entre el texto y la imagen ella concibe la inserción de un negro, y que este hueco negro funciona como un pasaje, como un no-pensar, un estado donde el pensamiento oscilaría hasta desaparecer . Desaparición que se integra a otro negro, el negro del orgasmo, la muerte del orgasmo. (breve pausa) Hasta aquí Marguerite. Yo, aclaro : Quien dice la verdad dice la sombra. (se levanta y sale de escena por la derecha.) 

(Por el otro costado entra nuevamente el  hombre con su carretilla ; vuelca el pedregullo y se va. Mientras tanto el Teniente y Romeo miman una escena en torno al pantalón y los otros dos soldados descubren la TV -se supone que en la isla del Báltico, en los 40, no existía-, la rodean sorprendidos y se quedan observando la imagen invisible para el público. Amanecer se apodera del paquete depositado en la mesa ; lo sopesa, lo agita junto a la oreja ; finalmente lo deposita sin abrir en el piso.  Se escucha un ruido de agua corriendo por el WC ; vuelve a entrar Elías y se sienta en el mismo lugar.)

Nora (acercándose al Teniente y a su marido atareados en el pantalón) : -A mí me parece que va a quedar estrecho en las rodillas. ¿Por qué no corrige aquí con unos alfileres ? 

Romeo : -Nora, el Capitán sabe lo que hace.

Teniente : -Teniente, no Capitán. 

Romeo : -Teniente. (a Nora) En Potsdam su tío tenía una sastrería. En el número 15 de la Franfruterstrasse.

Teniente: – Fürstenbergstrasse. Fürstenbergstrasse. (excedido) Hi ! Hi !

Romeo : -Eso. (a Nora) ¿Por qué no preparás un cafecito ?

Nora (sin moverse): -Nora-se-fue-dando-un-portazo.

(Amanecer y el cartero extraen del bolso de correo un montón de cartas, leen las direcciones y las abren, las intercambian, como un juego. En un momento, Romeo, luchando con el pantalón, empuja involuntariamente con el pie el paquete aportado por los soldados, que aterriza junto a la pila de pedregullo.)

Elías : -Te voy a contar una película. En realidad es una sinopsis : Una muchacha, Verónica Légard, desapareció mientras hacía jogging en la isla de los cisnes, en el Sena, frontera límite entre el XV y el XVI arrondissement -vista aérea de la isla en el Sena-. En la encuesta que siguió, Jeannette, la comisaria -las comisarias están de moda-, descubre que en los últimos tres años desaparecieron otras cuatro mujeres sin dejar rastros. El marido de la primera desaparecida, Roland Liéport, médico y navegante, vive solo en una isla bretona -se escuchan ruidos de olas contra las rocas- y allí se va Jeannette -apresurado taconeo en el pasillo de la comisaría- para empezar su investigación. Pero hete aquí que nuestra comisaria se enamora del bretón -larga caminata de ambos por la playa desierta y amables ladridos del perro que los acompaña, guau, guau-. ¿Habrá un romance entre el médico-navegante y la comisaria ? -se escuchan sugestivos violines, atmósfera de Jean Anouilh, entre leve y grave-.  

(El Teniente sigue midiendo y marcando pliegues en el pantalón de Romeo. Son maniobras  dócilmente aceptadas por Romeo. Hay también cortes de la tela, alfileres, marcas de tiza, pedazos de tela colgando en el respaldo de la silla, a veces Romeo y el Teniente maniobran en el piso, hincados o Romeo acostado, etc.)

Teniente : -Aquí es donde tiene que ir el dobladillo.

Romeo : -¿Ves, Nora ? El Capitán dice que, el dobladillo,¿oíste ? El dobladillo. Y él, en Potsdam, en el 15 de la fras-tru-furt .., bueno, aprendió el oficio con su tío sastre. Helmut .

(entra de nuevo el hombre arrastrando la carretilla, pero ahora vacía, y empieza a llenarla  con el pedregullo acumulado. Sale por donde había entrado. Los otros dos soldados se juntan al cartero y Amanecer, que siguen sacando cartas del bolso de correo y luego de hojearlas las arrojan al piso.)

Teniente : -Helmut decía que no le gustaba nada el estilo italiano ; prefería el prusiano, más sobrio, más viril, decía. Y decía que por eso el dobladillo, porque tiene un peso, una densidad nórdica, decía. Casi luterana, decía. Y yo también lo digo . ¿A quién se le ocurre usar un pantalón sin dobladillo ?

Romeo : -Que lo diga Nora.

Nora : -Yo lo que digo es que Nora-se-fue-dando-un-portazo. (va directamente a la puerta de calle, sale y se escucha un portazo.)

Elías : -De las cosas de las cuales hablamos, Parra, el conocimiento sólo se presenta en estallidos, en relámpagos; el verdadero sentido del texto llega con el redoble muy tardío del trueno.

(suena el timbre de calle)

Amanecer : -Debe ser mamá que se olvidó de la llave (va hasta puerta de entrada). 

(Romeo y el Teniente siguen manipulando el pantalón. Romeo, en calzoncillo rayado, observa los cortes longitudinales que el Teniente, en el piso, aplica a una de las piernas del pantalón.)   

Amanecer (entrando con una caja de bombones en la mano) : -Era el chocolate ! Por fin ! (abre la caja y ofrece a los dos soldados y al cartero, luego cruza hasta Elías y Parraviccini. El primero acepta, pero Parraviccini niega con la cabeza.  Romeo ha trepado a la silla y trata de ponerse el pantalón, que se ha convertido en unas tiras longitudinales que cuelgan hasta los tobillos, como una especie de falda hawaiana. El Teniente lo rodea y ajusta algunos cortes.) 

Elías (para sí mismo): -« El arma que hiere es la que cura. »

(Parraviccini se para, va hasta el perchero al fondo del escenario donde cuelgan un sobretodo y un sombrero. Se calza el sobretodo, se acerca a Elías con el sombrero en la mano y lo enfrenta por primera vez) .

Elías : -¿Qué pasa, Parra ?

Parraviccini (pronuncia lentamente, articulando con energía): -Andate a la mierda. (se pone el sombrero, atraviesa el escenario, se cruza con el hombre con su carretilla vacía, y sale. El hombre de la carretilla  comienza a apalear el pedregullo que antes acumulara. Como el paquete enviado por Ernst Jünger y aportado por los soldados se encuentra junto al montículo de pedregullo, el hombre de la carretilla lo recoge en la pala y lo arroja con el pedregullo a la carretilla.)

Elías : -¿Y vos, quién sos ?

El hombre de la carretilla : -¿Cómo, no te acordás ?

Elías : -No soy muy fisonomista.

El hombre de la carretilla : -Hugo. Hugo del Carril.

Elías : -Pero claro. Hugo. « Las aguas bajan turbias ». ¿Cómo no me voy a acordar ? Sentate, Hugo. (Hugo se sienta en la silla que ocupara Parraviccini. Elías alza un brazo como llamando a un mozo) ¿Qué tomás ? 

Hugo : – Una limonada. (Otro gesto de Elías para llamar al mozo). Con hielo.

Elías : – Allí estaba sentado Parra. Se acaba de ir. Tuvimos una larga discusiôn y de pronto se paró y se fue. No sé lo qué le pasó.

Hugo (mirando hacia un costado, donde debería entrar el mozo) : – No viene nadie.

(Mientras tanto, y desde algún lugar invisible, un ventilador arroja bocanadas de aire que llegan hasta Romeo parado en la silla y ajustando con el Teniente algunos detalles del pantalón recortado en flecos. Los flecos vibran en el aire, mientras los otros dos soldados, el cartero y Amanecer, luego de comer los chocolates, recogen las cartas arrugadas y abiertas desparramadas en el piso y las arrojan dentro del bolso vacío del cartero.) 

Elías (a Hugo) : -George Steiner : « Les Antigones », version française, page deux : « Depuis la Révolution Française, tous les grands systèmes philosophiques sont des systèmes tragiques. Tous métaphorisent le postulat théologique de la chute. Les métaphores sont diverses : chez Fichte et Hegel, c’est le concept d’aliénation de soi ; chez Marx, c’est le scénario de l’asservissement économique ; chez Schopenhauer, c’est le diagnostique de la soumission du comportement humain à une volonté coercitive ; chez Nietzsche … » 

(el reciente Hugo se incorpora sin interrumpir, recoge su carretilla con el paquete encima y sale atravesando el escenario, mientras que, desde aquí hasta el final, la voz de Elías se va apagando progresivamente hasta volverse inaudible ; en algún momento, cuando la voz ya casi no se escuche, una cinta grabada, esta sí audible, retomará el texto y terminará repitiendo solamente algún fragmento y nombres propios, como una letanía) 

« c’est l’analyse de la décadence ; chez Freud, c’est le récit de l’apparition de la névrose et de l’insatisfaction après le crime oedipien original ; chez Heidegger, c’est l’ontologie de la perte de la verité primitive de l’être. Philosopher après Rousseau et Kant, formuler de façon normative, conceptuelle, la condition humaine du point de vue psychologique, sociale et historique, c’est penser de façon « tragique ». C’est trouver dans le théâtre tragique, comme Nietzsche le fit avec Tristan, ‘l’opus metaphysicum par excellence’».   

(la audición de este texto se ha ido debilitando hasta desaparecer, suplantado a su vez, como dijimos, por la grabación de la propia voz de Elías en un crescendo sonoro que invade platea y escenario y se apaga bruscamente (tal vez en la reiteración grabada del « opus metaphysicum par excellence ». Luego del elocuente silencio que sucede a la interrupción de la grabación, Romeo, encaramado en la silla, de frente al público y con los flecos de su pantalón agitándose debido al impulso del ventilador, alza el brazo con su palma adelantada y exclama en alta voz):

Romeo : – FRANFRUTER !

(Rápido apagón. En la oscuridad, todos los personajes abandonan la escena. Se ilumina el escenario desierto. Entra nuevamente el hombre de la carretilla para descargar otra vez pedregullo. Sale de escena con la carretilla vacía mientras la luz comienza a descender hasta la oscuridad total.). Seguna versión posible del final : después de descargar el pedregullo, el hombre de la carretilla avanza hacia el centro de la escena, se detiene frente al público y, sonriendo, saluda con la mano en alto Apagón. .

Jorge Musto (allá por el 2015)

Muerte de un discreto

(evocación tardía)

10 de junio de 2020

Las necrologías son ingratas no sólo porque tratan de una pérdida, sino por el chantaje a la emoción inherente al género. Claro, hay pérdidas más lamentables que otras. E incluso algunas nada lamentables. Pero en ese caso uno se abstiene, o sale a festejar con los amigos. Cuando se trata de alguien que deja una obra literaria tras de sí, cuando ese alguien considera que su estatuto de escritor es sospechoso de fatuidad y sólo cuenta su trabajo, cuando el redactor de la necrología estima que esa obra ha sido subestimada, o acaso simplemente ignorada por el frenesí comercial de cierta literatura, hay como una autorización tácita a descubrir el personaje en beneficio de un acercamiento a la obra, una invitación a no respetar esa voluntad de discreción.

“el espejo invade la habitación desierta”

(Le Roi Cophetua)

Todo empezó en 1938, cuando Louis Poirier, profesor de historia y geografía, y luego del rechazo de su primer manuscrito por Gallimard, decide presentarlo a José Corti, un pequeño editor amigo de los surrealistas y en las antípodas del mercantilismo ambiente. La novela – Au château d’Argol – apareció firmada por Julien Gracq (1910-2007), seudónimo elegido por Poirier para separar sus actividades de profesor y de escritor, y porque “las tres sílabas sonaban bien”. Pieyre de Mandiargues evoca la aparición, en 1938, de ese nuevo narrador, y lo describe como “una enorme ave, indudablemente marina, aunque de especie desconocida, que con soberbios aletazos sacudiera el ambiente literario de la época”. Metáfora adecuada a una obra cuyo estilo parecía salido directamente de lejanas y densas brumas románticas y que se apoyaba en una mitología remota y transitada. Es difícil creer en la “sacudida” de la cual habla Mandiargues (además, en ese mismo año se publicó La náusea). Una lectura reciente de esa “versión demoníaca” del Parsifal de Wagner, revela en cada página, en el tratamiento de los tres personajes-tipo y en su atmósfera sobrecargada, lo que el propio Gracq reconociera luego, es decir que se trata de un “libro de adolescente”, por lo que tiene de exclusivamente espontáneo. No importa, pues lo esencial de la obra futura ya está prefigurado en esos mismos excesos, atraviesa mitos y arquetipos, un espeso énfasis de dudoso gusto y los clisés de una simbología decimonónica, para terminar afirmándose no sólo como una visión particular del mundo sino fundamentalmente como una personal forma de narrarlo.

Tampoco habrá la menor huella de realismo cotidiano en sus obras posteriores, ni psicología ni referencias sociales; subsistirán, en cambio, algunos residuos míticos en la elaboración de temas y el compartido horror de los surrealistas por la anécdota, el suntuoso esplendor de una prosa con antecedentes en Chateaubriand y en Proust.

La segunda novela de Julien Gracq – Un beau ténébreux – apareció siete años después, en 1945, y respecto a la anterior se abre a un espacio más libre, mucho menos voluntariamente sofocado por un simbolismo donde cada gesto, actitud o palabra “significan”, remiten a un conjunto ordenado de valores, a la memoria de otras palabras, a otros gestos o actitudes. Libertad relativa, sin embargo. Pues si bien el relato “circula” sin esos semáforos represivos (quizá debido al cambio de escenografía: allá un castillo perdido entre brumas; aquí un hotel de verano en plena temporada), y la historia avanza como la “crónica anunciada” de un doble suicidio, su lectura debe sortear todavía los obstáculos y las referencias prestigiosas. El narrador, por ejemplo, escribe una tesis sobre Rimbaud, hay citas de Hegel – omnipresente en el Château – y el suicidio de Allan y Dolores, personajes de la novela, evocan de manera inequívoca el trágico final de Heinrich von Kleist y de Henriette Vogel (Kleist, de quien Gracq tradujera su Pentesilea).

Era posible suponer, no obstante, que los excesos adolescentes serían controlados, y que las opciones, desde entonces, serían el resultado de la experiencia adquirida por la flamante madurez. De persistir las dudas, un ensayo sobre André Breton, y otros publicados en los años siguientes, se encargaría de disiparlas.

A pesar de todo, si hubiera que juzgar al autor sólo por esas dos novelas, uno estaría tentado de definirlo como un novelista marginal, de un cierto encanto surrealista fuera de moda, como un espíritu lúdico cuya originalidad estaría constituida justamente por ese alejamiento consciente de lo actual, de lo urgente. Pero estos esquemas apresurados serían desmentidos en 1951 con la aparición de Le Rivage des Syrtes. Por supuesto, su autor es reconocible desde las primeras páginas, y el clima, los personajes, la subyacente presencia mítica y la fascinación sensual por el paisaje reaparecen, hacen su habitual entrada en escena. Algo ha cambiado, sin embargo, el campo de visión en el cual están expuestos se ha modificado, ampliándose, y lo “real” – tan difuso en las obras anteriores, tan sometido a la convención rígida del relato, a su concepción “literaria” – se instala no como representación sino como propuesta poética y al mismo tiempo como reflexión histórica. La distancia con las dos novelas anteriores es considerable. El escritor, sin renegar de sus obsesiones, ha encontrado el tema adecuado al esplendor de su estilo.

La historia del Rivage es simple: Aldo, un joven perteneciente a una de las familias patricias de Orsenna, es enviado como Observador al centro de avanzada del ejército en las costas del mar de Syrtes, una vieja fortaleza en un lugar desértico considerado como un purgatorio. Enfrente, en algún lugar al otro lado del mar, se encuentra Farghestan, un estado con el cual Orsenna se mantiene confusa y oficialmente en conflicto. Salvo algún breve viaje de Aldo a la capital, el relato se desarrolla en el puesto de avanzada, a la espera de una señal hostil del enemigo, invisible todo el tiempo.

Como el autor es alguien paciente y que no pretende probar nada, como parecería que en cambio posee una confianza ilimitada en el poder persuasivo de una escritura precisa y minuciosa; como, por otra parte, la organización del relato y también la actitud de los personajes y sus morosas descripciones preparan a un acontecimiento – formulado o sólo presentido -, la narración avanza, o habría que decir se aquieta, en una especie de paréntesis temporal de efecto inmediato en el lector, pues agudiza en éste su percepción de los detalles mínimos e incidentales, como sucede con alguien al acecho, y le impone un ritmo de lectura que es casi una participación, una complicidad. Así cuando Aldo, en la frase final de la novela y ante la inminencia del acontecimiento temido y esperado, reconoce que “ahora sabe para qué estaba colocado el decorado”, el lector descubre que esa duda y esa expectativa han sido también las suyas.

Orsenna y Farghestan carecen de ubicación geográfica definida; resulta difícil establecer la época exacta en la cual se desarrolla la acción. Algunos datos, sin embargo, permiten suponer que la zona de conflicto está situada entre el sur de Europa y el norte de Africa, y en la primera mitad del siglo XX. Pero a pesar de la resonancia latina de lugares y de nombres propios, el mar del Rivage no esel Mediterráneo, o en todo caso no exclusivamente. Ambigüedad que no afecta para nada la verosimilitud del relato, así como tampoco pretende sustituir un nomenclátor oficial. El “decorado” se instala un poco más arriba, o al costado, de los datos históricos de manual, y libera una reflexión amplia y en profundidad – más de lo que podría hacerlo una crónica embretada en el tiempo y en una geografía – sobre el poder y una forma (anquilosada) de civilización, sobre el temor, mezclado a una inconfesada fascinación, del “bárbaro” o simplemente del extranjero, de lo desconocido, sobre el encanto pernicioso, doloroso (y subyugante), de la nostalgia, en fin, sobre esa lenta descomposición de una sociedad convencida de la perennidad de sus valores.

Maniatados a ese mundo suspendido, donde el tiempo parece rebotar contra la inmovilidad de la espera, los personajes sólo pueden aspirar a un destino similar; sin historia ni datos biográficos precisos, sin proyectos de futuro, están condenados al exclusivo uso de la voz, pero una voz de sonido remoto, proyectada contra ese telón de fondo de la acción y devuelta sin matices, como un eco, como si se abriera paso hasta la superficie del relato para confirmar nuestra sospecha de que la espera ya no tiene sentido, de que el tiempo ha sido simplemente abolido, de que “la habitación desierta ha sido invadida por el espejo”.

“la belleza soberana de la catástrofe”

(Le Rivage de Syrtes)

Resulta difícil sustraerse al formidable poder de imantación de la escritura del Rivage, al permanente placer que propone su lectura, y por pereza uno tiene la tentación de recurrir a esos clisés ampulosos y gastados con los cuales se decreta que la obra está sostenida “por la fuerza interna del estilo”, o “por la respiración del texto”, o en todo caso apoyada en “los ritmos envolventes de su prosa” y en “la organización de sus secuencias verbales”. Este es un terreno minado donde el primer paso en falso hace volar en ridículo teorías e interpretaciones. Para intentar una aproximación, tal vez lo más sensato sea dejarse guiar por un baquiano astuto, por alguien como Nabokov, por ejemplo, para quien un buen escritor es aquel que reúne tres condiciones básicas: las de narrador, las de pedagogo y las de hechicero. Y es conocida la influencia del lenguaje en la hechicería. Así cuando Gracq, en el Rivage, describe la aparición de Vanessa “… con su larga cabellera suelta, con el cuello y los hombros muy blancos surgiendo del vestido, con esa belleza que parecía una mezcla de la fugaz belleza de una actriz y de la más definitiva y soberana de la catástrofe”, para concluir en que su aspecto “era el de una reina al pie del cadalso”, le creemos sin vacilar un solo instante, por el triple beneficio extraído de esa persuasión, pues nos ha “narrado” la belleza, nos ha “enseñado” el porqué de la misma, y sobre todo nos ha dejado “ilusoriamente” la sensación de haberla poseído.

Le Rivage de Syrtes obtuvo en 1951 el premio Goncourt. El mismo fue rechazado por el autor, quien un año antes había tomado resueltamente partido contra los premios literarios. Su obra posterior incluye otra novela (Un balcon en fôret), relatos (La presqu’île, la Route, Le Roi Cophetua, Les eaux étroites), ensayos literarios (Littérature à l’estomac, Préférences, Lettrines I y II, En lisant, en écrivant), libros sobre Nantes y sobre Roma, donde se mantiene ese nivel de calidad alcanzado en el Rivage, el similar rigor intelectual de quien estimara que la existencia del escritor es sospechosa de fatuidad y sólo cuenta su obra, de quien se aferrara porfiadamente a ciertos principios en un medio literario seducido por criterios de supermercado.

PS

Hasta su muerte, el 22 de diciembre de 2007, Julien Gracq permaneció como una figura algo anacrónica, como uno de los escasos representantes rezagados de una especie en vías de extinción. Y sospecho que la reciente publicación de su obra en La Pléiade no despejará ese malentendido. Cuando éste haya socavado toda resistencia, cuando la insidiosa alteración de valores se haya consumado, siempre quedará, salvaguardada en algún lugar de la memoria, la nostalgia de esa corta vanidad que es una página bien escrita. Entonces se podrá recurrir a este solitario algo soberbio que discretamente se hiciera a un lado del camino, esperando, entre irónico y desencantado, que el ruidoso cortejo se lleve sus ecos.

El rapto del tenor (1995)

a Monika

(pre-texto)

Carta a una muchacha de Hamburgo


No sabés de mi dolor de muelas
de mi forma de agarrar el cigarrillo
de mi edad de mi ausencia de bigotes
de mis tres novelas publicadas.

No sospechás siquiera que en un estúpido domingo
Caracas junio diecisiete y treinta
alguien decida empezar a armar esa penumbra que te cercaba de noche en una esquina
y hace de esto como un año y medio.

Ninguna razón para que te detengas un minuto
imaginándome que te imagino
ningún olvido de tu memoria que resulte apelable desde sitio alguno
ninguna posibilidad de que te sorprenda
distraída
un olor inaspirado
una caricia no dirigida a vos
una pregunta informulada.

No sabés de mi sombra
tampoco de mi vida.

Por mi parte
y esto es una injusticia a reparar urgentemente
por mi parte confieso la ventaja de haber cruzado aquella esquina en St. Pauli
invierno del ochentaiséis
de haberte descubierto cercada de penumbras y dejando simplemente que el desprecio se gastara en su apariencia inútil
en esa indulgente aceptación del mundo que exhibías.

Confieso

desasosegado
mi odio repentino a tipos de rostro insospechable
a señores gordos que en este momento estarán leyendo el diario en Flensburg
o eructando frente a un jarro de cerveza en un suburbio de Hannover
y que apenas
indolentemente
recordarán que alguna vez sus pasos estuvieron vacilando junto a vos
que sus dedos torpes mezquinaron marcos
que tu soberbia los abochornó durante diez minutos
media hora.

No quiero equivocarme
vuelvo
como a una herida nunca restañada
a ese rato inmediato de la noche
a mi paseo por una Reeperbahn hediendo a curry y a grasa derretida
a las imágenes de coitos varios con que tres pantallas
en forma simultánea
asediaron sin piedad a mi cobardía en una sala oscura
me dejaron un gusto a vegetal entre los dientes.

No quiero por ninguna razón
negarte mi arrepentimiento
las cinco cuadras recorridas sin aliento y con el propósito indeclinable de amarte hasta la muerte.

Si fuera de utilidad
cosa que dudo
estimaría necesario dejar constancia de mi decepción
por supuesto nadie en esa esquina
por supuesto dos horas y un montón de cigarrillos.

Más tarde
en la pensión
lloré de cara al techo abovedado
me puse a inventarte desde tu cuello blanco
desde tu blusa abierta
desde el amor suave y desdeñoso de tus manos
en medio de una pena que planeaba sobre mí como una inmensa lágrima del mundo.

Quise
y no atiné en la forma
intenté recomponer pedacitos de esa ternura que dejaste caer al costado de mi piel
de mi cansancio.

Doblegado
te agradecí desde una infancia infeliz y calculada
me arrodillé en la cama para verte partir
para abreviar en parte mi desdicha
para cumplir
enceguecido
un ritual de distancias
de exclusiones.

Ya ves
no reivindico desde aquí derecho alguno
solamente he dejado para esta ocasión
un ecuánime listado de mis cargos y descargos.

Nada que importe verdaderamente.

El dolor reconoce otros desplantes.

Por eso pienso en vos como si fueras un viejo trazado de mis huesos
un acontecimiento de mis manos
una vejatoria pulsación de mis pupilas.

Te recuerdo
muchacha
porque tengo frío en esta temperatura de veinticinco grados
porque ya nadie
nunca
me desconocerá tan piadosamente como vos aquella tarde en St. Pauli
porque esta noche no puedo prometerte llantos
apenas
para mi consuelo
la esperanza de retener tus ojos claros hasta el borde del sueño
de entrar al sueño con esta irreparable
frágil memoria de mis días.

Te recuerdo
muchacha.

Voy a tirar esta botella al mar.

Caracas, abril de 1987

«¡Mantengamos el vínculo!».

Correo de los lectores de Le Figaro:

La botella llegó a destino. Un viejo marinero holandés la recogió del mar en el puerto de Adén. Yo la bajé del estante de un bar de putas de Hamburgo.

Tenías que haber esperado un rato más en esa esquina. Pero no pretendo hacerte reproches, sigo aceptando el mundo con más o menos indulgencia. Y cuando leas esto ya estaré en viaje a Ginebra, donde tal vez, y si te dura el entusiasmo, podemos encontrarnos. Aunque te advierto que no soy el acontecimiento de las manos de nadie.

Espero que se te haya pasado el dolor de muelas.

París, mayo de 1991

Capítulo uno

La mujer báltica

El ascensor es moderno y va del subsuelo al octavo piso y, por supuesto, viceversa. Su mecanismo de funcionamiento está regulado de tal modo que una vez abierta la puerta y apretando simultánea o sucesivamente todos los botones numerados, se detiene en cada piso el tiempo necesario al ascenso o descenso de pasajeros antes de cerrar y/o abrir también automáticamente la puerta y reanudar la marcha en forma no menos automática. Pasó así y a las seis y media de la tarde:

Entré al ascensor en la planta baja para subir a mi apartamento, quinto piso, y los patines con rueda no me sorprendieron, a cada rato veía por la calle y hasta en los supermercados, en las escaleras mecánicas y en las aceras al borde del lago, en los parques, realmente una epidemia. Es probable que la mujer hubiese entrado al edificio detrás de mí sin que me diera cuenta porque ahí estaba, en el pasillo frente al ascensor y tratando de entrar, altísima sobre sus patines, sonriente, quizás disculpándose por no tener la edad adecuada, pelo castaño y corto, T-shirt ajustado y de color naranja, pantalones blancos y sorprendentes, eso sí, sorprendentes guantes de cuero en ambas manos.

Hubo el primer desequilibrio, algo que yo tomé por una vacilación y que se concretó en la desarmonía de la figura que avanzó y retrocedió algunos centímetros sobre su eje hasta encontrar el impulso suficiente para introducirse definitivamente en el ascensor. Pasó a mi lado con ruido sordo de pequeñas ruedas sobre el plástico encerado del piso, detuvo su breve desplazamiento con las dos manos enguantadas apoyadas en el plano vertical del fondo del cubo y, de espaldas a mí y volviendo la cabeza, dijo octavo piso por favor. La puerta se cerró luego de que yo apretara sucesivamente los botones cinco y ocho.

Cuando el ascensor dejó la planta baja la mujer inició con cierta precaución los movimientos habituales para girar 180 grados y abandonar la posición incómoda y descortés de ofrecer la espalda al único y desconocido acompañante en ese vehículo doméstico: desplazamiento de los pies en su lugar y giro del cuerpo en la misma dirección y aproximadamente el mismo ángulo. Operación que en general no ofrece grandes dificultades de equilibrio ni solicita suplementaria ayuda de las manos. No obstante nada, en el cuerpo de la mujer, parecía indicar la realización de su propósito, porque antes de que pudiera despegar del piso  cualquiera de sus pies y apenas sugerido ese movimiento en sus rodillas, las manos enguantadas en el plano vertical del cubo debieron soportar el peso de la parte superior del cuerpo que se inclinaba hacia adelante porque la inferior, involuntariamente, se estaba desplazando sobre las ruedas de los patines hacia atrás, hasta detenerse cuando los talones encontraron la resistencia de la puerta cerrada. Ahora el cuerpo tenso trazaba una diagonal incongruente en ese severo espacio ortogonal, posición que la mujer intentó modificar un par de veces resbalando alternativamente uno y otro pie hacia adelante pero era evidente que se requerían los dos y al mismo tiempo para lograr la vertical, algo que no podía escapar a su comprensión pues luego de ese fracaso momentáneo no insistió, limitándose a mostrarme un rostro algo perplejo y pecoso y en el cual creí asomaba un cierto desamparo. Le sonreí, como para ofrecerle una mayor seguridad, y ella quizá interpretó erróneamente el sentido de mis intenciones, se sostuvo con una sola mano y movió la otra en mi dirección con un gesto vago e impreciso. En ese momento vi una enorme mancha oscura de sudor en su axila izquierda y tuve ganas de tocarla, uno nunca sabe si esa humedad está fría o tibia. La mano enguantada siguió moviéndose en mis proximidades, y si en ese momento no hubiese sonado el breve timbre que anunciaba la inminente llegada del ascensor al quinto piso, habría tenido que adoptar una decisión respecto a ella. Pero el timbre fue como un repentino llamado a mi responsabilidad. El rostro torcido hacia mí expresaba ahora una especie de súplica. Tenía que actuar con rapidez, porque la puerta se abriría automáticamente y el cuerpo de la mujer, sin el apoyo en los talones, resbalaría inevitablemente hacia el piso del ascensor y todo sería entonces más difícil. Además, una cortesía elemental me impedía dejar que el ascensor se llevara el cuerpo extendido boca abajo hasta el octavo mientras yo entraba tranquilamente en mi apartamento. De modo que agarré la mano enguantada sin tener aún la menor idea de lo que debía hacer con ella. Pero esos segundos eran decisivos; y el efecto posterior del gesto, imprevisible. Este, en un orden estrictamente sucesivo, se expresó de la siguiente manera:

a) con la mano vino el brazo y todo lo demás de la mujer, la otra mano y el peso completo del cuerpo inclinado;    

b) el ascensor se detuvo; la puerta se abrió hacia los costados;

c) desapareció el apoyo de los talones y de las ruedas posteriores de los patines;

d) los brazos de la mujer me rodearon el cuello con fuerza;

e) mis manos, tratando de sostener el cuerpo que seguía resbalando junto al mío, se apoyaron en sus axilas: el sudor no era seco sino activo, húmedo y caliente;

f) los pies siguieron resbalando hacia afuera del ascensor y el peso del cuerpo de la mujer, multiplicado, me arrastró hacia el piso;

g) me arrodillé, el rostro de la mujer se apoyó en mi hombro derecho y su cuerpo, extendido en una suave aunque forzada curva, dejó súbitamente de pesar;

h) miré por encima de su espalda: las tres cuartas partes de sus piernas estaban extendidas hacia afuera, en el pasillo;

i) no veía su cara pero no creí necesario consultarla;

j) aún arrodillado y apretando sus axilas, giré su cuerpo hasta depositarlo en el piso, de espaldas;

k) su rostro pasó fugazmente junto al mío y los brazos lo siguieron, liberando mis hombros;

l) me incliné hacia adelante y con las palmas de mis manos separé sus muslos del piso;

m) sus rodillas avanzaron hacia mí, las ruedas de los patines     cruzaron el umbral de la puerta justo en el momento en que ésta se cerraba;  

n) aún hincado, y con mis manos sucias de sudor ajeno, sujeté      sus rodillas dobladas y esperé a que el ascensor se pusiera automáticamente en marcha.

Habíamos franqueado con relativo éxito esa parte del trayecto. Ahora había que aguardar, inmóvil, la llegada al octavo. Momento propicio para hacer un balance provisorio y encarar una estrategia adecuada. Salvo un creciente dolor en la rodilla izquierda y los dos libros que traía yaciendo desordenadamente en un rincón del ascensor, ningún otro perjuicio visible de mi parte. Respecto a la mujer, y siempre ateniéndome al insuficiente testimonio visual, una costura abierta en su pantalón exponía un fragmento interior del muslo, cosa que no parecía preocuparle en absoluto pues seguía concentrada en frotarse el codo derecho con la palma de cuero de su mano izquierda en un gesto que izaba aún más sobre su busto el borde del T-shirt naranja y contribuía de este modo a la exhibición de la parte inferior de un sostén blanco. Ahora bien: entre éste y el borde superior del pantalón, nada, como era previsible. O sí: un par de leves pliegues de grasa atravesando la cintura y circunvalando el orificio profundo del ombligo.

Luego de este examen rápido y superficial, encaré el inminente arribo al octavo. Ella parecía excesivamente confiada en mis recursos, lo que me intranquilizaba. Pero no podía perder tiempo en consideraciones de este tipo. Yo debía pararme antes, era no solamente justo sino también una táctica correcta. Si abría las piernas apoyándome contra el plano vertical del ascensor y lograba que ella girase apenas unos grados en el piso, quedaríamos en posición propicia para que:

  1. ella pudiera apoyar las ruedas de sus patines en el ángulo formado por la vertical y el piso del ascensor, entre mis pies separados;
  2. yo pudiera derivar en ese apoyo parte del esfuerzo requerido para incorporarla mientras concentraba el mayor volumen de energía en mis dos manos sujetas a las suyas para lograr una completa verticalidad de los dos cuerpos.

 Elemental ley física.

Sonó el breve timbre de advertencia y me preparé para esta primera etapa que no parecía ofrecer dificultades mayores. Cuando el ascensor se detuvo, me incorporé con un movimiento ágil y resuelto, decidido a liquidar rápidamente todo eventual problema que se presentara.

Al tiempo en que la puerta se abría deslizándose hacia los costados, comencé, con la voluntaria complicidad de la mujer, los gestos ya previstos. La atraje hacia mí mientras ella colaboraba afirmándose con los patines en el ángulo que le servía de apoyo entre mis pies. La icé hacia mí desde nuestras manos enlazadas, guantes de por medio, y ella fue creciendo hasta alcanzar esa estatura que había declinado desde el momento mismo en que entrara al ascensor pero que ahora me imponía debido a que la mía se reducía unos centímetros por mis piernas separadas y la suya aumentaba visiblemente por nuestros cuerpos paralelos. Por nuestros cuerpos pegados uno al otro, el suyo aplastándome contra la pared del ascensor, en realidad manteniéndose precariamente en esa vertical por la presencia física del mío, por mis manos que habían buscado instintivamente su cintura y habían encontrado con alguna sorpresa la base de sus nalgas mientras el mentón se hundía entre sus senos blandos. La situación amenazaba permanecer incambiada si ella no daba un paso atrás para crear ese espacio imprescindible que me permitiera un desplazamiento a la derecha o a la izquierda. Abrí la boca para darle alguna instrucción verbal precisa pero yo mismo escuché unos sonidos ininteligibles que se ahogaron contra el algodón del T-shirt. Si aflojaba mis manos, su cuerpo se inclinaría hacia atrás con riesgo de romperse la nuca contra la pared o el piso del ascensor; si no lo hacía, ella quizás se decidiera a buscar su propio equilibrio moviendo los pies sobre los patines y hacia atrás.

La puerta automática cumplió su ciclo de espera y se cerró por su propia cuenta.

Ella comenzó a mover los pies, a resbalar unos milímetros los pies. Lo supe por un leve movimiento interno de sus nalgas, una tensión, tal vez el lejano reflejo de algún músculo. Hubo un momento en que sentí, transmitido desde las nalgas a mis manos, que el cuerpo de la mujer se independizaba en su equilibrio justo. Todavía seguía pegado al mío, y no tenía la menor idea de lo que hacían sus manos en algún lugar por encima de mi cabeza o de mis hombros. Era improbable que hubieran encontrado algún asidero en la austera superficie lisa de las paredes del cubo, pero de todos modos fui separando las mías poco a poco al tiempo que sentía alejarse de mis labios y de mi nariz la aspereza del algodón naranja. El cuerpo de la mujer se separó unos centímetros del mío y amagué desplazarme hacia un costado justo en el momento en que alguien debe de haber llamado el ascensor desde un piso inferior. Carajo. Hubo un breve sacudimiento antes del descenso, no tuve tiempo de cerrar las piernas y las manos enguantadas de la mujer reaparecieron súbitamente sobre mis hombros mientras sus pies se deslizaban hacia el centro del ascensor en una lentitud proporcional a la reducción de la diferencia de nuestras respectivas estaturas.

Todo amenazaba repetirse. Cuando tuve su rostro a la altura del mío tomé una decisión, despegué mi espalda y mis nalgas de la pared del ascensor y empujé hacia adelante con los hombros. Sabía que el gesto resultaría eficaz sólo si continuaba el impulso hasta que los talones de la mujer chocaran con la pared de enfrente y su cuerpo se adosara a la misma progresivamente y desde abajo, como una cinta scotch adherida con el dedo de abajo-arriba. Cruzamos el ascensor a toda velocidad y sin accidente alguno. De nuevo hundí el mentón entre sus pechos pero ahora era yo quien disponía de los movimientos de ambos, lo que me otorgaba una compensación honorable y me restituía la iniciativa perdida.

Seguíamos bajando, pero la situación me parecía dominada. Para convencerme, di un paso atrás y por las dudas mantuve la palma de mi mano derecha apoyada en esa zona imprecisa entre el estómago y el vientre de la mujer y luego de una vacilación porque el zipper de su pantalón se había abierto y el T-shirt seguía obstinadamente recogido y arrugado más arriba de su nivel normal. Tuve la impresión de que por primera vez tomaba una cierta distancia con la situación, como viéndola desde fuera, lo que también me permitía una rápida y neutra ojeada a la mujer. Pensé que si algún día llegaba a escribir de mi estadía en Ginebra no podría prescindir de este episodio y en ese caso mencionar que la mujer, ésta, andaba por los cuarenta años y quizás de origen báltico, que se depilaba las cejas y ojeras profundas sobre pómulos altos y afilados. Datos a completar. Pero ahora se trataba de que no debía mover los pies, sobre todo no mover los pies, mi mano se encargaba del resto.

El ascensor se detuvo en el cuarto piso y entró una pareja de niños africanos, entre 10 y 12 años. El varón apretó el botón que indicaba planta baja y luego se quedó mirándome fijo, y aunque le guiñé alternativamente ambos ojos no logré arrancarle expresión alguna. Todos permanecimos inmóviles y callados durante el descenso y no hubo ningún suceso digno de atención a no ser un pequeño detalle que me concernía personalmente pues la niña, medio asustada en un rincón del ascensor, había pisado sin premeditación uno de mis libros arrugando irremediablemente algunas hojas.

La puerta se abrió, los niños desaparecieron raudos y sin mirar hacia atrás, la puerta se cerró. Yo miraba tristemente el libro pisoteado, y sin dejar de sostener el cuerpo de la mujer con la mano derecha me agaché y estiré al máximo el brazo izquierdo para tratar de alcanzarlo. Escasos centímetros lo separaban de la punta de mis dedos. En esa posición, apoyado en mi rodilla dolorida y con los brazos abiertos en una línea inclinada, el libro resultaba inalcanzable. Desde allá abajo miré a la mujer, que seguía mi maniobra con evidente interés, para tratar de saber si podía confiar unos segundos en sus propios recursos. Con el ascensor inmóvil pensé que el riesgo era menor. Entonces me incliné hacia la izquierda alejando mi mano del cuerpo de la mujer y recogí el libro dañado y estaba por incorporarme cuando vi que sus pies se deslizaban lentamente hacia adelante y no había un segundo que perder, el cuerpo ya estaba resbalando por la pared del ascensor hacia el piso y estiré la pierna derecha para trabar con el zapato las ruedas de los patines. Por un instante la caída se detuvo, pero la presión que el peso muerto del cuerpo de la mujer ejercía sobre la parte externa de mi pie derecho acabaría por vencer esa insuficiente resistencia. Desde el piso, medio hincado sobre una rodilla dolorida y con la otra pierna doblada, terminaría por ceder. Pensé que si actuaba con rapidez al menos podía bloquear la situación. Luego se vería. De modo que en un solo movimiento giré sobre mí mismo, me senté en el piso y apoyé la espalda en la pared contraria a aquella en que la mujer había empezado a deslizarse; estiré la pierna izquierda en una línea paralela a la derecha y el pie correspondiente se reunió a los otros tres. El único problema, ahora, consistía en que desde nuestras respectivas posiciones era imposible alcanzar los botones del ascensor para ponerlo en marcha.

Estábamos en el exacto punto de partida de hace un rato, a la misma, exacta distancia del objetivo, ocho pisos, pero nuestras posibilidades de llegar a él se habían comprometido considerablemente. Débiles lágrimas surcaban el rostro pecoso de la mujer y yo no encontraba ninguna palabra de consuelo. Así que me dediqué a alisar minuciosamente las páginas arrugadas del libro pisoteado.

Debo admitir que la posición de su cuerpo resultaba más incómoda que la del mío, pero bueno, era cuestión de hacerse cargo, yo también podía aducir mi rodilla y los pobres libros. Además, no era para tanto, alguien terminaría por llamar el ascensor desde algún piso, alguien tendría que subir o bajar en ese edificio de mierda.

La respuesta a esta muda invocación fue casi inmediata y adoptó la forma física de una señora con bolso de supermercado y vestido negro que nos enfrentó, vacilante, cuando se abrió la puerta, porque aunque dos personas no fuesen una cifra exorbitante para este tipo de ascensores modernos, como constaba en una placa adosada a la pared con recomendaciones varias, todo dependía de su distribución en el espacio interno, aspecto sobre el cual no había indicación alguna. La señora vaciló pero no mucho. Primero pasó su bolso por encima de mis piernas y lo depositó entre estas y la pared del fondo; luego, ágiles zancadas para trazar el mismo recorrido con su cuerpo. La evidente ventaja de su verticalidad le permitía elegir cómodamente cualquiera de los botones numerados y cuando avanzó el brazo le dije desde abajo octavo piso por favor, y era una forma de reanudar el ciclo.

De reanudarlo en condiciones más precarias, es cierto, pero con una reciente experiencia nada desdeñable. Yo no había podido ver el botón que apretara la dama de negro, y su destinación incierta, mientras ascendíamos, me distrajo de otras incertidumbres que me esperaban allá arriba, cuando tuviéramos que movernos para descender en el octavo. Así que comprobé con alivio los gestos de la mujer báltica para secarse las mejillas con el reverso de los guantes y el esbozo de sonrisa que penosamente le iluminó los fragmentos visibles del rostro. Estimé necesario hacerle un par de inclinaciones significativas con la cabeza.

Habíamos atravesado ya dos o tres pisos y la dama de negro, inmóvil, continuaba mirando enérgicamente hacia adelante en actitud de dignidad ofendida. Tal vez mañana o pasado mañana debería golpear a su apartamento y ofrecerle un lindo ramo de flores como desagravio. No conocía las costumbres del país, pero ese gesto queda bien en todas partes. Decidido. Lo cual me aportó una tranquilidad adicional inmediatamente desmentida porque la propia interesada, en forma por completo inopinada y simultáneamente al sonido del timbre que anunciaba la llegada al sexto piso, comenzó un discurso cuyos destinatarios, supuse con razón, teníamos que ser nosotros. Las palabras, que coincidieron con la inmovilidad del ascensor y la apertura automática de la puerta, ratificaron esa sospecha: «Sería un error confundir comprensión con tolerancia, tolerancia con resignación. Nuestra historia es vieja en siglos y en esfuerzos, en derrotas, y si finalmente hemos llegado a la edad de la prudencia no podemos permitirnos el menor descuido, la menor desidia, la más mínima puñetera complicidad. No olvidemos que el Señor ciega a los que quiere perder». Y cuando la puerta amagó cerrarse nuevamente, la dama de negro salteó hábilmente mis rodillas, bolso en mano, y se precipitó al exterior. A través de la puerta y cuando se alejaba por el pasillo, atiné a gritarle que cualquiera de estos días tenía la intención de llevarle un ramo de flores.

Algo abrumado por esa patriótica requisitoria, miré en silencio y con rencor a la mujer báltica. No era el mejor estado de ánimo para encarar esa última etapa del periplo pero mala suerte, ya estábamos llegando al octavo y antes de que el ascensor se detuviera comencé a aflojar las rodillas y a doblarlas mientras la mujer, carente del apoyo de mis pies, resbalaba lentamente y sorprendida hasta quedar sentada en el piso. La puerta se abrió. Antes de incorporarme encajé los dos libros de canto en cada uno de los extremos del riel liberado por el desplazamiento de la puerta con el fin de trabar su mecanismo automático de cierre y mantener el ascensor inmóvil. Logrado esto, lo que siguió no resultó difícil, sobre todo porque la mujer no opuso resistencia. Algo intimidada por el carácter repentinamente autoritario de mis gestos, giró sobre sí misma hasta quedar sentada frente a la salida del ascensor, plegó obedientemente las rodillas e inclinó el busto hacia atrás. Agachándome detrás de ella, la tomé por las axilas sudorosas y despegué su trasero del suelo. Su cuerpo trazaba una curva en el aire que culminaba en los patines sólidamente apoyados en el piso y que comenzaron a desplazarse hacia afuera mientras yo seguía ese movimiento con pasos breves y aferrado a las axilas de la mujer.

Sus piernas ya estaban en el octavo piso, pero al atravesar el umbral a la altura de su cintura hubo ese gesto torpe de sus manos que a cada lado del cuerpo tropezaron con los libros que se volcaron hacia el pasillo y destrabaron la puerta. El mecanismo automático se puso en marcha y tuve tiempo de empujar el resto del cuerpo de la mujer hacia el octavo. La puerta amenazaba cerrarse sobre mis codos y retiré rápidamente los brazos hacia atrás, hacia el interior del ascensor, que llamado desde algún piso inferior comenzó a descender.

La mujer báltica se había quedado con mis dos libros.